Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
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Fabiola Campillo*
* Socióloga colombiana. Especialista en desarrollo rural de la Sorbonne, Francia. Fue responsable de los temas de género, mujer y desarrollo para los países de América Latina en la FAO y el Instituto Interamericano de Cooperación Agrícola. En la actualidad es consultora internacional para varias agencias de cooperación de Naciones Unidas y también no gubernamentales. Presidenta de Consultorías FUTURA.
Este trabajo parte de la revisión de dos escuelas económicas: la neoclásica y la marxista y muestra cómo, desde ángulos opuestos, las dos corrientes de pensamiento que iluminaron la economía de fines del siglo XIX y el XX, lograron tener los mismos supuestos conceptuales sexistas y recrearon la exclusión patriarcal en el trabajo doméstico femenino.
Las mujeres del mundo se encuentran en la encrucijada entre la participación en la producción económicamente remunerada –opcional para algunas y necesaria para la sobrevivencia para la gran mayoría– y el trabajo para garantizar la reproducción biológica y social de los miembros del hogar. Es la encrucijada entre la calle y la casa. En la primera, los espacios para ellas son todavía restringidos y discriminados. En la segunda, el trabajo es arduo, no reconocido, pero se acompaña de legitimidad social.
La economía real se mueve en dos ámbitos, el de la economía de la producción y el de la economía del cuidado, la reproducción y el bienestar de las personas. Como bien lo define Diane Elson “Tenemos dos economías: una economía en la que las personas reciben un salario por producir cosas que se venden en los mercados o que se financian a través de impuestos. Esta es la economía de los bienes, la que todo el mundo considera “la economía” propiamente dicha, y por otro lado tenemos la economía oculta, invisible, la economía del cuidado” (Elson 1995). Lo que las diferencia es que el trabajo que se realiza en la segunda no es remunerado, no se contabiliza y, sobre todo, es realizado principalmente por las mujeres del mundo, sin distinción de edad, raza o etnia.
Las necesarias interrelaciones entre las dos economías hacen que medidas de política en la esfera macroeconómica tengan efectos en la esfera microeconómica y al mismo tiempo, las relaciones sociales en la esfera microeconómica, condicionen la respuesta de la población a las medidas de carácter macro. En concreto, las relaciones entre mujeres y hombres, de diferentes edades y con intereses diversos, explicará el comportamiento social que es posible prever o los efectos diferenciados que las políticas macro pueden generar.
Este trabajo pretende mostrar cómo la economía de la producción, o mejor sus pensadores, perciben o no a la otra economía, la del cuidado y la reproducción. Se da una mirada a los principales enfoques económicos de los últimos tiempos, el de la teoría neoclásica y el del marxismo, para descubrir que a pesar de tantos elementos en que son divergentes, cuentan con aspectos comunes en la consideración del trabajo doméstico. El principal es el de no conectar la separación de los trabajos para la producción y para el cuidado con la desigualdad e inequidades entre hombres y mujeres.
La primera parte introduce el concepto de actividades o trabajo doméstico, realizado en el hogar, por miembros del hogar y para satisfacer necesidades de los mismos, sin pasar por el mercado. Es realizado, en todo el mundo, mayoritariamente por las mujeres quienes garantizan tanto la reproducción biológica de la especie y la unidad familiar, como la reproducción social de los miembros de la misma. A diferencia de la biológica, que atiende al proceso de dar vida, procrear y hacer crecer a los seres, la reproducción social incluye no sólo la alimentación de los miembros del hogar, sino elementos no materiales que conforman la socialización: la transmisión de valores, identidades y roles, el desarrollo de capacidades y habilidades para desempeñarse en la vida, las normas de comportamiento, etcétera.
No se considera en este ensayo el trabajo doméstico remunerado pues en la medida en que es transado en el mercado, hace parte de la economía productiva. Continúa en la segunda parte con una revisión de los principales enfoques económicos, señalando los puntos en común con respecto a las relaciones de género.
La tercera parte discute acerca de los efectos de la disociación entre una y otra economía, efectos que tienen resultados aún más desalentadores en la desigualdad de género. Dichos efectos se refieren a la transferencia de valor de la economía productiva a la reproductiva, a las oportunidades diferenciadas que tienen mujeres y hombres para entrar y permanecer en los mercados de trabajo, al trabajo productivo que se esconde en el trabajo doméstico y por tanto se subestima, al diseño de políticas y programas sociales y a los registros estadísticos.
La cuarta parte presenta algunos intentos de medición del trabajo no remunerado, indicando cifras de la magnitud del mismo que se oculta en los sistemas actuales de cuentas nacionales. En la quinta se incluyen consideraciones sobre el problema en el contexto actual de globalización económica y se cierra con una conclusión sobre lo imprescindible de incluir el trabajo de la economía del cuidado y el bienestar en cualquier paradigma de desarrollo que tenga entre sus postulados la equidad y la eficiencia económica.
Son varios los y las autoras que han tratado de delimitar y establecer la naturaleza del trabajo doméstico. Ya desde inicios de siglo hubo referencias a este trabajo, siempre asociadas al estatus de la mujer. Ulla Koch (1996) descubre dos ensayos del economista Veblen sobre la institución matrimonial y los roles de las mujeres, publicados hace un siglo “The barbarian status of women y the Economic theory of women’s dress”. Veblen se refiere al papel de las mujeres en unidades económicas adineradas, como el de demostrar la fuerza pecuniaria de su unidad social mediante un notable consumo improductivo (Veblen 1954: 68 citado por Koch).
En una etapa posterior, la consolidación del proceso de industrialización hizo posible la separación neta entre los espacios económicos para la producción de mercancías en las fábricas y el espacio de la casa para la producción de bienes y servicios para el consumo de los miembros del hogar. Margaret Reid introdujo un estudio pionero sobre el trabajo doméstico en 1934, “Economic of Household Production”, en el cual definió así esta categoría: “la producción en el hogar consiste en esas actividades no remuneradas que son llevadas a cabo por y para sus miembros; actividades que podrían ser reemplazadas por bienes de mercado o servicios pagados, si circunstancias tales como ingreso, condiciones del mercado o inclinaciones personales permitieran que el servicio fuera delegado en alguien fuera del grupo del hogar” (citado por Gardiner 1996: 148).
El trabajo doméstico incluye el cuidado de los niños y las niñas, de los ancianos de ambos sexos, la limpieza de la casa y sus alrededores, el cuidado de la ropa, la transformación de alimentos, el transporte de niños y niñas, y las compras relativas a todas estas tareas. Es realizado principalmente por mujeres: esposas, madres, hijas, amas de casa y cuenta con la contribución de los miembros dependientes que están en el hogar, cuando su edad y condición de salud les permite realizarlo.
En la distinción entre la parte de las actividades domésticas que es económica y la que no lo es, Reid introdujo el llamado criterio de “tercera persona”, en lo que fue respaldada más tarde por otras economistas. Según este criterio, si una actividad del hogar puede y es delegada a un(a) trabajador(a) asalariada, la actividad debe considerarse económicamente productiva.
Como se ve, esta definición se centra en el enfoque de que lo económicamente productivo es lo que se monetiza, independientemente del valor que pueda tener el servicio o bien generado, para resolver necesidades. Esta manera de abordar el problema se mantendrá hasta los años setenta.
Luisella Goldschmidth-Clermont ilustra las características comunes al trabajo doméstico: el sitio de la casa y sus alrededores inmediatos son el principal lugar de producción y consumo; el trabajo es suplido por miembros del hogar, mayoritariamente por mujeres y niños(as); los bienes y servicios son directamente consumidos por miembros del hogar o de la comunidad sin mediar transacciones monetarias.
Existe otro tipo de actividades que se relacionan cercanamente con las actividades domésticas en contenido, modo de producción y destino, tales como el transporte de los miembros del hogar al trabajo o la escuela, la recolección de agua y de leña para proveer energía a los hogares en comunidades rurales. (Goldschmidt-Clermont 1987).
El trabajo doméstico difiere del trabajo denominado económico, no sólo por el hecho de que no se remunera, sino por la naturaleza y forma que asume el proceso de generar bienes y servicios para que los consuman los miembros del hogar sin pasar por el mercado. Es la forma como se organiza, sin una división de tareas fijas, con secuencias y horarios flexibles, dependiendo de las oportunidades de manejo del tiempo y gustos de quienes lo conducen y la no estandarización del proceso y sus productos, lo que lo hace artesanal (Todaro y Galvez 1997). El trabajo doméstico es definido así por algunas autoras como un trabajo de carácter artesanal, aunque contenga elementos de progreso tecnológico.
Otros elementos se relacionan con las condiciones en que se realiza el proceso de trabajo: En primer lugar, él o la trabajadora no están separados de los medios de producción ni sujetos a una división técnica del trabajo; conservan en todo momento el control y dirección del proceso. En segundo lugar, su campo de acción no es fácil de determinar, pues en algunas tareas se confunde con expresiones de afecto y valores como solidaridad, altruismo, protección a los más frágiles, todo lo cual ayuda a entender que este trabajo tenga relación con la economía de mercado, por medio de vínculos ideológicos. Por último, tampoco hay una separación de las funciones de dirección y coordinación, de un lado, y las de realización práctica de bienes y servicios, de otro.
En una óptica marxista, De Barbieri (1975) hace énfasis en que el objeto principal del trabajo doméstico es atender a las necesidades de consumo individual de las personas que integran el hogar y asegurar el mantenimiento, reposición y reproducción de la fuerza de trabajo. Pero a diferencia de algunos bienes y servicios que pueden satisfacer estas necesidades de manera socializada (salud, alimentación en escuelas, etc.) se realiza en la esfera privada. Para la autora, en tanto no son bienes que pasan por el mercado, se consideran valores de uso, trabajo útil, pero no creador de valor.
Como veremos más adelante en la revisión de la consideración del trabajo doméstico en las teorías económicas, las feministas marxistas ponen el acento en que “por medio de la producción de valores de uso que no se venden en el mercado, el trabajo doméstico mantiene una mercancía que se transa o se transará en el mercado” (Ibid: 132).
Aunque, como ya dijimos, la mayor parte del trabajo doméstico lo realizan las mujeres en los hogares, este trabajo puede ser sustituido mediante diferentes formas:
Amplios grupos de mujeres en sociedades urbanas de América Latina, como en el caso de las ciudades capitales de Chile, Perú y Bolivia, han inventado formas comunitarias de sustitución del trabajo doméstico no contenidas en la lista anterior, como los denominados “comedores populares” y “ollas comunes”, las cuales no son otra cosa que nuevas formas de sobrevivencia que conjugan el trabajo doméstico y el productivo fuera del hogar. Lo que muchos saludan como un gran progreso organizativo de las mujeres, y lo es, también puede ser visto como una forma colectiva, más eficiente, de paliar la crisis y eludir la responsabilidad estatal.
En síntesis, estamos frente a un trabajo de tipo artesanal, que se realiza en los hogares y por sus miembros, vinculado al mercado como insumo para la venta de otro producto, la fuerza o capacidad de trabajo, regulado por mecanismos ideológicos y valorativos, al que no se le asigna valor sino sólo en tanto puede ser sustituido con bienes y servicios provenientes del mercado.
Los estudios y debates de las mujeres sobre la división sexual del trabajo estimada como el eje de la subordinación de género, han llamado la atención sobre tres elementos característicos del trabajo doméstico: su invisibilidad, su no contabilidad y su no remuneración, todos los cuales tienen relación entre sí.
La invisibilidad está relacionada con la apreciación de las actividades del hogar como la expresión “natural”, por extensión, de las funciones reproductivas femeninas. La ideología patriarcal logró incluir y legitimar en los roles de las mujeres, consideradas ante todo madres o productoras biológicas que procrean, dan a luz y amamantan, todas las actividades de cuidado de los miembros del hogar y su reproducción social.
La no contabilidad tiene que ver con lo anterior y con la consideración de que lo que no produce directa/ riqueza, no se registra como un proceso económico. De aquí que se desarrollen sistemas contables orientados a unidades típicamente económicas, en tanto su propósito es la producción de bienes y servicios transables en el mercado nacional o internacional.
La no remuneración se deriva de las dos anteriores (no se ve ni se cuenta), pero esencialmente tiene que ver con:
Desde la II Conferencia Mundial sobre la Mujer, en Copenhague en 1980, el tema del trabajo doméstico como espacio de subordinación y transferencia a la economía de mercado, se incluyó en la agenda del movimiento de las mujeres. En la III Conferencia, celebrada en Nairobi, en 1985, el plan de acción adoptado por los gobiernos y denominado “Estrategias de Nairobi para el Avance de la Mujer”, recomendó hacer esfuerzos para medir y reflejar en las estadísticas y cuentas nacionales, las contribuciones no remuneradas de las mujeres a la agricultura, la producción de alimentos, la reproducción y las actividades domésticas.
Pero antes de estos señalamientos de las mujeres, ¿cómo abordó la teoría económica el trabajo doméstico? Dos son los principales enfoques económicos que han iluminado el desarrollo de la economía: la economía neoclásica y la marxista. Ambos enfoques han dejado por fuera de su análisis el meollo central del trabajo doméstico, aunque por razones y supuestos teóricos distintos.
Quienes han revisado en detalle la evolución de las teorías económicas a la luz de las consideraciones de género (Elson; Gardiner; Benería, Koch, Feldman, entre otras), encuentran rasgos comunes entre los dos grandes enfoques, en lo que se refiere a las motivaciones, los supuestos, el uso de tiempo y la toma de decisiones.
La Nueva Economía Doméstica que surge en los Estados Unidos con Moncer y Becker en los años sesenta, antecedidos por Reid en los treinta, señala que la motivación altruista en el hogar contrasta con la motivación por el propio interés en el mercado. Este enfoque supone que los miembros del hogar eligen la división del trabajo entre estas dos esferas, con el fin de maximizar el uso del tiempo.
Por su parte, la teoría marxista sobre el trabajo doméstico, supone que la solidaridad de clase que se materializa en la esfera doméstica se opone a los intereses de clase que imprimen y dan dinámica al mercado. Mientras en éste las relaciones de poder condicionan la explotación de los trabajadores y los beneficios que puedan recibir por el trabajo realizado, en la economía de lo doméstico predominan principios de solidaridad de clase que suponen intereses comunes de los miembros del hogar (Gardiner 1996).
En la Nueva Economía Doméstica, el supuesto central es que el provecho que se deriva al garantizar el consumo en el hogar compensa el sacrificio de no participar en el mercado de trabajo. El denominado “costo de oportunidad” del trabajo se acompaña de otras hipótesis asociadas: que las tareas relativas al cuidado de los miembros del hogar se realizan de manera más eficaz en el hogar que en el mercado; que existen diferencias intrínsecas de productividad entre hombres y mujeres; que la especialización de las tareas ente mujeres y hombres en las esferas de mercado y de lo doméstico, a su vez, redunda en una mayor productividad para ambos (Gardiner 1996).
Como lo señala Feldman (1992) estos argumentos implican que compartir los roles y obligaciones sociales es menos eficiente que la división del trabajo entre la casa y el mercado.
El argumento más importante en la teoría marxista es el de que el trabajo que no pasa por el mercado, genera tan sólo una utilidad social, un valor de uso, que difiere sustantivamente del que se mercantiliza, que conlleva un valor de cambio y contribuye económicamente a la generación de plusvalor para quien se apropia de ese trabajo y sus resultados.
A partir de la aplicación de la dicotomía valor de uso/valor de cambio al estudio del trabajo doméstico, se generaron tres posiciones divergentes en el Debate sobre Trabajo Doméstico adelantado por economistas marxistas en los años setenta: a) el trabajo doméstico genera plusvalor, por lo cual las amas de casa están vinculadas al proceso de acumulación de capital y son agentes importantes en la lucha de clases; b) el trabajo doméstico no genera plusvalor y por lo tanto las mujeres tienen un potencial revolucionario limitado; c) el trabajo doméstico es un modo de producción separado, no capitalista pero subordinado al capitalismo (Koch 1996).
En la perspectiva de la teoría marxista, los trabajadores no tienen otra alternativa que vender su fuerza de trabajo para ganarse la vida, en un contexto de explotación al que se le puede hacer resistencia desde el hogar donde los intereses son comunes. Como lo señala Koch, este enfoque supone que las mujeres son amas de casa en hogares de asalariados y que las familias que devengan uno o más salarios constituyen una unidad de intereses comunes en cuanto a la distribución y uso de la remuneración recibida. Quienes anotaron que en las unidades familiares se vive una permanente lucha de intereses entre sus miembros sobre la magnitud y división del trabajo doméstico, así como sobre el uso de los ingresos, parecieron no encontrar mucho eco en los economistas marxistas.
En la teoría neoclásica, el tiempo de trabajo es un bien escaso que se regula entre los miembros del hogar y los espacios de producción y reproducción, atendiendo siempre al criterio de eficiencia. En la teoría marxista esta regulación tiene que ver con la abundancia de fuerza de trabajo, la fuerza de reserva y con la capacidad de negociación de la clase trabajadora. Pero en ambos casos, históricamente, esa regulación sólo se materializó en la esfera de la producción para el mercado. Implícitamente se supone que el tiempo de las mujeres es de una infinita flexibilidad.
Trabajadores y patronos han negociado históricamente el tiempo de trabajo por una unidad de salario recibido. En el caso de las trabajadoras no remuneradas, la negociación discurre en la esfera privada y, por lo tanto, en apariencia no es objeto de regulación por las instituciones públicas. En las sociedades capitalistas la tecnología parece haber sido la forma de ahorro en el tiempo del trabajo no remunerado; en las socialistas, la socialización de servicios públicos para el cuidado de miembros del hogar (guarderías, unidades de salud, comedores en lugares de trabajo, por ejemplo) y provisión de bienes por el Estado.
Dos elementos centrales de la desigualdad de género quedaron por fuera en estas teorías: en ningún caso se puso en duda la elasticidad de la jornada, simple o doble, realizada por las mujeres; las negociaciones sobre la división del trabajo se realizan en la esfera privada, espacio en el que los hombres cuentan con una posición ventajosa.
En la economía neoclásica, las decisiones se basan en criterios de eficiencia y como tal, son positivas para todos los miembros del hogar. En la economía marxista el criterio central es el del sacrificio por el salario recibido y lo importante es resistir a la explotación global de la familia. Una vez más, se asume que existe consenso de intereses en los miembros del hogar y que los beneficios recibidos por el trabajo remunerado se distribuyen de manera igualitaria.
Tal vez el asunto más escondido en estos enfoques es que el control de ambos, decisiones y beneficios, lo tienen principalmente los hombres, con lo cual el supuesto distributivo se invalida. Estudios de todo tipo de organizaciones, desde las ONGs hasta la banca internacional, han confirmado que hay dos brechas en este terreno. La primera es entre quienes tienen y no tienen acceso a los recursos, decisiones y beneficios; la segunda, entre quienes tienen acceso pero no tienen control. En la primera hay una exclusión total de quienes no participan, en la segunda una exclusión parcial; ambas conducen a restricciones en los derechos de las mujeres.
En una revisión de la evolución histórica del estudio del trabajo doméstico, Koch encuentra que este evolucionó desde los comienzos de la industrialización, cuando el problema del trabajo fuera del mercado estaba relacionado con el estatus de las mujeres y su grado de independencia de la sociedad, pasando por la consolidación del desarrollo industrial, en la cual las mujeres llegan a ser consideradas principalmente consumidoras –en la teoría neoclásica–, hasta épocas recientes en las que el movimiento de mujeres se centró en el estatus productivo de las mujeres y en responder a la pregunta de ¿cuáles son las causas de la opresión de las mujeres?
Se puede apreciar en el debate, al interior de los dos enfoques y no entre ellos en torno al trabajo doméstico, que no existe un vínculo que ligue conceptualmente la división del trabajo entre hombres y mujeres y el problema de la subordinación de las últimas a los primeros. Por ello, el trabajo no remunerado puede mantenerse invisible, no contabilizado y no retribuido económicamente.
La crítica a estas dos escuelas de pensamiento reveló al menos cinco sesgos de género:
Mantener el trabajo doméstico no remunerado en manos de las mujeres y los menores, tiene efectos que se relacionan con subsidios a la producción para el mercado, oportunidades diferenciadas por género en el mercado laboral y los ingresos, la orientación y la forma de organización de los servicios sociales, el ocultamiento de algunos tipos de trabajo productivo y el mantenimiento de rígidos conceptos de trabajo y empleo.
El primer efecto es el de subsidiar la producción para el mercado. Esto se realiza de varias maneras:
Sin duda al asignar a las mujeres la responsabilidad principal del cuidado de los miembros del hogar, sus posibilidades de acceder a los sectores más dinámicos del empleo, de trabajar la jornada completa y de no interrumpir la vida laboral, de incrementar sus niveles de entrenamiento, son restringidas frente a las de los hombres. Durante décadas, los responsables de las decisiones del hogar consideraron sin utilidad enviar a las niñas a la escuela, ya que no se preveían perspectivas de inserción en el mercado laboral y, por lo tanto, no retribuirían la inversión con ingresos adicionales en el futuro.
Las tareas domésticas inclinan la balanza desfavorablemente en el acceso de las mujeres al mercado de trabajo. Según la CEPAL, “mientras el nivel de participación en el mercado laboral de los hombres que son jefes de hogar fluctúa entre 80% y 90%, el de las mujeres es de 40% a 60%, en las zonas urbanas”. (CEPAL 1995).
Los datos de la OIT analizados por Rangel de Paiva Abreu indican que “no obstante ciertos avances de la participación femenina en el trabajo de la región (América Latina) las mujeres siguen representando, de hecho, la mayor proporción de personas implicadas en ocupaciones más precarias de los sectores formal e informal “ (Abreu 1995: 86).
No es claro pues que el acceso al trabajo en la calle, modifique las ataduras con el trabajo doméstico. Como lo anota Helen Safa con ocasión de un estudio comparativo realizado en tres países caribeños, Cuba, Puerto Rico y República Dominicana, “en parte, el confinamiento de las mujeres a la casa ha sido reemplazado por la segregación ocupacional, que permite a las mujeres una representación limitada en el lugar de trabajo en ocupaciones femeninas que son a menudo una extensión de sus roles femeninos, aún en profesiones tales como la enseñanza y la enfermería”( Safa 1995: 177).
No es entonces gratuito que la mayor participación de las mujeres se dé en la base de la pirámide ocupacional y que sus condiciones de contratación y remuneración tiendan a ser más desventajosas.
Adicionalmente, en tiempos de crisis, las amas de casa se ven enfrentadas a un dilema complejo: salir al mercado porque los ingresos del hogar no son suficientes y simultáneamente, extender la inversión de tiempo para el trabajo doméstico porque se han transferido al hogar la producción de bienes y servicios que antes prestaba el Estado. Esto último puede paliarse, como sucede mayoritariamente en sociedades en desarrollo en las cuales hay abundancia de fuerza de trabajo para realizar remuneradamente las actividades domésticas, con la contratación de empleadas y empleados, pero ello tiene un efecto de recorte sobre los nuevos ingresos generados.
Los sesgos de género en las oportunidades laborales se hacen más agudos en los últimos años en los que las crisis económicas y los cambios sociales han generado un aumento significativo de los hogares del mundo en los que la única responsabilidad en su conducción económica la tienen las mujeres. La jefatura femenina de hogares en América Latina se acerca a un 25% en los 90, alcanzando cifras más elevadas en países como Honduras y El Salvador. Según la Comisión Económica para América Latina, “la extrema pobreza, particularmente en las zonas urbanas, afecta sobretodo a los hogares en los que no hay un cónyuge varón y en que la jefa del hogar debe encargarse de las tareas domésticas, además de aportar los recursos para su sustento”. (CEPAL 1995: 70).
El Estado no considera la posibilidad de socializar una serie de servicios de la esfera doméstica porque existe el colchón de amortiguación a la satisfacción de necesidades humanas que representa el trabajo no pagado en el hogar. La mayoría de las políticas públicas se formulan hoy con el supuesto implícito de que el Estado tiene la obligación de llenar el vacío que las mujeres no pueden cumplir porque cada vez más tienen que o eligen trabajar por fuera del hogar.
Así, algunas políticas sociales incluyen en su justificación los cambios que se generan cuando las mujeres dejan de atender las labores domésticas (niñez desatendida, drogas entre adolescentes, deserción escolar, etc.), lo que en algunos casos culpabiliza a las mujeres por fenómenos sociales producto aparente de su desatención al hogar, en lugar de hacer énfasis en que los servicios sociales deben responder a los derechos que tienen todos los seres humanos a iguales oportunidades y beneficios y a satisfacer sus necesidades en un contexto de igualdad.
En el marco de la privatización y la delegación de actividades de servicios a organizaciones de la sociedad civil, se produce otro recargo de funciones desde el Estado hacia el trabajo voluntario que, se presume, no cuesta y es realizado por mujeres y otros miembros de las comunidades por motivaciones altruistas del mismo tenor de las del trabajo doméstico. Es otra de las formas de abaratar las tareas de bienestar que corresponden al sector público.
En las unidades productivas no totalmente empresariales, como las unidades de producción campesinas, las comunidades indígenas, los negocios del sector informal de la economía, muchas actividades estrictamente productivas y vinculadas al mercado, no son contabilizadas ni consideradas trabajo por aparecer como una extensión del trabajo doméstico. Tal es el caso de la cría de animales menores o la huerta de frutales, de la participación de mujeres y niños en tareas de cosecha y desyerbe, o de la tienda de la esquina que requiere del trabajo de varios miembros de la familia.
Un estudio realizado por el IICA y el BID en 18 países de América Latina demostró que al reestimar la participación de las mujeres en el trabajo agropecuario, incluyendo las actividades que no habían sido consideradas como trabajo por parecer una extensión del trabajo doméstico o por subestimación del trabajo femenino por parte del o la informante, habían dejado de contabilizarse como trabajadoras cerca de 5.5 millones de mujeres de las zonas rurales. Oficialmente, ellas aparecían registradas como inactivas en las estadísticas oficiales. (Kleysen y Campillo 1996).
En Pakistán, donde el índice oficial de participación económica de las mujeres en la agricultura era sólo del 7%, el Banco Mundial reestimó esta cifra en 73%, con base en el censo agrícola de 1981. Con los datos oficiales se había omitido el trabajo de una cifra cercana a 12 millones de trabajadoras agrícolas. (Citado por British Council 1995). Si la tendencia parece ser la de ir poco a poco encontrando, de millones en millones, a las trabajadoras rurales perdidas, habría de esperarse un cambio radical en las políticas orientadas al desarrollo de la agricultura y las sociedades rurales.
Como lo demuestra con no poco humor y mucho realismo Marylin Waring, en muchos países del Tercer Mundo, el estiércol es recolectado, tratado y transportado por las mujeres y constituye un elemento clave en su economía, por su condición de fertilizante y combustible para cocinar. La leche, las pieles, la carne y todos los derivados animales se incluyen en las cuentas nacionales, pero el estiércol es dejado por fuera, a pesar del valor económico que pueda tener. En Nepal, se ha estimado en 8 millones de toneladas anuales de estiércol consumido como combustible, lo que puede significar enormes ahorros en la importación de combustible. ¿Quién paga ese ahorro en las arcas del Estado? (Citada por CIID 1998).
La combinación de la producción de mercancías con el espacio doméstico es también fuente de un elevado subregistro del trabajo femenino. Estudios sobre el sector informal han generado datos e indicadores al respecto. Para dar un ejemplo, en Brasil, más del 50% de las empleadas en pequeños establecimientos del sector urbano realiza su trabajo en un contexto doméstico (Abreu 1995: 86). Ello puede dar como resultado que la actividad no se declare ni se registre como económica, que se considere pero subestimadamente como una ayuda para producir otras mercancías. Por otra parte, el trabajo que queda oculto, no es imputado a los costos de producción de las unidades económicas que componen el sector informal de la economía, con lo cual hay una distorsión en la dinámica del sector y en los ingresos que podría generar. Por la vía de precios por debajo de los valores reales, estas unidades no empresariales están haciendo también una transferencia de valor al resto de la sociedad.
Aun cuando las estadísticas incluyen la categoría de “ayudante familiar sin remuneración”, lo cierto es que miembros de los hogares pueden no ser incluidos en ella, especialmente las mujeres si se declaran amas de casa o carecen de elementos para medir en horas o días el trabajo realizado para la producción de mercancías que se venden.
Los conceptos de trabajo y empleo usados por la economía se han formulado en el contexto de procesos industriales, urbanos, con una elevada organización del trabajo y con claras formas de contratación entre patronos y trabajadores, aún cuando en la humanidad han persistido formas, espacios y procesos de trabajo que no seguían esas pautas. Mantener estos conceptos, de manera rígida, significó enviar al rincón vergonzante al trabajo usado en las formas no industriales de producción.
Este factor es causa y efecto del mantenimiento de la división del trabajo entre los sexos como un hecho natural al que se le asignan especialidades cuasi biológicas. Causa porque al no registrarse como trabajo, se justifica ideológicamente que las mujeres –en esencia desocupadas– las niñas y los niños ayuden a los hombres a realizar, de la manera más eficiente posible, las labores que originan los ingresos monetarios del hogar. Efecto porque lo invisible carece de la fuerza necesaria para cambiar las normas y enfoques que orientan el registro y evaluación de las actividades económicas.
Otro aspecto importante es el de que las estadísticas y los análisis económicos, en general, parten de un supuesto errado al dividir a la población femenina en activas e inactivas según que produzcan o no bienes y servicios orientados al mercado. El asunto está en creer que las mujeres que trabajan fuera del hogar no se ocupan de las actividades domésticas. Un estudio realizado en la Argentina por Feijóo y Jelin, demostró que si se agrega el tiempo de trabajo dedicado a las tareas domésticas, “las mujeres con trabajos remunerados tienen una jornada laboral de 13 horas y una semana de trabajo de 91.3 horas” (BID 1996: 23).
Sin embargo, se han realizado avances en este terreno. Un estudio de Anker y Hein (1987), incluye una tipología de definiciones de mano de obra que va de lo remunerado a lo compuesto por remunerado y no remunerado, en la cual se registra la definición de la OIT como la más incluyente para las actividades no remuneradas en manos de las mujeres. Esta definición reza así “personas cuyas actividades generan productos y servicios, independientemente de que estos se vendan o no, que deberían incluirse en las estadísticas sobre la renta nacional” (Anker y Hein 1987: 17).
Como se puede apreciar, no es posible develar la invisibilidad del aporte que realiza el trabajo doméstico sin modificaciones sustantivas en las estadísticas sobre trabajo y empleo (los conceptos usados, las metodologías de registro, los informantes seleccionados, el tipo de tabulaciones y análisis). También se requiere un cambio en los sistemas de cuentas nacionales utilizados (definición de las unidades que se registran y de los métodos de reportar los valores generados en la producción de bienes y servicios).
Al ignorar las actividades no remuneradas, subestimar las remuneradas y obviar las transferencias de tiempo entre los hogares y el mercado, la economía presenta una visión incompleta e inadecuada de las consecuencias de las políticas macro en los hogares y, a su turno, en las relaciones entre mujeres y hombres.
Los estudios sobre las consecuencias sociales de las reformas económicas señalan que, en general, los estratos más bajos pagan un costo mayor por los recortes en el gasto público y se benefician menos de la liberalización de la economía. Pero lo que han destacado menos es que la economía del cuidado se recarga, se hace más intensiva en tiempo: el cuidado a enfermos, en desplazamientos a pie por el encarecimiento del transporte, en preparación de alimentos que antes podían obtenerse procesados, el de niñas que dejan de ir a la escuela por cubrir las tareas que realizaba su madre, quien ahora trabaja tiempo completo fuera del hogar, etc.
No cabe duda que los cambios ocurridos en los años noventa se reflejan en la división del trabajo, la intensidad y la modalidad del trabajo doméstico. La llamada globalización de la economía, caracterizada por la expansión de las empresas transnacionales, la expansión global del capital financiero y el crecimiento del intercambio comercial de bienes y servicios, junto con la conformación de bloques regionales comerciales, se ha acompañado de varias condiciones sociales poco favorables para la mayoría pobre de la población y para las mujeres.
Los costos sociales de la mayor aventura expansionista e integradora de regiones organizaciones y personas, a través de sofisticados elementos tecnológicos cuyo uso se democratiza a velocidad vertiginosa, son grandes: una menor remuneración de los y las trabajadoras vía la reducción y precarización del empleo (según la OIT, el 30% de la fuerza laboral del mundo la constituyen personas que están desempleadas o subempleadas), el embate a las conquistas y logros sociales, la reducción y privatización de la seguridad social y una creciente concentración de los ingresos. Según el Banco Mundial, en la región de América Latina el 20% más pobre recibe el 4% del ingreso, mientras el 10% más rico concentra el 60% del ingreso, una de las distribuciones más desiguales del planeta (ver Minsburg 1997). Vale recordar que un contingente enorme de mujeres están ubicadas en ese 20%, fenómeno que ha dado lugar a la llamada “feminización de la pobreza”
Uno de los cambios más notorios es el relativo a los sistemas de producción y la demanda de mano de obra. Según Van Osch, los nuevos sistemas de producción han generado una nueva estructura en la pirámide del empleo: en la base, el trabajador no calificado con puesto fijo va siendo sustituido por “una masa heterogénea multi-insertable, con situaciones laborales inestables y con una presencia creciente de las mujeres y otros grupos sociales discriminados”, por razón de origen (inmigrantes) o de raza y etnia (Van Osch 1996: 26); el estrato intermedio de trabajadores calificados tiende a reducirse entre otras razones por el cambio tecnológico con la incorporación de sistemas más “inteligentes” y menos dependientes de decisiones humanas; en la cima de la pirámide, se expande un segmento compuesto por personas altamente calificadas, encargadas de la planificación, coordinación y control de procesos que muchas veces van allende de fronteras nacionales. “La antigua pirámide se transforma así en un perfil de “reloj de arena”, en el cual las mayores oportunidades para las mujeres están en la base de la pirámide, en especial en la proliferación de empresas de zonas francas y maquilas que son la “nueva palanca para la inserción de las economías periféricas en el proceso de globalización” (Ob. cit: 27).
Las diferencias de género tienden a expresarse en forma polarizada entre la capa de trabajadores altamente calificados y con ingresos elevados, en su mayoría hombres, y la periferia creciente de trabajadores no calificados, con empleos inestables en la cual las mujeres están excesivamente representadas. En casi todas las regiones del mundo el trabajo de las mujeres aumentó, pero sus condiciones de inserción al mercado de trabajo son mas desfavorables.
Los recortes de presupuesto a la provisión de servicios sociales, por modificaciones en las prioridades de asignación del gasto público, es uno de los aspectos más claros de la política de ajuste estructural. Esta propuesta económica no presta atención explícita a aquellas actividades que se realizan en la esfera social de la reproducción y la realizan las mujeres. Numerosos estudios han demostrado una carga adicional que se transfiere hacia ellas: el cuidado de los enfermos que antes contaban con atención hospitalaria, el cuidado de niños y niñas al recortar servicios de guardería infantiles y jornadas de tiempo doble en las escuelas o al privatizar esos servicios, por ejemplo.
Todos estos cambios, en ausencia de modificaciones sustantivas a la división del trabajo, significan para las mujeres:
Pero no todo es negativo en la coyuntura actual. Algunas estudiosas indican que en países industrializados, las mujeres están respondiendo con mejor capacidad de ajuste a los cambios laborales, dada la flexibilidad en jornadas y organización del tiempo que han adquirido en su doble condición de productoras y reproductoras. Así Gardiner (1995) informa que en Inglaterra, la desregularización laboral y la inestabilidad en el empleo es vivida mejor por las mujeres, con estrategias más flexibles. Los hombres, dice la autora: “han sido vencidos más que las mujeres por la cultura de la dependencia de los puestos de trabajo y de las mujeres para que los atiendan” (Gardiner 1995: 167).
Como hipótesis se plantea, la realidad lo dirá, que los hombres necesitarán la flexibilidad y autosuficiencia que las mujeres se han visto obligadas a desarrollar; ¿este elemento, sumado a la disponibilidad de tiempo libre, dada la flexibilidad del trabajo, puede apoyar una mejor distribución de las tareas doméstica entre todos los miembros del hogar?
El Instituto Families and Work, de New York, en un estudio nacional de los cambios en la fuerza laboral, detectó que los hombres han aumentado en casi una hora al día su participación en quehaceres domésticos y que “el tiempo que las mujeres casadas que trabajan emplean en esas mismas actividades se redujo en media hora” (“¿Qué pasó con la famosa guerra de los sexos? The Wall Street Journal, Americas, en el Periódico La Nación, 20-03-98, Costa Rica).
La eliminación del trabajo asalariado, estable y ampliamente protector de los individuos, como paradigma del trabajo que las personas debían obtener en la vida, en oposición al trabajo no regulado y no remunerado que ejerce en la esfera doméstica, a pesar de sus altos costos sociales, podría eventualmente reorientar la distribución del trabajo entre mujeres y hombres. Ellas y ellos se ven obligados cada día más a trabajar con jornadas flexibles, períodos no fijos y sin garantías de seguridad, por lo cual parcialmente se equiparan sus condiciones de relacionarse con la casa y la calle como espacios de trabajo. Lo que hace unos años era impensable, hombres pasando media jornada en casa o tres meses entre un trabajo y otro, se ha vuelto una realidad que se acompaña con la otra cara de las mujeres trabajando cada vez más en la calle. Este escenario puede hacer posible una división del trabajo flexible que combine tareas en el ámbito doméstico y responsabilidades laborales en el ámbito público, siempre y cuando se acompañe de: a) estrategias para elevar y expandir la conciencia de los desbalances de género y sus posibles soluciones; b) medidas concretas para contabilizar y remunerar el trabajo realizado en la esfera doméstica.
Tras demostrar la cercana e interdependiente relación del trabajo doméstico no remunerado con la dinámica de la economía productiva y su condición de fuente de inequidad entre los géneros, se hace obvio que cualquier paradigma de desarrollo humano que se pretenda, equitativo y sostenible, debe incluir el tema de modificaciones sustantivas al reconocimiento y tratamiento de la economía de la reproducción social y el cuidado de las personas.
Una primera razón guarda relación con propósitos de equidad y derechos que son ineludibles en el contexto actual. Reconocer y retribuir el trabajo a quien lo realiza está consignado en todas las cartas y documentos sobre derechos humanos aprobadas a nivel internacional. Los derechos económicos han pasado a ser considerados derechos centrales tanto en las declaraciones que emergen de la Conferencia de Derechos Humanos en Viena (1993) como de la Cumbre Social realizada en Copenhague (1995).
Otra razón se refiere a la necesidad de eficacia de las orientaciones de política económica. Al garantizar una adecuada interpretación de la realidad económica, porque los datos están completos y reflejan lo que sucede en lugar de lo que se acostumbra creer, se apoya una más adecuada toma de decisiones, con previsiones confiables sobre los efectos de las medidas macroeconómica que se adoptan.
Por último y no menos importante, por razones de sostenibilidad humana. El final del siglo XX ha demostrado el uso irresponsable que la humanidad ha hecho de todos los recursos: agua, aire, bosques, etc. En la totalidad de los casos, había un elemento común: la abundancia del recurso y la presunción de no extinción. Pero la presunción era incorrecta. Algo similar sucede con el trabajo doméstico no remunerado de las mujeres, parece infinitamente elástico, pero pueden haber señales de agotamiento. En condiciones de persistencia y ensanchamiento de la pobreza, como las actuales, se produce un deterioro progresivo de las condiciones físicas y mentales de las mujeres en los estratos pobres e indigentes, quienes deben enfrentar la doble carga del trabajo en la calle y la casa.
En este contexto, un nuevo paradigma de desarrollo que promueva y aliente la igualdad y la equidad entre los géneros debería inducir, además de los derechos fundamentales conquistados por las mujeres en las últimas dos décadas y consignados adecuadamente en la Plataforma de
Acción de la IV Conferencia sobre la Mujer en Beijing (1995), cambios radicales frente al trabajo doméstico no pagado:
Estos puntos generan polémica y en general se enfrentan con argumentos acerca de la dificultades técnicas que entrañarían dichos cambios, lo cual es compresible. Requieren de un proceso largo y progresivo. Sin embargo, no por dificultades técnicas, la humanidad ha dejado de realizar grandes cambios políticos ante la presión de las mujeres por sus derechos. Este, como tantos otros grandes cambios, responden a decisiones en el ámbito político y no tecnocrático. Hace cien años, ningún hombre de gobierno se habría atrevido a afirmar que viviríamos en un mundo en el cual todas las mujeres, los indígenas y las personas de piel negra, votaran y fueran elegidas. Vivimos en él. Hace cincuenta años, era inimaginable una sociedad en la cual las mujeres controlaran sus cuerpos y la reproducción biológica. Esas sociedades se expanden por doquier. Hace solo veinticinco años ningún legislador se habría atrevido a proponer una modificación en los códigos penales respecto a la violencia sexual contra las mujeres en el hogar y la comunidad, que dejara de catalogarla como un delito contra el honor para definirla como un delito contra la persona y castigar al agresor por ello. Hoy, la mayoría de las legislaciones han cambiado o están en proceso de cambio y los agresores, aún si son miembros de la familia, pueden ir y en muchos casos van, a la cárcel.
En el tema que nos ocupa, emerge entonces la siguiente inquietud para quienes se ocupan de la teoría y el diseño de modelos de desarrollo: ¿es la inequidad de género en la economía una de las últimas barreras para eliminar? Todo parece indicar que sí. ¿Es ella imposible de sortear?
Revista Nómadas
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