Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
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Claudia Gómez*
* Politóloga de la Universidad de los Andes. Coordinadora General Proyecto LAICIA. Women’s Link Worldwide, Bogotá-Colombia. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
A través del recuento y el análisis de las estrategias jurídica, de alianzas y de comunicación del proyecto LAICIA (Litigio de alto impacto en Colombia: la inconstitucionalidad del aborto) el texto pretende validar las acciones públicas de inconstitucionalidad como una herramienta de cambio social y convocar a la sincronización de agendas para adelantar campañas que promuevan los derechos de las mujeres. El artículo hace especial énfasis en la necesidad de articular diferentes actores a lo largo de todo el curso de acción de las políticas públicas y en particular sobre la estructuración de canales de comunicación.
Palabras clave: aborto, visibilizar, influenciar, modificar, acción pública de inconstitucionalidad y campañas comunes.
Através do reconto e da análise das estratégias jurídicas, de alianças e da comunicação do projeto LAICIA (Litígio de alto impacto na Colômbia: a inconstitucionalidade do aborto) o texto pretende validar as ações públicas de inconstitucionalidade como uma ferramenta de mudança social e convocar à sincronização de agendas para realizar campanhas que promovam os direitos das mulheres. O artigo faz ênfase especial na necessidade de articular diferentes atores ao longo de todo o curso de ação das políticas públicas e em particular sobre a estruturação de canais de comunicação.
Palavras-chaves: aborto, visibilizar, influenciar, modificar, ação pública de inconstitucionalidade e campanhas comuns.
Through the account of the LAICIA (High impact lawsuit in Colombia: unconstitutionality of abortion) legal strategy, alliances strategy and the communication strategy, the text tries to validate the public actions of unconstitutionality like a tool of social change and to summon the synchronization of agendas to overtake campaigns that promote women’s rights. The article emphasises in the need to articulate different performers through the whole course of action of the public politics and, in particular, over the structure of the communication channels.
Key words: abortion, visualize, influence, modify, public action of unconstitutionality and common campaigns.
El 14 de abril del 2005 fue interpuesta una demanda frente a la Corte Constitucional colombiana que pedía la declaración de inconstitucionalidad del artículo 122 del Código Penal que criminaliza el aborto sin excepción1. La demanda argüía que la penalización del aborto cuando se encuentra en peligro la vida o la salud de la mujer, cuando el embarazo es resultado de una violación, y/ o cuando existe una grave malformación del feto incompatible con la vida extrauterina; viola el derecho a la igualdad y a la no discriminación; el derecho a la vida, a la salud y a la integridad física; y el derecho a la dignidad, a la autonomía reproductiva y al libre desarrollo de la personalidad2.
La demanda no sólo se apoyaba en una rigurosa argumentación jurídica del derecho internacional que rescata las recomendaciones emitidas por los Comités de Monitoreo de los Tratados de Derechos Humanos, sino que estaba inscrita dentro de una serie de acciones que buscan en definitiva avanzar en la promoción de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres colombianas. En ese sentido, la iniciativa LAICIA3 es un claro ejemplo del uso del litigio de alto impacto como una estrategia para promover los derechos humanos y como una expresión de política pública.
A pesar de que la Corte Constitucional en su Comunicado de Prensa del día 7 de diciembre de 2005 “estimó no proferir sentencia de fondo, sino fallos inhibitorios” respecto al proceso de inconstitucionalidad del aborto D57644, el proyecto LAICIA, a través del diseño y puesta en marcha de una estrategia de alianzas con la sociedad civil y con los medios de comunicación, ha convertido el debate sobre el aborto en un amplio espacio de discusión, en el cual el fenómeno es percibido como un problema de salud pública, de equidad de género y de justicia social. Este texto busca, en primera instancia, a través del relato del proyecto LAICIA, promover la figura de la acción pública de inconstitucionalidad como una herramienta para el cambio social y, en esa medida, validarla como una expresión de las políticas públicas. En segundo lugar, el documento hace un llamado de atención sobre la necesidad de sincronizar agendas, establecer compromisos y afianzar flujos de información para construir campañas conjuntas que involucren no sólo a activistas sino también a académicos/ as, médicos/as, políticos/ as, empresario/as, etc., para diseñar políticas públicas que trasmitan, argumenten y materialicen el discurso de los derechos de las mujeres. El relato se hace a través de la identificación de tres de los componentes que constituyen la primera fase de una política pública (visibilizar, influenciar y modificar), es decir, la selección y definición del problema y la inscripción de éste en la agenda pública (Campero, 2001). La estrategia legal frente a la Corte Constitucional, la estrategia de construcción de una red de alianzas y de apoyo y la estrategia de comunicaciones contenidas en el proyecto LAICIA buscan en último término visibilizar el fenómeno del aborto como un problema de carácter social; influenciar a la sociedad civil para generar un debate público que enuncie la despenalización del aborto como una prioridad de la agenda pública; y finalmente, modificar el tratamiento que el Estado le ha dado a dicho fenómeno, a través de la reinterpretación de los artículos 122, 123 y 124 del Código Penal que criminalizan el aborto en todas las circunstancias.
El derecho de interés público hace uso de la ley como un instrumento de cambio social y de promoción de los derechos y de la justicia social. Ahora bien, el litigio de interés público se especializa en la prestación de servicios legales a personas o grupos de personas para facilitarles su acceso a la justicia. Por ejemplo, el litigio estratégico, una modalidad del litigio de interés público, se especializa en llevar a juicio un caso particular buscando crear efectos que superen los intereses individuales y generen cambios sociales muchos más amplios (Interrights, 2004: 35).
De este modo, los objetivos del litigio estratégico pueden incluir el cambio de leyes o políticas que violan derechos constitucionales, asegurar que la interpretación y aplicación de ciertas normas y derechos sea la adecuada, identificar vacíos en la ley, crear conciencia sobre un tema específico, promover el debate público y educar a la sociedad, construir coaliciones, generar presión para producir cambios sociales, empoderar a grupos marginados, fortalecer la sociedad civil y movilizar comunidades, y fortalecer los valores democráticos y el Estado de derecho, entre otros (Rekosh, Buchko, Terzieva, 2001: 81). El litigio estratégico puede ser de alto o de bajo impacto, de acuerdo con la intención de maximizar o minimizar la repercusión simbólica de las decisiones judiciales. Cuando existen serias razones para creer que la decisión va a ser favorable, pero sobre todo, cuando el interés principal es posicionar un tema en la agenda pública, es preciso adelantar un proceso de litigio de alto impacto (Interrights, 2004), pues esta modalidad de litigio busca influenciar a la opinión pública, llamar la atención popular y política prestada al proceso, crear nuevos marcos de referencia y/o cambiar los términos del debate.
Si bien desde hace más de cuatro décadas las mujeres han sido llamadas a ser parte en la esfera pública, no sólo a través de la participación en la formulación de los planes de desarrollo sino, incluyendo la perspectiva de género como una categoría fundamental de las políticas públicas y de la promoción de las relaciones equitativas entre hombres y mujeres; en el campo de la salud los avances han sido insuficientes. Es así como en la Conferencia de El Cairo (1994) las mujeres llamaron la atención sobre el enfoque que se utilizaba en los servicios de salud, en donde eran vistas sólo en su dimensión reproductiva (Merrick, 2002: 44). En dicha ocasión se propuso aplicar a estos servicios el concepto de salud reproductiva, el cual incluía otros aspectos esenciales para las mujeres. Se plantearon entonces cuatro temas de vital importancia: 1) la prevención de la maternidad sin riesgo y del aborto practicado en malas condiciones; 2) el aumento de la participación y responsabilidad masculina; 3) la atención a la planificación familiar, y 4) la prevención de las enfermedades de transmisión sexual y VIH/SIDA (Rico, 2003). En resumen, el concepto de salud reproductiva incluía no sólo acciones para controlar el crecimiento de la población sino que se consideraba el acceso a la información como un elemento fundamental para que las mujeres decidieran sobre su propio cuerpo.
Por otra parte, el acceso a métodos anticonceptivos fue definido como un elemento que promueve la capacidad de decisión de las mujeres sobre su vida reproductiva (Sen, 1994). A partir de este momento, el problema de las políticas de salud reproductiva no sólo se define en términos técnicos o de acceso a los servicios de salud, sino que tiene en cuenta la forma en que las personas viven la reproducción y la sexualidad. Hablamos entonces de salud sexual y reproductiva. No obstante, a la hora de la materialización de dichas definiciones las políticas públicas han carecido de sostenibilidad, y no han estado acompañadas de un serio compromiso frente a las agendas feministas, al mismo tiempo las partidas presupuestales no sólo han sido insuficientes sino inequitativas, lo que significa que las acciones del Estado encaminadas a la promoción de los derechos de las mujeres constituyen aún uno de los temas por tratar en la agenda pública.
En Colombia, el llamado a ser parte de la Asamblea Nacional Constituyente en 1991 fue para el movimiento social de mujeres y para algunas de las feministas una oportunidad única para incluir la perspectiva de género en los asuntos de Estado al exigir que los principios de la Convención de las Naciones Unidas sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer obtuvieran la categoría constitucional. “Las mujeres querían que la nueva Constitución no sólo incorporara las prohibiciones de la Convención”, sino que también adoptara los contenidos del Artículo 4(1) de la Convención de la Mujer, en el que se dice expresamente que los Estados parte deben generar mecanismos para promover la equidad de facto5. (Plata, 1997: 517).
Es así como desde 2003 el hoy llamado Ministerio de la Protección Social no sólo ha venido incorporando a la política de salud sexual y reproductiva (SSR) los compromisos adquiridos por Colombia en los acuerdos internacionales de derechos humanos y en las conferencias mundiales, sino que desde 1994 con la firma de la Convención de El Cairo y gracias a la ratificación de dicho compromiso la SSR se ha traducido en un derecho fundamental, por lo tanto, hablamos entonces de derechos sexuales y reproductivos (DSR). Estos son derechos fundamentales en “la medida en que las decisiones sobre la sexualidad y la reproducción y la atención a las enfermedades y eventos relacionados con ellas, entrañan el ejercicio de derechos tales como el derecho a la vida6 (por ejemplo, poner en riesgo la vida de las mujeres por embarazo u otros aspectos relacionados con la procreación); a la igualdad y a no sufrir ningún tipo de discriminación7 (por ejemplo, igualdad independientemente del sexo, la edad, la orientación sexual, la etnia, entre otros); y a la integridad personal8 (por ejemplo, a tener una vida sexual y reproductiva libre de acosos, coerción o violencia), entre otros” (Ministerio de la Protección Social, 2003).
De acuerdo con el Ministerio de la Protección Social (2003), el Estado colombiano no sólo debe velar por la SSR al ser la salud y la seguridad social servicios públicos de carácter obligatorio, el Estado, a través de una política integral de DSR, debe construir sujetos autónomos, capaces de vivir una vida sexual y reproductiva libre, plena y sobre todo llena de garantías (Ministerio de la Protección Social, 2003). Es de extrañar entonces, que dentro de este marco de derechos y de acciones en pro de un esquema integral de SSR, practicarse un aborto no sólo sea inseguro, sino que esté penalizado. Es aún más contradictorio que dicha práctica dé cárcel de uno a cuatro años, si del total de embarazos en Colombia el 24% se interrumpe (Profamilia, 1997); si entre las mujeres colombianas de 15 a 55 años, 22.9% –una de cada cuatro– declara haber tenido un aborto inducido (Zamudio, et al., 1992); si “las estimaciones más conservadoras hablan de 200.000 abortos al año y otras llegan a afirmar que suceden alrededor de 400.000 abortos inducidos anualmente” (González, 2005); y más aún, si dicha práctica es la tercera causa de mortalidad materna en el país (Ministerio de la Protección Social, 2003).
Las alarmantes cifras de abortos y el debate sobre su despenalización, ponen sobre el tapete procesos fundamentales para la vida democrática tales como reconocer que las acciones de los/as ciudadanos/as van ampliando y transformando los márgenes de lo que se considera aceptable. Por lo tanto, si la sociedad cambia y las leyes no reflejan esas transformaciones, el orden social entra en conflicto. Es decir, que si la frecuencia de abortos inducidos en Colombia es de 300.000 al año, posiblemente se pueda afirmar que “ya esta despenalizado por la sociedad” (Monsivais, 1991).
Si la penalización no tiene validez social, cabe entonces preguntarse: ¿por qué el Estado colombiano aún mantiene las restricciones?, ¿por qué el acceso a un procedimiento seguro sólo es posible para aquellas mujeres que cuentan con recursos económicos suficientes y con la información pertinente?, ¿por qué los intentos por liberalizar el aborto han fallado en sucesivas ocasiones?9, ¿por qué ha sido tan difícil generar un debate en el que la perspectiva de derechos y de salud pública sean tan válidas como los argumentos morales?, ¿por qué las voces de cientos de mujeres y de hombres que abogan por la libre opción a la maternidad han sido ignoradas?, en último término, ¿por qué el aborto en Colombia no ha hecho el tránsito para ser considerado como un problema de carácter social? El proyecto LAICIA buscó entonces, a través del litigio de alto impacto, no sólo demandar la inconstitucionalidad del aborto debido a que su penalización viola el derecho a la vida, a la igualdad, a la salud y a la autonomía reproductiva, sino que promovió un debate que hiciera de dicha problemática una prioridad de la agenda pública.
Las políticas públicas son definidas como el “conjunto de sucesivas respuestas del Estado frente a situaciones consideradas socialmente como problemáticas” (Salazar, 1995: 30). Cuando se habla de sucesivas respuestas es claro que se está haciendo referencia no a una en particular, sino a un encadenamiento de acciones. Según Luis Aguilar (1996), una política es
un comportamiento propositivo, intencional, planeado, no simplemente reactivo, casual. Se pone en movimiento con la decisión de alcanzar ciertos objetivos a través de ciertos medios: es una acción con sentido. (…) Una política así como realmente se decide y efectúa es el resultado de toda una serie de decisiones y acciones de numerosos actores políticos y gubernamentales, (…) la política es entonces un proceso, un “curso de acción” (…) que involucra todo un conjunto complejo de decisores y operadores, más que una decisión singular, suprema e instantánea (Aguilar Villanueva, 1996:24-25).
por lo tanto, requiere de la definición de ciertas etapas que le permitan desde identificar el problema hasta resolverlo.
La visibilización de un problema de carácter público, su inclusión en la agenda, la formulación de soluciones, la puesta en marcha del programa y la evaluación de las acciones son entonces las etapas constitutivas de una política pública (Jones, 1984). Respecto a la visibilización o primera etapa, cabe decir que,
no todos los problemas son públicos, que no todos los problemas públicos se constituyen en demandas sociales y que no todas las demanda sociales son tratadas por el gobierno. Por esta razón quizás esta sea la etapa más importante en el proceso de políticas, ya que determina el éxito o fracaso de un problema público para convertirse en política pública y obtener alguna solución (Campero, 2001: 172).
La inclusión en la agenda, o segunda etapa de las políticas, se entiende como el proceso a través del cual ciertos problemas o cuestiones llegan a llamar la atención seria y permanente del gobierno como asuntos de política pública, así como lo son la educación, la vivienda, la protección a la niñez y la seguridad, entre otros.
La formulación se refiere a la definición de una ruta de acción en aras de la resolución del problema. Implica una serie de actividades más o menos relacionadas en un proceso que se compone de muchas y diversas decisiones de los numerosos actores, gubernamentales y extragubernamentales, que en sus diversas interacciones han preparado y condicionado la decisión central (Aguilar, 1996). Es precisamente en la formulación de la ruta de acción cuando se da paso al establecimiento de alianzas e intercambios, por lo tanto, es el momento en el que el conflicto, la cooperación y el flujo de información tienen lugar. La implementación es literalmente “llevar a cabo el trabajo”. Sobre esta etapa Aguilar (1996) advierte que al echar a andar el proceso se desatan muchas oportunidades y expectativas, poderes e intereses en juego, cargas de trabajo y responsabilidades, operaciones y decisiones, lo que hace de la implementación de la política “un proceso muy complejo, elusivo y conflictivo que dificulta el encontrar una fórmula de coordinación que integre las diferencias y configure una acción colectiva y efectiva” (Aguilar, 1996: 18). La evaluación es finalmente el proceso mediante el cual el Estado y la sociedad civil “juzgan” los méritos y efectos reales de los procesos o programas gubernamentales a través de la identificación de variables que permitan medir el cumplimiento de los objetivos y la efectividad de las acciones.
Hasta el momento, el proyecto LAICIA ha llevado a cabo dos de las cinco etapas anteriormente descritas: primero, ha impulsado acciones para que el aborto sea visto como un problema de salud pública y de equidad de género, por lo tanto, como un problema de carácter social; y en segundo lugar, a través de la promoción de un debate informado e incluyente en cuanto a la participación de diferentes fuentes, ha logrado inscribir el aborto en la agenda pública. El proyecto LAICIA se ha especializado en la visibilización del aborto y en la afectación de la opinión pública para obtener la modificación de los artículos del Código Penal que tipifican el aborto como delito. Pero aún si se despenaliza el aborto, LAICIA es sólo el principio de una serie de acciones que buscan que las mujeres colombianas puedan ejercer de manera libre y segura su derecho a la autonomía reproductiva. Visibilizar, influenciar y modificar son entonces los cimientos de una estrategia que busca en último término materializar los derechos sexuales y reproductivos.
La primera acción que se adelantó fue la de aunar iniciativas que trabajaran el tema tanto en el nivel nacional como en el internacional. Las iniciativas se convocaron respetando las posturas de cada uno de los grupos interesados, buscando asignarles un papel específico a cada uno. La asignación de roles fue fundamental dado que la pretensión era que cada uno asumiera la vocería del proyecto desde su especialidad y así abarcar todas las aristas de la problemática. Por ejemplo, la demandante se concentró en los argumentos de derecho, la organización Católicas por el Derecho a Decidir fue fundamental para dar respuesta a los argumentos de la Iglesia católica, y expertos en malformaciones fetales aportaron la perspectiva médica y de salud pública. Así se fue construyendo una red de aliados/as, pero sobre todo de expertos/as.
La red se materializó entonces con la constitución de una campaña común que potencializó diferentes saberes traducidos en fuentes legítimas del debate público y en interconexiones que generarían en el futuro nuevas rutas de acción. Sin duda, la idea de una campaña común maximizó el valor simbólico de la demanda, pues a pesar de que había sido interpuesta por una ciudadana, ésta representaba los intereses de diversos sectores sociales. Recordemos que una política pública implica y desata toda una serie de acciones por adoptar y efectuar por un número extenso de actores (Aguilar, 1996). Además, las decisiones colectivas requieren ser explicadas, transmitidas, argumentadas y deben ser persuasivas (Majone, 1997). Por lo tanto, mantener instancias de coordinación permanentes con organismos de la sociedad civil debería ser parte del trabajo que llevan a cabo las instituciones que litigan en materia de interés público (Barrientos, 2002), y debería ser así, pues la red LAICIA, a través de la sincronización de agendas, del establecimiento de compromisos y del afianzamiento de flujos de información, logró visibilizar el aborto como un problema que atañe a un número altamente significativo de colombianas/os.
Ahora bien, la implementación de una estrategia de comunicación resulta imprescindible en cualquier tipo de litigio de alto impacto. Ante la necesidad de crear conciencia sobre el tema, promover un nuevo debate público y, por lo tanto, educar a la sociedad civil, los medios de comunicación se convirtieron en un aliado indispensable. Durante los últimos veinte años la información que registran los medios proviene significativamente de la Iglesia católica; a pesar de que las referencias sobre el aspecto penal y punitivo del fenómeno han venido en aumento, es poco frecuente escuchar las opiniones de médicos y políticos que esgriman argumentos de salud pública o que se comprometan abiertamente con un proyecto en pro de la libre maternidad. Tanto las arraigadas posturas morales, como la dificultad para que la sociedad civil y en especial el movimiento feminista se constituyan en una fuerza lo suficientemente contundente, han dificultado el pronunciamiento de una voz que sea “escuchada y considerada un contrapunto efectivo de las posiciones oficiales de la iglesia y los sectores sociales más retardatarios frente al problema del aborto” (Viveros, 1997: 12).
Si bien el aborto está penalizado y el debate sobre el mismo está revestido por un velo de “moralidad”, una encuesta realizada por la organización Católicas por el Derecho a Decidir en 2003, aplicada a hombres y mujeres que se declaraban católicos, expresa que los/as encuestados/as apoyarían la interrupción voluntaria del embarazo cuando: la vida de la mujer esté en peligro, 73%; cuando la mujer tenga SIDA, 65%; cuando la salud de la mujer esté en riesgo, 65%; cuando el feto presente defectos congénitos graves, físicos y mentales, 61%; y cuando el embarazo sea fruto de una violación, 52% (CDD, 2003).
A pesar de que hay una “aceptación” de la interrupción voluntaria del embarazo, el debate sobre el mismo se fundamenta sobre los argumentos de los derechos del no nacido y en particular sobre las secuelas emocionales. En aras del desdibujamiento de dicha percepción, el proyecto LAICIA implementó una estrategia comunicacional que buscaba acompañar y promover en espacios de divulgación y opinión la acción jurídica, procurando siempre oportunidades de difusión y generando movimientos comunicativos de acuerdo con la coyuntura. La acción mediática se planeó en el nivel internacional, nacional, regional y local, procurando un constante diálogo con organizaciones sociales, con académicas/os expertas/os en el tema, con la comunidad médica y con personalidades de la opinión pública.
La estrategia estaba constituida por tres fases, la primera era de sensibilización de los medios frente al tema. Para tal efecto, se realizaron varios encuentros con periodistas en los que se adelantó una reflexión sobre la importancia de los medios en cuanto a la difusión de información sobre temas como la salud sexual y reproductiva, frente a asuntos específicos como el embarazo adolescente, y finalmente, sobre la necesidad de desmitificar el debate del aborto.
La segunda fase coincide con la interposición de la demanda ante la Corte Constitucional. Se buscó entonces, impulsar la acción jurídica mediante una carpeta informativa para los medios de comunicación que contenía los argumentos de la demanda, el estado del fenómeno en el nivel nacional e internacional e información sobre los tratados y convenciones de derechos humanos que recomendaban específicamente a Colombia revisar la legislación aplicada al aborto. Finalmente, se diseñaron mensajes claves y comunicados de prensa haciendo énfasis en el hecho de que: “el aborto es la tercera causa de mortalidad materna en el país” y que “Colombia junto con Chile y El Salvador tiene las legislaciones más restrictivas sobre el aborto en la región”10.
La tercera fase, es decir, la del mantenimiento del tema en los medios de comunicación superó todas las predicciones. Según los primeros cálculos de la estrategia de medios, se creía que el tema sólo iba a tener acogida durante tres o cuatro semanas, sin embargo, la demanda se radicó hacemás de nueve meses y desde entonces no transcurrió una semana en la que los medios no hablaran sobre el aborto. En esa medida la noticia no sólo perduró por más de un mes, sino que logró su objetivo de fondo: pluralizar las fuentes y multiplicar las perspectivas, y así dar paso a la posibilidad de que el aborto comenzara a abrirse un espacio relación de grupos activos (organizados, estructurados, liderados, apoyados y con recursos políticos) y legítimos identificando problemas y negociando las posibles soluciones” (Jones, 1984).
Si bien las tres fases anteriormente descritas hacen parte fundamental del ejercicio de afectación de la opinión pública y de apropiación del tema por parte de la sociedad civil, las acciones de intervención también tuvieron que ver con la forma como se llevó el proceso frente a la Corte Constitucional. Tal y como lo dice Majone (1997), las políticas públicas son ante todo acciones de comunicación pública, es decir, de transmisión de palabras e ideas, persuasión, pero sobre todo de argumentación. Las intervenciones ciudadanas fueron la herramienta argumentativa promocionada a través de la red de aliados a nivel nacional y sobre todo internacional, ya que el pronunciamiento de organismos externos expertos en el tema era determinante.
En su uso más amplio, las intervenciones ciudadanas sirven para informar a las cortes en la toma de decisiones. Dicha información es imprescindible principalmente cuando la decisión afecta no sólo a las partes involucradas en la de-manda, sino a gran parte de la ciudadanía. Las intervenciones tienen entonces tres funciones: la primera es generar un canal de comunicación entre la ciudadanía y quien está llevando el caso. Dicho canal no sólo procura dar voz a las diferentes posiciones, sino también a todo un complejo argumentativo. En esa medida, y en segundo lugar, las intervenciones pueden servir de alarma, es decir, pueden hacerle un llamado de atención a quien lleva el caso sobre las implicaciones o afectaciones que puede generar un determinado fallo (Shaw, 2002: 1).
Es así como la Corte Constitucional colombiana recibió aproximadamente 563 intervenciones ciudadanas; algunas constituían un listado de más de dos millones de firmas en su mayoría católicas que pedían se declarara exequible o constitucional la norma demandada11. Otras eran historias de vida de mujeres que en condiciones de clandestinidad y por diversas razones se habían practicado un aborto. Voces internacionales que hablaban desde la perspectiva de derechos (humanos, internacional y comparado) como Human Rights Watch, la Universidad de Harvard, la Universidad de Yale, el Alan Guttmachert Institute y Rebecca Cook, entre otras, presentaron sus argumentos. Instituciones expertas en derechos sexuales y reproductivos como la Federación Mexicana de Ginecología y Obstetricia, como la Alianza Australiana para la Salud Reproductiva, o como el expresidente de la Asociación Latinoamericana de Investigación en Reproducción (ALIRH), también participaron del debate; lo mismo que cientos de ciudadanos y ciudadanas que le hicieron conocer a la Corte su posición12.
Ahora bien, hay tres razones por la cuales se decidió adelantar el proceso ante la Corte Constitucional y no frente al Congreso de la República y promover un debate de carácter jurídico en los medios de comunicación y en especial en el interior de la Corte. La primera de ellas se refiere a la eficiencia procesal del procedimiento de control constitucional abstracto; la segunda, al cambio hermenéutico de la Corte y del valor jurídico de las decisiones constitucionales; y la tercera, a los argumentos existentes desde el derecho internacional y a la recepción de estos en la jurisprudencia constitucional (Roa, 2006). En cuanto a la primera, es importante recalcar que la acción pública de inconstitucionalidad o inexiquibilidad es una de las herramientas más accesibles para la defensa y promoción de los derechos fundamentales. La Constitución de 1991 permite que cualquier ciudadano/ a solicite el estudio constitucional de una ley; dicha petición no requiere la presentación de un abogado y sus requisitos formales son mínimos. El procedimiento en el interior de la Corte es relativamente corto y susceptible de monitoreo por parte de cualquier ciudadano/a, por lo tanto, la acción pública de inconstitucionalidad no sólo es democrática gracias al uso de las intervenciones ciudadanas, sino porque cualquier ciudadano puede acudir directamente a la Corte.
La segunda razón tiene que ver con el cambio hermenéutico que se ha venido presentando en la Corte desde 1995 respecto a la obligatoriedad de la jurisprudencia constitucional, en cuanto a la interpretación de la Constitución, una interpretación que busca la armonización de los derechos en conflicto. La Corte Constitucional colombiana ha procurado generar un espacio de dialogo entre la Constitución y las necesidades del pueblo colombiano, armonizando las diferentes tensiones que se presentan entre los diferentes derechos y valores constitucionales.
Este nuevo enfoque ha dado lugar a que la Corte tenga un rol activo en múltiples frentes, -económicos, sociales, políticos y culturales-. Esta presencia proactiva se ha caracterizado por dar respuesta a las más complejas problemáticas que afectan tanto a la sociedad como a las instituciones del país13.
Finalmente, la tercera razón por la que se adelantó un proceso de litigio de alto impacto frente a la Corte, es porque se identificaron contundentes argumentos desde el derecho internacional que justifican la liberalización de las leyes que penalizan el aborto en casos extremos. Estos argumentos, o mejor, recomendaciones, son principalmente las emitidas por los comités de monitoreo de los tratados de derechos humanos14. En reiteradas ocasiones estos comités han expresado su preocupación por los efectos que las legislaciones total o altamente restrictivas en materia de aborto tienen frente a los derechos a la vida, a la igualdad y a la integridad de las mujeres, recomendando, por lo tanto, liberalizar las leyes con el fin de cumplir a cabalidad los compromisos adquiridos al ratificar los diferentes tratados de derechos humanos15.
El proceso de afectación se llevó a cabo entonces en tres escenarios diferentes: en el interior de los grupos que históricamente han abogado por la despenalización del aborto (activistas, médicos/as, académicos/as, etc.), buscando que la asignación de roles generara un flujo dinámico de información y un espacio de cooperación y participación en el que cada uno de los actores jugara un papel activo; en y a través de los medios de comunicación, quienes no sólo difundieron la información, sino que dieron cabida a las diferentes voces y expresiones del debate; y finalmente, en la Corte Constitucional en donde, apoyados en una rigurosa argumentación jurídica, se esperaba la modificación de la ley que penaliza el aborto.
Hasta el momento se han identificado algunos cambios como la transformación de los términos del debate, o el haber logrado una seria participación de la sociedad civil, hasta el punto de traducir el aborto en una problemática social; las modificaciones de fondo, es decir, el cambio en la legislación, no encontraron el suficiente eco en la Corte Constitucional:
La Corte Constitucional concluyó el estudio de las dos demandas dirigidas contra el artículo 122 del Código Penal -Ley 599 de 2000- en el cual se describe el tipo básico del delito de aborto. Respecto de ambas demandas la Corte estimó que no procedía proferir sentencia de fondo, sino fallos inhibitorios. Advierte la Corte que éstos no impiden que se presenten en el futuro demandas contra este artículo del Código Penal por parte de cualquier ciudadano o ciudadana.(…) La Corte constató que en la primera demanda se planteaban consideraciones importantes sobre la práctica clandestina de abortos y sus implicaciones tanto para la salud pública como para la vida y la integridad de las mujeres, así como otras consideraciones significativas sobre recomendaciones de organismos internacionales dirigidas al Gobierno para proteger los derechos de las mujeres embarazadas. Sin embargo, en el plano eminentemente jurídico, la demanda no reúne todos los requisitos esenciales para que la Corte pueda pronunciarse de fondo. (Corte Constitucional de Colombia, Comunicado de Prensa, diciembre 07, 2005).
Si bien el fallo inhibitorio de la Corte no fue el esperado, se trató de un fallo que no le cerró las puertas al debate. Es así que, de acuerdo con los lineamientos y sugerencias del comunicado oficial de la Corte, el proyecto LAICIA se puso en la tarea de modificar la demanda y presentarla nuevamente. El 12 de diciembre de 2005 se interpuso entonces este segundo intento por la despenalización del aborto ya no sólo en casos excepcionales16. En medio de una protesta pública en contra del fallo inhibitorio de la Corte convocada por la Mesa por la Vida y la Salud de la Mujeres17 y respaldada por los principales medios de comunicación del país18, la segunda demanda o intento por modificar la ley se radicó. Se da inicio entonces a un nuevo proceso dentro de la Corte Constitucional en el cual se tendrá que admitir nuevamente la demanda, habrá espacio para que los/as ciudadanos/as intervengan y para que las instancias estatales que invite el magistrado ponente se pronuncien de fondo respecto a la nueva argumentación. Pero sobre todo, ha llegado el momento de fortalecer las alianzas para sostener el debate, ha llegado el momento de evaluar las acciones hasta ahora adelantadas, y ha llegado el momento de vivificar los flujos de información y de expertos para dar vía a una nueva ruta en pro de la despenalización del aborto en Colombia.
En medio de la espera por una respuesta de fondo por parte de la Corte Constitucional respecto a esta segunda demanda, el proyecto LAICIA puede dar parte de los hallazgos hechos hasta el momento y formular algunos interrogantes aún pendientes: El primero de ellos se relaciona directamente con la definición de política pública de Aguilar (1996). El proyecto LAICIA es una acción propositiva, intencional y planificada, no simplemente reactiva o casual. Se puso en movimiento con el fin de alcanzar un objetivo específico: despenalizar el aborto y en esa medida promover los derechos sexuales y reproductivos. Dicho objetivo se desarrolló a través de ciertos medios o estrategias en los que se involucraron grupos de personas u organizaciones en la toma de decisiones y otros que hicieron las veces de operadores. La participación de éstos no ha sido espontánea, se debe a la socialización de un esquema argumentativo que ha procurado no sólo transmitir palabras, sino sobre todo persuadir y modificar el lenguaje y los esquemas de pensamiento que han acompañado durante años el debate sobre el aborto.
Por lo tanto, tal y como lo dice Majone (1997), las políticas son ante todo un proceso de argumentación y convencimiento intersubjetivo. En ese sentido el proyecto LAICIA tuvo tres aciertos; el primero de ellos fue lograr que quienes fueron convocados para asumir un papel dentro del proceso se apropiaron del proyecto. El segundo acierto tiene que ver con la forma como se fueron negociando intereses y saberes durante la toma de decisiones. El diseño y desarrollo de las políticas no es un tranquilo y neutro espacio jurídico o administrativo, sino una arena política en la que convergen, luchan y conciertan las fuerzas políticas (Aguilar, 1996). Es por eso que el haberse sentado con cada uno de los actores, no sólo a socializar la estructura general del proyecto sino a generar un dialogo de aportaciones, forjó un dinámico sistema de flujos de información. El tercer y último acierto del ejercicio de convencimiento intersubjetivo adelantado por LAICIA tiene que ver con la forma como se presentó la información. Enunciar el aborto como un problema de carácter social, crear e impulsar materiales informativos que contenían datos contundentes, precisos y veraces en cuanto a la legitimidad de las fuentes, fue prioritario. Según Majone (1997), la información es indispensable para probar que lo descubierto, es decir, la idea de que el aborto es un problema de salud pública, de equidad de género y de justicia social, no es una fantasía sino algo real.
Ahora bien, durante el proceso también salieron a flote algunos resultados inesperados como la decisión inhibitoria de la Corte, puesto que se esperaba un fallo en favor o en contra; pero sobre todo, surgieron algunas inquietudes en torno a: el papel del movimiento social de mujeres y de las mujeres en general respecto a su posición frente a la lucha por la despenalización del aborto, y el costo político que tiene el declararse amigo/a de la causa.
Si bien, el movimiento social de mujeres ha sido uno de los actores más activos y propositivos a lo largo de todo el proceso, hemos identificado una clara desarticulación de las iniciativas que cada uno de los subgrupos adelanta. El haber hecho un mapeo de los esfuerzos anteriormente realizados respecto a la despenalización del aborto nos permitió no sólo identificar posibles aliados/as sino rutas de acción, aciertos y desaciertos. Así, de las visitas hechas a cada una de las regiones del país para socializar la iniciativa LAICIA no sólo resultó una red de alianzas y de apoyo para con la demanda, sino que percibimos que hasta el momento no se había procurado sincronizar agendas, establecer compromisos comunes y así, construir campañas conjuntas que involucraran no sólo a activistas, en especial del movimiento social de mujeres, sino también a académicos/ as, médicos/as, políticos/as, empresario/as, etc. La tarea no es entonces ampliar el radio de acción del movimiento, sino fortalecer sus alianzas. La tarea es pues, generar espacios de diálogo mucho más frecuentes en los que sea posible aunar esfuerzos para constituirse en un movimiento masivamente convocante, contundente e indispensable para la toma de decisiones en la arena pública.
Ahora, respecto a la participación general de las mujeres colombianas en el proceso, se puede decir que fue poco. A pesar de que los grupos de mujeres han convocado en reiteradas ocasiones a movilizaciones, plantones y marchas en pro de la despenalización del aborto, la asistencia no ha sido la esperada. Al parecer, hay no sólo un desconocimiento del discurso de los derechos sexuales y reproductivos, sino también un miedo a apropiarse del mismo. A lo largo del desarrollo del proyecto LAICIA fue recurrente oír voces femeninas (madres comunitarias, senadoras, amas de casa, ejecutivas, académicas, etc.) y en contadas ocasiones masculinas, es decir que para los hombres aceptar públicamente que estaban de acuerdo con la campaña por la libre opción a la maternidad, acarreaba costos sociales y políticos muy altos.
Por lo tanto, si la Corte Constitucional decide declarar inexequibles los artículos 122, 123 y 124 del Código Penal, los esfuerzos para garantizar el acceso a un procedimiento digno y seguro no sólo tendrán que venir acompañados de una rigurosa reglamentación por parte del Ministerio de la Protección Social, sino de toda una campaña común, en pro del empoderamiento del discurso de los derechos sexuales y reproductivos para hombres y mujeres.
1 Ley 599 de 2000, Tít. I, cap. 4, art. 122: “La mujer que causare su aborto o permitiere que otro se lo cause incurrirá en prisión de uno (1) a cuatro (4) años. A la misma sanción estará sujeto a quien, con el acontecimiento de la mujer, realice conducta prevista en el inciso anterior”.
2 Ver texto completo de la demanda (D5764) en <www.womenslinkworldwide.org>
3 “Litigio de Alto Impacto en Colombia: la Inconstitucionalidad del Aborto”.
4 Corte Constitucional de Colombia, Comunicado de Prensa, respecto a los procesos de inconstitucionalidad del aborto, diciembre 7, 2005.
5 La protección y garantía de los derechos de las mujeres han sido consagradas en diversas normativas nacionales e internacionales, dentro de las cuales se destacan los artículos contenidos en la Constitución Nacional (artículos 2, 5, 15, 17, 40, 42, 43, 44,45 y 46); la Convención para la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW) ratificada por el Congreso Nacional mediante la Ley 51 de 1981; la Declaración y la Plataforma de Acción de Beijing; la Declaración de Viena y el Programa de Acción para la protección de los derechos humanos, especialmente de las mujeres y las niñas; la Conferencia Mundial sobre Población y Desarrollo, donde se resaltaron los derechos sexuales y reproductivos; la Convención Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer, refrendada por el Congreso de la República por medio de la Ley 248 de 1995; las metas del milenio propuestas por la Organización de Naciones Unidas; la Ley 581 de 2000 del Congreso de Colombia; la Resolución 1325 de 2000 aprobada por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas; la Ley 823 de 2003 emanada del Congreso de Colombia y las demás normas de carácter nacional, departamental o municipal en este campo.
6 Constitución Política de Colombia, art. 11.
7 Constitución Política de Colombia, art. 13.
8 Constitución Política de Colombia, arts. 12, 15 y 16.
9 Véase: Proyecto de ley, julio 20 de 1975, “Por el cual se reglamenta la interrupción terapéutica del embarazo en Colombia”, autor: Iván López Botero; Proyecto de ley, octubre 07 de 1979, “Por el cual protegen la salud y la vida de las mujeres que habitan en Colombia”, autora: Consuelo Lleras Samper; Proyecto de ley, julio 27 de 1989, “Por el cual se legaliza el aborto en Colombia”, autor: Emilio Urrea; Proyecto de ley, enero 20 de 1993, “Por el cual se defienden y protegen los derechos de la mujer y se despenaliza la interrupción voluntaria del periodo de gestación”, autora: Ana Pechthalt; Proyecto de ley, mayo 19 de 1993, “Por el cual se desarrollan los derechos constitucionales a la protección y libre opción a la maternidad y la protección al niño menor de un año”, autora: Vera Grabe; y Proyecto de ley No. 43 de 1995, “Por medio del cual se dictan normas sobre salud reproductiva”, autora: Piedad Córdoba.
10 Ver contenido completo de la carpeta de prensa en: <www.womenslinkworldwide.org>.
11 Ver Fundación Cultura de la vida humana, “En defensa de la vida humana”, El Tiempo, 20 de noviembre de 2005, pp. 1-17.
12 Ver textos completos de algunas de las intervenciones ciudadanas en: <www.womenslinkworldwide.org>
13 Por ejemplo, la Corte ha intervenido en el ajuste del incremento del porcentaje anual de los salarios privados y públicos (Sentencia C-815-99), ha regulado los derechos de los pueblos indígenas en el marco del Estado social de derecho (Sentencias T-380-93; T-652-98, SU-039-97, T-523-97, SU-510-98), la eutanasia en la legislación penal (Sentencia C-026- 95), ha legalizado el consumo de la dosis personal de droga (Sentencia C-221-94) y ha ordenado acciones en favor de la comunidad desplazada en el marco del conflicto armado colombiano (Sentencia SU-1150-2000).
14 Cada uno de los tratados de derechos humanos crea un comité encargado de monitorear el cumplimiento que los Estados parte tienen frente a las obligaciones adquiridas en el momento de ratificar cada tratado. Estos comités emiten recomendaciones generales sobre la manera en que deben interpretarse los derechos contenidos en el tratado, y observaciones finales específicas a cada Estado, en el momento de revisar los informes de cumplimiento que presentan periódicamente.
15 Las recomendaciones hechas a Colombia son: las del Comité de Derechos Humanos (CDH), encargado de monitorear el pacto internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP); las del Comité para la Eliminación de la Discriminación Contra la Mujer (CEDAW), encargado de monitorear la Convención para la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW), Recomendación General 24: El derecho a la salud; las del Comité de Derechos del Niño/a (CRC), encargado de monitorear la Convención de los derechos del niño/a (CRC); y las de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) encargada de monitorear la Convención americana de derechos humanos.
16 La segunda demanda de inconstitucionalidad fue presentada ante la Corte el 12 de diciembre de 2005. La demanda pedía que se declararan inexequibles los artículos 122, 123, 124 y 32(7) de la Ley 599 de 2000, Código Penal que criminaliza el aborto sin excepción. Expediente D6122. Ver nueva demanda en: <www.womenslinkworld wide.org>.
17 Ver: <www.despenalizaciondelaborto.org>.
18 Ver: “Un fallo tibio y contra corriente”, en: Vanguardia Liberal, 15 de diciembre de 2005; “Inhibida o Aculillada?”, El Espectador, 10 de diciembre de 2005; “Despenalización del aborto vuelve a la Corte”, El País, 13 de diciembre de 2005; “Despenalización del aborto inicio el segundo round”, La Patria, 13 de diciembre de 2005; “Nueva demanda para la despenalización del aborto”, El Mundo, diciembre 13 de 2005; “El aborto sigue penalizado en Colombia”, El Heraldo, 8 de diciembre de 2005; “No dio a luz la Corte”, El Tiempo, 10 de diciembre de 2005; “Ocho reflexiones sobre un fallo”, El Tiempo, 11 de diciembre 2005; “Inhibidos”, Revista Semana, 12 de diciembre de 2005; “Palo porque bogas…”, Revista Cambio, 12 de diciembre de 2005.
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Darío Muñoz Onofre*
Bajo una óptica biopolítica se analizan críticamente los discursos normalizadores de la sexualidad que se activaron en Colombia a propósito del debate sobre el reconocimiento legal de las parejas del mismo sexo. Se discuten los límites y las posibilidades del Estado frente a las demandas de reconocimiento que se gestionan desde la ciudadanía no heterosexual. Finalmente, se muestra cómo el discurso de la familia heterosexual y patriarcal opera como impedimento en la gestión política de estas demandas en Colombia y otros países.
Sob uma ótica biopolítica são analisados criticamente os discursos normalizadores da sexualidade que se ativaram na Colômbia a propósito do debate sobre o reconhecimento legal dos casais do mesmo sexo. Discutem-se os limites e as possibilidades do Estado diante das demandas de reconhecimento que são interpostas desde a cidadania não heterossexual. E mostra-se como o discurso da família heterossexual e patriarcal opera como impedimento na gestão política destas demandas na Colômbia e em outros países.
Under a biopolitical optic, the normalizing discourses about sexuality that where activated in Colombia with regard to the debate about the legal recognition of same-sex couples, is critically analyzed. The boundaries and the possibilities of the State before the demands of recognition that are impelled from the non heterosexual citizenship are discussed. And it is shown how the discourse of the heterosexual and patriarchal family works as an impediment in the political management of theses demands in Colombia and other countries.
Palabras clave: parejas del mismo sexo, política de reconocimiento, equidad de género, diversidad sexual, heterosexismo, biopolítica de la sexualidad. Palavras-chaves: casais do mesmo sexo, política de reconhecimento, eqüidade de gênero, diversidade sexual, heterossexismo, biopolítica da sexualidade.
Key words: same-sex couples, recognition policy, gender equity, sexual diversity, heterosexism, biopolitics of sexuality.
La controversia pública suscitada en Colombia desde mediados de la década de 1990 por las acciones políticas que buscan el reconocimiento de las personas no heterosexuales, es un acontecimiento propicio para analizar tanto los límites de los Estados y las democracias liberales en la incorporación de este tipo de demandas sociales contemporáneas, como los márgenes de transformación del sistema de género heterosexista1 que aún predomina en la esfera pública y que en el caso colombiano aparece enraizado en la Constitución Política del Estado. En consecuencia, este artículo se pregunta: ¿Cuáles son los límites del Estado frente a las demandas de reconocimiento de personas no heterosexuales y cuáles sus posibilidades de transformación? ¿Cuál es el eje articulador de la “ilegitimidad” actual? ¿Qué implicaciones surgen de reducir estas demandas al reconocimiento legal por parte del Estado?
La controversia pone de manifiesto las disputas políticas propias de los procesos de construcción de las agendas públicas y legislativas en el país y permite hacer un análisis de los discursos que se activan en dichas disputas y sus efectos de poder en la normalización de las sexualidades bajo una biopolítica heterosexista. ¿Qué tipo de discursos se activan y cuáles son sus efectos en términos de las relaciones de poder? ¿Qué tipo de subjetividad designan estos discursos y cuáles prácticas sexuales y uniones de convivencia se instituyen y privilegian a partir de los mismos? Por el contrario, ¿cuáles prácticas y uniones aparecen designadas como ilegítimas? Para la discusión de los interrogantes planteados, este artículo adopta una mirada biopolítica que analiza los discursos que configuran el heterosexismo como sistema normativo de género. Evidenciar el poder implícito en las formas de relación sexual y parentesco actualmente legitimadas en las esferas pública y del Estado p l a n t e a la necesidad de deconstruir el sistema de género heterosexista desde el terreno multitudinario de la ciudadanía y la generación de otras prácticas sexuales y de parentesco.
Acciones políticas que cuestionan las restricciones del Estado y la esfera pública
La negación del reconocimiento legal de las uniones no heterosexuales en Colombia contradice el papel del Estado como regulador de lo social dentro del modelo liberal de ciudadanía y esfera pública. El modelo de democracia liberal que opera en Colombia, en el que prevalece el ordenamiento social mediante el ejercicio de derechos por parte de la ciudadanía y la distribución por parte de los aparatos del Estado de las garantías necesarias para dicho ejercicio, presenta dificultades en la práctica. Éstas quedan al descubierto cuando en las esferas pública e institucional se niega por cuarta vez la demanda de reconocimiento legal de las parejas del mismo sexo2 y se endurecen las restricciones institucionales del Estado en el proceso de ampliación de la ciudadanía. De acuerdo con Fraser (1991), las pretensiones de universalidad y neutralidad propias de los modelos liberales de Estado y esfera pública se quedan sin fundamento cuando en situaciones prácticas ambos modelos se perfilan como escenarios atravesados y condicionados por múltiples ejes estructurales de dominación y subordinación, tales como la clase social, el sexo, la orientación sexual, el orden étnico-racial, la nacionalidad, entre otros. Desde este punto de vista, cobra vigencia política el esfuerzo por hacer visibles las maneras en que las desigualdades se ocultan en la esfera pública, formalmente inclusiva, y restringen las interacciones discursivas que se dan en ella. En este marco se sitúa la tarea de develar la desigualdad que supone la actual condición de ilegitimidad que en Colombia recae sobre las personas lesbianas, gays, bisexuales y transgeneristas (LGBT)3.
La situación de ilegitimidad frente al Estado de las personas LGBT, y las parejas que conforman, no es un asunto ajeno a las discusiones sobre género y equidad. Sin embargo, su abordaje exige problematizar la categoría género, entre otros aspectos, para no interpretar la reivindicación de demandas diferentes a las del sujeto “mujer” como un retroceso en la discusión teórica y en el terreno político ganado históricamente por los movimientos feministas; igualmente para interrogar las relaciones de poder más allá de aquellas que se configuran entre hombres y mujeres. Esta categoría no es homogénea, está en discusión y tiene implicaciones políticas inadvertidas. No es suficiente concebirla como la construcción cultural de la diferencia sexual natural, porque como definición consolida en sí misma la naturalización de dicha diferencia como una realidad prediscursiva y ¿no son ya el sexo, la diferencia sexual y la complementariedad heterosexual en sí mismos categorías constituidas política, histórica y discursivamente? Este es justamente un aspecto crucial que revela la Historia de la sexualidad (Foucault, 1991b) y cuyas implicaciones prácticas y políticas se discuten más adelante. Por tanto, para efectos de este artículo, el “género” se interpreta como el sistema de relaciones de poder constituido en la producción discursiva, mediante la que se establece la naturalidad de los sexos, se definen las relaciones entre los mismos y se designa normativamente la heterosexualidad –en tanto posibilidad de reproducción– como destino de la sexualidad.
Bajo esta óptica se entiende cómo las demandas relacionadas con la diversidad sexual amplían el campo de los estudios de género, complejizan la mirada sobre los problemas de inequidad contemporáneos y diversifican las luchas políticas. Esta perspectiva recoge e integra los avances políticos y académicos desde la conceptualización del sistema sexo-género a mediados de los años setenta, hasta los aportes posteriores de los feminismos postsocialistas y postestructuralistas de la tercera ola4. La búsqueda de la equidad de género no es ajena, entonces, al análisis crítico de los múltiples ejes de subordinación que se intersectan históricamente de modos específicos y a la politización del espectro completo de las diferencias subordinadas; en efecto, representa todo un reto epistémico y político para las ciencias sociales contemporáneas.
Pensar una política de equidad en el campo específico de la subordinación por orientación sexual tiene que partir de considerar críticamente los efectos prácticos del no reconocimiento de las personas LGBT. La situación de deslegitimación que afrontan implica formas significativas de privación de derechos relacionados, por ejemplo, con la imposibilidad de beneficiarse en pareja de los servicios de seguridad social o con el impedimento de asumir derechos testamentarios cuando la pareja entra en estado de coma, recibir su cuerpo cuando muere o, cuando esto último sucede, tener el derecho de custodia del hijo o hija no biológico que ambos miembros de la pareja criaron y educaron frente a los reclamos legales de la familia biológica5. La organización no gubernamental Proyecto Colombia Diversa (2004) se encarga de documentar en el país las situaciones de discriminación, violencia y exclusión a causa de la orientación sexual6. Si bien la Constitución Política (1991) reconoce como derechos fundamentales el libre desarrollo de la personalidad y la igualdad, frente a situaciones prácticas de vulneración y discriminación las personas no heterosexuales han tenido que recurrir a mecanismos de protección de derechos como la acción de tutela, porque se carece de un marco legal más amplio y específico. En esta labor se destaca el papel político desempeñado por la Corte Constitucional en la creación de condiciones de legitimidad7.
Los efectos prácticos mencionados constituyen el núcleo sociocultural y político que origina las iniciativas legislativas orientadas al reconocimiento de las personas no heterosexuales y las parejas que conforman8. Las iniciativas, por tanto, no son sólo una demanda de libertad para manifestar preferencias sexuales, estilos corporales y prácticas vitales, sino de garantías necesarias para gozar de reconocimiento social respetuoso y en igualdad9 que permita superar la condición de ciudadanía subordinada.
Además de las iniciativas y del recurso a la tutela, se destacan otras acciones de tipo jurídico que procuraron en su momento el reconocimiento por otros medios10. Una de ellas, que constituye quizá el primer hito en el proceso de gestión de derechos relacionados con la diversidad sexual después de lograda la despenalización de la homosexualidad en 1980, fue la demanda de inconstitucionalidad parcial de la ley que en Colombia legitimó las uniones de hecho11. Esta demanda fue una acción política ciudadana que instauró por primera vez en la agenda institucional un cuestionamiento de los límites e inconvenientes implicados en las concepciones instituidas de género, familia, sexualidad y pareja que han predominado tradicionalmente en Colombia. Si bien la ley mencionada significó un avance en el reconocimiento de las uniones de hecho como forma legítima de constituir familia y una secularización del Estado al no supeditar dicha legitimidad al matrimonio católico, sus definiciones y presunciones excluyeron de esta posibilidad, básicamente por omisión, a las parejas conformadas por personas del mismo sexo. De este modo, reforzó por la vía del derecho positivo lo que ya se había instituido histórico- socialmente por medio del discurso clerical, esto es, la familia burguesa, patriarcal, monogámica, heterosexual y jerárquica12.
La Corte Constitucional (1996) rechazó la demanda y afirmó la legitimidad de la Ley de Uniones Maritales de Hecho porque no encontró contradicciones entre su contenido y lo que designa la Constitución. Este acontecimiento evidencia que el eje articulador de la exclusión y el desconocimiento de las parejas no heterosexuales por parte del Estado se encuentra arraigado en su propia Constitución Política13. La exclusión y el no reconocimiento, bajo esta óptica, toman la forma de desigualdad estructural en la medida en que no se explican convincentemente a partir de la discriminación entre individuos, sino que constituyen una imposición y subordinación desde sistemas normativos; es decir, tienen que ver en su contenido con discursos como pautas culturales que generan y perpetúan formas específicas de inequidad de género14.
En síntesis, si bien los límites del Estado para reconocer y legitimar a las parejas del mismo sexo y a las personas que las conforman están trazados en su propia Constitución Política y en el modelo de familia que protege, sus posibilidades de transformación provienen del papel político desempeñado por la Corte y de las iniciativas legislativas que aún quedan por gestionarse. Con esto se acepta, entonces, que el Estado no es un aparato ni homogéneo, ni monolítico, sino que se configura como un escenario de relaciones de fuerzas y una instancia susceptible de ser dinamizada.
El control jurídico de la Corte cuestiona en sus sentencias la condición de ilegitimidad que recae sobre estas personas y crea preceptivas que modifican el orden institucional excluyente y discriminatorio de la diversidad sexual. Entre tanto, las iniciativas se perfilan como estrategias para dinamizar el Estado, ampliar las posibilidades del ejercicio de la ciudadanía y transformar las prácticas políticas, institucionales y culturales excluyentes. No obstante, queda pendiente para el final la discusión sobre las implicaciones biopolíticas del reconocimiento centrado en el Estado.
Biopolítica heterosexista: familiar Instituida y sexualidades naturalizadas
Además de discutir los límites del Estado y las posibilidades de su transformación frente a las demandas sociales, el análisis de las acciones de gestión del reconocimiento de las parejas del mismo sexo adquiere una relevancia política adicional, ya que a propósito de dichas acciones se desencadenaron controversias públicas e institucionales en las que se activaron discursos normalizadores de la sexualidad15.
Si bien el debate suscitado en la Corte a raíz de la demanda de 1995 y la controversia generada en la esfera pública y los medios de comunicación a propósito de la discusión en el Senado del proyecto de ley de parejas del mismo sexo en 2003 son acontecimientos distantes en el tiempo, ambos son susceptibles de un análisis conjunto a través de los discursos que se activaron en cada contexto16. En su pretensión de regulación de los cuerpos y de designación del campo legítimo de la sexualidad estos discursos son biopolíticos17 y pueden identificarse, según el régimen de saber que articulan, como discursos jurídicos, biomédicos y moral- religiosos. Sin embargo, más que preguntarse por su constitución genealógica, tarea ya realizada magistralmente en la Historia de la sexualidad (Foucault, 1991b), aquí se interrogan de manera práctica las formas en que son usados estratégica y políticamente, esto es, activados performativamente18 en el contexto del debate público y legislativo sobre el reconocimiento de uniones no heterosexuales.
El primero de ellos es un discurso jurídico propio de un Estado- Nación laico patriarcal. Se activó en la Corte Constitucional en el debate generado por la demanda de inconstitucionalidad parcial de la Ley 54 “de uniones maritales de hecho” y fue enunciado por el magistrado José Gregorio Hernández:
El concepto de “pareja” tiene en la Carta Política por único y taxativo alcance el de “un hombre y una mujer”. La homosexualidad es un concepto que la Constitución no trata ni regula. No la proscribe, pero tampoco de su preceptiva surge que le otorgue categoría de derecho jurídicamente reclamable (...) Mal podría admitirse el homosexualismo como origen válido, lícito y constitucional de la familia. Esta, por su misma esencia, está basada en la procreación, la cual no es posible sino sobre el supuesto de la pareja heterosexual. De modo que la permisividad en materia de uniones con pretensión de “conformar familia”, establecidas entre homosexuales, atenta contra la idea misma de familia. (Corte Constitucional, 1996, cursivas del autor).
La enunciación del magistrado acude a la primacía de la Constitución Política, en particular a su artículo 42, cuyo contenido se identificó como el eje articulador de la exclusión por parte del Estado, para designar de manera performativa la familia como la institución- pivote-fundamental de la sociedad por ser la “matriz” cuya función principal es la reproducción de la especie. Según esta designación, sólo son legítimas las uniones conformadas exclusivamente por un cuerpo masculino y uno femenino dada su capacidad complementaria de procreación. En consecuencia, la diferencia sexual binaria y la complementariedad heterosexual se imponen normativamente como bien jurídico. Bajo este esquema, las subjetividades generizadas se constituyen exclusivamente a partir de la capacidad reproductiva de los cuerpos como función social y la opción sexual que no se rija por este sistema normativo será interpretada como disfunción o anormalidad.
De este modo, la inequidad de género se presenta arraigada en la enunciación performativa de discursos como pautas institucionalizadas de valores culturales que prescriben la heterosexualidad como expresión del orden jurídico y proscriben la homosexualidad al campo de la ilegitimidad. Se instituye políticamente una jerarquía de estatus social (Fraser, 2002) y se crean los mecanismos jurídicos para su confirmación y protección.
Estos elementos de exclusión que a menudo configuran prejuicios y estereotipos sociales sobre la diversidad sexual, también operan cuando se activan discursos moralreligiosos. Enunciaciones de este tipo se publicaron en los medios de comunicación como forma de oposición y reacción a la tercera iniciativa legislativa sobre parejas del mismo sexo. En noviembre del 2002, como antesala del debate en el Senado de la República en torno a esta iniciativa, algunos sectores de opinión conservadores19 pagaron sendos anuncios que fueron publicados en los dos principales periódicos del país, bajo la consigna “Nuevo proyecto de ley cursa en el Senado contra la familia, el matrimonio y la naturaleza humana” 20 (El Espectador, 2002). El comunicado básicamente rechazó asimilar la unión homosexual al matrimonio, considerar que tal unión es un bien “digno de fomento y amparo legal específico” y la posibilidad de difundirla masivamente como opción a través del sistema educativo. En sí empleó la estrategia política de la desinformación, pues desvirtuó los artículos propuestos en el proyecto de ley presentado por la senadora Piedad Córdoba (2003). En primer lugar, la figura de las uniones del mismo sexo propuesta tiene carácter civil y no se constituye mediante el matrimonio, por tanto, no expresa pretensiones de constitución de familia. Como política de redistribución el proyecto busca reconocer derechos patrimoniales y de seguridad social a fin de subsanar las condiciones de desigualdad que afrontan este tipo de parejas. De otro lado, como política de reconocimiento propone mecanismos de visibilización, respeto y valoración culturales a través del sistema educativo, necesarios para desactivar socialmente el sistema de género heterosexista y la situación de subordinación por orientación sexual que genera.
El comunicado de prensa también enunció un discurso biomédico que se articuló con los anteriores en una red de dispositivos que refuerza aún más el sistema heterosexista:
EL PROYECTO ES CONTRARIO A LA NATURALEZA, la cual establece la diferenciación y complementariedad entre el varón y la mujer, para que por medio de su unión, se pueda transmitir la vida y conservar la especie. En cambio, la unión entre personas del mismo sexo no es ni anatómica ni fisiológicamente viable, y por ello no puede recibir la protección del Estado como se da a las uniones naturales. (El Espectador, 2002)
La naturalización21 se presenta en estas consignas biopolíticas como un mecanismo discursivo de carácter performativo que asigna lugares y roles sociales para hombres y mujeres de acuerdo con sus designadas (también discursivamente) funciones sexuales y reproductivas, y supedita su realización personal al cumplimiento pleno de dicha asignación. La manifestación de otras prácticas y orientaciones sexuales contrarias al sistema de género predominante es neutralizada y excluida por los efectos de biopoder de los discursos normalizadores enunciados. De nuevo, la diferencia sexual binaria y la complementariedad heterosexual se imponen normativamente, esta vez como naturaleza humana, al atribuírsele a los cuerpos el carácter de la complementariedad anatómica y fisiológica. En efecto, las subjetividades generizadas se constituyen exclusivamente a partir de la capacidad reproductiva de los cuerpos, a los cuales se les desconoce y restringe sus posibilidades múltiples de deseo y sexualidad.
Este análisis es una forma biopolítica de entender la manera como operan las enunciaciones discursivas que naturalizan los cuerpos, las sexualidades y los géneros. En sí mismas, estas enunciaciones pretenden establecer los “hechos naturales” del sexo como pautas esenciales para considerar, juzgar, clasificar y jerarquizar los cuerpos generizados y sus prácticas sexuales. Asimismo, en esta operación configuran una suerte de discriminación institucional –o estructural– por orientación sexual. De acuerdo con Butler (2001), la cuestión política central es, entonces, poner en evidencia los mecanismos que circunscriben el campo legítimo de la sexualidad y configuran el carácter inmutable del sexo, y mostrar cómo los hechos supuestamente naturales del sexo son producidos discursivamente por disciplinas científicas al servicio de otros intereses políticos y sociales.
La “ilegitimidad” de las personas LGBT y sus prácticas sexuales está articulada por la designada discursivamente “función natural y social” de la familia. Como tal, esta función normativa reifica la diferencia sexual como una estructura binaria y complementaria, y señala la relación heterosexual como la única legítima en la medida en que garantiza la reproducción y la permanencia de la especie. Este principio biologicista, según el cual la organización de la sexualidad debe favorecer las relaciones reproductivas, se articula con los discursos moral-religioso y jurídico: el matrimonio garantiza seguridad y estabilidad a la “matriz” familiar al conferirle estatus legal mediante un contrato público. La familia se instituye a través del matrimonio, católico o civil, y actualmente por la figura jurídica de las uniones de hecho, dispositivos que en Colombia tienen una reserva heterosexual. De esta manera, la familia establecida, naturalizada como “matriz” social, es validada por numerosas prácticas sociales e institucionalizada y capitalizada por la Iglesia Católica y sus dogmas morales, el Estado y su Constitución Política, y las ciencias y su discurso biopolítico normalizador. En efecto, en esta red biopolítica de discursos, la sexualidad es producida como matriz heterosexual, a partir de la cual se constituyen subjetividades específicas, se regulan los cuerpos, se designan determinadas prácticas sexuales como ilegítimas y se garantiza la reproducción.
Familia y parentesco Heterosexuales como biopolítica globalizada
Si bien la identificación de la familia naturalizada e instituida en “matriz” social como biopolítica de la sexualidad y eje de la “ilegitimidad” de los cuerpos no heterosexuales parte del análisis del caso colombiano, el examen de la gestión de reconocimiento en otros países pone de relieve la operación del mismo dispositivo. Francia, Alemania, España y la provincia de Buenos Aires en Argentina son lugares en los que recientemente prosperaron iniciativas de reconocimiento jurídico de uniones no heterosexuales con implicaciones en su reconocimiento social y cultural (Butler, 2005; Lamas, 2005; Carbajal, 2005)22. Si bien son experiencias bastante disímiles, en cada una el proceso de debate en las esferas pública, académica y legislativa estuvo signado por una fuerte polarización que evidenció, en el fondo, a la familia como detonador de la discusión y como límite naturalizado de la sexualidad. Las demandas de reconocimiento rápidamente trasladaron la discusión a la legitimidad o no de los derechos de constituir familia y de adoptar infantes por parte de las parejas del mismo sexo. España es el único de los países mencionados en el que se legitimaron estos dos derechos mediante la iniciativa presidencial que reformó el Código Civil, pero este hecho no atenuó la polarización en los debates sino que la incrementó.
La misma evidencia surge en una mirada de conjunto a los debates públicos, incluyendo países en los que prosperó la demanda de reconocimiento y en los que no, como México (Brito, 2005), el propio caso colombiano y otros países latinoamericanos. El asunto más sensible, el que despierta más controversia y genera más polarización en las posiciones políticas y en la opinión pública es el de la potestad sobre la reproducción y la crianza de las nuevas generaciones. Por lo general, estos debates se acompañan del desencadenamiento de opiniones sobre la naturaleza de las familias. Aunque en el último proyecto de ley discutido en Colombia se diferenció radicalmente la pretensión de derechos civiles de los relacionados con el matrimonio y la conformación de familia, los sectores sociales opositores, en particular la Iglesia, asociaron estos dos aspectos y convirtieron dicha asociación en una estrategia política antagónica de deslegitimación. Con ella buscaron alertar de antemano el peligro frente a la posibilidad de adopción de infantes por parte de parejas del mismo sexo e identificaron dicha posibilidad como un atentado contra la noción misma de familia y una situación “contranatura”23.
Tanto en la esfera pública de los medios de comunicación, como en los escenarios políticos institucionales, la posibilidad de que las uniones del mismo sexo conformen familia es el aspecto que genera más resistencia y, en efecto, sirve de pretexto para reforzar los discursos biopolíticos en contra de las iniciativas de reconocimiento. Justamente la aclaración estricta de que la legitimidad de estas uniones no implicaba que se consideraran familia, finalmente permitió que en Francia, Alemania y Buenos Aires saliera adelante y se aprobara la iniciativa de reconocimiento de derechos correspondiente. Butler (2005) señala que la única forma en que podía aprobarse la iniciativa en Francia era negar a los individuos que conforman este tipo de uniones el derecho a una adopción conjunta de infantes. De manera semejante, en el caso de la provincia de Buenos Aires descrito por Carbajal (2005) el texto del proyecto de ley de parejas de hecho se volvió más viable y aceptable dentro de los integrantes del cuerpo legislativo, en la medida en que de manera paulatina se depuró la distinción entre unión civil y matrimonial, en aras de preservar la exclusividad heterosexual de la institución familiar y de las estructuras del parentesco.
En consecuencia, estos límites de inteligibilidad que se erigen para delimitar el campo de la sexualidad humana desde la legislación y las políticas públicas significan una naturalización simultánea de la familia nuclear heterosexual y la “ilegitimidad” de las personas LGBT para realizarse como padres o madres.
Esta operación de delimitación y naturalización conlleva en sí misma la instauración de la diferencia sexual complementaria y la biología reproductiva como principios que restringen el ejercicio de la paternidad y la maternidad. Aquí radica la paradoja que surge de centrar el reconocimiento en el Estado, planteada al inicio. El reconocimiento legal democratiza la estructura estatal y contribuye a superar relativamente las condiciones de la ciudadanía subordinada por orientación sexual, pero a la vez valida el poder normalizador del Estado y aun prolonga su regulación biopolítica: si bien el reconocimiento legal de las parejas del mismo sexo significa un avance democrático que se traduce en derechos patrimoniales y de seguridad social, al mismo tiempo se instituye la negación de la posibilidad de que estas parejas adopten infantes e inventen nuevas formas familiares y de parentesco.
¿Es posible una política de reconoximiento desnaturalizante?
De acuerdo con la implicación biopolítica discutida, una política de reconocimiento que pretenda adelantar procesos de inclusión de los cuerpos y las sexualidades “ilegítimas” debe empezar por modificar los parámetros legales e institucionales que mantienen las condiciones de subordinación por orientación sexual, pero no se puede reducir a ello. Es urgente lograr el reconocimiento de derechos relacionados con el patrimonio, la seguridad social y la valoración cultural en los países en los que no se ha logrado, pero estos derechos no son suficientes para desnaturalizar las formas instituidas de familia y parentesco. Y si bien esta desnaturalización incluye la modificación de los parámetros legales e institucionales, no puede depender únicamente de la legitimidad que designe el Estado. La política de reconocimiento no se reduce a una política de identidad y de tolerancia a la diferencia. La pretensión de ampliar los convenios de unión de parejas y convertirlos en contratos sobre la fundación de nuevas identidades jurídicas aún plantea cuestiones sobre el poder del Estado en la administración de la vida y la constitución de subjetividades.
Limitar la lucha por el reconocimiento a procurar la legitimación jurídica significa aceptar que el Estado tiene la potestad de organizar el campo sexual y designar lo que se puede considerar legítimo y lo que no24. Centrarse en lo legal puede reforzar la normalización de la sexualidad y las relaciones de parentesco por parte del Estado. Dado que los derechos reclamados se marginan de pretensiones como las de la adopción de infantes y/o la potestad sobre hijos e hijas biológicos y no biológicos, no se están cuestionando ni desnaturalizando los supuestos patrilineales del parentesco, las suposiciones de heterosexualidad implicadas y la idea misma de familia instituida. Al igual que ocurrió en Francia, Alemania y Argentina, las formas de convivencia no heterosexuales, merced a la operación de abyección jurídica, aún quedan excluidas de estos derechos. En estos países, así como en Colombia y Latinoamérica, el Estado continúa ejerciendo el poder regulador sobre aspectos de la vida y las relaciones humanas tan íntimos como la sexualidad y los arreglos de convivencia y parentesco. Se mantiene una suerte de monopolio de los recursos del reconocimiento por parte del Estado, frente al cual es necesario preguntarse por la posibilidad de otros medios de reconocimiento.
Pero además surge un problema inadvertido relacionado con el estatuto conceptual de la categoría género. Es necesario reiterar las implicaciones políticas de seguir concibiendo el género como la construcción cultural de la diferencia sexual binaria, pues como se evidenció de manera práctica en este artículo, el sexo, la diferencia sexual y la complementariedad heterosexual son en sí mismos categorías constituidas discursivamente que se activan en un uso estratégico y biopolítico normalizador. Es por esto que las demandas relacionadas con la diversidad sexual exigen ampliar la categoría género, complejizar la mirada sobre los problemas de inequidad contemporáneos y diversificar las luchas políticas. Esta plataforma se perfila como uno de los retos epistémicos y políticos de las ciencias sociales contemporáneas.
Una política de reconocimiento desnaturalizante se concreta en la gestión cultural transformadora de los modelos de identidad heterosexistas y las nociones patriarcales de familia prescritos por el sistema de género predominante. Esto implica necesariamente revisar y modificar la organización social de la amistad, los contactos sexuales y la comunidad entre personas, con el fin de generar formas de apoyo y alianza que no se centren en el Estado, pues, como señala Butler (2005), tanto el matrimonio como los contratos civiles en parejas de hecho se convierten en opción solamente al extenderse como norma. También se hace realidad en la apertura de posibilidades para la expresión de diversas prácticas sexuales y la emergencia de nuevas alianzas de convivencia y crianza de seres humanos diferentes a la familia instituida. En consecuencia, es una política que favorece relaciones de parentesco instituyentes de nuevas formas asociativas, ante la crisis inevitable del modelo naturalizado de la familia burguesa nuclear heterosexual que documentan la sociología y la antropología contemporáneas (Scott, 2005). Relaciones de parentesco como éstas no necesariamente dependen de lazos biológicos y de consanguinidad, rebasan los alcances de los conceptos jurídicos prevalecientes, tales como el matrimonio, pues funcionan de acuerdo con normas que no pueden formalizarse. En esta apuesta desnaturalizante es fundamental mantener activa la tensión entre, por un lado, adoptar una estrategia política que permita avanzar en el terreno de los derechos, democratizar el Estado, ampliar el ejercicio de la ciudadanía y superar las condiciones de subordinación, y por otro, emprender acciones críticas que posibiliten la desnaturalización y validen nuevas prácticas sexuales, afectivas y familiares. Es necesario entonces asumir una postura que fluctúe dinámicamente entre ambos polos. Se trata en últimas de una política intencionalmente ambigua que implica oponerse con vehemencia a los discursos biopolíticos heterosexistas que impiden que el Estado reconozca la legitimidad de las personas LGBT, sin que ello signifique estar completamente de acuerdo con que la única vía deba ser el reconocimiento legitimado por el Estado.
Citas
1 Por sistemas de género se entiende el conjunto de mecanismos discursivos, culturales, institucionales, políticos, económicos, entre otros, que se activan en las relaciones sociales y cuyos efectos de poder interactúan entre sí en la prescripción de las pautas normativas que pretenden determinar las prácticas sexuales de los cuerpos generizados. Esta conceptualización operativa toma en cuenta los planteamientos de Scott (1996), Conell (1998) y Butler (2001). El sistema de género que aún predomina en Occidente puede caracterizarse como patriarcal, dicotómico y heterosexista; en él se contraponen de modo jerárquico y binario las subjetividades masculinas y femeninas y se excluyen y subordinan otras subjetividades posibles –lésbica, gay, bisexual, transgenerista, intersexual, entre otras–.
2 Hasta la fecha son cuatro los proyectos de ley gestionados en el Congreso de la República. El primer proyecto legislativo fue presentado en 1999 por la senadora Margarita Londoño. Los tres siguientes fueron presentados por la senadora Piedad Córdoba. Jesús Enrique Piñacué fue el senador ponente del proyecto presentado en el 2001, mientras que el senador Carlos Gaviria fue el ponente del proyecto presentado en el año 2003. Entre tanto, el cuarto proyecto no pasó a debate y fue archivado. En este artículo se hace referencia particularmente al contenido del tercer proyecto (Córdoba, 2003) y al debate público que generó en la víspera de su presentación en la plenaria del Senado de la República.
3 De aquí en adelante y cuando sea necesario, se usa esta sigla para hacer referencia al conjunto de identidades sexuales que caracteriza a las personas no heterosexuales en Colombia. La sigla no fue instituida en Colombia, su uso proviene de las luchas por el reconocimiento en países anglosajones y europeos.
4 Al respecto, Fraser (1991) realiza un breve pero ilustrativo recuento histórico de la trayectoria y las vicisitudes políticas y conceptuales de la categoría género. Caracteriza el devenir de la categoría según tres olas de feminismo y problematiza las posibilidades y dificultades que se derivan de cada una.
5 La política bidimensional de equidad propuesta por Fraser (1991, 2002 y 2003), afirma que es indispensable atender simultáneamente las necesidades de reconocimiento cultural y redistribución material. Así, el caso analizado es una situación dual de desigualdad en la que el no reconocimiento de las identidades LGBT tiene implicaciones de inequidad económica, ya que los derechos asociados al patrimonio y la seguridad social se distribuyen únicamente bajo el modelo heterosexual de familia, bien sea constituida a través del matrimonio o de las uniones de hecho.
6 Según esta ONG las situaciones de privación de derechos que enfrentan las personas LGBT se relacionan con la discriminación en el acceso a puestos de trabajo, a subsidios y préstamos para vivienda, y a los servicios de salud y educación. También son objeto de violencia e intimidación y víctimas de la llamada “limpieza social” (Proyecto Colombia Diversa, 2004).
7 La Corte desempeña un papel político cuando ejerce el control jurídico sobre las situaciones de vulneración de derechos. Esta institución estatal vela por la integridad y la supremacía de la Constitución Política y se encarga de decidir sobre las demandas de inconstitucionalidad que promueve la ciudadanía contra leyes o actos reformatorios de la Constitución (Constitución Política de Colombia, 1991: art. 241, nums. 1 y 4). Varias sentencias de la Corte declararon inconstitucionales actos que significaban la negación de derechos a las personas no heterosexuales, y al mismo tiempo, manifestaron que la preferencia sexual constituye núcleo esencial del libre desarrollo de la personalidad. Por ejemplo, la Sentencia C-481-98 (Corte Constitucional, 1998) declaró la inconstitucionalidad del literal b), artículo 46 del Decreto 2277 de 1979, de acuerdo con el cual el homosexualismo era una falta disciplinaria imputable a los docentes. Esta Sentencia reconoce la preferencia sexual como parte del libre desarrollo de la personalidad y advierte la ilegitimidad constitucional de su previsión como falta disciplinaria; es decir, a partir de esta Sentencia la docencia no puede estar condicionada ni restringida por las preferencias sexuales de quien la ejerce.
8 El proyecto de ley “Por el cual se reconocen las parejas del mismo sexo, sus efectos patrimoniales y otros derechos” (Córdoba, 2003) procuró el reconocimiento de los derechos de las personas LGBT por parte del Estado, los cuales, sin embargo, fueron negados en el 2003 por tercera vez en la plenaria del Senado de la República. Como se mencionó, la cuarta iniciativa nisiquiera fue discutida en la plenaria.
9 El reconocimiento de estatus es una de las dos condiciones que Fraser (1991, 2002 y 2003) señala como necesarias para hacer efectiva la justicia social en general y la equidad de género en particular. En efecto, la justicia requiere de la existencia de condiciones de igualdad social, institucional y cultural que permitan la paridad de participación en la esfera pública de todas las categorías de actores, especialmente aquellas que permanecen en condiciones de subordinación y de exclusión ciudadana –como mujeres subalternizadas, personas LGBT, indígenas, afrodescendientes, etc–.
10 También desde finales de la década de 1990 se han desarrollado importantes acciones culturales y movilizaciones estéticas y políticas por parte del movimiento LGBT, como el “día del orgullo gay” que después se amplió a “orgullo LGBT” con la consigna “El cuerpo como primer territorio de paz”. Tales acciones no son analizadas aquí porque su consideración en profundidad requiere otro espacio. De otro lado, también queda pendiente investigar la imagen que construyen los medios de comunicación y entretenimiento entorno de las identidades LGTB, a través, por ejemplo, de novelas y programas de opinión televisados; notas, artículos y columnas de opinión publicados por la prensa; entre otros, en los cuales dichas identidades parecen hacerse cada vez más visibles y con mayor frecuencia.
11 La Ley 54 de 1990 definió las uniones maritales de hecho y el régimen patrimonial entre compañeros permanentes. En ella, la unión marital de hecho se define como “la formada entre un hombre y una mujer, que sin estar casados, hacen una comunidad de vida permanente y singular (...) para todos los efectos civiles, se denominan compañero y compañera permanente, al hombre y la mujer que forman parte de la unión marital de hecho” (Senado de la República, 1990: art. 1, cursiva del autor). La demanda de inconstitucionalidad contra el artículo 1° y el literal a) del artículo 2° de esta ley fue presentada ante la Corte Constitucional en 1995 por parte del abogado Germán Rincón Perfetti –uno de los gestores del movimiento LGBT en Colombia–, porque dicha ley excluyó de sus pre116 NÓMADAS NO. 24. ABRIL 2006. UNIVERSIDAD CENTRAL – COLOMBIA ceptivas a las parejas del mismo sexo (Corte Constitucional, 1996).
12 Desde la perspectiva de Castoriadis (1989), se puede decir que las instituciones condensan tradiciones sociales y se nos presentan como realidades dadas y organizadas en el lenguaje –en este caso en la ley–; es decir, como ya instituidas, lo cual implica una preexistencia normativa “de lo que es y lo que no es, lo que vale y lo que no vale, y cómo es o no es, vale o no vale lo que puede ser y valer” (Ibíd.: 326). Lo instituido es, en el caso analizado, lo que instaura lo factible y lo representable acerca de la familia y las relaciones de género.
13 La Constitución define la familia como “el núcleo fundamental de la sociedad” y determina su conformación “por la decisión libre de un hombre y una mujer de contraer matrimonio o por la voluntad responsable de conformarla” (Constitución Política, 1991: art. 42, resaltado fuera del texto). Esta definición excluye, básicamente por omisión, otras formaciones familiares o afectivas posibles como pueden ser las originadas en la unión de personas no heterosexuales.
14 Esta noción de exclusión estructural o cultural acude a la conceptualización que hace Lederach (1998) de conflicto y violencia estructurales y toma en cuenta las concepciones de estructura de género que define Connell (1998) y sistema de género que plantea Scott (1996). También se relaciona con la jerarquía de estatus institucionalizada por determinados patrones de valores culturales, los cuales son codificados con frecuencia en la esfera de la ley (Fraser, 2003).
15 En una nueva interpretación de los planteamientos de Guzmán (2003), se puede decir que es políticamente relevante dilucidar los discursos, y sus efectos de poder, que se activan al debatirse una ley en el foro público. En este artículo los discursos se convierten en objetos de deconstrucción a partir del análisis de los debates que tienen lugar durante la elaboración y el diseño de las políticas, pues en ellos se articulan los saberes expertos que sirven de fundamento para dicha elaboración.
16 La genealogía que propone Foucault (1991a) no es un análisis de los significados, sino de los efectos de poder generados en la enunciación discursiva. Por tanto, el análisis propuesto es una estrategia fundamental para elucidar los efectos biopolíticos de los discursos activados en los debates públicos acerca del reconocimiento de las uniones del mismo sexo.
17 En el contexto analizado la biopolítica se combina con las formas antiguas y disciplinares del biopoder, en las que la sexualidad es producida como matriz heterosexual. Hardt y Negri (2002) explican la producción biopolítica a través de lo que denominan, retomando a Foucault, “una red difusa de dispositivos y aparatos”. En consecuencia, se puede decir que en la biopolítica de la sexualidad dicha red produce y regula los cuerpos, sus hábitos y sus prácticas sexuales y reproductivas.
18 La teoría performativa del género (Butler, 2001) entiende que los discursos, como actos de enunciación, constituyen la realidad del sexo y que la realidad del sexo así constituida se naturaliza a fuerza de la reiteración insistente e insidiosa de dichos discursos, sostenida y reglamentada por diversos mecanismos sociales. En el marco de los debates públicos mencionados, la reiteración de enunciaciones provenientes de cuerpos discursivos como las ciencias biomédicas (anatomía, genética, fisiología, psiquiatría, etc.) y las ciencias jurídicas, es una estrategia política que sostiene performativamente el sistema de género heterosexista.
19 Entre las figuras públicas que firmaron el comunicado se destacan ex presidentes, senadores, directores de programas de televisión, rectores de universidades, entre otras. El comunicado fue publicado en días diferentes y se constituyó en “cruzada” moral que utilizó estratégicamente los medios de comunicación masivos impresos y audiovisuales. En la víspera del debate del proyecto de ley en la plenaria del Senado fueron múltiples los programas de opinión en los que circularon este tipo de argumentos, los cuales, sin embargo, se contrastaron con posturas a favor de dicho proyecto. Las posturas conservadoras no se pueden generalizar en el país, ya que los medios de comunicación desde hace algún tiempo hacen visible de manera respetuosa la presencia social de las personas LGBT. Como se dijo en otra nota aclaratoria, hace falta un análisis que establezca las implicaciones políticas y culturales de ese tipo de visibilización.
20 Así enunció una de sus consignas moralreligiosas: “El proyecto va contra la moral y la ley de Dios: desde el Antiguo Testamento La Biblia califica la unión homosexual como «Sodomía» y San Pablo, en la Epístola a los Romanos, dice de quienes le han dado la espalda a Dios: «Por eso los entregó Dios a pasiones infames: pues sus mujeres invirtieron las relaciones naturales por otras contra la naturaleza, igualmente los hombres abandonaron el uso natural de la mujer, se abrazaron en deseos los unos por los otros, cometiendo la infamia de hombre con hombre, recibiendo en sí mismos el pago merecido de su extravío» (Romanos, cap. 1, vers. 26 y 27)” (El Espectador, 2002).
21 Esta noción retoma el concepto de naturalismo como soporte narrativo que configura el mito moderno de la mujer utilizado por Fernández (1994) para analizar la subordinación femenina; no obstante, aquí se discute y se utiliza en el análisis de la subordinación por orientación sexual. En Muñoz (2004) se encuentra un análisis deconstructivo de la naturalización en ámbitos escolares, entendida como dispositivo de constitución de subjetividades generizadas que instituye imaginarios acerca de los cuerpos y las sexualidades como verdades irreductibles e incuestionables.
22 En 2001 se aprobó en Francia el Pacto Civil de Solidaridad (PACS) como alternativa al matrimonio para cualquier par de individuos que no tengan lazos de sangre y que, independientemente de su orientación sexual, decidan compartir o heredar propiedades. En Alemania a finales de ese mismo año se aprobó una ley similar, pero destinada exclusivamente a parejas del mismo sexo y con el fin de comprometer a las personas que las conformen a tener una relación a largo plazo de apoyo y responsabilidad (véase Butler, 2005). De otro lado, antes de que España reformara su Código Civil en junio de 2005 para permitir a las personas del mismo sexo casarse y adoptar infantes, ya existía en varias de sus comunidades autónomas leyes que reconocían las uniones de hecho del mismo sexo, pero que excluían los derechos de adopción (Véase Lamas, 2005). Entre tanto, la Ciudad Autónoma de Buenos Aires a finales de 2002 fue la primera jurisdicción latinoamericana en legalizar este tipo de uniones (véase Carbajal, 2005). Otros países que actualmente tienen legislación de este tipo son Dinamarca (1989), Noruega (1993), Suecia (1995), Islandia (1996), Holanda (1998), Portugal (2001), Finlandia (2002), Croacia (2003) y Gran Bretaña (2004).
23 Este tipo de discurso naturalizante también lo esgrimió Joseph Ratzinger, actual Papa Benedicto XVI, en entrevista conEMSUCÑOOBAZ, R D C.:. ,S MEX.URA.;L MIDAENDDESO “ZIAL ERG.Í,T NIM.ACS.” J.Ó BVIOEPNOELSÍCTIOCNATHEMETPEORROÁSNEXEOISST:A ENYTPROELÍLTAICHAETDEERROEGCEONNEOIDCAIMDIEYNLTAOS DESIGUALDADES NÓMADAS 117 cedida al diario El País de España antes de asumir su última jerarquía y como reacción a la decisión española de aprobar el matrimonio entre personas del mismo sexo: “es destructiva para la familia y la sociedad [en la medida en que] no reconoce la especificidad ni el carácter fundamental de la familia, es decir, el ser propio del hombre y de la mujer, que tiene el fin de dar la continuidad, no sólo en el sentido biológico, a la humanidad” (El País, citado por Lamas, 2005).
24 Si bien ésta es una crítica de la regulación biopolítica que aún ejerce efectivamente el Estado sobre aspectos de la vida íntima como las preferencias sexuales y las formaciones identitarias, no pretende desconocer la necesidad de regulación frente a situaciones como la violencia intrafamiliar y la explotación sexual infantil.
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* Psicólogo de la Universidad Javeriana y profesor de la misma universidad en temas de género. Investigador de la línea Género y cultura del IESCO-UC. Miembro del Colectivo de Hombres y Masculinidades, Colombia. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
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Aluminé Moreno*
* Licenciada en Ciencia Política, Universidad de Buenos Aires; MSc in Gender and Social Policy, London School of Economics and Political Science; investigadora del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género, Universidad de Buenos Aires. Email: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
Este artículo presenta algunas críticas a la concepción liberal de ciudadanía, basadas en la literatura sobre ciudadanía sexual y ciudadanía íntima. Estas nuevas aproximaciones a la ciudadanía resultan útiles para examinar algunos momentos de la relación entre el Estado local y el activismo sociosexual. En particular, se analizan algunas consecuencias de la Ley de Unión Civil y de la reforma del Código Contravencional de la Ciudad de Buenos Aires.
Palabras clave: ciudadanía, sexualidad, género, activismo sociosexual, políticas públicas, división público/privado.
Este artigo apresenta algumas críticas à concepção liberal de cidadania, baseadas na literatura sobre cidadania sexual e cidadania íntima. Estas novas aproximações à cidadania são úteis para examinar alguns momentos da relação entre o Estado local e o ativismo sócio-sexual. Em particular, são analisadas algumas conseqüências da Lei da União Civil e da reforma do Código de Contravenções da Cidade de Buenos Aires.
Palavras-chaves: cidadania, sexualidade, gênero, ativismo sócio-sexual, políticas públicas, divisão público/privado.
This article presents some criticisms to the liberal conception of citizenship, drawing on the literature on sexual citizenship and intimate citizenship. These new approaches to citizenship are useful to examine some moments of the relation between the local State and the sociosexual activism. Particularly, some consequences of the Law of Civil Union and of the Misdemeanours Code reform are analysed.
Key words: citizenship, sexuality, gender, sociosexual activism, public policies, public/private divide.
Este trabajo se ocupa de algunas críticas recientes a la noción de ciudadanía liberal, que señalan la incidencia de jerarquías basadas en la sexualidad, en las posibilidades de ejercicio de derechos por parte de diferentes sujetos. En particular, nos detendremos en la situación actual de los colectivos integrados por Gays, Lesbianas, Travestis, Transexuales, Transgéneros, Bisexuales e Intersexuales1 en el contexto de la Ciudad de Buenos Aires. Desde el retorno a la democracia el balance entre derechos y obligaciones y la frontera entre los/as incluidos/ as y los/as excluidos/ as se convirtieron en objeto de controversia académica y política en Argentina. En el marco de estas discusiones, tanto los aportes teóricos como las intervenciones políticas del feminismo y de los movimientos sociosexuales2 abrieron caminos para la reapropiación del discurso de la ciudadanía por parte de sujetos oprimidos fundamentalmente en razón de identidad de género y de orientación sexual.
El concepto de ciudadanía ha sido objeto de múltiples debates dentro del pensamiento político occidental. La definición clásica refiere a las características que hacen a un individuo3 miembro de la comunidad política y a la naturaleza de la relación de los/as ciudadanos/as entre sí. En los próximos párrafos presentaremos algunos comentarios críticos a la formulación tradicional de este concepto desarrollados por autores/as que han trabajado las nociones de ciudadanía sexual y ciudadanía íntima4, señalando posibles aplicaciones de estas elaboraciones teóricas a algunos momentos de la relación entre el Estado local y el activismo sociosexual. Consideramos que los conceptos ciudadanía sexual y ciudadanía íntima nos proporcionarán algunas claves para comprender diferentes respuestas estatales a las reivindicaciones de los sujetos GLTTTBI.
Cabe destacar que no se considera que las condiciones de vida de los colectivos mencionados sean homogéneas. Por un lado, una jerarquía de valores ordena las prácticas sexuales en una escala basada en criterios tales como “lo normal”, “lo bueno” y “lo natural” (Rubin, 1992: 13). Esto incide en las posiciones relativas de distintos grupos de disidentes sexuales5, porque diferentes comportamientos sexuales son valorados o sancionados de diversas maneras. Por otra parte, el género constituye un vector de opresión que atraviesa otras formas de desigualdad social e incide sobre los efectos de la estratificación basada en la sexualidad. La estratificación sexual (Rubin, 1992: 18) y el sistema de géneros pueden ser separados analíticamente aunque se consideran interdependientes. El género incide sobre las jerarquías sexuales y “el sistema sexual tiene manifestaciones específicas de género. Pero, aunque el sexo y el género están relacionados, no son lo mismo y forman las bases de dos arenas distintas de práctica social” (Rubin, 1992: 33). Asimismo, resulta imprescindible la distinción de las situaciones grupales atendiendo a la intersección entre la identidad de género y la orientación sexual y la etnia, la nacionalidad, la religión, la clase social, la edad, la (dis) capacidad, entre otros mecanismos de subordinación que operan en contextos socio-históricos particulares.
Como se ha mencionado, este trabajo aborda la situación de colectivos integrados por gays, lesbianas, travestis, transexuales, transgéneros, bisexuales e intersexuales, partiendo del reconocimiento de la complejidad de las relaciones de subordinación que afectan a estos sujetos. El objeto de los siguientes párrafos está constituido por ciertas contiendas referidas a la institucionalización de presunciones acerca de la heterosexualidad y de la binariedad de las identidades de género de los/as ciudadanos/as. Los desafíos en cuestión se han formulado fundamentalmente a través de las intervenciones de organizaciones integradas por gays, lesbianas, travestis, transexuales, transgéneros, bisexuales e intersexuales. Estos sujetos se han posicionado como interlocutores/as del Estado y se han reconocido mutuamente como actores interesados, –a través de la constitución de coaliciones o del enfrentamiento por la definición de problemas sociales, prioridades y soluciones propuestas–6.
Respecto de la reflexión sobre la especificidad de las reivindicaciones formuladas por estos colectivos, Rostagnol (2004: 35) señala que “la existencia de grupos activistas sociosexuales significa que una determinada práctica en algunos casos, y una determinada forma de estar en el mundo, en otros, deviene para ellos un hecho político (…) los grupos de activistas sociosexuales se definen por una existencia y una práctica política”. El concepto de ciudadanía resulta crucial para pensar estas cuestiones. Distintos/as autores/as han señalado que la definición liberal de ciudadanía universaliza las características de un sujeto heterosexual masculino que provoca tensiones en el momento de diseñar e implementar políticas públicas que atienden necesidades de diversos grupos interesados en impugnar las categorías sexuales y genéricas hegemónicas7.
La discusión propuesta en este trabajo se ordena en cuatro secciones. La primera sección se ocupa de la movilización del activismo GLTTTBI en la Ciudad de Buenos Aires en las dos últimas décadas. La segunda sección se concentra en la noción de ciudadanía como conjunto de derechos y analiza el reconocimiento legal de las uniones entre personas del mismo sexo. El siguiente apartado se dedica a los abordajes de la ciudadanía como práctica y como frontera entre grupos sociales y se tratan las regulaciones estatales sobre el uso del espacio público que han afectado especialmente a los/as disidentes sexuales. Por último, las notas finales refieren a algunas posibilidades y limitaciones de las reivindicaciones basadas en el reclamo de derechos de ciudadanía.
A partir de la caída de la última dictadura, la Argentina vivió un proceso de creciente intervención en el espacio público de distintos colectivos integrados por gays, lesbianas, travestis, transexuales, transgéneros, bisexuales e intersexuales. Esta movilización se concentró especialmente en la Ciudad de Buenos Aires, aunque en la actualidad la política sociosexual es activa en otros centros urbanos del país. Las intervenciones mencionadas se enmarcan temporal y regionalmente en los procesos de divulgación de discursos acerca de la epidemia mundial de SIDA y de conformación de redes internacionales de activistas en la temática, consolidadas desde fines de la década del ochenta (Pecheny, 2001 y 2003). Estos procesos contribuyeron al ingreso en la agenda gubernamental de algunas reivindicaciones que construyen a los sujetos GLTTTBI como grupos sociales con necesidades diferenciadas –aunque no necesariamente se hayan atendido sus demandas– y favorecieron la circulación de recursos económicos y culturales que sentaron las bases de la articulación de reclamos sectoriales en el ámbito local.
Existen diferencias entre sujetos en lo referente al reconocimiento estatal y social de sus derechos y a las posibilidades de obtención de recursos. Las oportunidades de intervención política disponibles para distintos grupos de disidentes sexuales se vinculan con las relaciones de subordinación que los involucran, con las dinámicas de la política sociosexual y con la coyuntura política nacional e internacional. La agenda de demandas se estructuró durante los ochenta en torno a la lucha contra la discriminación de homosexuales –aunque la visibilidad de estas últimas como grupo ha sido hasta ahora escasa–. Hacia principios de los noventa la movilización se concentró alrededor de reclamos más amplios sobre derechos humanos y campañas referidas a la epidemia del SIDA (Pecheny, 2003: 261). La represión policial y los problemas de documentación que enfrentan travestis, transexuales y transgéneros se han convertido en objeto de reclamo a raíz de la agitación de estos sujetos. Los asuntos vinculados con la situación de bisexuales e intersexuales no han recibido atención pública hasta el momento8.
Los/as activistas GLTTTBI se incorporaron al debate político local y nacional a través de la participación en diferentes espacios con distintos grados de institucionalización9. El nivel de visibilidad adquirido posee efectos ambivalentes para las condiciones de vida de estos sujetos. Por un lado, aunque se ha liberalizado el discurso social acerca de la disidencia sexual en la última década (Pecheny, 2001: 9), los grupos sociales en mención son afectados por relaciones estructurales de opresión –limitando su acceso a recursos valorados socialmente a través de la discriminación de la vida social, política y económica, mediada por la acción o la omisión estatal– y con frecuencia objeto de represión por parte de las fuerzas de seguridad pública. Al mismo tiempo, algunos de estos sujetos han sido identificados como destinatarios/as de políticas de reconocimiento aisladas10. La incorporación de los tratados internacionales suscriptos por el país a la Constitución Nacional11 en el año 1994, promovió la institucionalización del discurso de los derechos humanos. Asimismo, la Constitución de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires posibilitó condiciones legales inéditas respecto de la protección formal contra la discriminación basada en género u orientación sexual12. La mencionada normativa proveyó a estos colectivos herramientas para plantear sus demandas. Por otra parte, la presión de tal activismo durante la última década, incidió en la inclusión de una serie de reivindicaciones sociosexuales en la agenda de algunas organizaciones de defensa de derechos humanos y de algunos partidos políticos de izquierda.
Según las categorías utilizadas por los/as propios/as participantes13, el activismo sociosexual local se encuentra atravesado por tensiones vinculadas con la utilización de distintas modalidades de intervención pública. Los diferentes modos de participación política son definidos por los/as activistas consultados/as como a) asimilacionistas –en referencia a las demandas restringidas a la igualdad ante la ley–; b) políticas de la identidad14 –señalada en las ocasiones en que se movilizan reclamos fundados en la suposición de una serie de intereses grupales compartidos por distintas categorías sexuales– y c) políticas de resistencia, que proponen la transversalización de las luchas de diversos colectivos oprimidos, cuestionan la idea de identidades estables y promueven las coaliciones políticas coyunturales. En este contexto, los reclamos que más atención han recibido por parte de las instituciones locales y los medios de comunicación, son aquellos basados en la reivindicación de la igualdad ante la ley, probablemente porque son los más fáciles de acoger en la agenda de la democracia liberal.
Teóricamente, la ciudadanía ha sido concebida como un status que implica un conjunto de derechos y responsabilidades vinculados con la pertenencia a una comunidad política. El modelo liberal de ciudadanía construye la membresía como una titularidad que el Estado otorga al individuo. La definición más influyente de esta tradición ha sido elaborada por T.H. Marshall (1950), quien se concentra en el carácter de los derechos a través de los cuales se alcanza el status de ciudadano/ a. Este autor propone una formulación tripartita de estos derechos: civiles (libertades de la persona, libertad de pensamiento y culto, derecho a poseer propiedad y acordar contratos válidos y derecho a la justicia); políticos (derecho a participar en el ejercicio del poder político) y sociales (derecho a la seguridad y al bienestar económico). La condición de ciudadano/ a requiere la adquisición de estos tres tipos de derechos15
El goce efectivo de los derechos incluidos en la definición liberal de ciudadanía no es asequible para todos/as los/as integrantes de la comunidad política, existen diferentes posibilidades entre miembros de grupos privilegiados y de grupos oprimidos. Los debates sobre la ciudadanía feminista han criticado los modelos tradicionales de ciudadanía a partir del análisis de los sesgos de género presentes en los procesos de ciudadanización en Occidente, señalando que el pensamiento binario subyacente produce relaciones de subordinación, dominación y jerarquía (Lister, 1997: 92). Asimismo, el feminismo ha criticado el principio de universalidad, porque ha servido para velar la exclusión de las mujeres y otros grupos subordinados de la esfera pública. El liberalismo intenta trascender el sexo, la clase social, la edad, la (dis)capacidad, la etnicidad y la sexualidad posicionando a todos los individuos como iguales en tanto ciudadanas/os, más allá de sus afiliaciones particulares (Young, 1990: 97; Maffía, 2003: 8), pero este mecanismo reproduce jerarquías entre grupos sociales y entre individuos. Respecto de las relaciones de opresión vinculadas con la sexualidad, se han elaborado análisis acerca de la heteronormatividad encarnada en las legislaciones que establecen las condiciones para ejercer la titularidad de derechos en las democracias liberales (Richardson, 2000; Bell y Binnie, 2000; Viturro, 2004; Plummer, 2003). Estos abordajes advierten la exigencia de la conformación con normas heterosexuales en términos de prácticas, identidades y cuerpos sexuados para acceder al tratamiento propio de la ciudadanía.
La crítica que formulan los/as teóricos que trabajan con la noción de ciudadanía sexual parte del argumento de que
los reclamos de status de ciudadanía, al menos en Occidente, están estrechamente asociados con la institucionalización del privilegio heterosexual y masculino (…) dentro de los discursos sobre los derechos de los/as ciudadanos/ as y el principio de ciudadanía universal el ciudadano normal ha sido construido principalmente como masculino y heterosexual, aunque esto último ha sido mucho menos reconocido o discutido en la literatura (Richardson, 2000: 75).
Algunos argumentos señalan que toda ciudadanía es ciudadanía sexual, en cuanto los requisitos de acceso y las expectativas sobre prácticas pertinentes a la ciudadanía están atravesados por supuestos acerca de la sexualidad de los miembros de la comunidad política (Bell y Binnie, 2000; Richardson, 2000; Maffía, 2001). Este planteamiento desafía la idea de que los/as ciudadanos/as sexuales son sólo aquellos/as que eligen movilizarse alrededor de demandas específicas referidas a derechos sexuales y enfatiza la incidencia de mecanismos sociales y políticos por los que distintas cuestiones vinculadas con la sexualidad condicionan el ejercicio de derechos por parte de todos los sujetos. La primer denuncia que se articula desde la noción de ciudadanía sexual es que dentro del modelo tradicional de ciudadanía como un conjunto de derechos civiles, políticos y sociales, los/as disidentes sexuales son ciudadanos/as parciales, en tanto las garantías para el acceso a los derechos sólo son efectivas para los grupos privilegiados (Richardson, 2000: 75).
En la ciudad de Buenos Aires no se han elaborado políticas públicas que consideren a las personas no heterosexuales como principales beneficiarias, a excepción de la Ley de Unión Civil que se analizará más adelante. Este es un hecho relevante, ya que el ejercicio de los derechos de ciudadanía, especialmente en el caso de los derechos sociales, está relacionado con la disponibilidad de recursos materiales y simbólicos que el Estado provee a través de las políticas públicas con el fin de incidir sobre procesos económicos, sociales o políticos que generan desigualdades. Al respecto, es oportuno señalar que el Estado no es un sitio neutral en términos de las inequidades entre los diversos grupos sociales, sino un espacio de disputas acerca de la definición de necesidades sociales prioritarias y la distribución de recursos para articular medidas que atiendan diferentes cuestiones públicamente discutidas. Las instituciones estatales están comprometidas de diferentes maneras con la promoción de la heterosexualidad (Duggan, 1998: 569) y con la reproducción de un orden de géneros (Fraser, 2000: 55).
En Argentina las relaciones sexuales entre personas adultas del mismo sexo no están proscriptas por la ley. Desde el punto de vista legal se considera que las cuestiones vinculadas con la sexualidad están protegidas por el derecho a la intimidad de los individuos (Pecheny, 2003: 257). Este abordaje ha sido señalado como problemático porque se reconocen ciertos derechos sexuales en la medida en que se ejerzan en el ámbito privado y se eludan las expresiones públicas de la sexualidad (Pecheny, 2001: 6; Bell y Binnie, 2000: 5). El ejercicio de la tolerancia caracteriza la actitud social y política prevaleciente en los últimos años hacia los/as disidentes sexuales. Al respecto, es necesario advertir las limitadas posibilidades de participación en el espacio compartido de la ciudadanía disponibles para los grupos sociales que son objeto de este tratamiento: “Si la tolerancia implica el respeto a la libertad del otro, de sus maneras de pensar y de vivir, ella significa al mismo tiempo admitir la presencia del otro a regañadientes, la necesidad de soportarlo o simplemente dejarlo subsistir. La tolerancia no equivale pues a la plena aceptación nial reconocimiento social” (Pecheny, 2001: 6).
La ciudadanía parcial a la que pueden acceder los/as disidentes sexuales en la ciudad de Buenos Aires se basa en las políticas de la tolerancia y la asimilación. Se reconoce a los sujetos GLTTTBI como miembros de la comunidad en tanto permanezcan dentro de “las fronteras de la tolerancia, cuyos bordes son mantenidos mediante la división heterosexista público/ privado” (Richardson, 2000: 77). Tanto la noción de ciudadanía sexual como la de ciudadanía íntima discuten la supuesta neutralidad del funcionamiento de la división entre la esfera pública y la esfera privada. En general, los/as teóricos/as liberales han naturalizado esta división y no se han ocupado de las conexiones entre estos espacios. En consecuencia, se ha desconocido la incidencia de la separación de ámbitos sobre las relaciones de subordinación que involucran a diversos sujetos. Es decir, las formas en que la construcción de una frontera entre lo público y lo privado intensifica o mitiga la opresión de distintos grupos y las maneras en que el Estado participa en la reproducción o transformación de estos procesos.
El espacio que se conoce usualmente como vida privada está estructurado, entre otros mecanismos, a través de leyes y políticas que codifican valores dominantes. El concepto de ciudadanía íntima resulta provechoso para referirse a “todas aquellas áreas de la vida que parecen ser personales pero están en efecto conectadas a, estructuradas por o reguladas a través de la esfera pública” (Plummer, 2003: 70). Este concepto también señala que las posibilidades individuales y colectivas de modificar situaciones opresivas a través de intervenciones públicas se encuentran condicionadas por vínculos usualmente definidos como privados –tales las relaciones económicas– o íntimos –por ejemplo, las relaciones familiares, eróticas y afectivas–. El ámbito privado también ha sido marcado como un espacio heterosexual en las sociedades occidentales. Al respecto, Richardson señala que “no sólo lo público puede ser entendido como caracterizado por normas heterosexuales, así también puede caracterizarse lo privado en tanto es tradicionalmente asociado con lo doméstico y la vida familiar (heterosexual)” (Richardson, 2000: 33).
La Ley de Unión Civil de Buenos Aires resulta un caso interesante para reflexionar sobre algunas de las formas en que el Estado participa en la promoción de la heterosexualidad. A raíz de una intensa movilización de organizaciones GLTTTBI en dicha ciudad, se sancionó una ley que reglamenta un registro de las uniones conformadas por dos personas con independencia de su sexo u orientación sexual en diciembre del año 200216. Los derechos que se derivan de esta norma son muy limitados. En primer lugar, se trata de legislación local que no puede contradecir a las leyes nacionales que regulan el derecho de familia y no contemplan las uniones entre personas del mismo sexo. En segundo lugar sólo obliga al Gobierno de la ciudad de Buenos Aires como empleador, ya que las empresas y entes nacionales están sujetos a la normativa nacional. Los derechos que efectivamente pueden reclamarse se refieren al registro de la unión civil, licencias laborales por enfermedad o deceso de alguno/a de los/as integrantes de la unión civil y el derecho a compartir el seguro de salud. La sanción de esta ley fue saludada como una victoria del activismo “disidente” ya aludido. Aunque se reconoce que la norma establece derechos acotados, se ha señalado repetidamente que abre posibilidades para la elaboración de nueva legislación en el espacio local y nacional17. Asimismo, se ha señalado que la Ley de Unión Civil local podría promover cambios culturales referidos a la no discriminación e integración de personas GLTTTBI.
Al mismo tiempo, este reconocimiento también implica algunos riesgos. En primer lugar, si esta legislación no va acompañada de medidas que aseguren la ciudadanía sexual disidente en el espacio público, puede actuar como una estrategia de fortalecimiento del lugar de “la familia como el sitio privado de la ciudadanía (…) como si la retirada dentro del espacio familiar fuera una estrategia necesaria para reclamar el estatus de ciudadano/a –algo que cierra formas de vivir y amar que no corresponden con el modelo de la familia–” (Bell y Binnie, 2000: 5). Por otra parte, es necesario dar cuenta de que las posibilidades materiales de constituir una unidad doméstica no se encuentran distribuidas equitativamente entre los/as integrantes de los colectivos de disidencia sexual. Al respecto, algunos/as entrevistados/ as han señalado la brecha salarial entre hombres y mujeres y la marginación de travestis, transexuales y transgéneros del mercado laboral formal como obstáculos relevantes para la constitución de unidades domésticas sustentables. Los tres últimos, tienen además inconvenientes con la documentación, lo que no se ha considerado en la elaboración de la ley.
El reconocimiento legal de las uniones entre personas del mismo sexo de la manera en que se ha establecido en la ciudad de Buenos Aires, pone en evidencia la heterosexualización tanto del espacio público como del privado. Esta norma ordena jerárquicamente las relaciones de conyugalidad a través de una atribución de derechos diferenciales para los miembros de parejas conformadas por personas del mismo sexo. Implícitamente se consagra al modelo de familia heterosexual de clase media como el patrón, ya que los arreglos de convivencia alternativos no reciben igual protección. Este sesgo posee variados efectos tanto sobre la vida pública como sobre el espacio íntimo de los/as ciudadanos/ as. Las reivindicaciones basadas en reclamos de derechos encuentran su límite cuando el reconocimiento parcial reproduce la desigualdad y refuerza la clasificación jerárquica de prácticas y sujetos.
La modalidad heteronormativa de ciudadanía sexual implícita en las formulaciones legales y políticas dominantes se contrapone a una variedad de formas de ciudadanía sexual disidente. Diferentes identidades y prácticas configuran distintos desafíos a la ciudadanía de las maneras en que la promueve el Estado, y esta diversidad se refleja en las respuestas que se articulan en cada caso y que afectan a distintos grupos. Algunos/ as autores/as entienden la ciudadanía no sólo como un conjunto de obligaciones y garantías asignadas a los individuos en virtud de ser miembros de un Estado, sino también como una variedad de prácticas culturales, simbólicas y económicas “a través de las cuales los individuos y los grupos formulan y reclaman nuevos derechos o luchan para expandir o mantener los existentes” (Isin y Wood, 1999: 4). Este tipo de formulación permite un mejor abordaje de los aspectos dinámicos de las disputas sobre la ciudadanía que protagonizan diferentes colectivos y reconoce la existencia de grupos sociales que pugnan por transformar los términos mismos de las versiones dominantes de la ciudadanía, tal es el caso del activismo GLTTTBI en Buenos Aires. Tradicionalmente, una de las preocupaciones del Estado ha sido la regulación de identidades y prácticas en el espacio público. Éste es un asunto disputado por un sector del activismo sociosexual local que señala que las expresiones de afecto, amistad y deseo heterosexual son las únicas consideradas aceptables en el ámbito público.
Hasta el año 1996 los Edictos Policiales –un conjunto de normas elaborado por la autoridad policial que fueron derogados como consecuencia del proceso de autonomización de la ciudad de Buenos Aires18– punían a “los que se exhibieren en la vía pública con ropas del sexo contrario”, a “las personas de uno u otro sexo que públicamente incitaren o se ofreciesen al acto carnal”19 y castigaban “al director, empresario o encargado de un baile público o en su defecto al dueño o encargado del local, que permitiera el baile en pareja del sexo masculino”20. Los edictos mencionados funcionaron como herramientas de persecución de disidentes sexuales. Modarelli (2004: 275) observa que “ante todo, los edictos servían para generar en las distintas jurisdicciones de policía ganancias extra-legales mediante el control de las zonas de deriva homosexual y travesti, de prostitución o de juego no oficial”. Hacia fines de la década del ochenta las prácticas de detención masiva por parte de la policía en los lugares frecuentados por gays y lesbianas fueron abandonadas, “los viejos edictos habían modificado el objetivo gay-lésbico y concentraban su caza en las personas travestis” (Modarelli, 2004: 275).
El Código Contravencional de la Ciudad de Buenos Aires –reglamentación que reemplazó a los edictos mencionados– contempla la oferta y demanda de sexo en la vía pública como una falta y es utilizado rutinariamente para la persecución policial y judicial de travestis, transexuales y transgéneros21. Cabe destacar que la primera versión de esta normativa no establecía medida alguna acerca de la prostitución, lo que generó un acalorado debate público en el año 1998. En esa ocasión, la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires cedió a las presiones de grupos de vecinos/as, autoridades policiales nacionales y medios de comunicación, elaborando una norma que reglamenta el ofrecimiento y/o la solicitud de sexo en la vía pública en el contexto de un país tradicionalmente abolicionista en esta materia22. En el año 2004 el parlamento local emprendió una nueva reforma del Código Contravencional con el objeto de modificar algunos artículos referidos a temas que se han vinculado con debates amplios acerca de la seguridad, lo que ha constituido un asunto crucial de la agenda pública nacional en los últimos años. Una vez más, se modificó el artículo referido al ejercicio de la prostitución en la vía pública con el objeto de establecer nuevas restricciones y endurecer las penas para los/as infractores/as. Asimismo, se enmendaron otros artículos referidos al uso del espacio público tales como la venta ambulante y las manifestaciones callejeras. La posición de gran parte del activismo GLTTTBI fue de confrontación con los proyectos de modificación de tal código. En esta ocasión, la alianza opositora a las modificaciones se articuló entre estas organizaciones, grupos de mujeres en situación de prostitución, partidos de izquierda, sectores del movimiento piquetero y agrupaciones de trabajadores/as que incluían vendedores/as ambulantes.
La movilización en torno a estos proyectos de modificación del Código Contravencional culminó con incidentes frente a la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires y con la detención de activistas de grupos de travestis, transexuales y transgéneros, mujeres en situación de prostitución y manifestantes varios/ as23. Es pertinente observar que el mismo Estado que elaboró una medida de reconocimiento para las parejas conformadas por personas del mismo sexo paralelamente articuló estrategias restrictivas y represivas para las personas travestis, transexuales y transgéneros en situación de prostitución y para los/as activistas/as que se movilizaron para apoyar sus demandas. Esta situación pone en evidencia que en el núcleo de las múltiples aproximaciones a la ciudadanía reside una tensión entre inclusión y exclusión, acerca de quién es considerado/a titular de derechos, capaz de cumplir obligaciones y competente para actuar como un/a ciudadano/a. Como observa Lister, “inclusión y exclusión son las dos caras de la moneda de la ciudadanía” (Lister, 1997: 42).
En las democracias liberales los derechos han sido balanceados con deberes complementarios. Los reclamos de derechos basados en apelaciones a la ciudadanía a menudo implican un pacto implícito de modificación de comportamientos por parte de los grupos oprimidos en el orden ciudadano vigente: “esto demanda la circunscripción de modos ‘aceptables’ de ser un/a ciudadano/a sexual. Este es un antiguo compromiso que los/as disidentes sexuales han tenido que negociar; el problema actual es su consolidación en estrategias políticas basadas en derechos, que cierran o niegan aspectos de la sexualidad marcados como ‘inaceptables’” (Bell y Binnie, 2000: 3).
Las formas aceptables de ejercicio de la ciudadanía se vinculan con las normas de respetabilidad. Tales requisitos están estrechamente ligados a ideas acerca del orden social y constituyen mecanismos de control social. Young (1990: 136) sostiene que los individuos definidos como respetables son aquellos que ajustan su conducta a reglas que reprimen la sexualidad, las funciones corporales y la expresión emocional. Estas normas están emparentadas con modelos de racionalidad y autoridad y requieren maneras específicas de comportarse y vincularse con otros/as (Young, 1990: 139). Si bien se presenta como una serie de normas neutrales y objetivas, el comportamiento respetable es producto de la socialización en un contexto cultural determinado (Young, 1990: 140 y Goffman, 2003: 150).
En el caso de travestis, transexuales y transgéneros en Buenos Aires, se puede observar que, aunque las fronteras de la ciudadanía pueden expandirse hasta incorporar parcialmente algunas demandas de aquellos/as disidentes sexuales que conforman parejas estables, la definición no es tan flexible como para acomodar en su seno a aquellos/ as que cuestionan tanto la binariedad de las identidades genéricas como la localización de la sexualidad en el ámbito privado. La respuesta en este caso ha sido la restricción del acceso al espacio público de los colectivos cuyos integrantes no cumplen con las normas de respetabilidad, debido a su identidad de género y a sus estrategias de supervivencia. La opción de elaborar políticas públicas para ofrecer fuentes de ingreso e integración social alternativas al ejercicio de la prostitución parece no tener lugar en el modelo de ciudadanía promovida desde el Estado local24. Una de las consecuencias más perniciosas de este desenlace es que los grupos expulsados del espacio público permanecen invisibles para el Estado y para los/as ciudadanos/as que cumplen con las normas de respetabilidad. Esta situación contribuye a la ficción de que los sujetos que confrontan las normas de respetabilidad no tienen derechos ni necesidades.
Se ha argumentado que la noción de ciudadanía conlleva algunas limitaciones. En párrafos anteriores nos hemos ocupado de señalar que la ciudadanía occidental se ha fundado en la división entre espacio público y espacio privado, lo que constituye un mecanismo de reproducción de la subordinación de sujetos en función de la identidad de género y la orientación sexual. Esta definición dominante presenta un ideal de ciudadano/a que incorpora las características de los grupos privilegiados, suponiendo que todos/ as deberían ajustarse a ellas: el modelo de ciudadanía se basa en la figura del hombre, propietario, heterosexual, sin discapacidades, cristiano y adulto. Igualmente los derechos que implica esta manera de entender la ciudadanía se han pensado como una protección del bienestar para ese tipo de personas.
Aunque el concepto de ciudadanía ha sido fuertemente desafiado en las últimas décadas, consideramos que el debate por su redefinición continúa siendo productivo fundamentalmente por dos cuestiones. En primer lugar, el discurso de los derechos y deberes de la ciudadanía resulta un lenguaje a disposición de diversos colectivos oprimidos para plantear demandas inteligibles al Estado y a otros actores políticos. En segundo lugar, la idea de ciudadanía “sirve como un dispositivo útil para pensar acerca de formas de acción política e identidad política” (Bell y Binnie, 2000: 9). Con el fin de desmontar relaciones de subordinación basadas en la sexualidad, es necesaria una reformulación de la ciudadanía que desarticule tanto el androcentrismo como la heteronormatividad del concepto e incorpore una pluralidad creciente de voces sin ordenarlas jerárquicamente: “transversalidad que no señala un único lugar desde donde pararse y hablar, sino una multiplicidad de niveles de enunciación que desafía nuestra imaginación política” (Berkins, 2004: 24). Este es el reto para quienes luchan contra todas las formas de opresión.
1 En adelante, para aludir a estos colectivos se utilizará la sigla GLTTTBI.
2 Se llama movimientos sociosexuales a aquellos que intervienen en política con el fin de cuestionar la adscripción de la sexualidad y la identidad de género al ámbito de lo natural y lo privado. De esta manera, sus demandas se vinculan con el reconocimiento por parte del Estado y de la sociedad civil de las distintas posibilidades históricas y consecuencias simbólicas y materiales referentes a la construcción de identidades de género, prácticas sexuales y corporalidades. La utilización de este término incluye a colectivos que se posicionan como disidentes sexuales, en tanto denuncian y confrontan la heteronormatividad. Ésta es entendida como la institucionalización de la heterosexualidad como categoría universal, coherente, natural, fija y estable y como patrón de prácticas y relaciones sexuales, estructuras familiares e identidades (Ver Susana Rostagnol, 2004).
3 La palabra ‘individuo’ es marcadamente androcéntrica, a pesar de ello será utilizada repetidas veces en este trabajo debido a su utilidad conceptual.
4 La noción de ciudadanía sexual alude principalmente a tres áreas en las que los derechos de ciudadanía sexual –en tanto opuesta a la ciudadanía heterosexual social y políticamente dominante– deberían ser reclamados: derechos a varias formas de prácticas sexuales; derechos relativos a la identidad propia y a las autodefiniciones y derechos en relación con instituciones sociales, tales como la validación pública de una variedad de relaciones sexuales (Diane Richardson, 2000: 99). Ken Plummer, por otra parte, propone tender un ‘puente potencial entre lo personal y lo político’ (Plummer, 2003: 15) a través del concepto de ciudadanía íntima. Esta propuesta se construye a partir de dos formulaciones críticas previas: la ciudadanía feminista y la ciudadanía sexual (Ibíd.: 60). Este concepto apunta a un nuevo orden de ciudadanía, capaz de dar cuenta de las relaciones personales, las emociones, el género, la sexualidad, la identidad y los conflictos morales de la vida cotidiana. De esta manera, se extenderían las responsabilidades y los derechos ciudadanos. Otras discusiones acerca de la ciudadanía sexual se encuentran en David Bell y Jon Binie (2000), David T. Evans (1993), Engin Isin y Patricia Wood (1999) y Diana Maffía (2001).
5 Se utiliza el término disidentes sexuales a fin de “comenzar a pensar acerca de la diferencia sexual no en términos de identidades naturalizadas sino como una forma de disenso, entendido no simplemente como habla, sino como una constelación de prácticas, expresiones y creencias no conformistas” (Duggan, 1998: 571).
6 Al respecto, Bacchi (1999:2) señala que las políticas públicas “constituyen interpretaciones o representaciones alternativas de asuntos políticos”. Por lo tanto, el interés por las disputas referidas a propuestas divergentes para abordar asuntos construidos como problemas sociales reside precisamente en los valores y juicios que contienen. Durante estas competencias entre grupos sociales por la imposición de interpretaciones privilegiadas acerca de cuestiones consideradas conflictivas se construyen problemas y soluciones simultáneamente. (Ver Carol Lee Bacchi, 1999: 2).
7 Algunas discusiones acerca de estas cuestiones se encuentran en Carol Lee Bacchi (1999), Lisa Duggan (1998), Kathryn Ellis and Hartley Dean (2000), Gail Lewis, Sharon Gewirtz and John Clarke (2000) e Iris Young (1990).
8 Como se ha mencionado, las demandas relacionadas con las distintas formas de disidencia sexual se han ido construyendo a través de la interacción entre diversos colectivos involucrados en una variedad de escenarios políticos. La historia de la Marcha del Orgullo local es ilustrativa al respecto. Este evento anual es organizado por un conjunto de agrupaciones de disidentes sexuales desde el año 1991. Las primeras ediciones se denominaron Marchas del Orgullo Gay-Lésbico. En los añossucesivos se fueron incorporando sujetos a la convocatoria, como resultado de las disputas de diversos colectivos por ser incluidos en este ámbito. La edición del año 2005 se llamó XIV Marcha del Orgullo GLTTBI (gay, lésbico, travesti, transexual, bisexual e intersexual) y la consigna fue “Queremos los mismos derechos”. (Ver Carlos Fígari et al., 2005: 8-9).
9 Por ejemplo, movilización alrededor de diferentes cambios en materia legislativa; participación en foros consultivos de organismos internacionales y en comisiones asesoras de instituciones gubernamentales nacionales y locales; establecimiento de relaciones con los medios de comunicación; conformación de coaliciones con otros actores políticos; marchas y manifestaciones públicas; escraches y pintadas de edificios públicos; eventos académicos y artísticos, etc.
10 Es el caso de la Ley 1004 de la Ciudad de Buenos Aires (ley de registro de las uniones conformadas libremente por dos personas con independencia de su sexo u orientación sexual) sancionada en diciembre de 2002. Disponible en < http://www.cedom.gov.ar>.
11 Ver art. 75 inc. 22 de la Constitución de la Nación Argentina, disponible en <http://www.infoleg.mecon.gov.ar/constituciones/ConstitucionNacional.htm>
12 Ver Art. 11 de la Constitución de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, disponible en <http://www.cedom.gov.ar>.
13 A fin de identificar eventos relevantes de la política sociosexual local de la última década, se ha recurrido a la realización de once entrevistas en profundidad con activistas de diversos colectivos GLTTTBI entre agosto y septiembre de 2005. Estas entrevistas forman parte del trabajo de campo de una investigación en curso.
14 Movilización alrededor de formaciones identitarias que supuestamente conllevan unidad de intereses políticos.
15 Las críticas más frecuentes a la propuesta de Marshall señalan que está excesivamente centrada en el Estado y que acentúa los aspectos formales de la ciudadanía, dejando de lado las consideraciones acerca de las posibilidades efectivas de ejercicio de los derechos disponibles para distintos grupos sociales. Además, algunos/ as teóricos/as han cuestionado esta visión evolucionista del surgimiento de los derechos, que está basada en la historia inglesa y en la experiencia de algunos de los grupos sociales que conforman esta sociedad. Desde este punto de vista, se impugna la pretensión de extender este modelo al resto del mundo. En otros países la evolución de los derechos ha sido diferente y se han obtenido, por ejemplo, derechos sociales antes que derechos políticos. Algunas críticas al esquema propuesto por Marshall se encontrarán en Will Kymlicka y Wayne Norman (1997: 5-42) y David Held (1997: 43- 71). Autoras feministas, por otra parte, han formulado objeciones importantes a algunos aspectos de la propuesta de Marshall. Las críticas feministas, que se concentran en tres grandes áreas: a) se condena el androcentrismo en el que se funda la noción de ciudadano; b) se critica la división público/privado y la asignación de titularidades diferenciales a hombres y mujeres y c) se señala el individualismo de la noción liberal de ciudadanía. Ver Elizabeth Jelin (1997), Kathleen Jones (1990: 781-812), Carole Pateman (2000 y 1992) y Ruth Lister (1997).
16 El proyecto de ley fue elaborado por la Comunidad Homosexual Argentina y fue activamente apoyado por la gran parte de las organizaciones GLTTTBI de la ciudad.
17 En el año 2002 en la Provincia de Río Negro se sancionó una ley de unión civil entre personas del mismo sexo. A fines del año 2005, la Comunidad Homosexual Argentina (CHA) presentó un proyecto de Ley de Unión Civil Nacional ante el Congreso Nacional. En este proyecto se reconocen derechos sociales y patrimoniales y se prevé la posibilidad de adopción. Hasta el momento, este asunto no ha sido tratado en el Congreso.
18 Hasta la reforma de la Constitución Nacional del año 1994 la organización institucional de la Ciudad de Buenos Aires dependía del Poder Ejecutivo Nacional. El/la Presidente ejercía funciones de gobierno y tenía facultades para designar un/a intendente que manejara los asuntos comunales en su nombre. La reforma constitucional nacional estableció el estatuto de ciudad autónoma para Buenos Aires. En el año 1996 los/as habitantes de la ciudad eligieron de manera directa al Jefe/a de Gobierno y a los/as Convencionales Constituyentes que elaboraron la Constitución local.
19 Artículos 2 F y 2 H de los Edictos Policiales vigentes en la Ciudad de Buenos Aires hasta el año 1996. Ver Pecheny (2003: 257).
20 Artículo 3 A de los Edictos Policiales vigentes en la Ciudad de Buenos Aires hasta el año 1996. Ver Jáuregui (1987: 164-165).
21 El ejercicio de la prostitución es la principal actividad remunerada de las travestis, transexuales y transgéneros que habitan la Ciudad de Buenos Aires. Esta situación da cuenta de las condiciones de extrema marginación en las que vive esta población. Según dos investigaciones sobre las condiciones de vida de las travestis, transexuales y transgéneros en la Ciudad de Buenos Aires realizadas en los años 1999 y 2005, el 80% de las encuestadas manifestó que el ejercicio de la prostitución era su principal fuente de ingresos. En ambos estudios se da cuenta de la alta incidencia del abuso policial sobre estos colectivos. Tanto en la investigación realizada en el año 1999 como en la correspondiente al 2005, el 86% de las consultadas manifestó haber vivido una situación de abuso policial alguna vez. Ver Adjuntía en Derechos Humanos de la Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires (1999) y Lohana Berkins y Josefina Fernández (en prensa).
22 Dos análisis del conflicto político desatado con motivo de la limitación de las prerrogativas policiales sobre las personas en situación de prostitución se encuentran en Flavio Rapisardi (2003) y Alejandro Modarelli (2004).
23 Un grupo de las personas detenidas en esta ocasión permaneció privada de la libertad, en calidad de procesados/as sin condena, durante catorce meses.
24 La Ciudad de Buenos Aires es la ciudad más rica del país, el presupuesto correspondiente al año 2005 es de aproximadamente US$1.935.350.042. El 64,2% de este presupuesto se destina a Servicios Sociales y Acción Social. Hasta el momento no se han previsto políticas destinadas a promover los derechos de la población en situación de prostitución de la ciudad. Los datos correspondientes al presupuesto local se encuentran disponibles en <http://www.buenosaires.gov.ar/areas/hacienda/proyecto_presupuesto2005/menu_id=9230>
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Eleonor Faur**
* Este artículo es una ajustada síntesis del trabajo presentado en la reunión “Cohesión social, políticas conciliatorias y presupuesto público: una mirada desde el género”, desarrollada en la ciudad de México en octubre de 2005 y organizada por UNFPA y GTZ. La versión completa será publicada próximamente por las agencias organizadoras de dicha reunión.
** Socióloga, Especialista en Género y Derechos Humanos. Investigadora del Instituto de Altos Estudios Sociales, de la Universidad Nacional de General San Martín (IDAESUNSAM) - Argentina. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
El artículo analiza la estructuración de la conciliación familia-trabajo en las legislaciones laborales y en las subjetividades masculinas en América Latina. La pregunta central acerca de cómo conciliar responsabilidades de producción y reproducción se considera en dos niveles: por una parte, ¿con qué dispositivos institucionales se cuenta para facilitar la conciliación de estas responsabilidades? Y por otra, ¿quién es el sujeto de la conciliación en dichas instituciones y en las representaciones de los hombres contemporáneos?
Palabras clave: conciliación familia-trabajo, masculinidades, legislación laboral, género.
Este artigo analisa a estruturação da conciliação das relações familia-trabalho nas leis trabalhistas e nas subjetividades masculinas na América Latina. A pergunta chave de como conciliar as responsabilidades na produção e na reprodução sera considerada em duas dimensões: por uma parte ¿com que dispositivos institucionais é posivel contar para facilitar a conciliação destas responsabilidades? e, por otra, ¿quem é o sujeito de dita conciliação nas referidas institucões e nas representações dos homens contemporáneos?
Palabras-chaves: conciliação familia-trabalho masculinidades, leis trabalhistas, gênero
This paper analyses the structuring of family-work reconciliation strategies in labour laws and policies and masculine subjectivities in Latin America. Thus, it proposes a two-sided approach to consider the reconciliation of productive and reproductive responsibilities. It reviews which are the institutional mechanisms available for that purpose and on the other hand, it attempts to identify who is the subject of reconciliation among those institutions and in the social representations of contemporary men.
Key words: family-work reconciliation, masculinities, labour laws, gender.
Uno de los pilares que ha marcado la construcción social de las identidades masculinas y femeninas en las sociedades modernas ha sido la prevalencia de una matriz de división sexual del trabajo que asigna al hombre adulto la responsabilidad de la provisión de ingresos familiares y a las mujeres las obligaciones de reproducción del mundo doméstico, incluyendo el cuidado y la crianza de hijos e hijas. En las últimas décadas, este modelo ha resultado alterado por los cambios en las estructuras y dinámicas familiares, el aumento de la participación femenina en el mercado de trabajo remunerado, la flexibilización de las condiciones de trabajo, el avance educativo de las mujeres, por transformaciones en la orientación de la política social y por cambios demográficos, jurídicos y culturales. Múltiples factores han incidido sobre estas transformaciones, provocando a la vez, la redefinición de las pautas de provisión económica en los hogares y la desnaturalización de cierta estructuración de las relaciones sociales de género.
En América Latina, la tasa de “actividad doméstica” de las mujeres cónyuges, entendida como el porcentaje de la población femenina cuya ocupación principal son los quehaceres domésticos, ha descendido casi un 10% en menos de diez años, pasando del 53% en 1994 al 44,3% en el año 2002 (Cepal, 2004a). Por otra parte, el porcentaje de hogares con jefatura femenina ha aumentado en casi todos los países de la región y en los distintos estratos sociales, engrosando la proporción de familias en las que las mujeres son las únicas perceptoras de ingresos (Cepal, 2004b). Esta transformación coloca un viejo problema de la agenda feminista en la actual contienda del debate público: ¿cómo conciliar las responsabilidades de la vida familiar con aquellas propias de la esfera del trabajo remunerado?1 Mientras buena parte de la política social europea ha asumido éste como un problema de política pública específica (Ellingsaeter, 1999; Crompton, 1999), América Latina se encuentra apenas iniciando estos debates, centrándose, casi siempre, en el ámbito de las políticas orientadas a las mujeres.
Pensar la conciliación entre trabajo productivo y reproductivo cobra sesgos particulares en Latinoamérica. En primer lugar, porque el incremento de la participación femenina en el trabajo remunerado se produjo en el marco de profundas transformaciones económicas e institucionales, impulsadas por políticas de corte neoliberal, que restringieron los sistemas de protección social y expandieron la flexibilización laboral, aumentando los niveles de informalidad y precariedad en el trabajo, la desigualdad social y económica y la persistencia de altos niveles de pobreza en la región (Cepal, 2004b). Esto ha incidido, entre otras cosas, en que sólo el 50% de las mujeres trabajadoras de la región participen en el sector formal de la economía (Valenzuela, 2004), y asocien su participación económica con derechos que facilitan la conciliación entre las responsabilidades laborales y las familiares.
En segundo lugar, porque en América Latina, “cuna del machismo” (Valdés y Olavarría, 1997), persisten en buena medida las representaciones sociales tradicionales respecto de las responsabilidades diferenciales de hombres y mujeres en relación con el trabajo doméstico y la crianza de hijos e hijas. Y esto no sólo filtra los contratos familiares de distribución del trabajo de cuidado y crianza, sino también las políticas públicas orientadas al mundo del trabajo y de las familias. Al respecto, varios autores han señalado que existe una estrecha relación entre la orientación de las políticas estatales, en especial acerca del papel del mercado y las responsabilidades asignadas a las familias, y la configuración de identidades de género (Creighton, 1999; Esping-Andersen, 1996 y 2002; Folbre, 1994; y Sainsbury, 1999). Desde esta perspectiva, resulta relevante observar tanto el modo en que las instituciones sociales promueven la estructuración o el sostenimiento de una determinada matriz de responsabilidades de provisión y de cuidado según el sexo, como las representaciones que los sujetos construyen acerca de dicha estructuración. Este artículo sostiene que en América Latina, tanto en las instituciones que regulan la conciliación entre familia y trabajo como en las representaciones sociales, el sujeto de la conciliación no es un sujeto neutro, sino un sujeto “femenino“. Analiza de manera crítica el modo en que el andamiaje institucional se arraiga una y otra vez en las mujeres, convirtiéndolas en el sujeto prioritario de responsabilidades y derechos relativos a la conciliación, y con ello, alienta prácticas que obstaculizan la demanda de trabajo femenino en el mercado formal. Revisa también las representaciones presentes en hombres colombianos y argentinos respecto de las responsabilidades femeninas y masculinas en los ámbitos productivo y reproductivo. Finalmente, señala que mientras las políticas tendientes a la conciliación de responsabilidades familiares y laborales se enfoquen de forma prioritaria en las mujeres, difícilmente permitirán un avance sustantivo en la transformación de las desigualdades de género. Por ello, propone la formulación de políticas públicas que vinculen más activamente a los hombres en el contínuum productivo-reproductivo, apuntando a la construcción de un nuevo “contrato sexual”.
La regulación del trabajo remunerado operó como el primer intento de conciliación entre las responsabilidades familiares y la inserción de las mujeres en el mundo del trabajo. Esta regulación fue harto específica en términos de género, distribuyendo derechos y responsabilidades en forma diferenciada para hombres y mujeres. Uno de los primeros convenios de la OIT (Convenio No. 3, de 1919) estableció normas referidas a la protección del trabajo de las embarazadas y las licencias por maternidad. Este, que constituyó un importante adelanto en cuanto a derechos sociales, indicó también un modo particular de protección de derechos laborales en el caso de las mujeres: el reconocimiento de su trabajo se relacionó directamente con su capacidad reproductiva y con la protección de dicha capacidad. La posterior ampliación de estos derechos en América Latina, no siempre ha llegado a cuestionar el sujeto portador de los mismos, dejando, en buena medida, la responsabilidad de la función de reproducción social en manos de las mujeres3. Las legislaciones laborales acompañaron esta noción fundacional sobre el trabajo de las mujeres, centrando sus orientaciones en la regulación de dispositivos que permitieran articular el trabajo con el cuidado infantil, o bien en la “protección” contra el trabajo nocturno. Mientras tanto, otras perspectivas ligadas a la conciliación familia-trabajo, como el reconocimiento de un conjunto más vasto de responsabilidades vinculadas a la esfera de la reproducción, quedaron casi del todo apartadas de estas regulaciones.
Como señala Ellingsaeter (1999: 41), las políticas públicas tendientes a la armonización entre familia y trabajo suelen ofrecer tres clases de dispositivos: “tiempo para cuidar, dinero para cuidar y servicios de cuidado infantil”. Al analizar la legislación laboral latinoamericana, se observa que ninguno de estos dispositivos se distribuye en el conjunto de trabajadores/as de forma igualitaria, y las principales diferencias encontradas se sustentan en la pertenencia a un sexo o en el tipo de trabajo realizado por las mujeres, filtrado fuertemente por su inscripción socio-económica. Desde este supuesto, los hombres suelen recibir “asignaciones familiares”, en términos de transferencias monetarias para trabajadores con familia – legalmente constituida–, dando por sentado que a ellos les compete el papel de proveedores económicos del hogar. Mientras tanto, las mujeres trabajadoras son las destinatarias de otro tipo de derechos, relacionados con: a) la protección del empleo durante el embarazo y el puerperio, b) las licencias por maternidad y c) la disponibilidad de servicios destinados al cuidado de hijos e hijas en sus lugares de trabajo4. De este modo, la legislación laboral es un reflejo de las relaciones sociales imperantes, pero también una forma de reproducir los patrones culturales de distribución de recursos y responsabilidades de cuidado entre hombres y mujeres.
En los seis países analizados (Argentina, Chile, Costa Rica, Ecuador, El Salvador y Uruguay), se presentan similitudes y diferencias en el modo en que la legislación laboral protege estos derechos. La totalidad de estos países presenta disposiciones relativas al despido sin causa justa de mujeres embarazadas y a las licencias por maternidad. No obstante, sólo algunas aluden a la obligación de otorgar servicios para el cuidado de niños en los lugares de trabajo. Finalmente, en todos los casos, la alusión a las responsabilidades de cuidado familiar se concentra casi exclusivamente en las mujeres.
Durante el período de gestación hay dos figuras presentes en los marcos jurídicos analizados. Una se relaciona con proteger el empleo de las embarazadas, e impedir su despido sin causa justa. Otra, que no se encuentra en todas las legislaciones revisadas, prohíbe la realización de trabajos que puedan poner en riesgo la salud de la mujer o del bebé en gestación.
Ahora bien, una excepción importante a estas normas protectoras se encuentra en la regulación sobre el servicio doméstico –una de las ramas de actividad principal de las mujeres pobres en América Latina–. Así, existen legislaciones como la del Ecuador, que hacen explícita la excepción del fuero maternal para las trabajadoras del servicio doméstico5; o la de Argentina, que tiene un estatuto especial para la reglamentación del servicio doméstico, en la que no se considera dicho fuero6. Otras, como la de El Salvador, señalan que para las trabajadoras del servicio doméstico el contrato puede realizarse en forma verbal, dejando así abierta la discrecionalidad del empleador/a en la definición de las reglas que regirán la relación laboral7. Estas consideraciones violan abiertamente los principios de igualdad y no discriminación que las constituciones de los países analizados reconocen en sus textos.
Resulta grave observar que el tratamiento diferencial de la reglamentación del fuero maternal se concentra precisamente en las mujeres más desprotegidas de la escala social y, por ende, en quienes necesitan mayores dispositivos de igualación de oportunidades. Esta discriminación da cuenta del modo en que se articulan la inscripción de clase y la de género, a través de instituciones que no siempre coadyuvan a paliar desventajas, sino que muchas veces no hacen más que reforzarlas.
Las licencias por maternidad y paternidad parten de reconocer que luego de un nacimiento o adopción se requiere de un tiempo dedicado a la atención del bebé, la recuperación física de la madre y el establecimiento de la relación paterno/materno-filial. El cuidado de los/as niños/as requiere tiempo, y las licencias procuran garantizar tanto el empleo como los ingresos de quienes trabajan durante este tiempo.
En los seis países analizados, la legislación establece licencias por maternidad, con algunas variaciones en cuanto a su duración, las cuales se extienden entre alrededor de doce semanas, en Argentina, Ecuador, El Salvador y Uruguay; dieciocho semanas en Costa Rica; y cuatro meses en Chile. En cambio, las licencias por paternidad encuentran expresiones mínimas o nulas en estas legislaciones. Así, Costa Rica, Ecuador y El Salvador carecen por completo de licencias para padres por nacimiento de hijos/as; Argentina cuenta con una licencia de dos días de duración; Chile reconoció recientemente un permiso de cinco días para el padre; y Uruguay dispone de licencias de tres días para los empleados del sector público, las cuales sólo se otorgan bajo el requerimiento del trabajador.
La normativa chilena ofrece una protección adicional para padres y madres de hijos/as “que requiera de atención en el hogar por motivo de enfermedad grave“8; situación en la cual, las licencias pueden tomarse por la madre o por el padre (a elección de la primera) y cubrir hasta el primer año de vida del niño/a, y hasta diez días por año en caso de enfermedad grave de hijos/as menores de dieciocho años. Otra particularidad de esta legislación, expresa que en caso de fallecimiento de la madre, tanto la licencia como la protección contra el despido se traslada al padre, beneficio que da cuenta de algunos esfuerzos – aún incipientes– en el sentido de democratizar las responsabilidades familiares entre hombres y mujeres, ampliando algunos derechos a los hombres (aun cuando esto todavía dependa de la voluntad o de la ausencia de las mujeres).
En términos generales, no obstante, en los países analizados la perspectiva que predomina en las licencias parentales se vincula con la protección de la “maternidad biológica”, vale decir, con la protección de los períodos de gestación, parto y lactancia, cuyo sujeto prioritario es la mujer-madre (Ellingsaeter, 1999). Por el momento, resultan escasas las normas relativas al cuidado de niños/as de edades más avanzadas, e insuficientes aquellas que promueven la vinculación de los padres en este tipo de tareas (Pautassi, Faur, Gherardi, 2004)9.
Ahora bien, la amplia participación de las mujeres en el sector informal y la falta de continuidad en el tiempo de las licencias para trabajadoras/es en el sector formal, exige que muchas familias busquen estrategias de índole privado para lograr permanecer en el mercado de trabajo. En América Latina resulta paradójico que la salida laboral de las mujeres de clases medias se apoye frecuentemente en la contratación de empleadas domésticas, y así, la matriz societal de responsabilidades traslada el cuidado infantil de unas mujeres hacia otras, que se encuentran especialmente en desventaja, con el agravante de que en varios países de la región la propia legislación laboral permite que el servicio doméstico quede por fuera de las garantías del contrato de trabajo.
El análisis de la reglamentación sobre guarderías y servicios para el cuidado infantil también da cuenta de significativas variaciones entre los seis países analizados. En tres de estos, la normativa compromete a los empleadores a disponer de salas de cuidado infantil en función del número de empleadas mujeres que ocupe (la cifra oscila entre 20 mujeres –en el caso de Chile– y 50 mujeres –en el caso de Argentina–). En Ecuador este servicio depende de la vinculación de 50 trabajadores, con independencia de su sexo. Por contraste, las legislaciones laborales de El Salvador y Uruguay no reglamentan servicios de cuidado para los hijos e hijas de los/as trabajadores/as amparados/as por la ley (aunque El Salvador ha implementado programas focalizados en esta dirección). Por su parte, en Costa Rica se sancionó la ley 7380, que abre la posibilidad de que los servicios de cuidado infantil tengan un carácter universal y no estén supeditados a las personas empleadas en el sector formal.
En general, la reglamentación de guarderías resulta discriminatoria desde varios puntos de vista: 1) presupone que será la trabajadora madre quien concurrirá al lugar de trabajo con su hijo/a, y se descarta un derecho equivalente para el trabajador hombre; 2) estimula al empleador para no contratar más que el número de trabajadoras inmediatamente anterior al regulado por la ley, para esquivar la carga extra que supone hacer frente a una sala de cuidado infantil, y 3) resulta un mecanismo restrictivo en el contexto latinoamericano, donde la proporción de mujeres trabajadoras en el sector formal es apenas del 50% para un promedio de catorce países de América Latina (Valenzuela, 2004), siendo aún menor la que se desempeña en empresas u organizaciones con el número de empleados requeridos para el acceso a este derecho. Esta situación resulta indicativa de las dificultades que muchas familias enfrentan para la obtención de servicios de cuidado infantil, en especial aquellas pertenecientes a sectores populares.
En síntesis, se observa que el derecho a disponer de servicios de cuidado infantil y contar con recursos estatales para favorecer las acciones de crianza, reconocido en los marcos jurídicos internacionales10, se topa con una serie de mediaciones en las regulaciones nacionales que dificulta a las familias el acceso a dichos servicios.
El análisis propuesto permite destacar que los escasos dispositivos presentes en la legislación laboral latinoamericana para promover políticas de conciliación entre la vida familiar y laboral, no sólo se concentran en las mujeres que se ocupan en el sector formal, sino que además adscriben a nociones de masculinidad prácticamente desvinculadas del cuidado de los miembros de la familia. Esto se observa al encontrar que en las legislaciones analizadas la participación del padre en el cuidado de sus hijos/as no se encuentra suficientemente reconocida ni estimulada por los dispositivos existentes para conciliar las responsabilidades familiares y laborales en cánones comparables con los de la madre, ni siquiera en aquellos derechos plausibles de ser equiparados, como las licencias y la disponibilidad de guarderías en el lugar de trabajo. De tal modo, no sólo se restringen los derechos que facilitan significativamente la conciliación de responsabilidades productivas y reproductivas para ambos trabajadores, sino que además se favorece la escogencia de trabajadores hombres por parte de los empleadores, por los menores costos que hipotéticamente supondría su contratación.
La legislación laboral analizada muestra así un importante anclaje en un modelo de responsabilidades diferenciales para hombres y mujeres, en el que el hombre se consolida como proveedor de recursos económicos y la mujer como responsable del cuidado familiar. De esta forma, se distribuyen los derechos y beneficios de manera desigual tanto desde una perspectiva de género, como de clase social. En consecuencia, se puede decir que el conjunto de disposiciones y representaciones sociales que exhiben las legislaciones, implica que el derecho constituye una práctica discursiva y social y no sólo un sistema de normas y regulaciones (Birgin, 2003). Discursos y prácticas que además, contribuyen de manera significativa a la creación o a la reproducción de ciertos rasgos subjetivos en las identidades de género, tanto de mujeres como de hombres.
Un cambio profundo de enfoque supondría tanto la estructuración de nuevos consensos societales, como la creación de incentivos institucionales para universalizar efectivamente la protección de derechos vinculados con el trabajo y la vida familiar en igualdad de condiciones para hombres y mujeres. Así, la garantía de estos derechos supondrá en algunos casos la dotación de servicios públicos de cuidado infantil gratuitos y de calidad, y en otros, la ampliación de derechos administrativos, que considere la transferencia de recursos monetarios al conjunto de trabajadores/as, para garantizar el tiempo necesario destinado al cuidado de sus hijos/as y, ojalá, de otros miembros de sus familias. Mientras el acceso a estos derechos se encuentre estratificado en términos de vinculación o no al mercado de trabajo formal, y segmentado en términos de género, los dispositivos de conciliación entre familia y trabajo seguirán configurando relaciones e identidades de género atravesadas por pautas jerárquicas, no sólo entre hombres y mujeres, sino también, entre mujeres de distintas inscripciones sociales.
Las posibilidades efectivas que tienen los hombres y las mujeres de conciliar los ámbitos familiar y laboral no dependen exclusivamente de los dispositivos institucionales con los que cuentan. En buena medida, resultan también de las representaciones sociales acerca de la distribución de responsabilidades y de las negociaciones que se establecen entre los sujetos involucrados. Negociaciones que se producen entre personas con desiguales grados de autonomía y autoridad en el ámbito de sus familias (Jelin, 1998; Di Marco, 2005). Este hecho hace relevante el análisis de representaciones sociales a la hora de definir e implementar políticas públicas, si se pretende que éstas impulsen formas de conciliación entre mujeres y hombres, dirigidas a su participación paritaria en las esferas productiva y reproductiva. Por tanto, a continuación analizo las representaciones de distintos hombres sobre su propia posición y la de las mujeres en la esfera laboral y en la vida familiar, a partir de los resultados de dos investigaciones realizadas en contextos diferentes12. Es importante aclarar que los señalamientos que realizo no deben ser tomados como prueba empírica de mis hipótesis, sino como casos exploratorios que permiten identificar algunas de las representaciones vigentes en las subjetividades masculinas contemporáneas.
Si la legislación laboral se sustentó en la figura del trabajador masculino, de tiempo completo y con familia “a su cargo”, esta estructura institucional se corresponde también con la forma en que los hombres se ven a sí mismos en su papel como proveedores, más que como cuidadores. La imagen de responsabilidades diferenciales para las mujeres en el ámbito familiar, permea los discursos de muchos hombres adultos, quienes en sus reflexiones dejan entrever un particular énfasis en la división entre la esfera productiva y la reproductiva, como uno de los ejes de su construcción identitaria.
El modelo de sociedades basadas en hombres proveedores y mujeres amas de casa, se encuentra presente en las imágenes –por momentos nostálgicas– de muchos hombres contemporáneos. En este esquema, el trabajo remunerado representa para ellos una responsabilidad insoslayable, que no se ve afectada –a diferencia del caso de las mujeres– por las transformaciones del ciclo vital personal ni familiar, ni por la condición socio- económica de sus hogares. A su vez, el papel de proveedor de recursos económicos los exime de buena parte de las actividades ligadas con la crianza de hijos/as y de las responsabilidades domésticas. Además, asumirse como sostén del hogar no sólo define los parámetros de su aporte económico, sino que también cumple una doble función simbólica: por una parte, los afirma individual y socialmente en su masculinidad, por la otra, les otorga ciertos privilegios frente a otros miembros del hogar (Faur, 2004). Trabajar forma parte del papel que como hombres les toca ocupar en sus familias y en la sociedad, el cual se desempeña sin conflicto ni necesidad de conciliación con responsabilidades de cuidado familiar, no sólo en la legislación analizada, sino también en las representaciones colectivas.
En esta dirección, Ariza y de Oliveira (2003) han observado igualmente que, en América Latina, aunque se han ido legitimando diferentes modelos familiares, continúan primando las concepciones más tradicionales en relación con la valoración del papel masculino como proveedor económico, y su vinculación con atributos de protección, de autoridad legítima y de soporte moral de las familias. Estos hallazgos coinciden también con buena parte de los estudios sobre masculinidades e identidades de género desarrolladas en la región, entre ellos los de Viveros (2001) para Colombia, Olavarría (2001) para Chile y Fuller (2001) para Perú.
En las representaciones masculinas aparece una creciente aceptación del trabajo femenino –bastante impensable décadas atrás–13 con matices y variaciones, pero, al igual que en la legislación laboral, la mención del trabajo femenino que efectúan los hombres suele asociarse unívocamente con la evaluación del papel de las mujeres como cuidadoras de las familias –particularmente cuando se trata del trabajo de sus parejas–. Algunos hombres, aunque pocos, se refieren al trabajo femenino con naturalidad, o lo asumen como un “derecho propio” de ellas, pero la mayoría de nuestros entrevistados se preguntan si es bueno o no que las mujeres trabajen, aun a la luz de la extensión de esta práctica. De tal modo, al referirse al trabajo productivo de las mujeres, una y otra vez, surge la referencia a sus actividades reproductivas como parte de una imagen amalgamada e indivisible. No obstante, casi no se presenta esta percepción cuando los hombres se refieren a su propio trabajo, no sólo mucho más naturalizado, sino también representado como un espacio independiente de los requerimientos de tiempo que demandan los hijos/as y la vida familiar.
Si bien la referencia al trabajo de las mujeres surge casi siempre asociada con sus responsabilidades domésticas, las posiciones de distintos hombres frente a éstas muestran algunas diferencias significativas, por lo que no puede hablarse de un único discurso hegemónico ni de la “subjetividad masculina” como un concepto homogéneo, que permita ser tratado de modo singular. Se pueden esbozar al menos tres posiciones en las representaciones de los entrevistados. Las mismas se asocian, por un lado, con sus niveles sociales y educativos, pero también con la disponibilidad objetiva que sus familias encuentran para utilizar mecanismos públicos o privados de conciliación entre demandas productivas y reproductivas. Las posiciones identificadas son: 1) aceptación del trabajo y de la conciliación por parte de las mujeres; 2) aceptación “pragmática” del trabajo femenino –incomodidad frente a la conciliación–, y 3) oposición al trabajo de las mujeres –percepción de familia y trabajo como esferas irreconciliables–.
Hay un grupo de hombres –en especial aquellos que cuentan con mejores credenciales educativas– que aceptan la inserción femenina en el mundo del trabajo remunerado. Esta aceptación se sustenta en la valoración de una fuente adicional de ingresos para el hogar, o en la defensa del derecho de las mujeres a trabajar, en especial cuando el trabajo de ellas antecede al contrato conyugal. Lo interesante en este grupo es que aparece igualmente naturalizado el hecho de que sea ella quien ajuste sus horarios y condiciones de trabajo para el cuidado de los hijos/as y la familia. Así, surge una y otra vez la referencia a la responsabilidad doméstica de las mujeres en su formato ahistórico y esencializado, en donde el ingreso de las mujeres en el trabajo remunerado requiere ser equilibrado con “sus” responsabilidades domésticas.
Al igual que en la legislación laboral, pareciera que en las representaciones de este grupo de hombres resulta más sencillo considerar la igualdad como un principio aplicable, o deseable, en el ámbito estrictamente laboral, que desarrollar una mirada integral del mundo público y el privado como esferas que requieren de una reestructuración de responsabilidades para la efectiva conquista de la igualdad14.
Otros hombres evidencian posiciones más conflictivas frente al trabajo de las mujeres que las citadas en el ítem anterior. Sus relatos reflejan la tensión que surge cuando no se logra equilibrar dos mandatos de peso en sus representaciones:
1) el modelo tradicional de división sexual del trabajo y 2) la necesidad de que los recursos aportados sean suficientes para el mantenimiento de la familia. Así, emergen discursos en los que ciertos hombres sostienen que preferirían que la mujer no trabaje –para que pueda dedicarse plenamente a las actividades del hogar– pero lo aceptan –porque la situación económica hace necesario contar con un ingreso adicional–. En estos casos, se percibe un importante costo subjetivo para los hombres, que perciben cierto déficit de autoridad por no lograr aportar los recursos necesarios para el desenvolvimiento del hogar. La tensión entre imaginarios de provisión y de división sexual del trabajo en cánones tradicionales, en ocasiones se resuelve visualizando al trabajo femenino como un “aportemomentáneo” que podría ser modificado, en caso que el contexto permitiera rearmar el modelo de provisión tradicional, centrado en la figura masculina.
El extremo de la incomodidad frente al trabajo de las mujeres, se percibe entre aquellos hombres que se oponen explícitamente a la incorporación de mujeres en la esfera laboral, al no avizorar posibilidades de “conciliación” entre el trabajo remunerado de las mujeres y sus responsabilidades familiares. Este tipo de discurso se encuentra sobre todo en algunos de los hombres pertenecientes a los sectores más desaventajados socialmente, quienes, por otra parte, son los que cuentan con menor cantidad de dispositivos de conciliación. En efecto, las mujeres de sectores populares suelen emplearse en el sector informal de la economía, con mayor frecuencia en el servicio doméstico y rara vez disponen de los beneficios vinculados con la seguridad social. Por otro lado, los ingresos de estos hogares suelen ser insuficientes para contratar servicios de cuidado infantil en el mercado y son escasos los países que en Latinoamérica disponen de servicios estatales que ofrezcan esta posibilidad como parte de las políticas públicas de corte universal (Martínez y Camacho, 2005).
Asimismo, las representaciones masculinas que surgen en esta dirección, parten del sostenimiento simbólico de un modelo dicotómico, en el cual si las mujeres trabajan, es a los hombres a quienes les correspondería de forma exclusiva la atención de los hijos y de lacasa. El trabajo de ellas pondría en duda tanto el lugar del hombre como proveedor, como el bienestar de sus hijos/as, quienes, en el imaginario de estos hombres, dejarían de contar con su madre. Con este telón de fondo, su propia imagen se percibe “feminizada”, lo que no resulta nada atractivo en tanto interpela uno de los pilares centrales de la construcción social e individual de la virilidad, y con ello, su jerarquización diferencial. La ecuación se cierra entonces oponiéndose al trabajo de las mujeres.
En síntesis, si para las mujeres la salida laboral ha traído aparejada la necesidad de compatibilizar sus responsabilidades en las esferas productiva y reproductiva, y las instituciones sociales han dado cuenta de este requerimiento a través, por ejemplo, de la legislación laboral, ¿qué sucedió en las representaciones masculinas frente a su propia participación en la esfera doméstica? ¿La estructuración de nuevas formas de provisión, compartida en buena medida con las mujeres, interpeló de algún modo su lugar en este espacio?
En general, las investigaciones que han analizado las transformaciones en la división sexual del trabajo en el interior de los hogares, han mostrado que las imágenes acerca de quiénes deben realizar el trabajo no remunerado han cambiado más aceleradamente que las prácticas efectivas. Y a su vez, que las creencias acerca de los papeles apropiados para hombres y mujeres en el mundo del trabajo se han modificado en mayor medida que las imágenes relacionadas con la esfera doméstica (Coltrane, 2000; Wainerman, 2003b). Es decir, en todos los casos, aun cuando se flexibilizan los consensos sociales acerca de la participación económica femenina, el hecho de verlas como las responsables de las tareas del hogar y la crianza parece ser el núcleo duro de la transformación de relaciones sociales de género.
De tal modo, y si partimos de que la noción de conciliar supone la existencia previa de una tensión o colisión “entre partes desavenidas“15, se comprende el hecho que, en las representaciones que exhiben los hombres al pensarse a sí mismos, no exista ningún antagonismo entre familia y trabajo que requiera ser conciliado. Particularmente, porque no suele percibirse como responsabilidad propia (ni compartida en términos paritarios) el trabajo que debe realizarse en el interior de los hogares. Antes bien, cuando los hombres participan en la esfera doméstica, continúa presente la idea de estar “colaborando” con sus mujeres, bien sea para cubrir las necesidades propias de la domesticidad en los momentos en que “ella no está”, o bien cuando ellos mismos “tienen tiempo”. Aunque en efecto se presenta un leve incremento en la carga de tiempo que dedican los hombres a las tareas paternales y domésticas, también resulta evidente que esta dedicación sigue siendo muy inferior a la de las mujeres (Araya, 2003; Aguirre, Sainz y Carrasco, 2005).
Ahora bien, una importante alteración de estas imágenes se produce cuando el hombre se encuentra desocupado y es la mujer quien mantiene el hogar. En este caso la participación en las tareas de crianza y las actividades domésticas termina representándose casi como un deber. Aunque vuelve a aparecer con relieve la lógica que indicaría que se está desarrollando un papel ajeno a su inscripción de género, esto se justifica por el hecho de estar él mismo desocupado, indicando indirectamente que si se reestructurase el sistema de provisión, también podrá reestructurarse el de la reproducción.
El contexto de desocupación inscribe un giro peculiar en las representaciones de algunos hombres acerca del cuidado de los hijos/as y el desarrollo de actividades domésticas. De alguna manera, no da cuenta de una conciliación de responsabilidades, pues precisamente lo que se ha alterado ha sido la dimensión de productividad masculina, sino de un posible reemplazo de las mujeres en la realización de actividades que quedaron vacantes, con su salida al mercado de trabajo. El modelo dicotómico –uno/a trabaja, otro/a realiza las actividades domésticas y de cuidado– sigue estando presente en el imaginario de muchos de estos hombres, pero permite cierta mutación en la asignación de responsabilidades, en la medida en que ellos no estén aportando ingresos monetarios.
Los argumentos presentados evidencian que el “contínuum productivo- reproductivo” aparece como un supuesto de las políticas públicas y de las representaciones sociales examinadas, al centrar la mirada casi solo en la vida de las mujeres, mientras se desdibuja mucho más en el caso de los hombres. La contra-cara de esto es que las imágenes sobre los hombres como sujetos con responsabilidades de “provisión” pero no de “cuidado familiar” atraviesan tanto la regulación del trabajo como las subjetividades contemporáneas.
Vale decir: si las partes desavenidas en el litigio que busca generar modos de conciliación son las familias y el trabajo, el sujeto de dicha conciliación sigue siendo un sujeto femenino. No aparece tal “desavenencia” en el caso de los hombres, lo que se explica en parte, por el vasto entramado de instituciones y representaciones colectivas que facilitan para ellos una posición en el sistema de relaciones sociales de género que carga con un mandato escueto en relación con el cuidado de los miembros de sus familias. Mandato escasamente alterado pese a las agudas transformaciones en el esquema de provisión de recursos para el hogar.
Así definida –por convicción o por omisión– la conciliación entre familia y trabajo se topará con dificultades excesivas para las mujeres trabajadoras quienes, como indican las encuestas de uso del tiempo, desarrollan ahora una mayor carga total de trabajo que los hombres (al considerar el trabajo productivo y el reproductivo). Esta situación ubica a las mujeres frente a un alto grado de exigencia en cada uno de estos ámbitos y, a la vez, frente a la necesidad de lidiar con el equilibrio entre ambos, frecuentemente renunciando a ampliar sus perspectivas de participación en el mercado laboral o en la vida política, la calidad de las comidas o el cuidado de la casa, y reduciendo su espacio personal para el descanso o la recreación.
Desde esta perspectiva, resulta evidente que para lograr una efectiva conciliación entre familia y trabajo, y que sus efectos colaterales no continúen perpetuando los privilegios masculinos ni la sobrecarga femenina, se requiere de un nuevo “contrato sexual” que incluya, pero a la vez supere, la definición de políticas laborales y de conciliación propiamente dicha, para el cual se requiere también revisar las políticas culturales, educativas y comunicacionales. Este tipo de contrato debería incorporar a los hombres no sólo como parte del problema, sino en especial como parte co-responsable en la búsqueda de un nuevo equilibrio.
La vinculación en el plano cultural e institucional de las nociones de virilidad y de cuidado parece un tema impostergable para el logro de la igualdad de género en las estrategias de conciliación de los ámbitos productivo y reproductivo. El modo en el que los sujetos representan sus responsabilidades en las esferas analizadas, resulta central desde el punto de vista de las condiciones de posibilidad de democratización de las familias; de organización de sistemas de “doble provisión y doble cuidado”; y de socialización de futuras generaciones, en el marco de una moralidad que responda a principios de justicia que no impliquen la subordinación de las mujeres. Es también elocuente en cuanto a la viabilidad de que los actores asuman la transformación de las relaciones sociales de género. En el caso de los hombres, por ejemplo, que hagan uso de las licencias para padres, en tanto éstas existan; que luchen por tenerlas, en caso de que no existan; y que participen más activamente en la estructuración de una nueva matriz de cuidado societal. Si el camino relacionado con cambios institucionales es largo y sinuoso, el que se orienta a alterar el andamiaje cultural puede ser aún más complejo, pero no por ello, menos determinante en el éxito de las políticas de conciliación, y, en definitiva, en la construcción de un nuevo “contrato sexual”.
1 Esta pregunta ha estado presente desde hace más de dos décadas en las investigaciones acerca del modo en que se distribuyen responsabilidades en las familias y en el mundo laboral entre mujeres y hombres, con fuerte énfasis en la mirada sobre las mujeres. (Ver, entre otros, Jelin y Feijoo, 1980). Actualmente, aparece resignificada por nuevos enfoques que procuran abordar de manera conjunta la lectura sobre la vida familiar y la vida laboral (Cfr. Crompton, 1999; Wainerman, 2003a; Ariza y de Oliveira, 2003, entre otros).
2 La información y buena parte del análisis presentado en este acápite se basa en un estudio realizado para la Unidad Mujer y Desarrollo de la Cepal, en el marco del proyecto Cepal/GTZ “Políticas laborales con enfoque de géneros”, publicado en: Laura Pautassi, Eleonor Faur y Natalia Gherardi, (2004), Legislación laboral en seis países latinoamericanos. Avances y omisiones para una mayor equidad, serie Mujer y Desarrollo No. 56, Santiago de Chile, Cepal. (LC/L 2140-P). En esta investigación se analizó la legislación laboral de seis países latinoamericanos (Argentina, Chile, Costa Rica, Ecuador, El Salvador y Uruguay).
3 Esfuerzos más recientes de la OIT se dirigieron a paliar esta situación. En 1981, el Convenio Nº 156 de la OIT, referido a la igualdad de trato y de oportunidades de los/as trabajadores/as con “responsabilidades familiares”, logra un importante avance en la arena internacional. Al menos dos novedades surgen de la lectura de dicho instrumento: 1) el sujeto de derechos de este convenio no son sólo las mujeres, sino también los hombres; y 2) el convenio amplía la noción de responsabilidades familiares, reconociendo que tanto los hijos como otros miembros de la familia requieren cuidados específicos. No obstante, el reconocimiento de este convenio es aún poco extendido, ya que cuenta sólo con 36 ratificaciones a nivel internacional y nueve en América Latina. Igualmente, sus disposiciones no han filtrado hasta el momento la legislación laboral de la región.
4 Es interesante destacar que, mientras los recursos transferidos vía asignaciones familiares dependen de la legitimidad jurídica de los vínculos familiares, los derechos relativos a la maternidad, no se asocian de manera exclusiva a las mujeres casadas, sino que se sustentan en el vínculo entre madre e hijos/as.
5 Código del Trabajo, Título III, capítulo I.
6 Decreto No. 326/56, que data de 1956.
7 Código de Trabajo, Arts. 71 y 76.
8 Art. 199, Código de Trabajo de Chile.
9 El tema de las licencias por paternidad se va incorporando en la agenda pública de modo incipiente y de la mano de algunos cambios culturales que promueven la paulatina vinculación de los hombres en la crianza de sus hijos. En la actualidad, en Argentina y Costa Rica existen proyectos de ley para ampliar licencias para padres hasta quince días, aunque aún no han sido aprobados.
10 Véase la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW), Artículo
11, y la Convención sobre los Derechos del Niño, Artículo 18. 11 Por razones de espacio, en este acápite se han suprimido las referencias a los discursos de hombres entrevistados, incluidas en la versión original de este artículo.
12 Una de las investigaciones analizó las reflexiones de hombres colombianos vinculados a la función pública acerca del modo en que se estructuran las desigualdades de género en distintos escenarios de la vida social (Faur, 2004). La otra, corresponde a los resultados preliminares del análisis de 31 entrevistas en profundidad realizadas con hombres de sectores medios y populares del Área Metropolitana de Buenos Aires.
13 Véase Jelin y Feijoó, 1980.
14 Para la observación del modo en que el “principio de igualdad” se encuentra presente en las legislaciones analizadas, véase Pautassi, Faur, Gherardi, ob. cit.
15 Según el Diccionario de la Real Academia Española (www.rae.es): “Conciliar: 1. tr. Componer y ajustar los ánimos de quienes estaban opuestos entre sí. (…)“
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