Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
Correo electrónico: nomadas@ucentral.edu.co
Versión PDF |
Jorge Alonso*
* Profesor investigador en Guadalajara, México, del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social; miembro de la Academia Mexicana de Ciencias. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
El ejército zapatista es un movimiento cívico y militar que privilegia la palabra y la organización de base. No busca el poder, se opone a la política tradicional, suscita la construcción de un poder popular desde abajo, incluyente, respetuoso de las diferencias, de la diversidad. Indaga y ensaya alternativas que demuestren que otro mundo es posible.
Palabras clave: movimiento zapatista, autonomía, derechos, cultura, democracia, paz.
O movimento zapatista é uma organização cívica e militar privilegiando a expressão articulada de suas demandas sobre a violência, juntamente com sua base organizacional. Não busca o poder e se opõe à política tradicional; É estruturado a partir de suas bases, e entende e respeita a diferença e a diversidade. Procura, e tenta implementar, formas alternativas de organização social que mostram que o mundo diferente é viável.
Palavras-chave: movimento zapatista, autonomia, direitos, cultura, democracia, paz.
The Zapatista movement is a civic and military organization privileging the articulate expression of its demands over violence, together with its organizational base. It does not seek power and stands against traditional politics; it is structured from its grassroots up, and understands and respects difference and diversity. It searches for, and attempts to implement, alternative forms of social organization that show that different world is feasible.
Keywords: Zapatista movement, autonomy, rights, culture, democracy, peace.
El movimiento zapatista mexicano, que está a punto de cumplir diez años de haber aparecido en la escena pública, ha roto todas las etiquetas que se le han querido colocar. No es un movimiento indígena clásico, tampoco es una guerrilla posmoderna. Cuantas veces se le ha creído agotado, ha reaparecido con innovadoras formas de hacer política1.
El Ejército Zapatista de Liberación Nacional irrumpió en la escena nacional el primero de enero de 1994 cuando la clase política salinista celebraba el supuesto ingreso de México en el Primer Mundo porque ese día iniciaba formalmente el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y con Canadá. Los zapatistas enfatizaron que su levantamiento era contra las políticas neoliberales del presidente Carlos Salinas y de manera especial contra el TLC. El modelo que se había impuesto a la población empobrecía aceleradamente a la mayoría de la misma, concentraba la riqueza en muy pocas manos e incrementaba muertes evitables entre mujeres y niños, sobre todo entre los indígenas. El zapatismo consideró que esto era una guerra de exterminio, un etnocidio. Como no querían que siguieran esas muertes tomaron las armas. Sabían que al salir a la guerra iban a ser despedazados, pero querían atraer la atención mundial sobre lo que estaba sucediendo. Aclararon que aunque no tenían oportunidades militares tampoco querían ser mártires. Peleaban por la vida. Tenían la esperanza de que serían la chispa que permitiera un levantamiento mayor en todo el país. Sin embargo, lejos estaban de las antiguas visiones vanguardistas. El Subcomandante Marcos apareció como una figura importante, pero no era el que mandaba esto lo hacía un colectivo indígena. Marcos sólo era el vocero que podía hacer la traducción de los sentimientos profundos indígenas a una sociedad mestiza y criolla. Ante el azoramiento del poder porque los zapatistas controlaron de inmediato varias ciudades importantes de los altos de Chiapas, el gobierno reaccionó con fuerza y bombardeó brutalmente comunidades indígenas. Grupos masivos de la sociedad mexicana se levantaron, pero para demandar tanto al gobierno como a los zapatistas el cese al fuego y el establecimiento de un espacio de diálogo para instaurar una paz digna. Los zapatistas, que se habían preparado para disparar armas, ante la exigencia del diálogo tuvieron que aprender a disparar palabras. Hicieron callar a sus armas que no han vuelto a disparar desde entonces. Pronto vieron llegar a su territorio a muchas personas nacionales y extranjeras que querían conocer su movimiento y que les brindaban apoyo. Esto les enseñó que ellos eran diferentes y que había muchos diferentes a ellos. Hubo una pedagogía del reconocimiento del otro. Paralelamente a los diálogos oficiales se intensificó una comunicación diversa y plural con la sociedad civil. Por eso acordaron construir en Guadalupe Tepeyac un sitio que llamaron Aguascalientes, recordando el lugar donde los revolucionarios mexicanos habían intentado propiciar un diálogo. El movimiento había surgido reclamando respeto a la dignidad de los indígenas.
El zapatismo demandaba justicia y democracia para todos los mexicanos. Su aparición dinamizó un proceso de democratización que venía surgiendo de la base de la sociedad civil. También reclamó el reconocimiento de los derechos y las culturas indígenas. Esto propició la reanimación del movimiento indígena en México.
Sin embargo, los zapatistas dialogaban en medio del cerco y hostigamiento militar y policiaco. Para demostrar que no estaban confinados, rompieron el cerco y aparecieron en muchos otros lugares de la geografía chiapaneca. Ahí iniciaron el lento, difícil, pero constante movimiento de construcción de municipios autónomos.
El gobierno del presidente Zedillo, simulando el diálogo, trató de apresar a los principales líderes zapatistas. El ejército incursionó en territorio rebelde y destruyó el primer Aguascalientes donde instaló un cuartel. En respuesta los zapatistas construyeron cinco Aguascalientes más. Masivos grupos de la sociedad civil volvieron a presionar porque cesaran las hostilidades gubernamentales, y entonces el Congreso emitió la Ley de Concordia y Pacificación y dio origen a una instancia de legisladores denominada Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa). También se creó una instancia mediadora. El nuevo esfuerzo de diálogo fructificó en los llamados Acuerdos de San Andrés en donde las partes en conflicto firmaron documentos en los que se daba reconocimiento a los derechos y culturas indígenas. La Cocopa hizo una traducción de esos acuerdos para que pudieran tomar cuerpo en una legislación. Aunque los zapatistas han enfatizado que no quieren dejar de ser mexicanos, sólo que se reconozcan sus derechos a su identidad, el gobierno adujo que la aplicación de los acuerdos llevaría a una separación del territorio nacional y no quiso cumplirlos. Aplicó entonces la táctica de contrainsurgencia, dividiendo a las comunidades y auspiciando a bandas de paramilitares afiliadas al partido de Estado. El primer resultado fue el desplazamiento de miles de indígenas simpatizantes del zapatismo que fueron expulsados de sus localidades. La política contrainsurgente fructificó en la matanza de miembros de las bases de apoyo zapatistas, sobre todo mujeres y niños, que a finales de 1997 encontraron en Acteal la muerte mientras estaban orando.
Con la alternancia en el poder presidencial en el año 2000 Fox, el primer presidente no priista de la época posrevolucionaria, prometió que con celeridad daría solución al conflicto chiapaneco. Anunció que enviaría como iniciativa presidencial a la Cámara de Diputados la propuesta legislativa de la Cocopa. Los zapatistas demandaron tres señales: el reconocimiento de los derechos y cultura indígenas siguiendo los acuerdos de San Andrés, la liberación de todos los presos zapatistas, y el retiro de los militares a las posiciones anteriores a 1995. En los primeros meses de 2001 salieron de su confinamiento e hicieron una caravana que recorrió la tercera parte del país hasta llegar a la sede legislativa nacional a exponer sus argumentos a favor de la ley de la Cocopa. Pesaron más los intereses del dinero, y los legisladores aprobaron una ley que no respetaba lo fundamental de esos acuerdos. Los pueblos indígenas tomaron la estafeta y llevaron ante el poder judicial sus protestas. Éste no los atendió y entonces los zapatistas y los pueblos indígenas se sintieron traicionados por el Estado mexicano.
Los zapatistas se sumieron en el mutismo, muchos temieron que esa situación cerraba las puertas para la paz; entonces se dedicaron a profundizar su estrategia de poner en práctica en las comunidades los acuerdos de San Andrés haciendo valer la autonomía indígena. A mediados de 2002 organizaciones indígenas, campesinas y de organismos civiles de la mayoría de los estados declararon que la guerra que sufrían los indios era neocolonialista y etnocida, que en sus tierras no había paz, ni derecho, ni democracia. Denunciaron que continuaba la intrusión militar contra las comunidades. Destacaron que el EZLN era un factor de paz que, con enormes esfuerzos, impedía que la violencia intercomunitaria se agravara, mientras extendía la autonomía. Los municipios autónomos zapatistas eran un ejemplo, pues aún sitiados y asediados mostraban capacidad de gobierno. Las comunidades se esforzaban por producir en forma cooperativa. Diversificaban cultivos para lograr autosuficiencia y aprovechar las oportunidades comerciales. El reto era reconstruir el tejido social2.
Los zapatistas en su labor autonómica reclamaban su lugar en la nación mexicana sin abandonar su ser indígena. Los municipios autónomos ejercían funciones de gobierno impartiendo justicia, salud comunitaria, educación, y atendiendo problemas de tierras, vivienda, trabajo, alimentación, comercio, información, cultura y tránsito local. Apelaban a una democracia radical: el mandar obedeciendo. Quienes no cumplían eran removidos. Su trabajo era en beneficio colectivo, y las funciones se desempeñaban de manera rotativa. Sus mejores logros estaban en la cultura y comunicación, pero en lo demás tenían muchas carencias, y había conflictos internos, cosa que examinaron y trataron de corregir.
Con las elecciones federales de 2003 se dio un fenómeno alarmante en México. El abstencionismo creció en tal forma que 6 de cada 10 electores no acudió a las urnas. Además aumentó el abstencionismo activo pues aumentaron los votos nulos. En la región zapatista no se permitió que fueran realizadas las elecciones. Hubo la oferta de 12 partidos, dispusieron de enormes cantidades de dinero y, en la lógica de una partidocracia divorciada de los intereses de la sociedad, no fueron capaces de atraer a los electores. Había decepción por el incumplimiento de las promesas del partido que había sustituido al PRI en el Palacio Nacional. El PRI, sabiendo que tenía un voto fiel importante, optó por privilegiar una guerra sucia que desalentara al electorado no alineado, para hacer crecer el porcentaje de su voto duro. En esta forma, aunque ningún partido alcanzó la mayoría en la Cámara de Diputados, quien más escaños consiguió fue el PRI; en Chiapas el PRI se reposicionó. Esto envalentonó a las bandas paramilitares priistas. Se empezó a configurar un ambiente similar al que se vivió antes de a la masacre de Acteal. Los zapatistas, que habían estado enfrascados en las labores de construcción interna de la autonomía, tuvieron que volver a salir, pero asumiendo una nueva etapa de su movimiento.
A mediados de 2003 el Subcomandante Marcos anunció públicamente que treinta municipios autónomos zapatistas le habían pedido que temporalmente fungiera como su vocero. Emitió diez comunicados, una grabación radiofónica y una nota aclaratoria3. En estos documentos se dio una posición crítica y autocrítica y se delineó una nueva forma de organización del movimiento.
Los zapatistas calificaron de cómica la campaña electoral nacional que acababa de pasar. Mantuvieron su posición de no reanudar contactos con el gobierno mexicano ni con los partidos políticos oficiales; los acusó de haber terminado con la esperanza de millones de personas. Proseguían con su táctica de no recibir en sus comunidades la ayuda asistencialista gubernamental.
Los zapatistas anunciaron que ponían fin a los Aguascalientes debido a los problemas que se habían suscitado en su relación con la sociedad civil nacional e internacional. Reconociendo el apoyo de la sociedad a su lucha, se habían dado distorsiones. Las comunidades recibían muchas cosas inservibles, medicinas caducas, y los proyectos de desarrollo se determinaban sin que los organismos civiles consultaran a las comunidades. Esto creaba, además, disparidad entre las comunidades autónomas, pues se privilegiaban aquellas en donde había contactos y estaban más cercanas a las de por sí deficientes vías de comunicación. Su lucha era por la dignidad y reclamaban esto en sus relaciones con las agrupaciones amigas. No era asistencialismo ni paternalismo lo que buscaban. Agradecían el apoyo político, pero no demandaban limosnas.
En lugar de los Aguascalientes dieron origen a los denominados Caracoles. Se reforzaban así instancias regionales que abarcaban varios municipios autónomos que territorialmente se superponían a los municipios oficiales. El caracol en la cultura maya representaba el círculo de la vida. Los caracoles serían puertas para entrar a las comunidades y para que las comunidades salieran. Enfrentarían los problemas de la autonomía y construirían puentes entre las comunidades y el mundo. En cada caracol se constituyó democráticamente una Junta de Buen Gobierno con el cometido de velar para la solución de los conflictos que se presentaran entre los municipios autónomos entre sí, y entre éstos y los municipios “gubernamentales”. Las Juntas asumieron la obligación de atender también a los no zapatistas que convivían en las comunidades autónomas. Se demandó que se buscara la conciliación y no el pleito entre los indígenas. Estas juntas también tendrán que atender las denuncias contra los consejos autónomos por violación de derechos humanos, y ordenarán que se corrijan; vigilarán y velarán la realización de tareas comunitarias, la utilización de los recursos, la instalación de campamentos de paz y, de acuerdo con la dirigencia zapatista, la participación de los miembros de los municipios autónomos fuera de las comunidades rebeldes. Por su parte, la dirigencia zapatista vigilará el funcionamiento de las Juntas para que no haya actos de corrupción, intolerancias, arbitrariedades, injusticias y desviaciones del principio de mandar obedeciendo. Se dispuso que los donativos y apoyos de la sociedad civil no fueran destinados a una comunidad en particular, sino que eso lo evaluarían las Juntas, y que de los proyectos se quitaría un 10% para apoyar a comunidades que no fueran favorecidas con tales proyectos.
En la fiesta en la que se inauguraron Los Caracoles, el Subcomandante Marcos se hizo presente mediante una grabación. Los comandantes (hombres y mujeres) de la dirección zapatista fueron quienes hablaron ante una concurrencia de unas diez mil personas que incluían las bases del movimiento y grupos nacionales e internacionales de apoyo a la causa rebelde. Tocaron asuntos internos, de su relación con el gobierno, de sus planes nacionales e internacionales. Si para algunos medios de comunicación la ausencia de Marcos desdoraba el acto, otros analistas resaltaron que así se mostraba hacia fuera, una vez más, que la dirección estaba en manos de un colectivo indígena. Marcos en su grabación devolvió la palabra a los municipios autónomos. Hizo una importante aclaración para que se entendiera bien la organización. Los consejos autónomos no podían recurrir a las fuerzas milicianas para las tareas de gobierno; si alguien de las filas armadas quisiera cumplir labores de gobierno debía dejar de pertenecer a la organización armada. La razón era que se debía gobernar recurriendo a la razón y no a la fuerza. Y se planteó el principio del zapatismo: los ejércitos debían servir para defender y no para gobernar. El trabajo de un ejército no era ser policía ni agencia de ministerio público. Se anunció que se retiraban los retenes y puestos de control que tenía el movimiento en caminos y carreteras en tierras rebeldes, y que sólo regresarían si se presentara alerta roja. También prometió el EZLN que defendería a las comunidades de las agresiones del mal gobierno, de los paramilitares, y de todos los que les quisieran causar daño.
Los zapatistas eran conscientes de que su movimiento, al no plegarse a lo tradicional, desconcertaba, pues cuando se esperaba que hablara, callaba; cuando se prefería su silencio, hablaba; cuando algunos grupos querían que manifestara una disposición dirigente, se ponía atrás; cuando se prefería que siguiera atrás, se encaminaba hacia otro lado. Sabían que había enojo con ellos hasta entre sus simpatizantes, pues eran los primeros en “burlarse de ser muy otros”. Jocosamente advertían que ni vencían, pero tampoco se morían. Pero subrayaban que eran rebeldes, que aborrecían tanto el martirio como la claudicación, que no se rendían, y que eran partidarios de la vida. Esa era la definición que hacían de sí mismos.
Los municipios autónomos, las Juntas de Buen Gobierno y el EZLN ratificaron que seguían en resistencia4 haciendo de su pobreza una lección de dignidad. Se hizo un llamado para articular en redes las resistencias existentes por todo el país. Delimitaron entre ellos sus funciones y relaciones. La parte armada del zapatismo quiso corregir la contaminación que se había dado con respecto a la democracia directa comunitaria. Se afianzó lo local, se reestructuró lo regional y se corrigieron errores (sobre todo en cuanto a las acusaciones de falta de respeto a derechos humanos por parte de algunos gobiernos autónomos), y se colocó lo militar como un paraguas, pero cuidando que no interviniera en las acciones de gobierno autónomo local ni regional.
La primera reacción5 de los legisladores federales y locales fue la de acusar a las Juntas de Buen Gobierno de ser anticonstitucionales. Voceros de la derecha reclamaron al gobierno que no permitiera que la Constitución se violara. El gobierno fue cauto. Al principio no acertó a ubicar bien a las Juntas de Buen Gobierno, pero después, apelando al artículo segundo constitucional que había sido reformado, aceptó que se trataba de una forma que acataba la Constitución. Alabó que el zapatismo se planteara como un movimiento cívico y no militar. El Comisionado para el diálogo y la paz calificó de positivo el hecho de que se promovieran esas nuevas formas de organización política. La encargada gubernamental de la relación con los pueblos indígenas aclaró que las juntas no constituían un Estado dentro del Estado, que el zapatismo había enviado un mensaje de concordia, que las comunidades experimentarían su autonomía y que la única forma para revivir el diálogo con el zapatismo era revisando la ley indígena e incluyendo en ella los Acuerdos de San Andrés. El gobernador de Chiapas precisó que ninguna forma que buscara mejorar la situación de vida de los indígenas violaba la ley. Destacó que la iniciativa zapatista reflejaba la decisión de sustituir la guerra por la política, y alabó la autocrítica de los zapatistas.
En el partido gobernante la reacción fue más visceral. El vocero del PAN calificó de cursilería el nombre de Los Caracoles, y primero exigió al gobierno no tolerar acciones ilegales. Posteriormente, cuando el gobierno aceptó la legalidad de las juntas, acusó al Subcomandante Marcos de ser un cacique posmoderno, a quien le importaba su imagen y no la causa que decía defender. En el PRI se manifestaron sus divisiones. El ala derecha y los priistas chiapanecos se manifestaron en contra. Otros señalaron que las juntas eran una respuesta a la inacción gubernamental. En el PRD un diputado electo señaló que Marcos se había vuelto a posicionar lanzando una iniciativa de gran alcance. Cuauhtémoc Cárdenas6 destacó que las juntas eran un avance importante porque daban herramientas a las comunidades para ordenar su trabajo. Pidió a su partido que insistiera en una solución de fondo al conflicto chiapaneco con la aprobación de la ley de la Cocopa, única que podría poner las bases de una paz duradera. El PT pidió a los zapatistas que no metieran a todos los legisladores en un mismo saco, puesto que había una propuesta de un centenar de ellos para hacer una reforma basada en los Acuerdos de San Andrés.
El relator especial de la ONU para los pueblos indígenas consideró a las juntas como una señal positiva, e instó a los tres niveles del gobierno federal mexicano a reactivar el proceso de paz.
En la jerarquía católica también hubo opiniones divergentes, dependiendo de si los emisores de mensajes estaban ligados con la clase poderosa o tenían contacto con el movimiento indígena. Los primeros temieron que se tratara de pura publicidad y acusaron a las juntas de segregación. Los segundos alabaron la humildad de la autocrítica zapatista y se alegraron por el surgimiento de las juntas.
Organizaciones indígenas, campesinas, sindicales, de derechos humanos, vieron en las juntas una nueva oportunidad para el movimiento popular en su lucha contra el neoliberalismo, y resaltaron que las juntas constituían un instrumento extraordinario de democracia popular. El Congreso Nacional Indígena declaró que los pueblos indios de México habían emprendido el camino de la autonomía en los hechos. La Asamblea Nacional Indígena Plural por la Autonomía advirtió que la autonomía era la respuesta popular a la crisis de los partidos, una nueva forma de hacer política, un proyecto a largo plazo y un modelo. El ejemplo cundió y en varios puntos del país comunidades indígenas se pronunciaron en favor de crear municipios autónomos como los zapatistas ante la crisis de la credibilidad del Estado.
Entre los especialistas sobre cuestiones indígenas se hicieron diversos acercamientos al nuevo fenómeno. El primero fue desde el punto de vista jurídico. Se hacía ver que el artículo segundo constitucional reconocía y garantizaba el derecho de los pueblos y las comunidades a la libre determinación y a la autonomía para decidir sus formas internas de convivencia, organización social, económica, política y cultural. Pero la autonomía zapatista iba más allá de los marcos de esta legislación y se basaba más bien en el marco internacional que era el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, que también formaba parte de la ley suprema de la nación. Más que quedarse en detalles legales había que ver el reto y la oportunidad que las juntas estaban ofreciendo al país. No había que olvidar también que la realidad en marcha era transformadora del derecho. El problema que se destacaba era la urgencia de un diálogo interno intercomunitario para evitar los conflictos (Anaya 2003). Esto se agravaba con la reactivación de las bandas paramilitares priistas. Cuando los zapatistas daban un paso decisivo hacia la paz, estos grupos soplaban sobre los rescoldos para avivar el fuego de la confrontación.
Ante el incumplimiento por parte del Estado de los Acuerdos de San Andrés, los pueblos indios los ejercían unilateralmente. Los zapatistas no sólo sabían resistir sino que tenían capacidades propositivas que dinamizaban la actividad del movimiento indígena y campesino. Fueron destacados los aspectos de la igualdad de la mujer, asunto que cuidaban las juntas zapatistas, la libertad de comunicación, que los ejércitos debían servir para defender y no para dominar y que, en la dignidad de los pueblos, con fuerza desde abajo, otro mundo era posible. Se proponía una autonomía con dignidad. En las comunidades, indios, mestizos y criollos tenían los mismos derechos. Se resaltaba que los zapatistas habían privilegiado el aspecto civil sobre el militar y habían dado preponderancia a los fines comunitarios. No querían militarizar su cultura. No obstante, el EZLN tenía guardadas, pero no olvidadas las armas, en un clima de tensión y de agresión.
Pablo González Casanova apuntó que se sentía muy identificado con los aportes que el zapatismo estaba haciendo a la historia mundial en la línea de ensayar alternativas. Los pueblos indios estaban sobreviviendo con su autonomía. No se planteaban ser vanguardia ni tomar el poder, sino construir desde abajo un nuevo poder en beneficio de todos. Dependían de las decisiones adoptadas colectivamente. Marcos desempeñaba el papel que la comunidad le marcaba7. El ex rector de la Universidad Nacional subrayó que las comunidades defendían tanto sus derechos particulares como los universales (González Casanova 2003).
Cuando se había pensado que el zapatismo estaba agotado, ha resurgido con nuevas ideas y acciones que repercuten en todo el país. Ha demostrado que, ante la incapacidad gubernamental para resolver problemas, los pueblos tienen la aptitud de gobernarse a sí mismos en el marco de una democracia nueva, incluyente. Cuando parecía que los zapatistas se hallaban derrotados y sin salidas, encontraron formulaciones prácticas que les ofrecieron sustento y volvieron a ser modelo para seguir por otras agrupaciones. Tienen la flexibilidad de la imaginación creadora, basada en convicciones inquebrantables. Los zapatistas no basan su actuación en documentos consagrados de los revolucionarios sino que, combinando su tradición maya con una reflexión de la actualidad mundializada, ofrecen comunicados a la sociedad civil nacional e internacional frescos, profundos y novedosos. Se han opuesto al paternalismo del indigenismo homogenizador defendiendo la dialéctica entre la igualdad y la diferencia. Han propiciado la práctica de una democracia pluricultural. Se han visto interpelados y aceptan el respeto a la existencia del otro.
Proponen un estado plural y multicultural. Los zapatistas están en continua búsqueda. Sintetizan sus tradiciones indígenas, pero las actualizan en una globalización enfrentada desde la perspectiva de los intereses de las mayorías. A la tradición indígena de la sumisión de la mujer, contraponen la actividad de las mujeres, sus derechos, y sus luchas. Ante el poderío de los aparatos, proponen la fuerza del poder construido colectivamente desde abajo. Tienen armas, que son un símbolo de su levantamiento, pero privilegian el diálogo y la palabra. Fustigan a los poderes constituidos y la clase política, pero son capaces de percibir las fallas en ellos mismos y en la construcción de su proyecto, a las que le encuentran salidas novedosas en la discusión comunitaria. Su crítica va acompañada de acciones propositivas. Se proponen contribuir a la creación de un mundo donde quepan muchos mundos. No quieren ser vanguardia de nada, pero irradian ejemplo que cunde. Están inmersos en una creadora labor organizativa. Propician la constitución de redes nacionales e internacionales. Su influencia no se reduce al movimiento indígena. Hay una gran gama de movimientos de base en México cansados de la clase política que ha aceptado el reto de buscar alternativas políticas y sociales que no pasen por los partidos y el Estado. El zapatismo ha sido considerado como el inicio de las movilizaciones en contra de la globalización de los poderosos y como la puesta en práctica de las alternativas de una mundialización desde abajo. Son una referencia internacional en los esfuerzos por demostrar que otro mundo es posible. Se han ido convirtiendo en un ejemplo de la nueva forma de hacer política.
1 Los datos de este escrito provienen de la consulta de las siguientes páginas de Internet: www.ezln.org.mx, www.laneta.apc.org, www.ciepac.org Los zapatistas han explicado en reiteradas ocasiones su propio movimiento.
2 Este pronunciamiento fue producto del Encuentro por una Paz con Justicia y Dignidad el 7 de julio de 2002.
3 Se aclaró que no se había invitado a la Cocopa a la inauguración de los Caracoles. La ruptura con la clase política era total.
4 Foucault, destacando que donde hay poder, hay resistencia, aclara que la resistencia no es simplemente decir no, sino un proceso de creación que activamente transforma la situación (Foucault 1999).
5 Las reacciones ante la nueva estructuración del zapatismo están tomadas de las siguientes páginas de internet: www.jornada.unam.mx, www.reforma.com, www.el-universal.com.mx
6 Uno de los principales dirigentes del PRD que ha sido dos veces candidato a la Presidencia de la República.
7 Cuando varios periodistas querían descubrir el papel del liderazgo de Marcos en las comunidades zapatistas, lo que las bases respondían era que Marcos no era un líder porque “trabaja colectivo” y porque sus sentimientos “los trasmite a nivel de pueblo” (El Universal 17 de agosto de 2003).
Versión PDF |
Heraclio Bonilla*
* Profesor Asociado de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Bogotá. Doctorado en la especialidad de Historia Económica por la Universidad de París y doctorado en Antropología por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Lima). Profesor visitante en las principales universidades de América Latina, Europa y los Estados Unidos. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
Este artículo está destinado al examen de las peculiaridades de la violencia en el Perú mediante el análisis de la experiencia de Sendero Luminoso. En función de ese objetivo, el trabajo contiene tres partes. En la primera se coloca la violencia de los ochenta en una perspectiva histórica que la hace comprensible. En la segunda, se describe y se analiza el ascenso y el ocaso de Sendero. En la tercera, a manera de conclusión, se exploran las alternativas políticas del Perú actual y el lugar de la subversión armada.
Palabras clave: Perú, Sendero Luminoso, violencia, años ochenta, conflicto armado.
Este artigo examina as peculiaridades da violência no Peru através da análise da experiência do movimento guerrilheiro Shining Path. O artigo está dividido em três partes: no primeiro, a violência dos anos oitenta é apresentada numa perspectiva que a torna compreensível. No segundo, descreve-se o surgimento e a queda do Caminho Luminoso. No terceiro, como conclusão, são exploradas as alternativas políticas atuais e o lugar da subversão armada no Peru.
Palavras-chave: Peru, Sendero Luminoso, violência, os anos oitenta, conflito armado.
This article examines the peculiarities of violence in Peru through the analysis of the experience of the guerrilla movement Shining Path. The article is divided in three parts: In the first one the eighties violence is presented in a perspective that makes it comprehensible. In the second one the rising and falling of Shining Path is described. In the third one, as a conclusion, the current political alternatives and the place of armed subversion in Peru are explored.
Keywords: Peru, Sendero Luminoso, violence, eighties, armed conflict.
En la última semana de agosto de 2003 la prensa extranjera y la peruana dieron cuenta del término del trabajo y de la entrega de sus resultados a las principales autoridades peruanas por parte de la Comisión de la Verdad, constituida hace un par de años por el gobierno de transición presidido por Valentín Paniagua. Los integrantes de esta Comisión recibieron el encargo de averiguar las causas y las consecuencias de la trágica experiencia vivida por el Perú en las tres décadas finales del siglo XX, particularmente aquella caracterizada por el enfrentamiento entre las fuerzas del orden y la subversión encabezadas por Sendero Luminoso (SL) y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA). La prensa resalta que las tres conclusiones más importantes aluden a la responsabilidad de las fuerzas armadas y de los subversivos, en una proporción mayor por parte de los últimos; a que las víctimas fueron mayormente campesinos indios procedentes de los departamentos más marginados del sur del Perú como Ayacucho, Huancavelica, y Apurímac; y que fueron 69.280 los muertos como consecuencia de esta violencia. Salvo la evaluación del número de las víctimas, que triplica los estimados que en su momento se hicieron, las otras conclusiones no ofrecen mayores sorpresas a quienes desde los ochenta se interesaron por el fenómeno de Sendero Luminoso. Lo anterior en modo alguno significa que se cuente con una explicación convincente de este grupo y de sus acciones, pese a la existencia de una densa y desigual literatura que incluso creó en el Perú una especialidad académica: la Senderología…
Es imposible dar cuenta de cada una de las dimensiones implicadas en el fenómeno de Sendero en tan pocas páginas. El lector interesado podrá consultar la literatura especializada, de manera que aquí se intenta, de modo muy breve, colocar esa experiencia en un contexto histórico más amplio, subrayar las características de Sendero y de sus acciones, y sugerir algunas reflexiones sobre los escenarios de la política peruana en el corto plazo.
El escenario peruano en la última década del milenio pasado era muy nuevo, muy extraño y, ciertamente, inédito cuando se observa en perspectiva el curso anterior de su experiencia nacional. Resulta importante dar cuenta de algunos de los componentes de ese escenario si se quiere reemplazar la anécdota por una explicación profunda de los dilemas y de la tragedia que envolvieron a gran parte de la población peruana. En términos económicos, para empezar por lo más obvio y reconocible, Perú y Haití comparten el penoso privilegio de tener las poblaciones más miserables del hemisferio, situación irreversible en el mediano plazo. Otra dimensión de ese nuevo escenario se halla en la situación de los partidos políticos. Estos aparecen en Perú a principios de la década de 1870 con el establecimiento del Partido Civil, el cual traduce políticamente los intereses de una plutocracia asociada a la explotación del guano de las islas; desde entonces se han diversificado tanto en número como en significación. Cronológicamente, los de mayor presencia fueron y todavía algunos son el Partido Aprista (1924), el Partido Comunista (1928), Acción Popular (1956), el Partido Popular Cristiano (1966), una escisión conservadora de la Democracia Cristiana. A éstos habría que agregar Perú Posible, del actual presidente Alejandro Toledo, y las agrupaciones ad-hoc lideradas a comienzos de los noventa por Mario Vargas Llosa (Libertad) y Alberto Fujimori (Cambio 90). En la mejor tradición latinoamericana, estos partidos reproducen de manera fiel la cultura política de la región, en el sentido de que son pequeños círculos de notables congregados en torno a un caudillo y en cuya dirección las bases, si es que existen, no tienen mecanismo alguno de expresión. Esta profunda crisis moral y política fue utilizada en 1968 por un grupo de funcionarios civiles del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas (GRFA), para proponer la extraña tesis del no partido, y a la que también aludió Fujimori bajo la acusación de partidocracia como pretexto para violentar la vida constitucional del país el 5 de abril de 1992.
A la situación anterior deben añadirse los cambios en el orden simbólico provocados por las medidas que tomó en su primera fase el GRFA de 1968. El sistema colonial en el Perú sacralizó la desigualdad y la injusticia. La naturaleza religiosa de ese orden, la posibilidad de dar satisfacción sólo de manera segmentada a las demandas más urgentes de fracciones de las clases populares, y la inexistencia de canales institucionales en la mediación del conflicto, crearon en este contexto una paradoja muy significativa: la apariencia de una sociedad pacífica y tranquila, resignada a su suerte, pero que en el fondo, y este era su reverso, anidaba furias y explosiones que estallaban en circunstancias propicias con una extremada fuerza. El sociólogo francés Francois Bourricaud (1970) documentó en su clásico libro sobre el Perú su perplejidad frente a la violencia que revestían las huelgas de los mineros del Cerro de Pasco; poco más tarde, su colega Henri Favre (1972) discutía los correlatos psicológicos de la interiorización de esta frustración expresados en fiestas y prácticas autodestructivas de los campesinos indios.
Los fundamentos de esta estructura sufrieron profundos cambios en el curso de la segunda mitad del siglo XX, particularmente en el contexto de las movilizaciones campesinas de la década de los sesenta, cuando sus protagonistas, además de reivindicar su derecho a las tierras expropiadas, comenzaron a cuestionar la legitimidad del orden gamonal. En vastas regiones del in- terior peruano este proceso culminó con un golpe contundente cuando la reforma agraria de Velasco produjo en 1969 el desalojo de segmentos importantes de la clase dominante, quienes desde el vértice de las sociedades regionales articularon social y moralmente tal ordenamiento en este siglo. No son pocos los casos documentados de expresión de tristezas y lamentos de los campesinos indios frente a la expulsión de sus patrones, así como la nostalgia de las capas más antiguas del proletariado minero ante la expulsión de los “gringos” de la dirección de las compañías norteamericanas que explotaban el cobre en la sierra central (Bonilla, 1970).
La “gran transformación” capitalista que las fuerzas armadas apuntalaron en 1968 fue en este sentido doblemente incompleta. En términos económicos dislocó la economía, en consonancia con su modelo “ni capitalista ni comunista” que terminó potenciando las deficiencias de cada uno, y en términos sociales no pudo llenar el vacío que había producido. Estaban así reunidas las condiciones para dar nacimiento a aquello que el antropólogo José Matos Mar (1984) calificaba como “desborde popular”. Las expresiones de este “desborde” –que en esencia no es sino una delicada metáfora para designar el impresionante caos social del Perú– son múltiples y atraviesan el conjunto de la cultura popular (el “achoramiento” y la música “chicha”), la religión (“Sarita Colonia” y las “vírgenes lloronas”), el lenguaje y los símbolos, la sustitución del orden y la civilidad, por el elocuente postulado del “sálvese quien pueda”, para no mencionar las prácticas políticas como las de Sendero Luminoso, que convirtieron al Perú de los ochenta en un centro de curiosidad mundial. Se puede discutir, ciertamente, si este llamado desborde traduce la creatividad peruana o, más bien, el límite alcanzado por la impotencia y la desesperación. Y es este el contexto en el que Sendero Luminoso aparece y acciona.
Sendero Luminoso (SL) fue el resultado de la escisión, en 1971, del Partido Comunista Bandera Roja, así como de su inicial anclaje regional e institucional: Ayacucho y la Universidad San Cristóbal de Huamanga. En la constitución de SL desempeñó un papel importante Abimael Guzmán Reynoso, “el presidente Gonzalo”, filósofo graduado en la Universidad San Agustín de Arequipa con una tesis sobre Kant, y un reducido grupo de profesores y estudiantes (Degregori, 1988). Movimiento de inspiración maoísta, fortalecido por la prolongada estadía de Guzmán en China, buscó su nativización resaltando algunos aspectos del pensamiento de José Carlos Mariátegui, para terminar convirtiendo en un primer momento al espacio universitario como su centro de acción. No era en ese sentido muy distinto a los otros grupos de izquierda radical, aunque sí lo era la frontal oposición de SL a las huelgas generales y a las “tomas de tierra”, es decir a las acciones de protesta popular en contra de las medidas del gobierno militar de la segunda fase.
Pero la hegemonía de Sendero en la universidad fue muy breve: en 1975 ésta se redujo a la Facultad de Educación, para abandonar la universidad un año más tarde a fin de enviar a sus cuadros a trabajos de proselitismo tanto en la región como en otros lugares del país, al tiempo que el núcleo dirigente continuaba con el proceso de construcción del partido. Que Ayacucho (“rincón de los muertos” en quechua) haya sido la cuna de SL no es, desde luego, una coincidencia. Se trata de una de las regiones más deprimidas del Perú, con una universidad reabierta desde 1959 que pronto se convirtió en un centro de atracción de estudiantes con raíces campesinas muy recientes y de difusión cultural muy avanzada; todo aquello en el marco de un aislamiento que intensificó la prédica ideológica. Pese a su reconocida parquedad en términos de pronunciamientos, la difusión en enero de 1988 de las bases de discusión del PCP en las páginas de El Diario, su principal vocero, permite conocer lo esencial de sus propuestas, así como las líneas directrices de su acción. Para Guzmán, “el Perú contemporáneo es una sociedad feudal y semicolonial en el cual se desenvuelve un capitalismo burocrático”, entendiéndose como tal “el capitalismo que genera el imperialismo en los países atrasados, atado a la feudalidad que es caduca y sometido al imperialismo que es la última fase del capitalismo” (El Diario, Lima 8 de enero de 1988).
La construcción de la república popular de nueva democracia no podía sino resultar de una violenta guerra revolucionaria conducida por el ejército guerrillero popular. Sus acciones estarían encaminadas a la conquista militar de bases, desde el campo a la ciudad, donde se establecerían “atravesando baños de sangre”, comités populares en el campo y movimientos revolucionarios de defensa del pueblo en las ciudades, a cargo de comisarios como concreciones del nuevo estado. El conjunto de comités populares constituye la base de apoyo, y el conjunto de bases de apoyo “es el collar que arma la república popular de nueva democracia”. Este proceso se encuadra dentro de una guerra prolongada, la cual comprende tres etapas:
(…) la primera es el período de la ofensiva estratégica del enemigo y la defensiva estratégica nuestra. La segunda será el período de la consolidación estratégica del enemigo y de nuestra preparación para la ofensiva. La tercera será el período de nuestra contraofensiva estratégica y de la retirada estratégica del enemigo (…) (Ibid).
En este contexto, fue simbólicamente elocuente que las acciones públicas de SL comenzaran colgando perros en los postes de Lima, en clara alusión a su desprecio por la revisionista dirigencia china, así como por la quema de las ánforas en la plaza pública de Chuschi el 17 de enero de 1980, como un rechazo al proceso electoral en curso y en circunstancias en que la izquierda peruana legal se preparaba para participar. Esto fue el inicio de una vorágine que alcanzaría dimensiones alucinantes años más tarde, al avanzar SL en su “conquista de las bases”, “batiendo” el campo, para establecer “zonas liberadas”.
La expansión militar de SL durante 1980 y 1982 en las regiones de Ayacucho y Apurímac, en el sur peruano, fue rápida y contó con el respaldo de fracciones importantes de la población rural y urbana. Basta mencionar la multitud –casi 30.000 personas– que acompañó al féretro de Edith Lagos, una joven dirigente senderista muerta en combate el 3 de septiembre de 1982 (Gorriti, 1990: 381). Los testimonios y las escasas investigaciones permiten enumerar algunas de las razones del éxito inicial de esta expansión. La primera, y la más obvia, el olvido y la postración secular de aquellas regiones por parte del Estado. A estas razones de estructura debe añadirse la eficacia de las tácticas utilizadas por Sendero para captar la simpatía de los campesinos. Ronald Berg (1986-1987: 165-196) en el estudio de campo realizado en la comunidad de Pacucha, en Andahuaylas, entre agosto de 1981 y noviembre de 1982, encontró que SL había logrado captar la adhesión diferenciada de los campesinos, la cual se manifestaba ya sea en simpatía o en apoyo tanto pasivo como activo, al utilizar las tensiones nacidas de la reforma agraria y aplicar una “justicia campesina” que otorgaba satisfacción a los agravios frente a la incompetencia y la corrupción de los funcionarios locales. Pero también, de manera significativa, sus acciones le ganaban el inmediato respaldo de uno de los bandos en conflicto, al colocar un nuevo elemento en las ancestrales disputas inter o intracomunales.
Pero incluso en los años iniciales de la expansión de Sendero en estas regiones de Ayacucho y de Apurímac ni todos sus campesinos fueron captados, ni el reclutamiento estuvo exento de brutalidades. Por esta razón, un problema que aún se debate es saber si quienes se comprometieron de manera activa con SL en estas regiones eran auténticos campesinos. En un artículo pionero, Henri Favre (1984: 3-27) señalaba que en 1981 comunidades de zonas bajas como Huancasancos eran más susceptibles de adherirse a SL, en la medida en que sus campesinos eran los más desheredados. En cambio, comunidades de altura como Lucanamarca, mucho más indígenas, eran más propensas a reaccionar contra SL en respuesta a su estrategia de asfixiar los mercados locales, obligando a las comunidades a practicar una agricultura de autosubsistencia. Esta imposición cortaba a las comunidades de altura sus vínculos con el mercado, forzándolas a restablecer lazos de dependencia con las comunidades de abajo, de quienes se habían emancipado política y económicamente en el pasado reciente. De ahí que Favre concluya que las raíces de SL se encuentran en el sector masificado, inorgánico, y no integrado, y que su revuelta es la de los parias contra todas las clases de la sociedad.
En cualquier caso, ni simpatías ni rechazos son irrevocables en un contexto de guerra abierta, sobre todo cuando la intervención directa del ejército hizo tambalear estos sentimientos. Los mismos casos de Huancasancos y de Lucanamarca en la provincia de Víctor Fajardo (Ayacucho), ilustran los métodos utilizados por SL para mantener esos apoyos o para sancionar las desafiliaciones. El 3 de abril de 1983 un centenar de senderistas ingresaron a esos pueblos y luego de “juicios populares” sumarios dieron muerte a 45 comuneros de Lucanamarca y a 35 de Huancasancos, hecho que marca el inicio de castigos ejemplares como método para obtener el reclutamiento o, cuando menos, la obediencia de los campesinos.
El 20 de diciembre de 1982 el presidente Fernando Belaúnde Terry, de Acción Popular, luego del asesinato del director de la filial de Ayacucho de la Casa de la Cultura del Perú, decidió finalmente autorizar la participación de las fuerzas armadas en la represión de SL y, por consiguiente, su ingreso a Ayacucho. Así aparece el segundo actor en el escenario de la violencia en el Perú, luego del regreso pactado a sus cuarteles en 1979. Las acciones de los militares estuvieron inspiradas en la doctrina de la “guerra interna”, es decir, la misma que fuera utilizada en el Cono Sur durante los largos años de dictadura de esos países, y con las consecuencias que son ampliamente conocidas. Por lo mismo, no fue una sorpresa para nadie la rutinaria proliferación de denuncias de violación de los derechos humanos. En la medida en que la mayor parte de las víctimas de estos abusos eran campesinos indios, y en virtud del conocido racismo que impregna la sociedad peruana, la opinión pública muy pronto se habituó a leer con indiferencia noticias sobre muertes y desapariciones. El Ministerio del Interior evaluó en su momento en 22 mil los muertos producidos en el marco de este enfrentamiento entre 1980 y 1992, mientras que los costos de los recursos materiales destruidos durante esa década ascendieron a 22 mil millones de dólares, monto equivalente al valor total de la deuda externa del Perú de esos años. La Comisión de la Verdad, como se señaló al comienzo, cifra en cambio el aniquilamiento en 69.280 muertos. Y es que en 1992 la violencia en el Perú no era sólo un fenómeno circunscrito a un villorio aislado de los Andes, sino que estuvo presente en casi todo el territorio nacional, y su evidencia más clara fue la multiplicación de las provincias declaradas en emergencia: de siete en 1982 a 60 a fines de 1990. Por otra parte, si el volumen de víctimas traduce el descalabro de una sociedad, pueden compararse esas cifras, 22 o 69 mil, con los 166 muertos producidos en el contexto de las movilizaciones campesinas desde 1958 hasta 1964. El único precedente conocido en los Andes sobre un desastre de esta magnitud lo constituyen las cien mil víctimas, entre realistas y rebeldes y sobre una población total de millón y medio, que ocasionó la rebelión de Túpac Amaru y los Katari en 1780 (Cornblit, 1970:1).
El conocimiento de la composición social de SL encuentra en el trabajo ya señalado de Favre una importante apoyatura inicial: SL halla su sustento en las fracciones más desarraigadas de la población peruana, tanto rural como urbana. Otra contribución importante a este conocimiento fue la de Denis Chávez de Paz (1989). Al analizar los expedientes de los inculpados por terrorismo encontró que su edad promedio era de 26 años; 16 % eran mujeres; solteros 70%, y migrantes 76.5%, de los cuales un 58% provenía de las provincias más pobres del país, y pese a que el 35.5% tenían educación universitaria, éstos eran pobres o muy pobres. Y es que un joven al terminar la educación secundaria sabe que sus oportunidades de ingreso a la educación superior son reducidas y, si ingresa, descubre que su título universitario carece de valor para obtener un empleo satisfactorio en el sector público o privado, y que él no tiene ningún lugar en el sistema. De ahí su propensión a enrolarse en la subversión: para destruir un sistema que no les sirve, o por la convicción de que la subversión es un canal de movilidad potencial.
También en 1970 en el Alto Huallaga empezó a surgir una región relativamente próspera, a través del cultivo de la coca. La prosperidad de la zona estuvo estrechamente asociada a la expansión del consumo de cocaína en los Estados Unidos, y tuvo como resultado el incremento de las áreas sembradas, las cuales pasaron de 28 mil hectáreas en 1980 a 211,000 en 1988 (Tarazona-Sevillano, 1992: 149). Inicialmente, en esta región los actores principales eran los cultivadores, los narcotraficantes y la policía encargada de la represión; y las relaciones entre ellos eran de conflicto debido a la incompatibilidad de sus intereses. Estas tensiones fueron explotadas por SL que, luego de incursiones iniciales a principios de los ochenta, alcanzó una sólida presencia armada en 1985. La táctica seguida por SL para ganar el respaldo activo de productores y traficantes, en ausencia de una política coherente por parte del gobierno, era de una extrema simpleza. Bastaba con “proteger” a los productores de la vigilancia policiaca y de las extorsiones de los traficantes, y a los traficantes de las autoridades. Protección que ciertamente redituaba lucrativas ganancias por la naturaleza del negocio.
Subversión y contrasubversión fueron inicialmente las fuerzas cuyas acciones, al operar sobre un volcán, expandieron la violencia al conjunto de la sociedad peruana. Pero los resultados de esa violencia se retroalimentaron y terminaron produciendo un inmenso caos. Entre las diversas expresiones de esa violencia/consecuencia que deviene en violencia/escenario deben mencionarse los denominados “desplazados”, auténticos parias rurales que forman parte de guetos ubicados en el campo y en la ciudad, como consecuencia del éxodo que emprendieron para escapar de las acciones de SL o del ejército (Coral, 1986: 77-84). El número de estos desarraigados ha sido calculado en 200 mil (Kirk, 1991:42). Una situación similar ocurre con las rondas; porque ellas no sólo sirvieron para proteger campesinos y reparar agravios, sino que también fueron instrumentos del gobierno y de las fuerzas armadas en la lucha contra la subversión. Y si bien la entrega de armas puede ser útil para una legítima defensa, en el clima social y político del Perú de entonces fue imposible garantizar que esas rondas armadas, con su peculiar concepción de la justicia, no emprendieran un arreglo de cuentas con adversarios que tenían poco que ver con la subversión, sobre todo cuando contaron con dirigentes como el célebre Comandante Huayhuaco, un contrabandista y traficante convicto. Así se levanta otro escenario para que la guerra contra la subversión se convierta en una guerra campesina. O en una guerra civil y criminal, cuando desde el poder y con respaldo de la derecha, se organizan verdaderas bandas paramilitares, como el comando Rodrigo Franco –nombre de un líder aprista asesinado por SL– para colocar bombas o asesinar a dirigentes de la izquierda, o cuando el nombre de Sendero es usado como coartada en la ejecución de crímenes corrientes.
En la noche del 12 de septiembre de 1992 se cerró la primera parte de este drama cuando Abimael Guzmán y otros importantes miembros de la dirección de SL fueron apresados por la Dirección Nacional contra el Terrorismo (Dincote). Este hecho palió el auténtico golpe de estado cometido por Fujimori al disolver el Congreso y el Poder judicial cinco meses antes y fue usado para prolongar su gobierno hasta el 2000. Para el gobierno, para gran parte de la opinión pública, y para muchos analistas, el encarcelamiento de Guzmán y de su camarilla, así como la de Víctor Polay y otros dirigentes del MRTA, significaba el cierre definitivo de una década de oprobio, de sangre y de dolor. Que ese optimismo era prematuro lo dice y lo desmiente lo ocurrido en el Perú desde ese entonces. Estos últimos años demostraron de manera contundente que el gobierno que combatió a SL era igualmente capaz de cometer crímenes semejantes o mayores, mientras que la acción de varios grupos que reivindican el nombre de SL sugiere que esa manera demencial de practicar la política está lejos de desaparecer. Y es que más allá de la alucinación de quienes concibieron su nacimiento, la subversión, con prescindencia del nombre que adopte, seguirá contando con la adhesión de una población hundida en la miseria, y proclive a la prédica de algún iluminado y errático mesías.
Versión PDF |
Ernesto Hernández**
* Dedicatoria de la revista El vampiro pasivo, No. 7/8.
** Fundador y director de las revistas El vampiro pasivo y Sé cauto; traductor de los cursos de Deleuze (www.webdeleuze.com). Ingeniero de sistemas. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
“… un problema tiene siempre las soluciones que se merece según las condiciones que lo determinan como problema”.
Gilles Deleuze Lógica del sentido, p. 69.
Este texto explora la doble hibridación narco-neo-liberalismo, y narco-neo-guerrilla, como momentos fundamentales para la reconstitución de un Estado que tiende cada vez más a “organizar” sus formas institucionales como deducidas de la excepción permanente.
Palabras clave: Colombia, violencia, narco-neoliberalismo, narco-neo-guerrilla, Estado
Este texto explora um duplo processo de hibridização: narconeoliberalismo e narco-neo-guerrilha, como momentos fundamentais para a reconstrução de um estado que tende a "organizar" suas formas institucionais como se tivessem sido deduzidas da exceção permanente.
Palavras-chave: Colômbia, violência, narco-neoliberalismo, narco-neo-guerrilheira, Estado
This text explores a double hybridizing process: narconeo- liberalism, and narco-neo-guerrilla, as fundamental moments for the reconstruction of a state that tends to “organize” its institutional forms as if they had been deduced from the permanent exception.
Keywords: Colombia, violence, narco-neoliberalism, narco-neo-guerrilla, State
Guadalupe o la miseria que sale de su gueto En Colombia, la sucesión de gobiernos de alianza, desde 1958 hasta 1974 (Frente Nacional), se debatió entre el paradigma de la perpetua violencia y la aporía de la solución definitiva del conflicto por la vía de la aniquilación. Inevitablemente culpabilizados y culpables del acontecimiento desencadenador, permanecen ligados al “acto” fundador de “la modernización”, –el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948–, y empeñan toda su fuerza militar y política en hacer de ésta una culpa absoluta (“La violencia”) cuya expiación es infinita (la guerra de aniquilación). Bautizados como “La violencia”, estos años que van de 1946 a 1958, son la década de dictadura civil y militar que reorganiza institucionalmente la república, promueve la industrialización, vuelve a trazar las fronteras agrarias, y redistribuye las fuentes de recursos mineros, energéticos y naturales. Flujos de bandas fanáticas, de grupos mercenarios y de guerreros solitarios constituyen una larga lista de héroes locales o nacionales que proyectan su sombra mítica sobre una oscura organización policial de saqueadores y asesinos: “Desquite”, “Sangrenegra”, “Tarzán”, etc. –flujo, torrente de violencia descodificada–. Por su lado un ejército precario e inclinado al vandalismo, conformado por cooptación (servicio militar obligatorio), enfrenta los focos de resistencia campesina organizados en guerrillas agrarias fuertemente territoriales: en los Llanos con Guadalupe Salcedo, en Sumapaz con Juan de la Cruz Varela, en el Tolima con “Charronegro” y “Tirofijo”1, etc. Aparecen (en el sentido fuerte de “aparecer”) también, en esos años, extraños personajes cuya violencia espontánea rechaza cualquier vínculo doctrinario, partidista. Estos personajes vindican un llamado, una voz, algo como el signo anónimo e irrenunciable de un destino en el que un horizonte rojizo es cubierto por el manto vocacional de un azul actuante, agitado y cómplice. Ritornelo territorial, tierra de pájaros y cóndores: Efraín González, por ejemplo, es ese tipo de héroe ambiguo, que enfrenta a unos y otros en frentes diferentes y con rabia desigual. A su lado grandes flujos de campesinos “desplazados” emigran hacia las ciudades desformando su configuración urbana, creando un extraño marginalismo urbano de grandes proporciones.
“Latifundio disperso”2, concentración industrial y oleajes de colonización urbana y rural hacen de contrapunto a una “guerra permanente” y a una “revolución permanente” que se enfrentan de manera intermitente, absolutamente irregular y en fronteras territoriales invariablemente fluctuantes.
Con el gobierno militar y la arremetida del ejército contra su “enemigo principal” –las guerrillas campesinas– se logra reducir y amnistiar buena parte de estas fuerzas; sin embargo muchos grupos guerrilleros armados se retiran cautelosamente o se disuelven sin deponer las armas frente a la política de desarme y desmovilización. De otro lado, las guerrillas más fuertes entran en procesos de negociación dispersos que debilitan su fuerza negociadora, acrecientan su aislamiento y facilitan la traición de los acuerdos por parte de terratenientes, jefes locales y el gobierno. Este es un punto de giro para el movimiento guerrillero, pues ese momento de dispersión parece ser, también, el de un encuentro con el movimiento comunista y socialista que lo dotan de un nuevo tipo de enunciados que, más allá de lo territorial, configuran un “programa” de demandas democráticas y un proyecto político-militar para la “toma del poder”. Se abre, así, una nueva época de confrontación en la que las fuerzas dispersas de una guerrilla “desilusionada y traicionada” se reorganizan militar y políticamente; no se trata ya de la “defensa de la tierra” sino de un reclamo de reforma agraria (“la tierra para el que la trabaja”) ante la cual el gobierno arrecia sus hostigamientos (la reforma agraria en la Guatemala de 1953, propiciada por el gobierno de Jacobo Arbenz, era un lamentable precedente de este tipo de experiencia para la administración norteamericana y para el gobierno local).
De nuevo la “pacificación” tiene por objetivo las guerrillas reorganizadas en el Sumapaz, y, después de dos años de guerra (se calculaba que los operativos durarían apenas unas semanas, por el despliegue de fuerza militar y la brutalidad de las acciones) los grupos guerrilleros se repliegan hacia Marquetalia, en donde después de una larga resistencia y rompiendo un fuerte cerco se lanzan en una aventura de reconstitución y conquista organizados bajo el nombre de Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
“¡Patria o muerte, venceremos!”
En la década de los años sesenta, marcada por el poderoso ritornelo del “Patria o muerte, venceremos”, de la revolución cubana, proliferan fuerzas de izquierda, realineadas según los cánones de la guerra fría y los dogmas del “modelo de revolución”. Surge un gran número de grupos guerrilleros, que expoliados por el triunfo de la “Revolución Cubana”, pero divididos por la confrontación entre China y la URSS, abrazan distintos “modelos de revolución armada”; son grupos muy dispares en su conformación social y militar, y muchos de ellos precarios y efímeros (MOEC y otros). Algunos de estos grupos derivan posteriormente en organizaciones de izquierda de influencia parcial en ciertos sectores y ámbitos (universitario, sindical, campesino), y solo permanecen y logran consolidar una organización militar el ELN, el EPL y las FARC. Hacia mediados de la década se han conformado, entonces, la guerrilla de corte castrista (Ejército de Liberación Nacional – ELN–); la guerrilla, ya existente, de corte comunista pro-soviético (FARC); y la guerrilla maoísta (Ejército Popular de Liberación –EPL–), cada una enarbolando un acontecimiento fundador, un “a partir de”, como despegue para “la toma del poder”. Simacota para el ELN, Marquetalia para las FARC, y la ruptura con el Partido Comunista para el EPL. Mientras el ELN y el EPL, conformados por militantes urbanos, estudiantes, sacerdotes católicos “revolucionarios” o progresistas (Camilo Torres, Domingo Laín, etc.), obreros y sindicalistas, sufren divisiones internas, traiciones, y cercos de aniquilamiento, que implican una discontinua actividad guerrillera durante toda esta década, las FARC consolidan lentamente posiciones en zonas rurales marginales; en los piedemontes de la Cordillera Oriental; los Llanos, las zonas selváticas del centro y norte del país.
Con los fraudes y negociaciones entre los populistas (que se habían convertido en una fuerza política muy importante) y los partidos “tradicionales”, a inicios de la década de los años setenta, y el auge de movimientos sociales estudiantiles y obreros (sobre todo los petroleros fuertemente politizados), surgen las primeras alternativas de guerrilla urbana, en consonancia con grupos guerrilleros urbanos en América y Europa (como el ADO, tributario de las vertientes europeas de las brigadas y de Bader, de los tupamaros y el MIR, en América Latina), estos grupos realizaron acciones militares descabelladas y fueron aniquilados de manera brutal y rabiosa. De su lado las organizaciones campesinas e indígenas ANUC3 y CRIC4 que promueven la toma de tierras, son violentamente reprimidas hasta conseguir su disolución, su sometimiento o su integración a las instituciones agrarias del Estado; muchos miembros de estas organizaciones adhieren a los grupos guerrilleros existentes o se configuran ellos mismos como tales (el Quintín Lame5). De otro lado, grupos como el ELN, son duramente golpeados en lo militar, y las FARC mantienen sus posiciones territoriales más o menos controladas por el asedio constante del ejército; esta última sigue siendo una guerrilla más campesina que comunista, con un propósito defensivo territorial. Siendo las FARC el grupo guerrillero más numeroso y mejor organizado, es el que realiza un menor número de acciones ofensivas.
En esta década nace, de una mezcla de populismo radical y de sectores que rompen con las FARC, un grupo guerrillero, el M-196, que recoge a un gran número de izquierdistas que se han empezado a quedar “sin partido”, y que buscan alternativas autóctonas. Consolidan una especie de línea melódica tropical, muy flexible y cargada de humor y osadía. El robo de un símbolo patrio (la supuesta espada de Bolívar, de la que, al ser devuelta nadie pudo dar fe de su autenticidad), la inscripción de grafitis en la sede del Congreso, el secuestro de aviones, el juicio a través de grafitis a un dirigente sindical comprometido con el gobierno, el robo de armas de los cuarteles del ejército, la toma de la Embajada Dominicana durante una fiesta diplomática, el atentado con una bazuca a la casa de gobierno, la fuga masiva de sus principales dirigentes detenidos en las cárceles; después de un amplio reclutamiento de militantes entre grupos de jóvenes estudiantes, intentan una toma del país desembarcando por el sur y la Costa Pacífica; esta operación, tan folclórica para los comandantes como cruel para los milicianos, es reducida sin mayores resistencias, y solo un pequeño grupo se consolida como guerrilla rural e inicia una complicada itinerancia hacia la ciudad.
Entre narco y neo
Entre finales de los años setenta e inicios de los ochenta, se consolidan los grupos paramilitares que durante muchos años controlaron regiones muy localizadas (las zonas esmeraldíferas, las tierras de terratenientes y de nuevos dueños de la tierra, los narcotraficantes que empiezan a consolidar sus poderes). Comienza a imponerse un prefijo que todavía domina muchos de los ámbitos políticos, militares y sociales, el prefijo “narco”, curiosamente ligado a otro prefijo que, él también, consolida su prestigio, el “neo”. Se hace evidente la “emergencia” de una anomalía: el florecimiento de la transnacional, relativamente, más desterritorializada que conoce el continente: enclaves industriales en la selva, laboratorios móviles, atomización de la producción de droga, comercio masivo e ilegal de químicos, la hibridación de mercados y sectores productivos, la vigilancia cerrada y continua de ciudades como Cali o Medellín por parte de bandas armadas que mezclan mercenarios, policías y fuerzas militares, en un proceso muy violento de encerramiento del espacio público, la transformación del paisaje urbano ahora convertido en un espacio interior, aislado y protegido, en el que los lugares de la política se agotan. En un sentido muy fuerte los llamados “emergentes” realizan (a una velocidad hasta ahora desconocida para un proceso social en Colombia), las condiciones del neo-liberalismo, al romper la noción liberal de lo privado y lo público, constituyendo un espacio onmi-público constantemente vigilado y en el que la política deviene un espectáculo de teleguiaje virtual. El asesinato político, los atentados indiscriminados, el pillaje y la guerra entre sectores “emergentes” (emergencia que no implica por sí misma autonomía, pues estos nuevos sectores solo pueden sostener su ascenso apoyándose en las clases y sectores sociales tradicionales: comerciantes, industriales, políticos, urbanizadores, etc.), por el dominio de mercados o de bienes, con sus grados de intensidad variables, reemplazan los antiguos espacios de confrontación política y militar.
La última “expresión liberal” en la política la encarna un presidente “conservador” (Belisario Betancur7) quien, pactando un proyecto de tregua y amnistía, consigue que los grupos guerrilleros más activos en los primeros años de la década de los ochenta, consoliden un espacio político en las urbes: el M- 19 hace proselitismo en las ciudades y establece “sedes”, las FARC junto al Partido Comunista (PCC) y otros sectores de una izquierda “progresista”, construyen un proyecto político (la Unión Patriótica) y aún sectores muy alejados de esta amnistía tienen dificultades para explicar su reticencia (ELN, EPL). Pero una extraordinaria máquina “diabólica” de guerra se ha desatado y, consolidándose como foco de atracción y subjetividad “pública”, desencadena el proceso genocida más aberrante que hayan sufrido las “terceras” fuerzas políticas en el país (solamente de la UP, el número de muertos superó los 3.000). El M-19 decide romper la tregua con una acción de osada desesperación –y en un intento por recomponer un polo de atracción progresista y libertario, se comprometen en una acción de denuncia enfrentando a un gobierno impotente y unas fuerzas armadas “corruptas” y que han centrado su accionar en el apoyo a grupos de para-militarismo–, tomándose el Palacio de Justicia en Bogotá (sede de la Corte Suprema de Justicia y del Consejo de Estado); el ejército “reconquista” el edificio a sangre y fuego, masacrando por igual a magistrados, guerrilleros, litigantes y ciudadanos. Toma y reconquista que se ligan estrechamente con narco-intereses, pues de hecho, con la destrucción total del edificio y el incendio provocado en sus archivos, desaparecen pruebas y procesos en curso contra todo tipo de personalidades –algunos de los cuales llegan a perder su rostro e identidad civil y jurídica–.
Los grupos en tregua retornan paulatinamente a las zonas rurales, no sin haber dejado núcleos de resistencia en las zonas marginales de las ciudades (las “milicias bolivarianas”). La situación rural, con el acrecentamiento de la guerra por la conquista de territorios para la ganadería, el acoso a los campesinos e indígenas, el estímulo al cultivo de coca y de amapola, y un compromiso guerrillero (principalmente de las FARC y el ELN) cada vez más organizado e influyente con las comunidades campesinas e indígenas, consolida sus posiciones, y propicia un fenómeno novedoso de experiencia guerrillera: el gobierno autónomo en las pequeñas poblaciones, la vigilancia armada del gobierno y los presupuestos municipales en las poblaciones medianas y, en fin, la regulación comercial y fiscal en amplias zonas rurales (tanto las dedicadas a los narco-cultivos, como algunas zonas de agricultura y ganadería “tradicional”).
De otro lado, el movimiento guerrillero intenta consolidar una unidad coordinada de acción política y militar. Así se construye la “Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar” conformada por el M-19, el ELN, el EPL, parcialmente las FARC, y algunos grupos menores (PRT, Quintín Lame, etc.). Se trata de una unidad nacional y un intento internacionalista de unidad con las guerrillas del Ecuador y Perú. El proyecto tiene escaso éxito político y grandes fracasos militares (la matanza de más de cien guerrilleros, en Tacueyó-Cauca, a manos de dos jefes de frente de la misma Coordinadora Guerrillera), pero le abre a las guerrillas un camino nuevo de interrelación (fría pero activa).
La paz eterna8…
La paz, obsesión de los años noventa, se liga de modo genérico al proyecto neo-liberal y algunos grupos, más o menos diezmados, más o menos ilusionados, e hipnotizados con un ejercicio legal, “comunicacional” y exitoso de la política, firman acuerdos de paz, desarme y reinserción social. El grupo más importante que se somete a esta política de paz es el M-19; algunos otros grupos, aceptando las condiciones de reinserción y resocialización propuestas por el Estado, también lo hacen: Quintín Lame, PRT, un sector importante del EPL y un sector minoritario del ELN. Con los grupos restantes se logra concretar un proceso de “mesas de negociación” sin condiciones, que se realizan en Venezuela y luego en México, y que se prolongan por algo más de un año. El gobierno, entre desilusionado y desesperado solo aguarda que se produzca un acontecimiento (ni raro ni difícil) que justifique una ruptura, pues los procesos de “reinserción” y “resocialización” se han abocado al fracaso, dejando a su paso una larga estela de ignominia y de oscuros compromisos de los dirigentes reinsertados con los neo-modelos, y las guerrillas sentadas a la mesa no están dispuestas a “cometer los mismos errores”. De hecho, cuando uno de los jefes guerrilleros “reinsertados” pretende hacer de mediador, en razón de “su experiencia en las negociaciones”, es contundentemente rechazado por los grupos que en ese momento inician las conversaciones. Así pues, la ruptura es la única salida para desempantanar un proceso de negociación frente al que el Estado solo puede ser arrogante, y frente al que la guerrilla no tiene el poder militar y político que le permita imponer condiciones que favorezcan una negociación. Con la ruptura de las negociaciones la confrontación militar se recrudece y el ejército intenta lanzar a los grupos guerrilleros (principalmente a las FARC) de sus lugares de asentamiento; de este modo se planea y ejecuta, por parte del ejército, la acción militar más “exitosa” de los últimos años, el asalto a Casa Verde (hogar del secretariado de las FARC), expulsándolos de esta amplia región tradicionalmente guerrillera. A este respecto puede decir en este momento el “Mono Jojoy”9, en un tono a medias humorístico pero tajante de comandante guerrillero: “Gaviria10 cometió un error histórico muy grande al atacar al secretariado. De no hacerlo, todavía estaríamos a lomo de mula, en cambio aquí estamos moviéndonos en carro”.
Gobiernos profundamente comprometidos con la nueva configuración social, y que re-subjetivan las máquinas sociales emergentes, abriéndoles grandes espacios de acción y garantizándoles apretadas alianzas económicas, políticas, policiales y militares (después de todo se trata de la irrupción más vertiginosa y audaz que haya conocido un país del Tercer Mundo en el escenario del mercado mundial), cohabitan en un palimpsesto de hechos donde la espectacularidad de las acciones emborronan sucesivamente los despiadados procesos de expansión rural y urbana; reordenan permanentemente sus compromisos al tenor de las guerras locales, casi tribales, entre “las nuevas tribus” que, con su mirada cínica y su sonrisa –no siempre gentil–, ahora están por todas partes “y cada día crece su número, sin que se sepa muy bien de donde vienen”; rearticulan nuevos mercados y multiplican los focos de crisis menores en lo social y lo político, en un movimiento cada vez más profundo e intenso de caotización. No sobra, en modo alguno, invocar aquí la categoría de lo inmundo, que utilizada en la perspectiva de los procesos de estatización nos permite sentir que la usura bio-política de las fórmulas neo-liberales tienen ecos marcadamente esclavistas (¿será solo un producto del azar el nombre con el que un gobernante bautiza la “cárcel” donde residirá su “enemigo-amigo” Pablo Escobar?). Por ejemplo, el Estado multiplica su fuerza militar promoviendo y asegurando el desarrollo y la consolidación de fuerzas “no legales”, como cuerpos especiales a medias creyentes a medias traidores, pues no solo son un cuerpo adscrito, sino que con su impía violencia arrastran segmentos completos de la burocracia y la tecnocracia militar, a las que les imponen pactos que fisuran “el espíritu de cuerpo”. Sin duda, la acción mercenario-nacionalista de los grupos paramilitares, los constituye en una fuerza libre de ataduras jurídicas y legales, y por consiguiente apta para realizar acciones de saqueo, vandalismo, pillaje y saboteo, y sometidas a estos embates, la tierra y la renta, se redistribuyen y reorganizan, no tanto en favor de esta “milicia” –ellos, cazadores, plebe insociable, en su movilidad difícilmente sabrían conservarlas–, como de sus beneficiarios.
Mientras más profundo es el movimiento diagramático del control, con mayor fuerza hormiguean y proliferan, en sus márgenes, extraños movimientos de migración e itinerancia, alianzas aberrantes e inconfesables que han sido caracterizadas con el –entre divertido y sórdido– epíteto de narco-guerrilla. Proliferación de frentes guerrilleros, de marchas campesinas, de desplazados resistentes, de madres de desaparecidos, o madres de soldados prisioneros, de bandas delincuenciales, de desempleados organizados, de mercenarios rasos y profesionales que militan en ejércitos vandálicos, toda una multiplicidad de integraciones marginales, de localizaciones forzadas que estallan en precipitaciones locas o en inesperadas detenciones: ¡inmensa crisis! Es muy probable que, en la rendición de los capos de los “carteles”, estos elementos de subjetividad marginal hayan tenido tanta importancia como la acción policiaca y militar emprendida contra estas organizaciones por el gobierno norteamericano y la policía local, pues su condición “emergente” compromete cada vez más al Estado en una guerra de desgaste institucional y político en la que las fuerzas marginales fortalecen sus posiciones y extienden sus dominios. De tal modo que estos grupos de emergentes, que procuran legitimar su condición y poderío económico y político, admiten tácita o explícitamente condiciones de sometimiento bajo amplias garantías en sus procesos de “resocialización”. Capos, políticos, industriales, aceptan más o menos complacidos un “encierro” benévolo con amplias garantías económicas y sociales –de hecho la expropiación de sus bienes ha conducido mucho más al acrecentamiento del desempleo y al empobrecimiento de las poblaciones que dependían de sus “negocios legales”, que al desmedro de sus fortunas–. De otro lado y en la medida en que el mercado de cocaína y heroína crecen (o en que, como consecuencia de la persecución, la fumigación, etc., mejora el precio), los capos locales modifican sus circuitos, se rearticulan sobre nuevos modelos y redistribuyen sus segmentos de financiación, tráfico, producción y distribución en favor, principalmente, de sus socios norteamericanos, pero igualmente se constituyen en uno de los elementos de “dinamización” de los mercados locales legales e ilegales, al asegurar sus alianzas con las elites de comerciantes, industriales y financieros. Con qué otra cosa podría soñar el comandante en jefe de la policía –que efectiva y realmente no es otro que el ministro de Hacienda–.
El guerrillero viejo
Los muros de las instituciones literalmente se derrumban (el Palacio de Justicia, el DAS11, la toma y saboteo permanente en las cárceles, la fuga masiva) en favor de un movimiento y juego de fuerzas autonomizado y liberado de las prescripciones burocráticas de la “antigua” institucionalidad, que cede el paso a un ordenamiento en tabiques móviles, relativamente indeterminados, “que hay que concebir a la manera de Aristóteles , como el proceso inverso de la generación, como un devenir de los cuerpos, un momento en el va-y-ven de la formación y deformación de las subjetividades”, caracterizado por la “corrupción” que “es necesario concebir en su etimología latina: corrumpere, estropear”12. Su lugar, su zona de integración, cuyos límites y márgenes permanecen relativamente virtuales, adquieren tal movilidad, que unas a otras se entorpecen y apoyan, en una modulación dinámica, cambiante y de velocidades desiguales: entre el Senado y la Corte Suprema de Justicia, o el gobierno y la Corte Constitucional, etc., “los trenes se chocan” escandalosamente, y al mismo tiempo en extensas zonas del país la guerrilla gobierna más y mejor, (“somos un gobierno dentro del gobierno”, “tenemos nuestra propia constitución y nuestras propias leyes”, dice el comandante Marulanda), pero sin dejar de huir y hacer huir nuevos flujos informes que acarrean bloques enteros de subjetividad, creatividad y existencia: “a nosotros nos importa un carajo la Constitución y las leyes porque estamos fuera de ellas”. Las “zonas rojas” se extienden y consolidan en la mayoría de los departamentos del país, y el asedio a las ciudades capitales se ejerce con mayor presión y constancia, al punto que en algunas de las capitales de departamento, el ordenamiento y control de muchos aspectos de la vida citadina pasan por el análisis y la aprobación de los jefes guerrilleros.
Nuevos intentos de “diálogos” y “mesas de negociación” conducen a compromisos independientes de las guerrillas; por un lado el ELN, con los acuerdos de España y luego de “Puerta del Cielo” en Alemania, concretan la mecánica de un proceso que abre el diálogo a interlocutores distintos del Estado y del gobierno (y que se han denominado “representantes de la sociedad civil”). De otra parte, y de manera infinitamente más compleja, teniendo en cuenta la magnitud y fuerza militar alcanzada por las FARC, se acuerda crear las condiciones territoriales mínimas para iniciar una “mesa de negociaciones” en un área, llamada “de despeje”, y que se ubica en territorio de fuerte influencia de las FARC.
Armeros artesanos que construyeron esa arma inesperada y feroz, el cilindro; campesinos desarraigados que marchan en una larga fila guerrillera; un guerrillero viejo que, con su indefinible mirada, vindica sus exiguos triunfos, reclama su autoridad histórica, mantiene su inefable y testaruda resistencia, porta una tensión, actúa una espontánea animosidad; consolidan un ejército –detrás del cual marchan acompasados sus secretarios– cada vez más regular, y que prefigura un nuevo Estado, un nuevo monstruo del que la gloria de sus poderes es entonada siguiendo el tan-tan de marchas de gusto “libertario”.
Sin duda las multitudes, se baten y se someten, ficcionan o callan, se precipitan en un movimiento aventurado de búsqueda y creación, tanto como se hunden en una ensoñación paranoica; pero serán ellas, su capacidad inventiva, su fuerza recreadora las que podrán conducir al momento en el que, ellas mismas, puedan construir (y entonces reclamar) las preguntas: ¿cómo hemos llegado hasta aquí? (pregunta ética); en el que liberadas de la doble culpabilidad infinita –la de la guerra y la de la paz– puedan constituir un foco de subjetividad que responda a la pregunta: ¿desde cuando resistimos a lo intolerable? (pregunta histórica); en el que la expresión de las condiciones pre-individuales de la experiencia real de un modo de existencia marginal, sean la manera singular de preguntar ¿en qué condiciones estamos aquí? (pregunta política). Preguntas que abren nuevos caminos a la construcción de “lo común”, de la comunidad, que sea capaz de conjurar el fantasma nihilista que recorre a Occidente.
Negociación: asamblea y programa
Con los pactos y el inicio de las, muy difíciles, negociaciones, se abren por lo menos dos caminos cada uno de los cuales comporta tantas novedades como peligros.
De un lado el ELN, que a lo largo de su vida guerrillera ha perseguido los flujos energéticos y mineros (hidrocarburos y minas de explotación de metales, fuentes de recursos naturales), reclama la posibilidad consensual que le brindaría una asamblea de gremios industriales y comerciales, con los sectores sociales de obreros, campesinos e indígenas, buscando constituir una alternativa de negociación supra-estatal y supra-nacional, en la que los asuntos que serán motivos de acuerdos no solo tocarán el ámbito constitucional y de reforma social, sino que tendrán que ver con la definición de pactos en el orden de la administración de los recursos energéticos y naturales, que no se limitarán a los factores económicos o de intervención transnacional sino que buscarán acogerse a los acuerdos ecuménicos.
Las FARC, que ha ligado su lucha no solo a la defensa de la tierra, sino a la constitución de un estado, que como tal tiene un gran interés en trazar y demarcar fronteras, ha elaborado su “decálogo” (que no deja de tener sus resonancias religiosas) o “programa”. La forma de negociación, en estos términos programáticos, implica, de hecho, que los procesos de negociación deban plantearse en términos de relaciones inter-estatales, lo que indaga que tomen relevancia los problemas de intervención militar, principalmente Norteamérica, del accionar paramilitar (apoyado decididamente por el Estado), de las relaciones internacionales, la autodeterminación, la legislación y la conformación, regulación, control administrativo y militar del Estado, y la legitimación de la existencia política y militar de su propia organización.
Sin que, por otra parte, sea despreciable un cierto “sueño bolivariano13“ de reinvención continental, que reencontrando el sur, sus potencias y líneas tropicales, multiplique las entradas, abra las colectividades, engendre nuevos agenciamientos, potencie las cosmologías andinas, dando paso a los posibles que al afirmar su fuerza germinal, renueven una ontología del presente, cabalguen los vectores de velocidad que sean capaces de arrastrar al continente, arrancarlo de sus anclajes neocoloniales, colocarlo en una contingente disponibilidad de futuro.
Post-scriptum: es evidente que estamos actualmente en una especie de paréntesis (o lo que se podría llamar “patria boba” postmoderna) de fascinación nacional con el señuelo del terrorismo, pero también una especie de atenta espera (o lo que podríamos llamar “comunidad potencial” postmediática), fascinada con la emergencia de las puntas de creatividad colectiva.
1 Pedro Antonio Marín o Manuel Marulanda Vélez, actual comandante de las FARC, y miembro del secretariado de esa organización.
2 Expresión del antropólogo Jaime Arocha, citado por Gonzalo Sánchez G., Nueva Historia de Colombia, Bogotá, Planeta, Tomo II, p.151.
3 Asociación Nacional de Usuarios Campesinos.
4 Comité Regional Indígena del Cauca.
5 Toman este nombre en homenaje a Manuel Quintín Lame, indígena, jefe del cabildo de San Isidro en el Cauca, y quien fundó, en 1916, una guerrilla indígena para “luchar contra los blancos”, por la recuperación de las tierras de los cabildos indígenas.
6 Movimiento 19 de abril.
7 Presidente de Colombia de 1982 a 1986.
8 Ver, E. Benson y D. Bleitrach, La paix éternelle ou la guerre de basse intensité, pp.149-170, en la revista Chimères, No. 33, 1998.
9 Jorge Briceño, comandante de las FARC y miembro del secretariado de esa misma organización.
10 César Gaviria, presidente de Colombia de 1990 a 1994, actual secretario general de la OEA.
11 Departamento Administrativo de Seguridad, que fue atacado con una potente carga de dinamita por órdenes del capo Pablo Escobar.
12 Ver, Michael Hardt, “La société mondiale de contrôle”, en: Gilles Deleuze, une vie philosophique, Institut Synthélabo, 1997, p.374.
13 No podemos dejar de recordar al Bolívar de William Burroughs en “El manual del Boy Scout”.
Versión PDF |
Ingrid Bolívar*
Lorena Nieto**
* Politóloga-Historiadora. Investigadora del Centro de Investigación y Educación Popular CINEP y del Instituto Pensar de la Universidad Javeriana. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
** Comunicadora Social con énfasis en Comunicación educativa de la Pontificia Universidad Javeriana. Educadora Centro de Investigación y Educación Popular CINEP. Ha trabajado con población en situación de desplazamiento o en riesgo en el sur de Bolívar, el Magdalena Medio y el Chocó. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
El objetivo de este artículo es explorar algunas formas de interacción social dinamizadas por el conflicto armado colombiano y discutir desde ahí la comprensión predominante de la política y sus relaciones con la violencia. El trabajo parte de la caracterización de lo que hemos denominado “situaciones tipo” y en las que dinámicas de “supervivencia” y “regulación” exigen repensar los supuestos con los que usualmente se analiza la violencia política.
La identificación de las “situaciones tipo” recoge la experiencia de una de nosotras en el trabajo de campo con comunidades en situación de desplazamiento o en riesgo y el debate que tales situaciones suscita entre las organizaciones que adelantan “procesos de intervención”.
Palabras clave: Violencia política, regulación, análisis social, procesos de intervención.
O objetivo deste artigo é explorar algumas formas de interação social dinamizadas pelo conflito armado colombiano e discutir a partir da compreensão predominante da política e suas relações com a violência. O trabalho parte da caracterização de que denominamos "situações tipo" e naquela dinâmica de "sobrevivência" e "regulação" que exigem repensar os pressupostos com os quais geralmente a violência política é analisada.
A identificação das “situações de tipo” reúne a experiência de um de nós no trabalho de campo com comunidades em situação de deslocamento ou risco e o debate que tais situações provocam entre as organizações que avançam “processos de intervenção”.
Palavras-chave: violência política, regulação, análise social, processos de intervenção.
The objective of this article is to explore some forms of social interaction dynamizated by the armed conflict Colombian and to discuss from the predominant understanding of the policy and its relations with the violence. The work leaves from the characterization of which we have denominated “type situations” and in that dynamic of “survival” and “regulation” they demand to rethink the assumptions with which usually the political violence is analyzed.
The identification of the “type situations” gathers the experience of one of us in the field work with communities in situation of displacement or risk and the debate that such situations provoke between the organizations who advance “processes of intervention”.
Key words: Political violence, regulation, social analysis, intervention processes.
Como se verá en el texto siguiente, no se trata de un ejercicio sobre situaciones desconocidas, sino más bien de un esfuerzo de “extrañamiento” frente a los términos en que tales eventos son comprendidos. La construcción analítica de estas “situaciones tipo”, en las que interactúan los pobladores locales, los actores armados y otros agentes externos se constituye en una oportunidad para pensar la forma en que se configuran las distintas posiciones políticas que impulsan las acciones de quienes viven en medio del enfrentamiento y el control armado. Además, el contar con un trabajo de campo en distintas zonas del país y en diversos períodos, nos permite sostener la “tipicidad” de tales situaciones y cuestionar desde ahí los “hábitos de pensamiento” establecidos en torno a la relación entre violencia y política.
En distintas zonas del país grupos de pobladores han construido una “relación histórica” con la guerrilla. Cuando decimos relación histórica nos referimos al hecho de la coexistencia en el tiempo y en el espacio entre grupos de pobladores y miembros de los actores armados. No insinuamos ni discutimos el que tal relación sea o no deseable o que haga parte de una “identificación política” que se percibe como necesaria o inevitable. Simplemente constatamos el hecho de que la interacción social en las condiciones de interdependencia que tienen lugar en diferentes territorios del país promueve la permanente acción recíproca entre pobladores y actores armados1.
La interacción continua redunda en el establecimiento de vínculos afectivos que no logran ser adecuadamente capturados por las categorías con las que usualmente trabajamos la violencia política y hace que tanto analistas como funcionarios del Estado y de las organizaciones sociales protagonicen interminables discusiones sobre “el apoyo popular” a los actores armados al margen de la ley, sobre su “pérdida de ideales”, sobre la instrumentalización creciente con la que apelan a los movimientos sociales, entre otros puntos. Más adelante retomamos esta discusión. Por ahora, es preciso caracterizar algunas situaciones tipo que nos muestran distintas caras del problema y los retos analíticos que ellos plantean:
• En una de las regiones de presencia “histórica” de la guerrilla, cuando corría el rumor de la presencia del Ejército algunas personas de la comunidad se encargaban de avisarle a los muchachos guerrilleros para que se escondieran y pudieran escapar. Con frecuencia algunos de los que alertaban a los guerrilleros eran personas destacadas por el tipo de papel que desempeñan en la comunidad, por ejemplo los maestros. Estos sectores de la comunidad suelen ser estigmatizados por el ejército y por otros actores de la sociedad local y nacional como “auxiliadores de la guerrilla”, pero a menudo reciben el respaldo de organizaciones sociales de la zona que tienden a tener posiciones de izquierda y que, en algunos círculos, son consideradas brazos civiles de un grupo armado. La respuesta constante del Ejército cuando estos sectores intentaban pedir protección para la comunidad y denunciar daños sufridos por los diferentes combates era que, en la medida en que la comunidad de esos barrios no apoyara al Ejército suministrando nombres de los subversivos, no había nada que el Ejército pudiera hacer para evitar los combates o pérdidas de vidas humanas en la zona.
Los actores sociales que por su rol terminan involucrados en el desarrollo del conflicto no estaban de acuerdo con las acciones de la guerrilla, ni con la manera en la que exponían a la gente de la comunidad. Pero la gran mayoría de esos jóvenes que hacían parte de la guerrilla habían sido sus vecinos, familiares, alumnos o sencillamente, sus conocidos. Es el caso de los maestros para quienes los guerrilleros eran viejos alumnos a quienes ellos habían visto crecer y les habían enseñado a leer y a escribir. Cuando los muchachos corrían peligro era muy difícil dejar a un lado el rol de protectores y acompañantes que habían asumido durante toda la vida. En el momento en que tales sectores les avisaban a los jóvenes de la guerrilla que llegaba el Ejército para que escaparan o se escondieran no estaban apoyando un movimiento subversivo, estaban protegiendo sus muchachos. Los maestros estaban defendiendo los procesos que ellos mismos habían acompañado y liderado. De alguna manera su rol en la comunidad hacía necesario que protegieran a sus jóvenes, no a “unos guerrilleros”. En efecto, la especificidad de ciertos roles en una comunidad hace que, por ejemplo, la protección de los maestros esté mediada por unos lazos afectivos que la discusión sobre el “apoyo político” al Estado o a los actores armados tiende a desconocer. Renunciar a esa protección, a ese aparente “rescate” era, de alguna manera, renunciar a la apuesta que ellos habían hecho, al sentido del rol que cumplen en la propia comunidad. El problema radica entonces en los supuestos con los que nos acercamos a los vínculos políticos, en nuestra tendencia a suponer que los actores armados son cuerpos “extraños” en las sociedades locales o que tales sociedades son subversivas y opuestas al “establecimiento”.
El Estado a través de sus distintas agencias, algunas organizaciones y gran parte de los académicos, tiende a debatir tales situaciones en términos del “apoyo” o la “legitimidad” del Estado o los actores armados como si se tratara de un problema de decisiones o de preferencias. Esto tiene que ver con la inclinación a imaginar el mundo político como un mercado en el que cada consumidor debería poder expresar libremente sus elecciones y justificar sus consumos. Pero, unos y otros tendemos a olvidar que tal “apoyo” está mediado por relaciones afectivas que sólo pálidamente se dejan capturar por la categoría de filiación política y por nuestros anhelos de “libertad, igualdad y fraternidad”.
Es preciso insistir en la formulación de que los pobladores no protegen a los subversivos, sino a “sus muchachos”, no apoyan la subversión sino la vida de sus jóvenes. Tal desplazamiento en la forma de pensar el problema nos exige preguntarnos ¿cómo se vincula este tipo de afectos a la política estatal de participación de la ciudadanía en la derrota de los actores armados al margen de la ley? Y nos exige revisar ¿cómo comprendemos los vínculos políticos?, ¿qué papel le damos a la vida afectiva en la comprensión de aquello que llamamos un “proyecto político”, una democracia? Y es que la discusión sobre el desarrollo del conflicto suele centrarse en que los actores armados al margen de la ley han “perdido” el “respaldo popular”. Como si la vida social fuera solamente un asunto de elecciones y preferencias racionales, como si la estructura de las relaciones sociales no definiera unas posiciones y unas “disposiciones” hacia el conflicto.
Es importante también recalcar la importancia de los roles y de la dinámica propia de la vida social entre los pobladores a la hora de pensar sus relaciones con los actores armados y con el Estado. Ni la lucha “contrainsurgente” de los unos, ni la lucha “contra el establecimiento” de los otros logra capturar ese universo afectivo que liga a los pobladores y que les facilita transitar entre diversos bandos. Mientras nuestra comprensión de la política no incluya lo que Bourdieu (2000:55 y ss) denomina las “emociones corporales” (vergüenza, humillación, timidez, ansiedad, culpabilidad), mientras no incluya las pasiones y los sentimientos de amor, admiración y respeto, así como la ira y la rabia impotente, las acciones de los pobladores permanecerán convertidas en un misterio o peor aún en un delito y una traición.
• La segunda situación tipo que queremos reseñar tiene que ver con la valoración política que reciben los actos de “supervivencia”. En los últimos años distintos grupos de pobladores han protagonizado importantes movilizaciones a propósito de las negociaciones del gobierno nacional con los actores armados al margen de la ley, así como frente a políticas específicas adoptadas por el mismo gobierno nacional. Entre ellas se destacan las marchas de los llamados “cocaleros” del sur del país y las de los campesinos del sur de Bolívar. Las primeras han sido estudiadas por María Clemencia Ramírez quien ha mostrado la ambigüedad de las relaciones entre los líderes del movimiento, las FARC, y las autoridades políticas de los diversos niveles territoriales (Ramírez, 2002). Algo similar tuvo lugar en las marchas del sur de Bolívar; durante el año 2001 las comunidades de San Pablo, y otros municipios de esa región fueron presentadas por los medios de comunicación como comunidades que estaban en contra de la solicitud de la guerrilla de organizar en esas localidades la zona de despeje. Las cadenas de televisión y radio más importantes del país enviaron reporteros a la zona para hacer seguimiento permanente a las protestas y marchas que se estaban organizando en cada uno de esos municipios.
En el caso específico de San Pablo las protestas se realizaron en el parque del pueblo, en donde se reunieron aproximadamente mil habitantes durante varios días. Para las personas de afuera quedó claro que la comunidad de San Pablo estaba en contra del despeje y quería mantenerse al margen del conflicto armado. Para la gente de la comunidad los hechos que motivaron su presencia en el parque y la participación en las protestas fue otro: el control político y militar impuesto por las autodefensas, luego de un largo trabajo de “penetración” de la zona, así como de “distanciamiento” entre actores políticos locales y grupos insurgentes (Gutiérrez, 2003). Lo que nos interesa ahora es que los grupos de autodefensa se encargaron de ir casa por casa escogiendo a una o dos personas que debían participar en las marchas y permanecer en el parque durante los días de “protesta”. Los nombres de los escogidos fueron organizados en listas con las cuales se llevó el control de la asistencia al evento. A las personas elegidas se les dijo que recibirían comida gratis durante el día. Cada uno de los almacenes de San Pablo tuvo que aportar comida para organizar las ollas comunitarias de todos los días de la marcha. Muchas de las personas de la comunidad asistieron al parque con sus hijos para tener acceso a la comida que se estaba entregando. Incluso los encargados de hablar con los medios de comunicación presentes fueron “seleccionados” con anterioridad por las autodefensas2.
Cruzar la lectura del trabajo de Ramírez con la reseña de las marchas del sur de Bolívar resulta interesante pues recuerda que tanto los grupos de guerrilla como los de autodefensa recurren a prácticas similares para “promover” el apoyo a sus iniciativas. Este punto ha sido comentado por varios autores y ampliamente “denunciado” en algunos círculos de opinión. Desde la perspectiva de este texto no interesa si eso es “bueno o malo”; si nos gusta o no; si esa acción es “políticamente correcta o no”. Lo que nos interesa es que tales prácticas, que quedan muy bien recogidas en la formulación de un campesino que al ser interrogado sobre el por qué de su asistencia a una de las marchas señaló “vine voluntariamente obligado”3, exigen reconsiderar dos problemas:
Primero, ¿cuáles son nuestros supuestos sobre el “apoyo político”? ¿qué puede ser comprendido como apoyo político y cuáles son sus motivaciones? ¿cuáles son esas motivaciones ahora y en las condiciones de interacción de nuestros grupos poblacionales? No ¿cuáles deberían ser las motivaciones de la gente en su relación con los actores armados?, ni ¿cuáles son las motivaciones que sí deberían promover los actores armados o reconocerse como “políticas”? ¿cuáles deberían ser las relaciones entre los actores armados y la “ciudadanía” organizada?
La pertinencia de estas preguntas queda más clara si se recuerda que la discusión al respecto suele denunciar el hecho de que los pobladores se vinculen a estas acciones por “la comida”, o en términos generales “por la supervivencia”, y que los actores armados “instrumentalicen” los grupos sociales. A algunas organizaciones sociales, a algunos académicos y a amplios grupos de opinión “les incomoda” que la vinculación política se produzca de una manera que perciben como “aleatoria” o motivada por razones que consideran superficiales. Como si en tales condiciones no se jugara también la dominación política; como si la política fuera un asunto de diálogos y de hombres racionales, no de hábitos corporizados, no de disposiciones y estrategias. Como si la política se jugara en campos perfectamente definidos y pacificados.
Segundo, el desarrollo de las marchas también invita a preguntar ¿cómo los pobladores se relacionan con esas prácticas de los actores armados y qué implicaciones tiene el que el conflicto armado se viva y se juegue como parte de la cotidianidad? En el caso que venimos trabajando los pobladores desarrollaron distintas habilidades que les permitieron “aprovechar” las condiciones del contexto. Así, el escenario de negociaciones políticas fue transformado por los pobladores en un espacio de encuentro y “diversión”. En efecto, se ubicaron pequeñas canchas de tejo y puestos de venta de cerveza, controlados por las autodefensas y muchas familias pudieron comer gratis durante una o dos semanas. Toda la información difundida por los medios de comunicación le daba carácter “solemne” y “trascendental” a lo que estaba pasando en San Pablo y lo que esto significaba para el proceso de concertación de la zona de despeje; sin embargo, para una parte de los pobladores de San Pablo esos días fueron de diversión, de descanso, de encuentro e intercambio con los vecinos4.
Estos contrastes resultan de gran interés analítico. ¿Cómo podemos reflexionar sobre esta experiencia política sin editar la celebración macondiana y sin caer en lo que Zizeck llama “el gesto crítico estándar”? En el caso que estamos reseñando, tal gesto tendría varias modalidades. En las marchas algunos celebraron la creciente participación de los pobladores en los escenarios políticos; otros se quejaron de la superficialidad con la que las comunidades asumían el proceso de negociación, y los más destacaban la “manipulación” de que son víctimas los pobladores por parte de los actores armados. Nuestro interés al caracterizar esta situación como “típica” no es otro que mostrar las limitaciones de nuestras formas habituales de entender la política. No creemos que se trate de “realismo mágico” sino de formas de interacción, de prácticas y vínculos sociales que nos exigen producir nuevas categorías analíticas y nuevas formas de pensamiento. Categorías que estén menos marcadas por nuestro propios “deseos y temores” sobre los actores y sobre el conflicto5. En este punto la discusión nos lleva a revisar el proceso de producción del conocimiento y sus relaciones con la moral. Es necesario preguntar ¿cómo se reconcilia aquello que “tiene lugar” con lo que “deseamos” y consideramos que debe pasar?
Adicionalmente, esta situación tipo nos permite señalar que la comprensión de la política en aquellos casos en que ciertos eventos adquieren visibilidad nacional tiende a limitarse a la presentación de hechos concretos. La reflexión sobre el caso, la discusión política sobre sus implicaciones y la comprensión global que la sociedad mayor puede tener del episodio tiende a desconocer los intereses, los móviles y los códigos implícitos en las historias mismas. Es claro que esto se puede predicar de un conjunto amplio de fenómenos sociales y del tipo de conocimiento que generan los medios sobre ellos. Nuestro punto aquí es que esa construcción del evento impide una comprensión de la vida política en la que tenga lugar la ambigüedad de la interacción social. Ahora bien, cuando señalamos que algunos pobladores diseñaron estrategias para “acomodarse” al evento y divertirse no queremos “caricaturizar” la situación. Constatamos el hecho de que las negociaciones y las marchas tienen distintos significados para los diversos grupos de pobladores, para los agentes externos, para la sociedad local y nacional.
Constatamos también que a pesar de su solemnidad “política” las marchas son acompañadas por acciones de “divertimento” y que tal característica no es superficial ni anecdótica. Tampoco nos permitimos considerar tales acciones como “muestras de la resistencia del día a día” pero sí resaltamos que el hacer de la negociación un espacio de encuentro local revela el complejo juego de fuerzas que participan del desarrollo del conflicto armado. Suponer unos actores armados que lo controlan y manipulan todo es desconocer las estrategias de los grupos poblacionales y la ambigüedad misma de las relaciones sociales. Se toca aquí un terreno difícil. En palabras de Bourdieu “contra la tentación, aparentemente generosa, a la que han sacrificado tantas cosas los movimientos subversivos, de ofrecer una representación idealizada de los oprimidos y de los estigmatizados en nombre de la simpatía, de la solidaridad y de la indagación moral y de no señalar los propios efectos de la dominación, especialmente los más negativos, hay que asumir el riesgo de parecer que se justifica el orden establecido desvelando las propiedades por las cuales los dominados (mujeres, obreros, etc.), tal como la dominación los ha hecho pueden contribuir a su propia dominación” (Bourdieu, 2000: 138). En nuestro caso no queremos ni disculpar las prácticas de los actores armados en la “promoción de las marchas” ni “folclorizar” la manera en que los pobladores asumen el evento. Queremos señalar que unos y otros encarnan disposiciones que sólo se tornan discernibles cuando se reconstruyen las relaciones de interdependencia entre los diversos grupos sociales. Es más, queremos resaltar que son estas relaciones de interdependencia las que definen aquello que puede ser considerado como un “contenido” propiamente político. En efecto, la política se separa de otras formas de vinculación social que hoy taxonomizamos tranquilamente como económicas o religiosas con el desarrollo del capitalismo y la consolidación del Estado moderno (Arostegui, 1996).
• La tercera situación tipo que hemos caracterizado y que nos permite recalcar la necesidad de revisar la comprensión habitual de la política tiene que ver con lo que hemos llamado “dinámica de regulación”. Los grupos armados que controlan las diferentes comunidades del Bajo Atrato en el Chocó han decidido prohibir la salida de la gente hacia otras comunidades o hacia las cabeceras municipales. La movilización por el río está restringida, incluso la pesca. Las personas que necesitan salir de su comunidad deben contar con una autorización del grupo armado que controla. El grupo armado decide si la persona se puede ir; cuántos días puede estar por fuera; cuándo debe regresar; si lleva dinero, qué cantidad puede llevar; si va a comprar cosas, deciden qué productos puede adquirir y en qué cantidad. Los grupos armados en la zona están evitando, por todos los medios, que la gente se vaya y han establecido unos controles rigurosos al respecto. Las personas presentan la solicitud de salida y deben esperar hasta recibir respuesta por parte del grupo armado. En otra zona, los grupos de autodefensas dieron inicio a un proceso de cedulación de las personas que vivían en la cabecera municipal. Inicialmente realizaron censo de cada uno de las casas y, posteriormente, elaboraron una especie de cédula. Las personas que transitaban por la noche por el pueblo debían portar su cédula para poder verificar que eran residentes y no extrañas. Los “externos” no fueron “cedulados”, pero sí se recogió información sobre ellos. En el caso de las marchas promovidas por las autodefensas en el año 2001 en la cabecera municipal de San Pablo, los dueños de graneros y almacenes tenían la orden de no abrir sus locales ni vender productos por dos o tres días. Las personas que incumplían esta norma eran obligadas a pagar con bultos de cemento y a trabajar, por el número de días que el grupo considerara suficiente, en las obras de pavimentación que se adelantaban en unas calles de San Pablo. Lo mismo ocurría con los dueños de cultivos de coca que intentaran vender a personas diferentes a los delegados de las autodefensas para la compra de la base.
Hemos reseñado con cierto detalle estas “prácticas” porque han llevado a las organizaciones sociales que intervienen en las zonas de conflicto, tanto como a los analistas a discusiones sobre ¿por qué y para qué dichas acciones? En tales discusiones aparecen muchas “explicaciones”: por el control del territorio, por el control de la población, por los recursos, por las riquezas, como forma de expandir y controlar el narcotráfico, porque se trata de zonas estratégicas y porque la “guerra es un negocio”. Las organizaciones sociales, nacionales e internacionales intentan romper estos cercos de aislamiento y verificar las condiciones de vida de las comunidades, suministrarles ayudas alimenticias y brigadas de salud. Nos llama la atención que esas “prácticas” de los actores armados son vistas por organizaciones y analistas como meramente instrumentales. Se les caracteriza como formas de control de las que la población “debería” ser liberada. En efecto, las formas de dominación y control impuestas por los actores armados solo pueden empezar a ser comprendidas en su especificidad y naturaleza “a condición de superar la alternativa de la coacción (por unas fuerzas) y del consentimiento (a unas razones), de la coerción mecánica y de la sumisión voluntaria, libre y deliberada, prácticamente calculada” (Bourdieu, 2000: 53).
Y es que la condena de las formas de “regulación social” impuestas por los actores armados tiende a olvidar dos importantes procesos: uno, el carácter simbólico de la regulación y los aprendizajes y moldeamientos que las acciones de los actores armados generan en las poblaciones. Dos, el que tales formas de regulación expresan un momento particular de la estructura de interdependencias de la sociedad. En efecto, el hecho mismo de que unos y otros recurran a prácticas “de control” similares debería alertarnos sobre la naturaleza de tales acciones. No se trata solamente de elecciones “políticamente incorrectas” de los actores, ni de decisiones con miras a expandir su poder militar o social. Tales prácticas revelan la forma que toma la interacción de ese actor con el tipo de comunidad con el que se relaciona. Sin duda, hay intereses pero ellos no se definen por fuera de la historia de lo que son las relaciones entre los grupos, ni se oponen per se al proceso de construcción de la identidad. En este punto es importante recordar un planteamiento de Charles Tilly sobre las dicotomías que impiden comprender las dinámicas de conflicto político y cambio social. El autor recuerda que en los estudios sobre estos procesos se suelen contraponer identidad e interés, el análisis se suele centrar en las “causas del conflicto” y no en su dinámica relacional. Se tiende a desconocer, por tanto, el tipo de exigencias que el desarrollo del conflicto como tal impone a los actores (Tilly, 1998). Esta aclaración nos permite recordar que la discusión sobre las prácticas de regulación adelantadas por los actores armados exige reconocer que tanto la violencia como la política están apuntaladas en la dinámica de las estructuras sociales. Es allí en donde ellas se definen y por eso, ni la violencia es la negación de la política, ni esta última es el universo del diálogo, la argumentación y el consenso. Una y otra son tipos particulares de relación social, que en ciertas coordenadas históricas aparecen como indistinguibles (Escalante, 1986, Arostegui, 1996).
El carácter exploratorio del texto y la importancia que concedimos a los datos de campo nos permitió plantear un conjunto de preguntas que consideramos centrales en la reconceptualización de la política y de sus relaciones con las dinámicas de violencia. Nuestro esfuerzo se concentró en la identificación de situaciones tipo y en producir cierto extrañamiento sobre circunstancias que son ampliamente conocidas por distintos grupos poblacionales.
Consideramos que se trata de un ejercicio relevante puesto que una de las principales transformaciones de la vida social contemporánea es la incertidumbre en torno al lugar de la política y del conocimiento en la orientación de la vida social. Incertidumbre que resulta aún más difícil de sobrellevar cuando se recuerda que el carácter burgués de las ciencias sociales tuvo como correlato el que sus categorías dieran por supuesta una sociedad pacífica y una perfecta separación entre Estado y sociedad en los márgenes del Estado nacional. En este momento no es clara la “pacificación” de las sociedades; se discuten los límites territoriales de la vida social y se pelea con un tipo de conocimiento que tenía en la dominación política estatal uno de sus principales referentes y soportes. Es posible que esta transformación del lugar del conocimiento y la discusión contemporánea sobre los vínculos entre conocimiento y moral y entre esta última y la política configuren una nueva forma de preguntarse y de asumir la violencia y el conflicto político; una manera en la que la vida moral no quede congelada en la escena entre Adán y Eva, para utilizar la bella expresión de Bauman (2002: 176 y ss).
Al final de este recorrido y de la insistencia en un conjunto de preguntas que exigen transformar nuestra comprensión de la política nos queda recalcar que tal proceso es inseparable de una discusión sobre nuestras “certezas morales”. Se trata de un viejo problema: “poco falta para que asimile las reglas de Descartes a este principio de aquel químico cuyo nombre no recuerdo: tome lo que se necesita y proceda en la forma apropiada, así obtendrá lo que usted desee obtener. No admita nada que no sea verdaderamente evidente (es decir lo único que usted deba admitir); divida al sujeto en las partes requeridas (esto es, haga lo que deba hacer); proceda conforme al orden (el orden según el cual deba proceder); realice enumeraciones completas (es decir las que deba realizar): éste es exactamente el proceder de aquellas personas que afirman que hay que perseguir el bien y rehuir el mal. Poca duda cabe de que todo es correcto; sólo faltan los criterios del bien y del mal”6. Descartes y Leibniz no conocieron “la modernidad” de la violencia. Sin duda, la lucha por los criterios de bien y mal y el desgaste de los procedimientos le asignará a la violencia y a la política un nuevo lugar.
1 Una revisión de la manera en que distintos autores han trabajado las dinámicas de interacción entre actores armados y grupos poblacionales puede leerse en el trabajo colectivo de Fernán González, Ingrid Bolívar y Teófilo Vásquez titulado Violencia política en Colombia. De la nación fragmentada a la formación del Estado. Cinep, 2003. Ver especialmente la discusión de los trabajos de María Teresa Uribe y Daniel Pécaut.
2 La presentación que se hace aquí de los eventos consulta distintas fuentes. La experiencia de campo, la manera como los principales periódicos registraron los hechos y la tesis de Omar Gutiérrez (2003), “El auge del paramilitarismo en el sur de Bolívar o la malograda integración al orden”, para la maestría en Análisis de problemas políticos, económicos e internacionales contemporáneos, Universidad Externado de Colombia, Instituto de Altos Estudios para el Desarrollo. Bogotá, marzo de 2003.
3 Debemos esta referencia al trabajo de campo de nuestro compañero Teófilo Vásquez.
4 Trabajo de campo. Lorena Nieto.
5 La expresión “deseos y temores” es tomada de Norbert Elias y alerta sobre la relación que las categorías analíticas tienen, todo el tiempo, con nuestra vida social. Las categorías no son neutrales pero sí pueden irse distanciando de nuestros anhelos.
6 Leibniz citado en (Bourdieu, 1995:159)
Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
Correo electrónico: nomadas@ucentral.edu.co