Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
Correo electrónico: nomadas@ucentral.edu.co
Versión PDF |
William Fernando Torres*
* Profesor y Decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Surcolombiana de Neiva, Colombia. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla. y/o Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
En este artículo, en primer lugar, se describen los miedos que agobian a los colombianos en la cotidianidad e impiden reconocer y acoger a los otros. En segundo término, se aborda el caso particular de Neiva, Huila, y de los invasores, damnificados, reinsertados y desplazados que llegaron a ella durante los últimos veinte años. En tercera instancia, se evalúan los proyectos de reinserción social que se les ofrecieron y se proponen algunas alternativas.
This article describes initially the fears that undertake colombian citizens in their daily lives and that don’t allow them to recognize and give hospitality to others. Following, the specific case of Neiva, capital of the department of Huila, Colombia is analyzed and the cases of victims of natural disasters, socially-readapted guerrillas, people suffering from forced displacement, and others led into invading private lands, are considered within the last twenty years. Finally, an evaluation of the proyects of social reinsertion offered to them by the state is attempted and certain alternatives are put forward.
A comienzosde los setenta encontraba a menudo escrito en las paredes y puertas de los baños de la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá la siguiente consigna: “Hágale un favor a Bogotá: mate un costeño”. Esa incitación me intimidaba y desconcertaba: primero, porque como los costeños, yo también era un provinciano recién llegado a Bogotá; segundo, porque esos letreros se encontraban en el espacio más privado del entonces reconocido como el más importante centro público de producción de conocimientos del país.
Más tarde, descubrí el letrero en baños de tiendas de barrio. Para tranquilizarme, supuse que se trataba de lumpen proletarios – como se decía en la jerga de aquellos días– que de vez en cuando pasaban por la Universidad y grababan su desahogo, pero nunca creí que la sangre fuera a llegar al río. Sin embargo, poco después, escuché a una persona reconocida como letrada desbarrar contra los costeños. Decía con vehemencia que eran alborotadores, salvajes y sucios. Que eran tan atrasados que ni siquiera sabían usar un water closed.
Estas afirmaciones me llenaron de desasosiego: la tirria contra los costeños no provenía, pues solo de gentes de sectores populares. Meses después estas percepciones recibieron un nuevo punto de vista. A mediados de los setenta, el costeño Gabriel García Márquez contó, en una de las entrevistas para televisión concedidas a Germán Castro Caicedo, que al llegar a la provinciana Bogotá de los años cincuenta descubrió que la ciudad era un páramo frío y ventoso, donde llovía de manera permanente y donde sus gentes parecían muy lúgubres enfundadas en negras gabardinas y oscuros trajes de paño. A mí me sorprendió esta mirada porque en lugar de mostrar irritación simplemente comprobaba con frescura el contraste entre la tierra de la que venía y a la que llegaba y, asimismo, la diferencia en la actitud de las gentes.
Pero no todas las miradas eran tranquilas y frescas. Existían unas plenas de bilis y no sólo contra los costeños sino también contra los habitantes de otros departamentos, las etnias, los géneros, las generaciones, los oficios, las opciones sexuales…
Recordemos que por esas fechas para los habitantes de la capital de un país –que había impuesto el modelo centralista mediante las guerras del siglo XIX– las gentes de la periferia no éramos tan modernos como ellos: sino tontos, lentos, atravesados, vivos o flojos; tontos los pastusos, lentos los opitas, atravesados los santandereanos, vivos los paisas y flojos los costeños; sólo los rolos presumían de elegantes, cosmopolitas, bien humorados, inteligentes y repentistas, “todos unos cachacos”. Evoquemos, además, que en esa capital muchos buses ponían un aviso sobre la puerta de salida que rezaba: “No se pegue al timbre. Sea culto. No sea indio”, y que junto a él estaba dibujado un aborigen que en nada se parecía a los que habitaban en el país: era un pielroja.
A la vez, muchas de las conversaciones de sobremesa derivaban en chistes y con frecuencia estos solían denigrar de los negros o de los pobres. Añadamos, por otra parte, que con frecuencia algunos taxistas al verse obligados a alguna maniobra inesperada, tal vez por impericia de otros conductores, se apresuraban a suponer: “Debe ser una vieja bruta…” o “Tenía que ser una vieja…”; pero en cuanto descubrían que el conductor torpe o atrevido era un hombre no se apresuraban a burlarse de su género sino, más bien, a “recordarle la vieja”, a mentarle la madre. Y detengámonos aquí para no mencionar lo que ocurría con artesanos, enfermeras, homosexuales y no sólo en Bogotá sino en todo el país. De seguro una ligera revisión de los refranes más populares de esos años revelará la pésima imagen concepto en que se los tenía.
Por supuesto, me indignaba este permanente rebajar a quienes veníamos de fuera, a los indígenas y a las mujeres, pero al mismo tiempo intuí que ello era resultado de la ignorancia o la envidia y que tenía como propósito el sentirse seguro, el no permitirse cuestionar la imagen que los autores de chistes, dibujos y broncas se habían hecho de sí mismos. Pero, aparte de lo anterior, esta indignación me obligó a darme cuenta que yo tampoco era una angélical salvedad a esta estela de prejuicios y animadversiones; pues en el pueblo de donde venía no sólo se miraba mal a quien no perteneciera a la política y religión hegemónicas, sino que muchos del casco urbano despreciaban a los campesinos, unas cuantas señoras manifestaban su lástima por las solteronas o su compasión por las amantes y prostitutas y los muchachos de unos barrios mirábamos por encima del hombro a los de otros y viceversa.
Este apretado recuento sugiere el desdén y odio que pesaba y pesa aún sobre nuestra vida cotidiana. Desdén que quizás nos viene, en parte, de las intrigas entre las castas de las cortes españolas y de nuestras ansiedades por legitimarnos socialmente. Odio tal vez resultante de las ideologías dogmáticas que han proliferado en el país y, a la vez, de nuestra incapacidad para relacionarnos con la naturaleza o para comprender las motivaciones de los demás.
Habría que añadir que, en ocasiones, este desdén y odio se disfrazaban de compasión, lástima o caridad. Pero, sobre todo, habría que precisar que el desdén, el odio o la lástima no son más que las diversas expresiones del miedo con el que vivimos. De ese miedo cerval que nos lleva a excluir, expulsar, discriminar, o tornar no visibles a los otros. De ese miedo que nos lleva a inyectárselo a los demás al asustarlos con tenerlos en baja estima para obligarlos a dejarse manejar fácilmente.
Pero alguna conciencia teníamos de estos desdenes, odios y miedos. Así lo revela el hecho de que la Constitución de 1991 reconociera la pluriculturalidad del país, nos planteara convertirnos en una democracia participativa, aceptara los derechos de las minorías y el derecho al libre desarrollo de la personalidad. También revela esa conciencia el que la nueva Ley General de Educación exigiera elaborar Manuales de Convivencia en los centros educativos o que, por diversos medios, se predicara la tolerancia.
Sin embargo, pese a tan altos propósitos, es preciso advertir que la diversidad cultural del país se está limitando hoy a la que proponen los medios masivos controlados por los grandes grupos económicos. A la vez, los mecanismos de participación establecidos permiten ser utilizados de manera perversa: para entorpecer y dilatar procesos democráticos, para romper conductos regulares o propiciar el avance de la desinstitucionalización del país. Asimismo, la mayor parte de los ciudadanos no nos hemos apropiado de las normas que defienden nuestros derechos y los Manuales de Convivencia casi siempre son impuestos sin consulta pública. Por último, la prédica de la tolerancia ha llevado a que nos sintamos viviendo más bien en una “zona de tolerancia” –del laissez faire– cuya máxima parece ser la de “hagámonos pasito”; es decir, que sigamos con el mismo clientelismo y corrupción pero sin ponernos con escándalos.
Mientras tanto, nos ahogamos cada vez más en el miedo ambiente. Como no nos hemos preparado para la construcción colectiva y nos hemos dejado anestesiar por el consumismo al extremo de privatizar –o deprivar– nuestras vidas, enrejamos espacios de la ciudad, colocamos garitas a la entrada de los barrios, creamos atmósferas policivas en la vida laboral o portamos carnés visibles para establecer nuestra identidad; todo ello con el fin de protegernos de unos agresores externos que suponemos anónimos e imprevisibles, pero que tal vez no sean otros más que nosotros mismos. Y como la paranoia consecuente obliga a redoblar la vigilancia permitimos que nos filmen en los supermercados o bancos, que supervisen nuestras vidas íntimas, que nos “chucen” los teléfonos. De esta manera, por paradoja, nuestra vida privada resulta plenamente pública.
Tampoco parece que hayamos logrado construir sentido de pertenencia con el país. De esto dan cuenta comentarios de circulación corriente que sostienen que “la clase baja colombiana es mexicana; la media, de Miami y, la alta, de Londres” o aquel de Rogelio Salmona que afirma que “el sur de Bogotá da lástima; el centro da miedo y, el norte, da risa”; es decir, que somos cualquier cosa menos colombianos y, por otra parte, que no hemos sido capaces de construirnos espacios dignos para aferrarnos a la vida y la tierra. Esta falta de pertenencia se expresa también en la forma como cambiamos los apoyos estatales y familiares y los esfuerzos propios para alcanzar una calificación laboral o profesional por un empleo de segunda en el primer mundo, como lo acaba de revelar la destrucción de las Torres Gemelas en Nueva York. Que esto se justifique por la desigualdad social existente en el país, la falta de oportunidades, la guerra, la violencia indiscriminada o la mera ambición individual, no invalida la pérdida de fe y la falta de compromiso con el terruño.
Y, para colmo, ahora naufragamos en la indiferencia. Pareciera que las tragedias les ocurren a los demás, a los pobres y lejos. Sólo nos conmueven un tanto las víctimas de los desastres naturales porque quizás en el fondo seguimos temiendo que ellos son muestras de “la ira divina” y por eso nos apuramos a ofrecer una solidaridad con condiciones: una, que en lo posible nos de imagen y, dos, que no sea demasiado generosa pues suponemos –no sin cierta razón– que nuestras contribuciones no van a llegar exactamente a las manos de las víctimas. Pero, por lo demás, nos acostumbramos a los secuestros, los asesinatos selectivos, las masacres, las tomas de pueblos con pipetas, las voladuras de los oleoductos, pensando muchas veces incluso que las víctimas “algo tendrían que ver”, “estarían untadas” o, peor, que “no estaban en misa”. Estas informaciones nos llevan a renegar del gobierno o de los bandos en pugna pero pronto olvidamos o no queremos volver a saber o mirar: de ahí que cada vez más personas prefieran apagar la televisión a la hora de los noticieros.
No obstante, a las anteriores afirmaciones aquí habría que agregar un matiz. Algunos expertos sostienen que en muchos casos la indiferencia referida no es producto sólo del anestesiamiento colectivo en el que vivimos ni del encierro en nuestras viditas privadas sino consecuencia de la depresión que genera la atmósfera de guerra.
En suma, lo anterior obliga preguntarnos: ¿esta sociedad discriminatoria y excluyente puede acoger a quienes ha discriminado y excluido? ¿puede acoger a los colombianos víctimas de la desigualdad social, de los desastres naturales y de la guerra? En medio de tanta discriminación ¿qué espacios pueden abrirse a quienes no existen en las narrativas oficiales? En últimas, ¿nosotros –tan entrenados en el miedo, la falta de pertenencia y la indiferencia– podemos educarlos?
Intentemos respuestas tomando el caso de alguna de nuestras ciudades intermedias a las que han llegado invasores, reinsertados, damnificados y desplazados durante las dos últimas décadas y han descompuesto a sus habitantes raizales y a sus antiguos pobres –o pobres históricos, como se dice ahora– hasta el punto que muchos de ellos alegan que sus amadas ciudades se les están convirtiendo en meros asentamientos.
Neiva, la capital del departamento del Huila, es para muchos colombianos una ciudad de tierra caliente y habitantes apacibles e ingenuos porque hace cuarenta años un exseminarista de un pueblo cercano se hizo pasar durante algunos días como embajador de la India y recibió honores oficiales. Por otro lado, muchos televidentes la identifican con el slogan que promociona sus fiestas desde hace casi un cuarto de siglo –“Péguese la rodadita”– que invita a las gentes de las tierras altas a bajar a sus 400 metros sobre el nivel del mar pero que, por el doble sentido que encierra, lleva a algunos a suponer que Neiva es buena para “rodarse” en ella, para enfiestarse hasta la inconciencia. Otros tantos piensan que sus gentes son dadas al pánico porque una noche de junio de 1986, ante el rumor de que se había roto la represa de Betania y se iba a inundar la ciudad, un gran número de sus habitantes escapó hacia las colinas cercanas llevando los objetos que les parecían más preciados o indispensables. Italianos que participaron en la construcción de la represa y universitarios en vacaciones han ido creando la leyenda de que allí abundan muchachas bonitas.
Sin embargo, los procesos de la ciudad parecen ser otros. Ella ha venido creciendo desde 1612 en la ribera oriental del río Magdalena y el río del Oro, entre las cordilleras Central y Oriental y muy cercana al desierto de la Tatacoa. A raíz de la violencia liberal-conservadora de los años cincuenta del siglo pasado se convirtió en lugar de refugio para gentes de diversos municipios del departamento. Luego, el terremoto del 9 de febrero de 1967 destruyó su casco antiguo y muchas personas, de lugares donde el sismo generó mayor destrucción, se apuraron a buscarse un sitio bajo su sol. Por esos años también recibió campesinos desplazados por los bombardeos de los sesenta sobre las “Repúblicas independientes”. En los años setenta y ochenta aparecieron en ella invasores de diversas partes del país – en ocasiones empujados por políticos– que anhelaban hacerse con “su propio pedacito de tierra”, así fuera en sitios donde difícilmente podrían llegar los servicios públicos. También en los ochenta recalaron en ella campesinos que huían de los bombardeos en El Pato y guerrilleros del M-19 y el EPL que se acogieron al Plan de Reinserción. En los noventa, recurrieron a su sombra damnificados por la avalancha del río Páez del 6 de junio de 1994 y los desplazados por el conflicto militar y las fumigaciones con glifosato en el Caquetá, Putumayo y otras regiones del territorio nacional.
Estas migraciones la convirtieron en una ciudad de aluvión y, por tanto, con un rápido crecimiento demográfico. Las cifras lo prueban: pasó de 75.000 habitantes en el primer quinquenio de los años sesenta a 186.000 en 1985 y, de ahí, a 325.359 en 1999, en su mayoría jóvenes y niños; con todo, aún puede albergar en su territorio actual hasta 450.000 habitantes y ello sin contar la red urbana que ha ido tejiendo con los municipios circunvecinos.
Paralelo a este crecimiento, la ciudad vivió desde los años sesenta el avance de la explotación petrolera en su territorio; la construcción de la mencionada represa de Betania en sus cercanías durante los setenta y ochenta; el surgimiento de una nueva clase media profesional graduada en la universidad pública local en los ochenta; la rápida acogida a las tecnologías –teléfono, cajeros automáticos, cable, Internet, celulares–; y la destrucción de los mercados populares en su casco urbano en los noventa, su reemplazo por los grandes supermercados de cadena que –¡aprovecharon la exoneración de impuestos ofrecida por la ley aprobada para paliar los daños causados por la avalancha del río Páez!– y el consiguiente conflicto entre los vendedores ambulantes y la Administración Pública. Como era de esperarse, los anteriores procesos transformaron los tejidos comunicativos, la memoria colectiva y la manera como los ciudadanos concebían el futuro.
Los tejidos comunicativos generales que propiciaban su “comunidad imaginada” se hilaban durante los sesenta en la Galería Central, parques, atrios, antiguos cafés, cines, “pelambres” y a través de las emisoras de radio. Sin embargo, se fueron deshilvanando con la reestructuración de la urbe que implicó el terremoto de 1967; con las intervenciones urbanísticas realizadas por el municipio desde los setenta para ampliar avenidas y redes de servicios públicos, colocar nuevas estatuas y esculturas o legitimar nuevos barrios y también con los cambios en las nociones de comunicación y de tiempo generadas por las nuevas tecnologías durante las últimas dos décadas, en particular, por la ampliación de la red telefónica, la telefonía celular, La internet y los costos que ellos suponen.
A su vez, los tejidos particulares –aquellos que se trenzaban en la tiendas, canchas deportivas, conversaciones al atardecer en las puertas de las casas y visitas– se fueron haciendo escasos por la aceleración de las nociones de tiempo y la privatización de las de espacio y, de esta manera, se redujeron a pequeños grupos de jóvenes, gentes sin empleo o personas deseosas de mantener unas tradiciones morales y ejercer un control social mediante el chisme. Ahora, debido al acelerado crecimiento demográfico y urbanístico, los tejidos comunicativos se han sectorizado: se limitan a los que se realizan al interior de los barrios, los estratos, los grupos de creencias religiosas y políticas, las generaciones, los géneros, los oficios. Para comunicarse con los otros o, mejor, para hacerse oír en medio de los ruidos de la guerra, los grupos apelan a las páginas comunitarias o sociales de la prensa y a los programas de quejas de la radio y de la televisión.
De otro lado, Neiva carece de una memoria de sus casi cuatro siglos de existencia que le permita reconocer “las diversas ciudades que se han sucedido sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre, aunque los nombres de los habitantes permanezcan iguales y el acento de las voces e incluso las facciones”. Su escudo, himno y bandera apenas se aprobaron en los años sesenta, tal vez como resultado de la ansiedad generada por el terremoto al probar éste que la ciudad podría desaparecer. Las remembranzas de sus habitantes actuales no van más allá de la visita del supuesto embajador de la India en 1964. Ello se debe, en buena parte, a que hoy es una ciudad de inmigrantes, niños y muchachos y, en este caso, ellos no tienen una memoria consolidada de sus procesos personales, culturales y sociales sino tan sólo anécdotas de sus acontecimientos vitales de las que poco han interpretado sus sentidos profundos.
Los datos anteriores advierten que la ciudad no cuenta con unos imaginarios de futuro colectivo compartidos por una significativa mayoría y que contribuyan a cohesionar su tejido social. Los niños, por ejemplo, sueñan con posibles oficios y profesiones; los jóvenes esperan conseguir trabajo para construir familia y, al mismo tiempo, aspiran que se negocie la paz; mientras tanto los adultos miran el futuro con bastante incertidumbre. Con todo, algunos habitantes de las comunas tienen propuestas concretas y viables para su formación como ciudadanos y para la convivencia social. Y, por su parte, las políticas gubernamentales formuladas en el Plan de Ordenamiento Territorial se interesan por determinar los usos del suelo, el manejo de la riqueza que en él se encuentra, controlar los límites urbanizables y el equilibrio ambiental pero sin contar mucho con la opinión de los ciudadanos.
En medio de los contextos precedentes, ¿cómo acogió una ciudad de inmigrantes y jóvenes a las víctimas de la desigualdad social, de los desastres naturales y de la guerra? ¿cómo acogió Neiva a los invasores de las colinas surorientales en los ochenta, a los reinsertados del M-19 en 1990, a los damnificados de la avalancha del río Páez en 1994, y a los desplazados que constituyeron asentamientos durante los noventa?
Por su lado, los invasores de las colinas surorientales procedían en su mayoría de las zonas campesinas del Huila, Tolima, Cundinamarca y Santander y traían como único presupuesto la ilusión de tener “un pedacito de tierra propio”. Eran “toderos” porque no contaban con la formación para obtener un empleo calificado y estable y tenían que responder por familias numerosas. A su vez, la impotencia y desesperación que con frecuencia suscitan estas circunstancias los empujaban al robo o a generar episodios de violencia contra sus parientes y vecinos.
En uno de estos asentamientos, en el de Filodehambre, surgió la Escuela Popular Claretiana en 1980. Ésta fue resultado del esfuerzo de unos cuantos maestros que se fueron a vivir en las proximidades del centro docente y que no limitaron sus labores al aula sino que trabajaron con la comunidad en la recolección de su propia historia y en la creación de grupos juveniles, hogares comunitarios y un centro de salud. Allí los maestros se esforzaron por enseñarles a los niños a compartir los pocos útiles con que contaban, a valorar el trabajo en grupo, a desarrollar sus aptitudes matemáticas mediante el retomar problemas de la vida cotidiana, a ampliar sus competencias comunicativas elaborando e imprimiendo textos libres según la metodología de Celestin Freinet, y a reconocer, restaurar y proteger el entorno ambiental de la escuela.
En el curso de estas tareas, los maestros descubrieron que sus alumnos eran miembros de la cultura oral. Sus maneras de pensar se basaban en la asociación; sus formas de expresión se centraban en el refrán y la anécdota; sus nociones del tiempo eran circulares y basadas en eventos –la siembra, la cosecha, el mercado, la fiesta–; sus nociones de espacios se reducían a la comprensión detallada del entorno inmediato; y su noción del cuerpo estaba atravesada por una fuerte asunción de los imaginarios rurales sobre los géneros. Pero, a la vez, advirtieron que en su contacto con la escuela, la radio y la ciudad, las lógicas de sus alumnos comenzaron a tambalearse y a adecuarse a las de las personas con que trataban; encontraron también que en sus narrativas comenzaba a aparecer la autorreflexión y que aunque tenían dificultades para apropiarse y manejar nociones más amplias de espacio podían adaptarse a los tiempos y ritmos de la escuela; además, observaron que seguían aferrados a sus nociones de cuerpo. Asimismo, establecieron que tenían carencias afectivas y de autoestima que les habían impedido desarrollar los sentimientos básicos de confianza y autonomía y esta situación a muchos los llevabaron a poseer una baja autoestima y una alta agresividad.
La gran mayoría de estos alumnos ha construido una vida propia. Se volvieron comerciantes, dependientes, secretarias, dueñas de pequeños talleres de confección, militares, policías, tecnólogos y profesionales. Algunos han emigrado a otras partes del país, en ocasiones siguiendo a sus padres. Con todo, muchos con frecuencia se comunican con la escuela y solicitan cupos para sus hijos. Y entre en lo que dicen haber superado a sus mayores está que imponen a sus hijos castigos no tan fuertes contra la integridad física ni tan humillantes. Sin embargo, en el barrio la situación de violencia y delincuencia continúa y, según algunos profesores, la drogadicción ha aumentado a niveles críticos.
A su vez, los reinsertados del M- 19 llegaron a Neiva a la Casa de la Paz que quedaba en el centro de la ciudad, en el área de influencia de la Galería Central. Allí recibieron frecuentes visitas de simpatizantes y curiosos que les manifestaban admiración y aprecio. En su mayoría, los guerrilleros eran jóvenes campesinos o muchachos de sectores urbanos periféricos con algunos años de escolaridad, incluso universitaria. No obstante, un número importante de ellos carecía de herramientas para el análisis de sus propios procesos vitales y esto les dificultó asumir los múltiples cambios a los que se enfrentaron: el del campo a la ciudad, el de la lucha armada a la sociedad civil, el de someterse a normas y jerarquías relativamente rígidas a asumir la vida cotidiana por cuenta propia, el de enfrentar al Estado al someterse a sus tortuosas burocracias, el de vivir sin disfrutar tranquilamente la relación con la pareja al tener la posibilidad de hacerlo… En unos cuantos casos hubo una pérdida parcial de la dimensión de lo cotidiano e, incluso, episodios de crisis.
Como cumplimiento del pacto de reinserción, durante un tiempo recibieron sueldo del gobierno, accedieron a taxi, tierras o apoyos para proyectos productivos y asistieron a un bachillerato formal nocturno. Éste iba dirigido a adultos y se interesaba en especial por ofrecer herramientas para que reflexionaran sobre su desarrollo humano, sobre sus valores y sobre las formas más fecundas de convivencia; al mismo tiempo, durante sus estudios participaron en unas Olimpíadas para la Paz que se realizaron con reinsertados de todo el país.
A pesar de las bondades del proyecto global de reinserción han surgido cuestionamientos al mismo. Unos aseguran que los comandantes aceptaron un trato preferencial –al asumir altos cargos públicos– que los alejaron de sus bases dejándolas a la deriva. Otros más añaden que el proyecto se limitó más a entregar aportes de orden económico que a preparar para integrarse a la sociedad civil. Algunos más dicen que el modelo educativo era demasiado formal para unas personas que tenían su atención y concentración preparadas para la guerra y que, además, estaban acostumbradas a ser dirigidas por seres que les despertaban admiración – ya que los habían visto actuar en la vida cotidiana– y no por profesores de los que desconocían sus méritos. Con todo, esta formación permitió a algunos conseguir empleos estables. Sin embargo, en el curso del proceso varios terminaron alejándose desencantados de la política activa.
Por su parte, los campesinos e indígenas afectados por la avalancha del río Páez en junio de 1994 fueron recibidos en casas para la asistencia social y en escuelas adaptadas para acogerlos mientras se creaban las condiciones para que regresaran a sus tierras o a otras nuevas y se les brindaban apoyos para reorganizar la vida. Con tal fin, se creó la Corporación Nasa Kiwe. Como es de prever, estas gentes sufrieron la muerte de miembros de su familia, la dispersión de su núcleo familiar y social y la pérdida de sus bienes y propiedades. De súbito y de un solo tajo se vieron obligados a iniciar una nueva vida, al punto que el entonces alcalde de Belalcázar anotó: “El sismo y la avalancha del 6 de junio de 1994 removieron no sólo la estructura física del municipio sino el pensamiento y el espíritu de sus gentes”. Pero además de las dificultades para elaborar sus duelos –por la dispersión del grupo– y del choque cultural que debieron enfrentar, también debieron padecer el rechazo social de quienes los calificaban y acusaban de sucios y haraganes.
Cuando la situación empezó a reestablecerse, algunos niños volvieron a las escuelas de Paéz. Pero mostraban que todavía tenían vivas las heridas emocionales abiertas por la tragedia: se encerraban en un mutismo impenetrable, al menor ruido inesperado revivían la avalancha, y tenían la sensación de que el futuro no existía. Por ello en los centros docentes algunas profesoras intentaron elaborar el duelo en colectivo haciendo un seguimiento de lo que habían vivido confrontándolo con los relatos de la prensa y, también, realizando talleres en los que los niños dibujaban el municipio antes de la avalancha, el momento de la misma y el futuro que esperaban que tuviera. Sin embargo, estos esfuerzos no impidieron el éxodo de los habitantes urbanos hacia Popayán y otros lugares y de los habitantes rurales hacia el casco urbano. Es decir, pasaron de damnificados a desplazados.
En su caso, los desplazados del Asentamiento Falla Bernal de Neiva provienen de las zonas de conflicto – Putumayo, Caquetá, Sur del Huila– pero también de otros departamentos –Cundinamarca, Meta, Santander, Antioquia, Bolívar– y saben que aunque habían ido tejiendo unas maneras de vivir éstas quedaron atrás. Por lo anterior, se encierran en sí mismos a repasar su tragedia o bien, tratan de borrar el pasado pero no encuentran un nuevo punto de partida. Los tejidos comunicativos con sus propios vecinos son prevenidos y, en ocasiones, tensos; con los extraños también son aprehensivos pero a la vez expectantes de lo que puedan recibir, de la oportunidad que les puedan dar. En este caso, presentan la memoria de su desplazamiento como si estuvieran recitando un libreto memorizado en el que se muestran como víctimas del destino y con el que quisieran despertar compasión. Algunos dejan percibir que se los ha condenado al papel de víctimas o mendigos y por ello expresan un resentimiento contra el mundo en general. Sobre sus imágenes de futuro, se reconocen a la deriva, batallando para sobrevivir, pero impotentes para desarrollar cualquier iniciativa porque sienten que la sociedad los estigmatiza y que el gobierno no los escucha. No obstante, algunos jóvenes han conseguido empleo y muchos niños asisten a la escuela regular; asimismo, concurrieron con una candidata al Reinado Popular Municipal del año en curso, lo que sugiere que están dando pasos simbólicos para ser reconocidos como barrio.
El ligero calidoscopio movido hasta aquí nos deja algunas conclusiones:
Para resolver las carencias anteriormente advertidas, necesitamos ante todo ser capaces de reconocer los desdenes y la discriminaciones que ejercemos y los miedos que llevamos por dentro antes de construir proyectos propios, proponerlos al Estado o a las ONGs para la inserción social o la educación de los grupos marginados. Tal vez de esa manera podamos apostarle a no terminar gastando el dinero de los contribuyentes en meras acciones voluntaristas o en esfuerzos que sólo le sirven al poder o a las organizaciones internacionales para mostrar meros resultados estadísticos.
La realización de estos proyectos, con transparencia y capacidad para construir visión de largo plazo, exige interrogarse entonces por su cultura, comunicación, memoria colectiva y construir expectativas de futuro; pero hacerlo necesariamente con las comunidades y grupos con los cuales se va a trabajar. Y, en el caso de la cultura, interrogarse por sus maneras de pensar, sus lenguajes y formas de expresión, sus nociones de tiempo, espacio y cuerpo.
Estos retos reclaman usar la metodología de taller, pero entendiéndolo como un espacio de construcción en colectivo de conocimiento –mediante el diálogo y la participación creativa y con base en saberes previos y experiencias acumuladas– para resolver problemas que nos afectan a todos. Es decir, no concibiéndolo como un lugar para sentar cátedra, adoctrinar o “tirar línea”. Y para lograrlo es preciso crear y gestar una comunicación sincera, fresca y motivadora que posibilite autorreconocernos culturalmente al hacer emerger la memoria de nuestros procesos personales. En primer lugar, de los contextos y tradiciones familiares y locales que marcaron el surgimiento de nuestras identidades; en segundo término, de las búsquedas que realizamos para construir nuestro yo y, en tercera instancia, de los planes de futuro que tenemos. Pero es necesario contrastar esta información con los procesos sociales que ha vivido el país y las regiones durante los últimos años, para plantearnos el reto de qué clase de personas y ciudadanos debemos intentar ser en medio de la guerra colombiana y la globalización. Comunicarnos será entonces saber desde dónde habla el otro, desde qué cultura y qué experiencia. Es decir, será construir sentido en colectivo para formarnos como ciudadanos con autorreconocimiento, autoestima y autonomía.
Luego de estos recorridos sería posible no encontrar en los baños letreros que inciten a matar a los otros y, por tanto, que estimulen el surgimiento de bandas de limpieza social.
Tal vez encontremos letreros que nos convoquen a construir lo colectivo en colectivo.
1 Sospecho que esto fue lo que pretendieron muchos de los chistes contra los periféricos que se inventaron en la capital después de promulgada la Constitución centralizadora de 1886.
2 Esta última afirmación la hizo Fabio López de la Roche en la ponencia sobre el cubrimiento mediático de la guerra colombiana que presentó en el V Diálogo Mayor sobre Perdón y Cultura Política convocado por la Universidad del Rosario en octubre de 2001.
3 Daniel Pécaut (2001), Guerra contra la sociedad, Bogotá, Espasa/Planeta.
4 Estas estadísticas sobre crecimiento demográfico se tomaron del Proyecto de Periodismo Cívico que adelantó la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Surcolombiana y el Diario del Huila durante el proceso de elecciones para alcalde en el segundo semestre de 2000. Los cálculos sobre el número posible de personas que pueden habitar en la ciudad están en el Plan de Ordenamiento Territorial aprobado en el 2000.
5 Eran los lugares donde las gentes se reunían a comentar con socarronería los acontecimientos cotidianos de la ciudad. Por lo general, en las esquinas de los parques bajo los árboles más frondosos.
6 Ver el tema monográfico de la revista Peri-feria No. 3, Neiva, Universidad Surcolombiana, 2001.
7 Ítalo Calvino (1983), Las ciudades invisibles, Madrid, Ediciones Siruela, 1998.
8 Equipo Facultad de Ciencias Sociales (2001), Informe de avance sobre la investigación “Imaginarios de futuro colectivo en la Región Surcolombiana”. El caso de Neiva, Neiva, Universidad Surcolombiana / Colciencias, copia.
9 Ibíd.
10 Estas afirmaciones se basan en el análisis de las fuentes reseñadas en la nota 2.
11 Testimonio de la profesora Gloria Martín (Neiva, 2001).
12 Escuela Popular Claretiana (1987), Filodehambre: una innovación educativa, Bogotá, Dimensión Educativa.
13 Vicente Cruz Jerez (2001) Informe sobre los universos culturales de los habitantes del entorno de la Escuela Popular Claretiana, Neiva, Universidad Surcolombiana, copia.
14 Recuérdese el debate nacional porque algunos dirigentes del M-19 en Neiva siguieron portando armas, los procesos judiciales a militantes rasos o el estallido de uno de los escoltas de Marcos Chalita que llevó a sus vecinos a pedirle que se mudara de edificio (lo que, de paso, sugiere el nivel de aceptación del pacto firmado). Las dificultades para repensarse las revela el libro de María Eugenia Vásquez, Escrito para no morir. Bitácora de una militancia (2000): La autora se vio obligada a buscarse un método para poder analizar los múltiples e intensos eventos vividos y convertirlos en una autobiografía amplia y coherente.
15 Testimonios de Floro B., J. Andrade y Elizabeth P. (Neiva, 1984, 1991 y 1996).
16 En La Plata, Huila, un miembro de uno de los clubes que realizan obras sociales me dijo, con cara de repugnancia, que casi habían tenido que poner a orear las escuelas para quitarles el olor a indio. De inmediato recordé al letrado que desbarró contra los costeños tratándolos de sucios y salvajes.
17 Maritza Quibano, Sor Graciela Rodríguez Junco, y Edith María Valencia Lucumí (1997), Repercusiones de la avalancha del río Páez en la población de Belalcázar, Cauca, Neiva, Universidad Surcolombiana /Especialización en Comunicación y Creatividad para la Docencia.
18 Testimonio de la profesora Gema Trujillo Pérez (Neiva, 2001).
19 Milena Trujillo Perdomo, Denis Guiomar Peña Santofimio, y Maritza Tovar Cortés (1999). “Desplazados por la violencia y no por violentos”. El caso de los migrantes rurales hacia la ciudad de Neiva entre los años 1998 y 1999, Neiva, Universidad Surcolombiana / Especialización en Comunicación y Creatividad para la Docencia.
20 Fernando Charry González (2001), Informe sobre los universos culturales de los desplazados del Asentamiento Falla Bernal. Neiva, Universidad Surcolombiana, copia.
21 María Cristina Franco Valencia (1993), “Aspectos psicológicos de los niños en situaciones de desastre” en La salud mental en situaciones de desastre, Medellín, Editorial Universidad de Antioquia, pp. 11-21.
22 Javier Darío Restrepo (1998), “La paz: una guerra para la sabiduría” en Revista de Estudios Sociales No. 2, Bogotá Universidad de los Andes/ Fundación Social, diciembre. 23 Ibíd.
23 Para una ampliación sobre este tipo de taller puede consultarse William Fernando Torres (2001), Amarrar la burra de la cola. ¿Qué personas y ciudadanos intentar ser en la globalización?, Neiva, Universidad Surcolombiana / Libros del Olmo, 2ª. Ed.
Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
Correo electrónico: nomadas@ucentral.edu.co