Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
Correo electrónico: nomadas@ucentral.edu.co
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Al tratar de establecer las relaciones que se presentan actualmente entre investigación y transformaciones sociales, se imponen un conjunto de retos que pueden clasificarse en los ordenes de lo epistemológico, lo político y lo ético. Esta triada de desafíos principales subyace en contextos complejos y cambiantes trenzados por las diferentes articulaciones de planos locales, nacionales y globales que caracterizan la globalización de la sociedad y la mundialización de la cultura. Una aproximación al debate de los principales aspectos que residen en tales retos es la función principal que cumple el presente tema monográfico.
El artículo Epistemología, ética y política de la relación entre investigación y transformación social introduce la sección monográfica valiéndose de una visión panorámica de los complejos problemas de la relación planteada, enfocando las interdependencias que las dimensiones consideradas suscitan. El carácter de la investigación se problematiza por Cubides y Durán desde las distintas posiciones que el sujeto puede asumir en la realización de su reflexión y práctica, privilegiando aquellas que agencian un futuro posible mediado por las diferencias culturales, la comunicación con los contextos y la transformación social con responsabilidad comunitaria.
El escrito de Edgar de Assis Carvalho recorre algunos de los hilos de la relación desde un enfoque ético-político, exalta la necesidad de hacer visible una ética de la comprensión planetaria como actitud deliberativa y política de resistencia que niegue el progreso unidimensional de la sociedad como un todo e instaure un paradigma ecológico. En este sentido, el autor propone el establecimiento de prácticas educativas y pedagógicas que animen a la formación de investigadores con capacidad de religar los conocimientos y flujos de interconexión de la vida natural y social; para ello enfatiza en la necesidad de una alfabetización ecológicainterdependiente.
La tensión entre lo epistemológico y lo político de la relación la retoma Jorge A. Huergo, llamando la atención sobre el carácter estratégico-político de la investigación y la acción de los investigadores respecto de la sociedad que habitan. Su propuesta exalta la constitución de un proyecto de subjetivación o de emergencia del sentido existencial del investigador que refiere al autorreconocimiento de su carácter de sujeto de la crisis y la transformación, a cambio de pensarse y asumirse meramente como un observador e intérprete de la realidad, reforzando, por esa vía, el divorcio entre teoría y práctica o entre investigación y transformación social. El sentido existencial se hace visible en la investigación crítica caracterizada por la comunicación del saber académico y el saber empírico —proveniente de los movimientos sociales— con las situaciones de conflicto y recomposición orgánica de las sociedades; así mismo, al reconocer que esta investigación se da en situaciones de complejidad e incertidumbre; y, finalmente, por ser flexible y abierta al contexto que interroga y por el cual es interrogada.
Por otra parte, la visibilización de la tensión entre lo político y lo cultural de la relación entre investigación y transformación social es el propósito del texto de John Beverly quien vincula lo político con la cultura desde una reflexión que tiene su origen en los estudios subalternos latinoamericanos. Su propuesta al tema monográfico reside en la necesidad de reconquistar el espacio de la desjerarquización de la cultura cedido al mercado y al neoliberalismo; formula una invitación para que los investigadores asuman una ‘postura de sospecha’ que teniendo en cuenta dicha desjerarquización, la apertura hacia la diferencia y hacia nuevas formas de libertad y autodesarrollo, se llegue a un convencimiento de la necesidad de desplazar al capitalismo y su institucionalidad. Convoca al investigador a no refugiarse en la figura del intelectual crítico y, más bien, lo invita a asumir la tarea de realizar una crítica de la razón académica desde sí misma y desde su responsabilidad social como profesional y formador.
Reflexión que continúa Alejandro Grimson desde un posicionamiento central: todo proceso de investigación constituye una acción ética y política lo que permite desafiar los límites de la imaginación social. Tal comprensión establece un diálogo entre los diferentes conceptos, sucesos y actores involucrados en la investigación. Es decir, ésta ha de partir de conocimientos localizados en donde cada sociedad descubra, en sus circunstancias específicas de interculturalidad, qué significa y cómo se construyen sus valores. Según este autor la investigación ha de buscar desestabilizar creencias, saberes y nociones que ‘gobiernan’ las distintas formas de pensar y actuar, mas no reproducirlas.
Un análisis sobre el sentido del cambio social en la sociedad actual lo expone Martín Hopenhayn, quien considera que el vínculo entre el trabajo intelectual y el cambio societal se difumina dado que los diferentes lugares que ocupan los intelectuales latinoamericanos contemporáneos (academia, medios masivos de comunicación, empresas, gobierno), antes que generar complementariedades y sentido social han generado una mayor división entre ellos, lo cual ha conducido a reducir sensiblemente su protagonismo frente al cambio social. Cambio que pasó a ser visto como crecimiento económico, competitividad externa, difusión de la sociedad de la información, etc., en vez de búsqueda de equidad y progreso social. Su propuesta radica en que los diferentes espacios sociales puedan ser habitados por intelectuales críticos productores de discursos que permitan nuclear, movilizar y resistir en colectivo con miras a lograr la ampliación del sentido del cambiosocial.
Posibilidad esta última que Rossana Reguillo propone asumir desde y para las ciudades contemporáneas a partir de la constitución de un Proyecto Social del Riesgo que integre tres aspectos principales: desarrollo sistémico urbano, política social ciudadana y reflexividad de las prácticas culturales. La urgencia de tal proyecto reside, según la autora, en los peligros crecientes de la sociedad actual, los cuales son manifestación de las vulnerabilidades de los entes urbanos. Como respuesta se plantea la incorporación de una ‘cultura del riesgo’ en donde cada actor tenga un rol específico que cumplir; se sugiere, entonces, una co-responsabilidad de los diferentes actores en la ‘gestión del riesgo’ no como víctimas sino como ciudadanos.
El cambio social desde la perspectiva de una teoría integral de la vida es la apuesta de Carlos Alberto Jiménez. Teoría que comprende una cartografía sobre una visión que reivindique las interrelaciones entre el ser humano y el entorno desde una lógica de jerarquía del orden natural creciente. Sus postulados conciben la transformación (natural y social) como la inestabilidad necesaria para que los sistemas vivos y no vivos se auto-organicen. Los procesos de cambio se dan a cuatro niveles: intención, conducta, cultura y sociedad; su identificación requiere de una inteligencia espiritual que se caracterice por la autoconciencia (autorrealización), el reconocimiento del otro (espacios culturales) y el comportamiento ético (comprensión ecológica del mundo).
El último escrito del tema monográfico llama la atención sobre los métodos que utilizan los investigadores y su responsabilidad frente a las representaciones discursivas que promueven. Kiran Asher hace énfasis en la necesidad de crear métodos más eficaces para incluir a las mujeres en los procesos y políticas de desarrollo y conservación, con el fin de contrarrestar las representaciones etnocéntricas, esencialistas e inexactas de las mujeres. Representaciones que sirven para reconfigurar o reforzar las relaciones de poder existentes. Asher sugiere la creación de métodos de investigación con capacidad de comprender las subjetividades, los agenciamientos de los actores involucrados así como procurar la defensa del respeto y la autonomía de los conocimientos y prácticas locales.
En síntesis, los artículos incluidos en el tema monográfico coinciden en un punto: elamalgamamiento de las dimensiones de lo ético, lo político y lo epistemológico de la relación entre investigación y transformación social lo que supone, igualmente, que de los investigadores y de los actores de los movimientos sociales y comunitarios depende, en gran medida, la visibilización de aquellos rasgos que han de plantearse para pensar y promover una sociedad más democrática, solidaria e incluyente.
DEPARTAMENTO DE INVESTIGACIONES
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Humberto Cubides C.*
Armando Durán D.**
* Subdirector del Departamento de Investigaciones de la Universidad Central, DIUC, y docente- investigador de su Programa de Comunicación-Educación. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla. o Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
** Docente-investigador del Programa de Comunicación-Educación de la Universidad Central. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
Este texto pretende examinar desde una visión panorámica los complejos problemas de la relación entre investigación y transformación social, centrándose en tres dimensiones que permiten comprender el significado diverso que puede tomar: lo epistemológico, lo ético y lo político. En cada caso, explicita algunas problemáticas de su abordaje, estableciendo un nexo con las otras dos dimensiones. Finalmente, al introducir la discusión sobre la noción de “cambio social”, insiste en la necesidad de crear alternativas al desarrollo convencional desde la aceptación de las diferencias culturales y de las circunstancias propias de nuestros países; en consecuencia, para superar el intervencionismo irreflexivo, los investigadores sociales deberían comprometerse con la definición de un futuro posible para la región.
This text seeks to examine, from a panoramic perspective, the complex problems in the relation between research and social transformation, centering in three dimensions that allow to understand the diverse meaning that they can take: the epistemological, the ethical, and the political. In each case, it makes explicit certain problematic in its approach, establishing the links with the other two dimensions. Finally, by introducing the discussion about “social change”, it insists in the necessity to create alternatives to the conventional development of this topic from the acceptance of the cultural differences specific to our countries. In consequence, to overcome an irreflexive interventionism, social researchers should compromise in the definition of a possible future for their regions.
La relación entre producción de conocimiento e incidencia en la realidad desde siempre ha sido un problema central para las instituciones académicas; sin embargo, este tema adquiere particularidades tratándose del saber social y sus implicaciones en el ámbito de lo propiamente societal. Es claro que las ciencias sociales surgieron en la edad moderna tratando de emular a las ciencias naturales en cuanto a su intento de lograr plena “objetividad”, certeza absoluta, la representación de las entidades concretas y tangibles desde una perspectiva operativa para lograr medirlas, y acudiendo a una forma de pensar lógicoformal que se confunde con lo propiamente racional, entre otras características (M. Martínez, 2000). Este modelo especular que había sido aplicado previamente de manera exitosa en la ciencia y la tecnología de los cuerpos de tamaño intermedio, pero no en el mundo submicroscópico ni tampoco en el mundo macroscópico, determinó un planteamiento instrumental y utilitarista en el abordaje inicial de los fenómenos sociales.
Pero en la relación entre investigación y transformación social, a los problemas de orden epistemológico mencionados (que retomaremos luego), se suman otros dos no menos importantes. 1º. Ético, al que se refieren preguntas como: ¿Qué clase de valores y qué posibilidades de futuro son alimentados o menguados por el conocimiento que se crea?, y 2º. Político, relacionado con inquietudes como la siguiente: ¿Hasta qué punto ese conocimiento contribuye o no a la posibilidad de construir una sociedad más democrática y más equitativa? (E. Lander, 2000). De allí que una indagación a la relación propuesta, tenga que considerar estos tres aspectos como ejes de análisis; en su conjunto, lo anterior indudablemente sugiere precisar a qué clase de transformaciones sociales nos referimos: ¿mayor desarrollo?, ¿qué clase de desarrollo, un desarrollo con arandelas: más “humano” o “sostenible”?, ¿un cambio progresivo o atenuado, o la transformación radical o estructural de la sociedad? En consecuencia, para terminar discutiremos la noción de cambio o transformación social que se propicia desde diversas perspectivas, de acuerdo con la manera como se comprende la relación entre las dimensiones epistemológica, ética y política de la investigación social.
Volvamos al primero de los aspectos enunciados. En términos generales, se plantean tres entradas epistemológicas para reconocer la producción de conocimiento, que coinciden con posiciones distintas del sujeto investigador (J. Ibáñez, 1994). La primera, propia del paradigma tradicional, sustenta una relación unidireccional entre sujeto y objeto; el sujeto “investigador” mantiene distancia con lo investigado, se trata de una relación que se basa en la metáfora de la labor del científico en el laboratorio con su microscopio estudiando una especie distinta a éste (sujeto absoluto). La segunda formula una relación interdependiente sujeto- objeto; esta postura frente al conocimiento evidencia que el sujeto “investigador” es influenciado por el objeto “investigado” dado que se le da valor en el proceso al papel del contexto (sujeto relativo). La tercera entrada hace énfasis en una relación sujeto-sujeto; el sujeto “investigador” le confiere el estatus a lo “investigado” de sujeto, lo que implica que el proceso de producción de conocimiento es construido por un diálogo entre visiones que involucra la participación de éstos como artífices principales (sujeto intersubjetivo).
Cada una de estas posiciones: sujeto absoluto, sujeto relativo y sujeto interdependiente, evidencia posicionamientos diferenciales sobre la investigación y su relación con la acción social. Explicitar algunas problemáticas implícitas en estos abordajes contribuiría a allanar pistas sobre su relación estratégica.
Es evidente que desde el paradigma tradicional, denominado por muchos autores de control, el investigador y la investigación misma tienen un papel muy débil, casi nulo, para un desarrollo deseable al conjunto de la sociedad. Ello por cuanto, de una parte, se maximiza la independencia de los valores de los diversos actores del carácter de una posible contribución de la investigación al proceso político-social (neutralidad) y, de otra, porque se asume como principio el aislamiento: los fenómenos aunque se relacionan unos con otros, pueden ser estudiados independientemente (Navarro, 1989).
No obstante, son numerosos los filósofos de la ciencia que coinciden en señalar que la crisis del paradigma tradicional, cuya más acabada expresión es la del positivismo lógico, dio paso a una nueva manera de pensar no solo el problema del conocimiento sino también a nosotros mismos, nuestra relación mutua y la sociedad en general (B. Pearce, 1998); y que de lo que se trata es del paso de una visión contemplativa y pasiva del investigador a una actitud participante y activa frente al “objeto” de conocimiento. El interrogante que surge es ¿cuál es la clase de conocimiento que resulta adecuado para los participantes? Algunos responden que se debe aspirar a la fronesis, a una inteligencia reflexiva que a cambio de preguntarse por el qué o la substancia verdadera de las cosas aspire a conocer cómo funcionan éstas y a integrar la teoría con la práctica o la reflexión con la acción instaurando la praxis. La praxis como dinámica que impulsa a visibilizar el papel de las ciencias humanas y sociales como agentes del cambio, y al mismo tiempo, como generadoras de comprensión del cambio.
La mencionada crisis del paradigma clásico de la modernidad —con sus nociones de ciencia, técnica y racionalidad— ha conllevado la disolución de los principios y fundamentos de las ciencias sociales y humanas en lo que tiene que ver con aspectos de sus disposiciones epistemológicas: remisión a las causas últimas, predictibilidad, verificabilidad, objetividad del sujeto consciente, idea de progreso; y a sus disposiciones ontológicas mediante las cuales se atribuyen modos del ser humano: el hombre como sujeto de historia; la sociedad basada en la cooperación y la solidaridad; las formas de producción y circulación del lenguaje; igualmente de aquello que remite a las parejas: funciones y normas, conflictos y reglas, significaciones y sistemas significativos (M. Foucault, 1978).
Lo anterior permitió la emergencia de al menos dos nuevas formas de mirada de lo social: el construccionismo y el contextualismo. Desde el primero, tomado en sentido amplio, el mundo social se asume como conjunto de actividades que definen las pautas de interacción, como juegos en donde los sujetos se hacen un lugar; de este modo las actividades se estructuran según ciertas reglas de obligatoriedad (B. Pearce, 1998). Esta concepción formula que todo acto es co-construido a partir de la interacción social comunicativa con otros; ello supone que la menor unidad de análisis es una tríada de acciones: el acontecer en función de lo que sucedió previamente y de lo que sucederá después; una fuerza contextual presente en toda situación, la cual se encuentra prefigurada por las circunstancias vigentes; y, tercera, una fuerza implicativa, esto es, aquello que la acción realizada implica al contexto. El construccionismo es caracterizado entonces por algunos autores por un “relativismo” derivado de realidades construidas en contextos sociales específicos. Esta perspectiva afirma que las personas no conocen de verdad sus motivos, sean éstos razonables o racionales. Constituyen sus motivos en el curso de su interacción, lo que implica que las definiciones colectivamente compartidas de normas, intereses, hechos, etc., son el resultado de procesos sociales. Se habla para que algo sea (Eder, 1998). En relación con el conocimiento, el construccionismo sugiere que el sujeto asume una actitud de participante: el pasaje de la teoría a la praxis con base en una inteligencia reflexiva, para dar respuesta a una nueva estructura física del mundo social predominantemente comunicacional; se subraya así el perspectivismo y relativismo de todo conocimiento, pretendidamente objetivo, de la realidad social.
Con el contextualismo, en sus diversas versiones (teoría crítica, hermenéutica, de la complejidad, del pensamiento globalista, etc.), se busca superar las limitaciones intrínsecas de la epistemología de la subjetividad (con su jerarquización desmedida del saber tácito de una conciencia práctica subjetiva y su pertrechamiento en una mirada micro-social del mundo, de las interacciones sociales descontextualizadas). Esta epistemología busca articular los esfuerzos indagativos de una mirada macro-social con los de una micro-social, a través de la caracterización de la contextualidad social situacional o local del obrar y accionar de la vida cotidiana y la caracterización de la contextualidad social global desde el análisis de las estructuras de relaciones sociales y de las instituciones macro, bajo el supuesto de que la investigación está mediada por los valores del sujeto investigador y del “objeto” investigado que interactúan y se comunican.
De manera transitiva, en algunos casos esta perspectiva sugiere en el terreno teórico, y también en el práctico, que la meta de indagación es la crítica y transformación de las conflictivas estructuras sociales, políticas, culturales, económicas, etc., y la necesidad de elaborar la factibilidad social de posibles vías o caminos de tránsito, particularmente desde la actual globalización expansionista excluyente hacia otra “globalización solidaria”, mediante la teorización de las experiencias de los pueblos y países que intentan atenuar las consecuencias extremas de la actual sociedad mundial neoliberal (L. Sotolongo, 2000).
La “globalización expansionista”, entendida como las transformaciones sociales fruto de un conjunto de procesos que implican la movilización de recursos económicos y culturales desde los centros de poder tradicionales, parece menguarse por una progresiva “globalización solidaria” como consecuencia, entre otros aspectos, de la emergencia de una incipiente estructura social agenciada por los “nuevos” movimientos sociales. Las organizaciones y grupos que configuran estas nuevas formas emergentes de movimientos sociales actúan en el ámbito de la solidaridad con los sectores menos favorecidos o marginados de las sociedades, por ejemplo, con colectivos que se han visto impulsados a emigrar buscando su supervivencia, mejorar su condición de vida o sólo para garantizar su seguridad. Estos movimientos no sólo testimonian sino que en muchos casos lideran la movilización social, ya sea porque han alcanzado mayor presencia en la esfera pública o porque los otros movimientos imitan, de forma creciente, en sus formas reivindicativas e identitarias, a los movimientos sociales por la solidaridad (Ibarra, 1998). Asumiendo esa perspectiva, uno de los objetivos fundamentales en el estudio de estas organizaciones es el análisis de cómo construyen sus discursos para la transformación social y su difusión (Sabucedo, 1998).
La pregunta que emerge es la de ¿cómo diseñar investigaciones de tal modo que el desarrollo social se encamine por ciertas direcciones deseables? Coincidimos que un primer criterio para considerar es que bajo la aceptación del principio de complementariedad en el análisis, determinado objeto social sea estudiado en tres niveles posibles: como elemento singular, como conjunto imbricado de relaciones y como operador de cambio en el sistema social abierto; tal pauta exige acudir a herramientas metodológicas que permitan tal cobertura. Así mismo, implica la utilización de parámetros de observación que logren combinar las dimensiones cuantitativas e instituidas del fenómeno con las propias de las relaciones cualitativas que se orientan a las transformaciones instituyentes (A. Davila, 1999).
La producción de nuevo pensamiento puede abrir cauces a la realidad social de manera que como producto de verse a sí misma como “objeto” algunos de sus integrantes logren actuar en la perspectiva de permitir que dicha realidad se diferencie de ella misma, negando su condición. Esto supone asumir una actitud de reflexividad objetiva, perspectiva que atribuye, simultáneamente, al objeto y sujeto de la investigación las mismas condiciones de posibilidad de su par contrario; como consecuencia del “intercambio de información”, producto de la socialización de los resultados investigativos y la apropiación en el análisis y la interpretación de la visión de los individuos y grupos estudiados, unos y otros son transformados (J. Ibáñez, 1988). En el proceso de investigación se requiere confrontar entonces las interpretaciones de primera instancia (emic, hechas por el actor a partir de su experiencia cotidiana), frente a las interpretaciones de segunda instancia (etic, realizadas por el investigador, “desde fuera”).
La actitud reflexiva objetiva también podría verse como un sujeto “investigador” que antes que tratar de construir las condiciones “artificiales” necesarias para adelantar la investigación, propende por instaurar una interacción dialógica con éste desde su contexto “real” cotidiano implicado.
En síntesis, la pregunta por el tipo de investigación que pueda ayudar a mejorar y cambiar la sociedad puede ser contestada afirmando que es aquella que se distancia del (los) paradigma(s) de control. Es decir, la que acepta fundamentar su diseño en la presencia de actores múltiples, contemplando la maximización de una serie de valores en alguna o en todas las partes del sistema, agrupamiento cuya elección resulta relevante para responder a la pregunta de si es cierto o no que las descripciones o “modelamientos” que se realicen sobre el mundo social contribuyen a lo que los actores se proponen llevar a cabo dentro de los procesos políticos. Tema que nos adentra en los siguientes puntos.
Como se ha insinuado, esta línea de análisis conduce a preguntar sobre el sentido de las formas de concreción de la reflexión y acción social de las comunidades del conocimiento (comunidades que dialogan con saberes académicos, empíricos, estéticos, religiosos, entre otros). Funtowicz y Ravetz1 (1999) han acuñado el término de ciencia pasnormal para denominar la praxis científica que, superando la concepción “normal” de la ciencia (Kuhn, 1971) como progreso racional de resolución de problemas, incluye también los aspectos éticos. Lo que esta noción problematiza tiene que ver con la “aplicación” simple y mecanicista del conocimiento (ciencia aplicada) que se extiende hacia otros tipos de praxis (como el asesoramiento científico y técnico).
La concepción “normal” de ciencia proviene de las llamadas ciencias naturales en donde el ser humano es sujeto y no objeto de conocimiento, es decir, corresponde a la idea de sujeto absoluto presentada anteriormente. Las ciencias humanas y sociales han recibido el influjo de esta perspectiva y han introducido otras posturas de relacionamiento (sujeto relativo, sujeto intersubjetivo) en donde el ser humano es sujeto y objeto de conocimiento y, además, parte integral del método del investigador. En esta triple faceta de sujeto, objeto y vehículo metodológico el investigador –portador de deseos, sentimientos, intenciones, opiniones e intereses inexistentes en los objetos inanimados de la ciencia natural–, suele introducir una serie –variable pero relevante– de sesgos y valores tanto en el proceso de estudio como en sus resultados. De este modo, no se considera como a priori posible y necesario de la investigación la distinción entre la parte de valores independiente del actor y la parte que deviene con el proceso mismo de la interacción.
Desde el punto de vista ético, la crisis de la razón y del paradigma tradicional muestra que las nociones guía de ciencia, técnica y racionalidad aparecen como nociones ciegas; hace también crisis, el supuesto ético conforme al cual las sociedades pueden y deben ser racionalmente fundadas en orden a una única finalidad, que en este caso es traducida en lógica de la dominación y deviene en un orden racionalizador que estigmatiza y excluye como irracional y no verdadero todo lo que se resiste a ser encerrado en ese orden, es decir, todo lo singular, contingente, el arte, la pasión, etc. (M. Téllez, 1995).
Es evidente que intervención social y producción de conocimiento están interconectadas gracias a las temáticas y enfoques que subyacen a ambos ámbitos, lo cual obliga a un posicionamiento respecto de diversos aspectos en donde están implicados determinados valores e ideales de futuro. La intervención social, como actividad práctica, muchas veces requiere integrar analítica y operativamente la información obtenida desde una multiplicidad de enfoques; perspectiva opuesta, en algunos casos, a los supuestos metodológicos de algunas teorías. Igualmente, debido a la complejidad y multisectorialidad de los temas sociales y a la dificultad de su abordaje integral desde una especialidad científica o profesional, la intervención práctica requiere adoptar la multidisciplinariedad, entendida como esfuerzo analítico e interventivo conjunto. La conciencia de la pluralidad y diversidad psicológica y social puede generar problemas de coherencia en los puntos de vista y en los intereses de las áreas de estudio seleccionadas lo cual demanda en la práctica atender problemas de síntesis e integración.
Por otra parte, el asunto del poder es un aspecto para tener en cuenta en cualquier acción social, al mismo nivel que otros aspectos racionales que se contemplan como los de evaluación, planificación, resolución de problemas, etc.; por tanto, este tema requiere de su incorporación en la investigación y análisis teórico como un factor clave de la realidad social. Pero esto no siempre sucede desde algunos enfoques que acuden a conceptos mucho más difusos; por el contrario, las posiciones que se autodefinen como de indagación crítica apuntan a reconocer los efectos de la investigación en el sistema macro, con lo cual contribuyen a mantener en la vida social el enfoque de la realidad de la dominación, la distribución del poder y las desigualdades sociales.
Finalmente, se acepta que el factor de la participación, el diálogo y negociación social es definitivo en cualquier programa de intervención social, pues éstos se enfrentan al surgimiento de conflictos y divergencias entre los distintos actores, siendo necesario entonces un espacio de ampliación democrática en el planteamiento y la resolución conjunta entre investigadores e investigados de ciertos problemas sociales. Ante el interrogante de cómo puede ser apoyado el cambio social desde la investigación, puede afirmarse que siempre y cuando se disponga de medios fiables de argumentación en los que exista la oportunidad para los diversos actores de utilizar recursos acordes a sus propios valores, sin que se impida su uso por parte de otros, la investigación puede convertirse en un factor importante de transformación. No obstante, en muchas ocasiones, ésta no es la perspectiva que se adopta pues se parte de un sobredimensionamiento del saber especializado, del papel del experto, y de las posibilidades de los métodos de las disciplinas científicas, aparentemente más rigurosos. Se trata, en cambio, de comprender que desde hace cierto tiempo el conocimiento ha dejado de ser dominio exclusivo de los intelectuales y sus herederos (investigadores, “ingenieros sociales” o “analistas simbólicos”) y se ha convertido en un medio común y en un importante dispositivo mediante el cual las sociedades se organizan, cambian y se adaptan a las nuevas circunstancias históricas.
Conocimiento que se expresa en las creencias sociales compartidas que configuran el sentido común de los individuos el cual es fruto de la interacción social y de la influencia pasada y presente de distintas corrientes de pensamiento, ideologías, etc. Al respecto, Gramsci afirma “el sentido común no es algo rígido e inamovible, sino que está continuamente transformándose, enriqueciéndose con las ideas científicas y con las opiniones filosóficas que han entrado en la vida ordinaria” (Sabucedo, 1998).
La necesidad de crear alternativas al desarrollo convencional por vía de la defensa de la diferencia cultural implica visibilizar los procesos de construcción de identidad colectiva. La identidad colectiva como proceso se distancia de aquella concepción que la considera como algo unitario y coherente. Según Benjamín Tejerina (1998), la identidad colectiva tiene tres elementos constitutivos. En primer lugar, supone la presencia de aspectos cognitivos que se refieren a una definición sobre los fines, medios y el ámbito de la acción colectiva. En segundo lugar, hace referencia a una red de relaciones entre actores que comunican, influencian, interactúan, negocian entre sí y adoptan decisiones. En tercer lugar, requiere cierto grado de implicación emocional, posibilitando a los actores sentirse parte de un “nosotros” (Tejerina, 1998). Desde este planteamiento se hace visible la dimensión construccionista de la acción colectiva.
Seguir el rastro de los movimientos sociales desde este enfoque de la acción colectiva que presta atención a los aspectos simbólicos y culturales (también presentes en el proceso de movilización colectiva) impulsa una forma “novedosa” de renovación de los valores sociales que la modernidad erige como exclusivos. En relación con esto, Manuel Castells afirma que lo característico de los movimientos sociales y proyectos culturales construidos en torno a identidades en la era de la información es que no se originan dentro de instituciones predominantes de la sociedad civil. Introducen, desde el principio, una lógica social alternativa, distinta a los principios de actuación en torno a los cuales se erigen las instituciones dominantes de la sociedad (Castells,1997).
En síntesis, la cuestión que presenta este apartado no es si la investigación y la proyección social que realizan las ciencias humanas y sociales contienen o no valores e ideología, sino la necesidad de indagar qué valores concretos concurren en cada proceso y situación, cuál es su papel y cómo se podrán, y deberán –desde las diferentes visiones de realidad–, manejar e integrar en la práctica. Un principio para tener en cuenta es que no se puede eliminar la subjetividad y los valores de la ciencia y de sus usos técnicos; habría, en cambio, que esforzarse en hacerlos explícitos, sea para intentar controlarlos, para observar su aportación al resultado final de la actividad o para utilizarlos provechosamente en la acción social. Con esta orientación, el investigador asume mayor libertad de elección de un curso de acción o de un método determinado pero, paralelamente, mayor es la responsabilidad (personal, jurídica y profesional) por las consecuencias de su proceder y por el valor social de los resultados de sus investigaciones.
En la relación entre investigación y transformación social esta dimensión se presenta diferencialmente según la perspectiva que se asuma de esta noción. De algunas orientaciones, sobre todo de corte positivista, se infiere un carácter neutral o apolítico de la investigación. Posturas de este tipo se basan en la concepción clásica de la ciencia, en la idea de que el sujeto perturba el conocimiento, por tanto para tener una visión objetiva es necesario excluir, “borrar”, al sujeto (Schnitman, 1995). Esta elisión se hizo inevitable en la medida en que obedecía al paradigma cartesiano: el mundo de la cientificidad es el mundo del objeto, y el mundo de la subjetividad es el mundo de la filosofía, de la reflexión. Ambos dominios quedaban legitimados, pero eran mutuamente excluyentes: el sujeto metafísico no integrable dentro de la concepción científica y la objetividad científica no integrable dentro de la concepción metafísica del sujeto.
Concepciones críticas a la anterior invitan a visibilizar los referentes de la dimensión política del ser humano, consideración insustituible para dar sentido a la reflexión y acción social desarrollada desde la investigación y en su proyección social. Chantal Mouffe (1999) plantea una sugestiva distinción entre las nociones de “lo político” y “la política”; confrontando el liberalismo clásico, esta autora define “lo político” como la dimensión antagónica inherente a toda sociedad humana, antagonismo que puede tomar formas muy diferentes y que puede situarse en relaciones sociales diversas. En contraste “la política” se toma como algo referido al conjunto de prácticas, discursos e instituciones que buscan establecer un cierto orden y organizar la vida social en condiciones que siempre están sujetas, de manera potencial, al conflicto, precisamente porque se ven afectadas por la dimensión de “lo político”. Desde esta perspectiva, la política puede ser vista como un intento de pacificar lo político, se refiere a la instalación y encarnación del orden y las prácticas sedimentadas por determinada sociedad (Slater, 2001)2. Lo anterior supone aceptar que la investigación social, como toda práctica humana, es parcial y limitada, debido a que en ella es imposible distinguir claramente entre objetividad y poder. Si se admite que aquello que se denomina “exterior constitutivo” es lo que permite establecer un consenso, tras del cual existe siempre un acto de exclusión, en el saber social nunca podrá existir entonces un acuerdo “racional” totalmente inclusivo, entre otras razones porque hay que preguntarse siempre quién decide qué es y qué no es razonable: la demarcación de este límite es completamente política, resultado de un acto de hegemonía (Mouffe, 1999). La democracia científica precisa por tanto, tener la posibilidad de cuestionar cualquier pretensión de universalidad conceptual realizada en nombre de la razón, así como el conjunto normativo o institucional que la establece; esto implica marcar una frontera en la investigación social entre aquello que consideramos con valor y sentido para el bienestar de la sociedad, y en particular para la mayoría excluida y desprotegida, y el “otro” conocimiento que meramente posee valor económico aprovechable por unos cuantos.
Desde un análisis más concreto, puede afirmarse que en la época de globalización que se vive actualmente, y en particular por efecto de la globalización económica en donde la realidad económica y social en general es controlada por el mercado, el conocimiento tiende también a ser orientado, valorado y monopolizado desde los intereses de esta dimensión, hasta el punto de que el Estado ha perdido la capacidad de definir las políticas de investigación e incluso de fiscalizar el saber que se produce desde la universidad, pues ésta se convierte, más bien, en una máquina productora de conocimientos mercantilizados puestos al servicio del capital global (Castro-Gómez y Guardiola, 2002).
Hace una década todavía se dudaba de que la tendencia por buscar que las investigaciones conllevaran su aplicación directa en la realidad, en lo que se llamó la ingenieria política y social, tuviera consecuencias sobre el carácter crítico de los resultados de la investigación y sobre el tipo de estudios que se desarrollaban para ajustarse a la demanda del Estado o las organizaciones privadas. Destacando la participación de un nuevo tipo de “analista simbólico” en los procesos de organización social, se insistía en que lo fundamental del trabajo científico radicaba en la acción de explicar el mundo social en orden de transformarlo (J. Brunner, 1992). Sin embargo, lo que ha pasado recientemente con la investigación social muestra una situación aparentemente antagónica: en contraste con los espectaculares logros de la ciencia y la tecnología, los males sociales y la capacidad de la ciencia de actuar por el bien común, principalmente por los más necesitados, resultan impactantes (V. González, 2002).
Una lista comprensiva sobre las recientes tendencias verificadas de la ciencia y la tecnología es reveladora. Sobre las instituciones: reducción de la inversión estatal en educación y ciencia, creciente influencia del capital privado en la fijación de sus políticas y transformación de las universidades que supeditan el desarrollo de las ciencias básicas al de las aplicadas; sobre los científicos: dispersión de su trabajo en empresas de investigación que se tornan herméticas, privatización y secreto de sus hallazgos, competencia individualista, diferenciación jerárquica entre científicos administradores y científicos rasos, negación del intercambio disciplinario; sobre la ciencia: posible o efectiva degradación de su calidad y relevancia, dispersión en un conjunto inconexo de tecnociencias (Alan Rush, citado por González, 2002). Los problemas de financiamiento, por efecto del dominio del capital privado en las actividades de conocimiento (que impone áreas de interés privilegiado, tipo de proyectos apoyados, instancias de control, exigencias de rentabilidad, etc.), han alcanzado a distorsionar las funciones básicas de la universidad, incluso de las estatales, pues tienden a adaptarse a un desempeño válido para obtener recursos económicos privados, transformándose, poco a poco, en empresas productivas3.
De manera semejante, los organismos internacionales que orientan la ciencia y la educación inciden en la definición de las agendas investigativas al diagnosticar los problemas sociales que requieren respuestas inmediatas e incluso el tipo de estudios que daría solución “más eficaz y menos costosa” a la formulación que de ellos se hace. En este sentido, se busca afinar la “pertinencia” de la investigación en ciencias sociales y la especialización para la toma de decisiones; concretamente, en términos de definiciones para la formulación de políticas públicas, se plantea el tipo de proyectos a desarrollar y las condiciones mediante las cuales éstos tendrían mayor posibilidad de incidir en la definición de dichas políticas4.
Particularmente, la contradicción implícita, señalada especialmente por S. Zizek, en el concepto actual de “propiedad” del conocimiento –cuando éste es por naturaleza indiferente a su propagación, es decir, que su difusión y uso no lo desgastan– conduce a la paradoja de que el capitalismo global tenga que acudir a estrategias extremas para “sostener la economía de escasez en la esfera del conocimiento” y así evitar el riesgo de que el conocimiento desborde el marco de la propiedad privada y las relaciones mercantiles (S. Zisek, 2001). En el probable evento de que un dispositivo tecnológico –producido solamente por una empresa– unifique la multitud de medios de comunicación, la mayor expresión de este riesgo sería “la de que un único agente, al margen del control público, domine la estructura comunicacional básica de nuestras vidas y de tal modo, en cierto sentido, sea más fuerte que cualquier gobierno”5.
La dimensión política expresada en este problema implica repensar (en el lenguaje de Wallerstein impensar) los mapas cognitivos, los imaginarios culturales hegemónicos y los paradigmas que enmarcan la investigación en ciencias sociales (Castro Gómez y Guardiola, 2000). Superar el eurocentrismo de los paradigmas de la modernidad, los cuales se han orientado a sustentar el gobierno de las poblaciones mediante el sometimiento del tiempo y el cuerpo de los individuos a las normas definidas y legitimadas por las disciplinas del conocimiento, implica redefinir el proceso de institucionalización, jerarquización y disciplinarización de las ciencias sociales, especialmente en las universidades.
Específicamente, se plantea que en América Latina se hace necesario franquear la división del trabajo teórico por la cual las ciencias sociales tradicionales producen conocimiento orientado a la transformación de la realidad (abordando las temáticas del desarrollo, la dependencia, la relación entre Estado y democracia, etc.) en tanto que las humanidades y los estudios de la cultura producen saberes no traducibles a acciones o políticas. En esa perspectiva, se ha propuesto un conjunto de aspectos clave para responder al desafío de la tarea de reestructuración de las disciplinas sociales. Entre ellos se sugiere superar las limitaciones tanto de los enfoques economicistas como de los culturalistas; entender los procesos de transculturación entre dominantes y dominados; enfatizar las relaciones complejas que definen el encuentro entre el imperio y los subalternos dejando atrás interpretaciones discursivistas y textualistas; superar las posiciones que establecen dicotomías entre los agentes y las estructuras de dominación y elaborar modelos de transformación social que se coloquen más allá del determinismo colectivista y del individualismo voluntarista; y aceptar el carácter central de la imagen en la configuración de las relaciones entre economía y cultura lo cual permite trascender los supuestos teóricos y epistemológicos que impiden acercar los estudios sociales y culturales al problema central de la ideología y las posibilidades de empoderamiento de los agentes especializados de la producción cultural (Castro-Gómez y Guardiola, 2000). De este planteamiento se deriva la exigencia de implementar políticas de conocimiento que cambien las condiciones de las instituciones académicas y permitan abrir sus estructuras a la comprensión de un mundo cada vez más global y complejo.
El posicionamiento anterior parte de aceptar el hecho de que la economía política se adentra claramente en el campo de la cultura, y ésta, a su vez, se erige en el marco de referencia del sistema de producción y reproducción social. Se pone de presente así la discusión que se ha dado sobre la necesidad de renovar la reflexión sobre teoría y crítica de la cultura en América Latina, en la perspectiva de democratizar el conocimiento y pluralizar las fronteras de la autoridad académica, aceptando el ingreso a la universidad de saberes que cruzan la construcción de objetos con la formación de sujetos. Se trata entonces de aceptar la conflictualidad política e ideológica del saber de los estudios culturales (N. Richard, 2001). No obstante, se afirma que a ello se opone la emergencia en nuestro contexto de un discurso metropolitano de la otredad y de la diferencia mediante el cual se llama a representarse o dejarse representar de acuerdo con una economía de sentido que traza una frontera y jerarquía entre teoría y práctica, conocimiento y realidad, discurso y experiencia, mediaciones e inmediatez, etc. Resolver esta situación obliga a realizar un ejercicio que supere la diferencia diferenciada para ser una diferencia diferenciadora.
A pesar de que los denominados “estudios culturales” surgieron combinando pluridisciplinariedad con transculturalidad, al intentar ampliar y diversificar la comprensión de lo cultural, ni éstos ni la crítica cultural resuelven la pregunta de cómo superar las tensiones entre trabajo académico y práctica social, “entre la delimitada interioridad de la profesión universitaria y los bordes de intervención extra-disciplinarios a partir de los cuales ampliar socialmente la crítica a los ordenamientos burocráticos y mercantiles del neocapitalismo” (N. Richard, 2001). Se plantea en consecuencia que los estudios culturales y también la crítica cultural pueden quedar reducidos a simples máquinas de conocimiento que marcan cambios de relación entre las disciplinas intelectuales, pero sin afectar la trama de las interrelaciones cotidianas entre socialidad, política y cultura que trascienden el mundo de la academia.
La noción de crisis envuelve la idea misma de desarrollo, la cual hizo del progreso inexorable e irreversible hacia lo mejor la certeza dogmática y articuladora de los procesos de legitimación social, certeza articulada a las nociones de ciencia y razón de la modernidad. Frente a esta situación, diversos autores pertenecientes a lo que puede llamarse una corriente alternativa, han realizado un trabajo relativamente coherente que reivindica el conocimiento local, el rol de los movimientos de base y el poder popular en la transformación del desarrollo, planteando, simultáneamente, una mirada crítica a los discursos científicos establecidos e interesándose por el problema de la cultura.
En relación con este asunto, Arturo Escobar plantea dos preguntas orientadoras: ¿dónde se halla lo “alternativo”?, ¿qué instancias debemos interrogar acerca de su relación con posibles prácticas alternativas? Su punto de partida es una reinterpretación crítica de la modernidad latinoamericana; el concepto de hibridación que retoma implica una recreación cultural que puede o no ser (re)inscrita en constelaciones hegemónicas (A. Escobar, 1996). El proceso alternativo, tal como se formula, supone el reto de ver la teoría como un conjunto de formas de conocimiento en disputa, originadas en diversas matrices culturales y, al mismo tiempo, lograr que esa teoría promueva intervenciones concretas desde los grupos subalternos. Para Hooks (Escobar, 1996), sólo un intercambio significativo entre el investigador y la gente “sobre la que se escribe” asegurará que los trabajos investigativos sean un espacio que permita la “intervención” crítica.
La llamada crisis de los regímenes de representación del Tercer Mundo requiere desde este punto de vista nuevas teorías y estrategias de investigación, pero se hace necesario superar una actitud de intervencionismo irreflexivo el cual se sustenta en la creencia de que los estudiosos pueden “liberar” a los otros; igualmente abandonar el hecho de ignorar completamente el rol del intelectual en la vida social: que el investigador mismo reflexione, por tanto, cómo resuelve en la práctica la relación teoría-práctica y cuál es su compromiso más allá del ámbito académico, cuál es su verdadera “proyección social”6.
En el fondo de la investigación de alternativas se encuentra otro aspecto determinante: el de las diferencias culturales. Estas encarnan posibilidades de transformar las políticas de representación, es decir, de renovar la vida social misma, cuestión que resulta clave al momento de definir concretamente las políticas de investigación y de proyección social de la universidad. Ante la necesidad de crear alternativas al desarrollo convencional muchos grupos sociales en el mundo acuden a la defensa de la diferencia cultural como fuerza transformadora que permite valorar las necesidades y oportunidades económicas, más allá de la ganancia y el mercado, y a la defensa de lo local como prerrequisito para articularse con lo global sin caer en la simple modernización. Esto obliga a examinar de nuevo las complejas relaciones entre cultura y economía que se presentan en contextos como el nuestro.
El conocimiento social que atienda a la transformación social con responsabilidad ya no ha de alimentar el sueño de certezas finales. Más aún, somos conscientes de que los seres humanos no pueden escapar a las consecuencias inesperadas de su acción. No obstante, nunca se deja de formular hipótesis y producir visiones de futuro para así orientar la acción social. Los investigadores sociales no pueden eludir su responsabilidad de definir un posible futuro. En este sentido, la reivindicación del conocimiento social es parte importante del esfuerzo para construirlo (Melucci, 1998).
1 Citado por Alipio Sánchez en: “La ética de la intervención social”, Buenos Aires, Paidós, 1999.
2 La política tiene su propio espacio público, es el campo de los intercambios entre los partidos políticos, de los asuntos parlamentarios y gubernamentales, de las elecciones y la representación, y en general, del tipo de actividades, prácticas y procedimientos que tienen lugar en los escenarios institucionales del sistema político. Lo político, sin embargo, como lo propuso Ardite (1994) puede ser más eficazmente considerado como un tipo de relación que se puede desarrollar en cualquier área de lo social, sin importar que permanezca o no dentro del recinto institucional de “la política”. Lo político es, por tanto, un movimiento vivo, un tipo de “magma de voluntades en conflicto” o antagonismos, es móvil y ubicuo, sobrepasa pero también subvierte los lugares y ataduras institucionales de la política.
3 Una comprensión más amplia de estos problemas puede hacerse revisando el interesante artículo de Víctor González Barbone “La ciencia vendida”, http://www.iie.fing.edu.vy/ense/asgn/hciencia/trabs2001/victor/cienciavend.pdf
4 Tal es el caso del Programa MOST (Management of Social Transformations) de la Unesco, centrado en tres aspectos que se han definido como prioritarios de las transformaciones sociales vigentes: la multiculturalidad, la gobernabilidad y el desarrollo urbano, y los efectos de la mundialización. En torno a esto, véase la agenda de la reciente reunión realizada en Santo Domingo: “De la investigación social a la transformación social”.
5 En su análisis de la economía política de la cultura, Slavon Zizek se refiere en este caso a la figura de Bill Gates y su empresa Microsoft, en: El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política, Buenos Aires, Paidós, 2001, pp. 380 y ss.
6 Este último planteamiento lo introduce Jorge Huergo en el ensayo que también hace parte de esta edición de Nómadas.
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Edgard de Assis Carvalho**
* Versão modificada de conferência realizada em Barcelona no simpósio internacional “Pensar as complexidades do Sul”, promovido pelo Institut Català de la Mediterrànea e a Association pour la pensée complexe, presidido por Edgar Morin, em outubro de 2000.
** Professor Titular de Antropologia da PUCSP. Faculdade e PG/Ciências Sociais. Coordenador do COMPLEXUS, Núcleo de Estudos da Complexidade.
Ética ou caos, eis o desafio que nos envolve. Para resgatarmos as potencialidades da vida e não sucumbir à floresta de símbolos criada pelos agentes da razão instrumental, é preciso encarar uma política de resistência, complexa, que resgate a hominização e a humanização.
A “ética da compreensão planetária” ocupa papel de destaque nessa nova paideia, e isso porque saberes éticos não podem ser concebidos como meras proposições abstratas, mas como atitude deliberada de todos aqueles que ainda acreditam ser possível que sociedades democráticas abertas se solidarizem, mesmo com a aspereza do caminho e o desânimo dos caminhantes.
Talvez os viajantes literários, agentes ideais dessa antropolítica porque correm pela terra sem limites e rancores, possam vir a contaminar políticos e intelectuais e, desse modo, produzir uma revolução no pensamento sem precedente na história do planeta.
Ethics or chaos – that’s the challenge surrounding us. To redeem the potentialities of life and not to submit to the forest of symbols created by the agents of instrumental reason, it’s necessary to face a politics of resistance, which must be complex and able to redeem hominization and humanization.
The “ethics of planetary understanding” plays an important role in this new paideia, once ethical knowledge can not be conceived as mere abstract propositions, but rather as a deliberate attitude of all those who still believe that it’s possible for democratic open societies to be solidary, even with the roughness of the way and the dismay of others.
Perhaps literary travelers, the ideal agents of this anthropolitics, because they run through earth free of limits and resentment, may contaminate politicians and intellectuals and thus produce a revolution in thinking unparalleled in the history of the planet.
Sem dúvida, o mais valioso professor de física seria aquele que pudesse mostrar a nulidade de seus compêndios e esquemas frente à Natureza e às exigências do espírito. (Johann Wolfgang von Goethe) Bem-pensar é a maior virtude, e sabedoria dizer coisas verdadeiras e agir de acordo com a natureza, escutando-a. (Heráclito) Ler, entretanto, é uma atividade posterior à de escrever: mais resignada, mais civil, mais intelectual.
(Jorge Luis Borges)
Os diferencialismos contemporâneos têm-se constituído como um dos maiores desafios da modernidade. Dotados de uma força centrípeta sem precedentes, vêm conseguindo disseminar ódios generalizados que se mimetizam numa violência quase incontrolável. Essa ‘geopolítica do caos’, que descombina com a pretensão do Terceiro Milênio de ser pretensamente reconhecido como a ‘sociedade do conhecimento’, assemelha- se mais a uma guerra civil generalizada do que a um espaço em que predominem a conciliação e a colaboração interculturais.
Ao que tudo indica, a luta pela existência, que parece comandar os processos evolutivos gerais, transferiu-se para a dominação de nações sobre nações, de homens sobre homens, com a justificativa de que a luta brutal garantiria a sobrevivência de povos incumbidos de liderar os destinos da humanidade. Aos outros ou às alteridades, se quisermos fazer uso de um conceito caro à Antropologia, caberia o qualificativo de impotentes, degenerados ou decadentes, matéria perdida da adaptação, como se os processos civilizatórios instalassem sempre o sucesso de poucos em deterimento da falência de muitos.
Progresso e barbárie consolidaram- se desde 1900 como componentes indissolúveis de uma nova idade das trevas que despontava no cenário mundial regido por nações cada vez mais eficientes, aptas a reprimir qualquer sentimento contestatório. Ao analisar os sentimentos originais do já passado século XX, Clive Ponting reiterou que “para as elites dos estados centrais, o crescimento da classe trabalhadora e dos movimentos socialistas era entendido como uma grande traição. O imperialismo e as guerras… representavam tentativas de canalizar as energias das massas para áreas menos perigosas”1. Nesses anos inaugurais do terceiro milênio continuamos a reproduzir essa ‘história universal da infâmia’ cegos, como Édipo, depositários de uma vergonha universal sem limites físicos, psíquicos, geográficos, nacionais.
Jorge Luiz Borges captou, de modo superlativo, essa universalidade infamante em 1935. Em Etcétera, um exercício de prosa narrativa como ele algumas vezes preferia denominar seu estilo, defrontamo-nos com um conjunto imaginário de atrocidades, imposturas, iniqüidades, incivilidades e vinganças cometidas por humanos que se encontravam detidos num castelo inexpugnável, lacrado por vinte e quatro fechaduras. Esse castelo metafórico, repleto de estátuas, expressa alguns dos contornos das sociedades atuais, envolvidas em crescentes desmandos, desafetos e contradições. Nele nada pode ser violado, porque em seus aposentos e masmorras encontram-se depositados os segredos de uma sabedoria mais digna. Por isso, os reis, governantes e donos atuais do poder, sempre adicionam mais uma fechadura em seus reinados. “Se alguma mão abrir a porta deste castelo, os guerreiros de carne, que se parecem aos guerreiros de metal da entrada, tomarão o reino”2.
É como um castelo lacrado que percebo esse ‘planeta das desordens’, denominação cunhada por Ignacio Ramonet, para definir alguns dos efeitos dos paradigmas da comunicação e do mercado convertidos em sustentáculos do edifício sociopolítico contemporâneo. Assemelhado à frieza das estátuas borgeanas, esse novo paradigma consagrou o modelo do arquipélago: para cinco bilhões de humanos “apenas 500 milhões vivem confortavelmente, enquanto quatro bilhões e meio permanecem na necessidade”3.
Se todos esses perdedores não conseguem se articular para tomar de assalto o castelo, resta ao pensamento complexo estabelecer um horizonte possível de neo-utopias, realistas sempre, que venham a redesenhar novos cenários sociais para o mapa do mundo. A tarefa é hercúlea e demanda redobrada energia cognitiva e biopolítica. Eric Hobsbawn, em entrevista acerca dos desatinos do homo globatus, reconheceu que, embora o século XX tenha sido considerado como o século americano, é duvidoso supor que os EUA venham a perpetuar sua hegemonia fundada no controle da economia global. Hobsbawn considera um equívoco a ambição americana de exercer o papel de polícia do mundo e de controlar uma nova ordem mundial, mesmo que o poder das corporações da informática e da biotecnologia seja a cada dia ampliado.
Se é forçoso reconhecer que a despolitização e a desideologização crescentes têm redundado no avanço do conservadorismo de direita em todo o planeta, ainda é prematuro admitir-se o fim da história ou o fim da política, como pretendem algumas cassandras que proliferam nas ciências humanas. “Creio (reitera Hobsbawn) que a despolitização de grandes massas de cidadãos é um grande perigo, porque pode produzir a mobilização de formas totalmente alheias ao modus operandi de qualquer tipo de política democrática”4.
Repolitizar implica em religar, civilizar idéias, refundar noologias insurgentes fundamentadas no desenvolvimento sustentável, desencadeadoras de formas de solidariedade e responsabilidade. Se conseguirem firmar-se no cenário planetário, certamente coibirão as tendências bestializadoras do pensamento único, neoliberal, que instalou o fundamentalismo do mercado em todas as ações humanas.
Pela avaliação de certos intelectuais demasiadamente identificados com pulsões de homogeneização, os efeitos mais visíveis da globalização sintetizam-se numa ‘cultura da satisfação’ válida, factível e homogeneizadora. O que não conseguem enxergar são os pactos e compromissos escusos firmados pela ciência e pela política, que redundaram numa ‘economia de apartheid’ repleta de exclusões, particularismos, regressões. Joaquín Estefanía, em uma de suas crônicas publicadas no jornal espanhol El País, ao refletir sobre a debilidade sócio-econômica e intelectual contemporâneas, sustentou que “a política liberal produz desigualdades materiais ao mesmo tempo em que proclama a igualdade como direito imprescindível do homem”5.
Enfrentar essa contradição exige revolta e ética redobradas, e é no interior desse binômio que creio poder ser problematizada a identidade planetária futura destituída de xenofobias, revanchismos, relativismos e falsos perspectivismos. Em essência polimorfa e politeísta, essa identidade seria capaz de restaurar o “homem genérico”, promover uma reforma das condições subjetivas e objetivas da vida e instaurar a ‘solidariedade dos estarrecidos’. Com isso, valores públicos, direitos e liberdades passam a ser circundados por princípios transculturais e transpolíticos de hominização e humanização. Esse estarrecimento, tematizado de modo contundente por Jan Patocha, se edifica sempre na incerteza e “é justamente aí que reside sua frente silenciosa… mesmo onde a Força dominante tenta dominá-la pelos meios de que dispõe. Esse tipo de solidariedade não teme a impopularidade, mas, ao contrário, lança-Ihe um desafio sem palavras”6.
Não temer a impopularidade foi a força cognitiva que animou muitos dos dissidentes deste planeta a refletirem sobre a condição humana. Exílicos porque localizados, voluntaria ou involuntariamente, nas margens dos sistemas de repressão e culpa, tiveram coragem redobrada para tematizar as possibilidades da revolta, a reposição da dignidade, a integridade da consciência.
Ismail Kadaré, em sua elegia fúnebre sobre o Kosovo, captou superlativamente essa dimensão trágica que o aprendizado do medo traz consigo. Desde o século XIV, quando sérvios, albaneses, bósnios e romenos foram massacrados pelos otomanos, a ferida nunca se cicatrizou e o trabalho de luto não se completou. Constatando essa temporalidade sem esperança, tudo parece conduzir a uma intransitividade sócio-histórica sem precedentes: “O tempo passou, cinco séculos se escoaram desde aquele dia que me viu cair… Eu ainda estou aqui, sozinho em meu turbé, sob a pequena chama desse lúgubre pavio. Assim como o estrondo do mar, o alarido que produzem é contínuo”7.
O Brasil passou por 15 anos de ditadura militar, entre 1964 e 1979. Cindiu a nação em dois córregos de repressão e dor, puniu seus dissidentes com tortura e morte, realizando uma limpeza ideológica sem precedentes na história da América Latina. A limpeza étnico-cultural, porém, já havia sido feita há quinhentos anos, perpetrada sobre milhões de índios, hoje reduzidos a alguns milhares de resistentes, que chegam até a expressar um instigante aumento demografico, a despeito da voracidade do ‘ogro filantrópico’, essa imagem fantástica de Otávio Paz utilizada para definir o apequenamento e a mediocridade dos estados latinoamericanos. “As sociedades latinoamericanas são a própria imagem da estranheza: nelas se justapõem a Contra-reforma e o liberalismo, a fazenda e a indústria, o analfabeto e o literato cosmopolita, o cacique e o banqueiro”8.
Pensar a revolta exige desentranhar retornos, realizar anamneses e deslocamentos. Por isso, o sentido original da palavra envolve sempre interrogação, renovação, renascimento. Longe de apresentar um conteúdo meramente abstrato, acionar esses três exercícios cognitivos e biopolíticos requer urgência urgentíssima e isso porque a revolta nunca pode ser censurada nas democracias abertas9. ‘Eu me revolto, logo nós somos’, palavras de Albert Camus, convertem-se em palavras de ordem. Saturadas de complexidade, talvez venham a substituir o penso, logo existo, cartesiano. Qeustionam a liberdade, percebendo-a como revolução permanente que reconhece a multiplicidade e a estrangeiridade entranhadas em cada um de nós.
Ao distinguir os crimes da paixão dos crimes da lógica, Camus exibiu o absurdo do espetáculo da desrazão no final da primeira metade do século passado. Para enfrentar esse descalabro, o revoltado de hoje deverá saber dizer não, sem rancores ou ressentimentos, mas sempre com determinação. É bem verdade que houve revoltados por excelência, como Dostoiévski e Nietzsche, mas o ‘conto filosófico’ O Estrangeiro, ou o caso Mersault como ficou conhecido, exibe, de modo exemplar, a dialogia entre revolta e morte. É preciso encontrar a justa medida das palavras e das coisas para que a revolta possa eclodir e produzir reorganizações civilizatórias, e isso porque, para o pensamento revoltado, razão e desrazão não se excluem. “Essa lei da medida estende- se igualmente a todas as antinomias do pensamento revoltado. Nem o real é inteiramente racional, nem o racional é inteiramente real. O desejo de unidade não exige somente que tudo seja racional. Ele quer ainda que o irracional não seja sacrificado”10.
Longe de ser entendida como panacéia para todos os males, a revolta traz consigo uma pedagogia da existência que liberta o pensamento e instaura a razão aberta, sem niilismos desesperados, mas com lucidez e esperanças amadurecidas. Essa reconquista da liberdade começa em cada um de nós, em nossas experiências mais íntimas, por um ato de descentramento de tempo e local. Mais do que um mero desenraizamento cultural, que diz não a quaisquer absolutismos humanos ou divinos, essa experiência representa um dépaysement, no sentido empregado por Tzvetan Todorov, um sentimento de deriva que, no lugar de cair nas tentações reacionárias da mera exaltação das diferenças, busca uma universalidade capaz de recombiná-las de modo menos excludente e irredutível11. Esse meta ponto de vista acrescentará às escrituras revoltadas de poetas, romancistas e uns poucos homens de ciência, partituras-revolta, uma espécie de sexto sentido da sociedade, que prescrevem o re-torno exortado por Kristeva “às pequenas coisas: re-volta infinitesimal para preservar a vida do espírito e da espécie”12.
Convertida em fetiche da modernidade, principalmente depois que a brecha aberta em 1968 não conseguiu produzir reorganizações sócio-culturais de grande magnitude, a revolta cidadã deverá necessariamente desembocar numa ética civil planetarizada que articule pequenas e grandes diferenças e instaure a ‘Terra-Pátria’, tantas vezes exortada nos escritos de Edgar Morin13. Ética ou caos, eis o desafio que nos envolve. Para resgatarmos as potencialidades da vida e não sucumbir à floresta de símbolos criada pelos agentes da razão instrumental, é preciso formatar uma política de resistência, complexa, que reverta o furacão da fragmentação delirante. A reforma radical do pensamento contém um projeto biopolítico que nega o paradigma do progresso unidimensional e instaura o paradigma da preservação, ecológico, ecocêntrico.
Não creio que o único caminho para se garantir esse universalismo pragmático seja o da argumentação exercida em comitês de ética, ou em foruns mais amplos, conduzidos por vanguardas outorgadas. Antes de mais nada, é preciso deixar-se contaminar pelo ‘princípio da incerteza racional’ e restabelecer novos princípios para a educação do futuro. A ‘ética da compreensão planetária’ ocupa papel de destaque nessa nova paideia, e isso porque saberes éticos não podem ser concebidos como meras proposições abstratas, mas como atitude deliberada de todos aqueles que acreditam ainda ser possível sociedades democráticas abertas se solidarizarem, mesmo com a aspereza do caminho e o desânimo dos caminhantes14.
Resta saber como passar do plano axiomático para os devires práticos que comportam fluxos e linhas de fuga que nos imobilizam e desassossegam. Talvez os viajantes literários, marcados pela ausência de qualquer vocação prometeica, forneçam algumas preciosas indicações para o problema. Ao preferirem o nomadismo imaginário do poeta ao sedentarismo real dos cientistas correm pela terra sem limites e rancores. Mesmo considerada como descartável, a correlação de forças entre arte e política precisa ser resgatada no sentido da teckné grega, que não separava conhecimentos e sentimentos. Ambas “são apenas contrapartidas uma da outra, as duas correntes fundamentais e eternas da mesma política universal”15. Essas palavras sábias de Almada Negreiros, escritas em 1935, exibem sintomas claros acerca da necessidade de alguma intervenção diante da gravidade atual dos acontecimentos, seja ela realizada individualmente ou por um ‘aluvião místico do coletivo’.
Dentre os muitos caminhantes que intervieram contra a imobilidade e a melancolia dela decorrente, destaco apenas um: Alejo Carpentier. Ao refletir sobre a América Latina, resgatou o poder imaginário dos escritores como agentes transformadores da história, ainda que destituídos de qualquer força decisória. A era imaginária que desenham em seus textos desvincula-se da relação linear entre causa e efeito, ao poetizarem a história real e se fixarem nos arquétipos da memória coletiva da humanidade e do cosmo. Essas escrituras se assemelham a forças cósmicas irreversíveis, cuja luminosidade jamais se extinguirá, podendo, a qualquer momento, produzir bifurcações e dissiplações, reorganizar novas configurações noológicas.
O Século das Luzes16 exibe os dilemas universais que envolvem a conciliação das velhas ordens com as neoutopias. O entrecho do romance transcorre em 1791. A velha ordem é representada por um mercador que deixa sua fortuna a dois filhos e ao sobrinho Esteban. A nova ordem, revolucionária, é representada pela chegada ao Caribe de Victor Hugues, francês incumbido de abolir a escravidão. Em sua bagagem, encontramse a máquina tipográfica e a guilhotina, símbolos inequívocos da modernidade. Esteban se afeiçoa ao estrangeiro e se incumbe de mostrarlhe as belezas tropiciais. Hugues conquista Guadalupe, liberta e alfabetiza os escravos, guilhotina os dissidentes, combate os piratas. A revolução se degenera e a pulsão totalitária acaba se impondo. Desiludido, Esteban volta para Cuba e Hugues para a Guiana Francesa, descrente de quaisquer ideários revolucionários. Com a escravidão restabelecida, Esteban e a prima fogem para Espanha, morrendo trespassados pelos exércitos napoleônicos. Do destino de Hugues, que aparece no apêndice do livro, pouco se sabe, a não ser que ele acabou sendo submetido a um conselho de guerra, em Paris, acusado de entregar a paradisíaca Guadalupe à Holanda. Acaba absolvido por falta de provas, voltando à política e, pairam dúvidas, se morava mesmo na cidade- luz, quando da queda de Napoleão. Segundo renomados pesquisadores, morreu de câncer em 1822.
Pouco importa saber se Victor existiu ou não. Sua função poderia ser comparada à de um operador totêmico que, ao acionar novas idéias, enreda-se em forças e energias arquetípicas, projeta novas atitudes mentais, exorciza recalques inconscientes. Aqui reside o intento do herói. Sua inglória tentativa de introduzir as luzes na América Central, pode ser visto como um retumbante fracasso, de caráter punitivo, mas também como sinal de uma grande e necessária ruptura, capaz de reafirmar a metáfora do ‘jardim comum da humanidade’ e postular a universalidade da complexidade em todos os domínios da vida.
Sejamos otimistas para o presente milênio. Convoquemos a primeira internacional dos cidadãos do planeta, a ser comandada por um exército de jardineiros que consideraram GAlA uma força psíquica e espiritual capaz de repor a cena primordial da unidualidade planetária. Bruce Chatwin, obcecado pelo nomadismo e pelos mitos aborígenes da Austrália Central, repôs essa neoutopia que os caminhantes trazem consigo afirmando que “todos os Grandes Mestres pregaram que o Homem, originalmente, era um “errante pelo deserto seco e árido desaçãote mundo” (palavras do Grande Inquisidor de Dostoiévski) e que, para redescobrir sua humanidade, era preciso despojar-se das amarras e tomar a estrada”17.
Ao refletir recentemente sobre os desafios de nosso tempo, Fritjof Capra18 precisou a urgência de uma alfabetização ecológica interdependente, e isso porque em qualquer ecossistema nunca há desperdícios, pois o que sobra de uma espécie converte-se em alimento de outra. Essa alfabetização, fundada na religação dos conhecimentos e na complexidade, propicia a criamorosas ou trágicas. Restauração como palavra de ordem, Religação como fundamento ético-pedagógico, Esperança como utopia para a humanidade da humanidade.
1 Clive Ponting. The Pimlico History of the twentieth century. London, Pimlico, 1999, p. 32.
2 Jorge Luiz Borges. História Universal da Infâmia. Vários tradutores. Em Obras Completas, v. 1, 1923-1949. São Paulo, Globo, 1998, p. 371.
3 Ignacio Ramonet. La planète des désordres. Manière de Voir 33, Le Monde Diplomatique, fev. / 1997, p. 7.
4 Eric Hobsbawn. El siglo XX visto por un maestro del pasado. El País, Babelia, 11/03/2000, p. 5.
5 Joaquín Estafanía. Contra el pensamiento único. Madrid, Taurus, 1998, p. 44.
6 Jan Patocha. Essais herétiques sur la philosophie de l’histoire. Lagane, Verdier, 1981, p. 45.
7 Ismail Kadaré. Três cantos fúnebres para o Kosovo. Trad. Vera L. dos Reis. São Paulo, Objetiva, 1999, p. 113.
8 Otávio Paz. O ogro filantrópico. História e Política, 1971-1978. Trad. Sonia Régis. Rio de Janeiro, Guanabara, 1987, p. 101.
9 Julia Kristeva ponderou que sociedades globalizadas que censuram a revolta preparam sua própria morte. Cf. Savoir incarner la revolte dans l’individuel. Magazine Littéraire, nº 366, maio / 1998.
10 Albert Camus. O homem revoltado. Trad. Valerie Rumjanek. Rio de Janeiro, Record, 1996, p. 33.
11 Tzvetan Todorov. L’homme depaysé. Paris, Calmann-Lévy, 1998.
12 Julia Kristeva. L’avenir d’une révolte. Paris, Calmann-Lévy, 1998, p. 18.
13 Edgar Morin / Anne Brigitte Kern. Terre-Patrie. Paris, Seuil, 1993; Edgar Morin / Sami Naïr. Une politique de civilisation. Paris, Arléa, 1997.
14 Edgar Morin. Les sept savoirs nécessaires à l’éducation du futur. Paris, UNESCO, 1999.
15 Almada Negreiros. Arte e Política. Em Obra Completa, vol. único, Rio de Janeiro, Nova Aguilar, 1997, p. 857.
16 Alejo Carpentier. Le siècle des lumières. Paris, Gallimard, 1977.
17 Bruce Chatwin. O rastro dos cantos. Trad. Bernardo Carvalho. São Paulo, Cia. das Letras, 1996, p. 225.
18 Fritjof Capra. The challenge of our time. Resurgence, 202, nov/dec 2000, pp. 18/20
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Jorge A. Huergo*
* Director del Centro de Comunicación y Educación y Director del Programa de Investigación en Comunicación y Cultura. Facultad de Periodismo y Comunicación Social, Universidad de La Plata (Argentina). Debo agradecer la gestión para escribir este artículo de la convincente «embajadora» de Nómadas, Rossana Reguillo. También las lecturas y oportunas sugerencias (en la urgencia de escribirlo) de mis amigos María Belén Fernández y Kevin Morawicki.
Qué macana y qué suerte
nacer en este lío (…)
estoy aquí, por asco y entusiasmo.
Mario Benedetti, El cumpleaños de Juan Ángel.
La propuesta de este artículo no consiste estrictamente en “teorizar” las comunicaciones entre la investigación y la transformación social. Antes bien, el propósito es poner en común algunos aspectos de nuestras experiencias en el contexto de una sociedad en crisis, como la argentina. Para hacerlo, el punto de partida es la crítica de algunos tipos de “comunicación” entre la investigación y la transformación social, tanto residuales como emergentes. Luego, la referencia a los desafíos de una perspectiva crítica de la investigación, frente al dramatismo interpelador de la crisis orgánica y de movimientos, organizaciones y sujetos populares. Finalmente, se presentan algunas zonas estratégicas que, en principio, tienen relación con nuestros modos de abordar el problema general.
The proposal in this article does not consist strictly in “theorizing” communications between research and social transformation. In fact, the purpose is to put in common certain aspects of our experiences in the context of a society in crisis, such as Argentina’s. In order to obtain that, the point of departure is a criticism of certain types of “communication” between research and social transformation, types such as residual and/or emergent. Thereafter, a reference to the challenges of a critical perspective on research, facing a dramatical interpellation of an organic crisis and of movements, organizations, and popular subjects. Finally, a presentation is made of certain strategic zones, that, in principle, have a relation with our modes of taking on the general problem described.
El desafío de resituar una perspectiva crítica que articule a la investigación con la transformación social, se encuentra entrampada por, al menos, tres tendencias, dos residuales y una emergente. La primera está configurada por una suerte de “folklorismo reciclado”, atravesado por la fascinación por el exotismo de prácticas y saberes configurados por las revolturas culturales. En esta tendencia emerge una enorme seducción por la descripción (en el sentido de “hablarpor”1) de los “nuevos bárbaros”, pero distorsionando el conocimiento acerca de los modos en que ellos han surgido de las condiciones materiales de vida de las sociedades depredadoras; por lo que esta tendencia residual consiste en una modalidad acrítica en la que, sin quererlo, el investigador queda atrapado como agente intelectual de la tardoconquista en el contexto de la globalización.
La segunda tendencia gira alrededor de la tradición iluminista, pero ahora insistiendo en los alcances “estratégicos” de un nuevo ordenamiento contractual. En este caso, la investigación suele presentarse como un insumo clave y previo para la “toma de decisiones” transformadoras de la sociedad y de la vida, justificando nuevos modos de un “contractualismo” que, en su sentido jurídico, se presenta como superador de las novedosas situaciones de “guerra de todos contra todos”. Lo que esta tendencia contribuye a distorsionar es, por un lado, las razones históricas de los fracasos de los contratos sociales y, por el otro, los modos en que la obsesión por la “armonía comunicacional” configura los posicionamientos de los investigadores.
La tercera tendencia, acompañada por un abandono de la pretensión “purista” o aislada de la investigación respecto de la sociedad, deforma precisamente los modos de relacionar investigación y sociedad. Esto debido a que la vinculación de la investigación con el mundo, en este caso, se ha desplazado hacia las demandas e intereses del mercado y las empresas. Y esto tiene sentido dentro de la sociedad depredadora del neoliberalismo: tiene éxito y tiene rentabilidad. Pero, a la vez, ha hecho que muchos investigadores hayan construido una identidad de mercado en la investigación.
Lo que se evidencia como insoslayable para resituar una perspectiva crítica es que, en contextos de profunda crisis orgánica, debemos hacer un fuerte proceso de reconocimiento del carácter estratégico-político de la investigación y de los investigadores respecto de la sociedad de la que forman parte. Es decir, un proceso en el que se produzca un desplazamiento de “la política” (como organización formal de la representación) hacia lo político (que nombra un proceso social de articulación de fuerzas y una compleja configuración de distintas manifestaciones de poder, reflejando la condensación de distintas instancias y esferas de la vida sociocultural, relativamente autónomas). Pero un proceso que, necesariamente, debe alcanzar a la subjetividad y poseer un sentido existencial; es decir: un autorreconocimiento por parte de los investigadores de su carácter de sujetos de la crisis y la transformación, y no de meros observadores o interpretadores que refuercen el divorcio entre investigación y sociedad.
Para ese proceso de desplazamiento hacia “lo político”, es preciso identificar dos sentidos de la transformación social. El primero tiene relación con los cambios que vive la sociedad por las modificaciones y la producción de nuevos equipamientos tecnológicos y de nuevos espacios socioculturales que se articulan con múltiples transformaciones en las disposiciones subjetivas, en los modos de percepción y de representación social, en las maneras de la socialidad y la sensibilidad, etc. En este sentido, la transformación social posee el espesor de la crisis y el conflicto, como fruto de las evoluciones o de las mutaciones que se juegan, también, mediadas por la lógica y las regulaciones del mercado y por el significante nodal “globalización”. El segundo sentido, en cambio, habla de los movimientos sociales y los proyectos colectivos o grupales que, a partir de la identificación de situaciones antagónicas y de objetos sociales en disputa, convocan y desarrollan una lucha por la construcción de una sociedad más humana, más libre y más justa. Habla de la intervención política que tiende a cierta subversión del orden evolutivo del cambio social y que puede tener significados transformadores, resistenciales o revolucionarios (o las tres cosas a la vez).
La zona de articulación entre ambos, que como tal interpela la indagación y la investigación social, es la del reconocimiento de múltiples antagonismos que se corresponden con la multiplicidad de las transformaciones sociales y que avalan diferentes luchas por la autonomía. El proceso de desplazamiento hacia “lo político” necesariamente hace que la investigación crítica asuma, como su punto de partida, la interpelación de aquellas zonas de articulación y de las transformaciones sociales en sus dos sentidos.
En esta línea, la investigación de la comunicación se debate entre la inventiva (a veces autorreferida) de nuestros interrogantes, surgidos del desarrollo de nuestros saberes académicos, y las interpelaciones provenientes de nuestra “comunicación con” movimientos, organizaciones y polos sociales, y “con” las situaciones de conflicto y crisis orgánica que atraviesa nuestra existencia. Para reconocernos en esas interpelaciones, necesitamos hacer referencia a algunos significados posibles de la perspectiva crítica, siempre que aceptemos que el cometido del intelectual (y del investigador) en la historia reclama, antes que nada, re-instituir su sentido crítico. Esto implica, en principio, dos tipos de reconocimiento. El primero, reconocer que la historia es el dominio en el que despliega la creatividad de todos, hombres y mujeres, sabios y analfabetos, académicos y trabajadores, de una humanidad en la que el mismo intelectual o investigador no es más que un átomo particular. El segundo, reconocer que existe sólo un tipo de intelectual que se asume en conexión con la sociedad y la historia, que es el que acepta que su existencia está siendo engendrada por la “ciudad” (en su sentido político y cultural), y no el que se pretende por encima o por fuera de la “ciudad”, legitimando el estatuto de los poderes existentes y la sacralidad de las instituciones “racionales”2.
Con el propósito de abordar las transformaciones sociales, en cualesquiera de sus sentidos, necesitamos considerar al menos tres significados de la perspectiva crítica.
a) El primer significado es el que sigue la tradición de la “racionalidad crítica”, que va de las propuestas de Emmanuel Kant a la perspectiva de Jürgen Habermas.
Una primera vertiente de este sentido de la crítica, que tiene el significado de una “crítica racional”, podemos encontrarla en Kant. En el sentido kantiano, la crítica racional es la facultad por la que la razón juzga sobre la naturaleza de las cosas. Aquí se presenta un fuerte anudamiento de la crítica con la capacidad racional de “juzgar”, que ha permeado y configurado muchos sentidos operantes de “crítica” en nuestras representaciones y prácticas de investigación. El problema se produce cuando consideramos la crítica racional vinculada con un parámetro fijo, más o menos inmutable, que es el propio modo de juzgar y de actuar. Lo que ocurre en estos casos es que la crítica actúa como una forma de anudamiento con lo “claro y distinto”, lo cual puede tener derivaciones peligrosamente iluministas, que terminan en distintas formas de lucha contra las culturas populares, ahora en proceso de crisis. Por tanto, toda crítica racional debe, en tiempos de desorden y crisis especialmente, referirse a un parámetro contingente y flexible, que haga posible comprender y actuar en una situación de crisis, y no excluir todo aquello que no entre en el molde de la “postura (supuestamente) crítica” que busca sólo adhesión e identificación en las acciones.
Más allá de las vicisitudes de la racionalidad crítica, conviene advertir acerca de la contribución de Habermas a la definición de su sentido. Para Habermas la crítica debe examinar cuándo las proposiciones captan regularidades invariantes y cuándo designan relaciones de dependencia, ideológicamente fijadas, pero susceptibles de cambio (cf. Habermas, 1994). En este sentido, la crítica debe hacer, a nivel hermenéutico, un esfuerzo de deconstrucción del lenguaje. Esto quiere decir que los lenguajes a partir de los cuales interpretamos y hacemos posibles las experiencias y la vida, suelen ser lenguajes colonizados, poblados de intereses de poder y de dominio, de prescripciones de una “moral de orden”. Un lenguaje que imposibilita pensar, comprender y sentir las condiciones críticas en las que vivimos. Por ello, el esfuerzo de la crítica racional, en este caso, es delimitar los dos alcances de la racionalidad: una racionalidad instrumental, cuyo objeto es la dominación, el control y la manipulación de la naturaleza y de las culturas populares; y una racionalidad comunicativa que, asumiendo la diferencia, pretende la interacción con las culturas populares, con su diversidad, sus formas de confusión y de inestabilidad, sus incertidumbres y su (para el pensamiento hegemónico) oscuridad. La racionalidad crítica habermasiana nos permite asumir un desafío: el de desnaturalizar los significados proliferantes propuestos por diversos discursos de dominación, como lo son el mercantil y el de la moral establecida, animando espacios de comunicación y apropiación lingüística. La limitación más fuerte de esta perspectiva, sin embargo, es la producción de una ilusión: la ilusión de que es posible en este mundo la creación de un lenguaje autónomo y, concomitantemente, de una experiencia incontaminada y particularista de autonomía.
La crítica como juicio racional también observa las prerrogativas generales acerca de la “lectura” del texto. En este sentido, la crítica funciona como una lectura del texto de la experiencia, el mundo y la vida, aunque ellos sean inciertos, confusos y oscuros. En cuanto tal, es una generación de sentido en el encuentro entre las estructuras de un texto y los sistemas de sentido del lector. Aquí valdría la pena reflexionar acerca del carácter complejo/confuso de un texto sociocultural en encuentro con un sistema de sentido atravesado por la incertidumbre que vive el lector. Pero más allá de esto, la lectura (y la crítica) nunca es (ni puede serlo) aislada: se da en el espacio de múltiples intersecciones. Nunca es inaugural: remite a otras lecturas, se inscribe en el espacio/tiempo de ellas. La lectura, y la crítica, nunca es individual: la comunidad habla en ella y a la vez es hablada; posee un carácter cultural dialógico. Finalmente, no es sólo una respuesta al texto, sino que es afirmación o negación de las propias condiciones socioculturales del lector. La crítica, como la lectura, es una práctica articulatoria: activa la articulación de la conflictiva del mundo con la conflictiva del lector; y es una práctica identificatoria: es nudo de identificaciones y reconocimientos, donde es posible observar los procesos de construcción de hegemonía.
b) El segundo significado de una perspectiva crítica tiene relación con la propuesta de una “praxis crítica”
Una praxis crítica trabaja en dos momentos mutuamente relacionados. En el primero, analiza las relaciones que existen material y simbólicamente en una determinada estructura y un contexto (por ejemplo, el de crisis, pero de forma historizada) con los procesos subjetivos y las prácticas y acciones que allí se producen; analiza cómo, a la vez, la estructura condiciona las acciones y las acciones configuran la estructura. En el segundo momento, apostando a un desplazamiento del determinismo estructural, alienta una práctica política que, habida cuenta de las condiciones estructurales y contextuales de las prácticas, se inscriba en procesos y movimientos sociales de transformación3. En este sentido, la praxis crítica hace posible la conexión entre una situación crítica y una racionalidad crítica, pero instaurando el campo para la experiencia y la vida.
El significado de praxis crítica alude, en el “sentido común” bastante generalizado, a la relación de la teoría y la práctica. Sin embargo, hablar de la relación entre teoría y práctica dice y ha dicho muchas cosas; pero también no dice nada. El nombrar esa relación, acaso, significa consagrar una separación constituida por la modernidad (pero que, en cierto modo, nace en la venerable tradición aristotélica). Lo afirmaba claramente Agnes Heller cuando sostenía que el sello distintivo de Occidente (o la Modernidad, según la equivalencia que establecen Heller y Feher) es la contradicción entre la teoría y la práctica o, más en general, entre lo que se dice y lo que se hace (Heller y Feher, 1985). Podríamos afirmar, siguiendo el razonamiento, la contradicción entre lo que se dice y teoriza sobre las relaciones entre investigación y transformación social y lo que en concreto se hace o se practica sosteniendo esas relaciones.
Entonces, seguir hablando de la relación teoría/práctica puede significar no sólo la insuperable cristalización de su divorcio, sino también la flagrante contradicción entre cada término. Más allá de los históricos esfuerzos por devolver unidad dialéctica a los dos “procesos”, surgen dos interrogantes básicos: ¿de qué lado estamos situados los investigadores, incluso los “críticos”? y ¿qué tipo de teoría construyen las prácticas populares? Pero dejando en suspenso la reflexión, la separación y la contradicción entre teoría y práctica alude a la producción de una suerte de “oposición binaria”. La oposición binaria se constituye así en categoría analítica de lo sociocultural, desde la cual se producen sentidos elaborándose una cadena de sucesivas oposiciones. Los pares binarios son altamente generadores de sentidos ideológicos: sentidos naturalizados que contribuyen, a lo largo del tiempo, a estructurar las percepciones sobre el mundo sociocultural (cf. O’Sullivan y otros, 1997: 247-248). Entrampados en ese tipo de oposición, los investigadores deberíamos naturalmente desarrollar una teoría “a partir” o “sobre” la práctica, donde los sectores populares suelen percibirse como los sujetos de la práctica (aunque ellos perciban la contradicción instalada por el discurso académico).
El desafío, acaso, es pensar “teoría «con» práctica”, lo que puede significar la necesidad de nombrar de otro modo el horizonte ético-político de reconexión entre teoría y práctica. Podrían mencionarse suficientes matrices históricas de esa reconexión. Existen, por ejemplo, pensamientos anteriores al naturalizado divorcio entre teoría y práctica, como es el caso del cristianismo, donde el testimonio (del orden de la experiencia vital) implicaba una producción teórico-práctica. Ya que, en esos casos, la “teoría” no designaba en principio los parámetros ordenadores de la mirada (theorei) acerca de los desórdenes cotidianos de la práctica (praxis) o de los hechos (prágmata), expresados mediante la palabra (logos) racionalizada. Antes bien, designaba una triple dimensión del “ver” (blepo o ver corporal, theorei o ver intelectual, eidein o ver espiritual) como ínsito en la experiencia vital4.
En otras matrices, como las de culturas “no-modernas” latinoamericanas, ha podido observarse que hay un pensamiento crítico en prácticas referidas al abordaje de determinados problemas cotidianos. Fue Rodolfo Kusch quien, asumiendo una posición crítica de la perspectiva freireana, destacó los elementos teóricos de aquel pensamiento popular (cf. Kusch, 1976), a la vez que los modos en que actúa en él la negación como hilo del discurso “crítico” no-moderno (como es el caso de Anastacio Quiroga; cf. Kusch, 1975). ¿Dónde está aquí la separación entre teoría y práctica? Resulta casi imposible situarla. Más bien, como lo señala Kusch, dicho divorcio proviene del desencuentro (moderno en Latinoamérica) entre el sujeto pensante y el sujeto cultural.
c) El tercer significado es una derivación del mismo origen de la palabra “crítica” ((krisiz),), emparentada a la vez con la “crisis” y con la “complejidad”
En este sentido es posible hacer referencia a la “situación crítica” como una situación que produce incertidumbre porque trastoca los pilares de una organización social y las representaciones y estatutos que en ella generaban certezas y seguridades. En otras palabras, la situación crítica constituye un “obstáculo epistemológico” frente al cual necesitamos “vasijas nuevas”5; necesitamos experimentar una “ruptura epistemológica” (Bachelard, 1972: 17). La noción de ruptura epistemológica, creada por Gaston Bachelard (1972; 1949), indica la posibilidad de excedencia de determinados “campos de significación”, constituidos por un conjunto de códigos, lenguaje y valoraciones de una cultura determinada y de cada sujeto en particular. Cuando se rompen esos campos se producen avances en el conocimiento. Pero tales “rupturas” no se dan en el conocimiento si no hay rupturas en lo social: las rupturas en el campo de la comprensión y la investigación en comunicación, por ejemplo, están en estrecha relación con rupturas en el campo y las prácticas sociales6.
La incertidumbre, regularmente, se produce frente a la ausencia de certezas; o mejor, frente a la imposibilidad de las viejas certezas para comprender y explicar las condiciones críticas de un momento histórico-social y, más todavía, para actuar satisfactoriamente en el torbellino de la situación de crisis. De allí que necesitemos considerar la situación crítica como “situación compleja”. ¿Qué es la “complejidad”? A primera vista la complejidad es un tejido (de complexus: lo que está tejido en conjunto) de constituyentes heterogéneos inseparablemente asociados: presenta la paradoja de lo uno y lo múltiple. Es un tejido de eventos, acciones, interacciones, retroacciones, determinaciones, azares, que constituyen nuestro mundo (cf. Morin, 1992: 32; Morin y otros, 1998). La complejidad se presenta con los rasgos inquietantes de lo enredado, de lo inextricable, del desorden, de la ambigüedad, de lo incierto, de lo confuso. De allí que sea imposible abordarla (sin forzarla) desde los pensamientos “cristalizados” y simples; debemos construir “con” el proceso de crisis un pensamiento complejo y abierto.
Precisamente la crisis provoca un completo replanteamiento de las formas regulares y normales de comprender y pensar lo sociocultural. Por ello necesitamos, por un lado, hacer el rastreo y rescate de otras ideas (cf. Argumedo, 1996), que tiene por finalidad la comprensión de los procesos y de los conflictos histórico- políticos y culturales latinoamericanos. Por otro, elaborar una contestación crítica a los «sistemas de ideas» producidos en los centros de poder y adoptados para introducir en ellos los problemas americanos y para, desde allí, interpretarlos y actuar. En definitiva, necesitamos abordar la “situación crítica” en cuanto crisis que produce incertidumbre y en cuanto complejidad que desafía el pensamiento simple y regular, el pensamiento “normal” de los sistemas de ideas, produciendo una “ruptura epistemológica” en nuestras investigaciones.
El problema de las estrategias es cuando se las entiende como medios a través de los cuales llevar un poco de orden, racionalidad y claridad (inclusive en términos de “conciencia crítica”) a las prácticas culturales confusas, desordenadas, irracionales en cuanto más ligadas a la sensibilidad que al entendimiento7. La “estrategia”, como bien lo señala Michel de Certeau, es el cálculo o manipulación de relaciones de fuerza que se hace posible desde un sujeto de voluntad y poder que resulta aislable; postula, entonces, un lugar que puede circunscribirse como algo propio, desde el cual administrar las relaciones con una exterioridad. Podríamos decir, es una forma clave de trabajar para el otro, lo que inmediatamente significa (según lo expresa Paulo Freire) trabajar sobre el otro o contra el otro. Desde el punto de vista de las estrategias, la relación entre la investigación y la transformación social muchas veces ha sido pensada y desarrollada desde lugares propios a partir de los cuales se administran relaciones con la exterioridad, con el fin (no siempre manifiesto) de “desarmar” las fuerzas, el “territorio” o la voluntad del “otro”. Sin embargo, el desafío (siguiendo a Freire) vuelve a ser trabajar con el otro que, dicho sea de paso, ha sido construido como “otro” por una política colonizadora generada por el “mismo”, en su pretensión de totalizar y totalizarse, de racionalizar, de ordenar, incluso de instaurar nuevas formas contractuales.
Nuestras investigaciones se hallan en un punto disyuntivo, entre la original inventiva de nuestros interrogantes “de escritorio” y las interpelaciones provenientes de nuestra comunicación con la situación de crisis orgánica y con los movimientos, las organizaciones y los polos populares. Lo sostenido respecto de la relación teoría/práctica vale en este caso: articular teoría “con” práctica implica imaginar estrategias no “para” o “sobre”, sino “desde” la relación, es decir: estrategias de investigación “con” la transformación social. Acaso el sentido de esa imaginación de estrategias “con”, nace de la instauración de un campo para la experiencia subjetiva en un “mundo común” al investigador como actor social “con” otros actores sociales. El hecho de compartir prácticas y representaciones, de “habitar” cierto mundo común de experiencias, hace posible no sólo el diálogo de saberes, sino el otorgamiento del sentido de la producción de conocimientos y de la transformación social. La capacidad y posibilidad de construir experiencias propias “con” los sectores populares y los movimientos sociales en la producción de conocimientos, significa una ruptura epistemológica de los propios campos de significación, además de una adscripción formativa “con” fuerzas y movimientos transformadores y democratizadores. En otras palabras, significa encarar la transformación dialéctica del lenguaje de la investigación, antes que el reforzamiento de una plataforma lingüística que afirme su propio orden para tratar los procesos de desorden. ¿Es posible que el investigador esté a la altura de las circunstancias de conflicto y crisis sin producir en su práctica y sus perspectivas un conflicto y una crisis? De no hacerlo, sólo se instala en la ilusión de construir una mirada armoniosa, ordenada y ordenadora, mientras que en el mundo persisten el conflicto y la crisis; consagrando, de paso y con nuevas modalidades, el divorcio entre la investigación y la transformación social. Por otra parte, ¿es posible reconectar a la investigación con la transformación social sin una experiencia de algún de tipo de participación en movimientos, organizaciones o polos que postulen la liberación de las mujeres y de los hombres y que sostengan luchas democráticas, las cuales -excediendo las series de oposiciones binarias- reconozcan y subrayen la multiplicidad de antagonismos y de espacios de constitución de lo político?
Para ello, en principio, no se trata tanto de considerar cómo trabajar e investigar la crisis y el conflicto desde perspectivas del orden y la armonía. De lo que se trata es de reconocer los modos en que la crisis y el conflicto trabajan en nuestra subjetividad. De otra manera, el investigador corre el riesgo de una externidad, de una situación en la cual la crisis y el conflicto parecieran no alcanzar la propia existencia, configurándose como un “objeto fuera”. Lo que instaura el “compromiso existencial”, desde el cual investigar, es la imposible frontera entre subjetividad y objetividad, a la vez que la caducidad, por impotencia, del proyecto de “racionalizar” lo “irracional”. En definitiva, se trata de un proyecto de subjetivación, que tiene como complemento el cuestionamiento y la des-implicación de cualquier discurso que diera continuidad a la separación entre teoría y práctica, o entre investigación y transformación social.
A partir de estos requisitos, es posible configurar algunas zonas estratégicas en la comunicación entre la investigación y la transformación social8. Una zona de trabajo estratégico que proponemos en el marco de las prácticas de campo que realizan nuestros alumnos de la Cátedra de Comunicación y Educación9, parte de resignificar la figura (ligada a la sensibilidad) del rastreador, como actitud epistemológica que recoge matrices populares de conocimiento y producción de saberes. El rastreador posee una ciencia casera y popular (Sarmiento, 1982: Cap. 2); construye un saber a partir de indicios que lo hace un investigador popular del paisaje y de la cultura popular. Investigar como rastreador significa participar en la construcción de un saber indiciario en medio de la compleja trama de una cultura en crisis y conflicto. Desde ese requisito epistemológico ligado a la sensibilidad, el proyecto consiste en producir un estudio etnográfico, por un lado, que permita describir los espacios, prácticas y representaciones de las culturas populares, para comprender los modos en que trabaja la hegemonía en su constitución. Y, por otro lado, producir un análisis político del discurso, atendiendo a las formas de anudarse los significantes con los significados, en la trama de lenguajes y discursos que, a la vez, interpretan y hacen posible la experiencia y que, en su articulación, constituyen la subjetividad.
Otra zona estratégica es la de la ampliación compleja del reconocimiento del universo vocabular. En la investigación y en la intervención, tratamos de hacer relevantes dos criterios residuales vinculados con la compleja trama de la cultura en crisis y desorden. El primer criterio consiste en trabajar el reconocimiento del “universo vocabular”; esto es, el reconocimiento (que no es sólo problema de conocimiento) del conjunto de códigos, lenguajes, valoraciones, ideologías, adscripciones identitarias, gustos y consumos, desde los cuales los sujetos leen y escriben su experiencia y el mundo. El segundo criterio es el de desarrollo de escenarios y procesos de formación “con” los otros, y no “para” ellos. Formación “con” las formas de emerger las matrices culturales en diferentes formas de politicidad, de protagonismo popular, de oposición y contestación, de construcción de lazos sociales frente a las crisis de los contratos10.
Otra zona estratégica permite avalar la idea de que nuestro trabajo no debe circunscribirse sólo a las instancias “curriculares formales”, sino que debe ampliarse a la comunicación con diferentes movimientos que intervienen en la transformación social. En los trabajos de formación, de seguimiento y de orientación que realizo con grupos y organizaciones del campo popular, de distintos niveles11, es posible percibir el reconocimiento hacia los saberes académicos por parte de actores de proyectos u organizaciones populares, como contribuyentes a la articulación de la producción de conocimientos más complejos acerca de las condiciones materiales y simbólicas de vida, con los lenguajes y las experiencias vinculadas a diversas formas de protagonismo popular en el campo político. Por otra parte, esa comunicación con grupos, movimientos y organizaciones populares, nos ha permitido resituar los interrogantes de la investigación y las características más participativas de la misma, a partir de los saberes y las prácticas de otros sujetos, con el sentido de contribuir a la “puesta en común”, en la praxis, de las zonas estratégicas que avalen la reconexión de la producción de conocimientos con la reconstitución de lo político. Esto implica una investigación que garantice poner en diálogo experiencial (y no sólo “mental”) las significaciones de los otros con las nuestras (lo que debería ponerse en acto mediante prácticas de participación o militancia con movimientos sociales transformadores). Cuestión que permite problematizar “con” los actores y organizaciones la situación de crisis, incertidumbre y conflicto, abriendo instancias de producción social de conocimientos vinculadas con la transformación12.
En este sentido, es interesante prestar atención al modo en que trabaja la vinculación de la cultura juvenil con lo político y lo estético. Me refiero, por ejemplo, a grupos y organizaciones que abordan el eje cultura, arte, juventud y política, a través del desarrollo de proyectos micropolítico- culturales contrahegemónicos, en cuanto a la creación de recursos para oponerse a las significaciones dominantes y para defender formas transformadoras y resistenciales, desde el postulado de que la juventud no es una “anomalía” y que lo político puede conectarse con la sensibilidad13. Grupos y organizaciones que están abriendo espacios para nombrar el mundo de formas diferentes, contestando y desafiando a la “moral dominante”. Lo más significativo es que, a partir de la experiencia de participación militante en ellos, algunos actores comienzan a interrogarse y a promover procesos de investigación de la comunicación, pero con el propósito de articularlo con la construcción de aquellas micropolíticas culturales contrahegemónicas desde sus propias identidades juveniles14.
En estas zonas estratégicas múltiples, cabe preguntarse: ¿qué aporta el intelectual a la producción social de conocimientos en diálogo con los sectores populares o con grupos y organizaciones sociales múltiples? La democratización del proceso de producción del conocimiento no significa la renuncia al carácter particular del conocimiento universitario ni a las responsabilidades del intelectual. Lo que significa es la precaución frente a las tentaciones de las especializaciones a ultranza (que degradan a las especialidades, inmovilizando el pensamiento) y de los racionalismos técnicos (que enclaustran a la racionalidad y la pueblan de mitologías obturadoras). Antes bien, lo que significa es asumir la incompletitud de la comprensión del intelectual y la necesidad del diálogo con la sensibilidad popular y las formas de pensamiento crítico existentes en los sectores populares. Es hacer propia la construcción de la articulación entre la comprensión y la sensibilidad, en la cual el mundo en transformación es el mediador, en cuanto zona en la que se hace posible y efectiva esa articulación, a la vez que la transformación social.
No tenemos respuestas definitivas. Sólo tratamos de animar este debate “con” quienes, como nosotros, están experimentando procesos de formación subjetiva y de puesta en común en diversos espacios y prácticas de comunicación/cultura y educación. Trabajamos con la convicción de que una democratización del conocimiento universitario no debería seguir el ritmo de una divulgación (a veces iluminista y otras paternalista) del conocimiento, sino ampliar los procesos de participación en la construcción de conocimientos y de transformación de la realidad, devolviéndoles a ambos su carácter colectivo, antes de reducirlos a privilegios individuales o “académicos”. Todos los actores sociales somos mediados por el mundo, pero lo somos de formas diferentes. El diálogo de la investigación “con” las transformaciones sociales debe contribuir a devolver la palabra y la praxis a los sectores populares, que son alternativamente “hablados”, “leídos y escritos”, por el discurso oficial del neoliberalismo y la globalización, pero también por la hybris (la “desmesura”) de nuestro discurso académico, entre otros. Si nuestras investigaciones y nuestras conceptualizaciones no fueran una zona de mediación de la producción social de conocimiento con la construcción del protagonismo popular, acaso no servirían para nada.
1 Vale recordar el cuestionamiento al carácter colonizador de este tipo de descripciones. Por caso, Stephen Tyler advierte que la descripción científica es una forma de des-escritura y, entonces, si aceptamos que el pueblo también escribe el mundo, la descripción resulta, en definitiva, una forma de “hablar-por” que imposibilita el “hablar- con” los sectores populares (cf. Tyler, 1992).
2 Cornelius Castoriadis vincula el primer tipo de intelectual con Sócrates, para distinguirlo del segundo, vinculado con Platón (Castoriadis, 1993).
3 Tal como lo sostenía Marx en la Tesis 11 sobre Feuerbach: “Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de transformarlo” (Marx, 1971: 668).
4 El “testimonio”, que indicaba la posibilidad de ser “testigo”, habla de un otrohabitus que se integra (como en Bourdieu) por la hexis, el ethos y el eidos. Y digo “otro-habitus”, ya que el “testimonio” nombra una suerte de “estructura disipativa” (para seguir el alcance desordenador del orden que tiene ese concepto en I. Prigogine), una ruptura y desnaturalización del “orden” de cosas dominante, sostenido por su propio habitus y por la creciente ruptura, en el mismo, entre la teoría y la práctica.
5 Cf. Mateo 9,17 o Lucas 5,37: “Nadie echa vino nuevo en vasijas viejas… El vino nuevo hay que ponerlo en vasijas nuevas”. Los moldes viejos no nos sirven del todo para comprender y construir lo nuevo.
6 El concepto de ruptura epistemológica alude a la noción de frontera o límite que por un lado se rompe y, por otro, frente al cual hay una profunda discontinuidad en la marcha hacia el objeto. Por eso Bachelard relaciona este problema con las condiciones históricas de posibilidad (historia externa de la ciencia) y habla de «epistemología histórica».
7 En su sentido más estricto, la estrategia es un término tomado de la teoría de la guerra y enunciado por Von Clausewitz. En este marco, la estrategia es combinar los encuentros aislados con el enemigo para alcanzar el objetivo de la guerra (Von Clausewitz, 1994: 102); en otras palabras, la estrategia traza el plan de la guerra (Ib.: 171), cuyo objetivo abstracto es derrotar/desarmar las fuerzas militares, el territorio y la voluntad del enemigo (Ib.: 52).
8 Las que presentaré a continuación sólo tienen validez en cuanto referidas a nuestras propias experiencias en ese sentido, pero pueden operar como criterios generales de trabajo. Vale recordar, con Georg Simmel, que “todo fragmento de nuestra experiencia es portador de una doble significación. Por un lado, gira en torno a su propio centro y conlleva tanta anchura y profundidad, tanto placer y tanto sufrimiento como le confiere su vivencia inmediata. Por otro es, simultáneamente, parte de un decurso vital, no sólo un todo circunscripto en sí mismo, sino también miembro de un organismo global” (Simmel, 1988: 11).
9 Prácticas de campo que se realizan en instituciones educativas (especialmente de Educación General Básica) y en espacios urbanos formadores de sujetos. En ellas participan unos doscientos estudiantes de Licenciatura en Comunicación por cuatrimestre, coordinados por un grupo de unos quince docentes (entre graduados y ayudantes alumnos).
10 En particular, hemos impulsado este tipo de análisis vinculado con las prácticas de campo en espacios urbanos, coordinadas por los docentes investigadores Pedro Roldán y Florencia Cremona.
11 Me refiero a prácticas vinculadas a organizaciones como Nueva Tierra (de significativa participación en el Frente Nacional contra la Pobreza) y el Instituto de Cultura Popular (INCUPO), que trabajan con movimientos y grupos de comunicación y educación popular, en ámbitos urbanos y rurales. También a prácticas vinculadas al área de Comunicación Popular y al grupo “Territorial” de comunicación/educación popular de Galpón Sur, que desarrollan acciones en barrios periféricos de Córdoba y La Plata, con Movimientos de Trabajadores Desocupados y con trabajadores y pequeños productores rurales.
12 En esta línea, también, se están desarrollando experiencias de investigación participante con diferentes actores de las instituciones escolares, a partir del reconocimiento de las situaciones de crisis desde una perspectiva compleja. Este es el caso del trabajo que realiza con inspectores de escuelas, en la localidad de San Pedro (Provincia de Buenos Aires), la profesora María Belén Fernández.
13 Me refiero a casos como por ejemplo los jóvenes murgueros y poetas de la villa de Bajo Flores (Capital Federal), el proyecto cultural juvenil Cocú y Alterarte (de Puerto Rico, Misiones), el grupo La vagancia de Rosario (Santa Fe), las murgas como Tocando Fondo de La Plata, etc.
14 Es el caso, por ejemplo, de jóvenes participantes en organizaciones juveniles que a la vez son tesistas-investigadores con los cuales estoy trabajando. Me refiero a Kevin Morawicki, uno de los animadores del proyecto cultural juvenil Cocú y Alterarte de Puerto Rico (Provincia de Misiones), y a Diego Jaimes, coordinador del grupo de jóvenes poetas y murgueros de la villa de Bajo Flores (Capital Federal).
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