Revista Nómadas
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María Cristina Laverde Toscano*
* Socióloga. Directora del Departamento de Investigaciones de la Universidad Central y de su revista Nómadas.
Cuando un cuadro es bueno de verdad no se puede explicar con palabras. Hay que mirarlo. Y los cuadros de Roda se pueden mirar indefinidamente
Luis Caballero
Juan Antonio Roda afirma hoy con inmensa fruición que “pinta por el placer de pintar”; por indagar y saber entonces qué sucede con la composición, con los colores, con la luz y la sombra; con las líneas que transitan sus cuadros; con la lúdica y la tragedia; entender qué pasa con todo ese mundo complejo y denso de lo humano presente en el arte. Es asumir el arte sin ataduras, “el arte por el arte”, distante de compromisos de cualquier índole, lejos de las apologías o los sometimientos diversos que lo han aprisionado a lo largo de la historia. Alcanzar esta cima conlleva mayor libertad, pero también mayores retos; porque, como lo señala Roda, ese “… placer físico y sensual de pintar es un hecho que al mismo tiempo está amarrado a otra cosa, que es la dificultad para expresar lo que se quiere”1.
El próximo noviembre cumple ochenta años y, sin lugar a dudas, lo que lo mantiene trabajando con el vigor de siempre es la pasión por el oficio que se expresa en la vehemencia de su paleta, en sus juegos sensuales entre la luz y el color, en los trazos que con firmeza definen la composición de cada una de sus obras. “Pintar es como hacer el amor; si no tienes ganas, no se puede hacer”, le dijo un día a un grupo de sus alumnos de la Universidad de los Andes y aún hoy está convencido de que así es. Pinta por el gusto de hacerlo, porque en este oficio construyó su historia y a él ha dedicado su vida.
Desde niño muestra una entrañable afición por lo manual, por el lápiz, por el papel. Si bien sus primeras aficiones rondaron la escritura, ilustraba cada pequeño texto que componía con un dibujo; como aquellos que elabora para sus compañeros de clase y de manera especial si su destino eran las niñas: les regalaba retratos de artistas de cine que con esmero copiaba así como los retratos que de una y otra realizara. Son tareas que le otorgan un prestigio que ciertamente disfruta. A los dieciséis años pinta un inquietante retrato de su hermano mayor: es uno de los pocos cuadros que aún hoy lo acompañan en su estudio de Suba.
Este maestro ama entrañablemente la literatura y la música; de hecho, todo en el arte lo cautiva porque, a su juicio, “nos permite entender, como ninguna otra expresión, lo que es el hombre, sus ambiciones, sus sentimientos”. Quizás estas imbricadas relaciones entre las artes expliquen por qué en sus años iniciales alterna el dibujo con la escritura y se dedica con avidez a la literatura, en su afán por convertirse en un gran escritor, en un gran poeta. “[…] Esa vocación literaria tan fuerte, esa pasión que tuve, me ha hecho decir muchas veces que soy un pintor literario […] Hubo una época en que mi pintura tenía una preocupación demasiado literaria; quería contar cosas. Las preocupaciones literarias no debían influir, pero influyeron mucho. Quería contar cosas que no sabía contar en pintura”.
De esa vocación da cuenta una novela, aún inédita, que el pintor en su momento envía a un concurso cuyos requisitos exigían una extensión mínima de cien cuartillas; como la suya sólo tenía noventa y ocho, quedó de plano descalificada, cosa que años más tarde supo agradecer. Además tiene dos cuentos publicados: Barcelona, trece de octubre (1965), un cuento que Andrés Holguín le edita en una revista universitaria, y Menos y menos el cuadro (1988) publicado en un diario bogotano. Son testimonios de su paso por la literatura. No obstante, todo indica que sus dones no estaban destinados a lo literario; se debían al mundo de la plástica así, como lo señalara Martha Traba en 1977, la relación cultura-poesía defina en gran parte la calidad de su obra.
Juan Antonio Roda es un pintor hispano-colombiano, nacido en Valencia (España) en noviembre de 1921 y nacionalizado colombiano en 1970. Sus orígenes penetran las distintas etapas de su creación artística, unas veces entrelazados, otras, en rasgos hispanos definidos o en particulares expresiones de lo colombiano; en cualquier caso, resultan incuestionables sus raíces ibéricas.
Su padre fue un ingeniero de familia granadina y su madre tenía ascendiente vasco-aragonés. Su abuelo materno fue médico del Rey y su madre, amiga de la Reina. Entre los recuerdos absurdos de su España ancestral, Roda evoca una escena del día en que, tras la caída del Régimen, los Reyes fueron expulsados del país: su madre, rodeada de sus hijos, llora a mares no por las tragedias que venían sucediendo sino por su reina Victoria Eugenia. Ella era, a su juicio, “víctima de la ingratitud de su pueblo”. Con el tiempo, nuestro maestro fue comprendiendo el significado no sólo de la monarquía sino también de las dualidades y contradicciones diversas de esta cultura pacata que sumió a España en desgracias centenarias; una cultura contra la cual desde hace mucho Roda se rebela.
Las labores de su padre como ingeniero de obras públicas llevaron a la familia por diferentes ciudades españolas hasta radicarse en Barcelona hacia 1929. Allí, mientras sus hermanos ingresan a los colegios religiosos tradicionales, al pequeño Juan Antonio su padre lo matricula inexplicablemente en el Institut Escola, una escuela catalana intelectualmente abierta, muy en contraste con los cerrados esquemas familiares. En pocos días Juan Antonio Roda aprende el idioma y se integra a un ambiente en el que empieza a sentirse en verdad cómodo. Es allí donde despierta su pasión por la lectura y donde, al amparo de su profesor de dibujo, Josep Obiols, descubre igualmente su vocación pictórica. Más adelante asistirá al taller de este pintor para compartir sus inquietudes plásticas y discutir con él sus primeras telas.
Sus dilemas entre la escritura y la pintura, su opción por esta última, dejaron de ser prioridad ante la intempestiva y temprana muerte de su padre quien hasta ese momento aceptaba las apetencias de su hijo en tanto no se convirtieran en opción de vida. En adelante, la situación económica de la familia lo obliga a trabajar en labores ajenas a sus intereses. Se matricula entonces en la Escola Massana a la que asiste en las noches durante cuatro años para estudiar dibujo, pintura sobre lienzo y esmalte. Se hace discípulo de Francese Vidal Gomà, un pintor devoto del Impresionismo, escuela que entonces era cuestionada por el peligro de “afrancesamiento” que podía provocar entre los jóvenes españoles.
Con un profundo sentido autodidacta transita por los clásicos de la literatura y por los distintos autores contemporáneos; durante su servicio militar dedica a sus lecturas cualquier momento libre: Así lee la obra completa de Proust. Descubre el gusto por la música, que lo lleva a cuanto concierto se programa en la ciudad. Trabaja y pinta de manera incesante en las noches; los resultados de esta labor lo llevan al estudio del maestro Rafael Benet, con quien discute y se forma conceptualmente. Por estos años también estudia grabado en el famoso taller de Mélich, donde aprende los primeros rudimentos del aguafuerte. En esta etapa de su vida comprende su destreza para captar fisonomías y su decidido interés por la figura humana. Inicia la elaboración de retratos por encargo, que hoy califica como horrorosos. Con uno de estos cuadros participa en 1946 en su primera exposición y gana el primer premio, que se convierte en estímulo definitivo de su andar como pintor.
Decide viajar a Francia en 1950. Deseaba el contacto con corrientes de arte contemporáneas; quería conocer los movimientos de vanguardia y, en la misma forma, escapar del oscurantismo que le atenazaba. Junto con dos jóvenes y destacados pintores españoles –García Llort y Tàpies– logra una beca del gobierno francés. Al llegar a París le preguntan por el lugar donde quiere estudiar y sin titubeos responde: “Si me gané una beca es porque tengo condiciones para pintar; luego, lo que requiero, es una adición para comprar materiales”. Y se la concedieron. “Cuando uno es joven –señala– es insensato. Recuerdo que pedí unas cartas para conocer a tres grandes pintores franceses. Me las dieron y nunca fui siquiera a conocerlos. ¿Por qué? Por insensato, por pretencioso”. Durante este período trabaja en temáticas sugeridas por la obra de Miguel Hernández, elaboradas con marcado sabor político. Recorre museos, va al cine, al teatro y a exposiciones; asiste con ímpetu a cuanta conferencia le interesa. Sartre y Camus guían sus reflexiones. Participa en exposiciones nacionales e internacionales y viaja a otros países; en particular recuerda su periplo por Italia durante el cual se sumergió en su arte.
En 1952 regresa a España pero no se adapta a los avatares del momento y a los mandatos de una cultura que hace parte de sus afectos pero que le abruma. Por este motivo retorna a París, enseña castellano en una escuela de Senlis y se hace ayudante de Jean Lurçat; entra en contacto con el mundo de América Latina, hasta entonces desconocido para él. Se casa en esta ciudad con María Fornaguera, una educadora y escritora colombiana, de padre catalán, con quien comparte su vida en torno a cinco hijos, el mayor de los cuales nace por esos años en París.
Juan Antonio Roda considera que al mundo del arte, de la pintura, sólo se accede a través del tiempo y de largos recorridos por la obra de los grandes creadores. “Uno tiene que acudir al arte a través de cosas que ha visto, que le han impresionado, que le han gustado. Al verlas es imposible que uno no se deje influir. Y creo que las influencias son buenas e invariablemente se dan: desde un museo, una exposición, un libro de arte. Es como un chispazo […]; hasta cuando uno se da cuenta de que es copia, luego lo asimila y lo vuelve propio […] Uno no puede vivir aislado en una cámara. El peligro se encuentra es en el mimetismo”.
Durante sus años en Francia recibe la influencia vigorosa de Rouault, de Chagall, de Buffet. Con Velázquez vive una experiencia curiosa: visitó dos veces parte de su obra en el Museo del Prado y no le gustó; le parecía la pintura oficial de España; era el Velázquez de billetes y calendarios, el de Franco. Sólo en su tercera visita y frente al Felipe IV a caballo logró descubrirlo. El sello de lo oficial le irritaba tanto que le impedía ver al pintor. Desde ese momento fueron Velásquez y Rembrandt sus grandes maestros y sus grandes influencias. Más adelante llegará Goya.
No obstante, sin lugar a dudas, “[…] mi primer descubrimiento fueron los impresionistas. Yo me enamoré, pero así, me enamoré de Renoir y sobre todo de Monet…” Durante los años iniciales en Colombia, donde se había radicado con su familia en 1955, recibe una fuerte y obsesiva influencia de Picasso, hasta cuando decide buscar su propia identidad a través de nuevas rutas que lo acercan a la pintura abstracta.
La llegada de Roda a Bogotá supone un empezar de nuevo. De alguna manera se percibe como desplazado, y su adaptación, que finalmente logra, no resulta fácil. La ciudad le parece lúgubre y gris; sin embargo, va forjando su grupo de amigos y un espacio que posibilitan su anclaje. En contraste, Barranquilla, a donde viaja frecuentemente, le resulta distinta; allí conoce al grupo La Cueva, cuyo vigor le apasiona. Todo en ellos es exceso, desmesura: en el goce, en la discusión, en el trabajo; pero “[…] no es un desafuero inútil; basta ver la obra que cada uno de sus integrantes ha consolidado”. Como un homenaje, los reconoce en el retrato Los habitantes de La Cueva: Con ellos –Obregón, Cepeda Zamudio, Alfonso Fuenmayor, Nereo López, Eduardo Vila y Germán Vargas–, construye una entrañable amistad.
Esta novedosa circunstancia de su arribo a Colombia, obliga al análisis de distintos episodios. Enfrentarse a un país nuevo, a una ciudad nueva, a una familia que crece, implica buscar caminos alternos de supervivencia: Roda se dedica a los retratos por encargo; dicta clases particulares de pintura; en 1959 es profesor de dibujo de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional; y desde 1961 asume, durante catorce años, la dirección de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de los Andes. “No sé hasta qué punto la gente que hoy está pintando me deba algo a mí –indica el Maestro–. Me cuesta creerlo. Más allá de despertar sus mentes no hubo nada, pero eso ya me parece importante. Hablábamos de cine, de teatro, de opera, de literatura[…]” .
De esta experiencia señala que la formación académica de los artistas de entonces –como la de hoy– tiene aspectos positivos pero también negativos. Encuentra favorable el hacer parte de una universidad que permite el contacto con disciplinas diferentes y diversas; esto posibilita comprender que la educación es algo más que la profesión y hace factible el diálogo e intercambio con otros. A su juicio, el artista aislado tiene muchas dificultades. Por esto se opuso a que –supuestamente por comunista– se trasladara la Escuela de los Andes a una casa en Chapinero para que así no contaminara al resto de la universidad. “El arte reclama una formación interdisciplinaria –enfatiza el Maestro–; no se puede tratar como un reducto, como un adorno ideológico”. Aunque, de otra parte, esta formación académica puede resultar igualmente negativa, porque con frecuencia los profesores quieren imponer su criterio, y buscan crear sus propios “clones”.
El maestro Roda no cree haber hecho escuela en grabado en Colombia; sin embargo, reconoce que en distintos momentos “veía muchos cuadros que parecían míos”. Lo cierto es que, así sus obras sean bien distintas, resulta incuestionable la influencia de este gran creador de la plástica iberoamericana en la formación de tantos discípulos suyos –Beatriz González, María Paz Jaramillo, Lorenzo Jaramillo, Ana Mercedes Hoyos, entre muchos– y de quienes no lo fueron, como lo señala Luis Caballero: “Roda nunca fue mi profesor pero yo siempre me consideré su alumno. Sigo siéndolo. Roda es para mí el ejemplo humano de lo que yo hubiera querido ser como pintor, como hombre y como artista”.
Para el maestro Roda, la formación en el arte es fruto de un largo y paciente proceso del cual no pueden omitirse ciertas etapas o momentos: “Hay muchos pintores jóvenes que empiezan admirando a un artista y comienzan por el final, como diciéndose: si Rembrandt pintaba desordenado al final, yo voy a pintar desordenado […] Es un error. El desorden viene luego de un largo proceso de trabajo, el cual implica no un desorden porque sí, sino un desorden temperamental, el desorden de uno”.
Sus etapas iniciales en España, como ya lo esbozamos, transitan por los retratos, los paisajes con definida influencia literaria y, también, algunos bodegones. Luego, su decidida vocación por la figura humana y esos dones para captar fisonomías, caracterizan sus primeros años en Colombia: se dedica a elaborar retratos encargados por familias bogotanas, en un período que él con humor denomina “la etapa alimentaria”. Alguno de estos cuadros –Los Acosta (1964)– suscita críticas implacables en su momento, al resultar ganador en un Salón Nacional de Artistas.
Al indagar con el maestro Roda sobre las razones de su opción por trabajar sus obras en series, asumida a partir de 1960, a más de reconocer sus orígenes en la tradición pictórica española, su explicación es enfática: “La emergencia de esta perspectiva, como la llamas, pudo obedecer a esa necesidad de afirmar la identidad. He contado muchas veces que un peligro grande de mi juventud fue el haber descubierto a Picasso: el embrujo fue tal que no podía hacer una línea sin referencia a él; una mano, un ojo, debían resolverse como lo haría este pintor español […] Era un dios. Me identificaba plenamente con sus planteamientos. Llegó a ser macabro, y romper con él (en busca de su propio lenguaje) es una de las razones de mi acercamiento al abstracto”.
Así, cada cuadro suyo se convierte en la continuación de uno que pudo concluir quince días atrás; significa proseguir con una propuesta plástica, con unas formas con unos colores, con una intención. Es un modo de trabajo característico de su proceso creativo que revela una determinada manera de “aprehender” un tema, de proponer su resolución, de recrearlo, de transformarlo, de agotarlo…
Según Roda, termina una serie no sólo porque siente “concluido” el tema, sino por razones más prosaicas: realizar un número equis de obras para una exposición, y allí se cierra el ciclo. Preguntarle por qué se concluye aquí, sería tanto como indagar a un escritor sobre los motivos por los cuales finalizó una novela. De otra parte, el tránsito de una serie a otra no necesariamente implica rupturas; por el contrario, generalmente guarda honda relación con las más sensibles inquietudes del pintor, con su necesidad de llevar a un espacio distinto los logros o hallazgos de aquella anterior, con plasmar en cada nueva serie sus pasiones literarias, invariablemente presentes a lo largo de su obra.
Juan Antonio Roda, “[…] es un pintor de temas fijos, lo cual equivale a decir de obsesiones o pasiones fijas, capaz de trabajar dos años sobre una imagen de una tumba absurda y barroca […]. Tiene el empecinamiento de capturar, de poseer sensorialmente un tema. Los cuadros que al principio son esquemáticos, se van cargando y cargando progresivamente como si se les hicieran no retoques y añadidos, sino transfusiones de sangre; al fin respiran, articulan sonidos, gritan. Sin embargo cada cuadro en sí, analizado como un hecho plástico, es una perfecta unidad donde se fusionan colores, manchas, grafismos y pinceladas en un espacio móvil, anhelante” (Traba, 1965: 3.5).
A finales de los años cincuenta, luego de una exposición en Nueva York donde se enfrenta a muchos cuadros de una nueva escuela abstracta que en ese entonces Roda cuestiona, durante muchos meses no pudo pintar: “Toda la problemática del arte abstracto se me fue planteando” y así aprehende el sentido profundo de esta propuesta plástica. A partir de este momento inicia su trabajo en series e incursiona en una etapa frente a la cual afirmara: “Realmente creo que mis obras actuales no figurativas dicen muchas más cosas que las de las etapas anteriores, porque en ellas cuento mis obsesiones sin necesidad de acudir a argumentos del mundo exterior […]”.
Este maestro sentía entonces, como lo siente de nuevo desde la década de los noventa, la necesidad de distanciarse del esquema de la figuración y entender que la expresividad de un cuadro no está dada por el argumento sino por el cuadro en sí; aquí radica el gran desafío. Por otra parte, confiesa que el color era el elemento que más problemas le causaba y este primer acercamiento al abstracto lo considera justamente como un estudio del color.
Lo cierto es que su trabajo, sin reato de algún orden, se mueve entre la figuración –que no el realismo estricto– y la abstracción. El incentivo de su oficio no se reduce a lo puramente estético; lo ético guía su andar en un curso en el que lo humano, sus angustias e incertidumbres, forman parte de sus preocupaciones artísticas, de modo que “cualquier itinerario es posible”.
Desde otro ámbito, invariablemente Roda cuestiona cualquier asomo de sometimiento hacia el arte y, de cierto modo y en ciertos momentos, lo figurativo alude a este vasallaje en tanto los referentes de cada cuadro necesariamente se ahíncan en el mundo exterior. Entonces, y a manera de hipótesis, cuando percibe que su oficio es “avasallado” por la representación de algo, escapa, libera su pintura de toda obligación, libertad que se hace evidente en series no figurativas como la primera, El Escorial y, una vez más, en series recientes como esas explosiones de color que danzan en Ciudades perdidas, Lógica del trópico o El color de la luz.
Es una serie conformada por diecinueve óleos, o diecinueve variaciones de la famosa obra arquitectónica española, construida en 1562 bajo el Reinado de Felipe II. “Para mí El Escorial –afirma Roda– representa lo mejor y lo peor de España y, como es natural, España para mí es una preocupación constante. Todos estos cuadros están pintados bajo lo que podríamos llamar la obsesión española. Así es que no creo que haya que buscarles a mis escoriales las puertas ni las ventanas. Están ahí, son escoriales y basta”. Sí. Las raíces hispanas de esta serie –como las de las dos siguientes– son nítidas desde sus títulos mismos. Nacen de una necesidad expresiva; también de sus nostalgias y de sus paroxismos particulares.
Con esta serie incursiona en un lenguaje abstracto definido y novedoso en su proceso. Una serie que como tal, constituye un pilar fundamental al curso del arte abstracto en Colombia. Se imponen los claroscuros que su paleta maneja magistralmente. Se insinúa la presencia de “[…] un leve movimiento atmosférico y expone una tensión de fuerzas donde el caos se presiente como inquietud desafiante” (Escallón, 1992: 12). Colores transparentes pero a la vez nubosos, que se ven iluminados por la presencia de azules, rojos y morados, desprovistos de fórmulas pero igualmente ajenos a repentismos de cualquier índole. Grandes formatos que contribuyen a la dimensión monumental del drama histórico y simbólico que compromete al pintor.
Su origen es claramente literario. Eduardo Camacho, profesor y escritor amigo de Roda, realiza un trabajo sobre la poesía fúnebre en España cuyo texto le regala. Nuestro maestro conoce las maravillas que los escritores españoles escriben en derredor de ilustres muertos. De ahí el tema de la obra, Tumbas, referidas a insignes personajes y elaboradas en homenaje a Felipe II, Rubens, Agamenón, Shakespeare, entre otros de los doce óleos que integran la serie expuesta en 1963. Por esta referencia, que significa atender a la personalidad de cada homenajeado al pintar su Tumba, algunos críticos prefieren calificarla como no figurativa, expresionista quizás, más no abstracta. La muerte se agiganta, se magnifica pues no alude a muertos corrientes; son ilustres protagonistas de la historia que Roda contribuye a inmortalizar.
La coherencia interna presente en El Escorial continúa, y la atmósfera de esa etapa contribuye a escenificar el drama de la muerte. Hay equilibrio en la composición y los colores se integran; sugiere, en palabras de Traba, un “delirio cromático y gestual” apoyado en transparencias, luces y variados matices; manchas y grafismos concurren y los espacios empiezan a ser demarcados por esbozos rectangulares, característicos de etapas posteriores.
Esta serie la conforman doce óleos y con ella inicia su vuelta a la figuración. Sin embargo, no es posible hablar de ruptura con respecto a las series abstractas anteriores; lejos de ello, hay continuidad y, otra vez, retorna esa España eterna que evoca insistente aun cuando le acongoja.
Más que Felipe IV su preocupación es Velázquez, a quien considera el más creativo, sutil y grande de los pintores en la historia del arte universal. Pero no pretende una relación con la técnica o con los colores de este pintor famoso. Tampoco intenta “una variación pictórica del original”. Su motivo es el tratamiento que Velázquez supo dar en su obra a ese rey triste y solitario. “Me llamó la atención porque está estupendamente pintado y por la angustia de ese rostro deshecho que espera la muerte con dignidad […]. Felipe IV carecía de poder, de inteligencia, de gracia, pero gustaba de muchas cosas, entre otras, del arte, del cual era un mecenas. Existía simpatía entre el Rey y el pintor […]. Él pinta el proceso del Rey, su envejecimiento, su condición humana”. Con esta serie, Roda comienza una particular indagación de esta condición humana. Los rostros de los Felipes irrumpen en el cuadro como parte de la unidad de la obra; al igual que la mancha o el color, que aquí se ordena pero se hace contundente, aparecen sus fragmentos: un ojo, una quijada, una oreja; todo dentro de un proceso en el que la superficie es preponderante. Son rostros que se insinúan en el tránsito hacia la figuración. “La estructura de los Felipes, la claridad de sus relaciones internas, la voluntad de concretar la alianza de ficción y realidad vuelve a filiar la obra de Roda y no es nada arbitrario que le conduzca a la serie de Autorretratos” (Traba, 1977:12).
El retrato, reiteramos, ha sido tema de interés en el trabajo de Roda. Le atrae la fidelidad que permite –a excepción de cuando son niños– la inmovilidad del modelo; ello posibilita trabajarlos más profundamente desde la composición, el color, la forma. “Por ser una pintura con tema, el retrato es un acercamiento al ser humano donde para el artista hay un planteamiento plástico. Se trata de captar la expresión y la psicología de la persona por medio de sombras o, en el caso del color, éste debe también expresarlo todo. Es un reto interesante si uno logra libertad en el retrato […]. El autorretrato es una mentira, es un reflejo. Yo no he logrado verme. Nunca me he visto. Tanto hablar de uno y uno no sabe cómo es. Ante un espejo, uno se ve al revés, y lo toca y es plano y yerto. Es horrible”.
Roda insiste en ser objeto de sus planteamiento plásticos, en ser su propio tema. También en revisar, desde la perspectiva de su arte, la mirada que provoca de sí mismo. En el transcurso de su obra son reiterados los autorretratos con los que pretende “[…] captarle el sentido de ser hombre a la máscara de la apariencia e interpretarla dentro de una pincelada tan libre como intempestiva” (Escallón, 1992:54).
Tantos años de trabajo han aguzado su sentido de observación que entonces se torna en “disciplina de la mirada”. Una capacidad que se expresa sin ambages en estos retratos en donde el modelo no es ajeno al pintor. Retratar a otro implica una relación entre quien observa y quien es observado, y la pintura es la evidencia de esta relación, que se construye en el proceso de su elaboración. La inmediatez de esta situación provoca una tensión que lleva al pintor a acompasar los tiempos.
Así, el tema de los retratos no será sólo el modelo sino los vínculos que se dan entre los dos a través de la pintura; aquí el otro se constituye en parte esencial de su obra. Roda es el otro. Por este motivo, muchos consideran sus autorretratos como “[…] una pausa de autorreflexión, como una metáfora, una introspección sobre el acto de pintar y de ser pintor”. Roda en ellos, como antes se señala, indaga por inquietudes existenciales y son de esta manera un escenario de la condición humana[…] Escenario en el que concurren colores, elementos, formas, gestos e intereses plásticos evocadores de las pinturas que realiza en períodos próximos o simultáneos.
En el año de 1968 expone los once óleos que conforman esta serie de origen curioso. El pintor Luciano Jaramillo, quien fuera gran amigo de Roda, algún día le regala la talla colonial del torso de un Cristo con brazos móviles. El maestro lo lleva a su estudio, lo observa insistente, le quita los brazos para que se mezclen con el cuerpo y se le ocurre la idea de un cuadro con el tema de Cristo que luego se torna en serie. Indaga entonces sobre el significado de la pintura entendiendo que no es sólo superficie. “Recibí la influencia de Bacon en el sentido de que la idea de lo que yo pintaba no era una figura sino el reflejo, un espejo […]. Vino la serie de los Cristos […]. Intenté contar lo que creía era el hombre latinoamericano; fue la época en que mataron a Camilo Torres […]. El tema de Cristo partió por motivación, porque al fin y al cabo fui educado en la religión cristiana, y siempre me impresionó la imagen de ese Cristo mutilado, que se me hizo algo muy de nuestro tiempo”.
Sin embargo, el maestro insiste en que no es una pintura religiosa. Está más relacionada con las tragedias que en ese momento suceden en Colombia. Una vez más, su vocación trascendente irrumpe. “[…] La imagen de Cristo es aquella de la desesperanza, de la impotencia. La religión no es opción de redención. En estas obras el espacio pictórico –despojado, desolado– opera como una estructura simbólica” (Ponce de León, 1992:21). Roda encuentra la esperanza en su concepción trascendente de lo humano. Es una serie en la que, en sus propios términos, interpreta la tragedia a través de dramáticas imágenes de Cristo que quizá por ello, califica de expresionistas.
A juicio del mismo maestro, ésta es una etapa “un tanto melancólica”. Busca una especie de orden en su pintura, una racionalidad, si se quiere más abstracta, una composición más plana, más poética. Y aquí surgen las Ventanas de Suba, como espacios cerrados en los que, a través de un hueco, entra el aire, la luz, las nubes, el cielo. Fueron cerca de dos años que condujeron a diez óleos, presentados al público en 1979. “Las llamo así porque vivo en Suba; no hay ninguna referencia en absoluto local; es simplemente la idea de una abertura y de una forma que pasa, como nubes, por ejemplo. […] Es un planteamiento más entroncado con el Surrealismo, una cosa más lírica, […] más formalista. He querido ocuparme más de puros problemas de color, de planos, de líneas que de una explicación expresionista […]”.
Una nueva propuesta pictórica en la que crea una novedosa sensación espacial, donde la geometría ordena los espacios del afuera y el adentro desde líneas rectas; trazos, atmósferas, manchas, continúan emparentados con las series anteriores pero aludiendo ahora a esos espacios cerrados que se comunican con cielos inciertos, a través de una ventana. Es una serie que manifiesta “[…] un momento de indecisión que abre paso a los grabados”.
Con esta serie inicia su larga etapa de grabados. A pesar de aproximarse a esta técnica en sus primeros años de formación, en 1970 le significa un redescubrimiento que trabajará en blanco y negro; una técnica que apuntala el manejo fluido de aquello que constituye su mayor don: el dibujo, la profundidad de la línea, el claroscuro, los contrastes entre la luz y la sombra. Así comienza el itinerario de este grabador. Y en esta incursión también algo fortuito acontece. Un arquitecto, amigo de nuestro maestro, le obsequia un retrato anónimo del siglo XIX que encontrara en alguna demolición bogotana. El lienzo está deteriorado; Roda lo restaura, le coloca bastidor, un marco de la época y lo cuelga en su estudio en donde hasta hoy permanece. Es la pintura de un desconocido que inexplicablemente le atrae: ¿quién era? ¿por qué llegó hasta él? ¿qué quería decirle? Son preguntas que por carecer de respuestas envuelven el retrato de un halo misterioso que así origina esta nueva etapa.
Acude al taller de Umberto Giangrandi, quien le proporciona la plancha de grabado a la cual lleva a este ilustre desconocido. Luego otros desfilarán por la serie: la imagen de su padre, su hijo, Mozart y el mismo Roda.
Por lo menos dos de estos cuadros son autorretratos que corresponden al momento en que los realiza; aun cuando en todos existe un intento de definición de sí mismo, distante de su papel de artista. Los primeros cuadros, de los doce que conforman esta fase, van a la Bienal americana de artes gráficas realizada en Cali, y obtienen un premio que alienta una aún titubeante carrera de grabador.
Juan Antonio Roda ha sido un amante del cine, particularmente de aquel en blanco y negro que ahora, de distintas maneras, se hace presente en esta serie provocando esos efectos del claroscuro cinematográfico. En pocos cuadros afina la técnica del aguafuerte y logra la perfecta incisión sobre la plancha de metal, fruto del dibujante consagrado que comprende el lugar justo de la línea, amparada entonces en los grises responsables de contornos modulantes que provocan sombras deslizadas entre negros intensos y atemperados blancos. Son elementos que integrados producen enigmáticas atmósferas; todo en un proceso que avanza de un cuadro a otro en busca de caminos certeros de rigurosos resultados.
Una película de Elio Petri es el punto de partida de esta serie. La intriga de la cinta gira en torno a la foto de una adolescente riendo, quien había desaparecido durante la guerra. Un preso nazi la busca por un pueblo de Italia y lleva como guía la fotografía publicada en un periódico. Esta imagen de una niña riendo –a quien habían matado en la guerra– le queda grabada a Juan Antonio Roda. Es una risa fresca que le provoca fascinación. Así como las fotos de sus cinco hijos que de niños aparecen igualmente riendo. Y se insinúan algunas preguntas de fondo: ¿hasta dónde la risa no es más que risa? ¿la risa esconde algo o es el preludio de algo? ¿qué hay de fugaz en la juventud y en la risa? Aquí comienza Risa, plasmada en ocho grabados que expone en 1972: la risa suavemente encajada en la boca, la risa con los ojos vendados, la risa de frente, de perfil… La infancia, la alegría, el amor, la muerte, desfilan trágicamente a través de la Risa. “[…]Enfrentarse a un tema así requiere coraje. Aunque, a la postre se llega a la conclusión de que es un pretexto referencial que le sirve de contrapunto de un enriquecimiento estructural, manteniendo en un segundo término la introspección que preside la serie anterior” (Benet, 1985:79).
En esta serie, como lo reconocen algunos críticos de la obra de Roda, la estructura “gana la partida”: niña reconocible, niña vendada destacando la risa; es un entrenamiento para ordenar los elementos. Por otra parte, en cada cuadro “protege tercamente los fragmentos esparcidos”: ojos, perfiles, curvas de las cejas, manos táctiles, miradas… ; es una fragmentación que busca zonas de interés; un conjunto que habla de la sensualidad de estos grabados que en su carácter erótico preludian la etapa siguiente. Desde el punto de vista técnico, combina punta seca y aguatinta y con ellas entrelaza formas consonantes.
La génesis de sus monjas se remonta a los retratos de algunas abadesas muertas, pintados en la década de 1840 por José Miguel Figueroa –pintor de la República pero gran exponente de un arte colonial–, a pedido del convento de las madres dominicanas. Se encontraban en el anticuario de un amigo de Galaor Carbonel, quien le insiste a Roda en que los conociera. “A mí las monjas no me gustan ni vivas ni muertas, le respondo a Galaor, pero finalmente acepto su invitación y, de verdad, lograron impactarme. Eran monjas muertas, seguramente pintadas por otras monjas o por algún fraile; pinturas elaboradas con la premura que imponía su condición de cadáveres, rígidos, helados. Pero luego les pintaban coronas de flores, bellas, en ese estilo colonial poético”. Encuentra aquí una idea interesante. Por una parte, conocía de historias místicas como las de Santa Teresa de Jesús y Sor Juana Inés de la Cruz; de otra, el tema del celibato, de la entrega a Cristo le rondaba. Son las motivaciones fundamentales que lo conducen a trabajar en esta temática apasionante, a la que se dedica entre 1973 y 1974, y de la cual obtiene doce importantes grabados.
Una serie que se convierte en espacio de reflexión sobre la muerte y el amor, humano o místico. “La idea de la muerte, el sentimiento de la cosa táctil, una extraña sensualidad que despierta la sensación de tránsito delirante, unas figuras que, más que muertas, parecen vivir experiencias oníricas, una defunción con memoria de la vida que no fue y que pudo haberse vivido” (Benet, 1985:79).
Considerada por la crítica como una de las series plásticamente mejor logradas, combina aguafuerte, punta seca y aguatinta. Crea espacios virtuales y un rico campo pictórico como marco de esta nueva propuesta, marcadamente erótica y en donde, entonces, concurren la sensualidad y la poesía. Conforme lo plantea Traba, Los delirios de las monjas muertas son polifónicos: múltiples voces autónomas acuden a la composición que, no obstante, logra su unidad.
Durante 1976 se dedica a sus Amarraperros, de los cuales produce once grabados. “Hice variaciones sobre la obra de un artista alemán del siglo XVI, en la que un hombre seducía a una mujer. Una de ellas convierte al soldado en un amante apasionado, mientras la mujer ríe.
En el dibujo del alemán la mujer tiene las piernas cruzadas y se me ocurre que un perro le hacía cosquillas en el pie con la lengua. Después de muchos tanteos empiezo un grabado en el que había tres pies: uno desnudo, otro envuelto en una media, y el que estaba en la parte superior tenía un trapo amarrado con unas cuerdas. La anécdota original desaparece así como el pie envuelto en el trapo. La cuerda adquiere para mí gran importancia, lo que me lleva a elaborar esta serie sobre el tema del poder y de la sumisión del hombre y del animal, y de la ambigüedad de estas relaciones. Había estado trabajando con muchos simbolismos y con una ordenación muy barroca de los elementos. Ahora, apoyándome un poco en los realistas españoles del siglo XVII, quise que el énfasis estuviera en los pocos elementos que utilizaba: la cuerda, el perro y ciertas partes del cuerpo humano. Todo ello con una luz que concretara las formas”.
Es un tema que, de esta manera, propone la reflexión alrededor de la peculiar relación entre los humanos y el perro, a quien se considera su más fiel compañero. En su tratamiento, Roda llega a sugerir una “simbiosis” que por momentos impide reconocer quién es el amo de quién. Perros que se “metamorfosean”; hombre que se convierte en perro; rostros que se truecan en otros… Perros aprisionados o liberados por las cuerdas; cuerdas que atrapan pero también acarician. Los perros de Roda “[…] son vivas alegorías de tantos otros seres domados y amarrados por la mano del hombre” (Carbonel, 1976:77).
Estos grabados se encuentran entre los más figurativos de su obra. Desprovistos de muchos símbolos y más sobrios que los anteriores, resultan así menos barrocos. Su composición es compleja pero más simple de atributos, siendo la cuerda –aunque ambivalente porque une y esclaviza– el elemento protagónico. La composición busca equilibrio geométrico: triángulos que se imponen y dividen un espacio que privilegia los negros, manejando también ricas tonalidades en los grises. En esta serie Roda sólo usa el aguafuerte y resinas, sin la presencia de la punta seca. Son características que propician cambios en sus grabados, dueños de simbolizaciones ajenas a las obviedades.
Fue una serie producida por requerimiento del Museo de Arte Moderno de Bogotá, y como una contribución para la construcción de su sede actual. La integran seis grabados que realizara durante 1978. “Hace tiempo me rondaba la idea de la angustia, porque el ser humano está minimizado y torturado. Ahora, quizá más que en otras épocas, se usa el castigo como medio coercitivo”. Sus vínculos con la etapa pasada resultan incuestionables. La necesidad del castigo, el castigar y ser castigado “[…] es anterior a cualquier otra necesidad que pueda estar en el origen del arte”. Una serie que se convierte, una vez más, en una propuesta de introspección sobre la condición humana, el dolor, el sufrimiento, el castigo, la búsqueda de sentido…
Desde lo técnico, de nuevo entrelaza el aguafuerte y la aguatinta; surge la simultaneidad de espacios en los que en un mismo tiempo concurren acontecimientos diversos, dentro de una atmósfera nítidamente figurativa, y en un formato de menor tamaño que el de las series anteriores.
En esta serie, conformada por dieciocho óleos pintados hacia 1979, puede suponerse un paralelo entre grabado y pintura, y en mayor medida cuando, al año siguiente, nuevamente retorna al grabado. En palabras de Roda, “Los Objetos de culto están mezclados en una cosa compleja; no diría que solamente de la sociedad de consumo, sino de la sociedad. En todos mis cuadros hay un poco de ironía. A mí me gustaría pintar como Buñuel hace cine. Para mí él es un dios […]. Ha hecho el cine más inteligente, más satírico, más novedoso y sorprendente. Y pensando en esto, llegué a los Objetos de culto […]. Todo es un objeto de culto, uno mismo, la mujer, los hijos […]”.
La crítica considera que ésta es quizá la serie menos afortunada, en tanto la propuesta plástica está sujeta a múltiples intervenciones: gesto, color, relación figura-fondo, circunstancia que conduce a la confluencia literal de símbolos que, de esta manera, se tornan anecdóticos. Es una pintura figurativa en la que concurren muchos de los elementos iconográficos constitutivos de los grabados anteriores, en espacios que se rompen de manera abrupta. Serían los “desaciertos” señalados por algunos estudiosos del arte frente a esta etapa de su proceso.
Es un tema sobre el cual existe abundante producción artística. Goya y Picasso lo han tratado ejemplarmente y son los mejores exponentes de la gran tauromaquia en el arte. La versión de Roda es ajena a la dinámica de la lidia pues él no es, ni pretende serlo, un “taurófilo”. “Es difícil saber cuál es el origen de una obsesión. Les tengo fastidio a las corridas; las asocio al fascismo, al machismo y, algo peor, a la crueldad al servicio de la estupidez […]. Este espectáculo me recuerda una España que detesto […]. Los toros me repelen. En ellos también hay algo para mí repugnante. Claro que deliberadamente aludo en el título de esta serie a Goya y a Picasso y a sus tauromaquias respectivas. Ellos son parte de lo español que, como los toros, es al mismo tiempo desagradable y obsesivo y fascinante […] ¿Para qué repetir todo lo que se dice sobre el elemento sexualidad en el toreo? […]. Es un espectáculo o un rito que procede de un pueblo sexualmente confuso, sexualmente reprimido, como el español. Y estoy seguro de que los españoles ven en la relación de toro y torero una relación sexual. La corrida es una matanza, un asesinato; pero también es una violación”.
Por estas razones, el origen de esta serie es inescrutable, aun cuando pareciera el cuestionamiento al absurdo del dolor inútil. Una “versión segmentada” frente al horror que ocasiona la muerte. Son doce grabados figurativos (1981) que manejan magistralmente los contrastes. Trabajados en aguafuerte y aguatinta, Roda provoca cortes rotundos en la plancha para lograr esos blancos garantes de los contrastes aludidos: cuerpos de negrura intensa coronados por cuernos blancos, en los que resplandece la agresividad.
Entre 1983 y 1987 Juan Antonio Roda vive en Barcelona junto con su esposa. El presidente Betancur lo nombra cónsul en esa ciudad, entre otras razones, “por que soy el único colombiano que habla catalán”. Quería volver a este lugar donde vivió entre los nueve y los treinta años; quería saber de sus amigos; quería experimentar de nuevo esa cultura que también le pertenece. La ciudad realmente no lo seduce como en cambio sí la comida, que de nuevo le resulta fascinante. Al consulado dedica gran parte del día; en las tarde se marcha al taller de grabado que le consigue un amigo donde trabaja la serie Flora, de la cual realiza en ese período catorce aguafuertes. Una serie originada en las láminas de la Expedición Botánica de Mutis.
Al estudiarlas, encuentra en las flores profundas semejanzas con el cuerpo humano: “Empecé pensando en las flores, dibujándolas y dándoles vuelta hasta que me di cuenta que siempre se habían visto por el exterior; la parte bonita, los colores que atraen a las mariposas, y pensé que la flor es además otra cosa, es el órgano reproductor de la planta […]. Los grabados obedecen a una indagación sobre qué es la flor, sobre todo el misterio que envuelve siempre la historia del sexo o del origen de la vida”.
La serie goza de un trazo sensual, premonitorio de la etapa pictórica que se avecina. La fuerza plástica es contundente. La intensidad de los contrastes blanco-negro continúa; el dibujo se torna aún más delicado, al servicio de unas formas sutiles que contribuyen a que los distintos elementos “ocupen el lugar que les corresponde dentro de la estructura orgánica de la flor”, en tanto el tema logra más altos niveles de abstracción. La mayor parte de los símbolos de series anteriores desaparece porque la flor es en sí misma un símbolo: de vida, de juventud, de belleza…
En tanto Flora la compone un conjunto de grabados en blanco y negro, Flores (1997) está compuesta por dieciséis óleos a todo color. Luego de su última primavera en Barcelona, de recorrer sus parques florecidos, “llega con la naturaleza en las manos” y su trabajo da un viraje fundamental. Adicionalmente, el origen de esta serie, a juicio del maestro, tiene otros antecedentes. “[…] Si me pongo a pensar recuerdo que en Holanda fui a una exposición del Kröller Müller, un museo en el campo donde hay muchos Van Gogh. Y en un momento dado, me da pena confesarlo, pensé: ¡Qué jartera Van Gogh! A mí me gusta mucho este pintor, pero allá, con tantos, uno sobre otro, pensé eso. Hasta que en una sala encontré dos pasteles de Odilon Redon, unas flores, y de repente vi esa maravilla, esa frescura, esa poesía […]; la primera relación que tuve con las flores pintadas fue esa. ¿Por qué llegué a las flores después? No sabría decirlo. Para mí el hacer flores era un medio simple de pintar, un pretexto para trabajar el color, la atmósfera […]. Gasté mucho tiempo […] en la búsqueda de sentido, de simbolismo. Hasta que un día me dije: ¡al carajo el simbolismo, al carajo el sentido, al carajo todo! Y así fue. Me puse a pintar pintura pintura, a pintar colores, a pintar cosas que me gustan […] en Flores me preocupo por la alegría o el horror, da igual, del color”.
Flores, un tema tan trabajado en el arte universal, en la pintura de Roda adquiere una dimensión particular. Lo prosaico se trasciende cuando se llega a la esencia y esto se logra, como lo hace el maestro, al impregnarlo de una fuerza que entonces lo colma de sentido. El tema aquí, como él lo afirma, es un simple pretexto; lo peculiar de esta serie radica en la manera como forja los espacios, en donde el color se disemina en torno a ejes que giran en derredor de su centro.
Las Flores le permiten el placer intenso de pintar, provocado por un locuaz manejo del color y de la luz, quienes son los protagonistas de un paisaje ideal; “[…] conforman atmósferas sensoriales que mágicamente transforman el pigmento del óleo y las manchas y trazos en sensación del paisaje” (Cárdenas, 1988: 85). Paisajes que esbozan formas triangulares, preludio de esas montañas que recorrerán la geografía colombiana; como aquellas del Chicamocha que tanto impresionan al maestro o esas otras que circundan la vía que desde Bogotá conduce a Sasaima.
Colombia es un país de montañas que España no posee. Una serie (1989) que hace parte de las obras del retorno a nuestro país donde en verdad puede hablarse de una “explosión del sentimiento”. Emergen entonces de ese paisaje colombiano que añoraba, “[…] pero obviamente no son montañas, sino que responden a una idea de estructura esencial que se desarrolla en la dinámica del cuadro. Alrededor de eso hay un planteamiento de color, un problema de una cierta violencia y tensión y muchas veces hay una cosa dramática. En todo caso me preocupa poco lo abstracto o la forma por la forma; son más bien formas de color o una ordenación de colores, o una tensión de líneas. De todas maneras busco la posibilidad de crear una atmósfera en el resto; se puede creer que hay un cielo, unas nubes, tierra, un camino, un lago, unas casas […] No voy a bautizar estas montañas (porque así) para la gente, ya no son más que eso […]. El problema es cuando un día descubres en la vida la fuerza que tiene un material que siempre has estado usando: el color, y te das cuenta que no lo tienes que usar más como enmascarando una obra sino como color en sí. El color es la forma […]. En esta serie utilicé unos colores más atrevidos. Siempre retocaba mis cuadros con un solo tono. El azul, el amarillo, el rojo […] ahí se movían. Y en esta serie sobre las montañas me atreví a utilizar colores distintos. Más cálidos, más agresivos, más vivos”.
Son quince óleos en donde las Montañas se insinúan como inmensas moles de tierra, dueñas en su entraña de fuerzas misteriosas. Sin reatos, una vez más, disfruta de la inmensa libertad otorgada por esa abstracción que él sabe volver poesía. Su pretensión no va tras verdades absolutas; sólo busca interiorizar el paisaje. Busca también un orden interno a través del color para darle a este elemento el protagonismo que en este momento le corresponde. “Éstas son mis Montañas, que son barrancos, caminos, cielos y aguas; la esperanza y la decepción; la agresividad y todas las posibilidades del simulacro. Son también los abismos que suben y los caminos que se hunden. Son los colores de la melancolía y son los de la dicha”.
Los óleos de estas series (1991-1996), desde el punto de vista temático podrían intuirse referidos a cuanto ha perdido la humanidad con el paso de las llamadas civilizaciones. Un nuevo mundo imaginario forma parte de los intereses pictóricos de Juan Antonio Roda: paisajes que, como ciudades perdidas, se aproximan a lo urbano.
De una parte, aludirían a aquello que fueron las grandes ciudades y que –por desastres naturales, por las guerras o por el paso del tiempo– ya no existen. “Me gustaba ir a Grecia y recorrer esos sitios de los que nos habla la historia o la literatura: la tumba de Agamenón, templos, palacios, monasterios, de los cuales quedan ya pocos vestigios. Territorios cargados de poesía que ya no están. Ciudades perdidas, serie que intenta hablar de ellas y de la lírica que acarrean. La humanidad que pasa y destruye o abandona lugares: pequeñas o grandes construcciones, peldaños, columnas. No es un tratado sobre las Ciudades perdidas; es una pintura que quiere llamarse así. Como luego otra se llamará Tierra de Nadie: la tierra que como símbolo de poder ha sido objeto de las peores guerras; guerras por el control, por la propiedad de territorios, Tierra de nadie que ha ocasionado tantas tragedias”.
A lo largo de la década de los noventa, el camino de este maestro va mostrando su necesidad vital de la pintura en la que el color se impone sin contemplaciones. Colores fríos entrelazados a los cálidos, manejados con la maestría de un gran colorista. Obras poseedoras de esa riqueza interior que sólo puede otorgar un artista dueño ya de un largo recorrido en el que ha transitado con avidez los distintos recodos del arte, de la creación.
Esta serie la configuran veintiún óleos y algunos carboncillos que lleva a exposición a fines de 1999. Juan Antonio Roda considera que la mayor parte de los extranjeros que llegan a Colombia, empezando por él, se enamoran del país y ya jamás se irán, a pesar de las complejas dificultades actuales. Existen incuestionables problemas: desde aquellos menores de la cotidianidad hasta esos densos de la pobreza y la agobiante violencia. Problemas determinantes de un conjunto de manifestaciones que configuran la idiosincrasia de “lo colombiano”, que no es ni mejor ni peor que la de otras culturas: es diferente, “es el trópico”, afirma el maestro. Son lógicas particulares inherentes a una cultura, a una historia, a unas tradiciones y hasta a una determinada geografía; es, para el caso nuestro, la Lógica del trópico a la cual se refiere, de la cual habla ésta, una de sus últimas series, en donde el color entonces se desborda, se exalta en evocación a las desmesuras, las exhuberancias, los extremos y el caos distinto de ese trópico.
Las obras de esta serie –como de ninguna otra– “[…] no pueden contarse con palabras, como tampoco es nada lo que intenta con ellas contar el artista. Son obras que conducen sentimientos, obras cuya carga emotiva desnuda al que las observa. Obras concebidas en el universo del ruido y que en las manos de Roda se convierten en un mundo análogo del universo musical. Colores, texturas, grafismos, son sonido, ritmo, golpes de tambor” (Sierra, 1999:1).
El Color de la luz está conformada por los óleos que en el próximo noviembre expondrá en la Galería El Museo de Bogotá –junto con Pintura negras, actualmente exhibidas en la Universidad Nacional–. Cuadros de gran formato, impregnados de la poesía inmanente a las tonalidades que puede irradiar la luz. Es un punto de llegada en su canto a esa policromía que retoma en un in crescendo a lo largo de la última década, cuando afirma que “el color es la forma” y también que en este momento hay “[…] menos afán de drama, hay menos angustia, hay más placer de pintar y menos ganas de contar una tragedia”. Una serie en la que ensaya los distintos matices de cada pigmento: los tonos posibles del azul, del verde, del amarillo…
Las Pinturas negras configuran una serie de doce cuadros, dueña de dos características particulares: cada obra es trabajada en pequeño formato y, sobre superficies nítidamente pictóricas, se presenta un uso reiterado del negro: rasgos suspendidos que ordenan geométricamente el espacio; colores que se sobreponen en pinceladas rápidas creando atmósferas; trazos negros que por momentos parecieran manchas. Óleos que, como en tantas otras series, se rehúsan a encasillarse dentro de lo figurativo o de lo abstracto. A propósito de estos trazos negros novedosos, Roda considera que, si bien este color se define culturalmente como dramático, no necesariamente está aludiendo con él a la guerra o a la violencia de nuestro país. Sin embargo, no resulta improbable esta lectura.
En las obras de Juan Antonio Roda existe un fundamento, una estructura que sostiene la construcción simbólica o descriptiva de cada cuadro. Igualmente se da un equilibrio entre las convenciones clásicas –relación figura/ fondo, sentido de gravedad, expresión de volumen– y la fragmentación y combinación de elementos conformadores de la imagen total. Su “gusto subversivo por el fragmento desplazado” es el contrapunto justo de una técnica tradicional y la transgresión acontece de esta manera en el campo sintáctico de la composición.
Su discurso se teje a partir de relaciones simbólicas entre el erotismo, la seducción, el dolor, la muerte, como dimensiones que ocultan y revelan tensiones y que así son tema de diferentes series. Existe un claro sentido de la trascendencia y su pintura es una forma de conocimiento y de relación con el otro, y ese “otro” se torna fundamental en su obra. La atmósfera dentro de la cual se construyen sus narraciones –que se desenvuelven en tiempo y espacio– se convierte en escenografía del drama, visto éste como necesaria dimensión de la existencia. Más allá de lo estético, la perspectiva ética de la obra se ocupa de consideraciones de orden existencial. Posee una visión crítica que, lejos de ser panfletaria, algunos califican de prometeica. Los espacios son concebidos, fundamentalmente en los grabados, “[…] como blancos ámbitos de luz que velan, esconden o destacan las figuras con miras de intriga y poesía. Y para Roda el color negro puede referirse a un tiempo diferente, puede ser sombra o puede ser misterio, aunque comparta con el blanco la delimitación a veces infinita de esos ámbitos. Y aunque comparta con los grises la responsabilidad de disponer la composición apropiada para sus diferentes énfasis” (Serrano, en: Traba, 1977).
Desde hace ya varios años Roda decidió que la pintura era color, espacio y forma capaces de expresar la vida tumultuosa, solitaria y compleja de los sentimientos. Hay momentos en los que el tema pierde importancia aun cuando siempre existe un subfondo de él, en tanto “nada sucede sin intención”.
Este maestro asocia sus cuadros con el paisaje, evidente en los nombres mismos con los que bautiza a sus series. Pero no son aquellos paisajes que suponen un observador frente a la ventana; se refieren a esa idea que involucra una profundidad, una atmósfera, unos elementos próximos, unos signos que los entrelazan.
Es un dibujante consagrado que cree en la línea y su fuerza sin violentarla, pero confía en ella si está viva; es decir, si dice algo dentro de la composición. De no ser así estaría muerta y carecería entonces de validez alguna.
A más del grabado –elaborado en punta seca, aguafuerte, aguatinta y resinas, con las cuales logra los negros profundos tan característicos de esta parte de su obra–, que ha ocupado largos períodos de su proceso creador y sobre el cual ya hablamos, Roda ha trabajado el pastel, utilizado fundamentalmente en los retratos. El óleo es el material de su pintura y lo prefiere por distintas razones; en primer lugar porque definitivamente la materia le gusta; en segundo lugar, a diferencia del acrílico que seca muy rápido, el óleo demora el secado y el maestro prefiere que la pintura nueva se mezcle un poco con la del día anterior. “Yo trabajo con la espátula pero igualmente froto los colores con un trapo, con los dedos, con la mano. Los mezclo y esto sería imposible si la pintura estuviera seca; se produciría así una superposición de capas independientes, lo que no corresponde a mi idea”.
En general no cree en el orden ni le agrada. “El orden es un estado de las cosas que tiene algo de imposición y de repetición. El que yo quiero hace parte de lo que la gente llama desorden. Pero yo no lo llamaría así. Lo más importante son las ideas desordenadas, los impulsos. Lo que uno quiere contar no es esto o aquello; es una cosa entre esto y aquello y ojalá vaya mucho más allá”.
Nada en su proceso es mecánico; nada está preestablecido: “cada cuadro me va llevando y cada cuadro es diferente. Jamás tengo previamente claro qué es lo que quiero pintar”. Empieza a “armar” toda obra como una historia de cine. Luego, poco a poco va pintando, observa el camino, mira qué sucede, qué le sugiere el color, qué puntos de interés emergen. Por momentos escucha su música. El ritmo de dedicación se lo demanda el mismo cuadro y, claro, también los compromisos diversos que con frecuencia debe atender. La pintura la trabaja de día: la luz artificial deforma el color, lo cambia. Además, cuando pinta, al final de la tarde está cansado y prefiere un libro acompañado de esa música que disfruta entrañablemente.
Para Roda sus cuadros preferidos, a más de los pocos que le acompañan en su estudio, son aquellos que en cada momento esté elaborando. Realmente ha sido descuidado con su obra y son varias las series de las cuales no posee hoy ningún cuadro.
Incuestionablemente los entornos diversos en los cuales se mueve la vida y obra de un artista inciden en su proceso aun cuando su tarea no es explicarlos. Existen. “Uno sabe –afirma Roda– que vivir en un país asediado, en guerra, es difícil; y cuando se presenta, pues se afronta. Yo viví la guerra y la posguerra en España y fue realmente dramático: los bombardeos permanentes, la destrucción total, el hambre rotunda. Por eso mucha gente se fue del país”.
Lleva cerca de cincuenta años viviendo en Colombia y, con todo y sus problemas, le gusta este lugar y no regresaría a España. “Además –dice– lo negativo, como todo, se acaba. La gente se muere pero los procesos, los países y sus culturas continúan su camino. Fíjate. Después de semejante hecatombe española, el país se recuperó. De otra parte, la vida es todo: lo bueno, lo malo, lo bello, lo regular, lo feo”.
Las sociedades y sus gentes poseen una infinita capacidad para resarcirse, aun cuando no podemos desconocer que las crisis son recurrentes. “Es preciso aceptar que el gran problema de la humanidad es el poder –reflexiona Roda–. El mundo se maneja en torno a los apetitos que despierta; adicionalmente, hoy vivimos el fenómeno grave de la corrupción que, al final y en el fondo, es también un problema de poder: la búsqueda de dinero, que así lo incrementa y consolida”.
Sin lugar a dudas, el arte es fundamental en la historia de las sociedades; tanto que las culturas pasadas se conocen primordialmente a través de sus distintas manifestaciones artísticas que, incluso, proveen pistas para saber de sus formas de organización económica y política, y del tipo de relaciones sociales privilegiadas. Guarda nexos íntimos con los lugares y momentos que lo anidan. “No es gratuito, por ejemplo, que después de la Revolución Francesa irrumpa el Impresionismo, y se inicien los movimientos de arte libres […] Antes, un Van Gogh era impensable”, señala Juan Antonio Roda. No obstante, reconocer su importancia y su función en la cultura de los pueblos no significa creer en lo que suele llamarse arte comprometido o arte político, a pesar de El Guernica de Picasso o Los fusilamientos del 3 de Mayo de Goya.
Considera que entre arte y ética debe existir una relación profunda que impida el arte fácil, el plagio, el arte complaciente. Una relación que dota de libertad a ese acto creador que trabaja con formas, con colores, con texturas… “Así como en la ciencia se labora con el hierro, con la gravedad, con la atracción de los cuerpos […] En eso nos asemejamos a los científicos: trabajamos con elementos que hacen parte del Universo […]”.
Por la influencia de los medios masivos de comunicación, por la globalización, de alguna manera se perciben hoy tendencias homogenizantes: jóvenes artistas desde los más disímiles lugares del planeta asumen planteamientos similares. “La gente tiene preocupaciones extra artísticas y más del orden de las ideas que de la creación en el arte. Pienso que, además de las influencias de los medios y de la globalización, hay una especie de reacción contra un sistema social que resulta odioso. Así nació el Dadaísmo a comienzos del siglo XX, o el Surrealismo más adelante… Hasta que llegamos al momento en el que hacer bien el arte no importa. Importa la idea: rompo la pata de una silla y le doy el estatus de una obra de arte, porque representa ‘la caída de la burguesía’. Mi pregunta es, como la de muchos, si esto es arte. Pienso que la expresión de las ideas corresponde al sociólogo o al politólogo; el arte ha sido y es otra cosa”.
A pesar de esta mirada crítica, Roda está convencido de la vitalidad inmensa de los colombianos. Si bien las crisis desestimulan, obstaculizan y restan tantas oportunidades, en Colombia continúan surgiendo jóvenes dotados de infinita creatividad.
Son los entornos de este maestro a quien antes se le definía como dibujante y hoy, sin titubeos, se le reconoce además como un pintor infatigable. Confiesa que le gustaría parar ya su labor, descansar, viajar; pero no puede: “[…] necesito estar pintando, aun cuando sé que algún día hay que parar esto […]”. Ha vivido invariablemente en medio de tensiones: orígenes conservadores y ambientes juveniles liberales; español que opta por Colombia; libertario de alma y pensamiento y formas de vida tradicionales… “Puedo parecer contradictorio y seguramente lo soy, porque la vida es contradictoria”. Por momentos se reconoce pesimista pues sabe de la condición humana, de sus ansias de poder, de su afán insaciable de riquezas.
Desde el ámbito de lo cotidiano, Roda es un paladín de la buena mesa. Como amante de la materia, disfruta inmensamente la cocina: selecciona, corta, mezcla, manipula, crea y en su casa, diariamente decide cada plato. Hay culturas en las que la comida resulta fundamental y este maestro se origina en una de ellas. Por eso, alrededor de los almuerzos que él mismo prepara, junto con María, su compañera por más de cincuenta años, reúne a las familias de sus cinco hijos con quienes conversa durante largas horas, convencido de que “la vida es más fuerte que la vida de cada uno”. Quizás esta certeza explique la pasión con la cual ha grabado tantas planchas, ha pintado tantos lienzos, ha producido esa obra maravillosa que así sabrá trascender su existencia. No olvidemos que su quehacer de tantos años “ha sido procurar conocimientos para, más tarde, aclarar qué es lo que de verdad corresponde a esa persona que soy y que quiere poner su huella digital en esa página que dice Juan Antonio Roda […]”.
1 Las citas textuales de las intervenciones de Juan Antonio Roda corresponden a una entrevista realizada por la autora del presente artículo, y a otras cuya bibliografía aparece reseñada al final de este trabajo.
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