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Editorial

Es un hecho que durante las últimas décadas el sistema mundial capitalista se ha esforzado por encontrar caminos para mantener la estabilidad y la hegemonía económica, social, militar, ideológica y cultural de los centros de poder. A pesar de lo anterior, los momentos de crisis económica y social del sistema –como el que vive el mundo actualmente– se han multiplicado haciendo evidente que la gestión de estas crisis afecta, sobre todo, a las sociedades y a los pueblos más vulnerables. La globalización económica –estrategia que el capital ha adoptado buscando superar los momentos de recesión– ha traído aparejada la mundialización de la cultura como consecuencia, al menos parcial, del inmenso desarrollo de las redes informáticas, las herramientas tecnológicas y los medios de comunicación. Estos dos fenómenos han transformado profundamente las sociedades y las culturas, que, de hecho, se fragmentan continuamente, multiplicándose, al mismo tiempo, las tensiones y los conflictos al interior de cada una de ellas y entre sí.

Los problemas del sector educativo, que indudablemente tienen que ver con las circunstancias mencionadas anteriormente, se han incrementado durante los últimos años puesto que allí se viven intensamente los conflictos sociales y culturales. Realidad patente en nuestro país ya que en él confluyen, por una parte, las confrontaciones armadas, las profundas iniquidades e injusticias, el irrespeto a la vida y la lucha entre intereses económicos de muy distinta raigambre (el narcotráfico, los latifundistas, los monopolios transnacionales, el Estado, etc.) y, por otra, los acelerados cambios culturales de la sociedad colombiana contemporánea a los que son especialmente sensibles las nuevas generaciones. El tema de este número de NÓMADAS: la relación entre conflicto, educación y diferencia cultural, resulta entonces fundamental para la comprensión de estas realidades.

La educación en Colombia y en otros países de Latinoamérica ha vivido importantes transformaciones desde hace algún tiempo; en el caso de la escuela, en particular, se han dictado disposiciones que buscan mejorar su clima democrático, incentivar la participación de los distintos actores educativos, regular la convivencia y organizar la tarea académica. Sin embargo, como lo muestran algunos de los trabajos aquí referenciados, aún persisten muchos sus problemas tradicionales como la iniquidad y la discriminación; el carácter fuertemente autoritario de su organización; la atmósfera de violencia y de crisis en sus interacciones; y, la poca incidencia de la mayoría en las decisiones escolares básicas, situación ésta que intensifica sus conflictos y se encuentra asociada a la calidad de su ejecutoria educativa. No obstante, es indiscutible el papel que debe cumplir la educación en la conformación de una cultura política democrática que permita reestructurar el orden social y enfrentar el autoritarismo dentro y fuera de la escuela. Para esta tarea, un abordaje positivo y transformador del conflicto que promueva prácticas como las del diálogo entre las diversas formas culturales, la confianza frente al otro, el respeto a las decisiones compartidas y a las normas acordadas democráticamente, los métodos alternativos de tratamiento de las diferencias evitando su judicialización, etc., resulta de la mayor trascendencia. El conflicto, en este sentido, actuaría como factor de crecimiento, dispositivo formativo y reconstructor de poderes. Esto en la medida en que se acepte también que muchas veces alude no solo a lo diferente sino a las desigualdades básicas de la sociedad; de ahí la necesidad de efectuar su reconstrucción histórica y permitir la emergencia de utopías que permitan hablar del mundo “en múltiples colores y sentidos”. De la relación entre política, culturas y conflicto se da amplia cuenta en el primer apartado de nuestro tema monográfico.

La escuela es entendida por varios autores como un espacio ecológico de cruce de culturas, cuya responsabilidad específica es desplegar la mediación reflexiva de los múltiples influjos que las distintas culturas ejercen permanentemente sobre las nuevas generaciones. Se trata, más concretamente, de un escenario en donde se presentan pugnas culturales por el sentido; en especial, como lo plantea Jorge Huergo, entre la cultura escolar –concepto que alude de manera general a lo propio y más arraigado de la escuela tradicional, esto es, al conjunto de prácticas, saberes y representaciones producidas y reproducidas en la escuela que transforman desde dentro la cotidianidad social, pero que se extienden más allá de la escuela y tienden a la organización racional de la vida social–, y la cultura mediática –término que hace referencia a la capacidad modeladora que sobre el conjunto de prácticas sociales tienen los medios masivos y las nuevas tecnologías, generando un proceso de transformación en la producción de significados–. De ahí que en el segundo apartado se llame la atención sobre la autonomía parcial de las culturas que conviven en el ámbito escolar y sobre el papel del conflicto en el proceso de reproducción social, de modo que al abordarlo pueda comprenderse cómo se ejerce la dominación política. Dicha capacidad reproductora y hegemónica de la cultura escolar, se pone de presente en el modo como se están apropiando en muchas instituciones las nuevas tecnologías y en el surgimiento de “representaciones tecnoutópicas” que sobredimensionan las posibilidades transformadoras de estos recursos; peligro frente al que se ubican por otra parte, quienes ejercen oposición total a los mismos. Resulta entonces de la mayor importancia hacer un llamado a la reflexión pedagógica crítica sobre el desarrollo de competencias tecnológicas y sobre el uso de las nuevas tecnologías en la escuela. Así mismo, desnaturalizar las relaciones de poder en los procesos de alfabetización pedagógica, transitar hacia zonas de diferencia cultural, y diseñar innovaciones pedagógicas que se apoyen en el carácter dinamizador del conflicto para transformar la escuela tradicional constituyen una tarea fundamental.

Por otra parte, es evidente que en el marco de la globalización se ha generado una gran diversificación de las culturas a la cual responden los complejos términos de multiculturalismo, pluralismo cultural e interculturalismo. El primero de estos conceptos (multiculturalismo) ha surgido en el contexto anglosajón como medio para incluir derechos colectivos multiculturales dentro de los regímenes liberales. Los teóricos comunitaristas, sin embargo, han rechazado esta pretensión pues consideran que la inserción en comunidades históricas y lingüísticas precede a cualquier sentimiento de identidad nacional y por tanto a cualquier decisión individual. Por su parte, los neomarxistas, han prevenido sobre el uso ideológico del multiculturalismo liberal, ya que para ellos el énfasis en las “políticas de diferencia” ?género, raza, nacionalidad, etc.? elude el factor socioeconómico que sostiene todas las iniquidades del capitalismo. Otros autores han considerado que detrás de la política multicultural perdura la triunfalista civilización europea, blanca y racionalista que hoy vuelve a autoproclamarse como la cultura principal con respecto a la cual se predica una pretendida apertura a las demás y han formulado, a cambio, el concepto de interculturalismo. Ante esta situación es claro que solo un modelo diferenciado de racionalidad, fundamentado discursivamente, puede respaldar una educación verdaderamente crítica; se trata de ir más allá del multiculturalismo para situarse en la praxis de una democracia radical, dinamizada mediante la deliberación. Resolver democráticamente la tensión entre pertenencia y apertura cultural, supone desarrollar una teoría relacional de la diferencia que evite la “alterificación” del otro: asumirlo como extraño o como enemigo. Se pretende así trascender esta autocomprensión para que los grupos en conflicto construyan nuevas alternativas de convivencia a partir del reconocimiento dinámico de las diferencias. El reto es construir conjuntamente expectativas de futuro: “construir sentido en colectivo”. No obstante, diversas experiencias muestran que cualquier proyecto educativo de este tipo debe inscribirse en una dinámica de transformación política y cultural que enfrente las profundas desigualdades y segregaciones culturales de nuestros países y permita la reconfiguración de las relaciones de poder.

El término conflicto ha sido asumido por los articulistas de este número de NÓMADAS desde una posición crítica y constructiva: se ha renunciado a una comprensión esencialista a la manera de valoraciones o dicotomías absolutas, para hablar, en cambio, de multiplicidad de fuerzas con movilización continua de flujos y conexiones heterogéneas. En el plano de la formación de los sujetos este entendimiento significa que en el cruce entre individuación y socialización emergen singularidades y diferencias como manifestaciones de distintas necesidades e intereses; por ello la educación debe tornarse plural, propiciar la construcción de códigos nuevos, la polifonía y la interdiscursividad. Por otro lado, el concepto de 'cultura del conflicto', denominación referida a las normas, prácticas e instituciones concretas de una sociedad particular relacionadas con el manejo de la conflictividad, puede ser resignificado desde una gestión comunicativo-educativa de los conflictos. Lo anterior supone propiciar un ideario que involucre el reconocimiento de la creatividad como capacidad inherente del ser humano para dar cuenta de la particularidad de los diversos procesos sociales sin desconocer las orientaciones globales y el carácter cambiante de la realidad.

El apartado final del tema monográfico presenta analíticamente un conjunto de experiencias que bien pueden verse desde la anterior perspectiva de gestión; en una primera instancia, muestra como la acción comunicativa posibilita llegar al consenso buscando el interés colectivo más justo, mientras que la acción estratégica intenta resolverlo favoreciendo solo el interés propio; en segundo término, describe como los mecanismos innovadores para el abordaje de la violencia en las escuelas se dificultan cuando existe un clima de desconfianza, miedo y distanciamiento de las orientaciones de los órganos superiores y, sobre todo, cuando no se permite la suficiente participación de los actores de la comunidad educativa; en tercer lugar, explica como la políticas homogenizadoras, propias de una educación asimilacionista de la diversidad lingüística y cultural, ponen en riesgo el principio de igualdad de oportunidades e incluso la supervivencia de ciertas culturas indígenas; finalmente, plantea la manera como una concepción etnocéntrica, ciega al entendimiento de los cambios culturales contemporáneos, imposibilita la construcción de acuerdos intersubjetivos entre personas con visiones diversas y contradictorias sobre el concepto “vida buena” y, en consecuencia, el desarrollo de procesos democratizadores en la escuela colombiana.

En síntesis, son dos las propuestas teóricas que fluyen a lo largo de nuestro tema monográfico y que se encuentran interrelacionadas: primera, la necesidad de posibilitar desde la educación la emergencia de las diferencias culturales y de las nuevas formas de la política; segunda, la importancia de impulsar múltiples articulaciones, a saber: entre la cultura y la política, para desde ahí comprender los conflictos; entre los diversos discursos y prácticas sociales y culturales, para que podamos vivir juntos en medio de las diferencias; entre los proyectos individuales y los proyectos colectivos (institucionales o no) de tal manera que sea posible construir un mejor futuro para nuestras sociedades; y entre el desarrollo de la autonomía, el respeto a la libertad y el fomento de la solidaridad, indispensables para constituir subjetividades democráticas. En buena medida, la nueva articulación, planteada entre la comunicación y la educación, y desde la cual se formuló este número de NÓMADAS, ha permitido dilucidar las anteriores.

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