Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
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John Beverley**
* Texto leído, a manera de ponencia, en el panel Canto del cisne de los estudios culturales, organizado por Abril Trigo, LASA, 2001, Washington DC. Se presentó en la mesa que abordó el tema El fin de los estudios culturales; de allí su tono de conversación, polémico y circunstancial. Puesto que no se trata propiamente de un ensayo con suficiente elaboración, avanza sólo parcialmente en las diferencias entre los estudios subalternos, los estudios culturales, poscoloniales y la crítica cultural; así, por ejemplo, algunos argumentos relacionados con el alcance del subalternismo frente a los estudios poscoloniales apenas se esbozan. No obstante introduce una discusión que resulta fundamental para el tema monográfico de la revista.
** Profesor y jefe del Departamento de Lenguas y Literaturas Hispánicas en la Universidad de Pittsburgh (EEUU). Fue uno de los fundadores del grupo de Estudios Subalternos Latinoamericano, y, con Ileana Rodríguez, su coordinador por muchos años. Sus libros recientes incluyen Against Literature (1992); La voz del otro: testimonio, subalternidad, y verdad narrativa (1993, 2da. edición 2002); The Postmodernism Debate in Latin American (1995); y Subalternity and Representation (1999–una traducción al español está en preparación). Acaba de editar una antología de escritos de intelectuales y artistas cubanos, From Cuba (Desde Cuba), que está por salir como número especial de la Revista Frontera 2.
Este trabajo es el texto literal de una ponencia presentada en un panel sobre los estudios culturales latinoamericanos en el congreso de LASA en 2001 en Washington DC. Representa la posición desarrollada en el trabajo colectivo del llamado Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericano, desde nuestra fundación en 1992 hasta la disolución del grupo en 2001, que sirve como pretexto introductorio para la ponencia. Los otros participantes en el panel eran Walter Mignolo, representando los estudios poscoloniales, Néstor García Canclini y John Kraniauskas, representando los estudios culturales, y Nelly Richard representando la llamada crítica cultural. El trabajo dialoga y debate con cada una de estas posiciones respectivamente desde el punto de vista específico de los estudios subalternos. Concluye con un llamado a una crítica del saber académico en sí.
This paper is the text of a presentation at a panel discussion of Latin American Cultural Studies at the 2001 LASA convention in Washington DC. It represents the position developed in the collective work of the so-called Latin American Subaltern Studies group from 1992 to 2001, when the Group disbanded–an event the paper announces and that serves as its pretext. The other panelists were Walter Mignolo, representing postcolonial studies, Nestor Garcia Canclini and John Kraniauskas representing cultural studies, and Nelly Richard representing cultural critique. The paper dialogues and debates with each of these positions in turn from the point of view of the proposal of subaltern studies. It concludes with a call for a critique of academic knowledge as such.
Entre las famosas categorías (negación, ambigüedad, territorialidad, etc.) que asigna Ranajit Guha al poder de gestión de sujetos subalternos en Elementary Aspects of Peasant Insurgency in Colonial India, se podría añadir la de la persistencia. El subalterno persiste. Persiste aún más allá de la muerte.
Hace unas semanas murió después de una larga lucha contra el cáncer uno de mis colegas más íntimos, el distinguido historiador de las luchas sociales en Colombia, Michael Jiménez. La noche antes de su entierro tuve el siguiente sueño: estaba, como solía estar frecuentemente con Michael, en un comité doctoral. Me dirijo a mis colegas, diciendo algo así como “lo que esta disertación demuestra es que la teoría de la dependencia ya no tiene relevancia, que hemos superado esa teoría”. Michael me mira y responde que no está de acuerdo. “Bueno, Michael”, contesto, “quizás exagero, quizás todavía tiene sentido parcialmente”. “Sí, parcialmente”, dice Michael.
Me consoló este sueño porque indicaba que Michael seguía vivo dentro de mi cabeza como un interlocutor dispuesto a corregir mi tendencia al sectarismo. Michael era una especie de católico marxista o marxista católico, dependiendo del punto de vista de uno, y su genio político era su capacidad de crear comunidad, de contener y reconciliar a la vez “contradicciones en el seno del pueblo”. Espero que esté cumpliendo esa función hoy, porque Michael me hace recordar que, al fin y al cabo, a pesar de nuestras diferencias y debates hay algo que compartimos.
Lo que tengo que decir está signado por el luto, no sólo por la muerte de Michael, sino porque en vez de tomar directamente el tema asignado por los organizadores de este panel, “El canto del cisne de los estudios culturales”, voy a hablar de algo para mí más concreto, que es la muerte de un proyecto que nació en estrecha relación con estudios culturales: el Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericanos. Fue en el congreso de LASA en Atlanta en 1994 que el Grupo se presentó públicamente por primera vez; quizás sea justo entonces emplear esta ocasión para confirmar lo que muchos de ustedes ya saben: la disolución formal del grupo después de un largo esfuerzo de más de dos años para encontrar una manera de sobrevivir. Paradójicamente, esa disolución coincide con la generalización de la problemática de lo subalterno en el discurso académico, (rara es la ponencia o ensayo en estos días que no invoque el concepto en algún momento), y con una oleada de nuevos libros por miembros o compañeros de ruta del grupo, incluyendo dos colecciones editadas por Ileana Rodríguez, que son la representación más amplia hasta hoy de nuestro trabajo colectivo, el “Latin American Subaltern Studies Reader” y “Convergencia de tiempos”.1
Una muerte nos enfrenta con la tarea de reafirmar, si podemos, por qué seguimos viviendo y haciendo lo que hacemos. Me gustaría emplear el tiempo que me queda, entonces, para marcar la relación entre lo que yo entendía como la intervención de estudios subalternos y los proyectos afines –pero también distintos– representados por los otros participantes en esta mesa: es decir, estudios culturales (Néstor García Canclini), la crítica cultural (Nelly Richard), y ese campo que nace estrechamente relacionado con estudios subalternos pero que está en proceso de diferenciarse como un nuevo proyecto en curso: estudios poscoloniales (Walter Mignolo). La posición del quinto miembro del panel, John Kraniauskas, si la entiendo bien, en cierto sentido cruza todas estas posiciones. Quiero referirme sobre todo, porque esa era la razón de ser de estos proyectos, a lo que Stuart Hall ha llamado en una frase harto conocida “el ‘aspecto político’ de los estudios culturales”.
Según el concepto de Hall, lo que nuclea estos proyectos no es exactamente una clara delimitación epistemológica o de campo disciplinario, sino principalmente una voluntad o quizás un voluntarismo político. Cuando formamos el Grupo en 1992, concebimos a nuestro proyecto como suplemento de uno más amplio para crear el campo de estudios culturales latinoamericanos.2
Lo que compartíamos con estudios culturales era la noción de un desplazamiento de autoridad cultural de la esfera de la alta cultura (“high culture”) -representada para nosotros por el canon de las literaturas nacionales- hacia un sujeto popular heterogéneo y multifacético. Nuestro impulso fue identificar ese sujeto con lo que entendíamos por el concepto de lo subalterno. Pero García Canclini y otros involucrados en la articulación del paradigma de estudios culturales veían a la dicotomía subalterno/hegemónico como anacrónica, debido a su dependencia en la dicotomía modernidad/tradición, sobrepasada por la urbanización y los efectos culturales de la globalización económica y comunicacional en América Latina. Para García Canclini, como se sabe, la dinámica de las culturas populares consiste en la hibridez más que en la subalternidad. Nosotros, por contraste, queríamos señalar que una dinámica de subalternidad -de negación subalterna, binaria- subyacía aun en los procesos de hibridización o transculturación. Nuestro enfoque tenía una dimensión histórica importante, pero en una dirección genealógica. No veíamos lo subalterno como algo esencialmente relacionado con la colonia, lo tradicional o lo pre-moderno, es decir, como un problema exclusivamente historiográfico o antropológico (de campesinos, pueblos indígenas, cimarrones, etc.), sino también como un concepto para designar el nuevo sujeto que emergía en los intersticios de la globalización, algo parecido a lo que Michael Hardt y Antonio Negri entienden por la “multitud” en su libro, Imperio.3 Comenzamos a darnos cuenta de que para pensar el presente quizás estudios subalternos era una alternativa más que un suplemento a estudios culturales, y con una lógica identitaria parecida a la lógica binaria que forma la dicotomía subalterno/dominante, nos polarizamos con estudios culturales, y viceversa. Recuerdo el momento exacto en que esto ocurrió: fue en nuestra segunda reunión en Ohio State University en 1994, en el medio oeste norteamericano, después de una presentación por George Yúdice, a quien habíamos invitado a dialogar con el Grupo. Fuimos a almorzar y después del almuerzo era evidente por ambas partes, es decir por la de Yúdice, y la del Grupo, que estábamos no sólo en proyectos diferentes sino en cierto sentido competitivos.4
En esa época, estudios culturales aparecía como un proyecto estratégico de recomposición de las ciencias humanas; esa era por lo menos la visión del campo que Yúdice presentó a la reunión de Ohio State. Estudios culturales produciría una versión nueva del famoso intelectual específico de Foucault, capaz de mediar en su trabajo entre la institución académica, el Estado, las ONG, las corporaciones multinacionales, las fundaciones, los productores culturales, la sociedad civil nacional e internacional, y los nuevos sujetos sociales producidos por la desterritorialización económica y cultural. Pero esta meta -necesaria y loable dentro de una lógica de asegurar nuevas formas de gobernabilidad- también nos pareció hasta cierto punto una tergiversación de la inspiración original de estudios culturales, porque desplazaba el poder de gestión “agency” del sujeto popular-heterogéneo representado por estudios culturales a estudios culturales como tal, es decir de nuevo al estamento intelectual. Para usar una conocida metáfora de Gayatri Spivak, lo que comenzó como “portrait” -representación en el sentido de “hablar de” se convirtió en “proxy”- representación en el sentido de “hablar por” y lo que apareció como algo que interrumpe o excede la lógica del capital y del estado moderno -la proliferación de heterogeneidades culturales más allá de los límites de la “ciudad letrada” y la cultura pedagógica hegemónica- de nuevo se vuelve un problema de la razón del Estado y de la colaboración de la institución académica con esa razón.
Algo similar, me parece, ocurre con estudios poscoloniales. Si uno juzga por los congresos, los debates, los libros y antologías, quién está consiguiendo becas de las fundaciones, etc., parece evidente que el proyecto de estudios poscoloniales está en plena ascendencia. Ahora bien, como se sabe, el campo poscolonial nace en una estrecha vinculación con estudios subalternos: no es fácil decir dónde comienza uno y dónde termina el otro. Pero la coincidencia de los campos no es exacta. Walter Mignolo también estuvo en esa reunión de Ohio State. A diferencia de George Yúdice decidió afiliarse al Grupo, pero con una estipulación clara que ha insistido en repetir después: aunque su proyecto coincidía con el proyecto del grupo, y hasta cierto punto dependía de él, ese proyecto no era el suyo. Para él se trataba más bien de proyectos que se tocaban a veces y otras se separaban.
No quiero hacer una división innecesariamente tajante entre estudios subalternos y estudios poscoloniales. Comparto un proyecto editorial con una destacada representante de la crítica poscolonial en el latinoamericanismo, Sara Castro- Klaren. Pero de la misma forma en que Mignolo quiso indicar su integración diferencial al Grupo, quizás podría intentar una aclaración desde el otro lado: es decir, ¿cuáles son los puntos de posible discrepancia entre el proyecto subalternista y estudios poscoloniales? No es sólo, como se podría pensar a primera vista, una cuestión de marxismo y nomarxismo, porque hay marxistas y no-marxistas por ambos lados de la división. Pero quizás sí tiene algo que ver con la cuestión de voluntad política, para recordar el concepto de Hall.
Lo que los poscolonialistas entienden por la colonialidad del poder como un principio epistémico de organización de poblaciones y territorialidades que todavía persiste en la modernidad (o, en su aseveración más radical, que es la precondición de la modernidad) es, indudablemente, una de las formas principales de lo que entendemos por subalternidad. Sin embargo, es una de las formas, no la única. Esto es en parte porque la problemática de lo subalterno no se limita exclusivamente a lo poscolonial (ni tampoco puede ser articulado siempre por la idea de colonialismo interno). Aparece también claramente dentro de las sociedades (España, Francia, Portugal, Inglaterra, Rusia, Estados Unidos, etc.) que son formadoras de la colonialidad del poder. Precisar la naturaleza de la colonialidad del poder como epísteme que todavía rige nuestras concepciones de sujeto, territorialidad, cultura, saber, ciencia, etc., es una tarea de terapia epistemológica y política necesaria, imprescindible sobre todo para una nueva elaboración de la izquierda (imprescindible porque nace en parte de los errores de la izquierda). Pero, como en el caso paralelo de la deconstrucción, no hay una política específica que corresponda a estudios poscoloniales; más bien, como estudios culturales, puede prestarse a varias, no siempre conmensurables, formas de articulación política (o “antipolítica”).5
Para decir esto de otra manera, sabemos que para y desde la crítica poscolonial es fácil teorizar el zapatismo, especialmente por su fuerte base indígena y su rechazo de un modelo desarrollista y transculturador de la Nación (es más, a veces uno tiene la sensación de que el zapatismo funciona como el correlativo objetivo - para usar el concepto de T.S. Eliot- del discurso poscolonial latinoamericanista); pero no es tan fácil celebrar o teorizar un movimiento como las FARC en Colombia, por ejemplo. Por contraste, me parece que la perspectiva del subalternismo -siempre anclada en la cuestión de la desigualdad, no importa su naturaleza o punto de origen- tiene a la vez un alcance más amplio que estudios poscoloniales y corrige su tendencia a limitarse a una cuestión de guerra de paradigmas disciplinarios (y también su tendencia a veces a “esencializar” el sujeto indígena en una especie de neo-costumbrismo).
Queda entonces la idea de la llamada crítica cultural representada aquí por Nelly Richard y hasta cierto punto por John Kraniauskas. La postura de la crítica cultural se acerca a lo que queríamos hacer en estudios subalternos precisamente por su combatividad política explícita. Hago referencia al persistente y riguroso desenmascaramiento hecho por Nelly Richard de mitos culturales en las condiciones tanto de la dictadura militar, como ahora de la democracia restringida en Chile. Asociado con la crítica cultural (aunque a veces también critique de esa misma crítica) es la movilización de la deconstrucción para repensar el latinoamericanismo que hacen Alberto Moreiras y otros pensadores afines. La otra variante de la crítica cultural, siguiendo más o menos el modelo de Adorno y la “crítica negativa” de la Escuela de Frankfurt, sería la de Beatriz Sarlo en Argentina, Luis Britto García en Venezuela, o, mutatis mutandis, Roberto Schwarz en Brasil; es decir, la movilización de los valores estéticos, científicos y hermenéuticos creados por la gran cultura burguesa en contra de la vulgarización de esa misma cultura por el capitalismo en su fase tardía, posmoderna.
Ahora bien, estamos acostumbrados a oír el concepto de crítica cultural como la alternativa “políticamente correcta” a estudios culturales, y de hecho es desde la crítica cultural que algunas de las más duras interrogaciones del proyecto de estudios culturales han surgido (de una manera similar se habla de una supuesta “interculturalidad” latinoamericana, distinta de una “multiculturalidad”, sospechosa entre otras cosas, por ser un concepto de procedencia norteamericana). Pero hay algo más profundo en la distinción de crítica cultural y estudios culturales, creo. Para repetir, lo que estudios subalternos compartió en principio con estudios culturales era el desplazamiento de la autoridad hermenéutica del intelectual tradicional en todas sus formas, incluyendo el intelectual secularizado de la cultura humanística y científica de la modernidad burguesa (pero no sólo esa forma).6
En la articulación de la crítica cultural -tanto en una forma deconstructivista como en la forma neo-frankfurtiana de Sarlo o deleuziana de Richard- se trata más bien de una defensa del rol del intelectual tradicional, porque sólo desde la perspectiva universalizadora de ese intelectual, de los “valores” (estéticos, epistemológicos, éticos, etc.) que elabora y representa, que se puede formular una perspectiva crítica sobre la lógica del mercado y de la ilusión de la ideología dominante. Tengo la impresión de que la crítica cultural ve su principal competidor como la crítica poscolonial más que estudios culturales ahora (sería una manera de entender las direcciones distintas que han tomado los proyectos de Mignolo y Alberto Moreiras en Duke, por ejemplo). Pero si miramos bien, quizás la crítica poscolonial, a pesar de su posición de desencanto con el modelo de la ilustración, comparte en alguna medida con la crítica cultural esta reterritorialización de la figura del intelectual, porque presupone que la actividad crítica del intelectual -y sobre todo el intelectual académico- es necesaria para revelar las complicidades y complicaciones de la colonialidad del poder. Es decir, como en el caso de estudios culturales, lo que comienza como una crítica de la hegemonía y la autoridad de la cultura dominante se convierte en la institucionalización del proyecto, en una especie de ideologema del intelectual -parecido a lo que Althusser entendía por “la filosofía espontánea de los científicos”- que reproduce paradójicamente algunos de los elementos de la relación entre saber y colonialidad.
Por contraste, sin dejar de ser un proyecto académico, lo que estudios subalternos comparte con la variante de la crítica cultural desarrollada sobre todo por Nelly Richard es un escepticismo radical en relación con la autoridad de la universidad y el saber académico. George Yúdice solía llamarnos “el grupo subalterno de estudios subalternos”, aludiendo a nuestra evidente deuda con el grupo asiático más famoso, con su serie editorial, su antología introducida por Said, sus múltiples libros, y sus puestos en universidades prestigiosas. Pero nuestros colegas bengalíes e hindúes también habrán experimentado lo que nos pasó: Estudios subalternos prosperaba paradójicamente cuando funcionaba al margen de la universidad, “off campus”.
No es que hubiéramos resistido como mártires de la fe la tentación de becas, el Ivy League, etcétera. No, ese manifiesto fundacional que ha atraído tanta atención crítica tuvo su origen como texto en una propuesta de beca para la Fundación Rockefeller rápidamente confeccionada entre tres o cuatro de nosotros en un fin de semana en 1992. Soñábamos con ser un Rockefeller Humanities Center para estudios subalternos en/sobre América Latina. El hecho fue, simplemente, que la Rockefeller nos rechazó. Ellos sabrán las razones por las que lo hicieron.
Pero fue este rechazo precisamente el que dio al grupo la identidad y el impulso que necesitaba. Creo que estudios culturales y estudios poscoloniales han tenido y están teniendo éxito como proyectos institucionales, como modelos de programas, institutos, antologías, centros de investigación. Sirven para hacer carrera, para reorientar programas y perspectivas disciplinarias. En general, están bien vistos por la administración. Como algunos de ustedes saben, por ejemplo, estudios poscoloniales está sirviendo como el paradigma teórico para una rearticulación ambiciosa del programa de humanidades en la sede de la Universidad Andina en Quito. Aunque indudablemente ha tenido una serie de “efectos” sobre el campo académico, estudios subalternos nunca tuvo o no pudo desarrollar esta posibilidad instrumental. En ese sentido, nunca fue realmente un proyecto de institucionalización, sino más bien algo como una ética de trabajo y de solidaridad, que en última instancia no podía superar la forma organizativa de un colectivo pequeño que se reunía informalmente de vez en cuando, lo que en los sesenta se llamaba aquí un “affinity group”. Dependía éticamente y políticamente de una especie de sospecha sistemática de la relación entre el trabajo intelectual académico y las condiciones de desigualdad que todavía imperan en nuestras sociedades.7
Lo que me gustaría que sobreviviera del Grupo es esta ética de sospecha sistemática. Todos nosotros estamos de una forma u otra conscientes de enfrentar una paradoja en lo que hacemos. Lo que comparten estudios subalternos, culturales y poscoloniales y, aunque de una forma diferencial, la crítica cultural, es un deseo de desjerarquización cultural. Este deseo nace evidentemente -o está vinculado con- un proyecto de izquierda anterior para instalar políticamente nuevas formas de hegemonía popular. Pero si aceptamos el principio de desjerarquización como meta, nos deja hoy en una situación en que lo que hacemos puede ser cómplice precisamente de lo que pretendemos resistir: la fuerza innovadora del mercado y de la ideología neoliberal. Es García Canclini quien ha pensado esta paradoja más lúcidamente sin encontrar, en mi opinión, una salida en su propia articulación estratégica de estudios culturales más allá de la consigna - válida pero limitada- de que “el consumo también sirve para pensar”. Creo que la tarea que nos enfrenta tiene que comenzar con el reconocimiento de que la globalización y la casi-universalización del mercado ha hecho mejor que nosotros este trabajo de desjerarquización cultural.
Pero la respuesta a este hecho, creo, no puede ser, como sugiere Sarlo, refugiarse en una reterritorialización de la figura del intelectual crítico, del campo estético y el canon, y de las disciplinas tradicionales contra la fuerza de la globalización. Esto sería una posición demasiado defensiva. Además, la crisis de la izquierda que coincide con la nueva hegemonía neoliberal o conduce a ella, no resultó en mi opinión, de la escasez de intelectuales o de la universidad (aunque no niego los problemas de la educación), sino precisamente de lo opuesto: su presencia excesiva en la formulación de modelos de gobernabilidad y desarrollo. Lo que la teoría neoliberal celebra es la posibilidad de una hetereogeneidad de actores sociales que permite la sociedad de mercado, un juego de diferencias no sujeto en principio a una dialéctica de amo y esclavo, porque cada uno procura maximizar su ventaja y minimizar su desventaja, sin obligar al otro que ceda sus intereses y sin atender necesariamente a la autoridad hermeneútica de intelectuales o estamentos culturales de izquierda o de derecha. Creo que este hecho explica en parte por qué el neoliberalismo a pesar de sus orígenes en una violencia contra-revolucionaria, ha llegado a ser una ideología hegemónica y no sólo dominante: es decir, una ideología en que personas de clases o grupos subalternos pueden ver también cierta posibilidad para sí mismos. Por contraste, en algunas de sus variantes más conocidas -pienso por ejemplo en el modelo voluntarista del “hombre nuevo” de la Revolución cubana- la izquierda ha presentado un ideal normativo, disciplinario, teleológico de como debía ser el sujeto democrático-popular latinoamericano. Si la meta de esa insistencia era producir una modernidad propiamente socialista -una modernidad superior, más avanzada que la modernidad burguesa- entonces tendríamos que reconocer que el proyecto de la izquierda congela o sustituye en cierto sentido el socialismo propiamente dicho por una dinámica de modernización nacionalista (como en el caso de Cuba o Nicaragua después de 1985), o simplemente pierde ante el capitalismo, que se revela como un sistema más capaz de producir la modernidad. Pero hay otro problema relacionado con éste: si para conseguir la hegemonía lo que es actualmente subalterno tiene que transformarse en algo parecido a lo que actualmente es hegemónico -es decir, la moderna cultura burguesa- entonces la clase dominante sigue ganando en cierto sentido aun en el caso de su derrota política. Esta paradoja define para mí la llamada crisis de comunismo en el siglo XX. La tarea de la izquierda -si todavía tiene sentido hablar en términos de izquierda y derecha (y creo que sí tiene sentido)- entonces sería reconquistar el espacio de desjeraquización cedido al mercado y al neoliberalismo. El problema de articulación ideológica que esto presupone es cómo fundir la desjerarquización, la apertura hacia la diferencia y nuevas formas de libertad y auto-desarrollo, con un sentimiento de la necesidad de desplazar al capitalismo y su institucionalidad. Si juzgamos que esto no es posible o deseable, entonces la única alternativa que nos queda es de hecho distintas formas de la llamada tercera vía; sin embargo, no es evidente que la tercera vía sea una alternativa estable en el contexto de las contradicciones del sistema mundial por venir.
Para ese propósito de reconquistar el espacio de la desjerarquización me parece más útil la postura de sospecha representada por estudios subalternos que la postura de estudios poscoloniales y culturales y de la crítica cultural. Esto es porque en la articulación de una intencionalidad política y cultural que nace propiamente de lo subalterno, la meta consiste siempre en que los últimos serán los primeros y los primeros los últimos, como dice el Evangelio. Estoy plenamente consciente de que esta aseveración, además de ser demagógica, deja una pregunta sin resolver: ¿Es que nuestra tarea como intelectuales consiste entonces simplemente en anunciar y celebrar nuestra auto-anulación colectiva? Más bien creo que debe y puede dar lugar a otra posibilidad, que sería algo como una crítica de la razón académica, pero una crítica hecha desde la academia y desde nuestra responsabilidad profesional y pedagógica en ella. Por naturaleza, esta posibilidad tendría que realizarse como aquello que en un lenguaje quizás no totalmente nostálgico se solía llamar una crítica/auto-crítica.
1 Ileana Rodríguez, ed. The latin American Subaltern Studies Reader (Durham: Duke University Press, 2001); y Convergencia de tiempos: Estudios subalternos/ contextos latinoamericanos (Amsterdam: Rodpi, 2001).
2 Así lo expresamos en nuestro manifiesto fundacional: “[T]he project of developing a Latin American Subaltern Studies Group such as the one we are proposing represents one aspect, albeit a crucial one, of the larger emergent field of Latin American Cultural Studies.” Latin American Subaltern Studies Group, “Founding Statement,” en J. Beverley, J. Oviedo, y M. Aronna, eds. The Postmodernism Debate in Latin America (Durham: Duke University Press, 1995), 141.
3 Michael Hardt and Antonio Negri, Empire (Cambridge: Harvard University Press, 2000).
4 Por su lado, Yúdice ha explicitado recientemente su sentido del diferendo entre estudios culturales y estudios subalternos en su presentación de la traducción del libro de García Canclini Consumidores y ciudadanos: George Yúdice, “Introduction,” in Néstor García Canclini, Consumers and Citizens (Minneapolis: University of Minnesota Press, 2000).
5 Comencé a darme cuenta de este problema cuando observé la incomodidad de ciertos colegas radicados en Venezuela, identificados con el poscolonialismo con Chávez. No quiero hacer una defensa de Chávez -las contradicciones y limitaciones de su proyecto son evidentes-, y uno de los objetivos de los estudios subalternos tanto como de la crítica poscolonial es precisamente crear las bases de un nuevo pensamiento latinoamericano capaz a la vez de revelar algunas de esas contradicciones y limitaciones y alentar un proyecto de democratización radical. Pero la incomodidad de mis amigos me pareció sintomática, en el sentido de que sería difícil hablar del problema de la subalternidad en un país como Venezuela sin hablar de Chávez y lo que representa política y culturalmente, es decir, sin entender la compleja historia de, a la vez, el entrelazamiento (en el símbolo de Bolívar, por ejemplo) y el profundo enfrentamiento antagónico entre el pensamiento de la elite criolla en todas sus variantes (ilustrado, conservador, liberal, desarrollista, social-demócrata, etc.) y el pensamiento plebeyo-popular, comenzando con el famoso y controversial caso de Boves, el caudillo popular anti-criollo y antiindependentista en el siglo XIX.
6 Haciendo una diferenciación con la idea del intelectual poscolonial en Edward Said y Roberto Fernández Retamar, expresamos en la declaración fundacional del Grupo:: “Where Said and Retamar envision in their manifestos a new type of intellectual as the protagonist of decolonization, the, admittedly paradoxical, intent of Subaltern Studies is precisely to displace the centrality of intellectuals and intellectual ‘culture’ in social history.” “Founding Statement,” 145, n. 6. Said y Retamar, claro está, se refieren a un nuevo tipo de intelectual secular, modernizador, pero el mismo principio de crítica de la función del intelectual tradicional permitiría distinguir también entre la perspectiva subalternista y el proyecto del fundamentalismo islámico representado por Bin Laden y su grupo como un proyecto, a la vez, de hegemonía elaborada desde una posición de autoridad intelectual y religiosa, y de articulación de una forma de capitalismo propiamente “islámica”, un proyecto parecido en este sentido a la ideología neoconfuciana de los “tigres” asiáticos (Esta nota es posterior, claro está, a la presentación de este texto en la conferencia de LASA, y responde a los eventos del 11 de septiembre que ocurrieron sólo días después).
7 En su discurso de apertura para una conferencia del Grupo que celebramos en Duke, Cathy Davidson, la decana de Humanidades, declaró que los estudios subalternos iban a servir como el modelo de las humanidades en Duke. La idea es alentadora, pero creo que se trata de un malentendido, ya que algo que podría servir como “modelo de las humanidades en Duke” por definición no podía ser subalterno. Al respecto ver mi trabajo “The Dilemma of Subaltern Studies at Duke,” Nepantla 1, 1 (2000), 33-44.
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Martín Hopenhayn*
* Es autor de diversos libros sobre crítica de la modernidad y paradigmas del desarrollo, y trabaja como investigador en desarrollo social de la CEPAL en Santiago, Chile.
La dispersión posmoderna ha alcanzado a los intelectuales latinoamericanos y afecta sus modos de inserción en la sociedad y el Estado. El intelectual prototípico de antaño que escudriñaba el movimiento de la historia para dictaminar sus grandes orientaciones hacia el futuro, ahora se disgrega en una multiplicidad de roles y funciones que no es posible subsumir en un denominador común. El vínculo entre el trabajo del intelectual y el cambio societal se difumina, y los intelectuales quedan dispersos entre quienes perseveran en la academia, los medios de comunicación, la industria editorial, la asesoría de empresas, las ONG o los cargos de gobiernos. Entre unos y otros se miran con desconfianza, se ironizan y descalifican, tal como pretendo graficarlo en los textos entre paréntesis que he intercalado en el presente artículo. Crece la división entre ellos en medio de una coexistencia sin convivencia de sensibilidades y lógicas múltiples. Este amplio mapa de las interpelaciones recíprocas da una idea de la profusa red de inserciones posibles del intelectual en la sociedad.
Latin American intellectuals have been reached by a postmodern dispersion and affected in the ways they interact within society and the State. The traditional intellectual used to examine into the movement of history to dictamine great directions towards the future. Now he/she is “dispersed” in a multiplicity of roles and functions that are not possible to “cluster” in a common denominator. The link between intellectual’s work and social change vanishes, and now intellectuals are dispersed in many fields: academies, mass media, NGO’s, and publishing, advisory, or governmental offices. Intellectuals distrust, ironize and disqualify each other, as I will try to show with the quotations I have inserted in my article. Intellectuals are in the middle of a multiple logics and sensitivities coexistence, as the division among them increases. This wider map of reciprocal interpellations gives an idea of the several ways in which intellectuals can interact directly within the society.
Como quiero mostrar en el texto que sigue, la dispersión posmoderna ha alcanzado a los intelectuales latinoamericanos y afecta sus modos de inserción en la sociedad y el Estado. El intelectual prototípico de antaño, que desde las universidades y centros de investigación escudriñaba el movimiento de la historia para dictaminar sus grandes orientaciones hacia el futuro, ahora se disgrega en una multiplicidad de roles y funciones que no es posible subsumir en un denominador común. El vínculo entre el trabajo del intelectual y el cambio societal se difumina, y los intelectuales quedan divididos entre quienes perseveran en la academia, quienes se incorporan a los medios de comunicación, quienes asesoran empresas o quienes ocupan altos cargos de gobierno. Entre unos y otros se miran con desconfianza, se ironizan y descalifican, tal como pretendo graficarlo en los textos entre paréntesis que he intercalado en las páginas que siguen. Crece la división entre ellos en medio de una coexistencia sin convivencia de sensibilidades y lógicas múltiples. Los académicos miran con desconfianza a los ensayistas, los intelectuales críticos a los intelectuales mediáticos, los intelectuales de ONG a los de la política, los intelectuales apocalípticos a los asesores corporativos. El amplio mapa de las interpelaciones recíprocas da una idea de la profusa red de inserciones posibles del intelectual en la sociedad.
(Un intelectual crítico describe a un intelectual mediático: “No quiero parecer grave en mis juicios; pero cada vez que lo veo en televisión me da la impresión que ha privilegiado de tal modo el acto comunicativo por sobre la sustancia, que incluso él mismo termina convencido de que la realidad es bastante simple. Ha sacrificado la profundidad en aras de la anchura, y ha sustituido el desarrollo del conocimiento por su traducción al público masivo. Pero inevitablemente se aplica aquí lo de ‘traductor- traidor’. ¿Pensará él lo mismo? Se le atribuye una función loable, a saber, ilustrar al público general, tejer un puente entre la sensibilidad de masas y la reflexión de los intelectuales. A veces logra, lo admito, adecuar ciertas citas de filósofos como rúbrica en sus comentarios sobre contingencia. Pero siempre queda la sensación de que lo hace como si se tratase de una jugada en un tablero, y que el tablero fuese su propia imagen como intelectual frente a la sociedad. Siempre parece tan razonable, y su elocuencia es capaz de desplegarse en lapsos cada vez más cortos. Ha comprimido el tiempo de la reflexión crítica en el tiempo de una opinión frente a las cámaras. Y así, casi sin darse cuenta, da opiniones sobre todo. Porque se lo consulta acerca de todo, incluso de aquello que probablemente él jamás ha investigado o pensado. Y es tal su hábito de responder, que siempre tiene alguna respuesta frente a cualquier pregunta, y siempre la presenta como si fuese el resultado de una reflexión previa. Y como el hábito hace al monje, él termina creyendo que sabe de todo, cuando en realidad opina de todo, que no es lo mismo.”)
Más que crisis de espacios hay sobredosis de lugares para el intelectual. La proliferación de medios escritos, audiovisuales y cada vez más los medios en red; la multiplicación de universidades en muchos de los países latinoamericanos debido al incremento de la demanda de los egresados de educación media; la expansión brutal de población letrada con suficiente educación formal como para consumir los mensajes y disquisiciones que los intelectuales lanzan desde distintos espacios de emisión; la metástasis incontenible de conferencias, seminarios, mesas redondas, cumbres y foros donde muchos intelectuales son convocados a pronunciarse; la diversificación de espacios de la sociedad civil, desde ONG hasta grupos de discusión, donde se invita a los intelectuales a socializar sus puntos de vista: todo esto nos habla de un tiempo presente en que los espacios para ejercer de intelectual frente a otros, lejos de constreñirse, crecen desde todo punto de vista: reticularmente, rizomáticamente, por arriba, por el costado y entremedio.
Cierto: todo este vendaval de micrófonos que la sociedad de la información -o la sociedad mediática- le provee al intelectual, no pone en duda su opción para comunicar opiniones ilustradas sobre los más variados temas. Pero así y todo, campea entre muchos intelectuales la sensación de que algo ha cambiado respecto de otro tiempo histórico que vagamente asociamos a los auspiciosos años cincuenta, los gloriosos años sesenta y los combativos años setenta del siglo que acaba de pasar. Ahora la inteligencia crítica está, se dice, tan bien vista que hasta constituye un insumo para incrementar competitividad y utilidades en las empresas. En otras palabras, la fluidez y plasticidad del capital ha llegado a tal extremo, que hasta las críticas más duras al sistema pueden ser recicladas como parte del valor intelectual agregado de los productos en los mercados abiertos al mundo. La sociedad de la información y la mentada “convergencia” hacen del intelectual crítico un fenómeno rentable siempre que se lo recontextualice en formato mediático o como un icono de la inteligencia. Y desde allí este nuevo comunicador ilustrado mira con cierto desdén al bicho de rigor académico que probablemente fue.
(Un intelectual mediático describe a un intelectual de la academia: “¿Cómo puede todavía concebir el saber como un campo de auto referencia que se reproduce a espaldas de la comunicación general y del espacio público? Es cosa de verlo: sigue convencido de que el saber se preserva y cultiva en los rituales del claustro, en un lenguaje no contaminado por el habla cotidiana; y acude parsimoniosamente al ‘templo’ del conocimiento para hacerse allí un nicho donde habla en difícil y, con suerte, escribe en difícil. La palidez del encierro se le ve en la cara y en el lenguaje. Pasa más tiempo en cuidarse de no incurrir en errores de interpretación de los textos, que en comunicar ideas propias. Juega el juego de las discusiones eruditas y las citas sesudas y confunde el juego con el mundo. Como si el mundo no hubiese cambiado y estuviese desde siempre definido por una relación de hostilidad mutua entre la sensibilidad común y la reflexión teórica. Hasta la voz y los gestos terminan impostados de tanto cuidar lo que dice y proteger su feudo. ¿Olvida, acaso, que Sócrates hacía filosofía en el mercado y tenía al ‘vulgo’ como interlocutor? Hoy ese mercado son los medios de comunicación -¿dónde más podría conversar Sócrates en las postrimerías del siglo XX?-. Se actualiza en su especialidad, pero no en las prácticas para difundir lo que en ella cosecha. Esta contradicción no le preocupa sino todo lo contrario: cree que de este modo preserva un tesoro que al menor contacto con el aire de la ciudad se contamina.”)
En contraste con semejantes apreciaciones me tocó ver hace poco un reciente libro de bastante éxito editorial, escrito por un conservador norteamericano, en que se acusa a los intelectuales de haber caído en la frivolidad mediática, el dilentatismo y el oportunismo («piensan a la izquierda, viven a la derecha», reza la más lapidaria de las críticas). Como para lamentarlo. Y si bien a veces comparto esta desazón respecto de cómo se han limado las aristas del intelectual crítico, lo hago desde una trinchera muy distinta que quisiera exponer a continuación. Y quisiera, también advertirle al lector que yo mismo me sorprendo a ratos reconocido en algunas de estas críticas.
En primer lugar, creo que el protagonismo de los intelectuales en el cambio social y en la reserva crítica de la sociedad se esfumó, o bien se redujo sensiblemente, o bien se nota menos. Sobre esto quisiera plantear las siguientes consideraciones: por un lado, hay hoy una cierta crisis del iluminismo en virtud del cual la imagen del intelectual, como individuo rebosante de luces, capaz de descubrir la razón en la historia y proponer su prolongación hacia el futuro, aparece como un anacronismo o un efecto de megalomanía. Este intelectual, llámese crítico u orgánico, que no sólo acompañaba el destino de los pueblos sino que además se pretendía vanguardia ilustrada del mismo rumbo a una emancipación festejada de antemano pero nunca del todo clara, resulta ya poco creíble. Sea porque la historia mostró que no tiene razón intrínseca ni camina hacia ninguna redención colectiva, sea porque la fuerza de las armas y del mercado se reveló mucho más aplastante que la de las ideas (sobre todo las ideas críticas del capitalismo), sea porque faltó pueblo para sustentar los grandes cambios invocados por muchos intelectuales, sea porque la industria cultural, en su masividad y su lógica interna, acabó por trivializar todos los mensajes que circulan por sus venas, reduciendo los mitos del gran cambio social a fetiches de consumo de fin de semana. Sea porque la imagen del intelectual crítico quedó caricaturizada por un posmodernismo posideológico que convierte cualquier postura confrontacional en anacronismo de la guerra fría.
(Un intelectual posmoderno describe a un intelectual crítico: “¿Por qué insiste en ser el aguafiestas de la historia? Basta ya de melancolía: en esta modernidad sin muros y abierta a la aventura, no puede seguir creyendo que la tarea del intelectual es desenmascarar los artificios del poder y las maldades de la alienación. La locomotora de la historia lo relega al último vagón, y él sigue pensando que puede cambiar la dirección de los rieles para hacer girar el tren en 180 grados. ¿Hasta cuándo? Se quedó pegado en el sueño en que él hacía parte de una vanguardia capaz de trizar el poder y recomponerlo según sus obsesiones decimonónicas de socialismo libertario o humanismo compasivo. Cree interpretar a Marx poniendo sus saberes al servicio de la transformación del mundo, pero no se da cuenta de que el mundo se transformó pese a él, y que lo que cabe ahora es partir de este cambio, embarcarse en las nuevas rutas de la libertad, que incluyen la libertad económica pero que también desafían a una mayor secularización de valores. Insiste en la queja, en la denuncia de los abusos de una globalización a la que atribuye el signo del demonio. ¿Pero no se da cuenta que la globalización es el único camino para bailar en la fiesta de las culturas híbridas, jugar el juego de los mensajes que se cruzan por todos lados, deslocalizar la propia identidad y liberarnos, precisamente, del peso de la historia?”)
Por otro lado, el contenido del cambio social bajó su perfil desde el altar de la revolución socialista al sitio bastante más modesto y desencantado del crecimiento económico, la competitividad externa, la difusión de la sociedad de la información, un toque de equidad y una agenda de progreso social que pasó de bien mayor a mal menor. En este contexto el rol que se le pudo atribuir al intelectual en décadas anteriores obviamente mutó en el mapa político y en el imaginario de nuestros países. Desde hace un tiempo, en lugar del intelectual orgánico de partidos de izquierda o de prensas de la resistencia, encontramos una tribu floreciente -y aún más narcisista que muchos intelectuales de la vieja guardia- de economistas, operadores, cientistas sociales, expertos en programas sociales, encuestas e investigaciones de mercados, todos técnicos antes que ilustrados. En este nuevo club de reintegrados al statu quo, algunos partieron como intelectuales para devenir analistas «simbólicos» (de lo que sea), y otros se hicieron expertos y ahora no saben sumar dos más dos cuando los sacan de su ámbito de especialidad. Los mejores surfistas y mayores rentistas hoy multiplican los magros ingresos que percibían como académicos en sus nuevos despachos de asesores corporativos. Todo lo cual genera urticaria entre quienes se mantienen en el claustro de la academia.
(Un sociólogo de la academia describe a un intelectual que está haciendo plata como asesor de imagen corporativa: “¿Hasta dónde puede extenderse el campo de aplicación de las ciencias sociales? El caso que aquí describo ilustra sobre este dudoso matrimonio entre el ámbito de la investigación social y el de la publicidad. Una cosa es hacerse rico escribiendo un libro, otra maquillando la imagen de un candidato o de una empresa. El tema en juego no es, claro está, el del ejercicio de la profesión, sino el de la buena conciencia del intelectual. Podrá argumentar que la sociología ha muerto, lo que pongo en duda. O que los intelectuales deben empaparse en la contingencia, tomar la iniciativa y ubicarse en los nichos del mercado. Pero a mí me huele a pacto mefistofélico. Al final, su trabajo se reduce a cálculo económico y cálculo político. No hay otro fundamento para su práctica que su rentabilidad. Podrá movilizar la batería metodológica que aprendió cuando era investigador social: encuestas, focus group, manejo de la opinión pública. Pero sólo lo hace para competir en un juego que es propio de la publicidad: dar en el clavo no es plantear una hipótesis de discusión ni verificarla, sino tener una idea que venda o una estrategia que triunfe. Despojado de racionalidad sustantiva, modela un discurso ad hoc para hacer pasar su razón instrumental por visión de futuro. Como el negociante calvinista, poco a poco el dinero que genera se le va convirtiendo en la evidencia de su buena práctica. Al extremo que cree, o quiere creer, que su éxito mundano es la nueva vara que consagra un nuevo matrimonio entre la virtud y el saber. Poco le importa a quién promueve, con quién teje alianzas, e incluso contra quién asesora. Y cuanto más remodela sus fastuosas oficinas y cambia el “look” para mejorar su carta de presentación frente al cliente, más crujen en sus tumbas los huesos de Comte, Weber y Durkheim.)
Nuevas figuras de la intelligentzia han abandonado sus pulsiones utopizantes, sus ideas de izquierda, su crítica acalorada a la alienación y la opresión capitalistas, y su incansable batalla contra la frivolidad de la vida burguesa. Recrean hoy la relación entre ciencia y poder mediante una red profusa de asesorías en ministerios y en candidaturas políticas, dirección de programas sociales focalizados, políticas de regulación o desregulación de mercados, nuevas publicaciones para mercados cautivos, y dirección de institutos de renovación ideológica (con claro giro hacia el centro o la derecha), por nombrar algunos frentes. Pasaron, en suma, del ideal del intelectual crítico o el intelectual orgánico al realismo del experto funcional. Otros, también reciclados, ejercen con buenos réditos la seducción del comentarista ameno, entendiendo que la posmodernidad valora más esta seducción que las densas argumentaciones de los filósofos o cientistas sociales sistemáticos. Sus libros son licuados con apreciaciones de sentido común que amplían el mercado de lectores. Con esta comunicabilidad en mano, asumen el rol de buenos conversadores en los palacios virtuales donde son bien retribuidos por los nuevos mecenas. Estos nuevos mecenas son ejecutivos de empresas en busca de un barniz de ilustración, revistas de tarjetas de créditos que quieren tener un «look» de amplio espectro, clubes exclusivos que pagan por charlas exóticas, fundaciones de financistas que aprecian el refinamiento de la inteligencia. Estos espacios no están habitados ni transitados por intelectuales del cambio, sino por agentes que aportan su valor intelectual con pinceladas impresionistas, más bien ensayísticas, en un sistema que todo lo absorbe, lo fecunda y lo liquida con dinero.
(Un intelectual-ensayista describe a un intelectual sistemático: “Francamente, lo admiro. ¡Qué paciencia! Me parece casi inverosímil poder centrar años de trabajo en la exégesis de Hegel, en la interpretación de un diálogo de Platón o en una traducción crítica de la obra de Simmel o Weber. Pero a la hora de opinar sobre la realidad nacional o latinoamericana, resulta tan tosco y poco interesante. En lo que a mí concierne, hace rato dejé ese prurito de rigor. La filosofía no puede seguir apolillándose en las lecturas críticas. Lo que hay que leer críticamente es la realidad y hablar desde las resonancias que esa realidad irradia en nuestras vidas. Volcarse a la calle, conversar, perder el tiempo con los amigos, sufrir las derrotas de otros en carne propia. ¡Y él se toma tan en serio! ¿Cómo perder tanto tiempo en estar al día en la bibliografía, en prevenir errores de interpretación y en construir una metodología exante para luego desarrollar un largo trabajo que muchas veces no termina nunca, y que en el camino se desgasta explicando las inconveniencias de otras metodologías? He visto, entre ellos, guerras a muerte por motivos que nadie más entendería: peleas porque uno confundió el concepto de simulacro con el de artificio, el de imaginario con el de fantasmático, el de crítica interna con deconstrucción, el de dialéctica con el de dinámica. Hay que ver cómo sudan y se descomponen cuando son malinterpretados o cuando deben confrontar interpretaciones que, a juicio de ellos, no tienen ningún fundamento en los textos. Hasta hablan con cierto tono engolado o flemático, aprendido de sus pares y reconocido como el tono más adecuado para expresar dudas sobre los comentarios de sus pares. Y esa división tajante que hacen entre lo superficial y lo profundo: ¡por favor, qué pedantería platónica, qué letanía frente al mundo de todos los días!”)
Por otra parte, me pregunto en qué medida la multiplicación de espacios implica mayores oportunidades para ejercer el rol de intelectual, o si bien el intelectual puede acceder a esos espacios por su condición de tal, pero abandona esa condición una vez que empieza a desempeñarse en esos mismos espacios. Me explico: entiendo que el intelectual es una persona ilustrada, que pasa buena parte de su tiempo consumiendo productos culturales diversos (con inclinación especial hacia los libros, aunque no exclusivamente) y otra buena parte de su tiempo informándose sobre la actualidad; y que a partir de este capital acumulado y actualizado emite opiniones y propone puntos de vista que otras personas, que no se definen necesariamente como intelectuales, consideran dignas de consideración. Trátese de espacios académicos, políticos, mediáticos o de comunicación menos institucionalizada, el intelectual tiene opiniones sobre la contingencia (política, social, cultural, estética, lo que sea) que convoca audiencia. Esta audiencia no se restringe a sus amigos, alumnos y colegas, sino que tiene algo de anónima. Vale decir, el intelectual no conoce a todos aquellos sobre los cuales puede ejercer influencia mediante sus opiniones.
Ahora bien: ¿es intelectual un asesor de imagen corporativa o un investigador de mercados para un producto nuevo, o es básicamente un experto cuyos servicios se compran a cambio de informes y propuestas a los que se les confieren utilidad práctica y validez técnica? ¿Es intelectual un asesor político que procesa encuestas de opinión para trazar plataformas electorales? Una cosa es ejercer de intelectual, otra es vender inteligencia. Creo que en tanto asesor o investigador ya no es un intelectual. Le falta la libertad del intelectual para elegir sus objetos de reflexión, la distancia respecto de sus interlocutores para mantener incólume su espíritu crítico, y el tiempo para poder actualizarse en temas que no necesariamente le reportan dinero por servicios prestados. ¿Y es un intelectual el profesor universitario que corre de un lado a otro para dictar sus veinte o veinticinco horas de clases a la semana, en distintas universidades que hacen su negocio con la explosiva demanda de estudiantes, sin opción para sentarse y disponer de un buen tiempo para leer, pensar, opinar, digerir, actualizarse? Y el cientista social que desde una ONG agita nuevos discursos o «vende la pomada» para captar los flujos de la cooperación de sus pares en el mundo industrializado, ¿qué libertad crítica y autonomía reflexiva puede ostentar en estas operaciones cotidianas? Y el intelectual contratado por ciertos medios de comunicación de masas, cuya propiedad, como sabemos, está cada vez más concentrada en grandes capitalistas nacionales y transnacionales, ¿cuánto podrá durar en su trabajo si dice de manera clara y libre lo que piensa? Y el intelectual que se reconvierte a la política pero ya no en el sentido de la Gran Política sino de la gestión o administración públicas: ¿guarda autonomía si su reflexión debe evaluarse contra resultados, impactos medidos en indicadores e incrementos en la eficiencia de instrumentos de política?
(Un intelectual de la Gran Política describe a un intelectual en la política de resultados: “¿A eso le llama ‘praxis transformadora’? Quien lo viera en la lucha contra la dictadura y el neoliberalismo, ahora defendiendo este último con eufemismos como la ‘entrada a la modernidad’ y la ‘oportunidad de las intervenciones’. Le queda de su propia historia cierta informalidad: sus ternos son de colores y sus corbatas un poco osadas. Entre amigos dice lo que piensa y ante el micrófono lo que resulta políticamente conveniente y las bondades de la nueva ingeniería social. Lo más radical que lee es a los nuevos pontífices de la gestión, que ya los leía hace una década cuando preparaba su desembarco de la ONG al puesto de gobierno. Su rebeldía le duró hasta que descubrió que tener un puesto de gobierno le hacía sentir bien, y hasta poderoso. ‘Hay que ser realistas’, me dice cada tanto para desembarazarse de cualquier examen de consistencia. Y aunque no lo diga, entiende ese realismo como tecnocracia, complacencia o a lo sumo como opción de introducir cambios mínimos en un orden estructuralmente injusto. De haberse visto como es hoy con sus ojos del pasado, habría dicho que su futuro sería el mejor ejemplo del viejo eslogan que celebramos en una película de Scola: hay que hacer que las cosas cambien un poco para que nada cambie demasiado. Ahora lee a Toffler, a Fernando Flores y a Negroponte como si allí encarnara hoy el viejo mito de la emancipación del sujeto. Entre las nuevas formas de administración, las tecnologías de la información y la iniciativa empresarial, encuentra una nueva utopía y se la cree, o hace como que se la cree”.)
Creo, además, que se ha diluido el encantamiento del intelectual como desenmascarador, vale decir, como el lúcido que devela la apariencia para exponer la verdad: porque ¿qué queda por develar, en una sociedad que peca por exceso más que por falta de transparencia? Hoy el problema no es de ocultamiento ideológico del poder. La información no falta, todos los mitos han sido develados y todos los discursos son rápidamente deconstruidos desde la audiencia, las encuestas, los entrevistadores mordaces, las publicaciones en revistas y diarios, y, a falta de otro, la Internet. Vivimos desde hace tiempo el ritual mediático del escándalo y la impugnación, y bajo su égida el desenmascaramiento deja de ser privilegio del intelectual y pasa a ser parte del ejercicio comunicativo en la vida cotidiana. El problema es otro, a saber, que a pesar de esta sobredosis de desenmascaramiento sigue operando la arbitrariedad de la corrupción pública, los privilegios privados, el poder descarado del capital financiero, la complicidad de los medios con las políticas privatistas, y la tremenda injusticia del patrón dominante de la globalización. La revelación de lo que se oculta no tiene un efecto liberador. Todo está desenmascarado, y sin embargo esto no repara lo negativo ni salva a las víctimas. La saga del intelectual que pretendía poner al desnudo el poder para propiciar su derrumbe quedó en calidad de coitus interruptus de la historia. Y hoy día el intelectual tiene espacios de interlocución como para regocijarse, pero ha perdido la tensión de su mensaje, vale decir, la expectativa de movilizar con su contenido denunciante a las masas o audiencias.
Otro elemento novedoso es que la nueva lógica de redes hace que, al menos como práctica predominante, la opinión y el punto de vista sean cada vez más una construcción colectiva, en circunstancias en que la figura moderna del intelectual requería la clara diferencia entre éste y la masa. Las redes son porosas, horizontales, desjerarquizadas, y las opiniones se van sumando rizomáticamente para ir construyendo posiciones que operan como oleadas que van en una u otra dirección. No solidifican sino que se superponen como capas geológicas. No importa quién opina, ni quién agrega un matiz a una opinión que ya está en circulación. Esta nueva práctica es hiperdemocrática, con lo cual el intelectual crítico debiera sentirse complacido. Pero, por otra parte, nivela a tal punto los mensajes y los emisores que resulta casi irrelevante la autoría, o más bien amenaza con la muerte del autor. Son todos actores y todos autores al mismo tiempo. Todo pasa rápido, nadie se acuerda al día siguiente pero tampoco importa. El aura del intelectual como figura cuyas opiniones, por definición misma, tienen más peso y trascendencia, más resonancia y más audiencia, se difumina en estos flujos donde todos pueden agregar su parte en un discurso que nunca termina de hacerse y que siempre se está cambiando por otro nuevo.
En este concepto – y esta práctica- canalizados en flujos y redes, un nuevo fervor se insinúa entre académicos radicales, líderes de ONG, políticos alternativistas y grupos de base ilustrados, a saber: la posibilidad de construir algo así como una sociedad civil global (aunque el término de sociedad civil es muy equívoco aquí), compuesta por agentes transnacionalizados pero a la vez muy locales, hecha de millones de puntos de emisión de opiniones que se cruzan y agrupan discretamente, animada por la movilización virtual contra las tendencias hegemónicas de la globalización, prolífica en textos y reivindicaciones de tantos actores como entradas y salidas a la red puedan darse. Lejos del intelectual orgánico- partidista, el nuevo activista en la sociedad civil global no quiere agruparse en grandes unidades o partidos, y ejerce su resistencia manteniéndose en la multiplicidad reticular, porosa, rizomática de actores que concurren a oponerse enérgicamente a las formas dominantes de la racionalidad económica, política, financiera y a la estandarización cultural. Un gran frente hecho de miles de discursos críticos, complicididades contra los abusos y violaciones de derechos en todas partes del planeta. Una malla inextricable de solidaridades transnacionales donde intelectuales comprometidos en un punto del planeta apoyan las causas nobles y locales, periféricas y utópicas de grupos en el otro extremo del planeta. Un sistema asistemático de acciones discursivas que aportan de manera incierta y misteriosa, pero plenas de convicción, a la construcción de una nueva sensibilidad, un nuevo imaginario, una nueva ética global centrada en los derechos humanos, la diversidad cultural, la conciencia ecológica, las cosmovisiones holísticas, la economía solidaria, y otras tantas causas nobles que cualquiera puede consagrar con sólo introducirse a la red.
(Un intelectual de la red describe a un intelectual orgánico: Me resulta difícil creer que a estas alturas se piense que la reflexión intelectual pueda todavía someterse a la camisa de fuerza del proyecto partidario. La ilusión iluminista, de que el intelectual era capaz de descubrir la dirección correcta de la historia y luego encajar su descubrimiento en un programa político representado por una jerarquía partidaria, murió con las nuevas formas de acción, donde la democracia la da el sentido desjerarquizado de la red. Un intelectual orgánico, al viejo estilo, es una contradicción de estos tiempos. Más bien tenemos que invertir el llamado de Marx, y volver a preocuparnos por interpretar un mundo donde las coordenadas ya no son ni la razón de Estado ni la instauración del socialismo. Este intelectual obsesionado con traducir la lectura de la historia a líneas partidarias, o bien con barnizar estas líneas con la interpretación de las grandes contradicciones del momento, debiera aplicar lo que tanto invocó en tiempos pasados: la autocrítica. Es un daño a la autonomía reflexiva del intelecutal mantener todavía un cierto ideal de intelectual orgánico. La subordinación del pensamiento a los programas de partidos, o incluso a los programas de gobierno, perpetúa una confusión de esferas donde el pensamiento, en su carácter de abierto, se niega a sí mismo. No digo con esto que el intelectual no tenga un lugar en la política, sino que no puede definirse como intelectual a través y sólo a través de ella. En la medida en que persista en esta restricción, su reflexión sobre la cultura, la política y la sociedad estará sesgada desde la partida por el objetivo que pretende reforzar).
Finalmente quiero proponer que pese a todos estos cambios el intelectual crítico sigue siendo necesario. Hoy más que nunca -y perdonen este último gesto de gravedad- el análisis denunciante de la realidad es imperativo moral en un mundo cada vez más signado por los contrastes sociales, la impunidad del poder financiero, la crudeza de las empresas transnacionales, los dobles estándares en el comercio internacional, la falta de ética en emporios mediáticos que tejen sus alianzas con el gran capital privado, el dominio aplastante de los intereses de Estados Unidos en el sistema mundial, la falta de solidaridad del Norte respecto del Sur (incluyendo a los europeos que siguen viendo a América Latina como un espacio para sacar partido), la crueldad de los mercados, la exclusión que crece junto con la opulencia. No es que esto no se sepa, y en esto el intelectual tal vez no aporte novedades ni ilumine espacios oscuros, como pretendía hacerlo en otros tiempos. Pero creo, a pesar de todo, que es trabajo del intelectual nombrar, insistir, machacar, denunciar hasta el cansancio, innovar en propuestas pero no renunciar a la indignación, y traducir esa indignación cada vez más generalizada en discursos que permitan nuclear, movilizar y resistir en masa. No desde las epopeyas de la revolución pero sí desde el rigor de la resistencia. No desde el púlpito sino desde el teclado de su computadora hasta las calles de Seattle o Barcelona o Praga o Porto Alegre. No como un iluminado sino como un indignado que logra, tal vez más que otros, ponerle un nombre inconfundible a la indignación. Allí debe renacer de sus distintas muertes aquí planteadas.
(Un intelectual crítico describe a un intelectual optimista: “¿Con qué base se le ocurre postular que la globalización abre oportunidades de autoafirmación cultural de los grupos oprimidos, crea nichos de inserción para el desarrollo local, promueve un imaginario político democrático a escala mundial? ¿De dónde sacó que la posmodernidad nos libera de la ‘tiranía de las ideologías’ y abre el campo para el desarrollo de las diferencias? ¿Por qué dice que la Internet es la promesa para que todos tengamos voz en el concierto global, y para que todos accedamos con oportunidades a la sociedad de la información? Donde él ve todas estas promesas, yo veo sólo amenazas. La globalización, combinada con la nueva revolución del conocimiento, no ha hecho más que agudizar contrastes sociales dentro y entre los países; dejar a dos tercios de la humanidad fuera de la carreta del progreso; dividir el mundo entre informatizados y desinformatizados; fragmentar social y culturalmente a las sociedades nacionales por efecto de la tan mentada posmodernidad o lo que yo simplemente llamo la crisis de proyectos colectivos; amenazar las identidades locales con la cultura Mac-mundo o Disney-mundo; y generar cada vez más reacciones xenofóbicas y fundamentalistas. A esto cabe sumar el cúmulo de desastres ecológicos y un futuro inquietante en términos de sobrepoblación y agotamiento de recursos naturales. Entonces vuelvo a preguntarme por las raíces de su optimismo. ¿No será que es tan duro el porvenir que reacciona negando? Colecciona, con entusiasmo genuino o simulado, argumentos y ejemplos para mostrar que las nuevas tecnologías pueden surtir un efecto democratizador y pluralista. Pero no tiene cómo contra-argumentar cuando le digo que precisamente esos efectos, acotados y reducidos como son, perpetúan una ilusión que nos hace aceptar un ordenamiento general arbitrario, una racionalización sistémica asfixiante, y una administración eficiente de las desigualdades”).
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Alejandro Grimson*
* Doctor en Antropología. Profesor de la Universidad de Buenos Aires, investigador del IDES. Ha publicado diversos libros sobre identidades, fronteras y comunicación. Los más recientes son El otro lado del río e Interculturalidad y comunicación.
Este ensayo considera los vínculos entre ética, política y construcción de conceptos de investigación social. Se parte de distinguir el hecho de que todo proceso de investigación constituye una acción ética y política, de una concepción instrumentalista de la investigación para la transformación. Este ensayo argumenta que cuando la investigación se conceptualiza como mero instrumento se corre el riesgo, paradójicamente, de reproducir categorías y saberes del sentido común (social o académico). En cambio, cuando la investigación es concebida como constitutiva de y como constituida por la ética-política se abren realmente posibilidades de desafiar los límites de la imaginación social.
The essay considers links between ethic, politics and building of concepts in social research. It begins distinguishing the fact that every research processes is an ethic and politic action from an instrumentalist conception of research for social change. The essay argue that if we understand research as only a tool we could suffer, paradoxically, the risk of reproducing (scholar o social) common sense cathegories. But if research is understood as constitutive of and constitutived by ethic-politic we actually open new possibilities that challenge social imagination.
Para abordar el tema propuesto en este asunto desde su particular perspectiva, resulta imprescindible considerar la historicidad y los contextos, en la medida en que la presuposición de una política universal puede provocar transpolaciones equivocadas de lo “políticamente correcto”. Contexto social, contexto académico, contexto político resultan, entonces, condiciones de una reflexividad crítica que permita abrir caminos entre los sentidos comunes.
Algunos conceptos como integración, cultura, identidad o multiculturalidad pueden haber sido creados o utilizados en función de su potencialidad ético-política. Su institucionalización, sin embargo, puede terminar en ciertas situaciones cercenando los límites de la imaginación social.
La investigación empírica, especialmente etnográfica, implica establecer diálogos entre conceptos y sucesos. No sólo es una “prueba” que las teorías procurarán “superar”. Es, más bien, el horno donde las teorías se cuecen y se procesan.
Por ello, comienzo con un relato de mi trabajo de campo. A mediados de la década de 1990 desarrollé durante varios años una investigación etnográfica y comunicacional sobre los inmigrantes bolivianos a Buenos Aires. Los bolivianos son, en la Argentina, uno de los grupos más discriminados y estigmatizados. Esto yo ya lo sabía y lo consideraba evidente. No pretendía demostrarlo. Buscaba estudiar, en cambio, cómo respondían los bolivianos a esa discriminación. Había múltiples respuestas, en escenarios cotidianos y rituales, en interacciones personales y en contextos públicos. Historizando estos procesos resultaba claro que los marcos rituales y públicos estaban creciendo en Buenos Aires. En otras palabras, que los bolivianos se organizaban culturalmente para responder a situaciones crecientes de exclusión. Que no permanecían pasivos ante los estigmas, sino que construían identidades.
Mi compromiso ético-político estaba definido de antemano con aquellos que eran excluidos y dominados. El dilema surgió cuando, al haber conseguido ahondar más en las redes sociales de los emigrantes, percibí esta situación: algunos pequeños empresarios bolivianos viajaban a su país, les contaban maravillas de la Argentina a sus compatriotas, los ingresaban ilegalmente al país y durante meses los hacían trabajar en situaciones de semiesclavitud en sótanos de los que no podían salir. Es decir, estos empresarios engañaban a gente ilusionada, para realizar su propio negocio. Y para ello utilizaban la identidad. Primero, porque se trataba de un contrato entre compatriotas. Segundo, porque la situación de ilegalidad por la falta de documentación acentuaba la desprotección de esos trabajadores. Tercero, porque algunos de estos empresarios eran personalidades de su comunidad en Buenos Aires, unas veces como vecinos generosos, otras como pasantes de fiestas patronales.
¿Qué impacto tiene esta operación de dominación y el compromiso ético con los dominados en el proceso de conceptualización de las migraciones? Dicho de otra manera, ¿qué hacer con el concepto de identidad (boliviana o cualquier otra) una vez constatada la desigualdad como estructura de relación? ¿Un uso ingenuo de “identidad” no podría resultar justamente un soporte para la reproducción de ese vínculo de extrema desigualdad?
Otro breve relato. Algunos años más tarde yo realizaba un trabajo de campo en zonas de frontera de Argentina con Paraguay y con Brasil. Desde 1995 había comenzado a funcionar el Mercosur, acompañado de grandes anuncios de integración y unión latinoamericana. Mientras yo desarrollaba mi etnografía sobre los vínculos y procesos comunicativos entre paraguayos, brasileños y argentinos, importantes líderes políticos y destacados intelectuales consideraban al Mercosur como el mejor modo de resistir las presiones del ALCA, el proyecto impulsado por Estados Unidos. En concordancia, varios estudios académicos se proponían impulsar la integración, explicando los conflictos o dificultades como simples reminiscencias de un pasado que ya se había superado.
Sin embargo, para la gente que vivía en la frontera, es decir la gente que supuestamente debía vivir la “integración” de manera más concreta, el Mercosur era en el mejor de los casos una fantasía y en el peor era una de las causas principales de los problemas económicos de su familia y su ciudad. La pregunta pertinente no es si la gente de la frontera deseaba “integrarse”, sino cuáles son las disputas de sentido acerca del término “integrarse”. Es decir, no es viable un compromiso ético con la “integración”, ya que el Mercado Común de las empresas transnacionales no coincide necesariamente con la unión de pueblos de frontera. Eso lo sabían muy bien los habitantes de la frontera, ya que mientras veían circular a los grandes camiones también sentían el creciente control aduanero que se había impuesto para el llamado “contrabando hormiga” que se realiza en la frontera desde hace décadas. Aquello que los políticos llamaban “integración” (para las grandes empresas) la gente de la frontera podría haberlo traducido como su “desintegración”.
Si la historia de la esclavitud entre bolivianos exigía repensar el concepto de identidad, la tensión en la frontera cuestionaba la asunción de la integración como objetivo a cumplir.
Si pretendemos explicar relaciones entre ética, compromiso político e investigación académica, debemos interrogarnos acerca de los sujetos involucrados. En cualquier situación social hay diversos actores e intereses involucrados, desde el supuesto interés común, hasta el de un grupo excluido, que a su vez puede no coincidir con los de los líderes de ese grupo, sin mencionar los académicos y del propio investigador. Generalmente, los intereses de tantas personas y grupos no presentan una armonía perfecta y son evidentes claras y difusas disyuntivas ¿Por quién optar? ¿Por qué optar? ¿Cómo hacerlo?
Hay otras preguntas que necesitamos responder primero ¿Se puede resolver esta cuestión en un grado de abstracción general? ¿Hay una regla (o receta) universal? Hay un riesgo conocido y pocas veces exorcizado que puede denominarse “la teoría viaja mejor”. Es decir, existe una suerte de gradación imaginaria (y absurda) entre la dimensión del objeto y la dimensión del autor. Grandes autores, se supone, sólo pueden escribir de ciudades, países o continentes. O de conceptos. Nunca de aldeas. En un nivel, se trata del dilema de formas de enunciación: enunciaciones desde la teoría y enunciaciones desde los casos. Si bien la contraposición es problemática, también es performativa: un caso tiende a leerse como situación específica, acotada, mientras que la teoría, como modo de enunciación, atraviesa fronteras nacionales y disciplinarias. La lectura de casos exige un saber leer adicional, ya que implica reconstruir una teoría que no siempre puede explicitarse en su totalidad, encontrar la innovación en una parcialidad que no siempre se ubica en un sistema argumentativo. Esa no sistematización a veces implica una reivindicación de la particularidad de las situaciones socio-históricas, una búsqueda por comprender un mundo cuyo valor no radica en su capacidad de generalización. De hecho, la excepcionalidad puede adquirir un mayor valor teórico que la regla.
Ahora bien, ese énfasis en lo particular de las situaciones socio-históricas, ¿realmente pierde de vista la universalidad? Creo que tiende a ubicar la universalidad en las preguntas que nos hacemos, más que en las respuestas. Nuestras preguntas enfatizan lo universal, mientras prefiero (exceptuando a ciertas cuestiones éticas) respuestas que enfaticen lo particular. De modo análogo, las preguntas de los historiadores están determinadas por el presente, pero no así sus respuestas (al menos, no deberían estarlo). Lo mismo sucede con el compromiso político: muchas preguntas de las ciencias sociales están determinadas por el compromiso político, pero no así sus repuestas. Si las respuestas estuvieran determinadas por ese compromiso no serían respuestas que surgen de las investigaciones rigurosas y seriamente comprometidas. Si estamos dispuestos a apostar a la ampliación de la imaginación social, poniendo en cuestión mitos del presente (mitos nacionales y globales, discursos y prácticas de los de arriba y de los de abajo), es porque confiamos también en nuestras prácticas de investigación. Y en que esos resultados, que no reproducen lo instituido, puedan hoy o en el futuro ser reapropiados por quienes son sujetos de nuestra propia solidaridad.
Que todo pueda y deba ser puesto en cuestión no implica que se lo cuestione desde un lugar equidistante. Quienes tomamos posición por movimientos sociales o sectores subalternos, cuestionamos los dispositivos del poder porque pretendemos contribuir a generar brechas en ciertos consensos, mientras que estamos dispuestos a cuestionar las prácticas alternativas o de oposición si eso puede contribuir a enriquecerlas y potenciarlas. De allí que confiemos en que socavar los sentidos comunes -y en primer lugar los nuestros- pueda ser nuestra principal contribución a cualquier proceso de cambio social. Lo cual es una concepción muy diferente, por ejemplo, de aquella que pretendía ubicarnos como la voz de los que no tienen voz (donde el desafío político no es sustituirlos, sino contribuir a que hablen por sí mismos) o como francotiradores de denuncias que a veces tienden a reproducir los sentidos comunes.
En otras palabras, todavía hay una concepción que plantea que el compromiso ético determina las preguntas, métodos y resultados de una investigación social funcional o práctica en relación con un objetivo político. Esta concepción puede llevar, a mi modo de ver, a que las ciencias sociales y humanidades tiendan a reproducir sentidos comunes “progresistas”, “pluralistas” o “democráticos”. Sin embargo, a veces, esos sentidos comunes son constitutivos de la incapacidad de generar transformaciones sustantivas. En esos casos, tendremos a las concepciones políticas como obstáculo epistemológico y a los resultados de la investigación, pretendidamente transformadores, como elementos de reproducción de categorías y prácticas sociales.
Una lectura superficial podría suponer que estamos convocando aquí a un argumento positivista. En realidad, estamos diciendo exactamente lo contrario. No se trata de pretender expulsar a la subjetividad del proceso de conocimiento, como supuesta condición de objetividad. Se trata de reconocer que la subjetividad es constitutiva del proceso de conocimiento y por ello mismo debe ser objetivada. En ese sentido, es tan cierto que no hay conocimiento social sin pretensiones ético-políticas como que la traducción de pretensiones ético-políticas a modos enunciativos científicos es lo opuesto al conocimiento. Es desconocimiento de la particularidad, o ignorancia a secas.
La investigación busca desestabilizar nuestras nociones, nuestros saberes, nuestras creencias y las de otros. No busca reproducirlos. Para reproducirlos hay medios más eficaces, útiles y prácticos. Cuando algo es obvio, sabido e incuestionable ¿para qué investigarlo? Cuando todas las hipótesis son posteriormente confirmadas, ¿para qué se realizó la investigación? Existe una visión instrumental de la ciencia como un discurso más legítimo que otros y que, por tanto, buscaría afirmar desde esa legitimidad creencias anteriores. Sin embargo, una investigación rigurosa y sistemática puede muchas veces revelar que desde un punto de vista ético- político que busque equidad y pluralismo esas concepciones resultaban equivocadas.
Una de las zonas teóricas donde las confusiones entre intenciones y resultados se multiplican es aquella que se refiere a las relaciones entre diferencia y desigualdad, entre integración y multiculturalidad. Ante procesos migratorios, situaciones de frontera, grupos indígenas o afro se plantean los debates acerca de cómo generar políticas que apunten a la equidad y al pluralismo. Si esas políticas requieren de investigación empírica rigurosa, o mejor dicho, si la investigación es estrictamente una condición de posibilidad de esas políticas democráticas es porque qué es justo, qué valores, qué normas y con qué aplicación no son universales (más allá de dimensiones muy generales). Por tanto, cada sociedad necesita descubrir, en sus circunstancias específicas de interculturalidad, qué significa y cómo se construye la justicia.
Es decir, que una perspectiva ético- política que presuponga qué es democrático y equitativo más allá de la sociedad y de la historia estará muy cerca del autoritarismo. Y si se pretende realizar una investigación únicamente para confirmar concepciones previas acerca de esto, probablemente no se logrará avanzar. Una condición sine qua non de la investigación rigurosa es colocar en entredicho, en cuestión, nuestros propios sentidos comunes, nuestros presupuestos. No nuestros valores trascendentes (como la equidad o el reconocimiento de la diferencia), sino el modo específico que esa perspectiva ético-política asume en una sociedad concreta en un momento determinado. Un conocimiento localizado.
Tomemos un ejemplo. Cuando a una sociedad llegan inmigrantes que suelen ser discriminados, o hay pueblos indígenas que han sido estigmatizados, ¿quién no desea que esos grupos excluidos logren integrarse a la sociedad? Sin embargo, como ya hemos dicho ¿qué significa exactamente “integrarse”? ¿Implica ser un miembro con los mismos derechos que los demás, incluyendo el derecho a ser diferente? ¿O implica adaptarse a las pautas culturales dominantes como condición de acceso a la ciudadanía? Generalmente, una noción como “integración” implica asimilación, incorporación armónica y no conflicto. En ese sentido, el propio concepto posee una densa carga valorativa que muchas veces pasa desapercibida para investigadores que parten desde posiciones ético-políticas opuestas. Sin embargo, el propio concepto produce efectos sobre la investigación y sus resultados.
Si el trabajo empírico es necesariamente un lugar de generación de desafíos conceptuales, no es el único. Cambios en configuraciones culturales o en contextos políticos pueden trastocar certezas y convulsionar los valores ético-políticos asociados a nociones y teorías. Quizá el ejemplo más elocuente en la actualidad es lo que sucede con el concepto antropológico de cultura.
El concepto de cultura fue construido y recreado en la antropología como desafío a perspectivas elitistas o segregacionistas. En el mismo concepto de cultura había un impulso democrático, pluralista. En 1871 Tylor había planteado un concepto de cultura asociado a los conocimientos, creencias y hábitos que el ser humano adquiere como miembro de la sociedad. Esta noción se oponía a la idea de que la cultura se restringía a la llamada “alta cultura”, a la perfección espiritual. Es decir, el con cepto de Tylor tenía una implicancia ético-política. A principios del siglo XX, Boas, otro antropólogo, postula un concepto de cultura opuesto a la idea de la raza como determinante del temperamento o de la mente humana. Mientras la idea de raza clasificaba a los seres humanos desde la biología, la inmutabilidad y la jerarquía, el concepto de cultura clasificaba desde la vida social, la historicidad e implicaba un planteo de relativismo. Boas introdujo la idea de pluralidad. No sólo era importante la “Cultura” en singular, sino el estudio de “culturas” específicas. Una cultura particular sólo es comprensible a partir de su historia. Una creencia o un hábito cultural sólo pueden ser comprendidos en el marco de un universo específico de sentido. Pretender evaluar las creencias o prácticas diferentes de las nuestras fuera de sus contextos, a partir de nuestros propios valores, implica no sólo desconocer la diversidad humana, sino actuar de modo etnocéntrico.
Sin embargo, las nociones teóricas y sus valores ético-políticos son históricos. Actualmente el concepto de cultura está siendo utilizado, en algunos casos, con la intención de producir el efecto contrario, mostrando a un mundo que estaría dividido en dos partes inconmensurables, por una barrera infranqueable: “nosotros” y “los otros”, “the West and the Rest”. Cuando el concepto de “cultura” constituye otra forma de determinismo se plantean problemas similares a los que implicaba la “raza”. Si se supone que una persona adopta necesariamente valores y prácticas compartidos homogéneamente por la comunidad en la que crece, tiende a suponerse la uniformidad psíquica, intelectual, moral y conductual de una persona y una comunidad.
No debe pasarse por alto que muchas veces esta visión se sustenta en posiciones políticas a favor de pueblos discriminados o dominados. En las últimas décadas, acompañando el desarrollo de nuevos movimientos sociales y en contraposición a las políticas de discriminación, asimilación y homogeneización, las políticas multiculturalistas comenzaron a imponerse en el mundo académico y en la gestión pública progresista. Se trata de establecer, en contraposición a las políticas de exclusión, políticas de reconocimiento de grupos o colectividades subordinadas o despreciadas como los pueblos originarios, los afro, los inmigrantes excluidos, entre muchos otros. La pretensión del multiculturalismo es invertir o modificar la valoración que se realiza de estos grupos y reivindicar, entre sus derechos civiles, su derecho a la diferencia.
Puede plantearse una paradoja si esta pretensión de invertir la valoración se inscribe, como a veces sucede, en una extensión de la lógica de la discriminación. Es decir, si la diferencia cultural se concibe como un dato objetivo, claro, con fronteras fijas que separan a ciertos grupos de otros. En esos casos, tanto quienes discriminan como quienes pretenden reconocer a esos grupos comparten el supuesto de que el mundo está dividido en culturas con identidades relativamente inmutables. En todo caso, la dimensión histórica sólo puede aceptarse a través de la disyuntiva entre integración y separación. La integración, entendida por ambos sectores como adaptación de los grupos minoritarios a las pautas culturales mayoritarias, es considerada deseable aunque difícil (o imposible) por aquellos que se consideran superiores, mientras se considera una grave pérdida de diversidad cultural por aquellos que adscriben al multiculturalismo. La separación, entendida como la fijación de grupos distintivos con culturas e identidades claramente delimitadas, es comprendida como un riesgo por aquellos que se consideran superiores y como un logro de conservación cultural por quienes adscriben al multiculturalismo.
La diferencia cultural, entonces, puede ser utilizada a la vez para intentar subordinar y dominar a grupos subalternos, como para reivindicar los derechos colectivos de esos grupos. Por ello, el reconocimiento de diferencias culturales no tiene un valor ético-político esencial, sino que su sentido depende de la situación social. El problema surge cuando distintos sectores entablan una disputa sobre las valoraciones y consecuencias de unas diferencias que se consideran autoevidentes. Sin embargo, la diversidad no debe comprenderse como un mapa esencializado y trascendente de diferencias, sino como un proceso abierto y dinámico, un proceso relacional vinculado a relaciones de poder.
En estas luchas por establecer el valor político de la diversidad, los distintos sectores pueden tender a enfatizar sus diferencias (supuestas o no) de manera creciente, perdiendo de vista la importancia de las luchas por la igualdad o la justicia. Las diferencias construidas en situaciones de contraste específicas y en contextos políticos concretos pueden reificarse hasta el punto de que terminemos convencidos de lo radicalmente distintos que somos “nosotros” de “los otros”, sean ellos los “inmigrantes bolivianos”, los “indígenas”, los “gays” o los “taliban”.
Después del atentado del 11 de septiembre quedó evidenciado que existe un nuevo fundamentalismo occidental que también es culturalista. En efecto, después del atentado muchos periodistas, intelectuales y opinadores difundieron masivamente la tesis huntingtoniana acerca del “choque de civilizaciones”. El mundo de clivajes ideológicos y políticos habría quedado atrás de manera definitiva. Ante nosotros, el siglo XXI se estaría desplegando a través de clivajes culturales y religiosos.
Esa apropiación y resignificación política del concepto de cultura plantea desafíos teóricos y éticos. Desarrollos teóricos recientes de la antropología permiten comprender que la cultura se encuentra en la base de esas guerras y conflictos políticos en un sentido diferente al postulado por los actores sociales. El enfrentamiento no es entre dos culturas, sino que existe una cultura del conflicto. “Cultura” no sirve para identificar grupos más o menos diferentes, sino para comprender los patrones de interlocución entre esos grupos. Hay diversas culturas del diálogo y de la guerra, del enfrentamiento y de las alianzas. Diferentes actores que participan de una disputa pueden insertar sus acciones en una lógica compartida y, en ese sentido, pueden pertenecer al menos parcialmente a mundos imaginativos similares. En este sentido, cultura no sólo sirve para contrastar, sino también para intentar vislumbrar si hay algo compartido entre actores aparentemente tan disímiles, que afirman diferencias de identidad con sus contrincantes y, últimamente, que reclaman que un abismo cultural los separa de manera irreductible. Cultura no sólo incluye la dimensión donde es posible establecer aspectos similares y diferentes entre grupos, sino también la dimensión donde es posible analizar los modos en que esos grupos hablan y actúan sus diferencias reales o imaginadas.
El trabajo de campo plantea desafíos a nuestros conceptos y sofistica los modos en que analizamos sus significaciones. Esto implica tomar una doble distancia: tanto de los usos que los actores sociales hacen de un concepto como de los habituales usos teóricos. Esta doble distancia se hace necesaria en la medida en que sospechamos que en la traslación mecánica de las fórmulas del uso social al plano conceptual se encuentra una tendencia a la simple reproducción de posiciones y discursos de actores e instituciones sociales específicas. Muchos investigadores, al transformarse en jugadores en el juego que se proponían estudiar, no pueden ir más allá de traducir a un lenguaje técnico propuestas existentes en la sociedad. Por el contrario, el distanciamiento metodológico -salir del juego- es una necesidad no sólo epistemológica sino también para, desde un punto de vista diferencial, realizar aportes nuevos a los modos en que se desarrollan las relaciones sociales en el marco actual. Para imaginar relaciones sociales pluralistas, simétricas y democráticas entre nuestras sociedades y sus grupos sociales necesitamos -desde las ciencias sociales-, construir una distancia que posibilite ir más allá de los límites actuales de la imaginación social. La reproducción de ciertos conceptos y de significados antiguos y anquilosados constituye una de las limitaciones más poderosas a esa imaginación.
Retomando la cuestión de la universalidad, es importante preguntarse cómo puede alcanzarse una cierta universalidad desde el análisis de situaciones localizadas (más que locales). Esto exige repensar el estatuto de la comparación. No una comparación para recobrar la ilusión de leyes generales, sino para conseguir reconstruir la historicidad y especificidad de las situaciones.
En fin, se trata de interrogarse acerca de cómo es posible generalizar sin perder la situacionalidad. Creo que muy a menudo respondemos mal a este desafío, porque nos tienta la pretensión de algún tipo de universalidad. Y esa pretensión es legítima y valiosa. El problema radica en la enunciación o, mejor dicho, en lo que la enunciación deja traslucir respecto de cómo pensar los campos de lo político y de lo académico.
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Rossana Reguillo*
* Profesora-investigadora del Departamento de Estudios Socioculturales del ITESO.
Estamos condenados, como lo ha observado agudamente Ulrich Beck, a buscar soluciones biográficas a contradicciones sistémicas. Buscamos una salvación individual para problemas comunes. Pero esta estrategia está lejos de traer los resultados que estamos buscando, porque deja las raíces de la inseguridad intactas y más aún, este repliegue a la solución y a los recursos individuales, es precisamente lo que “contamina” el mundo, con la inseguridad de la que deseamos escapar.
Zygmunt Bauman (2001; 44)
La relación entre el estatuto del saber, los riesgos crecientes en la sociedad contemporánea y la llamada modernidad reflexiva, son la base del ensayo que aquí se desarrolla. Se trata de un ensayo socialmente referido, en la medida en que la “materia prima” de su reflexión lo constituyen las explosiones de gasolina que hace ya diez años sacudieron las entrañas de la ciudad de Guadalajara, ocasionando 210 muertes, miles de heridos, daños materiales aún no del todo cuantificados y de manera fundamental, una transformación de fondo en la manera en que los ciudadanos replantearon su relación con la ciudad. La palabra “riesgo”, se incorporó al vocabulario cotidiano de mujeres y de hombres, y las demandas de justicia, seguridad, información, trastocaron la relación con los “saberes expertos” y las mediaciones y dispositivos sociales para la gestión del riesgo.
The relation between the statute of knowledge, the increasing risks of contemporary society, and the so-called reflexive modernity, are the basis developed in this essay. The topic is a socially referred text, in the measure that its base materials of its reflection are constituted by the gas explosions that ten years ago shook the city of Guadalajara, causing 210 deaths, thousands of injured, and material damages yet to be quantified, and that in a fundamental way, caused a deep transformation in the manner in which citizens related to their city. The word “risk” was incorporated to daily language of men and women, and the demands of justice, security, information, transformed their relation with those “expert know ledges” and the mediations and social dispositives for the management of risk.
Resulta difícil optar por un punto de vista específico para re-pensar las explosiones de gasolina que se produjeron el 22 de abril de 1992 en el Sector Reforma de la ciudad de Guadalajara. Difícil, porque el acontecimiento desbordó los márgenes acotados de un tiempo y de un espacio, precisos; su característica principal fue la multidimensionalidad de sus efectos, en el plano humano, en el político, en el social, en el cultural. El desastre hilvanó con toscos hilos la historia de una comunidad, de una ciudad, de un país, en un tapiz grotesco. La contemporaneidad de los sucesos no “prescribe”, no se agota, sigue ahí proyectando una sombra que resulta imposible descifrar sin aludir al mismo tiempo al mundo, a esa globalidad que ha dejado de ser retórica discursiva para instalarse como evidencia de los logros y fracasos de la sociedad.
A pesar de todo, del drama, del inevitable sentido trágico con el que se experimentó y enfrentó el acontecimiento, hubo espacios, gestos y palabras que, por un momento, sacaron a los individuos a campo abierto, a la intemperie, y otro tejido enredó las biografías y los afanes, una textura que se prendió a los pliegues del suceso y fue dejando bordes, marcas, cicatrices, como testimonio de que la historia no es una página sin tachaduras.
Y sí, los muertos cuentan, los lesionados existen, la memoria pesa y el cinismo de la clase política parece no acabar nunca. Lo sucedido el 22 de abril hace diez años y las muchas noches y días que se colgaron a esos eternos minutos cuando explotó lo más elemental y valioso en la vida de una comunidad: la confianza básica en un sistema y en un orden social, demanda hoy salir de la prisión del pasado y poner la mirada y la voluntad en un presente capaz de proyectar futuros.
Las explosiones trajeron consigo, de manera inédita en la vida de la ciudad, la conciencia de la vulnerabilidad, una dimensión ya constitutiva en las sociedades de la modernidad tardía. Y la vulnerabilidad no puede ser pensada ni entendida sin formular simultáneamente la pregunta por el riesgo.
En el ámbito de las ciencias sociales y sus enfoques sistémicos1, ha cobrado especial fuerza la noción de riesgo, que ha venido a revitalizar la discusión en torno a los impactos del proyecto de la modernidad en diferentes campos de la vida social. Clave en los estudios de la ciudad, esta noción permite mantener en tensión productiva la articulación entre las dimensiones estructurales y la acción de sujetos históricamente situados. Bajo esta perspectiva, la ciudad que en términos estructurales opera como un sistema multidimensional, configura escenarios diferenciales de vulnerabilidad frente a este sistema, cuya especificidad está dada por la ubicación de los actores sociales en la estructura, visualizados como “agentes” (Sewel, 1992), en tanto estos actores son capaces de movilizar ciertos recursos, a la manera de Bourdieu (1989), capital social, económico y cultural, para hacer frente al riesgo.
Así se reconoce que una de las claves que demanda la complejidad de la vida moderna, es la gestión del riesgo. Ello significa que la modernidad en su fase reflexiva, es decir cuando la sociedad es capaz de tomarse a sí misma como objeto de reflexión, de pensarse en términos de proyecto- consecuencia, se diferencia de la fase anterior, donde las “consecuencias” del proyecto moderno son pensadas como fuerzas exógenas, como elementos externos al sistema, sin conexión con decisiones y procesos del modelo de desarrollo asumido.
En esta fase de la modernidad, sustentada en la idea de un progreso lineal y del ascendente dominio de la técnica y de la ciencia, Hitler, por ejemplo, es apenas un “accidente”, una patología psicológica, que “aparece” sin conexiones al contexto y momento histórico-político de la Europa de la pre-guerra; la extinción de especies es pensada como un “precio” que hay que pagar, pero nunca una consecuencia vinculada al modelo de desarrollo; o, los sismos de 1985 en México, un lamentable accidente de la naturaleza cuyos efectos devastadores se vinculan a la magnitud de las escalas de medición y se “desconecta” del esquema de desarrollo urbano de la ciudad, de la corrupción política y de la desigualdad.
Pero los Hitler no aparecen de manera espontánea, son producto de un tiempo y de una sociedad; los animales y las plantas no se acaban porque sí y de manera inevitable, el deterioro ambiental es consecuencia directa del modelo de desarrollo adoptado; y los efectos de los sismos, por más alta que sea su escala, pueden mitigarse desde la gestión política, social, cultural y en el contexto de un modelo económico equitativo.
Tampoco la gasolina “explota en los drenajes”, de manera inexplicable y porque sí.
La multidimensionalidad de los factores que concurrieron para provocar el desastre (muchos de ellos todavía en la penumbra), le confirieron al 22 de abril las características propias de un evento que se inscribe en la lógica de la modernidad reflexiva. Primero, porque esta multidimensionalidad se hizo evidente desde el principio, es decir, hubo evidencias razonables para afirmar que el desastre era sistémico y vinculante, en él se fusionaba el modelo de desarrollo urbano de la ciudad, el sistema político con sus acciones y omisiones, la ausencia de saberes técnicos y un complejo entramado cultural que operó, simultáneamente, como protección frente a la catástrofe y como obstáculo para superar las contradicciones previas a los acontecimientos2. Segundo, porque estos mismos elementos provocaron y propiciaron que el desastre rompiera el margen circunscrito de sus efectos, para saltar al espacio público como objeto de reflexión, de debate, de movilización.
En términos de la gestión del riesgo, tres aspectos resultan sustantivos a partir de la experiencia del 22 de abril:
De cara al futuro, la pregunta que se debe plantear a raíz de los aprendizajes (costosos y sumamente dolorosos) que se derivan del hecho, es la necesidad de “corregir” el modelo urbano y proyectar con una nueva lógica el crecimiento de la(s) ciudad(es): una en la que se asuma como premisa fundamental la consideración de los riesgos asociados al desarrollo y crecimiento urbanos. Ello no se agota en un modelo técnico de planeación, sino que se conecta de manera directa con el proyecto sociopolítico que una sociedad se da a sí misma; es claro que cada día resulta más complejo –especialmente por la crisis económica y la necesidad de inversiones– mantener un índice de crecimiento adecuado que armonice con un riguroso cuidado ambiental, pero la “solución” no estriba en desplazar hacia las zonas populares, pobres, marginales, el riesgo. “Cargar” a la cuenta de los sectores menos favorecidos este costo y proteger a ciertos sectores y a las zonas en las que instalan su habitat, equivale a perpetuar un esquema de dominación que condena a los más pobres a una vulnerabilidad mayor, que de cualquier manera, si aceptamos que la ciudad es un sistema en el que cada parte se comunica con el todo, termina por repercutir en el conjunto.
En el contexto de una ecología social que demanda cada vez más una mejoría en la distribución social del conocimiento, es fundamental que los actores sociales “comunes y corrientes”, cuenten con el suficiente capital de saberes que les permita interactuar con un medio ambiente cuya supuesta hostilidad se deriva, otra vez, del modelo de desarrollo asumido. Los medios de comunicación masiva son correas de transmisión y circuitos fundamentales para la distribución social del conocimiento pero no pueden suplantar (por su propia especificidad) a los saberes expertos y estos últimos no pueden mantenerse en el olimpo inalcanzable de un lenguaje cifrado que de vez en vez, accede al ejercicio democrático de compartirse. No se trata de que todos los actores sociales dominen el conjunto del saber científico-tecnológico, sino de que la sociedad cuente con circuitos adecuados y expeditos para acceder a este saber, del que muchas veces depende el mantenimiento de la vida.
Si de un lado las autoridades de distinto nivel evadieron responsabilidades y se ampararon en un esquema aprendido de hacer gobierno, los damnificados, primero y los ciudadanos, después, tuvieron que apelar a su propio acervo (objetivamente disponible y subjetivamente apropiado3) de conocimientos y de formas de hacer, es decir, a la cultura. En su momento de creación e invención cultural, este “acervo” posibilitó apelar a las formas culturales de comunidad barrial, a la solidaridad, al uso e invención de símbolos y emblemas aglutinadores, en una palabra, a proteger la vida frente a la amenaza; pero en su fase reproductiva, este mismo acervo trabajó a favor de la reproducción de formas de representación y de acción que no lograron romper la victimización o la marginalidad de lo alternativo y que trajo como consecuencia fragmentaciones, el seguimiento de prácticas corporativas y la asunción de una posición de subalternidad con respecto a las autoridades4.
Mirando hacia delante, algo se ha aprendido, pero es insuficiente. Como lo ha demostrado la continuidad en la lógica política que no logró o que más bien no quiso, sacar al 22 de abril de un esquema electorero y como se ha visto en la lucha continuada de los lesionados, los engranajes del dispositivo cultural siguen desajustados. La tarea pendiente es aprovechar lo aprendido y transitar de un esquema cultural reproductivo al nacimiento de una cultura del riesgo, en la que cada parte cumpla y asuma la función que le toca: los unos, gobernar con responsabilidad social de cara a la gestión del riesgo; los otros, vigilar el ejercicio de gobierno y asumir la co responsabilidad en la gestión de esos riesgos; no más víctimas, sino ciudadanos.
La realización de una modernidad reflexiva capaz de hacerse cargo de su propio proyecto, pasa por la posibilidad de echar mano del pasado, por la capacidad de entender los efectos y los costos sociales y económicos que se derivan del modelo asumido y sobre todo entender que los desastres, las tragedias, las guerras, el terrorismo, los gobiernos autoritarios, la violencia, no provienen de “un afuera”, situado más allá de la responsabilidad humana, sino de un “adentro” que se vincula a las decisiones y opciones que se hacen cada día. Hoy, diez años después, me parece, que es urgente tomar el 22 de abril como un profundo y serio ejercicio reflexivo, no para evadir lo que aún queda pendiente, ni para negar el dolor que palpita en las entrañas de la ciudad, sino para estar en condiciones menos desventajosas de enfrentar el futuro.
En uno de sus más recientes libros, Zygmunt Bauman (2001) a mi juicio, uno de los más potentes analistas de la globalización y de la modernidad tardía, plantea la disyuntiva social entre libertad y seguridad, como dos elementos fundamentales y al mismo tiempo, irreconciliables para el orden social. Ganar en libertad, a decir de Bauman, significa perder en seguridad y viceversa, y no por ello, opina, debemos cejar en el intento de lograr un equilibrio entre ambas fuerzas. Esta discusión no es menor y se instala con absoluta vigencia y pertinencia en el mundo “post-september eleven”.
En relación con la discusión que aquí nos ocupa, el tema, me parece, es central para pensar la constitución de la ciudadanía en el contexto de un mundo cada vez más complejo y atravesado por las contradicciones (y complementaciones) entre lo local y lo global.
¿Dónde están las fuentes de seguridad para los ciudadanos hoy? ¿Dónde estuvieron hace diez años cuando las explosiones derrumbaron la confianza y la hundieron catorce metros bajo tierra? Y aquí apelo nuevamente a Bauman, para servirme del título de su libro en el intento por tratar de ubicar el argumento que quiero desarrollar. El título que escoge Bauman es el de Community. Seeking safety in an insecure world (“Comunidad. Buscando estar a salvo en un mundo inseguro”). Bauman deposita el peso de su discusión en la idea de comunidad como la alternativa “moderna”, frente a los riesgos y amenazas en un mundo cada vez más inseguro. Y lo hace de una manera crítica señalando los peligros que puede representar el regreso a ciertos comunitarismos ensimismados y cerrados a lo exterior.
La “comunidad” nos hace sentir seguros, confiere la certeza de un “nosotros” capaz de acoger y fundir las diferencias individuales en una solución de continuidad y, sobre todo, nos protege del esfuerzo que implica aceptar como válidos otros modos, esquemas, estilos de vida. Frente a esta idea de comunidad se levantaron las estructuras de la modernidad y con ellas, la noción moderna del ciudadano que, desde el plano de la biografía individual, era sujeto de derechos y obligaciones políticas, civiles, sociales y más tarde, culturales (Marshall, 1965; Rosaldo, 1997). Es decir, frente al riesgo del insularismo comunitario y la tentación autoritaria de un “nosotros” que puede borrar las biografías individuales, la propia sociedad creyó encontrar en la ciudadanía, referida a individuos con independencia de sus pertenencias culturales, un antídoto para contrarrestar el peso de la tradición y los amarres de clase, de género, de etnia5. Liberar al individuo de sus cargas históricas y colocarlo al centro de la polis como interlocutor legítimo de los poderes.
Pero la ciudadanía no se asume, ni se ejerce en el vacío. Si se acepta que la ciudadanía es un concepto relacional, es decir que se define siempre en relación con un sistema político, frente a unos poderes y de cara a otros con-ciudadanos, resulta evidente que las pertenencias, anclajes y tradiciones, desempeñan un papel decisivo en la constitución de la ciudadanía.
De manera esquemática apunté líneas arriba, que a raíz de los sucesos del 22 de abril, tanto los damnificados como la ciudadanía (la que se involucró y la que permaneció como testigo impávido ante los acontecimientos) pusieron a operar un conjunto de esquemas previos, de saberes y de formas de acción. Todas estas formas evidenciaron que la ciudadanía no es un referente vacío que se agota en una definición puramente formal de derechos y obligaciones, sino una mediación central para la acción política que se verifica, es decir, que se realiza (empíricamente) en un contexto particular que pone a prueba la definición formal.
Como traté de probarlo en mi investigación sobre el 22 de abril (Reguillo, 1996 y de manera más reciente en Reguillo, 2000) se es ciudadano “desde” el espacio de la familia, se es ciudadano “desde” el conjunto de saberes aprendidos, “desde” la comunidad de referencia (emocional, política, cultural). Muchos buscaron el “modelo aceptable” de asumir su ciudadanía en el propio núcleo familiar; otros tantos apelaron a sus grupos corporativos; otros más recurrieron a sus comunidades religiosas, y muy pocos, optaron por buscar la fuente de su actuación política en el modelo de una sociedad de individuos libres y responsables.
La fuente principal que alimentó las seguridades, tanto para hacer frente a los efectos del desastre como para orientar la acción, fue la idea de comunidad. Que ello contribuyó a mitigar la devastación ante la ausencia del Estado (al igual que en los sismos de 1985), que ello permitió encontrar respuestas confortadoras frente a la incertidumbre del momento, es más que cierto. Pero también es cierto, que esta especie de comunitarismo ciudadano, impidió construir y mantener una plataforma de acción de largo plazo, y de manera especial facilitó la estrategia de desmantelación del movimiento emprendida por unas autoridades poco acostumbradas a enfrentarse a un ejercicio ciudadano, que pese a estas debilidades, logró situarse como interlocutor de un poder acostumbrado a la sordera.
Diez años después, me parece, el desgaste, la necesidad del nosotros (¿antropológicamente ineludible?), propiciaron que la balanza entre libertad y seguridad se inclinara del lado de esta última. Y que pese a los avances, la necesidad de la certeza, del cobijo y del calor que brinda la seguridad de una comunidad de referencia, triunfó sobre el vértigo de una libertad que estaba sustentada en el estreno de una voz colectiva capaz de filtrar sin borrar o aniquilar, las diferencias.
Si el siglo XX se caracterizó por la búsqueda itinerante de un modelo capaz de equilibrar las relaciones entre seguridad y libertad, el siglo XXI, nos despierta, con la amenaza de fuerzas y poderes empeñados en convencernos de que la única alternativa de futuro es empeñar la libertad a costa de la seguridad.
En este sentido estaba convencida, lo sigo estando, de que la alternativa es oponer a este maniqueísmo, no la fuerza de la utopía, sino la fuerza del topos, es decir, del lugar en el que efectivamente puede existir la ciudadanía, un topos capaz de equilibrar la relación entre individuo y grupo, un lugar que haga posible la coexistencia de la tradición y la invención cultural. Sólo así, de manera reflexiva, es posible eludir el peligro del repliegue hacia el comunitarismo autoritario y el que representa un individuo desanclado del momento y del espacio que habita.
Atlas de riesgos, manuales de prevención, comités científicos, sofisticados aparatos de medición, han ocupado la escena pública, pero parece que este conjunto de acciones no logran constituirse en políticas públicas capaces de lidiar con el riesgo. La dificultad de transitar de un esquema de medidas aisladas a un “proyecto social de riesgo”, que articule el desarrollo urbano, manejo de sustancias peligrosas, plataformas culturales y esquemas políticos que dejen de visualizar a los ciudadanos como electores, estriba en el peso de la modernidad lineal que se basa en un crecimiento a toda costa, que impide dar paso a un proceso reflexivo que sea capaz de sacrificar la velocidad en aras de un modelo equitativo, democrático, justo.
Las políticas públicas para la gestión del riesgo no pueden reducirse a un conjunto de medidas preventivas o de acción decidida y eficaz frente al desastre. Las políticas, en este contexto de modernidad reflexiva, dejan de estar referidas a un centro de decisiones y deben ser fruto, por el contrario, de una cooperación colectiva que atraviesa transversalmente a la sociedad. Políticas en el ámbito educativo, cuya finalidad sea la de generar actores competentes en la conciencia y manejo del riesgo; políticas en el ámbito laboral, que fomentan la participación responsable en la producción y reproducción de las condiciones materiales de existencia; políticas en el ámbito de la producción de la ciencia y la tecnología, que no sólo aportan el saber, sino son al mismo tiempo dispositivos de vigilancia sobre los impactos de las decisiones asumidas; políticas de comunicación, que se traducen en la mejoría cualitativa de los recursos informativos y formativos con los que cuenta una sociedad; políticas culturales, que se hacen cargo de la diversidad y la fomentan como una fuente de riqueza.
Para que todo esto sea posible, es fundamental reorientar la política, lo que significa dotarla de una fuerte plataforma y de contenido social. Por ejemplo, la pobreza y la exclusión son “factores” de riesgo que incrementan la vulnerabilidad no sólo de los actores que las padecen, sino de la sociedad en su conjunto. Los gastos en educación que un país realiza, los gastos en salud, en síntesis, los gastos en seguridad social, son indicadores directamente vinculados al tipo de Estado que los promueve. Y en este sentido una fuerte contradicción se dibuja en el horizonte futuro con signos ominosos, la que representa el avance feroz del neoliberalismo global que incrementa y genera nuevos riesgos y el fortalecimiento de los procesos de la modernidad reflexiva también de alcance global, en el sentido de la capacidad de acción de actores competentes. Los Estados nacionales están ya enfrentando esta contradicción, y la documentación empírica de lo que sucede parece inclinar la balanza hacia el proyecto neoliberal y dar paso a Estados que claudican de su responsabilidad social, lo que a su vez, incrementa el riesgo.
Mientras el 22 de abril, y sus temas no resueltos, siga atrapado en la lógica de lo político-político, no dejará de ser un asunto contingente y exterior, rehén de las decisiones arbitrarias de los políticos en turno. Un espacio tenso de enfrentamiento por recursos –de por sí, escasos– que visibilizan lo anacrónico de los actores políticos incapaces, en lo general, de estar a la altura del momento presente y de los desafíos futuros.
Creo que este es el aspecto más débil y más complejo en la lógica de la gestión de los riesgos. El deterioro creciente de la imagen de la política, en singular y de los políticos, en plural, es un hecho ampliamente documentado tanto desde los estudios de opinión pública como desde los estudios de corte cualitativo, salta cotidianamente en las páginas de los periódicos, en las cabinas de audio de las radios, en las pantallas televisivas, en la conversación colectiva y cotidiana en las plazas y mercados. Y esto es grave. Más allá del impacto moral que esto produce en la sociedad, debe tenerse muy en cuenta. El crecimiento de la brecha entre las autoridades de gobierno y los ciudadanos, produce de manera estructural un esquema de acción individualista que procura el bien y la seguridad particulares, en detrimento de la vida pública. Cuando el espacio público, topos real y virtual de la política, no es un referente confiable, se fragmenta el tejido social y retrocedemos a la barbarie, a la lucha de todos contra todos y la sobrevivencia de los más fuertes.
Pero el hecho de que el ámbito de la política y de sus operadores, sea el más reacio a transitar hacia un modelo reflexivo y democrático, tampoco puede ser considerado como un elemento externo al sistema, en tanto que se vincula a la debilidad de una ciudadanía que no logra ejercer a tiempo completo la participación en el ámbito del interés común.
Las cosas no se transforman por decreto, es cierto. Y también es hoy insostenible mantener un pensamiento lineal. El desafío estriba en hacer posible el pensamiento relacional y sistémico.
Re-pensar el pasado no es el ejercicio nostálgico en torno a lo que fue, es la tarea política de historizar la mirada, con la intención de proyectar un futuro abierto a las definiciones que la sociedad va generando.
Si el acontecimiento fue antes riesgo6, en lo que ha sido callado en torno al 22 de abril hay piezas claves (y necesarias) para armar el rompecabezas del futuro.
Hoy me parece que la pregunta fundamental es qué sentido, riesgo y acontecimiento han sido capaces de transformar o no, el malestar, el miedo, la indefensión en una reconstitución del tejido ciudadano.
1 Entre cuyos autores puede mencionarse a Niklas Luhman, Anthony Giddens, Ulrich Beck, Zygmut Bauman, entre otros.
2 Un análisis detallado de estos elementos puede verse en R. Reguillo, La construcción simbólica de la ciudad, 1996.
3 Ver Berger y Luckman, 1972.
4 No es este el espacio para un análisis detallado de lo sucedido. Este análisis está desarrollado en profundidad en R. Reguillo, 1996, Op cit.
5 Ya los “pre-modernos” griegos diseñaron un dispositivo político similar, con el principio de “isegoría”, como el derecho a la auto-representación en la polis, pero en la medida en que su concepción ciudadana era de carácter sumamente restrictivo (hombres, nobles, y libres) este principio indicaba que sólo tenía derecho a la auto-representación ciudadana un selecto grupo de habitantes de la polis. Ver Habermas, 1979 y Mouffe, 1999.
6 Una discusión amplia sobre este tema aparece en el libro coordinado por García Canclini, sobre la antropología urbana en México. R. Reguillo, “Ciudad, riesgos y malestares. Hacia una antropología del acontecimiento”.
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