nomadas57

Spanish English Portuguese
  Versión PDF

 

Permanencia y cambio en la cultura de las clases subalternas

Permanência e mudança na cultura das classes subalternas

Permanence and change in the culture of the subaltern classes

Ricard Vinyes Ribas*


* Profesor de historia contemporánea en la Universidad de Barcelona. Ha realizado y publicado diversas investigaciones sobre los movimientos sociales y su articulación cultural. Es autor de “El soldat de Pandora. Una biografia del segle XX”, Ed. Proa, Barcelona , 1999.


Resumen

Este artículo analiza la pervivencia y formas de transmisión de la cultura subalterna en los movimientos sociales europeos a lo largo del siglo XX, y muestra que su rasgo político-cultural definitorio ha consistido en la construcción de instituciones democráticas colectivas.


Hablo de bastantes años atrás –fue quizá a finales de los setenta– cuando autores apreciables en diversos campos –de la política, la historia y la sociología en particular– retomaron una vieja y manida idea que fue presentada como algo nuevo, suficientemente brillante para proyectar luz sobre los efectos de la globalización en la cultura de las clases subalternas. La “nueva” idea se expandió a lo largo de los ochenta y en la década siguiente se consolidó como discurso hegemónico en ese tema. Se trataba de lo siguiente: si bien existe una desigualdad palpable en el interior de los países industrializados, la globalización ha creado una coincidencia en las aspiraciones de las distintas clases sociales. Si pedimos pruebas de ello, la respuesta a la pregunta nos dice que se halla en el acuerdo tácito y práctico sobre el modelo social y cultural que ha resultado ser concluyente entre sectores y clases históricamente en conflicto. Dicho en términos de una prosa radical sólo en apariencia, los “trabajadores” y “trabajadoras” se han aburguesado lamentablemente puesto que han aceptado el modelo existencial de las clases medias: visten (o desearían vestir) como la clase media, compran buenos automóviles, numerosos electrodomésticos, aparatos musicales sofisticados, televisores y vídeos de última generación, e incluso pueden acceder a viviendas unifamiliares. Así pues, es esa decidida ansia de posesión lo que fundamenta la uniformidad actual y el acuerdo en un único y último proyecto político y existencial. Bien, esa es precisamente la teoría social –débil teoría social en que se fundamentó hace un tiempo el estadounidense Francis Fukuyama para contar que habíamos llegado al final del camino en lo que se refiere a modelos de vida y organización, puesto que los deseos entre dominantes y subalternos, al fin y al cabo, coincidían.

Sin embargo, ese razonamiento con apariencia comercial de novedad es en realidad una afirmación muy antigua que no proviene de la realidad histórica, sino más bien de la construcción ideológica suscitada por objetivos políticos que precisan un nuevo consenso cultural para proseguir su dominio en una etapa de dureza y desequilibrio muy intensos en los países desarrollados.

Esa valoración tan negativa sobre los deseos de posesiones materiales, –una valoración en apariencia izquierdista y curiosamente tan fructífera al dominio conservador– se fundamenta en un prejuicio de raíz cristiana y liberal: la admiración por el pobre simple, arquetipo moral constituido por los mitos del esfuerzo, la austeridad y el sacrificio como definidores de la identidad de los trabajadores. Además, resulta ser una explicación externa –y extraña– a los trabajadores porque de ninguna manera proviene de ellos, ni ahora ni nunca, el rechazo de una buena e incluso alta, calidad de vida. Más bien al contrario.

Una prueba rápida de ello la contiene la extensa literatura utópica obrera europea del siglo XIX, que describió tierras imaginarias donde las necesidades no sólo estaban resueltas, sino que aquellos parajes ideados para soñar lo deseado eran mundos cómodos y opulentos, pero comunamente opulentos, eso si. Y ese no era un deseo del obrero fabril tan sólo, es decir, no procedía de la cultura obrera industrial, sino de cuentos y leyendas, tenía presencias anteriores en la cultura popular tradicional, que al fin y al cabo es el ámbito de referencia de la cultura subalterna . Por ejemplo, todos los países descritos en la geografía fabulosa (no me agrada la expresión utópica para esos casos) de las clases subalternas están relacionados por un común denominador: el cumplimiento con creces de la plena satisfacción de bienes materiales de todo tipo. En cambio, el desprecio moral por la inclinación hacia bienes y posesiones materiales fue un elemento constante, tradicional, de la crítica conservadora a los más desfavorecidos; como si el deseo de satisfacción material fuese la característica negativa que ponía de manifiesto la bajeza de sus reivindicaciones. En un “aleluya” del fondo Pons i Massaveu, conservado en la Biblioteca de Cataluña, donde se cantan y airean todos los defectos y vicios de los trabajadores, el protagonista afirma, contundente “lo que busca el taimado es turrón, siempre turrón”. Aún hoy se habla en esos términos: la obtención de modelos materiales propios de la clase media equivale de facto a la desaparición de la cultura de las clases subalternas.

Esa es una conclusión torpe, aunque sin duda interesada y hegemónica, presente hoy no sólo en las filas conservadoras sino también entre radicales de salón. Creo que el argumento no se sostiene históricamente.

A lo largo de la época contemporánea las clases subalternas no han manifestado deseos de ser clase media, sino de poseer el mismo tipo de cosas y la misma calidad de vida (o aún más). Las clases subalternas, que se han visto históricamente privadas de tener medios materiales en cantidad suficiente, desean obtenerlos, usarlos y guardarlos. El problema no es de posesión de riqueza, sino de desigualdad; al fin y al cabo la gente que recientemente se lanzó a la ocupación de las calles de Seattle era precisamente eso lo que ponía de manifiesto: riqueza sí, desigualdad no.

Sin embargo, se insiste en que el industrialismo ha producido, por su propio impulso, una cultura que se define como cultura sin clases, por tanto sin modelos en conflicto. Eso es algo que no se sostiene, y para darse cuenta de ello resulta interesante observar cuál ha sido históricamente la aportación esencial de las clases subalternas al mundo contemporáneo.

La distinción primordial entre cultura subalterna y cultura dominante puede percibirse bastante bien si consideramos que la cultura consiste en el largo desplazamiento de los hábitos del pensamiento y la acción a través del tiempo, un desplazamiento en el transcurso del cual se generan y desarrollan diversos conflictos –a menudo de forma bastante agria–, para hacer prevalecer la propia concepción de la naturaleza de las relaciones sociales que un grupo desea que oriente su existencia. En ese terreno, las clases subalternas hicieron una aportación cultural singular y diferenciada que aún hoy mantiene su presencia en distintos movimientos sociales.

En efecto, en Europa, la cultura tradicional popular fue fragmentada, dislocada, por la Revolución Industrial; lo que apareció como producto propio de la clase trabajadora no fue un elemento prefigurado, ni procedente de personalidades singulares, relevantes en los territorios de la creación; por eso no tiene sentido alguno hablar de arte o literatura proletarios, por ejemplo, o buscar el fundamento de esas culturas en el vestido o en la vivienda; eso en todo caso serían explicitaciones de algo más primordial, esencial. Lo que aportaron las clases subalternas fue un concepto y su materialización: la idea de colectividad y democracia y las maneras, los hábitos mentales y los proyectos que de ahí derivaban. La cultura que produjo esa idea fue la cultura de la institución democrática colectiva: ateneos, sociedades de resistencia, entidades de canto coral, sindicatos, sociedades recreativas, partidos políticos organizados en nueva forma, cooperativas de todo tipo…

Su importancia identitaria para la propia clase constituía ya una convicción profunda a mediados del siglo XIX. Resulta revelador que en la primera huelga general de España, localizada en su nacionalidad más industrial –Cataluña– apareció, al frente de las manifestaciones realizadas en las principales localidades industriales del país: Barcelona, Sabadell, Reus, Igualada, Vic, Manresa… apareció, decía, una gran pancarta roja donde podía leerse una frase austera y contundente que llenó de temor las administraciones locales respectivas: “Asociación o muerte!” El reconocimiento del derecho de libre asociación es el primer gran éxito de la cultura obrera en la Europa contemporánea. Además, constituyó la aportación de una clase al conjunto de la cultura nacional. En efecto, fue desde esas instituciones colectivas que las clases subalternas participaron en la transformación de la cultura dominante. Y dieron vida a costumbres y proyectos organizativos en torno de las ideas de colectividad y democracia, desde un tejido asociativo que adquirió significación particularmente importante en el período revolucionario comprendido entre 1936-1939 al constituirse en eje vertebrador del proyecto frentepopulista y en la base de organización del país para hacer frente a la sublevación fascista. A partir de 1939, la dictadura del general Franco liquidó físicamente aquel tejido asociativo popular. Sin embargo, la “tradición cultural” permaneció.

Cuando los trabajadores vieron la posibilidad de incidir sobre los mecanismos de control de las relaciones de producción y de los procesos de reproducción en la década de los años sesenta, la aprovecharon precisamente desde aquella tradición, conectando con ella, creando instituciones colectivas democráticas. Las adaptaron a las exigencias de la nueva época, por ejemplo teniendo en cuenta la principal novedad que, indudablemente, consistía en el desarrollo urbano. Se explica así que se constituyese a partir de aquellos años un movimiento asociativo urbano suficientemente importante como para contribuir a la construcción de un proyecto democrático alternativo a la dictadura. Un proyecto que, a partir de 1975, consiguió ser parcialmente impuesto y aplicado en la nueva estructura democrática que aparecía en el país como resultado del laborioso proceso de transición política.

Desde ese punto de vista, la producción cultural de las clases subalternas no fue individual, sino profundamente social y, considerada en su conjunto, debería ser valorada como una realización cultural notable.

Pero volvamos a la idea de comunidad. No apareció sola en la cultura popular tradicional –que es la base de identificación de la cultura obrera– sino acompañada de la desautorización global (aunque no de la crítica programática) a los modelos teóricos de la cultura dominante. Folclore, cuentos, leyendas, piezas teatrales… están repletas de pruebas de ello. Unas críticas que no se refieren tan sólo a aspectos formales, como pueden ser el sistema monárquico o bien la escasez de relaciones democráticas entre gobernantes y gobernados, sino críticas o explicaciones dirigidas a comprender, aunque sea toscamente, el funcionamiento de la sociedad donde vivían y desautorizarlo porque destruía los principios de comunidad y democracia a favor de la razón absoluta del beneficio. Un beneficio adquirido a través de la práctica del engaño, servidor del interés individual. Así es como fue popularmente explicada la razón del beneficio de la sociedad industrial capitalista. Un mundo en el que impera el engaño porque Razón y Justicia ya no existen, desaparecieron, según cuenta uno de los relatos más contundentes de la literatura oral popular, y que en realidad no es otra cosa que un discurso ideológico primario para explicar alegóricamente vivencias comunes de indefensión moral, desconfianza y arbitrariedad de la sociedad. Cuenta ese relato, recogido por el folclorista catalán Joan Amades, que Razón y Justicia, deseando almacenar dinero para disfrutar de una vejez aceptable, decidieron andar por el mundo mostrando sus virtudes . Muy pronto amasaron una buena fortuna puesto que la gente veía con agrado sus servicios. A mitad de camino se encontraron con la Avaricia, la cual se ofreció a ambos como gestor y banquero; aceptaron y prosiguieron su camino. Al entrar en la ciudad de Lérida decidieron repartir beneficios, pero la Avaricia no se conformó, tomó a la Razón por el cuello y la ahogó en las aguas del río Segre, justo a las puertas de la ciudad. Al ver aquello, la Justicia huyó, asustada. Tanto corrió que según cuentan atravesó los confines del mundo y desapareció. Por su parte la Avaricia, poseyendo todos los bienes de Razón y Justicia, se refugió en la Iglesia a fin de no ser jamás acusada o inculpada: “y la Avaricia aún sigue en la Iglesia” (J. Amades. “Obra Completa. Rondallística”, p. 1190).

Comprender y valorar la cultura subalterna ocasiona en algunos autores una mezcla de incredulidad, sorpresa, escepticismo… Los motivos son diversos: a veces se consideran fenómenos irrelevantes, o bien que son fenómenos exclusivamente del pasado remoto, pero no de nuestra actualidad, o bien que resulta algo extraordinariamente efímero porque no constituye ningún programa de acción.

En ese tipo de planteamientos se olvida que la cultura subalterna es una cultura social, previa a la acción o a la concreción política, en la misma medida que la teoría social es previa a la teoría política. Además, es la explicación del mundo de una cultura subalterna, es decir, de una cultura en riesgo constante de desaparición o de modificación, o de asimilación (y eso último no pienso que deba ser considerado como algo negativo; ¿por qué debería serlo?)

La idea esencial de comunidad y democracia, que constituye la aportación básica y empíricamente comprobable de la cultura de la clase trabajadora a la cultura nacional, no depende de las crisis ideológicas ni políticas, sino de la capacidad de continuar generando esa misma idea, y si es en forma programática o no, es otro asunto. Lo importante es si esas clases, y los movimientos sociales por ellas generados, mantienen la tradición de esos contenidos y formas de transmisión. Lo que sucede con la canción obrera es ilustrativo de lo que acabo de explicar.


Contáctenos

Revista Nómadas

Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento

Carrera 5 No. 21-38

Bogotá, Colombia

Correo electrónico: nomadas@ucentral.edu.co