Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
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Edelmira Pérez C.*
* Profesora titular de la Pontificia Universidad Javeriana. Directora del Departamento de Desarrollo Rural y Regional de la Facultad de Estudios Ambientales y Rurales de la misma universidad. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
Es indudable la importancia del debate actual en América Latina acerca de las nuevas concepciones del desarrollo rural. Se empieza a presentar una coincidencia en la necesidad de darle a éste un enfoque territorial y a ello ha contribuido el aporte de la mirada de desarrollo rural de la Unión Europea, pero también la visión de “nueva ruralidad” que han venido planteando distintos estudiosos del continente, de manera especial en los últimos diez años. Aunque el mundo rural ha tenido grandes transformaciones, aún persisten en América Latina rezagos estructurales que impiden la incorporación de las áreas rurales y de sus pobladores a las dinámicas actuales del desarrollo los cuales son analizados en este artículo.
Palabras clave: América Latina, nueva ruralidad, rezagos estructurales, desarrollo rural, desigualdad, pobreza rural, población rural.
A importância de um debate sobre novas concepções do desenvolvimento rural na América Latina é indubitável. Uma coincidência com a necessidade de uma nova abordagem regional do desenvolvimento rural está agora aparecendo, baseada na visão da Comunidade Européia e também na visão da "nova ruralidade", afirmada por vários pesquisadores continentais, especialmente nos últimos dez anos. Embora tenham ocorrido grandes transformações no mundo rural, persistem estruturas antigas na América Latina, impedindo a incorporação de novas áreas rurais e sua população às atuais dinâmicas de desenvolvimento analisadas neste artigo.
Palavras-chave: América Latina, nova ruralidade, atrasos estruturais, desenvolvimento rural, desigualdade, pobreza rural, população rural.
The importance of a debate on new conceptions of rural development in Latin America is indubitable. A coincidence on the need of a new regional approach to rural development is now appearing, founded on the view of European Community and also on the “new rurality” view, stated by several continental researchers, specially in the last ten years. Although great transformations have occurred in the rural world, old structures persist in Latin America, preventing the incorporation of new rural areas and its population to the current development dynamics analyzed in this article.
Key words: Latin America, new rurality, structural lags, rural development, inequality, rural poverty, rural population.
En los últimos años se ha fortalecido el debate acerca de lo que es el mundo rural. Los diferentes enfoques conducen a construir una nueva visión que modifique la imagen que lo asocia sólo con lo agrícola. Hoy en día, el mundo rural se ve como el ámbito en el cual se desarrollan múltiples actividades económicas y sociales, a partir de los recursos naturales y de los diferentes pobladores que allí se encuentran. Actividades ligadas a procesos de agroindustrialización, turismo, agroforestería, pesca, explotaciones mineras y elaboración de artesanías, son apenas algunos ejemplos de la gran variedad de actividades económicas, que no eran claramente reconocidas por la visión sectorial sobre el mundo rural.
Por otra parte, éste siempre se ha planteado como lo aislado, lo atrasado, lo despoblado y, en todo caso, lo antagónico a lo urbano, lo desarrollado y, por ende, lo deseable para la mayoría de la población, pues ello significa el progreso.
Distintos modelos de desarrollo desde la segunda mitad del siglo pasado impulsaron esta mirada, lo que condujo a la migración masiva campo-ciudad. Los efectos son ahora visibles en Colombia y, en general, en América Latina, con la proliferación de grandes y medianas ciudades densamente pobladas, incapaces de satisfacer las demandas de servicios y bienestar social que requieren sus pobladores y que viven en condiciones de pobreza e indigencia, en cifras alarmantes pues sobrepasan el 70% de la totalidad de los habitantes, en casi todos los países de la región. Esos habitantes de origen rural siguen dependiendo, en gran medida y diferentes formas, de recursos provenientes del espacio que ocupa.
Los límites que separan lo rural de lo urbano son, cada vez, más difusos. En el mundo globalizado el abastecimiento alimentario de los pobladores urbanos no depende sólo de la producción agrícola y pecuaria circunvecina sino de relaciones de mercado mucho más complejas.
Al espacio rural se le han asignado –o reconocido– nuevas funciones, que contribuyen al debilitamiento de las fronteras entre lo rural y lo urbano y más bien se llama la atención sobre la necesidad de analizar mejor el sentido de las interacciones entre ambos espacios. “Bajo el empuje de nuevas funciones de las áreas rurales, la vieja dicotomía entre campo y ciudad ha dejado de tener sentido. Como consecuencia, muchos investigadores sociales han dejado de prestarle atención al asunto, esforzándose los demás en encontrarle sentido a lo que se reconoce ya como “nuevas ruralidades” o interacciones rural-urbano” (Link, 2001, p. 37).
Antes de ver cuáles son los aportes de la teoría de la nueva ruralidad, es importante hacer una descripción de lo que es hoy el mundo rural latinoamericano, haciendo énfasis en algunos de los aspectos que se considera mantienen rezagado el desarrollo de las áreas rurales del continente.
En los comienzos del siglo XXI el mundo rural latinoamericano se caracteriza por tener grandes concentraciones urbanas y baja densidad rural, baja calidad de la infraestructura y escasa conectividad, concentración de la riqueza e incremento de la pobreza, desigualdad en la tenencia y acceso a la tierra, gran peso de la agricultura en la economía general de la región, enfoque sectorial de las políticas y programas de desarrollo rural, y sobreexplotación y mal uso de los recursos naturales.
Uno de los resultados del modelo de industrialización, en casi toda la región latinoamericana, fue la conformación de grandes concentraciones urbanas alimentadas por la migración masiva del campo a la ciudad. América Latina es la única región del denominado Tercer Mundo en donde el número de habitantes urbanos es mayor que el de los habitantes rurales. Mientras en Africa y Asia el porcentaje de esta población en el 2000 era de 62.7 y 62.3, respectivamente, en América Latina era de 23.5, inferior a la de Europa 24.8 y muy similar a América del Norte con 22.5.
De los 3313 millones de pobladores rurales del mundo, América Latina tiene sólo 123. En la mayoría de los países la tendencia es a la disminución del porcentaje, aunque en términos absolutos la población del área sigue creciendo, debido a las altas tasas de natalidad rural.
América Latina se caracteriza por tener muy baja densidad de población y vastos territorios vacíos. Hay 21 habitantes por km2 y los extremos son El Salvador con 257 y Haití con 6. Las densidades de población dispersa son aún más bajas: Argentina tiene 1.7 habitantes por km2, Bolivia y Uruguay 2.9, Chile 3.1, Venezuela 3.4 y Brasil 4.4. En estos países se presenta un gran desequilibrio en la distribución de la población, pues a la vez que se presentan esas bajas densidades en poblaciones dispersas, la mayoría de la población se concentra en ciudades con más de un millón de habitantes (Dirven, 2002).
Más o menos el 40% del total de población del continente vive disperso o en localidades muy pequeñas, es decir con menos de dos mil habitantes. En Colombia, por ejemplo, unas 650 cabeceras municipales, de las 1.098 que tiene el país, entran en esta categoría. República Dominicana, Ecuador, Panamá, Bolivia, Nicaragua, Paraguay, El Salvador, Costa Rica, Honduras, Guatemala y Haití, tienen entre un 40% y un 75% de su población en este tipo de localidades. En cambio en Uruguay, Argentina y Brasil más del 50% de la población vive en ciudades de más de un millón de habitantes (Dirven, 2002).
El proceso de urbanización y concentración de la población, en grandes ciudades, en América Latina ha sido rápido, con poca planificación y ha generado muchas consecuencias negativas tanto para el mundo rural como para el urbano.
Muchos países concentran en su capital casi la mitad de su población como el Perú, por ejemplo. Pero también México, Argentina, Bolivia, Chile, Honduras y El Salvador pueden mencionarse acá. Otros países como Brasil y Colombia, entre otros, además de la capital han impulsado el crecimiento de grandes ciudades densamente pobladas.
Las ciudades grandes y medianas de América Latina concentran gran parte de los servicios, en especial los de calidad. Pero aunque hay una buena oferta de los mismos, la mayoría de la población, que vive en condiciones de pobreza y de indigencia, no tiene acceso a ellos. Gran parte de esa población pobre es de origen rural y, así, continúa siendo excluída, a pesar de haber abandonado el campo.
La migración campo-ciudad sigue siendo alta en América Latina como consecuencia del modelo de desarrollo vigente y agravada, en algunos países, por catástrofes naturales (inundaciones, sequías, terremotos) o por problemas de violencia e inestabilidad política, como es el caso de El Salvador, Nicaragua, Guatemala, Colombia, Bolivia, Perú, Ecuador y Venezuela, entre otros. Fenómenos como el narcotráfico y la permanencia de los cultivos ilícitos en la región han producido desplazamientos forzados de los pobladores rurales, de lo cual es un claro ejemplo Colombia, que registra cifras cercanas a los tres millones de desplazados por causa de la violencia, en los últimos años.
En la mayoría de los países del continente persisten las deficiencias en disponibilidad, adecuación y calidad de la infraestructura y la conectividad. En estas condiciones el acceso a los mercados y a los bienes y servicios públicos en general es bastante difícil para una gran parte de los habitantes rurales y por tanto sus posibilidades de desarrollo siguen en desventaja con las de los habitantes urbanos.
Hay una enorme diferencia entre los países desarrollados y nuestro continente en la disponibilidad de kilómetros de carreteras, vías pavimentadas y ferrovías. Esta diferencia es denominada por Martine Dirven (Dirven, 2002) como “distancia económica”.
Aunque no se tiene el dato de carreteras pavimentadas en Europa, el tipo de vías, su calidad y la frecuencia del transporte, permite el acceso a prácticamente la totalidad de las zonas de la región, aunque persisten algunas dificultades en las zonas de montaña, en especial en los países más recientemente incorporados a la Unión Europea. Así mismo, la red de ferrocarriles tiene un muy buen nivel de desarrollo, aunque hace falta la modernización de vías y una mayor cobertura en los países a los que se hizo referencia anteriormente.
Es enorme la diferencia que hay en la disponibilidad de vías de carretera entre Europa y cualquier país de América Latina, pues al comparar los datos se puede apreciar que solo algunos países de América Central están cercanos a los países europeos que tienen el más bajo número de kilómetros de carretera por cada 1000 km2. Sin embargo, es importante destacar que esos países de América Central sólo tienen en promedio un 15% de vías pavimentadas. Aún los países supuestamente más desarrollados en América Latina como Brasil, Chile, México, Uruguay y Argentina, no alcanzan a tener una disponibilidad de red caminera medianamente comparable con la europea.
Es más crítica aún la relación de red de ferrocarriles por 1000 km2, pues el país que más kilómetros tiene, que es Cuba, dispone de 43.7, dato sólo comparable con los últimos países incorporados a la Unión Europea. La otra diferencia es que en esos países los fondos estructurales están haciendo grandes inversiones en ampliación, adecuación y modernización de vías férreas, mientras que en América Latina este tipo de inversiones casi no existe. El gobierno de Colombia, a finales de febrero de 2004, tomó la decisión de invertir recursos en la adecuación de 2500 kilómetros de carreteras secundarias, para tratar de disminuir las deficiencias de la red caminera y adecuarse a las exigencias de la incorporación del país al ALCA.
Otro de los indicadores para medir la distancia económica entre países es el de la disponibilidad de líneas telefónicas por cada 1000 habitantes y aquí las diferencias entre Europa y América Latina son aún más dramáticas. El país con mayor disponibilidad de líneas telefónicas en América Latina apenas sobrepasa la mitad del que menos tiene en la Unión Europea. En el área andina las mayores tasas de líneas telefónicas las tienen Colombia, Venezuela, Ecuador y la menor la tiene Paraguay. En los países del MERCOSUR las tasas son más altas y allí Uruguay ocupa el primer lugar con 278 líneas por cada cien mil habitantes pero, además cabe señalar que Argentina pasó de 93 a 213 entre 1990 y el 2000.
Hay múltiples estudios que muestran que una gran proporción de las líneas telefónicas en América Latina se utiliza sólo como comunicación privada y hay vastas regiones en donde aún es imposible el acceso a Internet y a telefonía celular, lo cual limita las posibilidades de conectividad en todos los sentidos, pero de manera especial la conexión a mercados y el acceso a tecnología e información.
La baja calidad de la infraestructura, a todos los niveles, y la escasa conectividad dificulta el acceso y la competencia en los mercados e impide la incorporación de vastas zonas del territorio a procesos productivos eficientes.
Una de las características más preocupantes del sector rural latinoamericano es la creciente pobreza y la profundización de las desigualdades económicas y sociales. Según recientes estudios del Banco Mundial y de la CEPAL, la pobreza del sector ha aumentado en los últimos años y, sobre todo, ha tenido una mayor incidencia en ciertos sectores de la población como son los indígenas, mayores de edad y mujeres cabeza de familia. Mientras en 1980, el 54% de los hogares rurales eran pobres y el 28% estaban en situación de indigencia, para 1997 el porcentaje de hogares pobres se mantenía y el de indigentes se ubicó en un 31% (David, Morales y Rodríguez, 2001). Esto significa que para 1980, 73 millones de los habitantes rurales del continente eran pobres, de los cuales casi 40 millones eran indigentes, cifra que aumentó, hacia 1997, a 78 y 47 millones, respectivamente (Echeverri y Ribero, 2002). De los pobres rurales, 47 millones son pequeños productores y el resto son trabajadores sin tierra, indígenas o miembros de otros grupos minoritarios.
Pero uno de los elementos más contrastantes frente al tema de la pobreza en la región es el de la gran concentración de ingresos en pocas manos, pues el 5% de quienes reciben los mayores ingresos percibe 75 veces más de ingreso, en promedio, que el 5% de los que tienen menores ingresos. El nuevo modelo de desarrollo en vez de corregir estas desigualdades ha contribuido a su reforzamiento pues según los resultados de un estudio presentado por el Banco Mundial en febrero del 2004 la concentración del ingreso en la región no solo se ha mantenido sino que en algunos de los países se ha incrementado. Tal es el caso de Argentina, Uruguay y Venezuela; Brasil experimentó una leve mejoría, pero tal estudio la considera significativa. México también parece haber mejorado un poco la situación.
En Colombia el 10% más rico de la población percibe 30 veces el ingreso del 10% más pobre. Y la pobreza rural asociada a la variable ingreso, muestra que cerca del 79.7% de la población rural no recibe ingresos suficientes para una canasta familiar mínima y, por tanto, se sitúa por debajo de la línea de pobreza. El 45.9% de la población pobre rural se ubica en la categoría de indigente, es decir, en pobreza extrema (Contraloría General de la República, 2002).
Según el Banco Mundial “América Latina es altamente desigual en cuanto ingresos y también en el acceso a servicios como educación, salud, agua y electricidad; persisten además enormes disparidades en términos de participación, bienes y oportunidades. Esta situación frena el ritmo de la reducción de la pobreza y mina el proceso de desarrollo en sí”2
Según esta misma fuente, el decil más rico de la población de América Latina y el Caribe se queda con el 48% del ingreso total, mientras el decil más pobre sólo recibe el 1.6%. Así mismo el estudio muestra que la desigualdad en América Latina y el Caribe fue superior en 10 puntos respecto a Asia; en 17.5 puntos respecto de los 30 países de la OCDE y en 20.4 puntos respecto de Europa Oriental.
Por otra parte, la pobreza y la desigualdad en la región tienen otros sesgos como son la raza, la etnia y el género. Las comunidades indígenas y las afrolatinas viven “en considerable desventaja respecto de los blancos”. Hay suficientes evidencias de esto en países como Brasil, Guyana, Guatemala, Bolivia, Chile, México y Perú. La única variable que presenta una cierta mejoría es la de género si se mira lo relativo a ingresos y logros educacionales.
La persistencia de la desigualdad y el aumento de la pobreza son factores que frenan las posibilidades de desarrollo y esto es más evidente en el mundo rural.
Los países de América Latina y el Caribe han registrado, históricamente, los índices de concentración de la tierra más altos del mundo. Paraguay, Chile, México, Argentina, Brasil, Costa Rica, El Salvador, Panamá, Perú y Venezuela tienen los índices más altos, ubicados entre 0.80 y más de 0.90. Por su parte, Honduras, Colombia, Jamaica, Puerto Rico, República Dominicana y Uruguay tienen índices entre 0.66 y 0.80 (Ver cuadro 1).
Colombia es un claro ejemplo de la ineficacia de las reformas agrarias emprendidas a finales de la década de los setenta en el continente. No se ha producido la redistribución equitativa de la tierra, sino que la concentración de la propiedad es cada vez mayor, debido a la recomposición del latifundio ganadero y a la compra de tierras por parte de los narcotraficantes y los grupos armados ilegales. En gran medida el conflicto armado en Colombia tiene su origen y permanencia en procesos de lucha por la tierra, en especial en algunas regiones del país. El desplazamiento forzado de campesinos y propietarios rurales es apenas una manifestación de este fenómeno.
El minifundio tiene, aún, gran importancia, y hay departamentos como Boyacá y Cauca, en donde el tamaño promedio de los predios pequeños es de 2 y 3 hectáreas, respectivamente (Pérez, et al., 1999). La inequidad no es sólo en cuanto a la tenencia, sino de manera especial al acceso a la tierra, por la imposibilidad de obtener recursos financieros que faciliten a los agricultores sin tierra y a pequeños y medianos propietarios la participación en el “mercado de tierras”. Aunque las mujeres participan en actividades agrícolas y pecuarias, aún no hay suficientes mecanismos que les faciliten el acceso a los diferentes recursos productivos, en especial a la tierra.
Cuadro 1: Índices de concentración de la tierra en América Latina y El Caribe. Décadas 70, 80 y 90
Países | Década del setenta | Década del ochenta | Década del noventa |
Argentina | Nd | 0.83 (88) | Nd |
Brasil | 0.84 (70) | 0.85 (85) | 0.81 (96) |
Chile | 0.92 (75) | Nd | 0.92 (97) |
Colombia | 0.86 (71) | 0.79 (88) | 0.79 (97) |
Costa Rica | 0.81 (73) | 0.80 (84) | Nd |
Ecuador | 0.81 (74) | Nd | Nd |
El Salvador | 0.80 (71) | Nd | Nd |
Honduras | 0.71 (74) | Nd | 0.66 (93) |
Jamaica | 0.79 (69) | Nd | Nd |
México | 0.93 (70) | Nd | Nd |
Panamá | 0.77 (71) | 0.83 (80) | 0.85 (90) |
Paraguay | Nd | 0.93 (81) | 0.93 (91) |
Perú | 0.88 (72) | Nd | 0.86 (94) |
Puerto Rico | 0.76 (70) | 0.77 (87) | Nd |
República Dominicana | 0.78 (70) | 0.73 (81) | Nd |
Uruguay | 0.81 (70) | 0.80 (80) | 0.76 (90) |
Venezuela | 0.90 (70) | 0.89 (85) | Nd |
Fuente: Unidad de Desarrollo Agrícola de la CEPAL, citado por David, Morales y Rodríguez, 2001.
Nota: nd → no hay dato
El número entre paréntesis corresponde al año del índice para cada país.
En América Latina el sector agroalimentario representa más del 25% del producto regional y del 40% de las exportaciones en los distintos países, según el BID. El aporte de la agricultura al PIB continental es de un 3%, pero maneja cerca de una tercera parte del sistema agroalimentario y agroindustrial del mundo, según estimaciones del IICA. Para muchos países el aporte de la agricultura al PIB es muy superior al 3%. Por ejemplo, el sector agropecuario en Colombia genera el 18% del PIB total; en América Central en su conjunto es de 16.6%; en la Comunidad Andina es 9.2%; en el Cono Sur 6.2%; en Brasil 9.4% y México 4.6% (datos de 1999, tomados de CEPAL, 2001).
En Colombia la agricultura tiene un peso importante en el valor de la producción agropecuaria, 64% en el período 1970 - 1997. Hasta principios de los noventa, el área dedicada a la agricultura presentó un crecimiento continuo, pero entre el 1991 y el 1998 las áreas dedicadas a cultivos transitorios (maíz, sorgo, cebada, trigo y oleaginosas de ciclo corto) disminuyeron en más de 875.000 has., mientras que las áreas dedicadas a cultivos permanentes, sin incluir café, aumentaron en 293.000 has. (Pérez, et al., 2000).
El área y la producción cafetera han sufrido, igualmente, una considerable merma a partir de los años noventa, debido a problemas fitosanitarios, pero muy especialmente, a la baja en los precios internacionales y a la ruptura del pacto internacional del café en 1989. A finales del 2003 el sector agrícola presentó un leve repunte, pero es difícil predecir su continuidad.
Es así como la agricultura en América Latina aún tiene un peso significativo en la economía regional. Esto contrasta con la actual Unión Europea, en donde tan sólo un 2.4% del PIB proviene de la producción agrícola3.
Por otra parte, la agricultura sigue siendo la actividad económica que genera mayor empleo en los países pobres, tal como puede apreciarse en el cuadro 2.
La población económicamente activa (PEA) agrícola es de unos 41 millones de trabajadores, la cual, en 1990, equivalía al 26% del total de la PEA. En la actualidad, mirando en conjunto a América Latina y el Caribe, el 22% de los trabajadores se dedican a la agricultura, cifra que contrasta con la participación sectorial de tan sólo un 9% del PIB (Cruz, 2002).
Según algunos analistas, la tendencia de la agricultura en el continente es hacia la disminución de su importancia, tanto en términos de empleo como de producción, y estiman que para el año 2010 la PEA agrícola descenderá a un 16%, mientras que la PEA rural aumentará (Cruz, 2002).
Ya a mediados de los noventa un 30% de la PEA rural se dedicaba a actividades de comercio, servicio y otras no vinculadas directamente a la agricultura, siguiendo las tendencias del mundo rural en los países desarrollados (Dirven, 1997, citada por Cruz, 2002).
El fenómeno del desempleo es muy importante en el continente y el desempleo rural ocupa un lugar preponderante. En los últimos años se han disparado las cifras de desempleo en varios países del continente, como es el caso de Argentina y Colombia, en donde ha alcanzado la cifra del 17% (febrero de 2004). “Pero sobre todo se han producido transformaciones muy grandes en el tipo de empleo, en la seguridad laboral, en las migraciones nacionales y transnacionales, en búsqueda de ingresos, y en varios países de la región se están produciendo fenómenos de desplazamiento forzado por problemas de violencia en el sector rural (Nicaragua, El Salvador, Bolivia, Colombia, por ejemplo). Además, fenómenos naturales, como los del Niño y la Niña, terremotos, inundaciones y sequías en varios países, han tenido grandes impactos en la población, en las áreas físicas y en la producción en el área rural de los países latinoamericanos. Para citar sólo algunos de los más recientes como los ocurridos en Perú, Argentina, Honduras, Venezuela, Colombia y México, entre otros” (Pérez, 2002).
La pérdida de importancia de la agricultura se puede apreciar con la caída de los precios internacionales de los productos agrícolas, debido a los efectos de los procesos de industrialización, la revolución verde y factores complejos de política y de mercado. Pero, sobre todo, las políticas de subsidios a la agricultura, tanto a la producción como a la exportación, que aplican los países desarrollados.
“Un estudio de USDA elaborado en el año 2001 determinó que los aranceles y subsidios de los países desarrollados deprimen los precios agrícolas hasta en un 12% y contribuyen en conjunto con casi el 80% de las distorsiones del comercio mundial. Estas políticas permiten que los productores nacionales vendan a precios más bajos que los que serían económicamente viables sin dicho apoyo, así como el que productores con menores ventajas competitivas y mayores costos permanezcan en el mercado internacional” (Gordillo, 2003).
Los subsidios aumentan las relaciones asimétricas entre países desarrollados y en desarrollo pues “… colocan en el mercado productos a precios inferiores a los que podrían ofrecerse si los subsidios no existiesen, con lo que se impide el crecimiento de las exportaciones de los países en desarrollo…” (Gordillo, 2003).
Por otra parte, los países pobres tienen cada vez mayores dificultades para colocar sus productos agrícolas en los mercados internacionales, especialmente los productos alimenticios, “para el año 2000, el apoyo a los productos en los países de la OCDE alcanzó los 245.000 millones de dólares, cifra que llega a los 327.000 millones si se incluyen las transferencias a la agricultura de carácter más general (FAO, 2000). Ello significa que las naciones más prósperas favorecen a su producción casi hasta con mil millones de dólares cada día” (Gordillo, 2003).
Este mismo autor señala, basado en un estudio de la USDA, que “si se eliminasen todos los aranceles y subsidios a la producción y a la exportación, en el corto plazo se produciría un aumento de 31.000 millones de dólares al año en el ingreso mundial, el cual sería captado en 92% por los países desarrollados y en sólo 8% por los países en desarrollo” (Gordillo, 2003).
Vale la pena, entonces, reflexionar sobre el papel de la agricultura en la nueva ruralidad y las diferencias que se dan con las políticas rurales en los dos continentes.
Cuadro 2: Población activa mundial. 1995 (millones de personas)
Agricultura | Servicios | Industria | Desempleo | |
PAÍSES CON ALTOS INGRESOS | 20 | 220 | 110 | 30 |
PAÍSES CON INGRESOS MEDIOS | 210 | 250 | 170 | 50 |
PAÍSES CON INGRESOS BAJOS | 800 | 470 | 200 | 50 |
TOTAL MUNDIAL | 1030 | 940 | 480 | 130 |
Fuente: Naciones Unidas. World Urbanizations Prospects. The 1994 Revisión. En: Habitat 1997. Citado por Forero, J. (2002).
En general las políticas, planes y programas de desarrollo rural, en América Latina tienen un sesgo sectorial, agrarista o están orientadas hacia la mitigación de la pobreza rural. Este sesgo agrarista ha impedido que se asuma el desarrollo rural con una visión de territorio y que se consideren todas las actividades económicas que se desarrollan en el mundo rural. Así mismo “hacen caso omiso del alto grado de heterogeneidad que caracteriza a las sociedades rurales, al mundo de la pobreza, de la pequeña agricultura y de la pequeña empresa rural no agrícola, y por lo tanto, a la necesidad de políticas diferenciadas, que sólo recientemente y de manera muy parcial han empezado a ser adoptadas de manera explícita por algunos países de la región” (Schejtman y Berdegué, 2003).
Este enfoque no permite ver la importancia del trabajo rural no agrícola, que cada vez cobra más importancia en la región y de ello hay pruebas evidentes en Colombia. Tampoco reconoce la importancia que tiene en la actualidad la incorporación de las mujeres al mercado laboral. “En el mundo rural de hoy las relaciones de género se están transformando. Ahora se hace más visible la participación de las mujeres en las actividades productivas y en la toma de decisiones relacionadas con las mismas. La presencia de las mujeres en la agricultura y ganadería es mayor y mucho más visible hoy que antes” (Farah y Pérez, 2003).
Por otra parte, tampoco presenta suficientes alternativas para corregir las fallas del mercado, especialmente para los pequeños y medianos productores y sólo plantea proyectos de mitigación de la pobreza que, finalmente, sólo contribuyen a reproducirla. En muchos casos, la dimensión institucional queda reducida a aspectos relacionados con la organización y funciones del sector público y, sobre todo, de los ministerios de agricultura y de las agencias de desarrollo rural (Schejtman y Berdegué, 2003).
“Finalmente, las políticas sectoriales al discriminar en contra de los bienes no transables no permitieron crear las condiciones necesarias para que, a través de la modernización de una gran variedad de cultivos y actividades que se adelantaban en condiciones tradicionales de tecnología y mercado por parte de la pequeña producción campesina, se hubiera logrado impulsar un crecimiento endógeno, no sólo sectorial, sino del resto de la economía a través de sus vínculos y eslabonamientos intersectoriales” (Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, 2001).
Los enfoques productivistas de la agricultura han traído consecuencias nefastas para los recursos naturales. “La agricultura de exportación, al igual que la de sustitución de importaciones, contribuyó al deterioro ambiental, aunque por causas distintas. A diferencia de esta última, aquella guarda correspondencia entre la aptitud de los recursos y el tipo de cultivos, y, además, el vínculo a largo plazo induce a los productores a neutralizar tan solo aquellos efectos ambientales que, a la larga, reducen la rentabilidad privada, pero, por falta de normas que internalicen los costos ambientales sociales, no procuran corregir los daños ambientales que trascienden sus intereses particulares”.
“En forma semejante a la agricultura de exportación, el desarrollo de los cultivos no transables, caracterizado por su amplia diversidad, se vio favorecido por su adaptabilidad a las diferentes condiciones agroecológicas propias de la geografía nacional y se sustentó en sistemas de producción integrados que mitigan el impacto ambiental de la producción. Sin embargo, el insuficiente acceso a la tierra por parte de los productores vinculados a dichos cultivos, dada su situación de pobreza, provocó la sobreexplotación de los recursos naturales, con la consecuente degradación que alimenta la dinámica de la pobreza” (Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, 2001).
La sobreexplotación de ciertas áreas, el uso indiscriminado de paquetes tecnológicos con fuertes componentes agroquímicos, la expansión de la frontera agrícola a costa del devastamiento de las regiones selváticas y los bosques interandinos y el uso inadecuado de las fuentes de agua son apenas algunos de los problemas ambientales de la larga lista que se podría hacer como efecto de la visión de desarrollo rural sectorial.
Los procesos de expansión de los cultivos ilícitos dan cuenta de la desaparición de miles de hectáreas de bosques y de graves efectos de contaminación, tanto por el uso de productos químicos para el desarrollo de los cultivos como para los procesos de transformación, en los laboratorios que producen pasta de coca y heroína. Pero más grave aún es la fumigación masiva de estos cultivos para controlar su existencia y expansión, que ha llevado a gobiernos, como el de Colombia, a autorizar el uso de glifosato aún en los parques naturales y zonas de reserva con la consecuente pérdida de biodiversidad y contaminación de fuentes de agua.
En varios países de la región han avanzado los problemas de desertificación y el acceso al agua empieza a generar conflictos entre comunidades. Así mismo, el modelo de desarrollo actual ha conducido a muchos productores rurales a abandonar la agricultura y a aumentar el área de terrenos dedicados a la ganadería en tierras no aptas para esta actividad. Este fenómeno se presenta aún en predios de minifundio en muchos departamentos de Colombia.
La agricultura productivista también ha llevado al desarrollo masivo de los cultivos de productos genéticamente modificados, lo cual representa una amenaza para la sobrevivencia de la biodiversidad vegetal y la preservación de semillas y germoplasma.
El concepto de lo rural ha ido cambiando de una manera muy rápida tanto en Europa como en América Latina. En uno y otro continente se habla de “nueva ruralidad” pero este término ha cobrado mayor fuerza en América Latina, desde el inicio de la década del noventa.
Pero no solo ha cambiado el concepto. El mundo rural se ha transformado en Europa de una manera radical en las últimas décadas. El cambio tecnológico, la disminución del número de explotaciones agrícolas y el aumento de su tamaño, la caída de la ocupación agrícola; en fin la modernización de la agricultura, la ruptura del latifundio y el cambio de ocupación de los agricultores pobres o su migración definitiva, son factores muy importantes en ese proceso de transformación. Por otra parte “la profundidad de los procesos de cambio rural en Europa se explica sobre todo por su articulación, con el proceso general de desarrollo” (Pérez A., Caballero J.M. 2003).
Estos mismos autores señalan tres circunstancias de gran importancia para el cambio rural en Europa, que no estuvieron presentes en la misma medida en América Latina, y ellos son:
Se mejoraron, entonces, los servicios sociales, se diversificaron las actividades económicas, se facilitó el desarrollo de la infraestructura rural, se modernizaron las explotaciones agrícolas, se aumentó la cantidad y calidad de los servicios para el medio rural, en general se mejoraron las condiciones para la diversificación productiva y la agricultura pasó a ser un componente minoritario del ingreso rural.
Por otra parte, se amplió el mercado consumidor de productos agroindustriales y de servicios ofrecidos por el medio rural, entre los que se incluyen los ambientales, recreativos, turísticos, de segunda residencia, entre otros, generando una nueva dinámica para la economía rural.
En América Latina también se han producido en el mismo período importantes cambios en el medio rural pero con diferencias muy marcadas por países y regiones.
La agricultura sigue siendo una actividad muy importante, en muchos de los países del área, como generadora de ingresos y de ocupación de buena parte de la población rural, que como veremos más adelante, sigue siendo significativa y crece en términos absolutos aunque disminuye en términos relativos. Los procesos de modernización, con contadas excepciones, han sido lentos o inexistentes. La articulación al mercado internacional ha estado marcada por las asimetrías, cada vez más grandes, entre países pobres y ricos y la era de la globalización y el libre mercado ha impactado de manera negativa a los agricultores de muchos de los países latinoamericanos.
Complejos procesos políticos, económicos y sociales han afectado al continente en los últimos años y mantienen lejanas las posibilidades de que el desarrollo rural garantice a los pobladores rurales unas condiciones de vida al menos semejantes a las de los pobladores urbanos.
Ese cambio en la concepción del mundo rural ha estado animado por el debate de los académicos y especialistas en desarrollo rural sobre la vieja y nueva ruralidad, y se ha acudido a la sociología rural y a la sociología agrícola, como corriente muy importante en América del Norte, para tratar de explicar si la dicotomía urbano - rural con equivalencia entre lo atrasado y el progreso ha llegado a su fin y por lo tanto ha desaparecido como objeto de la sociología rural4.
“El sincronismo en el surgimiento de las nociones de multifuncionalidad de la agricultura (MFA) en Europa y de nueva ruralidad (NR) en América Latina es notable. Elaboradas en contextos socioeconómicos diferentes ambas se desarrollaron progresivamente durante los años 1990 como reacción a los mismos procesos relacionadas con la globalización. (…) Curiosamente la MFA y la NR han llevado una vida paralela. Aunque coinciden en que le atribuyen una atención particular al desarrollo y a las actividades de las zonas rurales y en que pretenden crear un marco renovado para la definición de políticas públicas en el campo rural, rara vez han sido confrontadas en cuanto a su contenido, sus objetivos y los referenciales en los que se fundamentan” (Bonnal, et al., 2003).
A pesar de la coincidencia entre los conceptos de MFA y NR, el primero no es ni muy conocido ni muy aceptado en América Latina y el segundo tampoco lo es en Europa.
A partir de los años noventa se ha escrito bastante sobre la nueva ruralidad en América Latina y se han desarrollado encuentros internacionales, que han propiciado su discusión y construcción. Aunque persistan las posiciones unidisciplinarias para mirar el mundo rural, cada vez se ve más claro que se va abriendo paso una nueva perspectiva que permita una mejor comprensión de su complejidad5.
La nueva ruralidad es, entonces, una visión interdisciplinaria del mundo rural, que toma en cuenta los aportes de la sociología rural y de la economía agraria, pero que va más allá de la mirada de estas dos disciplinas, que establecieron por separado la actividad productiva y el comportamiento social de los pobladores rurales. Pero, además, incorpora elementos de la antropología, la historia, la geografía, la biología y las llamadas ciencias ambientales, entre otras.
Los aportes hechos por los estudiosos de la nueva ruralidad han contribuido a disminuir el sesgo sectorial dado al desarrollo rural y han impulsado el acercamiento al concepto del desarrollo rural territorial que empieza a coger fuerza en la literatura reciente sobre el tema.
Otro de los puntos en donde puede verse una contribución de la nueva ruralidad es la ruptura de la dicotomía urbano - rural y en la búsqueda de interrelaciones y vínculos más complejos que los asignados, hasta hace algún tiempo, a los habitantes rurales y urbanos como productores y consumidores de alimentos, respectivamente. Hoy en día se reconoce la enorme interdependencia entre un espacio y otro, tanto en la generación de actividades productivas, de empleo, de lugar de residencia, como de entrelazamiento y complejidad de las relaciones sociales, políticas y económicas.
La población rural ya no es sólo la población campesina, como solía aparecer en toda la literatura sobre el tema. Se ha ampliado el espectro de población rural a todos los habitantes, aunque no estén dedicados a la producción agrícola. Es así como la nueva ruralidad reconoce a campesinos, mineros, pescadores, artesanos, empresarios agrícolas y los dedicados al sector servicios. Se hace un reconocimiento explícito a los grupos étnicos y se incorpora la variable de equidad de género como elemento fundamental, para entender e intervenir en el mundo rural.
Fenómenos como las migraciones laborales internas en los países, intracontinentales y transcontinentales, aunque han sido recurrentes en la historia de la humanidad, hoy dan cuenta de una reestructuración, principalmente del mundo rural, tanto en el mundo desarrollado como en los países en desarrollo. Si a ello se suma el papel de las remesas no sólo en la economía general de los países expulsores de mano de obra, sino también en la economía rural en particular, podrían llegar a comprenderse mejor algunas de las razones de la supervivencia de la producción campesina en varios países de la región.
Por otra parte, la nueva ruralidad hace énfasis en el concepto de multifuncionalidad del territorio y en el reconocimiento de la pluriactividad y de la importancia de los ingresos extraprediales para la preservación de las economías agrarias y el mantenimiento de la población rural, para evitar el despoblamiento de estas áreas que ha producido graves problemas en los países desarrollados.
La desagrarización del mundo rural en la literatura sobre nueva ruralidad no implica el desconocimiento de la importancia de la actividad productiva agrícola en América Latina. Pero sí da cuenta de las tendencias mundiales sobre el tema y considera las evidencias ya notorias en el continente, como se verá más adelante. La caída de las exportaciones, del área de cultivos, del número de las explotaciones, del empleo agrícola, son apenas algunos de los indicadores de transformaciones más profundas, que requieren análisis cuidadosos y verificaciones empíricas abundantes, para nutrir la formación de un cuerpo teórico más contundente.
La visión de la nueva ruralidad, como ya se ha dicho, no sólo pone el énfasis en la actividad productiva sino que reconoce la trascendental importancia del manejo, uso y conservación de los recursos naturales, así como el reconocimiento de los servicios ambientales como una forma de dinamizar la economía de las áreas rurales y construir un proyecto de desarrollo más sostenible. Dentro de las nuevas funciones asignadas a los espacios agrarios está precisamente la conservación y manejo de los recursos naturales como parte de las actividades económicas que pueden ser desarrolladas por la población rural. Así mismo, el reconocimiento del uso del paisaje natural como espacio para el ocio y para el logro de una mejor calidad de vida, es un elemento que ha cobrado vigencia a partir de la redefinición de los conceptos de desarrollo rural y nueva ruralidad.
Se insiste, además, en la necesidad de desarrollar tecnologías en la agricultura que conduzcan a la recuperación y mantenimiento de los suelos, a un mejor uso del agua y a incentivar la agricultura limpia, disminuyendo el uso de contaminantes, lo cual no solo repercute en el manejo adecuado de los recursos naturales sino también en la salud humana.
La institucionalidad, la participación y la construcción de planes y proyectos de desarrollo rural de abajo hacia arriba son temas claros en la agenda de la nueva ruralidad, lo cual implica un papel diferente, para los distintos actores sociales, al asignado en la concepción de lo rural como un tema sectorial de la economía. Todo ello conlleva cambios profundos desde el Estado, las instituciones y las personas, que requieren tiempos largos y decisiones políticas complejas cuyos resultados solo pueden verse y medirse en el mediano y largo plazo.
La nueva ruralidad se asocia con procesos de democratización local de mayor valoración de los recursos propios, tanto de los humanos como de los recursos naturales. También implica la búsqueda de la superación de los conflictos sociopolíticos que dificultan el avance y el bienestar general de las sociedades rurales. Así mismo, plantea la necesidad de concertación entre los diferentes actores para la búsqueda del bien común e implica la valoración o creación de mecanismos de participación y control de los procesos de desarrollo.
Otro de los aportes de la nueva ruralidad es la búsqueda de la revalorización de lo rural, rompiendo el mito de que lo rural solo representa lo atrasado y lo no deseable en una visión de progreso y desarrollo.
La persistencia de fenómenos como la pobreza, la concentración de la tenencia de la tierra y de los ingresos, de la importancia de la agricultura y la dependencia de la exportación de bienes primarios en el continente latinoamericano, no impide las transformaciones de las que hemos hablado y es por eso que creemos que estamos frente al desarrollo de una nueva ruralidad en América Latina.
1 Algunos apartes, cifras y datos que se toman acá son extraídos del capítulo 4 del libro El campo en la sociologíaactual: una perspectiva latinoamericana (ver Pérez y Farah, 2003).
2 (ver: http://wbln0018. worldbank. org/LAC/LAC.nsf/ECADoc ByUnid 2ndLanguage/4112F1114 F594B4 B85256DB300 5DB262? Opendo cument).
3 (http://www.ucm.es/BUCM/cee/cjm/0101/Tillmansimposio.htm).
4 Varios autores han trabajado este tema, pero una buena síntesis se puede ver en Gómez, Sergio (2002).
5 Ver Pérez y Sumpsi (2002); Gómez (2002); Echeverri y Ribero (2002); Pérez (2001); Pérez y Farah (2001); Maestría en Desarrollo Rural (1994); IICA (2003) y diferentes trabajos presentados en el Seminario Internacional “El mundo rural: transformaciones y perspectivas a la luz de la nueva ruralidad” realiza doentre el 15 y el 17 de octubre de 2003 en Bogotá, Colombia.
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Yanko González Cangas**
* El autor agradece la colaboración y sugerencias de los profesores Carles Feixa y Verena Stolcke dentro de la investigación en la que este trabajo se sustenta parcialmente.
** Antropólogo, (C) Doctor en Antropología Social y Cultural y Profesor-investigador del Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad Austral de Chile. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
El presente artículo expone, en primer lugar, una revisión crítica de los paradigmas teóricos con que se ha conceptualizado lo rural como espacio geocultural diferenciado. Posteriormente, aborda críticamente el tipo de ruralidades presentes en Chile en el contexto latinoamericano y su relación con el proceso de visibilización de la juventud como actor social en estos espacios. Finalmente, el trabajo intenta elaborar una interpretación comprensiva de algunas adscripciones identitarias juveniles presentes en un distrito rural específico del sur de Chile, basado, en parte, en una investigación etnográfica realizada entre los años 2000 y 2004.
Palabras clave: Ruralidades, juventudes, culturas juveniles, identidad, ciencias sociales rurales, América Latina, Chile.
O presente artigo expõe, em primeiro lugar, uma revisão crítica dos paradigmas teóricos que conceitualizou o "rural" como um espaço geocultural diferenciado. Posteriormente, aborda criticamente esse tipo de apresentações de ruralidades no Chile, no contexto latino-americano e a relação com o processo de visibilização da juventude como ator social nesses espaços. Finalmente, este trabalho tenta elaborar uma interpretação abrangente de algumas publicações identitárias juvenis presentes em um distrito rural específico do sul do Chile. Isto foi principalmente baseado em uma investigação etnográfica desenvolvida entre 2000 e 2004.
Palavras-chave: Ruralidades, juventude, cultura juvenil, identidade, ciências sociais rurais, América Latina, o Chile.
The present article exposes, at the first place, a critical revision of theorical paradigms which has conceptualized the “rural” as a differentiated geocultural space. Afterward, it critically approaches those kind of ruralities presents in Chile, in the Latinamerican context, and the relation with the visibilization process of youth as a social actor in this spaces. Finally, this work attempts to elaborate a comprehensive interpretation of some juvenil identitary adscriptions present on an specific rural district of the south of Chile. This was mostly based on an ethnographical investigation developed among 2000 and 2004.
Key words: Ruralities, youth, youth cultures, identity, rural social sciences, Latin America, Chile.
Gran parte de las ciencias sociales que tenían el espacio rural como ámbito privilegiado de trabajo –antropología cultural y sociología rural– han visto cómo su territorio (lugar) de estudio se ha transformado y, junto con ello, perdido el potencial explicativo de las categorías conceptuales con que éste era abordado. Las estrictas tipologías –hijas de la institucionalización de la sociología rural como disciplina en Estados Unidos–, hasta los programas de investigación alternativos –como los estudios campesinos–, se enfrentan a un escenario diluido en sus liminalidades.
En este contexto, las otroras “juventudes campesinas”, han cobrado un interés estratégico, tanto para dinamizar las nuevas condiciones (pos)productivas (agroindustria, terciarización económica, etc.) como para modular los programas de desarrollo, convirtiéndose estos “nuevos actores”, en los agentes estructurados y estructurantes de las alteraciones acaecidas actualmente en el mundo rural latinoamericano.
Sin embargo, el conocimiento acumulado sobre este colectivo es precario, asistemático y limitado teóricamente a las dimensiones materiales (su rol en las economías domésticas campesinas ya como “menores”, hijos, herederos o migrantes). Por décadas, la instrumentalización desarrollista y los propios programas de investigación sociocultural sobre juventud y ruralidad contribuyeron a su larga exclusión y omisión sociohistórica, ya sea negando la existencia de las y los jóvenes en estos espacios o reduciéndolos a una entelequia productiva. El lugar –lo rural– y su cargasociocultural –la otredad–, es lo que nos interesa discutir como fondo específico donde se sitúan identidades antes invisibilizadas. Más que agotar la discusión sobre las distinciones de ruralidad y urbanidad, intentaremos vincular las actuales conceptualizaciones epistemológicas y empíricas sobre ambos espacios y su incidencia en la cristalización de las juventudes en el medio rural actual, con base en un estudio de caso en Chile y algunos referentes teóricos y de investigación emprendidos en éstas últimas décadas en América Latina.
A contrapelo de las prescripciones y augurios modernos y posmodernos, lo rural ha reafirmado su presencia. Básicamente a partir de una doble transformación: la del propio objeto y la de las formas de observarlo. Así, lo rural emerge redibujado desde distintas perspectivas, con evidentes signos de revitalización, aún cuando sólo subsista, para algunos teóricos, como una construcción fenomenológica, o la cara local de un todo a estas alturas casi inseparable: la sociedad global.
La preocupación por el mundo rural –no indígena– es tardía y marginal en las ciencias sociales. Tensionados por la industrialización y el imán de la modernización urbana, estos espacios fueron considerados como remanentes, desechos de la modernidad que pasarían con rapidez a formar parte de la polis. En los primeros esfuerzos de investigación –desde la sociología rural básicamente–, se constatan dos movimientos simultáneos y no excluyentes, que se perpetuarán a lo largo de todas las construcciones conceptuales sobre lo rural. El primero, es una orientación que indaga este espacio y sus habitantes para preservar la Arcadia, aquel lugar incontaminado, feliz y “bueno”, que es un reservorio cultural y moral para la sociedad, el cual debe protegerse y mantenerse como testimonio pedagógico del comportamiento ancestral armónico. El segundo movimiento está orientado por una ideología modernizante y desarrollista, que intenta entender y gestionar los procesos de cambio de la sociedad rural hacia el capitalismo/socialismo industrial, preocupándose porque esta transición integradora resultase lo menos dañina posible. Ambos movimientos tienen en común una concepción del espacio rural y su ser sociocultural, como un ente en constante debilitamiento, sometido al dominio metropolitano.
Estas visiones se hallaban presentes en el nacimiento de la sociología rural como subdisciplina en Estados Unidos. Si bien en un principio esta rama surge como la “guardiana de la aldea”, intentará, en la práctica, el progreso y la extensión agraria como su actividad central. La sociología rural no se emparentó nunca con su disciplina madre –de allí las constantes críticas de ateoricidad de la subdisciplina–, sino que se ligó desde un comienzo a agrónomos, economistas agrarios y técnicos, hecho que confirió a esta rama un carácter marcadamente aplicado y asistencialista. Aquella tendrá su maduración desde los años treinta con la publicación de la obra de Zorokin y Zimmerman Principles of rural-urban sociology (1929) y la creación de las revistas Rural Sociology y Rural Sociological Society en 1936 y 1937 respectivamente.
Es en la obra de Sorokin y Zimmerman donde descansará – tanto disciplinaria como teóricamente– gran parte de la sociología rural hasta la década del sesenta. Las distinciones categoriales que aquellos hacen entre mundo urbano y rural ya son clásicas (ocupación; medio; tamaño; densidad; heterogeneidad; estratificación social; movilidad y sistemas de relaciones sociales). Los planteamientos de los autores se enmarcan dentro de lo que se conoce como el paradigma del continuum rural-urbano, que matiza las tipologías relativamente estancas entre el “polo” rural y el urbano, pero lo hacen estableciendo una serie de generalizaciones empíricas que aparecen para muchos igualmente dicotómicas. El heredero más importante de dicha teoría fue el antropólogo Robert Redfield, quien en The folk society (1944) replantea el “folk-urban continuum”, caracterizando a la sociedad rural casi en los mismos términos que Sorokin y Zimmerman (aislada, pequeña escala, alta solidaridad de grupo, agraria, inculta, homogénea), pero con más espesor teórico y empírico. De hecho, Redfield, heredero de A. L Kroeber e influenciado por la escuela de Chicago a la que pertenecía, abre una de las esferas menos abordadas científicamente por la breve tradición ruralista: la “estrictamente” cultural, que inaugura la tradición de las investigaciones rurales desde la antropología y su eje emblemático, los “estudios de comunidad” que, inspirados por el funcionalismo, arrojaron importantes investigaciones, como las de Banfield (1958) y Foster (1974)1. Los aportes de R. Redfield, por ejemplo, derivados de los estudios en el México rural, ponen de relevancia las características esencialmente conservadoras del medio con respecto al cambio social, operando como un freno de la revolución por su atraso y apego a las tradiciones. Propone una tipología para los campesinos con una agricultura de autosubsistencia (peasant) y otra para los que ejercen la agricultura como comercio (farmer), categorías que se aplican hasta hoy en día. Otro aporte importante y que será capital para la antropología, es la distinción –hasta ese momento borrosa y que más adelante será recuestionada–, entre sociedades campesinas e indígenas. Para Redfield las sociedades campesinas estaban a medio camino entre lo tradicional y lo moderno, existiendo indisolublemente con y para la ciudad, mientras que la sociedad indígena se encontraría en un estado de aislamiento y no tendría dependencia de la urbe. Estos planteamientos serán retomados por otro clásico posterior, Wolf (1971), para quien los campesinos seguían estando “entre la tribu primitiva y la sociedad industrial”. Es decir, no eran “primitivos” ni “modernos” y su principal objetivo era el traspaso de excedentes a la sociedad dominante. Con todo, la postura fundamental de Redfield es que superada la brecha existente entre campo y ciudad gracias a la industrialización, se acelerará la descomposición de la sociedad campesina hasta su desaparición.
A partir de la Segunda Guerra Mundial el espacio rural comienza a ser reconceptualizado. El contexto es complejo, pero resulta interesante constatar que este despegue indagatorio se ve atravesado por las mismas condiciones que impulsaron el nacimiento de las ciencias sociales, a saber, dar respuestas a las complejidades y acusados problemas nacientes en la Europa del siglo XIX, generadas por la industrialización y la migración campo-ciudad. Así, gran parte del contexto del desarrollo de las ciencias sociales rurales está posibilitado por el interés en su revés: los dilemas y fricciones de la modernización –aceleradamente urbana– desde la mitad del siglo XX. Los problemas generados por la migración atentaban contra la demanda de alimentos del campo por parte de la ciudad. Pese a que éste se convertía en la principal fuente de mano de obra, la tensión fundamental era que la población rural de ese momento iba a ser la población urbana del mañana.
Desde la década del cincuenta –y hasta mediados de los años ochenta– esta visión se decanta definitivamente, y las ciencias sociales dedicadas al estudio del medio rural y sus actores, le impondrán una carga semántica unívoca a este espacio: tradicional, premoderno, preindustrial y se convertirán, sobre todo en América Latina, en un motor fundamental de alteración de estas realidades “atrasadas”, en lo que se ha venido a llamar el período “desarrollista” (Morandé, 1982)2. La madurez de las ciencias sociales y, fundamentalmente, las ligadas al desarrollo, harán tanto a la sociología como a la antropología someterse a sus predicados y, hasta cierto punto, se produce un traslapamiento subdisciplinario que todavía persiste (Antropología rural/Antropología aplicada - Sociología rural/ Sociología del desarrollo).
El impacto más importante que recibió la nueva conceptualización de lo rural provino de la sociología del desarrollo, cuyas corrientes principales (tanto en su versión liberal como marxista), se abocaron a diagnosticar e intervenir el mundo rural para su transformación industrial, ya sea capitalista o socialista. La oportunidad para aquellos paradigmas de probar su conocimiento acumulado por vez primera y masivamente, será particularmente acentuada en América Latina, ya sea guiados por el estructural funcionalismo de Talcott Parsons –vía la Comisión Económica para América Latina y Gino Germani (1968)–, o por las diversas teorías del desarrollo provenientes del marxismo, como la Teoría de la Dependencia. Conceptos como el de dualidad estructural o subdesarrollo dominarán la jerga científico social del momento, aunque tras ellos los supuestos eran similares: se es ciudadano del mundo si se ha logrado la electrificación, alto consumo de cemento y bajas tasas de analfabetismo.
Un giro relevante derivado de las ciencias sociales “comprometidas” fue el arribo de otras tradiciones teóricas para el estudio del espacio rural y sus actores –todavía monopolizado por el campesinado–; principalmente los herederos de la tradición rusa, que en la sociología rural norteamericana se desconocían. Básicamente los aportes de Chayanov que, traducido al inglés por Daniel Thorner recién en 1966, tendrá un fuerte impacto en las disciplinas rurales. Su teoría sobre la “economía campesina” y el inicio de una abundante discusión teórica entre “campesinistas” y “descampesinistas”3 marcará un momento álgido en los años setenta. Los primeros, que incluían los aportes del propio Chayanov, veían en los actores rurales –básicamente en la unidad económica familiar no asalariada–, una racionalidad económica específica, diferente del modo de producción capitalista, por tanto imposible de subsumirse a la categoría marxista de clase, al no estar orientada por los criterios mercantiles de acumulación y mercantilización, sino por criterios de subsistencia y trabajo-consumo. Sus planteamientos son considerados incluso hoy, como centrales para definir la ruralidad ligada a la “pequeña agricultura”.
Autores como Bartra (1979), Angel Palerm (1976, en Hewitt, 1988), apoyarán directa o indirectamente parte de las tesis del cientista ruso, planteando que la sola articulación con el modo de producción capitalista no explica por sí misma la dinámica de las economías campesinas, que se expresan en la lentitud de su descomposición, en sus mecanismos infinitos de adaptación y en su contumaz persistencia en el mundo contemporáneo. Estas posturas ligadas a las tesis “articulacionistas” entre modos de producción doméstica y capitalista, serán el marco donde transcurrirán los debates y esferas de investigación de la realidad rural hasta bien entrados los años ochenta.
Como plantea Baigorri (1995), se llegó a un momento –último cuarto de siglo–, en el que se estaban planteando los mismos problemas que ocuparon a los clásicos como Marx, Durkheim, Weber, Toënnies o Simmel en el siglo XIX. Por tanto, se estaba en un tiempo en el que se construía una ciencia social rural “apropiada para paliar los efectos de la desamortización decimonónica, pero se hacía con un siglo de retraso, cuando los campesinos deseaban incorporarse rápidamente a la modernidad” (1995: 6).
Es en este momento en que se fracturan definitivamente las definiciones estancas (muchas de ellas disfrazadas de continuum), y aparecen nuevas definiciones que intentan reconfigurar la mirada hacia el espacio social rural. Así, se irán sucediendo posturas críticas con respecto a las distinciones elaboradas tanto por los clásicos, como por las disciplinas sociales que heredaron sus problemas. La más temprana, quizás, es la de Phal (1966), quien ve en el intento “culturalista” y reductor de los aportes de Redfield –que enfatizaba el mundo rural como relativamente autocontenido–, una tesis falaz en lo que corresponde a su construcción teórica, cuestionando más que la ausencia de diferencias en el “comportamiento” entre los actores rurales y urbanos, la demostración de cualquier conexión causal entre lo “rural” y las interacciones sociales ocurridas en este espacio.
Pese a su inflexión conceptual, se siguió (y se sigue) definiendo lo rural –de sobremanera por parte de la acción estatal o de intervenciones operativas en los países “subdesarrollados”– por criterios llamados “objetivos”, como los estadísticos, que determinan por variables censales cierto número mínimo de población a partir de la cual una aglomeración se convertiría en urbana. Junto a ello, se suman los típicos criterios de aislamiento, disposición de servicios y ocupación productiva. Esta última, en muchos casos, es definitoria. De hecho, para muchos cientistas sociales lo rural puede resumirse en la idea de Newby sobre el “campo” de la sociología rural:
De hecho la sociología rural podría definirse de forma verosímil como el estudio de aquellos que vivían en una población rural y que estaban dedicados o estrechamente vinculados a la producción de alimentos (Newby, et al., 1981:45).
A poco andar, el debate –que constituye la matriz de atención disciplinaria de muchas ciencias sociales rurales, de desarrollo y aplicadas–, ha ocupado a un buen número de investigadores y se ha transformado en el tópico epistemológico por excelencia, en la medida que se ha traducido el espacio humano y geográfico rural como una distinción conceptual, muchas veces metateórica, que corporeiza el “objeto” de estudio y justifica la existencia de las ramas del conocimiento que están llamados a indagar y, la mayoría de las veces, a intervenir. En este sentido, la sobresofisticación del debate ha venido aparejada no sólo con los cambios estructurales de la sociedad actual, sino también con los “ideacionales”. La crítica a la ciencia, ya sea moderna (la teoría crítica de la escuela de Frankfurt, por ejemplo, o la misma de Orlando Fals-Borda en América Latina); o postmoderna (desde Lyotard a los constructivistas radicales), ha proporcionado un fondo anímico y conceptual que ha convertido al “objeto” en una pieza neurálgica de revitalización investigativa. Las expresiones de este fenómeno son diversas, pero la mayoría acusan la impronta de esta llamada reflexividad:
Vivimos en una urbe global, en la que los vacíos cumplen exclusivamente la misma función que, en términos de microurbanismo, cumplieron los parques y las zonas verdes en la ciudad industrial. Y la Sociología Rural es, en lo que a las sociedades avanzadas se refiere, una ideología, en el mejor de los casos una utopía. (…) ¿Queremos decir con todo esto que lo rural no existe? Faltan datos empíricos para una afirmación semejante, aunque sí creo factible defender la inutilidad de la separación epistemológica entre lo rural y lo urbano. Si las tesis que venimos desarrollando son acertadas, lo rural serían apenas algunos intersticios, fuera de la marcha de la civilización, que quedarían en el interior de lo que denominamos la urbe global. (Baigori, 1995:1-6).
¿Qué explica este tipo de afirmaciones y en qué contexto se inscribe esta provocación ya clásica de los que niegan lo rural? Con la profundización de los procesos de urbanización rural en el primer mundo, algunos geógrafos franceses comenzaron a hablar de lo “rururbano” (Camarero, 1996), para referirse a los espacios mixturados, donde se mezclan las características netamente urbanas con las rurales y se produce la interdependencia de ambos; donde subsiste el “encanto” del campo, pero las formas de vida son predominantemente urbanas, produciéndose tanto la ruralización de lo urbano –la imitación de lo rural por lo urbano–, como la exurbanización.
No obstante, y sobre todo en los países más industrializados, estas definiciones están en estrecha conexión con una serie de fenómenos más o menos complejos –de acuerdo a la región–, acerca de las características del medio y su relación con la urbe. Algunas de estas transformaciones pueden resumirse a la luz de Pérez (2001), en procesos tales como los demográficos (la llamada “contra-urbanización”); económicos (el declive de la agricultura y la diversificación productiva); institucionales (la descentralización política que pretende dar mayor poder a lo local y lo regional y a la supra-nacionalización de la política agraria).
Ante estas condiciones materiales y, por ende, conceptuales, aparecen soluciones más o menos pragmáticas que, imitando el continuum rural urbano, proponen la clasificación más específica de los espacios. Un ejemplo de este esfuerzo lo representan García, Tulla i Pujol y Valdovinos (Barros, 1999). Ellos establecen seis categorías: el espacio urbano, el periurbano o áreas urbanas discontinuas, el espacio semiurbano, con usos alternados; el espacio semi-rural urbanizado, el espacio rural dominado por la actividad agraria pero con algunas influencias urbanas (como por ejemplo las derivadas de la descentralización industrial) y, por último, el espacio rural “marginal”. Estas aproximaciones tienen como premisa lo que Camarero (Op. cit.), para el caso de España, relaciona con la primera gran ruptura del medio rural y sus teorías, provocadas por la desruralización del campo y la aparición de nuevas “ruralidades”, o del neorruralismo. Vale decir, lo rural como un medio diversificado, no asociado exclusivamente a la generación de materias primas y cada vez más orientado al sector terciario. Esto explicado por el paso de una actividad agropecuaria de autosubsistencia a otra de mercado. La ruralidad “postindustrial”, en el decir de Camarero, implicaría un proceso de estancamiento de los masivos éxodos del campo a la ciudad, generando saldos neutros –como lo prueba él para España–, fundados por la terciarización del medio rural, el deterioro ambiental de las ciudades, los procesos de descentralización y flexibilización de la producción, entre otros. Molinero (1990), en tanto, le asigna un valor crucial en la mutación del campo a la plurifuncionalidad de las áreas periurbanas (“ciudades dormitorios”; parques industriales, etc.); las residencias secundarias; el turismo rural; los neorrurales y la diversificación de los mercados de trabajo en el campo.
Estos nuevos roles, visibles en el agroturismo, “la segunda residencia”, o la masificación de la agroindustria, provocarán quiebres reconceptualizadores importantes.Así, los que definen lo rural indefectiblemente unido a la actividad agrícola y explican las diferencia rural/ urbano por aquella característica, fallan. Igualmente, las teorías que se apoyan en el aislamiento como factor diferencial y que tienden a asociar localidad con comunidad, enfatizando la autarquía generadora de “culturas propias” en el campo, comienzan a resquebrajarse debido a la proliferación y acceso a los medios de comunicación y el transporte.
Surge lo que se ha convenido en llamar “multilocalidad” o desterritorialización de la cultura: la desvinculación entre identidad y territorio. Marc Augé (1993, 1996) ha abordado desde la reflexión antropológica los procesos de constitución de “lugares” como un procedimiento simbólico que permite pensar la identidad y que en la “sobremodernidad”4 estaría enturbiado junto al “otro”, a la alteridad cultural. La antropología fue la que más destacó por homologar lugar y cultura; la territorialización de ésta como mecanismo metodológico para poder pensarla, puesto que dotaba al otro diferente de estabilidad: “era lo que convertía la identidad en algo concebible y fácil” (1996:108).
Este proceso, contradictorio y parcial en América Latina por su todavía importante tasa de ruralidad –aislamiento o territorialización cultural reivindicada en el mundo indígena, por ejemplo–, ha sido estudiado desde fines de la década de los ochenta a partir de la expansión de la industria cultural y los medios de comunicación de masas, cuya penetración ha generado hibridación y adscripciones multiidentitarias en las comunidades/localidades donde ha recaído con más fuerza, lo que indicaría que se ha desdibujado y reconfigurado en algunos espacios rurales esta separación, como plantean Martín- Barbero (1987), J. J. Brunner (1988) o García Canclini (1990, 1995, 2000); pero cuyos alcances, creemos, distan mucho de emparentarse con la proliferación radical de los “espacios de anonimato” presentes en el primer mundo.
Desde la geografía estos planteamientos vienen haciéndose desde la década de los noventa. Massey (1993, 1994) por ejemplo, se opone a la idea de lugar unido al de comunidad, en una suerte de crítica a la fetichización cultural del espacio como refugio tempo-espacial no problemático, que hace del lugar un dador de identidad. A su vez, sociólogos rurales como Entera (1998) hablan de los efectos “desterritorializadores de la globalización” expresados acentuadamente en la esfera económica. El autor se remite a las últimas tendencias en el agro europeo, donde los crecientes procesos de producción agroalimentaria suelen desarrollarse al margen del control de los agricultores, en la medida que tienden a hacerse más complejos y a controlarse por grandes corporaciones transnacionales.
Algunos aportes han fluido desde disciplinas antes poco escuchadas por las “sordas” ciencias sociales rurales. Así y desde el revés, la “nueva antropología urbana de los espacios públicos”, por ejemplo, se ha planteado la superación de lo urbano como concepto explicativo y analítico. El antropólogo catalán Manuel Delgado plantea en el Animal Público (1999), algunas provocaciones fecundas, que fracturan muchos supuestos sobre lo “actualmente rural” y que, de paso, son la fuente argumental para dotar de otra carga semántica a lo urbano. El autor propone que la noción de “lugar” se encuentra asociada, más que a las distinciones rural/ urbano como espacio físico, a las distinciones culturales de premodernidad/ modernidad, donde las diferencias parten de la asignación de sentido que los actores le otorgan al espacio, cada vez más fugaz; estructurado pero siempre estructurándose, en una negociación acelerada y constante entre cada civilitas. La mayor parte de estos aportes ya tienen sus antecedentes en las “últimas” ciencias sociales rurales, como en Mormont (1990). Para el autor lo rural es una construcción social refundada, una vez que ya se ha diluido el tipoideal reificado que caracterizaba este espacio. Lo que queda son valores, visiones culturales rurales, estilos de vida que se negocian.
En rigor, estas miradas de lo rural virtualizado, han servido como un espejo para observar la sociedad global, de allí que muchos autores prefieren la dicotomía local/global para abordar el problema. En suma, es una mirada que hurga sobre las distinciones generadas por nuestra carga cultural: “Se nos remetemos ao período da Idade Média, o qual antecede à época em que vivemos, não precisamos refletir para constatarmos a irrelevância de uma discussão sobre o rural e o urbano para o homem medieval”, nos dice Siqueira y Osorio (2001:72).
El grueso de estas perspectivas teóricas se basan en la superación del binomio lugar/identidad y la ocupación productiva como definitoria. Se apoyan en la perspectiva de la construcción subjetiva del espacio por parte de quienes creen que lo viven. Esta postura tiene asideros empíricos irrefutables en los “neorrurales”, que se han construido un espacio rural en oposición a su vida urbana, en un intento de apropiación simbólica, conscientes de la importancia “postproductiva” que adquiere. En efecto, para muchos, el espacio rural comienza a ser reocupado y reivindicado por los urbanitas, siendo objeto tanto de consumo ideológico y cultural como de ocio. Esta reconceptualización ideológica del espacio, respondería a cambios globales de índole económica, política y social, cristalizados en la pérdida de calidad de vida percibida y vivida por la población urbana.
Con todo, actualmente los materiales conceptuales que vienen ocupando muchos cientistas sociales para la definición del “objeto” están vinculados –cómo no– al constructivismo social. Estas definiciones dejan abiertas múltiples posibilidades definitorias del espacio de acuerdo a las variables particulares en que estos lugares se asientan. Esta “epistemología local”, intenta resolver la pluralidad y superposición de realidades en que lo rural se manifiesta, habida cuenta de las combinatorias cada vez menos finitas que comienza a provocar la globalización postindustrial. Así, no es raro encontrar definiciones como ésta: “Lo rural es una construcción social contextualizada en el marco de unas coordenadas temporales y espaciales; es decir, hay muchas manifestaciones de lo rural, cada una de ellas producida en un tiempo y en un espacio territorial determinados queconstituyen el ámbito de su construccióny evolución” (Entera, 1998:19).
Estas últimas ópticas teóricas se han vinculado dificultosa y tardíamente a las tradiciones de la investigación rural en América Latina, más que por una carencia formativa, por una “porfiada realidad” que manifiesta serias distancias entre los países postindustrializados y el híbrido (premoderno/moderno/postmoderno) latinoamericano.
Por largo tiempo las preocupaciones de las ciencias rurales en Latinoamérica estuvieron signadas por una visión desarrollista e indefectiblemente ligadas a una visión de lo rural como un ámbito exclusivamente “agrícola” y con un solo actor protagónico: el campesino, hombre y adulto. Sólo a partir de la década de los noventa estas aproximaciones al “lugar” cambian como producto de las alteraciones diversas y desiguales en las realidades rurales de los distintos países de América Latina, particularmente en el cono sur. Iniciado el siglo XXI, hacen su aparición dos libros sintomáticos (Giarraca, 2001 y Gómez, 2002), que bajo el lema de “nueva ruralidad”, perfilan distintos contextos y aproximaciones teóricas y empíricas donde la ruralidad contemporánea de esta región emerge y se sustenta.
A la luz de estas obras, parece necesario volver sobre la “construcción occidental y urbana de lo rural”, que no sólo diagnostica, sino impone. La mayoría de las conceptualizaciones vertidas a lo largo del desarrollo de las ciencias sociales tienen como eje un marcado metropolitanismo teórico, cuestión que se hace crítica en estos momentos. Esta visión hace, como siempre, que los teóricos construyan su generalización a partir de las señales consideradas “puntas”, como la colección de evidencias que demostrarían nuestra condición postmoderna, donde identidad y territorio se divorcian radicalmente. Esto da como resultado los mismos vicios históricos de la teoría social de la modernización: no está claro el límite entre el diagnóstico y el deseo. Las posiciones críticas al diagnóstico postindustrial en América Latina coinciden en reafirmar la identidad/ lugar y presentan un cúmulo de evidencias donde se presentan condiciones pre-modernas/modernas/ postmodernas, puras o híbridas, donde lo “rural” no sólo tiene un significado virtual, sino que adquiere un sentido reivindicativo de identidad, ya sea campesina, mestiza, indígena –”profunda” en el decir de Bónfil (1986)– o cristiano-popular (Cousiño, 1991); además de la nacional, “mística” o vacacional, propia de gran parte del mundo “desarrollado”. Así, parte del meollo, del fundamento “original” de la llamada “nueva ruralidad”, aparece más como una empiria del “norte” que una realidad generalizada del “sur” o, al menos, una condición que se vive con más equilibrio en las sociedades postindustrializadas que en aquellas donde el bricollage estructural y cultural presenta una escenografía, un decorado “postmoderno” –agroindustrial, turístico–, soportado en materiales febles, premodernos, parchados y agujereados por el aislamiento, la marginación social, cultural y económica de importantes conglomerados sociales de estos espacios (basta recordar los últimos movimientos sociales en el campo protagonizados en Brasil por Trabalhadores Rurais Sem Terra)5.
Por ello, es de suma importancia saber no sólo de qué se habla, sino también desde dónde se habla. La ilusión postindustrial, la utopía contraurbanizante, aparece más como una ideología sedante, que a través del predicado futuro, generaliza y construye virtualmente las condiciones del bienestar presente. Ante la prédica generadora de realidad postindustrial, en extensas regiones de América Latina lo rural todavía es el “lugar”. Aquel espacio que sintetiza las contracciones de la imposición y apropiación (pos)modernizadora; muchos de ellos son lugares radicalmente heterogéneos, que acumulan en sus zanjas los engranajes desvencijados del desarrollismo, los cultivos comunitarios, las empresas agroindustriales o los sitios celebratorios indígenas. Una porción de ellos son “lugares” que se resisten a la “descomposición orgánica”, reacomodándose, como hace cincuenta ó cien años a su “negativo” urbano: abandonándose, sobrexplotándose, erosionándose o contaminándose; pero también disfrutándose, cultivándose sostenidamente, recuperándose o rearraigándose. En suma, testimonios dulces o agraces de la modernidad en su propia recomposición.
Por otro lado, es iluso pensar que el “lugar” –lo rural– se ha mantenido en América Latina con una identidad inmutable. Lo que al parecer ha sucedido, como Martín- Barbero (1987) y fundamentalmente García Canclini (1990) parecenapuntar en relación a los sedimentos premodernos (indígenas y campesinos), no es una desaparición de lo “eternamente” propio y distinto, sino más bien una recombinación multitemporal y multiidentitaria de las formas de comprender y experimentar la cultura y el espacio por los actores que lo habitan; una combinatoria entre tradición, modernismo cultural y modernización socioeconómica.
Pero si bien es cierto que el consumo de estos nuevos espacios comunicacionales –acelerado desde la década de los ochenta en el mundo rural chileno (Fuenzalida, 1985, 1992; Gutiérrez y Munizaga, 1987)– desterritorializa la cultura, no lo hace en toda la cultura. Es justamente esta generalización la que ha sido manejada recientemente por autores como Martín- Barbero (1999) de una forma maniquea:
Por culturas tradicionales entiendo las culturas precolombinas, las culturas negras y en gran medida las culturas campesinas, a las que no llamo rurales pues la oposición entre rural y urbano, que ha sido hace poco otra oposición fundante, y tranquilizante, está sufriendo una transformación radical: más que lo que tiene que ver con la ciudad, lo urbano designa hoy el proceso de inserción de los territorios y las comunidades en lo global, en los procesos de globalización. De tal manera que lo urbano ya no tiene exterioridad: no hay algo que escape a las lógicas de inscripción en los movimientos de lo global… por más adentro de la selva amazónica que se encuentre. Lo rural en su oposición a lo urbano se desfigura y se desubica por su acelerada exposición a la dinámica tecnológica en el ámbito de la producción y de los medios audiovisuales en el ámbito de la cultura. (Martín-Barbero, 1999:17, cursivas mías).
Creemos que este proceso si bien está presente, la hibridez como expresión incluyente de la diversidad de mezclas interculturales –como el sincretismo o el mestizaje– es más definitoria y subsume en América Latina a la sola “postmodernidad comunicacional” de la que nos quiere convencer Martín-Barbero. En un juego dinámico y fragmentario, lo propio se recombina, se refunda, se mezcla con lo ajeno o lo que fue propio (revitalización cultural).
Es evidente que si caracterizamos lo rural en base a su especificidad identitaria –un “modo de vida” que se basa ante todo en las intensas relaciones personales y parentales, como parecen indicarnos Gómez (Op. cit.) y otros clásicos–, tenemos que tomar en cuenta las perforaciones que ese modo de vida tiene a partir de una gran porción de bienes culturales transnacionales que circulan en el campo, que subvierten esa especificidad. Pero también debemos poner atención en aquellos recursos culturales que no se borran, que persisten por un control autónomo de las decisiones sobre éstos (Bónfil Batalla, 1983, 1986). Por ello, si algo caracteriza lo rural en América Latina, según nuestra percepción, es la lucha constante y desigual (por el acelerado peso de los Medios de Comunicación de Masas, entre otras fuerzas hibridizantes), entre territorialización y desterritorialización identitaria, que opera en la totalidad de actores que habitan lo rural y que con potencia se visibiliza en las actuales generaciones, donde la industria cultural y las mediaciones se han dejado sentir intensamente en la última década.
Es probable que los próximos años posibiliten la aparición de una juventud rural con perfiles propios cuyo rasgo fundamental no sea oponerse a su propio mundo adulto sino intente ser, por el contrario, la avanzada de su liberación”
(Gurrieri, 1971: 29).
Por décadas, el sesgo adultocéntrico y desarrollista de la tradición ruralista de la región no exploró con intensidad el papel de los medios de comunicación y la industria cultural en la reconfiguración y génesis, tanto del espacio geocultural rural, como de las nuevas identidades y colectivos allí presentes. El punto crítico: la estrecha relación de estas transformaciones y emergencias con los actores “menores” de este espacio que, en su condición de trabajadores/as migrantes, campesinos/as, pescadores/as, recolectores/as, asalariados/as o estudiantes, se han convertido en los principales consumidores activos6 de los bienes culturales diseminados por el mercado de lo simbólico. Todo, en un momento en que las identidades vinculadas al territorio son teñidas por los entrecruzamientos con los espacios comunicacionales visuales y auditivos; fundamentales para la conformación de la juventud como un colectivo sociocultural fuertemente diferenciado, como lo han demostrado diversos investigadores (Willis, 1990; Feixa, 1999). A decir verdad, reclamarle estas omisiones a las ciencias rurales latinoamericanas (muy especialmente a la sociología rural), resulta inoficioso, habida cuenta que, como hemos demostrado (González, 2002), éstas históricamente no sólo han silenciado e invisibilizado a las y los sujetos juveniles en el campo, sino que su escaso conocimiento acumulado no ha podido zafarse del todo de las primeras interrogantes: “¿existen como grupo social específico?” (Gurrieri, 1971). especialmente a la sociología rural), resulta inoficioso, habida cuenta que, como hemos demostrado (González, 2002), éstas históricamente no sólo han silenciado e invisibilizado a las y los sujetos juveniles en el campo, sino que su escaso conocimiento acumulado no ha podido zafarse del todo de las primeras interrogantes: “¿existen como grupo social específico?” (Gurrieri, 1971).
Desde 1985 –en el contexto del Año Internacional de la Juventud–, comenzó un proceso simultáneo tanto de visibilización por parte de investigadores7, planificadores y técnicos sociales sobre las juventudes rurales, como de los sujetos mismos, que se expresarían en el contexto de la “mercantilización del agro” en torno a las cooperativas de producción y comercialización, microempresas y otras asociaciones lideradas y compuestas por jóvenes, que reivindicarían –y actualmente reivindican– su condición juvenil. Muchas de ellas fueron auspiciadas desde el propio Estado, como actualmente lo hace en Chile el Instituto de Desarrollo Agropecuario (INDAP) en su programa “Servicio Rural Joven” o la Red Latinoamericana de Juventudes Rurales (RELAJUR), compuesta básicamente por organizaciones de jóvenes involucrados en el desarrollo productivo y fomentadas por el IICA. Esto ha llevado a decir a Rodríguez y Dabezies, que la juventud rural “tiene enormes dificultades para construir las señas de su identidad en el contexto de economías campesinas mientras que sus posibilidades tienden a ser mayores en agriculturas capitalistas” (1991: 197).
En Chile el proceso de “eclosión pública” de las juventudes rurales está estrechamente ligado a los procesos específicos que se vivieron en el campo posterior a la “contrarreforma” agraria llevada a cabo por la dictadura militar. Pinochet comienza una acelerada dinámica neoliberalizadora del agro; licita predios fiscales y re-expropiados a asignatarios de la reforma agraria y a parceleros particulares y vende otros a un grupo de empresas transnacionales que se instalan desde mediados de la década de los ochenta en la zona central para producir y exportar frutas. El país se transformó en esta década en el primer país exportador frutícola del hemisferio sur que, incentivado y apoyado legislativa y económicamente por el gobierno, agroindustrializó la mayor parte de la zona central.
En este contexto, emerge un nuevo actor en el campo: los/as temporeros/ as. Trabajadores estacionales que sirven a la agroindustria de la fruta de exportación y que se componen principalmente de “campesinos desplazados de los fundos, exbeneficiarios de la reforma agraria abandonados a su suerte, los que perdieron sus parcelas, los que se vieron obligados a emigrar hacia pueblos o aldeas o hacia ciudades, los miembros de las familias de la pequeña agricultura campesina empobrecida” (Chonchol, 1996: 385).
A partir de esta realidad, comienzan a fraguarse las condiciones que permitieron la visibilidad de los segmentos más jóvenes de temporeros/ as que se enrolaron en estas labores. Aunque el fenómeno fue detectado tempranamente (Cfr. Díaz y Durán, 1986), fue sólo hasta fines de la década de los noventa que se estudió en forma específica (De la Maza, 1998)8, debido a la alta incidencia de jóvenes en estas tareas. De la Maza, aunque parcialmente, adelanta procesos identitarios en intensa marcha:
(…) es una identidad en transición, en la cual impactan los procesos de cambio del sector rural, el acelerado crecimiento de las ciudades intermedias y la irrupción de las comunicaciones audiovisuales. El significado del entornorural, para residir y para trabajar, es ambiguo. De una parte, este es apreciado por su mayor tranquilidad y seguridad. De la otra, el entorno rural es considerado como aburrido, falto de oportunidades, como algo que no puede cambiar. (Op. cit, 74).
Estos referentes parecieran sugerir que en los espacios rurales se da una condición juvenil similar a la urbano-popular descrita por Weinstein (1985), caracterizada por una moratoria negativa (una condición juvenil “forzada”), la que según Rama se origina por la “imposibilidad de asumir roles adultos dada la desocupación, la subocupación y la falta de tierras y capitales” (1986b: 114). En suma, estaríamos ante un profundo proceso de juvenilización vía los medios de comunicación de masas y la industria cultural, donde las “contracciones”, alcances y modalidades son desconocidas.
Tensionado por el contexto y los vacíos investigativos en torno a la conformación de identidades juveniles en el campo, un estudio de caso etnográfico –desde una perspectiva generacional y biográfica– emprendido en un distrito ruralcostero del sur de Chile entre los años 2000 y 20049, nos dio algunas luces sobre el estrecho vínculo entre la emergencia y consolidación de actores juveniles con las transformaciones –y resistencias– culturales y productivas del mundo rural de la región. Por motivos de extensión, abordaremos parcialmente sólo una de las dimensiones indagadas en el estudio, correspondiente a la última generación investigada (1985-2003), a saber: la producción y reproducción de las identidades juveniles.
Desde fines de la década de los ochenta se produce en las comunidades del distrito en cuestión un desfase. El peso de los intersticios de la esfera educativa y el entorno de holganza urbana alimentan en los muchachos y muchachas una condición identitaria “juvenil” definitoria, pero inexistente en términos socioculturales y espaciotemporales en sus localidades rurales de origen. Confinados en los tiempos libres y disponibles en el espacio rural, su experimentación juvenil se ve torpedeada regularmente por la carencia de locus de sociabilidad, interacción, consumo y escenificación de su identidad, que se mueve bajo las coordenadas del encierro, la soledad y la colaboración ocasional en el trabajo “adulto” y sólo interrumpido por las fiestas familiares, torneos de fútbol y celebraciones estivales.
Sin embargo, hacia mediados de la década de los noventa, la implementación de un camino y las nuevas vocaciones productivas (asalariados en el sector servicios, empresas forestales y pesqueras), alterarán radicalmente esta dicotomía, forjándose un escenario inédito de interconexión profunda y sistemática urbano-rural, lo que atenuará ostensiblemente la “doble vida” de muchachos y muchachas y dará continuidad a la experiencia identitaria “joven” forjada en la ciudad y la escuela. De este modo, durante la década de los noventa emerge –para un número importante de jóvenes–, una ruralidad refundada, concebida más como una adscripción vinculada al territorio que a “un estilo de vida” campesino/recolector, dinamizada por la extensión de las comunicaciones y el naciente turismo.
En el principio de la conformación de este nuevo escenario, las y los muchachos/as comienzan a viajar asiduamente los fines de semana en el recién inaugurado bus rural al pueblo más cercano –de aquí en adelante lo llamaremos con el seudónimo de “Pueblo Urbano”– en busca de las también recién estrenadas discotecas y pub. Allí suplen las carencias de circuitos de esparcimiento, sociabilidad e interacción con sus pares. Para entonces “Pueblo Urbano” ya se había convertido en un destino turístico “obligado” de toda la provincia, al cual viajan regularmente pequeñas y grandes embarcaciones para visitar un Castillo- fuerte español, bañarse en sus playas cercanas o asistir a la fiesta mayor. La infraestructura turística había crecido a la par y el centro del pueblo ya estaba dotado con numerosos servicios comerciales y lugares de esparcimiento juvenil, entre los cuales se contaban –y se cuentan–, dos pub, locales con videojuegos y la primera discoteca: “Zodiac”. La discoteca combina la demanda de la población flotante estival con la población juvenil permanente en invierno, lo que la hace permanecer abierta todo el año.
Es sintomático que la discoteca aparezca en forma simultánea a los procesos de expansión juvenilizante en la periferia rural, la que conforma un público fiel y constante a su oferta de ocio segmentado. El auge de la discoteca está directamente emparentado con la apropiación de los bienes simbólicos urbanos hechos en forma previa por parte de las muchachas y muchachos en el contexto educativo, lo que allana el camino para su éxito. Prueba de ello es que en poco tiempo y hacia 1999, aparece una segunda discoteca en “Pueblo Urbano”, la “Danger”. La oferta y las posibilidades de transporte más barato y expedito, permiten que muchachas y muchachos puedan acceder fácilmente a las diversas ofertas de esparcimiento, cuyo itinerario lo testimonian varios miembros de esta generación:
Lo otro era ir a la discotec a [Pueblo Urbano] en micro [bus] y quedarse allá y en la mañana volverse. Ahora hay dos discotec y hay unos pubs alternativos que tienen música en vivo y ahí uno pasa toda la noche. El ambiente es bueno, por lo menos pa’ mi gusto está bien. Para allá iba cuando hacía plata pescando o cuando llegaba gente a las cabañas. Hay gente que llega en invierno, que le gusta venir a pescar sobre todo. Entonces con esa plata me iba y allá me quedaba (…) hay otros que se amanecen no más por ahí, esperando la micro [bus] (Héctor).
Yo también iba a [Pueblo Urbano], a la casa de mi tía, y con mis primas podía llegar tarde. Íbamos a la discoteque ‘Zodiac’ (ahora hay otra más que se llama ‘Danger’). (…) [en la casa de mis primas] hacíamos y deshacíamos. Nos poníamos a tomar, arrendábamos películas para adultos, nos cagábamos de la risa, preparábamos tragos, hacíamos los medios combinados [de alcohol], combinábamos de todo. Lo pasábamos la raja, después nos arrancábamos y nos íbamos a la discotec. (…). (Catherine).
La oferta de holganza y diversión juvenil no tardará en engrosarse. Hacia 1998 y con el desarrollo del turismo en el distrito, se comienzan a asentar algunas casas de veraneo (segundas residencias) y lugares de recreación específicamente juvenil en la propia localidad, hecho de enorme significación para las dinámicas identitarias “divididas”, en términos espaciales, de muchachas y muchachos. Los “Taca-tacas” [futbolines] surgen como una oferta de esparcimiento juvenil en una de las localidades para los visitantes. Sin embargo, al igual que las discotecas de “Pueblo Urbano”, se mantiene en funcionamiento todo el año debido al surgimiento de actores cada vez más diferenciados al interior de la comunidad, cuya demanda de espacios propios es creciente. Sus dueños diagnosticaron asertivamente dicha necesidad, cuya aceptación fue inmediata. Este elemento pasó de ser un recurso cultural “ajeno” a uno “apropiado”, reconvirtiéndose en un elemento propio, de ahí la tolerancia por parte de los pobladores de la comunidad y la ocupación sistemática por sus miembros jóvenes.
La aparición de los “Taca-tacas” resume con potencia las nuevas distinciones etáreas procesadas y apropiadas por la cultura local. Es una suerte de “territorio liberado” donde las y los jóvenes expresan y escenifican su adscripción como grupo sociocultural diferenciado. Los contenidos iconográficos presentes en sus paredes, como el uso social del espacio (consumo de música, reunión, diversión e interacción), no dejan de ser significativos. Los afiches son una suerte de antología de símbolos juveniles articulados en torno a la música, la política y el deporte. El repertorio cruza temporal y temáticamente toda la historia de las culturas juveniles desde su expansión y diversificación (inicios de la década de los sesenta), donde se mezclan el Che Guevara y el grupo Inti Illimani (paradigmas de las juventudes revolucionarias de los sesenta y ochenta); Janis Joplin, Pink Floyd y Jim Morrison (modelos de la sicodelia de los sesenta), con AC/DC, formación de Heavy-Metal protagónica de los años setenta y ochenta. A ellos se suman afiches de los clubes de fútbol Colo-Colo, Universidad de Chile y Católica, agrupaciones deportivas que aglutinan con fuerza desde la década de los noventa a hinchas y “barras bravas” juveniles.
La decoración es una hipérbole que subraya la identidad del lugar como articulador de las y los jóvenes, no importando su filiación de estilo o adscripciones estéticas o deportivas. De este modo la señal es clara: se trata de un centro donde se operacionalizan las diferencias con el resto de la comunidad; se trata, en última instancia, del lugar de “otros”, distintos y particulares por su condición etárea. El contraste en la diacronía visualiza aún más las características de los “Taca-tacas” en relación con su antecedente previo en el distrito, los “clandestinos” [bares informales]. Estos espacios eran eminentemente intergeneracionales y marcadamente masculinos. La tenue asociatividad de solteros estaba dada más por la exclusión por parte del mundo adulto que por interés propio, lo que en los “Taca-tacas” se revierte: son las y losxe por adultos. De esta forma, los “Taca-tacas” cumplen un papel clave en la sustentabilidad de una identidad juvenil crónicamente interrumpida por los estudios que, situada en el espacio propio, escenifica el gran cambio con respecto a la generación precedente, debido a que ensancha la “exigua juventud” de antaño (léase soltería):
Los días viernes me venía para acá [comunidad del distrito), de repente estaba desesperado por volver para acá y a veces no. Es que salió el Taca-taca y nos juntábamos con el resto de cabros [muchachos] de acá. El ambiente era bueno… ‘Hola cabros, ¿cómo estuvo la escuela? ¿Juguémonos un poolcito [billar]? Al rato ya estábamos echándonos algo para la garganta… ¡Ya poh! Y ahí lo pasábamos, terminábamos a las 4 de la mañana y nos veníamos. Y el día sábado era lo mismo, todas las noches. Pero antes, el viernes en la tarde o el sábado, jugábamos una pichanga [pequeño partido de fútbol]. A las 4 de la tarde estábamos cambiándonos de ropa y a las 5 ya estábamos en la cancha jugando. Terminaba la pichanga como a las 7, nos bañábamos y pelábamos [corríamos] al Taca [-taca] (Julio).
Aunque el apogeo de los “Taca-tacas” es en período estival, donde confluyen los miembros que han estado afuera trabajando, los/as propios/ as muchachos/as que estudian y laboran allí mismo o los parientes que vienen de visita y algunos turistas, es en el invierno donde cumplen su papel más importante en la medida que permiten sostener la continuidad de una identidad juvenil fragmentada por las (in)migraciones crónicas.A él recurren todos/as las y los jóvenes de la comunidad a “matar” el tiempo libre. Allí escuchan y comparten música, conversan, beben, fuman y expresan sus diferencias estéticas y de estilo que van desde el reggae (gusto preferente del muchacho que administra el espacio), pasando por la cumbia sound, el heavy metal, hasta el hip-hop y el canto nuevo. Estilos que asocian y disgregan a unos muchachos con respecto a otros, y cuya dinámica se configura en la simiente de culturas juveniles en el “lugar”.
Más allá de los “Taca-tacas”, surge un segundo espacio propio: la celebración de “cumpleaños” [aniversarios]. Dichos convites tienen la particularidad de segregar explícitamente a los actores adultos al interior de la comunidad y, aunque esporádicos, suplen lo que los “Tacatacas” no cubren como espacio de holganza y esparcimiento: la interacción con el sexo opuesto y la propiciación de relaciones afectivas. Los cumpleaños se erigen como un sustituto local de las discotecas, donde se posibilita el galanteo, el pololeo [noviazgo menos formal], el consumo de alcohol y tabaco y las manifestaciones identitarias de estilo, moda y estética. Su importancia es triple: por un lado congrega a la mayoría de los que se perciben y autoperciben como jóvenes; por otro, construye en torno a la edad atribuciones y distinciones específicas, separadas de los espacios y bienes simbólicos percibidos como provenientes del mundo adulto. Por último y quizás más importante, establece a partir de sus omisiones y elecciones de estos bienes culturales, la distancia y cercanía con las distintas sensibilidades juveniles presentes tanto en el propio entorno rural como en el urbano.
Al contrario de la discoteca, en los cumpleaños el control de la música que se baila, los modos de organización y puesta en escena están en manos de los propios actores; por tanto, se actualizan y cristalizan directamente los contenidos materiales y simbólicos que se creen pertenecientes al imaginario juvenil del momento y, aún más, que se sienten como pertenecientes al imaginario juvenil de un “nosotros”, llave para entender las diferencias identitarias juveniles tanto a nivel interno como externo, en la urbe y el campo.
Es este “control” el que nos permite cotejar los “modos de ser joven” en el contexto local-rural con relación a las formas juveniles externas o global-urbanas. Es en la decisión de uso de estos bienes donde se materializan las señas de identidad de los/as recién constituidos “jóvenes rurales”. Sólo a partir del análisis de este ejercicio de micropoder (Gil Calvo, 2003) –habida cuenta de las superposiciones e hibridación provocada por los flujos e interconexiones rururbanas10–, se pueden visualizar los contrastes. De allí la relevancia de los espacios y bienes simbólicos propios y apropiados como los cumpleaños, los “Taca-tacas” y, fundamentalmente, los “decorados” estéticos y sonoros que por ellos circulan:
Pa’ los torneos [campeonatos de fútbol] hay siempre viejos y jóvenes, pero los jóvenes nos juntamos pa’ los cumpleaños. El último que fui fue el de la Alen. Lo hicimos en la sede [Sindicato de Pescadores de la comunidad]. Pedimos la sede y ahí invitamos a chicos de [“Pueblo Urbano” y comunidades cercanas]. La fiesta empezó como a las 9 y había lo principal, pisco, cerveza. También adornamos la sede con globos, con cuestiones. Nosotros nos poníamos con el trabajo y ella se ponía con la torta, el kuchen, las papas fritas. No se conocían na’ algunos, los de [Pueblo Urbano]. Estaba buena la fiesta, porque de [Pueblo Urbano] ella trajo mujeres y hombres. Estuvo buena, había luces de fiesta, ampolletas de colores que se las consiguieron allá. Tenían hartos casetes, así que se bailó ‘Amar Azul’, ‘Ráfaga’… Aquí somos fanáticos de ‘Amar Azul’, de la música [cumbia] Sound. (…) Pero el que más me gusta es ‘Amar Azul’. Me gusta desde que empezó, desde que llegaron los casetes aquí y los compramos en [Pueblo Urbano]. Mi hermano llegó con esas canciones. No cacho [entiendo] mucho de la vida del grupo porque a mi hermano le gusta más la música, él tiene posters de ‘Los Sultanes’ y los ‘Red’, hartos posters. (Juan).
Aunque restringidos, valgan estos testimonios para dar cuenta de, al menos, un fenómeno: la emergencia de identidades juveniles en el mundo rural como una hipérbole de su propio reacomodo. En este sentido, el uso de la metáfora del óxido en el título de este trabajo debe entenderse en una doble extensión. La primera da cuenta de la dimensión temporal, que se ancla en la premisa moderna de la superación de lo arcaico; por tanto, de un transcurso que provoca envejecimiento y a la larga, destrucción. La segunda tiene que ver con el contacto, según la clásica definición química de oxidación, que es la combinación de un elemento metaloide con el oxígeno. Si bien la continuidad de la “identidad” de lo rural como espacio y cultura se ha corroído por este mestizaje e interdependencia con la urbe (pos)industrial, su esencia está conformada tanto por la argamasa de la corrosión (nuevas y múltiples alteridades identitarias en cambio permanente), como por lo que esconde dicha pátina ferrosa: sus elementos culturales “originarios” (indígenas o campesinos). Son estas capas lo que muchas geografías esconden como testimonio de su recomposición territorial y cultural.
1 Entre éstos, dos autores son particularmente relevantes por el alcance de sus planteamientos. Banfield (Op. cit.), basado en una investigación en una comunidad rural del sur de Italia, propone un acercamiento a la “cultura campesina” desde un elemento central que la caracteriza, a saber, el “familismo amoral”, por el cual explica la incapacidad de los campesinos de actuar juntos por un bien común o por intereses que excedan los intereses materiales de la propia familia. Foster, en tanto, desarrolla la teoría “de la imagen del bien limitado” en sus estudios sobre un poblado rural mestizo mexicano (tzinzuntzan). Foster plantea, a grandes rasgos, que el campesino percibe la existencia de “lo bueno” en el mundo como limitado o finito (la riqueza, la salud, la amistad); por tanto, si una unidad familiar posee muchos de estos bienes, significa que se lo está quitando a otra.
2 Los antecedentes teóricos arrancan desde K. Marx que llegó a concebir a los campesinos como “idiotas rurales”, representantes de la “barbarie dentro de la civilización” (Heynig, 1982). Debido a la imposibilidad de adecuarse a la realidad rural, el campesino era un burgués y un proletario simultáneamente: propietario de sus medios de producción y, a la vez, su propio asalariado. Tanto en Comte como en Spencer se evidencian planteamientos de naturaleza similar. El primero formulando la ley de los tres estados (teológico, metafísico y positivo), que dio argumento para explicar el cambio de una sociedad agraria a otra urbano-industrial, auspiciando una evolución definitiva hacia la racionalidad positiva. El segundo, postulando el paso de lo homogéneo a lo heterogéneo, como modelo característico de la evolución hacia la sociedad industrial. Ambos, como plantea Entera, afianzan sus ideas en que “el pasado tradicional significaba lo “malo”, el presente “lo bueno” y el futuro “lo mejor” (1998:125).
3 Este debate, que excede las pretensiones de este capítulo, puede seguirse con más rigor teórico en el contexto mexicano, abordado analíticamente por Hewitt (1988) a partir de los trabajos de Ernest Feder y Roger Bartra.
4 Neologismo del autor para describir la contemporaneidad, que se carateriza según él, por la coexistencia de las corrientes de uniformización y particularización cultural bajo la lógica del exceso de información, de imágenes y de individualismo.
5 Por lo demás, las cifras son claras: las sociedades latinoamericanas todavía mantienen la peor distribución de la riqueza en el mundo (BID, 1998) y según el Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura, la evolución de la pobreza rural de América Latina y el Caribe muestra que ésta no ha variado mayormente durante la última década: “Aproximadamente dos tercios de la población rural en condiciones de pobreza son pequeños agricultores. El tercio restante lo representan trabajadores sin tierra y grupos étnicos. Un cuarto de la población en condiciones de extrema pobreza es indígena” (Echeverría 1999, en IICA, 2000: 9).
6 “Activo” con relación a las “mediaciones”, entendidas por Martín-Barbero (1987) como el lugar desde donde se le otorga el significado a la comunicación y se produce el sentido. Bajo esta perspectiva, la comunicación es concebida como un proceso de interacción entre la propuesta proveniente de los medios y el universo cultural del receptor, quien se concibe como sujeto activo, capaz de otorgar nuevos significados a los contenidos a los que está expuesto.
7 Entre éstos se cuentan los significativos aportes de Reuben (1990) y Durston (1997).
8 Aunque restringido al consumo televisivo y de carácter cuantitativo, el trabajo de Fuenzalida -hasta ahora uno de los escasos estudios en Chile sobre consumo massmediático por parte de los habitantes rurales y una porción de “jóvenes campesinos”-, constituye otro aporte. El autor señala que los medios de masas permiten constituir una generación juvenil con menos diferencias entre el joven urbano y el joven rural, “la posibilidad de una ‘urbanización con el consumo’ de productos juveniles (sin necesidad de abandonar el campo) y modelos ficcionales ante diversos conflictos de la vida afectiva, escolar, familiar o laboral” (Fuenzalida, 1992:144).
9 Distrito con cerca de 1.000 habitantes dedicado a la recolección de peces y mariscos; labores forestales; pequeña agricultura y, últimamente al turismo en pequeña escala. Las diferencias agroecológicas y culturales tuvieron un importante papel segmentador de las realidades rurales de la zona central con respecto al sur y centro sur de Chile. Para el caso de la región sur, y específicamente de la región de Los Lagos, el modelo neoliberal impactó fuertemente la economía y la pequeña explotación agropecuaria, a través de la penetración capitalista de la agricultura comercial, pero lo hizo con intensidad a partir de la década de los noventa, con una agroindustria ligada a la pesca (salmonicultura) y al sector forestal (Amtmann, et al., 1998). En esta zona geográfica se evidencian procesos similares a los detectados por De la Maza, aunque signados por factores específicos, de tipo productivo y geocultural: una población mestiza y mapuche-huilliche importante, un significativo aislamiento y, lo fundamental: una persistencia de economías campesinas/ recolectoras de índole familiar que sustentan, vía la fuerza de trabajo estacional, fundamentalmente joven, a las agroindustrias lecheras, agrícolas, forestales y acuícolas.
10 Lo fundamental es que estas diferenciaciones sólo se constituyen relacionalmente, es decir, son invisibles sin su acción recíproca: el cómo la urbe perfora lo rural y, a su vez, cómo ésta es perforada por el campo en términos culturales.
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Leonilde Servolo de Medeiros*
* Professora do Curso de Pós-graduação em Desenvolvimento, Agricultura e Sociedade da Universidade Federal Rural do Rio de Janeiro (CPDA/UFRRJ). Pesquisadora do Conselho Nacional de Pesquisas Científicas e Tecnológicas (CNPq). E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
El artículo busca describir la diversidad de protagonistas de la lucha por la tierra en Brasil y las nuevas preguntas que los resultados de sus reivindicaciones han producido en la problematización de los parámetros clasificatorios por medio de los cuales se ha tratado de definir lo rural y lo urbano, el campo y la ciudad. A lo largo del texto, se muestran las transformaciones de los grupos humanos que demandan tierra, los efectos de esa demanda sobre las políticas públicas y la dinámica de reivindicaciones que desencadenan.
Palabras clave: cuestión agraria, lucha por tierra, trabajadores sem terra, assentamentos rurais, Brasil.
Este artigo pretende caracterizar a diversidade dos atores que lutam pela terra no Brasil e as novas questões que os resultados de suas reivindicações trouxeram à problematização dos parâmetros classificatórios que são usados para definir os limites entre o rural e o urbano, o país e a cidade. No texto, as transformações na terra exigente do público, os efeitos dessas afirmações nas políticas públicas e a sequência de reivindicações geradas por elas são apontadas.
Palavras chave: questão agrária, luta por terra, trabalhadores sem terra, assentamentos rurais, Brasil.
This article intends to characterize the diversity of actors fighting for land in Brazil and the new questions that the results of their claims have brought to the problematization of the classificatory parameters that are used to define the limits between the rural and the urban, the country and the city. In the text, the transformations in the public demanding land, the effects of these claims on public policies and the sequence of vindications generated by them are pointed.
Key words: agrarian question, land struggle, landless workers, rural settlements, Brazil.
Nas últimas décadas, o perfil do que se poderia chamar a face rural do Brasil sofreu significativas mudanças, expressas não só no aumento da velocidade da expropriação dos trabalhadores do campo, estimulada pelo ritmo de modernização das atividades agrícolas e agroindustriais, mas também pelo aparecimento de novas formas de organização, identidades políticas, demandas e repertórios de ação por parte do contingente atingido por esse processo.
Ao longo das mudanças em curso, chama a atenção o fato de que tem se mantido vigorosa a demanda por reforma agrária, como demonstram o crescimento dos acampamentos e ocupações, a ampliação do âmbito de atuação e a projeção nacional e internacional que o Movimento dos Trabalhadores Rurais sem Terra (MST) adquiriu nos últimos vinte anos. Essa persistência, no bojo de intensas transformações no processo produtivo e da crescente importância do agronegócio na economia do país, atualiza o debate sobre o seu significado, protagonistas e questões que coloca para a reflexão sobre o meio rural.
Ao longo da história brasileira, a reivindicação por terra apareceu sob diversas roupagens mas, em qualquer de suas formas, o fiz denunciando uma das facetas da concentração de riqueza da sociedade brasileira: a fundiária. A intensa modernização tecnológica da agricultura, verificada a partir de meados dos anos 60, aprofundou as desigualdades já existentes e traduziu- se numa crescente dificuldade de acesso dos trabalhadores à terra, agravando o que vem sendo chamado de “pobreza” no meio rural. Esse termo, de circulação cada vez mais intensa nas instituições nacionais e internacionais geradoras de políticas públicas, ao mesmo tempo emque enfatiza as carências básicas de determinados segmentos da população, dilui suas particularidades, atores envolvidos e os temas em disputa. Nos termos em que se coloca a proposta do presente artigo, a expressão “reforma agrária”, que tem sintetizado um conjunto de reivindicações dos trabalhadores rurais pauperizados, envolve a nomeação e localização dos personagens, a constituição de identidades políticas e uma história de lutas sociais: de um lado, os que se apresentam no espaço público como demandantes de terra para trabalhar e se reproduzir socialmente1; de outro, os que se identificam como empresários ou produtores rurais, mas que são, no processo de disputa política, identificados como latifundiários2. Ao mesmo tempo, a expressão aponta uma saída historicamente constituída e incorporada às instituições estatais: a redistribuição de ativos fundiários, através da desapropriação de imóveis improdutivos3.
Neste artigo, pretende- se caracterizar a diversidade dos protagonistas dessa luta e os novos desafios que a reflexão sobre o tema têm trazido para a problematização dos parâmetros classificatórios por meio dos quais os cientistas sociais têm procurado definir os limites entre rural e urbano, campo e cidade. A intenção é trazer algumas contribuições para superar o que Melucci (2001) chama de “miopia do visível”, ou seja, atenção sobre os aspectos mensuráveis da ação coletiva, isto é, a relação com sistemas políticos e os efeitos sobre as políticas, ignorando a importância da produção de códigos culturais que constitui a principal atividade das redes submersas dos movimentos sociais.
Os protagonistas da luta por terra têm mudado bastante nas últimas décadas, incorporando novos segmentos e formas de ação, indicando a necessidade de uma perspectiva histórica que permita entender a trajetória dessa luta e as concepções e expectativas em jogo.
Um rápido percurso na história mais recente do país mostra que, nos anos 50/60/70 do século XX, momento em que a reforma agrária se afirma no cenário político como principal bandeira dos trabalhadores do campo, os principais protagonistas da luta eram segmentos que já estavam de há muito na terra, por vezes há gerações, e quepassaram a ser pressionados para dela sair pelos que apareciam com títulos de propriedade (muitas vezes falsos) e que tinham interesse em investir em atividades produtivas, ou, o que era bastante comum, apenas usar o imóvel como reserva de valor. Duas situações eram bastante recorrentes: a dos posseiros (lavradores que não tinham qualquer documento formal que comprovasse a propriedade da terra onde viviam) e a dos que tinham acesso a um lote por meio de algum tipo de contrato de arrendamento, parceria ou como moradores ou colonos4. A figura do posseiro predominava nas regiões por onde então se expandia a fronteira agrícola (nos anos 50, estado de Goiás, sudoeste do Paraná, Maranhão; nos anos 70, Pará), mas também em outras áreas, de ocupação antiga, mas abandonadas pelos antigos proprietários em razão da falência de atividades econômicas e que foram pouco a pouco apropriadas por pequenos agricultores. Era o caso da Baixada Fluminense, no entorno da então capital federal, no estado do Rio de Janeiro. Rendeiros, foreiros (denominações locais para lavradores que tinham contratos assemelhados com arrendamento e parceria), por sua vez constituiram-se na principal base das lutas por terra na região nordeste do Brasil, celebrizadas por meio das Ligas Camponesas. Nesse caso, tratava- se de resistência a um processo de expropriação em curso, ligada às transformações de cultivo. Em outras áreas do país, como é o caso do estado de São Paulo, arrendatários discutiam as próprias regras dos contratos de arrendamento ou então as condições de trabalho nas lavouras de café e algodão. As lutas desses segmentos marcaram os anos 50 e o início da década de 60 e foram a base para a constituição de uma identidade política –camponês– e de uma bandeira de luta que passou a traduzir um conjunto diversificado de demandas –reforma agrária–.
Apesar da repressão às organizações de trabalhadores que seguiu ao golpe militar de 1964, os conflitos por terra prosseguiram, embora de forma atomizada e desarticulada, e se estenderam por novas regiões (em especial na Amazônia). Em grande parte dos casos, mobilizavam o mesmo tipo de população: trabalhadores que já estavam na terra e passavam a ser ameaçados pelos novos interesses ligados à propriedade fundiária, agora configurados nos conglomerados financeiros e industriais que passaram a receber incentivos estatais para investir na modernização agrícola.
Parte importante desses conflitos ainda persistiam no final dos anos 70 e início dos anos 80 –momento em que se iniciou um amplo movimento por redemocratização do país, culminando no fim do regime militar– e vinham à tona principalmente mediante as denúncias da Igreja Católica. Desde então, uma descontínua política de assentamentos atendeu parte das demandas, garantindo a permanência na terra dos que nela viviam e suas formas tradicionais de uso, reavivando um ideal camponês que muitos consideravam condenado pela modernização agrícola.
No entanto, não foi essa a face mais visível e inovadora da luta por terra na década de 80. A modernização da agricultura levada a cabo durante o regime militar também criou novos personagens: entre outros, trabalhadores obrigados a se deslocar em função da construção de grandes projetos hidrelétricos (atingidos por barragens); seringueiros, que se projetaram mundialmente em função da capacidade de suas lideranças de juntar a luta por terra à preservação ambiental; os sem terra, produto do rápido processo de pauperização e expropriação, em especial no sul do país, de pequenos proprietários, muitos dos quais não conseguiram se integrar de forma exitosa ao novo modelo de agricultura, altamente tecnificado. Dívidas, rápida elevação do preço da terra, opção por monocultura, num contexto de crescente aumento de produtividade beneficiando principalmente os grandes produtores, foram alguns dos fatores que fizeram com que parte dos pequenos agricultores perdessem ou vendessem a terra e buscassem outras alternativas de sobrevivência, quer na própria agricultura, migrando para regiões de fronteira em busca de projetos de colonização, quer passando a tentar sobreviver como arrendatários ou ainda buscando alternativas urbanas de inserção. Nem sempre essas alternativas foram bem sucedidas e, não por acaso, no final dos anos 70 e início dos anos 80, é nas áreas mais modernizadas da agricultura brasileira que a disputa fundiária ganha força, envolvendo não os que resistiam na terra onde há muito viviam, mas os que já a haviam perdido. Esse contingente de expropriados, marcados pelo trabalho capilar de organização de setores da Igreja Católica ligados à Teologia da Libertação e com um perfil cultural bastante distinto de posseiros e foreiros, se constituiu, nesse momento, na principal base do MST.
Nos anos 90, esse contingente passou a ser engrossado por novas levas de demandantes de terra. Um primeiro grupo é o dos trabalhadores já expropriados que viviam nas periferias das pequenas ciudades interioranas e sobreviviam através do trabalho temporário nas grandes lavouras que, por razões relacionadas –como a macropolítica econômica–, entraram em crise. é o caso das usinas de açúcar (em especial, mas não só, nas áreas de menor competitividade, como é o caso de parte importante da zona canavieira nordestina) e das áreas cacaueiras da Bahia. Outro contingente é o dos trabalhadores que não se reproduziam socialmente mais pelo trabalho agrícola, mas principalmente por meio de atividades urbanas, marcadas por uma enorme precariedade (construção civil, vendedor ambulante etc) e sem vínculo formal de emprego. Para estes, o ingresso na luta por terra aparecia como uma forma, entre outras possíveis, de enfrentar as dificuldades de trabalho em caráter mais permanente, quer no campo, quer na cidade5.
Pesquisas recentes têm mostrado que o fantasma do desemprego, o medo da desestruturação de relações familiares, em especial nas periferias das grandes cidades, expresso nas constantes menções a riscos da vitimização pela violência urbana ou do recrutamento dos filhos pelo tráfico de drogas, têm sido elementos importantes na construção de novas opções. Trata-se de uma população com dificuldades de se inserir num mercado de trabalho altamente competitivo que, cada vez mais, demanda conhecimentos especializados, alijando aqueles com baixa escolaridade e pouca profissionalização. Mas, a alternativa de se envolver em acampamentos e ocupações foi também, em grande medida, produto da consolidação e visibilidade do MST, que, de alguma forma, atualizou a possibilidade do acesso à terra num momento em que ela já não se inscrevia nos horizontes, tornando-a uma alternativa possível de sobrevivência e de reconhecimento social6.
Se nos anos 70 o sindicalismo rural foi o principal porta-voz das lutas por terra, nos anos 80, é o MST que a polariza. Inovando em termos de repertório de ações, através da utilização de eventos de grande repercussão nos meios de comunicação (acampamentos e ocupações de fazendas por um grande número de trabalhadores; caminhadas, com duração de meses; ocupações de prédios públicos), criou fatos políticos que atraíram a atenção da opinião pública, buscando reconhecimento e gerando a explicitação de oposições e alianças. Iniciado no Rio Grande do Sul, ainda no final dos anos 70, essa organização rapidamente se estendeu a outros estados, tornando-se ponto central na constituição de uma nova identidade política: a de sem terra (Navarro, 2002; Fernandes, 2000; Caldart, 2000). Os acampamentos e ocupações tornaram-se uma espécie de marca registrada de sua prática, criando toda uma simbologia que, em pouco tempo, passou a ser adotada também pelo sindicalismo rural, que disputava a hegemonia na condução da bandeira da reforma agrária7. Trata-se de uma forma inovadora de luta pela terra que publiciza a demanda, cria fatos políticos, impõe negociações, polariza atores e traz o Estado para o centro do debate, obrigando-o a tomar posições, constituir políticas etc.
Formularam-se ainda princípios organizativos próprios, bastante distintos dos que tradicionalmente regeram as organizações sindicais: arregimentação de famílias inteiras (e não apenas de indivíduos), sem um processo de filiação ou associação formal, mas apenas com base na participação, que pode começar em qualquer tempo e lugar e envolver pessoas das mais diferentes trajetórias, inclusive aquelas sem origem rural (Caldart, 2000). Por outro lado, também diferentemente da tradição sindical, abriu-se espaço para colegiados de coordenação, implicando uma estrutura menos rígida, ao mesmo tempo, mais ágil, mas nem por isso menos centralizada (Navarro, 2002).
As inovações trazidas pelo MST em relação à prática sindical vão também na direção de buscar formas organizativas relacionadas à produção dos assentados, buscando sua inserção no mercado através de cooperativas e associações e de um esforço inicial de criação de formas coletivas de produção. Verifica-se ainda uma forte preocupação com a reprodução de quadros, por meio de um processo intensivo de formação, com ênfase na escolarização formal e na formação política. Se, num primeiro momento, esses quadros surgiram dentro dos próprios assentamentos, projetando lideranças, hoje o esforço se estende também para jovens estudantes universitários, mobilizados para realizar cursos de formação, estágios de vivência em assentamentos, trazendo para o seio da organização não só trabalhadores (“rurais” e/ou “urbanos”) que demandam terra para trabalho, mas também um público que passa a participar da organização não por desejar terra, mas por compartilhar de seu ideário e se dispor a difundilo e apoiá-lo a partir das mais diferentes frentes de ação.
Um outro traço do MST é a não limitação de suas ações ao “rural” tal como convencionalmente definido. Partindo do pressuposto que a viabilização da reforma agrária e dos assentados relaciona-se com a própria lógica do modelo de desenvolvimento e de que se trata de uma questão que não é local nem nacional, mas global, o MST tem participado de campanhas contra os transgênicos, contra a Alca etc., e se integrado a redes globais de movimentos, como a Via Campesina.
Os assentamentos rurais, formas através das quais vem se concretizando o acesso à terra por parte dos trabalhadores que a demandam, são produto de uma luta silenciosa e contínua, que ocorre em diversos pontos do país e é potencializada pelas iniciativas de suas organizações de representação (MST, sindicalismo rural e/ou diversos movimentos de atuação mais regional) ou de entidades de apoio (Comissão Pastoral da Terra, por exemplo). São ainda produto da forma como as instituições estatais equacionam os conflitos e agem sobre eles.
Ao longo dos anos 80 e 90, o Estado passou a reconhecer os conflitos que eclodiam e a tentar redirecionar suas demandas, ressemantizando-as e gerando mecanismos institucionais para seu enquadramento (Offe, 1984; Tarrow, 1994). Tornou-se, assim, um dos atores cruciais de um complexo jogo político onde são disputados significados e conteúdos das políticas públicas, em especial da reforma agrária.
Os assentamentos têm sido criados, desde os anos 80, a partir de uma lógica de intervenção governamental que tem privilegiado a ação pontual sobre situações de conflito, segundo sua gravidade e/ ou a visibilidade dos diferentes interesses envolvidos. Isso lhes deu características peculiares: são espacialmente dispersos, muitas vezes com pouca infra-estrutura viária (dificultando ou mesmo inviabilizando o acesso a mercados para os produtos gerados) e deficiências no que tange a assistência técnica, apoio financeiro, sanitário e educacional. Nas regiões onde se verifica uma maior concentração de projetos, ela se deve muito mais à própria forma que as lutas por terra assumiram do que a uma opção prévia de intervenção coordenada. Como apontam Heredia et allii (2002:77), as medidas que resultaram na criação dos assentamentos do período democrático, sem estarem orientadas para a realização de uma reforma agrária ‘massiva’, como exigiam os movimentos de trabalhadores, mas adotadas sob pressão destes, foram potencializadas por uma certa simultaneidade (‘pacotes’ de desapropriações) e por sua concentração nas regiões em que os movimentos atuavam, mesmo não atingindo necessariamente áreas contíguas. A percepção do sucesso do caminho adotado estimulou trabalhadores das cercanias a seguirem na mesma linha, sendo feitas novas desapropriações, adensando-se os assentamentos em determinadas áreas e levando os movimentos a tentarem repetir a experiência em outras tantas. Assim foram surgindo “áreas reformadas” a posteriori.
No entanto, os assentamentos vêm alimentando também outras demandas, abrindo um ciclo de reivindicações e mobilizações, das quais o acesso à terra é apenas o momento fundante. Com efeito, as pesquisas têm mostrado que a criação do assentamento e a obtenção do status de produtor rural assentado geraram reivindicações que permitiram o acesso, ainda que limitado e pontuado de dificuldades, desse segmento a bens dos quais anteriormente estavam excluídos. é o caso, por exemplo, do crédito rural, melhorias no sistema viário, energia elétrica, saúde, escola, inserindo os assentados num universo de negociações, de reconhecimento social e de descoberta e/ou criação de direitos antes distante do seu cotidiano.
Fazem parte da construção desse reconhecimento diversas circunstâncias. Os assentamentos tendem a fortalecer os movimentos de luta pela terra, uma vez que se constituem em prova da eficácia das pressões intensas, em especial quando a referência são as ocupações de terra e acampamentos; provocam rearranjos institucionais, rebatendo na necessidade de um aparelhamento do Estado para lidar com essa nova realidade (não só no que diz respeito à criação de novos organismos ou reformulação dos existentes –nos governos federal, estaduais e municipais– mas também de novas leis e regulamentações); possibilitam a geração de empregos e, de alguma maneira, o aumento do nível de renda de boa parte das famílias assentadas (com reflexos nas economias municipais e regionais); têm potencial para alterar, em maior ou menor medida, as relações de poder local, não necessariamente deslocando-as para um outro, mas passando a ter peso nas decisões locais ou, de alguma forma, influenciando-o, por meio de criação de associações, participação na vida político-partidária local etc.
Nas demandas está presente, explícitamente ou não, a procura, a partir de uma nova participação social, de formas de viabilização de uma inserção mais vantajosa no mercado de trabalho (a ênfase na importância da escola, tida como chave de abrir portas para a ascensão social é um exemplo disso), em muitos casos por meio de uma complexa combinação de estratégias familiares, envolvendo atividades agrícolas e não agrícolas, dentro e fora dos assentamentos, no meio rural ou nas cidades. Nas suas particularidades, esses arranjos expressam visões de mundo e estratégias que revelam aspirações que não sempre estão adequadamente traduzidas pelas organizações de representação, nem muito menos correspondem às interpretações que as instituições estatais fazem delas quando normatizam o processo de alocação de trabalhadores. Eles têm sido uma forma importante de expressão e cristalização das experiências anteriores vivenciadas por diferentes segmentos de trabalhadores envolvidos nos conflitos fundiários e têm alimentado conflitos cotidianos, com o Estado e com as organizações de representação, perceptíveis na dinâmica dos assentamentos8.
Os processos em que os assentamentos estão imersos indicam inserções sociais, experiências acumuladas, projetos de vida, concepções de legitimidade, valores que passam a ser difundidos através do próprio processo de constituição e legitimação dos grupos. Não se trata exatamente de “projetos”, no sentido de propostas claramente delineadas, com estratégias definidas. Na expressão de Melucci (2001), são antes sinais, mensagens de algo que está nascendo; que indicam transformações, mas não explicitam sua direção9.
Em muitos casos (e toda a tentativa de generalização é sempre perigosa) nos assentamentos (e não só neles, mas também em diferentes formas do que vem sido chamado de agricultura familiar), o que se verifica é a constituição de uma nova relação dos trabalhadores com as atividades agrícolas, que impõe questionar as concepções que defendem a existência de alguns segmentos “vocacionados” para a agricultura e outros não. Esse tema é bastante comum no debate político em torno da pertinência ou não de uma política de reforma agrária no Brasil e tem sido bastante utilizado pelos que se opõem à ampliação da política de assentamentos, assumindo frequentemente um caráter acusatório.
Nas demandas dos assentados há um sonho, também presente nas lutas de outros segmentos: o de superar o rural como espaço da precariedade e de reconstruí-lo como um modo de vida particular onde está presente muito do que se convencionou ser característica do urbano: a inserção na política, boa educação, possibilidade de produção de bens culturais, bom atendimento à saúde, acesso a eletrodomésticos, moradias confortáveis, espaços de lazer, de prática de esportes etc.
1 Entre eles, sem terra, atingidos por barragens, posseiros, seringueiros, ribeirinhos, posseiros etc.
2 No Brasil, o termo latifundiário evoca relações de dominação, exploração, violência, mais do que somente uma forma de propriedade. Trata-se de um termo com fortes conotações políticas. Daí o empenho dos grandes proprietários em cunhar no espaço público uma identidade fundada na produção e na modernidade produtiva.
3 A Constituição brasileira prevê a desapropriação para fins de reforma agrária de imóveis rurais que não cumpram sua função social, constitucionalmente definida em termos de produtividade média semelhante à região onde está o imóvel, cumprimento da legislação trabalhista e respeito ao meio ambiente. As desapropriações implicam indenização em dinheiro e à vista das benfeitorias existentes e pagamento da terra em títulos da dívida agrária. Na prática, acabam sendo passíveis de desapropriação apenas as propriedades consideradas improdutivas. Para maiores detalhes, ver Constituição brasileira de 1988 e Lei Agrária de 1993.
4 Morador é o nome que se dava, no Nordeste brasileiro, ao trabalhador que vivia numa grande propriedade, prestava serviços na lavoura principal (geralmente uma monocultura de exportação) e tinha acesso a um pequeno lote para construção de moradia, plantio de alimentos básicos e criação de pequenos animais. Nas lavouras cafeeiras do Centro Sul, esse mesmo tipo de trabalhador era chamado de colono. Para maiores informações, ver Palmeira (1977) e Stockler (1986).
5 A distinção entre os dois contingentes está sendo feita apenas para facilitar a exposição. Na prática, por vezes, eles se superpõem.
6 Embora o MST tenha um papel central na publicização da luta por terra, não é a única organização que se envolve nela. Desde o início dos anos 90, o sindicalismo rural passou a também atuar mais incisivamente nessa direção, reproduzindo acampamentos e ocupações. Localmente também surgiram várias organizações, muitas delas dissidentes do MST, que se utilizavam do mesmo repertório de ações.
7 Uma interessante discussão sobre os acampamentos como forma específica de luta, bem como a disputa entre organizações pela sua condução, pode ser encontrada na exposição virtual sobre o tema organizada por Lygia Sigaud: www.lonasebandeiras.com.br. Ver também Sigaud, 2000.
8 A literatura sobre assentamentos menciona fartamente esses conflitos. Uma discussão recente sobre o tema pode ser encontrada em Martins, coord. (2003).
9 De acordo com Melucci, “os movimentos contemporâneos são profetas do presente. Não têm a força dos aparatos, mas a força da palavra. Anunciam a mudança possível, não para um futuro distante, mas para o presente da nossa vida. Obrigam o poder a tornar-se visível e lhe dão, assim, forma e rosto. Falam uma língua que parece unicamente deles, mas dizem alguma coisa que os transcende e, deste modo, falam para todos” (Melucci, 2001: 21).
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María Cristina Laverde Toscano*
* Socióloga. Directora del Departamento de Investigaciones de la Universidad Central y de su revista Nómadas. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
Una mirada al panorama histórico del arte en Colombia muestra cómo en la primera mitad del siglo XX se encuentran los rudimentos de la que será una nueva época para la plástica colombiana; es decir, aquí se anidan los gérmenes de sus profundas transformaciones. Hacia mediados de los años veinte irrumpe con fuerza el Muralismo mexicano, movimiento artístico –y político– liderado por José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros y a la sombra de él se forma buena parte de los artistas que irrumpen en el panorama nacional durante las primeras décadas de la centuria anterior. Sin embargo y a pesar del reconocimiento indiscutible otorgado al movimiento muralista en el arte del continente, se hacen necesarias algunas reflexiones encaminadas a cuestionar la visión que de este momento histórico auspician algunos críticos y que no hace justicia al proceso artístico colombiano en tanto desconoce ciertos márgenes de autonomía en su transcurrir. En el país, sus pintores se acercan el Muralismo en razón del curso de sus procesos creativos y no por la seducción de novedosas apuestas políticas materializadas en perspectivas que podrían no corresponder al camino de nuestra plástica ni a las condiciones por las que atraviesa Colombia en el paso de aquellas décadas.
Veamos. En primer lugar, es cierto que la pintura y la escultura en Colombia hasta 1930 se ven atrapadas en ese academicismo que privilegia entre sus metas la “perfección del oficio” para la cual nuestros artistas se formaban en las más prestigiosas academias de Europa. Desde los cánones de una técnica rigurosa, emergen importantes paisajistas ocupados de agrestes montañas, de valles, ríos y mares representados minuciosamente; pintores que recorren la geografía nacional hasta llegar a la Sabana de Bogotá, narrada al detalle por algunos de estos maestros. Se va forjando un arte empeñado en mostrar y describir fielmente la “realidad”. Una realidad que, desde otra perspectiva, se ancla en los parámetros de una sociedad pacata y tradicional, gobernada bajo los designios de la hegemonía conservadora ocupada de preservar con ahínco su carácter provinciano y su estructura jerárquica; es la dirigencia de entonces, responsable de la Constitución de la Regeneración cuyos mandatos consagran una única y excluyente condición para los colombianos: católicos, blancos, hispanoparlantes; sociedad monolítica que, además, será regida por el dominio absoluto de los varones.
Con este panorama, el arte que se produce en el país viene orientado desde y para la estética de la clase en el poder, dueña de los recursos y de los destinos de la patria: retratos, bodegones y paisajes privilegian los personajes, las escenografías y los modos de vida inherentes a la dirigencia que, de esta manera, desfila por los lienzos de Epifanio Garay (1849-1903); de Gómez Campuzano (1893-1981); de Francisco Antonio Cano (1865-1935), entre muchos otros. “Se nos da así la idea entonces de personajes puestos en escena, aislados, dentro del contorno total de la corriente de la vida. No es necesario el gran gesto o alarde, se trata apenas de la serena magnificación de lo cotidiano, como corresponde a una clase no formada por nobles orgullosos de sus títulos y prerrogativas pero sí a una clase dominante que quiere exhibir esa dignidad y esa hidalguía que corresponde a la ‘limpieza de la sangre’”1.
A pesar de esta situación, y en segundo lugar, el país no se detiene. Lejos de ello, con el trasfondo de un mundo convulsionado y en continuos cambios, el capitalismo evoluciona y las sociedades del llamado Tercer Mundo inician un particular proceso de industrialización. Hacia 1930, Colombia se aproxima al fin del largo mandato de los conservadores y al ascenso al poder de un gobierno liberal progresista; las ciudades avanzan mientras el campo retrocede; los movimientos sindicales se consolidan y agitan el horizonte nacional. Desde este escenario el arte colombiano inicia su tránsito hacia rutas desconocidas. Andrés de Santamaría (1860-1945); por supuesto, Pedro Nel Gómez (1899-1984); Miguel Díaz Vargas (1886-1956); Domingo Moreno Otero (1882- 1948), “…abren camino a la pintura de interés social que en corto tiempo habría de imponerse en nuestro medio… Su trabajo, no obstante, por su atención a los temas de índole social y por su ánimo nacionalista, es precursor de uno de los grandes cambios que habrían de iniciarse a mediados de los años treinta en la pintura colombiana”2. A su vez, Luis Alberto Acuña (1904- 1984), quien desde 1929 se encuentra de nuevo en Colombia luego de su experiencia formativa en España y Francia, “… sería el más articulado y coherente expositor del indigenismo pictórico en Colombia y el fundador del grupo Bachué –que, justamente, toma este nombre de una de las esculturas de Rómulo Rozo (1899-1964) dedicada a esta diosa Chibcha–, cuyos miembros buscaron ante todo la integración del arte del país con las condiciones específicas y particulares de su medio; …Más delante… sigue revaluando lo autóctono, especialmente a través de la representación de costumbres y las peculiaridades étnicas de los campesinos del país, a quienes interpreta exagerando con orgullo sus ojos rasgados, sus labios pronunciados y sus pómulos salientes”3.
De este modo, y en tercer lugar, el país y el proceso de su arte está preparado, es terreno fértil para el influjo del Muralismo mexicano como propuesta plástica pero también, en palabras de Rivero, por haberse “…convertido en símbolo de libertad”4; un símbolo forjado en el contenido social y político, el humanismo y el nacionalismo que promulga este movimiento, vanguardia de una tendencia decididamente empeñada en las obras de arte público. Por estas razones, resulta comprensible que la mayor parte de los artistas colombianos cercanos al Muralismo entre los años treinta y cuarenta, rechace otras influencias foráneas, se empeñe en la búsqueda de las raíces y de “lo propio” al tiempo que busca la convergencia de su trabajo artístico con una praxis social y política “comprometida” en la transformación de su sociedad. Son postulados nítidos del Muralismo, consonantes con el proceso seguido por el arte colombiano en este período de la historia nacional. Los Nuevos, como se llamaran los integrantes de este movimiento en el país, juegan además un papel fundamental en tanto “… se oponen… al primado monolítico de la academia criolla, con su sensibilidad aristocratizante y sus temas seleccionados…”5.
El marco brevemente expuesto permite adentrarse en los recodos de la vida y de la obra de este pintor bogotano nacido hace 79 años quien, sin ambages, se reconoce como un pintor marginal:
“Por el camino que ha tenido el arte y por vocación. El arte se volvió –hace ya mucho tiempo– mercancía destinada al consumo privado que, como tal, circula en un mercado de élites regulado las más de las veces, por una crítica no siempre comprometida con la calidad de la obra sino con intereses mercantiles. Para entrar a ese mercado, para incursionar en las ligas de los grandes o pequeños galeristas, hay que nacer en ese mundo, pertenecer a él, actuar conforme a sus estándares, pensar según sus códigos o tener alma de lagarto, y por completo carezco de ella. De esta manera, por vocación y por convicción, prefiero el encierro de mi casa y de mi taller y el diálogo con los míos y con los amigos que de verdad lo sean. Ahora bien, los compradores de la obra llegan y lo hacen por el valor que le atribuyen, por el conocimiento que van adquiriendo de ella”6.
Oramas hace parte de una familia cuyo padre muere cuando él era aún muy niño. Su madre se dedica a negocios que le permiten salir adelante con los hijos: vende finca raíz y abre un almacén de calzado en el marco de la Plaza de Bolívar. Esta Plaza, a juicio de nuestro Maestro, contribuyó a definir su posición política: allí llegaba al salir del colegio y era su refugio de fines de semana; allí presenció tantos mítines y discursos politiqueros que lo enfrentaron de bulto al drama del bipartidismo nacional. Desde entonces comprende que en los intereses del caudillismo conservador o liberal no tienen cabida las carencias y exclusiones de esas multitudes que, en este escenario e inexplicablemente para él, fervorosas aplauden las voces de sus jefes y ondean los colores emblemáticos de unos partidos ajenos a sus sufrimientos. Su hermano mayor, Luis Oramas, amigo de todas las horas y discípulo de Gonzalo Ariza (1912-1995), fue determinante en su vida; dejó la pintura por el derecho y, como melómano de tiempo completo, le enseñó el amor por la música. Además, Luis fue un hombre de izquierda. Regularmente recibe, entre muchos materiales del exterior, el periódico de las milicias republicanas españolas que hace leer del pequeño Fernando quien, por aquellos días, apenas asomaba a la adolescencia. Así va formando su pensamiento político y afianza su postura marxista con el anticomunismo de los hermanos cristianos en el colegio San Bernardo donde, desde la época escolar, empezó a dudar hasta de la existencia de Dios.
Oramas quería ser músico. Sentía que era su vocación pues desde muy temprano la música ha sido fundamental en su vida: Bach, Schumann, Schubert, Ravel, Manuel de Falla, hacen parte inseparable de sus rutinas: “Toda mi vida ha tenido un trasfondo musical. Todo para mí está envuelto en música y, de distintas maneras, ella está presente en los colores de mi pintura”.
A los 15 años se presenta al conservatorio y pierde el examen de audición que le hiciera Lucía Vásquez Carrizosa. Por esto decide, hacia 1941, matricularse en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional ubicada por esos años en el viejo Convento de Santa Clara, en el centro de Bogotá. Desde este momento, empieza a descubrir su mundo. Se encuentra con los mejores maestros, formados en renombradas academias de Italia, España y Francia. Ignacio Gómez Jaramillo (1910- 1970) quien en París se nutre de Cézanne, presente ya en la composición de sus obras con frecuencia divididas en distintos planos; un pintor que abre espacios para el arte moderno en el país porque, además, cuenta con la experiencia formativa del Muralismo mexicano lograda al amparo directo de Rivera, Orozco y Siqueiros. Igualmente, a más del afecto y el interés del Maestro Ariza, tan cercano a su familia, recibe de él lecciones que contribuyen a la definición del lenguaje particular de Oramas:
“Él logró parte de su formación en Japón y, como insistentemente lo señalaba, en ese país entendió los vínculos estrechos entre la cultura oriental y la cultura de nuestros antepasados precolombinos. De él aprendí a manejar la atmósfera que luego logré para mis cuadros. Ariza vio en mí un potencial y quizá de aquí vino su preocupación por mi trabajo. Realmente, él me condujo al paisaje”.
Fue discípulo también de Miguel Díaz Vargas, un médico artista que, “…a más de profesor de pintura, nos dictó anatomía y nos enseñaba el manejo de la figura humana”. Junto con Domingo Moreno Otero, trataban temáticas referidas a escenas típicas de la vida campesina, la cotidianidad de los sectores pobres, mercados de plaza, bodegones… Aquí también Oramas reconoce influencias temáticas particulares:
“Quizás mi gusto por los temas del mercado provenga de estos dos maestros quienes, de una plaza de mercado cercana a la Escuela de Bellas Artes, mandaban traer frutas, flores, canastos y ollas de barro para armar con pasión los bodegones que así nos enseñaban a pintar: con gran generosidad desplegaban sus destrezas técnicas, las formas de su composición, el color… Miguel Díaz siempre nos repetía: ‘pinten lo que les de la gana, pero pinten’. Mis profesores de estética transitaban desde la estética burguesa enseñada por Jorge Zalamea hasta aquella marxista defendida por Vidales”.
Luego de esta etapa inicial de formación y otorgada por la Juventud Comunista de Alemania, Oramas gana una beca de estudios que no puede aceptar por encontrarse recorriendo distintos países latinoamericanos. Desde su espíritu aventurero y desde sus urgencias políticas, en 1950 se marcha rumbo a Centroamérica en camino hacia México. Tenía la firme convicción de estudiar Muralismo y quería hacerlo en el taller de David Alfaro Siqueiros a quien conoce como conferencista en Bogotá, cuando denunciaba la política de López Mateos, presidente de su país en años posteriores.
Durante varios meses viaja “al garete” por las Antillas, sin documentos ni dinero. Duerme en puertos y barcos y subsiste elaborando acuarelas de pequeño formato que vende a transeúntes y viajeros. En cualquier sitio al que llega entra en contacto con los intelectuales y los artistas del lugar y a través de ellos conoce la situación social y política de cada región. Así decide trasladarse a Guatemala –país que, por el proceso que recorre en ese momento, acoge a los latinoamericanos exiliados a causa de las dictaduras que en esta década se multiplican en el continente–; quiere apoyar la propuesta política de Jacobo Arbenz, un socialista acompañado de un selecto grupo de pensadores y activistas de izquierda procedentes de distintas latitudes. Durante este período incursiona en el grabado y gana dos premios otorgados por el gobierno de esa nación.
En la Casa de la Cultura de Guatemala, epicentro de la actividad política de los inmigrantes de América Latina, entra en contacto con el médico argentino Ernesto “Che” Guevara quien, luego de muchas conversaciones y reflexiones conjuntas, le invita a hacer parte del grupo que en 1953 daría el primer golpe al gobierno dictatorial de Batista en Cuba:
“No acepté, a pesar de mi fe profunda en ese proyecto liberador, porque no tengo alma de héroe. No me agrada el martirologio, ni el sacrificio, ni el suicidio. Soy cobarde y le tengo miedo a las armas. No me gusta la violencia ni las guerrillas de cualquier origen. Me aterra matar o que me maten. En síntesis, jamás he querido ser o hacerme pasar por mártir”.
Cuando Arbenz es derrocado, Oramas se desplaza clandestinamente hacia México donde vive, estudia y trabaja durante cerca de ocho años. A través de contactos con el partido comunista mexicano alcanza su sueño codiciado: ingresar al taller de David Alfaro Siqueiros como ayudante de algunos de sus murales. Allí, en la ejecución de grandes obras y como en las mejores épocas del arte universal, se formaban artistas procedentes de distintos lugares, fundamentalmente de la Unión Soviética y de América Latina. El mundo del arte se abre para Fernando Oramas en tanto empieza a conocer el Muralismo desde su entraña:
“Esto significó para mí más de lo que había soñado. Trabajar con Siqueiros fue todo un descubrimiento: por su posición, su militancia y su compromiso político, demostrado en diferentes frentes y en distintos momentos; él era, entre otros, miembro del partido comunista mexicano, organizador y líder sindical, escritor, autor del Manifiesto Muralista en donde expone la que, a su juicio, debía ser la ideología revolucionaria de los artistas… También, un descubrimiento maravilloso por la riqueza de su propuesta plástica”.plástica”.
Siqueiros, encarcelado y perseguido en razón de su ideología y de sus posiciones políticas, fue un revolucionario en la teoría y en la técnica de sus murales cuyas temáticas recogen las luchas de campesinos y obreros mexicanos. Incorporó en ellos el fotomontaje y diversos mecanismos ilusionistas, logrados a través de la distorsión, “… así como las múltiples perspectivas correctoras que tomarán en cuenta diferentes ángulos de visión para resaltar los contenidos ideológicos y aumentar el impacto del mensaje”7. Sus hallazgos en la técnica del mural lo llevaron, entre 1935 y 1936, a abrir un taller experimental en Nueva York del cual participó Jackson Pollock (1912-1956); en este espacio enseñó el manejo de novedosos materiales sintéticos e industriales –distintas lacas–, el fotomontaje antes aludido así como la técnica del goteo. Son, justamente, las técnicas y materiales que hoy usa el Maestro Fernando Oramas, aprendidas y recreadas a partir de esta experiencia formativa que lograra al trabajar, entre muchos otros, en los murales realizados por Siqueiros en la Ciudad Universitaria y en el antiguo edificio de la Aduana de Santo Domingo.
Y son las técnicas que en parte influyeron en la posición de vanguardia que llega a ocupar Pollock: “El estilo ‘gota y mancha’ como mejor se le conoce, le permitió ser considerado como el líder del expresionismo abstracto y el más importante artista innovador de su época… En lugar de utilizar el caballete tradicional, fijaba sus telas al suelo o a la pared, y sobre esta superficie rígida derramaba y dejaba gotear la pintura de un bote, y en lugar de pinceles, utilizaba ‹palos, llanas o cuchillos› (según sus propias palabras)… Calificada de pintura de ‘gestos’… para designarla se acuñó el término Action painting”8. El trabajo de este pintor norteamericano se asocia a la introducción del estilo de pintura que prescinde de los puntos de énfasis o de aquellos espacios que pueden ser identificables en un cuadro, abandonando la idea de composición tradicional, entendida como relación entre las partes. Son, insisto, formas de composición y de trabajo que, como se verá más adelante, asume cotidianamente Oramas con unas destreza y originalidad desconocidas en nuestro medio. La técnica que aún hoy rige su creación, lo reconoce siempre, la aprendió en los murales de Siqueiros y dentro de un proceso que posibilitó luego su propio lenguaje.
“México superó mis expectativas. Recibí la mejor formación en el arte del muralismo. Aprendí la técnica de la pintura al fresco y las técnicas de mi trabajo. Hice grabado y obtuve premios. Vendí mis cuadros. Participé en un movimiento contra las galerías, respaldado por el Ministro de Relaciones Exteriores de entonces –amante del arte– quien nos cedió un gran parque donde muchos pintábamos y vendíamos lo realizado.”
Fernando Oramas no conoció a Orozco y con Diego Rivera su único contacto fueron las clases de mural que éste dictaba y en las cuales, según nuestro Maestro, jamás hablaba de arte.
En 1962, cuando el gobierno mexicano de López Mateos endurece sus políticas frente a los inmigrantes, Oramas es deportado a Colombia. Al llegar, se en cuentracon un ambiente artístico para él desconocido y sabía ya que,
“…el Muralismo ha sido la forma más elevada de actividad pictórica a través de los siglos. Sabemos de la existencia de múltiples murales que recogen dogmas, creencias y expresiones bajo grandes formas plásticas… A través del mural el artista deja de ser intimista y se convierte en una especie de ‘hombre público’; la pintura deja de ser una actividad privada para trocarse en una labor pública y transformadora. Este fue el papel que cumplió el mural en México con Orozco, Rivera y Siqueiros”9.
Regresa a su patria y comprende que no habrá paredes para pintar los murales espléndidos para los cuales se formó; que al Estado no le interesa una política cultural que reconozca la historia y la pluralidad y diversidad del gran público; menos aún, le interesa o preocupa la presencia de lo popular. Considera que el arte que entonces se pondera, se promueve y se legitima, es un arte de calidad, sí; pero es un arte de elites.
Oramas reconoce que el panorama artístico en nuestro país había entrado en una etapa antes desconocida pero fundamental para el curso de la plástica nacional. Parte de la pintura y escultura que entonces se realiza, trasciende los límites rígidos de la figuración y desde distintos escenarios percibe la presencia de un arte nuevo que propone un cierto “feismo”, quizá como reacción a las demandas deperfección y belleza de la representación clásica. Entonces encuentra en el escenario nombres de incuestionable reconocimiento y valor como los de Obregón, el primero en romper amarras e iniciar el camino hacia la abstracción; Ramírez Villamizar y Negret con su novedosa geometría; Botero y sus sugestivas deformaciones; Roda y sus cuadros dramáticos y misteriosos; Feliza Bursztyn y la anarquía de sus propuestas. Son, entre algunos otros, los integrantes de la generación que, en palabras de Marta Traba, “se disponía a dar el salto al vacío” que habría de transformar el panorama artístico colombiano. No obstante, nuestro Maestro igualmente se interroga por la desaparición de otros que, a su juicio y a juicio de muchos, tenían ya ganado un lugar en la historia del arte colombiano como, y solo en vía de ejemplo, Gonzalo Ariza: ¿Qué había sucedido con él? ¿Qué había pasado con tantos otros del grupo Bachué o de Los Nuevos que ya ni hacían parte de las enciclopedias del arte nacional?
Emerge así un cuestionamiento al papel de la crítica de arte liderada en este momento casi de manera exclusiva -a pesar de la presencia en este escenario de Casimiro Eiger y de Walter Engel- por Marta Traba quien, sin lugar a dudas, desempeñó un papel primordial en el proceso del arte en nuestro país; en el ordenamiento y la reflexión sobre sus etapas, movimientos y tendencias; en la ruptura de ciertos diques que aislaban la producción artística nacional de las propuestas impulsadas desde el llamado Primer Mundo. En la misma forma Traba, en defensa del “arte moderno” fundado en la “autonomía de la imaginación” y desde una cierta arrogancia pontifical, condena y excluye a buena parte de la tradición artística colombiana y, sin contemplaciones de cualquier orden, descalifica a quienes se alejaran de las perspectivas artísticas que en ese momento ella proclama y defiende como la vanguardia. ¿Cuántos artistas colombianos abandonaron su trabajo o se confinaron para siempre al rincón de sus talleres a causa de esta postura de la crítica? Aquí bien valdría la pena recordar los planteamientos que, entre muchos otros, hacen Rilke10 o, Sábato11 frente al papel de los críticos de arte en nuestras sociedades, a su “insoportable dialecto” y a la infalibilidad de la cual se revisten y le conceden unos artistas y un público arrodillados. A propósito de Fernando Oramas, luego de su participación en una exposición cuando recién llegaba de México –en donde, como en Guatemala, había sido objeto de distintos reconocimientos- Marta Traba lo sataniza, condenándolo a la exclusión de galeristas y medios de comunicación: “Mi pintura –escribió Traba en una importante revista- era un caso muy definido de cómo no se debía pintar”. Desde entonces, las puertas se cerraron para la circulación de su obra y ya no volvió a invitársele a los salones, galerías y publicaciones del país.
Hoy, por fortuna, el lenguaje de la crítica es controvertido desde el ámbito de la subjetividad en ella involucrada, del método utilizado, de los juicios de valor desplegados en su curso. A pesar de este avance, es imposible desconocer aquellas consecuencias negativas que tal crítica pudo tener en las rutas tomadas por ciertos movimientos artísticos o frente a la experiencia personal de algunos artistas. Ante esta realidad el Maestro Oramas señala que al final,
“… el compromiso de un artista debe ser consigo mismo y con la calidad y el rigor de su obra. Aspirar a un proceso creador subordinado a la crítica, vulnera la ética profesional y personal. Por eso he preferido marchar al margen de estas críticas, a mi juicio tan comprometida con unas perspectivas y unos artistas en particular”.
Para Fernando Oramas la pintura es su vida y a diario trabaja en ella, sin horario ni calendario aun cuando –señala– “…también cultivo la pereza”. Sus días transcurren en el taller que colinda con el jardín de su casa de Ciudad Montes; a ratos se recuesta en su hamaca a contemplar ese cielo que alimenta su espíritu y entonces “…me levanto reposado, tranquilo y con ganas de volver a miscuadros”. Según él, es más lo que mira que lo que pinta en tanto toma distancia de cada detalle, observa qué le falta o qué le sobra a cada una de las escenas cotidianas o imaginadas que lleva a sus lienzos, metales o maderas: les quita y les pone en el ritmo que sus pinturas lo exigen; soluciona un rincón, cambia un color que toma prestado de otro cuadro, introduce o hace crecer un árbol. Incluso transforma obras supuestamente concluidas cosa que, a su juicio, en realidad nunca sucede: “Jamás encuentro acabado alguno de mis cuadros”. Por eso evita mirarlos cuando están enmarcados: le atormentan pues invariablemente quisiera cambiar algo en ellos.
Para nuestro Maestro, el momento más importante de un cuadro es su inicio: le provoca el mayor de los placeres. Nada lo inspira más que un lienzo en blanco; lo obsesiona y, por lo general, se introduce directamente en él pues cada vez utiliza menos los bocetos. Quizá la destreza de hoy se lo permite. En la misma forma, el peor momento de su trabajo, lo que más esfuerzo le reclama, es terminar sus obras; se resiste a hacerlo y con frecuencia decide voltearlas y olvidarse de ellas por un tiempo.
Los temas de Oramas son recurrentes y sin distingo transitan en su proceso creador: paisajes –concebidos como un enfoque de la naturaleza–, bodegones, mercados de pueblo o de barrio pobre, “como aquellos que me gusta recorrer cuando salgo a caminar la ciudad”, y en los que confluyen humildes vendedores, frutas, verduras, perros hambrientos, mendigos, amas de casa, en un espacio que habla de la sociedad y del momento histórico particular en el que acontecen. Son escenas concebidas desde la figuración –dueña de particulares rasgos impresionistas–, desde el expresionismo o desde la abstracción. Temas atravesados por la cultura de lo popular a la cual el Maestro rinde homenaje: es su cotidianidad, sus viviendas, sus paisajes, sus gentes.
En la composición de sus obras algunas veces apela a la sección áurea aún cuando, como en todos los capítulos de su existencia, se rige más por el código del anarquista: “capítulo primero: haz siempre lo que te de la gana. Capítulo segundo: si no te da la gana, no acates el capítulo uno”. Lo que invariablemente sí acompaña su labor es la música de fondo que en cada nota contribuye a dar vida a sus cuadros.
Nuestro Maestro conoce las intimidades de la caricatura –que hacía para periódicos de izquierda en su juventud–, el grabado –por el que fue premiado varias veces en el exterior, como se reseñó–; el mural; y, desde el lienzo, la madera o el metal, utiliza el óleo y la piroxilina en una técnica novedosa y escasa que aprendió en los talleres de Siqueiros y que –conforme se planteó– trabajara luego Jackson Pollock. Piroxilina –pintura industrial usada, entre otros, para pintar carros–, tiner, vinilos, son los materiales que privilegia desde hace muchos años: por su resistencia –al agua, al tiempo y a la intemperie–, por su secado rápido, por su economía. Su manejo exige el uso de espátulas metálicas de distintos tamaños y calibres pues sólo ellas moldean pinturas tan duras como éstas, originariamente concebidas para la industria. Por la rapidez de su secado, demanda pericia extrema, velocidad y precisión en su manejo. De este modo posibilita “…la expresión directa… o la revelación del estado de ánimo del artista… pintura de ‘gestos’”, conocida como “Action painting” que, para Oramas, se acompasa con los ritmos del jazz. Pero también, como Siqueiros, usa la pistola de aire, el compresor, el aerógrafo, gracias a los cuales atomiza y difumina la pintura, logrando así volúmenes maravillosos. Igualmente, y conforme a los imperativos de cada cuadro, utiliza el óleo en ocasiones particulares: como técnica primera de un cuadro o como herramienta a través de la cual logra ciertos acabados y detalles para sus piroxilinas.
Con el paso del tiempo Fernando Oramas ha ido perdiendo la visión pero, desde hace varios años, decidió prescindir de los anteojos: en razón de sus múltiples descuidos aparecían siempre rotos y así es inútil adquirir unos nuevos. Por esto ya no puede leer. Sin embargo, el color de sus cuadros es cada día más intenso, más preciso, más bello. Su luminosidad –característica fundamental de su obra– se torna mágica en la danza de luces y sombras que dan profundidad a sus escenas cotidianas recreadas o a sus abstracciones imaginadas. De este modo, “el color que manejo es interior; está en mi cerebro. A veces no veo los colores, pero sé que están en mí, interiorizados. Es mi cabeza, no mi ojo, quien los mezcla, los prepara, los combina”, conforme a la naturaleza y a las exigencias de cada cuadro, mientras su mano diestra conduce la espátula que esparce un color en un lugar y, a la vez, toma el sobrante de pintura que, sin vacilaciones, lleva al espacio justo que en otro extremo la obra le reclama.
La mayoría de sus cuadros son exteriores y aquellos más intimistas como los bodegones, aluden invariablemente al afuera: ventanas, luz solar indirecta, paisajes de fondo. Para Oramas luz y color son sinónimos por cuanto la luz le imprime al objeto un color que sólo se logra a través del manejo soberbio de los valores cromáticos involucrados en su pintura. Ahora bien, en ocasiones el color también se convierte en tema para este Maestro del arte: hay cuadros verdes, azules, ocres…
Conocer a fondo el transcurrir y la obra de Fernando Oramas conduce a una certeza: en su concepción de la vida está su opción por la marginalidad. Él, más que un hombre de izquierda –así haya militado en ella por convicción, así plantee hoy que en esta perspectiva política se anidaría el futuro promisorio de Colombia y de la humanidad- es un anarquista, un ser que ama profundamente la libertad: su libertad creadora, su autonomía, su capacidad de volar al infinito. Por eso no admitió amarras ni condicionamientos, ni se subordinó a los designios sagrados, a los dogmas de una crítica que arrasó con tantos artistas como él, con el legado de una tradición y de una parte de la historia del arte en nuestro país.
Hoy, Oramas siente que no equivocó su ruta: logró una obra sólida y madura a la cual se le va haciendo justicia. En este momento de su vida, esta obra y su familia son su más importante patrimonio: sus dos pequeños hijos amantes del violín y la flauta y, “Betty Bonilla mi compañera, una profesora de literatura en un colegio oficial, de quien recibo apoyo, estímulo, regaños, comprensión, reproches… Nos une mi pintura, la música y la literatura. Ella es ese ser que mucho busqué y que por fortuna encontré”. Igualmente, la amistad es para él uno de los sentimientos más nobles y entrañables; por ello cuenta con grandes amigos con quienes comparte alegrías y tristezas y esos festejos que en medio de muchos tragos y largas horas sabe disfrutar.
Para nuestro Maestro, el futuro del arte en Colombia, como lo fue su pasado y su presente, será grande a pesar de su preocupación por lo efímero y ligero de algunas de las propuestas actuales. Del mismo modo, considera que hoy la crítica de arte va entrando a un ámbito cercano a las perspectivas contemporáneas del pensamiento crítico. De esta manera, este territorio del arte se reestructura en la redefinición de un campo tan complejo y particular como el de la cultura. Estas nuevas rutas quizás impidan que la crítica se deje tentar por la censura satanizadora y se repitan entonces las condenas y exclusiones a artistas tan valiosos como Fernando Oramas.
1 Mario Rivero, Artistas plásticos en Colombia. Los de ayer y los de hoy, Bogotá Stamato Editores – Diners Club de Colombia, 1982, p.14.
2 Eduardo Serrano, “Cien años de arte en Colombia”, en: Álvaro Tirado Mejía (director científico), Nueva historia de Colombia. Literatura. Pensamiento. Artes, Tomo IV, Bogotá, Planeta, 1989, p.154
3 Ibíd, p.157.
4 Op. cit., p.18.
5 Ibíd, p.19.
6 Las intervenciones de Fernando Oramas citadas textualmente en este escrito corresponden a las entrevistas realizadas con el pintor por su autora.
7 Harold Osborne (dirección editorial), Guía del arte del siglo XX, Madrid, Alianza Editorial, 1990, p.745.
8 Ibíd, p.660.
9 María Cristina Laverde Toscano y Álvaro Rojas de la Espriella, Así hablan los artistas, Entrevista con Fernando Oramas, Bogotá, Universidad Central - Editora Guadalupe, 1986, p.106.
10 Rainer M. Rilke, Cartas a un joven poeta, Barcelona, Edicomunicación S.A., 1999.
11 Ernesto Sábato, El túnel, Colección Millenium, Madrid, Unidad Editorial S.A., 1999.
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