Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
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Luis Carlos Muñoz Sarmiento**
Casi ojo de la libertad/ Prefiguración/ Adivinación/ Casualidad/ Premonición/ Anticonformismo/ Inconformismo/ Desinterés/ Caos/ Filosofía de la muerte/ Herejía/ Anarquismo/ Surrealismo/ Marxismo/ Irreverencia/ Irrespeto/ Contradicción/ Ambigüedad/ Dualidad/ Insatisfacción/ Condenación/ Generosidad/ Fraternidad/ Caridad/ Peligro/ Subversión/ Sacerdocio (entendido como búsqueda del ser auténtico)/ Renuncia/ Deseo/ Autenticidad/ Ocio/ Trabajo/ Extravío existencial/ Existencialismo/ Soledad/ Paranoia/ Masoquismo/ Fetichismo/ Necrofilia/ Posesión/ Misticismo/ Crimen/ Perversión/ Cambio/ Movimiento/ Aislamiento/ Excentricidad/ Locura/ Desbordamiento/ Claustro/ Camino/ Unidad/ Dispersión/ Sentido/ Sinsentido/ Coherencia/ Fragmentación/ Azar/ Experiencia/ Ruptura/ Poesía/ Pluralidad/ Análisis/ Síntesis/ Dialéctica/ Sentimiento/ Absurdo/ Lógica/ Risa/ Racionalidad/ Irracionalidad/ Pulcritud/ Austeridad/ Autonomía/ Anticonvencionalismo/ Melodrama/ Amor/ Desamor/ Placer/ Hedonismo/ Tortura/ Sadomasoquismo/ Asesinato/ Incesto/ Comedia/ Drama/ Tragedia/ Tragicomedia/ Imposibilidad de amar/ …de comer/ …
Había una vez un artista que creía que lo que la gente espera de los cineastas no es teoría sino experiencia, efectividad y no efectismo, insatisfacción y no conformismo. Un artista que en su juventud abofeteaba curas, se prohibía imágenes como la de asesinar a su hermano y acostarse con su madre y que sólo ya en la vejez aceptó plenamente la inocencia de su imaginación. Un artista que siempre intentó creer pero que nunca lo consiguió pues hizo conciencia de que no estaba hecho para la fe. Y que veía en ello una fatalidad: no podía salvarse a pesar suyo.
Había una vez un artista que se declaraba “ateo, gracias a Dios”, aparente contradicción, y al que le era imposible tener fe, igual que no pensar en ella: que se movía entre la necesidad y la imposibilidad de creer pues pensaba y sentía que “creer y no creer son la misma cosa”. Añadiendo luego: “Si se me demostrara ahora mismo la luminosa existencia de Dios, ello no cambiaría estrictamente en nada mi comportamiento”. (…) “Dios no se ocupa de nosotros. Si existe, es como si no existiese”. Un artista que siempre vio en la historia de las religiones la negación misma de la religión, y que en ningún caso aceptaba, si Dios estuviese, que pudiera castigarlo para toda la eternidad. Un artista para quien el placer erótico está estrechamente unido a la idea de la religión, como muy bien lo sustentaba: “Sexo sin religión es como huevo sin sal. En la Suma Teológica, Santo Tomás de Aquino dice que el acto sexual entre marido y mujer, a pesar del sacramento del matrimonio, no deja de ser pecado venial. La noción del pecado multiplica las posibilidades del deseo.”
Había una vez un artista que había alcanzado un grado de sinceridad sencillamente insoportable para los demás, y en particular para el stablishment y que por ello fue apedreado por censores, policías, militares, clérigos, damas de hogar y malpensantes so pretexto de diezmar el bien y avivar el mal, sin tener en cuenta que este no es el que la sociedad denuncia, ni que aquél está donde esa misma sociedad lo coloca. Un artista que por lo mismo preguntaba no sin insistencia y a la vez con rigor triste: “Ustedes los que juzgan como monstruos anormales a un necrófilo, a un masoquista, a un rebelde o a un enamorado, ¿no están, apenas, encubriendo sus propias represiones e intentando negar –exterminar– la experiencia ajena?” Un artista para quien el lado trágico de la vida es a la vez cómico y que ponía a los borrachos como ejemplo de ello por su absoluta sinceridad… tragicomedia en la que también caben, y no precisamente por su sinceridad sino por su conflicto y sus contradicciones, déspotas y diplomáticos, reyes y putas, santos y enamorados, monstruos y pervertidos, locos y bufones de la movida y de la quietud españolas de ayer, hoy y siempre.
Había una vez un artista que sostenía: “Si se le permitiera, el cine sería el ojo de la libertad. Por el momento, podemos dormir tranquilos. La mirada libre del cine está bien dosificada por el conformismo del público y por los intereses comerciales de los productores. El día que el ojo del cine realmente vea y nos permita ver, el mundo estallará en llamas.” Un artista al que no le gustaba la política debido a que en ese campo, a los 82 años, se encontraba libre de ilusiones desde hacía cuarenta, por lo que ya no creía en ella. Así, en alguna ocasión contó: “Hace dos o tres años, me llamó la atención este slogan, paseado por unos manifestantes de izquierda en las calles de Madrid: ‘Contra Franco estábamos mejor.’”
Había una vez un artista que pensaba que la casualidad (sic) es la gran maestra de todas las cosas, que la necesidad viene luego y que en alguna parte entre el azar y el misterio, se desliza la imaginación, “libertad total del hombre”, libertad específica a la que, como a las otras, se la ha intentado reducir, borrar, y para lo cual el cristianismo inventó el pecado de intención. Un artista que en tal sentido reiteraba: “Antaño, lo que yo imaginaba ser mi conciencia me prohibía ciertas imágenes: asesinar a mi hermano, acostarme con mi madre. Me decía: ‘¡Qué horror!’, y rechazaba furiosamente estos pensamientos, desde mucho tiempo atrás malditos.” (Lo verdaderamente horroroso hubiera sido que pensara en asesinar a su madre y acostarse con su hermano).
Había una vez, en fin, un artista, que primero fue un hombre, al que la Ciencia no le interesaba porque le parecía “presuntuosa, analítica y superficial”, que había nacido en algún lugar de España, el 22 de febrero de 1900, y muerto en otro de México, el 29 de julio de 1983, y que se llamaba Luis Buñuel Portolés. Un artista que, segundo, fue un gran pensador, así no se sintiera filósofo, que con la misma lucidez se desplazó en aguas del humor, la ironía, el sarcasmo, la provocación, el escándalo, que en los terrenos de la tristeza, la amargura, la soledad, la agonía, la muerte. Un artista que, tercero, como tantos otros también fue presa de la angustia, el dolor, el miedo, el vacío, la caída… elementos a los que gracias a su singular capacidad inconsciente oponía otros que la Ciencia precisamente ignoraba y que para él eran preciosos: el sueño, el azar, la risa, el sentimiento y la contradicción…
Por último, un artista que, como Cioran respecto al oficio de escritor, tal vez pensaba: “El cineasta es un desequilibrado que utiliza esas ficciones que son las imágenes para curarse.” Sólo que don Luis Buñuel siempre estuvo curado por aquella sal que evita que se pudra la sensatez: la locura. Locura equivalente a novedad, la que a los ojos torcidos de la razón conservadora deriva en peligro, en atentado, en subversión. Y a la que, por ende, las autoridades de todo tipo (piensan que) deben reprimir. Afortunadamente, en el caso de Buñuel, dicha locura o novedad siempre tuvo como ingrediente la única droga que ninguna policía del mundo puede intervenir, reprimir, ni mucho menos, capturar: el sueño. Factor por el que, para Carlos Fuentes, “el hombre gana la maravillosa y terrible percepción de lo que nunca será.” ¿Será? Había una vez un artista… que aún vive, de aquellos que ya casi no existen o en todo caso cada día menos.
Este trabajo está dedicado a Valentina, mi bella criatura, y a Santiago, camino sinónimo de La Vía Láctea…
Todo cine es político. Gian María Volonte
Quien desea y no actúa, engendra la peste. William Blake (1757-1827) en El matrimonio del cielo y el infierno
La verdadera filosofía es pensar en la muerte. Otto van Veen o Vaenius (1558 - 1629)
Don Luis Buñuel –sí, porque es uno de los artistas que más respeto merece por su independencia intelectual– es al cine, lo que Lovecraft, Rilke, Kafka, e incluso Nietzsche, a la literatura: un onirómano contumaz o soñador empedernido (sólo en apariencia por insensible), en realidad practicante hiperestésico de la actividad inconsciente. Este texto, se advierte, ha sido escrito a intervalos irregulares, desde el sueño de la vigilia y a partir del orden del pensamiento asimétrico. En otras palabras, a la manera del automatismo síquico del surrealismo (movimiento dentro del cual en lo que a cine se refiere Buñuel es el paradigma) o de su heredera la “literatura instantánea”, como la llamó Jack Kerouac, líder de la Beat Generation al lado de Ginsberg, Burroughs y Ferlinghetti.
Aquí hay que hablar un poco con la voz onírica del surrealismo, definido así por André Breton, su figura seminal: “Sustantivo, masculino. Automatismo psíquico puro por cuyo medio se intenta expresar, verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Dictado de éste, sin intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral”. Se considera precursor a Apollinaire por sus obras Alcoholes y Caligramas, y entre los pioneros al creador de la patafísica, Alfred Jarry, quien consideraba que “el simbolismo debe traducirse literalmente por la palabra libertad”; al condensador de fantasía, inquietud y misticismo en El cubilete de dados, el poeta católico Max Jacob; y, entre otros, al fundador del dadaísmo, el rumano Tristan Tzara, autor de Siete manifiestos Dadá y quien en el primero, proclamado el 14 de julio de 1816 en Zürich, declaraba: “Dadá es la vida sin zapatillas ni paralelo… severa necesidad sin disciplina ni moralidad y escupimos en la humanidad…”
Y entre los miembros activos del surrealismo, en época de mayor auge, cabría citar a Dalí, Ernst, Miró, Ray, Tanguy y Reverdy, amén, cómo no, de don Luis Buñuel, el culpable de este juego de asociaciones libres… y de aquel otro que, en estricto sentido, pretendía auscultar el subconsciente a través de la escritura, acudiendo a la experimentación psicóloga como medio principal. En una dirección era la escritura automática y la burla lúdica frente a los “cadáveres exquisitos”, con un inmenso potencial de opciones políticas y sociales. Como recuerda con lucidez Carlos Fuentes, en el surrealismo: Marx (Hay que transformar el mundo) y Rimbaud (Hay que cambiar la vida) se dieron la mano sobre los cadáveres de doce millones de europeos asesinados en nombre de la patria y la propiedad. Reflexión que como esencia de su formación Buñuel va a transformar en ataque permanente contra la burguesía, la de tan discreto encanto. Y retomando a Rimbaud, el surrealismo quería remover la raíz de la poesía y de las relaciones humanas, en el último paso de sinceridad vital promovido por la escuela romántica. En y-responsable síntesis, el surrealismo era antipoesía, antiliteratura, en cierta forma antipatía –al menos la de Breton nadie la discutía… tía–, cinismo intelectual, asombro lírico, ideología crítica sin estigmas ni profetas y, de algún modo, refugio para luchar contra la razón y contra la estupidez europea que creía en la felicidad de la razón.
Toda vez que el surrealismo habló con la voz del sueño, y Buñuel también, no sobra detenerse en ese elemento inefable, irreprimible e incontrolable al que Borges definió como “una obra estética, quizá la expresión estética más antigua”, y de la cual “sólo podemos examinar su memoria, su pobre memoria”. El problema comienza aquí porque la memoria del sueño no se corresponde directamente con el sueño. De ahí que, a propósito, resulte tan difícil separar en el cine de Buñuel las bipolaridades ficción-realidad, sueño-vigilia, introspección-exteriorización. Hecho imposible en el caso concreto –es un decir…– de El discreto encanto de la burguesía (1972), película que desde fuera transcurre al ritmo lógico de Buñuel pero desde la perspectiva interna en medio del caos ilógico propio de lo onírico y de frases y acciones repetidas. En este punto, en el que se da el conflicto entre la forma de ver y las cosas vistas y del que surge la coherencia del loco cine de Buñuel, nadie podría separar la imaginación de la vivencia. Aún con el hiperrealismo de Los olvidados (1950) y de Nazarín (1958), dos de los más sugerentes filmes de Buñuel y que parecen sendos sueños largamente soñados sobre el sacerdocio –entendido como búsqueda del ser auténtico– de las barriadas y del crimen y sobre el sacerdocio místico, respectivamente, ¿se podría estar de acuerdo con que nuestra memoria del sueño es más pobre que la espléndida realidad?
Para nuestra fortuna, vuelve Borges: “Otros, en cambio, creen que mejoramos los sueños: si pensamos que el sueño es una obra de ficción (yo lo creo) posiblemente sigamos fabulando en el momento de despertarnos y cuando, después, los contamos”. Una vez se observa El discreto encanto… no se sabe, no se puede saber, si Buñuel mejoró los sueños, lo importante es que resultaron inmejorables. Lo que sí se puede asegurar es que tras despertar siguió fabulando junto a Carrière, su guionista preferido, con quien quizás el director compartió la idea de los salvajes de un libro de Frazer, citado por Borges, para quienes los sueños, simplemente, son un episodio de la vigilia. Idea que coincide con la de los niños, que no saben muy bien cuáles límites separan a la vigilia del sueño, y viceversa. Para cerrar este capítulo de los sueños, cito una vez más a Borges, y luego a Schopenhauer: “Para el salvaje o para el niño los sueños son un episodio de la vigilia, para poetas y místicos no es imposible que toda la vigilia sea un sueño. Esto lo dice, de modo seco y lacónico, Calderón: La vida es sueño. Y, ya con una imagen, Shakespeare: “estamos hechos de la misma madera que nuestros sueños”; y, espléndidamente, lo dice el poeta austríaco Walter von der Vogelweide, quien se pregunta: (…) “he soñado mi vida, o fue un sueño?” No está seguro. Lo que nos lleva desde luego, al solipsismo; a la sospecha de que sólo hay un soñador y ese soñador es cada uno de nosotros. Ese soñador –tratándose de mí– en este momento está soñándolos a ustedes; está soñando esta sala y esta conferencia”. (Yo también…)
En El mundo como voluntad y representación, Schopenhauer establece un hondo paralelo entre sueños y lectura: La vida y los sueños son las hojas de un libro único; la lectura continuada de esas páginas es lo que llamamos la vida real; pero cuando el momento acostumbrado de la lectura (el día) ha pasado y llega la hora del reposo, continuamos hojeando negligentemente el libro, abriéndolo al azar en tal o cual sitio, dando a veces con una página que ya hemos leído y otras con una que no conocemos; pero siempre leemos el mismo libro. Al paralelo entre sueño y lectura y al ya antiguo de teatro y sueños, hay que hacer mención del hoy más marcado entre éstos últimos y el cine, de acuerdo con Savater, quien cuenta que cuando su hijo Amador era pequeño le preguntó: “¿Por qué soñamos? ¿Es como una película que nos ponen a cada uno para entretenernos mientras dormimos?”. Savater asegura que los sueños se parecen más al cine que al teatro “por su riqueza de efectos especiales, que también abundan en el dominio onírico, y por la rapidez con la que se cambia de plano y escenario sin perder por ello el hilo de la historia”. El autor de tantos libros para Amador, sólo exagera un poco al sostener que “soñamos en picados, contrapicados y planos-secuencia” (pues ello implicaría condicionar a la más libre expresión humana al lado de la imaginación), no tanto cuando supone que el estilo narrativo del cine ha influido en la forma de nuestros sueños, al igual que en muchos novelistas.
En efecto, antes y después de ver a Buñuel la forma de nuestros sueños tiene que ser distinta, como distinta nuestra mirada al haber apreciado su cine. Trayendo de nuevo por el automatismo síquico a Los olvidados y a Nazarín, ¿quién podría discutir que al suprarrealismo más probablemente deliberado se opuso el super-yo más tenaz de Buñuel en dichos filmes? ¿Se atrevería alguien a poner en tela de juicio la idea de que a la mirada conformista de la conciencia y a la miopía del orden establecido, Buñuel impuso en dichas obras la mirada peligrosa, subversiva y misteriosa inherente al auténtico artista y propia del inconsciente? ¿Acaso lo que soñamos no dice nada sobre lo que somos como individuos, lo que nos pasa y las reacciones íntimas experimentadas? Es probable que al traducir el material bruto, caótico y pasional de sus sueños en relato fílmico inteligible, Buñuel haya dejado pistas que permitan identificar el trastorno de sus deseos, cuestión ésta que concuerda con la pregunta fundamental de Freud: “¿Por qué lo que queremos nos trastorna?” Y que, de paso, también tiene que ver con la idea de Carlos Fuentes según la cual “la libertad es la acción del deseo”. Finalmente, la tríada desear-querer-trastornar es en gran parte el soporte de esa “terapéutica de clase” llamada psicoanálisis, según Buñuel, y fundada por Freud, cuya lectura y descubrimiento del inconsciente, huelga decirlo, le aportaron mucho al cineasta en su juventud, tal como confiesa en Mi último suspiro. Para poder burlarse de la razón y asumir la imaginación como la “libertad total del hombre”, Buñuel tenía que tomarse libertad y razón tan profundamente en serio como Freud en toda su obra. Buñuel, para quien Naturaleza y Destino equivalen a sumisión, en su cine encarna la exigencia de una nueva libertad y la lucha por ella, que nace de un deseo no cumplido, de una necesidad insatisfecha, es una decisión irrevocable de violar todo aquello que pretende consagrarse a expensas de una exclusiva posibilidad del hombre.
Así, la primera posibilidad del ser humano no es la soledad, sino acercarse al prójimo: “Hay que volver a la muchedumbre; su contacto endurece y pule; la soledad ablanda y pudre”, decía Nietzsche. El cine de Buñuel sintetiza, por la metáfora, los fracasos y triunfos del ser con sus semejantes. Entonces, fracasa Papá Bustillo en La ilusión viaja en tranvía en su intento por denunciar un robo oficial; fracasa Simón del desierto, aquel estilita moderno y practicante real del cristianismo, azotado por la envidia clerical de quienes creen divulgar las ideas de Cristo como por la lluvia y el viento que vapulean su imponente e inservible pilastra; fracasa, en fin, el bueno de Pedro en Los olvidados a manos del malo de El Jaibo, cuando pretende sobreponerse a la apabullante impunidad de un medio criminal. Y triunfan Nazarín y Viridiana, a través de un paradójico fracaso, lo que podría llamarse también la filosofía del fracaso del triunfo. Filosofía aplicable al arte de ese otro maestro, John Huston, a quien precisamente se debe que Nazarín fuera presentada en Cannes y de quien le gustaba a Buñuel, El tesoro de la Sierra Madre (1948), quizá porque condensa aquella filosofía que tiene no poco que ver con el hallazgo de un botín de oro puro que termina escurriéndose, como espuma de jabón, entre los dedos de quienes pretenden apropiárselo: seres que a la postre sucumben en medio de la pasión, la avaricia y la estupidez humanas. Como de hecho sucumben, en un paradójico triunfo, Nazarín y Viridiana: el primero, víctima de la pasión de una muchedumbre que duda de la evidencia aunque haya descubierto los secretos de una noble vida, la de un sacerdote que al decidir imitar a Cristo termina por verse convertido en un loco Don Quijote, al que acompañan dos Dulcineas (una, Andara, prostituta; la otra, Beatriz, histérica); la segunda, Viridiana, al pretender salvar a los mendigos mediante la oración, la higiene y las buenas costumbres (a las que aquéllos jamás se acostumbran), en fin, al encontrar que su fracaso se corresponde con su incapacidad para ecumenizar la redención: como en Nazarín (y en la vida) el redentor termina… No obstante, el triunfo de Nazarín y Viridiana tal vez consista en haber sembrado la semilla de la tozudez para disfrute de los inconformes.
Nazarín que es Cristo que es Buñuel en Nazarín fracasa al querer sembrar el bien en los terrenos de una sociedad que sólo genera mal y que, apenas, pregona cristianismo porque de hecho impide y condena la práctica concreta que del mismo realiza Nazarín. Su camino de asceta escasamente conduce a la riña, la burla, la superstición, los celos, la envidia, el odio, la injusticia y la cárcel. Nazarín, aunque de santo pase a bufón y a loco, como Papá Bustillo, no fracasa del todo así refresque la imagen de un Cristo nuevamente crucificado por fungir de redentor: su triunfo colosal e impresionante está en aquella escena final en la que tras el simple hecho de aceptar una piña, y mientras suenan los patéticos y míticos tambores de Calanda, Nazarín, a la par que deriva en un verdadero rebelde que demuestra con su acto que la limosna sin interés no existe y que la caridad no debe ser publicitada, decreta la muerte de ésta en su doble concepto cristiano y burgués. Claro, esto ya Nietzsche lo había dicho: “Si sólo se dieran limosnas por piedad, todos los mendigos hubieran muerto de hambre”. Nazarín, entre ellos.
Por su parte, los muchachos de Los olvidados y con ellos toda esa constelación de mendigos, putas, ladrones y demás ángeles negros marginales del cine de Buñuel, como los veinte personajes de El ángel exterminador, no pueden salir de su atolladero con las dádivas seudoaltruistas, seudofilantrópicas y sentimentaloidesburguesas que la sociedad les procura conociendo de antemano su inutilidad: “Para mí, la verdadera inmoralidad es el sentimentalismo burgués”, ha expresado Buñuel. La clave de Los olvidados no está en descubrir la existencia o no de la felicidad sino en averiguar hasta dónde es capaz de llegar el hombre en su desgracia, hasta dónde se hace imposible encerrar su miseria, hasta dónde la traición es hija legítima de la carencia. Al final, cuando el cadáver de Pedro, asesinado a tubazos por El Jaibo, es conducido a un basurero y arrojado allí… todo parece detenerse. Y es que aquéllos seres abandonados, sin posibilidad alguna de identificación con progenitor ninguno, incapaces de realizar el más mínimo movimiento (y ni hablar de crecer), tal como nacieron, de un incontrolable impulso sexual, mueren sin un verdadero sentido, cubiertos de antemano con el asfixiante manto del olvido, del silencio, de la desidia…
A grandes rasgos, el cine de Buñuel es el de lo no convencional, de la singularidad, de la belleza aún basada en el horror, como en Las Hurdes, Los olvidados o Viridiana, en últimas, cine de la libertad por excelencia. ¿Hay acaso algo más parecido a la libertad (perdón, al fantasma de la…) aparte de la imaginación que los sueños? También, cine del inconformismo y de la rebeldía, de la necesidad de movimiento, de la urgencia de cambiar el statu quo. Buñuel fue siempre un subversivo que no aspiró a subvertir; un entomólogo que no pretendió viviseccionar a un insecto siquiera; un inconforme que jamás presumió de despertar simpatías; un profanador de tumbas en la ficción que nunca lo hizo en la realidad; un aventurero que nunca buscó compañías; un verdadero descubridor que jamás tuvo quién avistara tierra primero… que a pesar de los disfraces nunca fue un impostor. Buñuel nos recordó hasta la saciedad, especialmente en El fantasma de la libertad (1974), que la verdadera filosofía consiste en pensar en la muerte, para estar más cerca de la vida; que la burguesía en su discreto encanto no puede desear porque nunca ha necesitado (y nadie es tan pobre como quien no tiene más que dinero); y, que en la acción del deseo se halla la libertad, así ésta en realidad no exista o no se encuentre en ninguna parte…
Esta no ha sido más que una mirada onírica a un cine desmitificador de tabúes, generador de presagios, productor de vudú: el cine de las tres luces, de la muerte cansada, de la vida activa. Una mirada onírica sobre el cine de un artista que no se sabe de qué parte de la Vía Láctea provino o si lo hizo por el camino de Santiago; en qué tiempo vivió o si es que no se ha ido; en fin, del que no se sabe si todo lo que hizo lo hemos largamente soñado (como él) o simplemente vivido: pero, ¡ni cuenta que nos hemos dado!
Gracias a don Luis Buñuel porque nos alentó a soñar a pesar del Establecimiento y de los políticos y censores y demás gilipollas; a sacar fuerzas aún de la inmensa debilidad que a veces nos acompaña; y a disparar sin temor y en libertad “las balas de belleza de la imaginación” –expresión que no puedo escamotear a Luis Eduardo Aute, fallido cineasta…– Gracias, de nuevo, por acercarnos a la muerte sin temor alguno, posibilitándonos amar libremente y a su vez renunciar poco a poco (claro, no sin sufrimiento) a dolores existenciales como el odio, la envidia, los celos, en gran parte causa de nuestra parálisis, la que para Ladislao en El gran calavera es una verdadera filosofía, el quietismo, expresión ontológica del que no hace, literalmente, ni mierda…
Y gracias a usted, apreciado lector, por haber compartido el azar asociativo de las balas de la imaginación que aquí se me han encasquillado por culpa de los mismos tiradores: el automatismo síquico; esa terapéutica de clase llamada psicoanálisis; y, especialmente, el gran calavera de don Luis Buñuel… Perdonen, eso sí, las posibles interpretaciones que aquí se hayan hecho. Después de todo, como afirma Jean-Claude Carrière: “Juro que Buñuel no quería decir nada”. (…) De acuerdo con Carrière mismo, por ejemplo, ahora se sabe que la cajita del coreano en Belle de jour no contenía otra cosa que… el guión de la película.
P. S.: Perdón, tal vez sí quería decir algo… Para no dejar tanta blasfemia entre el tintero se citan las palabras del propio Buñuel sobre el ánimo político de su cine pues no sobra recordar lo obvio, o sea, que “todo cine es político” pero jamás, eso no, panfletario: “En la época del surrealismo, todo parecía más claro y más fácil. Era posible atacar sorpresivamente a la burguesía, que estaba totalmente segura de sí misma y de la bondad de sus instituciones. Ahora, todo ha cambiado. El capitalismo ha desarrollado reflejos de defensa. La maldita publicidad lo absorbe todo, lo convierte todo en moda inocua. Poco antes de morir, André Breton me dijo: ‘Querido amigo, ya nadie se escandaliza de nada’. Es posible. Y, sin embargo, el mundo de hoy no es mejor que el mundo de 1929. Al contrario, es peor, por la confusión, el engaño. Sí, soy pesimista, pero en el buen sentido. En cualquier sociedad, el artista tiene una misión. Quizá su eficacia es limitada y seguramente el escritor, el cineasta, el pintor o el músico no pueden cambiar al mundo. Pero sí pueden mantener vivo un margen de disidencia continuo. El artista es el eterno inconforme. Gracias al artista, el poder no puede nunca decir que todos están de acuerdo con él. Esa pequeña diferencia es muy importante. Cuando el poder se siente totalmente justificado y aprobado, no resiste la tentación del fascismo. Las pequeñas armas de un libro o una película quizá sean todavía útiles para desenmascarar esa potencialidad fascista escondida en la entraña del capitalismo. El pensamiento que me sigue guiando hoy, a los setenta y cinco años, es el mismo que me guió a los veintisiete años. Es una idea de Engels. El artista describe las relaciones sociales auténticas con el objeto de destruir las ideas convencionales de esas relaciones, poner en crisis el optimismo del mundo burgués y obligar al público a dudar de la perennidad del orden establecido. El sentido final de mis películas es ése: decir una y otra vez, por si alguien lo olvida o cree lo contrario, que no vivimos en el mejor de los mundos. No sé si puedo hacer más.” (Yo tampoco…)
Revista Nómadas
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