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Editorial

Desde hace tiempos la humanidad supone que lo que parece inevitable es particularmente trágico, mientras que lo previsible no lo es. De hecho, nadie negaría como una gran catástrofe “natural” el Tsunami del océano Índico ocurrida el pasado 26 de diciembre. Lo mismo puede decirse de la serie de desastres “naturales” de los últimos tiempos, sucedida en los países más pobres del planeta, localizados en el sur de la tierra. Recordemos, por ejemplo, las catástrofes americanas más cercanas, tales como la avalancha del 13 noviembre de 1985 que borró del mapa a la ciudad colombiana de Armero; los terremotos que devastaron las ciudades de México y Popayán en los ochenta; los huracanes George y Mitch en el Caribe y Centroamérica de finales de los noventa; las inundaciones en la Región Andina del último año; en fin, la lista es grande.

En la terminología dramática griega, la katastrofé es la conclusión de la tragedia, el final casi siempre luctuoso que invierte la realidad en su opuesto. A partir del siglo XVII, en la cultura occidental este significado ha lentamente desvanecido bajo el peso de otro, que ha prevalecido cristalizando la definición de catástrofe como un evento trágico, repentino y masivamente funesto, imprevisto y de origen natural, casi un Apocalipsis, pero sin la esperanza del rescate final que el término bíblico mantiene.

Catástrofe fue la palabra que prevaleció en los medios de comunicación del mundo para definir la acción del Tsunami –una serie de olas gigantes– que, originado por un masivo terremoto con epicentro en el Océano Índico al frente de las costas de Indonesia, el 26 de diciembre pasado, en cuestión de 7 horas golpeó islas y regiones costeras en un radio de 4,500 km. La isla indonesia de Sumatra, Sri Lanka, la costa occidental de Tailandia, las islas Maldivas, Malasia, Burma, la costa de Somalia, la costa suroriental de India y sus islas Andamanes y Nicobar, sumaron un total de más de 150,000 víctimas, una cifra que siempre será aproximada porque el número de desaparecidos, a más de dos meses del evento, sigue siendo grande y desconocido.

La prensa del mundo de las vacaciones –es decir de esa reducida porción del planeta que, por temporadas, pasa de ejercer su función de recurso laboral para transformarse en generadora de trabajo para otras lejanas partes del mundo– se concentró por esos días en contabilizar, televisar e investigar a los muchos turistas, sobre todo europeos, que periódicamente migraban a las tierras cálidas y paradisíacas del Sureste asiáticos, huyendo a los rigores del invierno y de la rutina, encontrando esta vez su último viaje. Por un momento, la catástrofe pareció recuperar su antiguo significado de inversión completa y trágica de la realidad: las playas paradisíacas de Phuket y demás resorts se volvían tumbas mortíferas. La disparidad de atención que algunos medios de comunicación reservaron a los centenares de turistas, en comparación con los miles de indonesios, indianos, somalíes, tailandeses que sufrieron en la tragedia, despertó en algunos protestas sentidas y en otros, motivó para reflexionar acerca de esta tragedia globalizada, cuya cuota de pérdidas entre “migrantes de pasaporte A” tuvo por lo menos el efecto de obligar al mundo a enterarse de los estragos sufridos por las poblaciones locales y a movilizarse para colaborar con la ayuda humanitaria y la reconstrucción.

Existe, en otras palabras, una “diplomacia del desastre” y una dimensión profundamente política de los eventos catastróficos, como bien lo ilustra el proyecto RADIX –Radical Interpretations of Disaster–. Utilizando el sentido etimológico de la palabra latina raíz el proyecto RADIX quiere subrayar la preocupación de un conjunto de científicos, activistas de los derechos humanos, funcionarios estatales y de agencias internacionales, ambientalistas, periodistas, personas del mundo de las ONGs, políticos, etc., por entender e intervenir en las causas profundas –radicales– de los desastres en el mundo. Detrás de cada uno de tales desastres, incluido el Tsunami de 2004, está un evento natural potencialmente devastador pero, sobre todo, sociedades vulnerables a causa de políticas equivocadas, planes de desarrollo mal dirigidos, situaciones de conflicto, prácticas de construcción abusivas con los ecosistemas y las legislaciones que no son respetadas, corrupción que neutraliza políticas de sostenibilidad, carencia de sistemas de alerta, pobreza que obliga a muchos pobladores a asentar sus vidas y ocupaciones en ecosistemas frágiles, inequidad de género que excluye a las mujeres de aprender prácticas que les salvarían la vida (por ejemplo, nadar) en tanto las destina a otras ocupaciones...

Por su clara doble agencia –la naturaleza y la sociedad– las catástrofes son, pues, una clave de lectura explícita e iluminante de la ficticia separación entre medio ambiente y sociedad, sobre la cual nuestra cultura occidental ha construido sus prácticas sociales y sus seguridades intelectuales, inmovilizándolas en jaulas disciplinares (ciencias naturales versus ciencias sociales). Como recuerda el historiador ambiental italiano Piero Bevilacqua, los desastres sirven a los hombres olvidadizos como la advertencia dramática de que la naturaleza también tiene su propia historia.

En este número de NÓMADAS queremos hablar de medio ambiente en su sentido integral, esto es, entendido como un ámbito que pertenece a la naturaleza, pero también a la historia humana. El tema del medio ambiente ha sido tradicionalmente un campo colonizado por las ciencias naturales, lo que ha moldeado el lenguaje, la agenda investigativa y el marco interpretativo de los fenómenos ambientales. Uno de los impactos de la crisis ecológica contemporánea, de la crítica ambientalista surgida a partir de su reconocimiento, y de la “crisis de las disciplinas” que ha investido la cultura occidental en las últimas dos décadas, ha sido la “invasión” de este territorio por parte de las ciencias sociales y humanas.

Efectivamente, desde la década de 1970, pero más claramente en los últimos 10 años, el medio ambiente ha entrado en el listado oficial de las variables ineludibles de la investigación social, imponiéndose como un importante objeto de estudio. Es el reflejo del lugar que el ambiente ocupa en la sensibilidad social colectiva, pero también el resultado de la gravedad de los problemas que se originan en transformaciones del ecosistema, y se vuelven tensiones sociales, económicas, o políticas, asunto que ha obligado a los investigadores sociales y a las agencias de financiación de las ciencias sociales a interesarse por una problemática que de otra forma les resultaría lejana.

Esta “intromisión” de las ciencias sociales en el campo ambiental ha obligado a la invención de nombres nuevos para representar el híbrido conceptual y metodológico con el cual se observan el medio ambiente y las sociedades humanas como partes de un mismo ecosistema. Geografía humana, ecología política, historia ambiental, son algunos de ellos y representan comunidades científicas aún institucionalmente frágiles, pero cuya mera existencia demuestra la urgencia de repensar la manera segmentada con la que las distintas disciplinas han mirado lo que ahora reconocen como un solo objeto.

Este número de NÓMADAS quiere constituirse en un espacio que busca darle cabida a un enfoque complejo de la historia ambiental y resaltar las dimensiones históricas y políticas de la interacción entre medio ambiente y las sociedades humanas. Privilegia la importancia de asumir una perspectiva histórica a la hora de estudiar los cambios ambientales (McNeill; Martínez), y de incorporar una mirada crítica al interpretar la forma y los métodos que se han utilizado para estudiar los fenómenos ambientales y la naturaleza (Ungar y Strand). Defiende, además, la idea de los desastres como eventos socio-naturales, inserta en la historia cultural que reclama repensar éticamente el papel de nuestra sociedad en el planeta (Wilches; Gascón). Igualmente, esta edición explicita las ideas y representaciones de la naturaleza que distintos actores expresaron, en la medida en que supone que ellas influyeron en la “naturaleza” de los cambios sufridos por los ecosistemas (Jaramillo; Horta); también analiza algunos de los imaginarios geográficos y de la Geografía en tanto que prácticas políticas (Bengoa; Nieto). Por eso mismo, no abandona la visión histórica y política del medio ambiente cuando se ocupa de los ecosistemas que, desde ciertas perspectivas de la economía, se leen como “recursos”. Defiende así, una visión conflictiva del agua y de su explotación, acceso, y protección, a sabiendas de que allí se (des)encuentran intereses poderosos y contrastantes, visión en la que los movimientos y las redes sociales juegan un papel importante para la definición de su control (Palacio y Hurtado; Mairal). La misma perspectiva política y arraigada en la historia es propuesta para analizar un tema ya clásico de la historia ambiental y de la ecología política, como es la destrucción de los bosques (Padua; Mosovich), y otro, quizá menos frecuentado: la “cebuización” del hato ganadero colombiano y el consumo de carne de res, entendidos nuevamente, como prácticas de poder y de diferenciación regional pero, de la misma manera, como discursos hegemónicos (Flórez y Bolívar; Gallini).

Nuestra apuesta consiste, finalmente, en encontrar formas transdisciplinarias, no unilineales, de investigar y comprender al medio ambiente en su relación con la sociedad.

INSTITUTO DE ESTUDIOS SOCIALES CONTEMPORÁNEOS


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