Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
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Ana María Rocchietti*
* Investigadora argentina, quien hizo llegar este artículo a Nómadas vía internet, tras las gestiones realizadas por Renán Vega C.
El artículo parte de un balance crítico de la obra Antropología de la Pobreza, del antropólogo Oscar Lewis para analizar el concepto de pobreza en América Latina. Se argumenta que la cultura de la pobreza ofrece la posibilidad de incluir a las formaciones simbólicas de las tradiciones vivientes y a las que emergen en la existencia comunitaria de los pobres como un factor de peso en la evolución de las relaciones de fuerza entre las clases subalternas y las clases dominantes; entre los sectores populares rurales y urbanos y los gobiernos; entre las formaciones sociales nacionales y el imperialismo.
Después de la Segunda Guerra Mundial se produjo un cambio sutil en la antropología latinoamericana. En cierta medida había sido la obra de Oscar Lewis, Antropología de la Pobreza, difundida en español en una edición de 1961, el principal aporte al debate sobre la ampliación del trabajo de campo al mundo social de la pobreza. El indígena, sujeto de la etnografía, interesaba entonces menos como cultura primitiva que como campesino y se empezaba a tomar en cuenta la complejidad de los problemas culturales (además de los económicos y demográficos), de los emigrantes que salían de las comunidades tradicionales (indias o mestizas) para probar suerte en las ciudades. De igual manera se advertía que era posible la investigación antropológica de sistemas sociales que incluían a indios, negros y mestizos en un profundo paisaje humano de desigualdad étnica y económica. Se tomaba conciencia sobre la deculturación violenta de las familias y de los individuos en su contacto con la modernización social -que entonces era la principal preocupación de las elites en el poder- y se estudiaba el desarrollo desigual de las regiones. Esa generación de antropólogos1 inició el camino hacia el estudio de la cultura de los pobres y hacia la necesidad de una antropología “aplicada”. La “antropología” de la pobreza sesentista era una antropología interesada en la cotidiana marginalidad de los latinoamericanos: la que se abocó a abandonar la distancia etnográfica y a abordar la realidad social de los campesinos, de los trabajadores rurales proletarizados, de los trabajadores urbanos y de los marginales. Tanto Lewis como sus contemporáneos consideraban a esas culturas como “de transición” significando con esto que algún día desaparecerían2
El 80% de la población mundial era pobre (muchísimos, muy pobres) y se conocía muy poco sobre su vida cotidiana, sobre sus ciclos vitales, sobre sus costumbres y sobre el orden de sus pensamientos. La idea general era que esos contingentes humanos estaban condenados ante el impulso imparable del industrialismo y del “american way of life” que imitaban las clases altas y medias en las capitales. Existían dos tendencias programáticas en esa ciencia social: una consistía en tratar de proteger los estilos de vida “autóctonos” dentro del impulso de la “nostalgia imperialista”, es decir la que se deriva de lamentar la destrucción de aquello que se contribuye a destruir (Rosaldo, 1991: 71-72); la segunda era la de integrarlos a la vida nacional pero dejando que los elementos simbólico- expresivos de sus culturas sobrevivieran a manera de un folklore también nacional. Una variante de esta última proponía dejar que se produjera su proletarización a fin de que sobreviniera su incorporación a las masas de trabajadores y a la conciencia obrera. El problema fundamental de planificadores y asesores gubernamentales era promoverlos y remover de -de esta manerauna de las causas del atraso del país. Este tipo de ideas todavía siguen circulando dentro de la clase política latinoamericana. Los antropólogos reconocían que la pobreza sugiere antagonismos de clase, problemas sociales y necesidad de cambios. Y que crea una subcultura en sí misma, ya que tiene sus propios materiales y consecuencias sociales y psicológicas distintivas (Lewis, 1961: 17-22). Es que siendo la latinoamericana una sociedad pigmentocrática y muy jerarquizada, la pobreza -en términos generales- estaba (y está) superpuesta a las relaciones interétnicas, las que se vuelven relaciones de clase en el mercado nacional (Stavenhagen, 1963).
De este modo se ampliaba, de manera casi infinita, el objeto de estudio de los antropólogos que por esa época ya temían la desaparición de la disciplina al entrar en el ocaso las culturas “primitivas”. Pero el concepto de “subcultura” añadía un severo juicio de valor a la consideración de la cultura de los pobres porque sugería que se trataba de una cultura menor y, además, podía concluirse que los pobres estaban atrapados en una configuración de costumbres e instituciones que los inmovilizaba históricamente, haciendo muy difícil la tarea del “desarrollo de la comunidad” en dirección al progreso social. La cultura de la pobreza ponía serios obstáculos al desarrollismo (cuando los libros comenzaron a difundirse en los medios académicos, Estados Unidos empezaba a poner en práctica el plan continental llamado Alianza para el Progreso). Este culturalismo “aplicado” se inspiraba en la doctrina denominada “indigenismo” mexicano, se ponía en acción en los Institutos Indigenistas de cada país y se coordinaba a través del Instituto Indigenista Americano con sede en México y con fuerte apoyo de la OEA. Una ruptura radical con él tuvo lugar al celebrarse el Simposio de Barbados en 1970 (Grinberg, 1972), aún cuando los principios básicos del indigenismo siguieron usándose e inspiraron los textos de reclamo de las asociaciones indígenas en los distintos países. Dicha reunión -que trató la situación del indio en la América del Sur extra- andina- denunció la pobreza como una situación de colonialismo interior (Bonfil, 1972), punto de vista que inspiró a la antropología de los años setenta. La tarea de los antropólogos sería la de colaborar con la lucha por la liberación de los pueblos indígenas, al tiempo que aplicaban la teoría de la dependencia -muy en boga en aquella época- para explicar el desarrollo desigual de las regiones de una misma Nación. Se pasó, así, desde los estudios “normativos” a la investigación del colonialismo.
El libro dirigido por Pierre Bourdieu, publicado en francés en 1993 y traducido al castellano solo recientemente, La Miseria del Mundo, sin llegar al vívido relato de Lewis, usa también la transcripción de las entrevistas “en profundidad” para dar una idea de los pensamientos, sentires y puntos de vista de los pobres (Bordieu, 1999). Antropología y Sociología parecen necesitar abordar “desde adentro”, desde lo cotidiano y desde la centralidad de los sujetos el mundo de los pobres.
No es extraño, pues diluida la posibilidad de una revolución protagonizada por la clase obrera, queda por encontrar qué otros colectivos humanos podrían realizar una gesta de liberación social, qué otros movimientos o clases podrían destituir al capitalismo como sistema económico, político y cultural.
La historia posterior de la antropología desenvolvió otras interpretaciones, frecuentemente vinculadas a las biografías culturales, poniendo en primer plano a los sujetos e inclinándose mucho más por la semiología que por la historia.
Retomar el concepto de cultura de la pobreza ofrece la posibilidad de incluir a las formaciones simbólicas de las tradiciones vivientes y a las que emergen en la existencia comunitaria de los pobres como un factor de peso en la evolución de las relaciones de fuerza entre las clases subalternas y las clases dominantes; entre los sectores populares rurales y urbanos y los gobiernos; entre las formaciones sociales nacionales y el imperialismo.
Con distintos matices y de acuerdo con los procesos regionales de modernización de las relaciones del trabajo, la situación básica que encontramos en el continente es la siguiente: existen comunidades indígenas cuyas relaciones étnicas con la nacionalidad envolvente son de clase (como señalamos antes); en ese marco, cuando se rompe el aislamiento o cuando la nacionalidad envolvente avanza y penetra en la existencia particular de los grupos tradicionales, comienzan a migrar trabajadores (hombres y mujeres) fuera de la comunidad; muchas ya no son étnicamente indígenas sino mestizas y tanto unas como otras ceden trabajadores regional y estacionalmente; también existe migración de miembros de comunidades rurales por asfixia económica o por la implantación de un estado de terror en las áreas de confrontación entre el Ejército y la guerrilla (como en Perú, Ecuador, Colombia y México); en la actualidad ya han transcurrido varias generaciones de trabajadores urbanos que sobreviven mediante el trabajo no calificado, el trabajo de servicio doméstico o viviendo a expensas de la venta callejera o de las artesanías (en ese sentido, el “mercado” de muchas capitales latinoamericanas es una institución tradicional que exhibe el paisaje social característico de América Latina)3 y, por fin, están los trabajadores de la construcción e industriales en mayor o menor grado calificados para tareas de gran esfuerzo personal y en regímenes permanentes, transitorios y precarios de contrato.
Estas situaciones pueden ser distribuidas en tres categorías: pobreza integrada, pobres en condiciones de vulnerabilidad y pobres desafiliados o marginales en sentido estricto (Castels, 1997). En la primera categoría están los que poseen trabajo estable y desenvuelven vínculos sociales sostenidos o pertenecen a comunidades rurales donde prevalecen los lazos de parentesco; los pobres vulnerables son aquéllos que se mueven dentro de condiciones de empleo precario y relaciones familiares sociales frágiles y los pobres marginalizados no tienen trabajo ni relaciones sociales contenedoras. En esta última situación se encuentran los vagabundos, los ex-presidiarios, los enfermos mentales, los toxicómanos, etc. Castels puntualiza que la marginalidad es el efecto final de un proceso que corresponde a una forma de existencia de grupos y de individuos expulsados del círculo ordinario de los intercambios sociales. También señala que emerge, en nuestros días, una nueva marginalidad derivada de las nuevas condiciones del aparato productivo, de la fragilización de la estructura familiar y de la crisis de la cultura obrera. Los nuevos como los viejos marginales están amenazados por la descalificación, la pauperización y la deculturación.
Desde que Lewis hiciera la descripción de la pobreza mexicana en los cincuenta y los sesenta hasta el surgimiento de los “mercados emergentes” en América Latina en los ochenta, las condiciones colectivas de carencia y necesidad de alimentos, de viviendas, de educación, de calidad de vida, se profundizaron. El modelo liberal arrasó con las economías de las comunidades tradicionales y con los puestos de trabajo urbanos y rurales.
Nos interesa conceptualizar algunos hechos de la pobreza y de la marginalidad (casi siempre delictuosa) con una visión “culturalizada” acentuando el papel político potencial de la cultura4.
La antropología ha permitido describir las tradiciones “locales” (fueran primitivas, nacionales o de clase) a partir de los significados que los hombres ponen en la visión, versión e interpretación del mundo natural y social, siendo éstos concretos o transmitidos a través de las generaciones. La antropología se aplica al estudio de las “formaciones culturales”, arbitrarios colectivos (discursos, fragmentos de discurso, usos y costumbres) que incluyen la cosmogonía, los símbolos, un orden moral a través de los cuales se pone sentido a las cosas sin necesidad de justificaciones aún cuando sus actores lleven adelante argumentos justificadores. Si bien incurre en el defecto de autonomizar la realidad de las prácticas llamadas culturales, reconoce que no es posible escindir la cultura de lo social, económico y político; al haberse especializado en los conjuntos humanos que reciben el nombre de mayorías, masas, pueblo, multitudes, movimientos, población, trabajadores; ha procurado realizar una síntesis de lo que podríamos llamar la “energía popular”, un ámbito de orígenes históricos, de tradición y de “irracionalidad”. Pobreza y marginalidad ofrecen la posibilidad de estudiar un cuadro impresionista compuesto por desorientación, resignación, violencia, apatía, vacío, delito, sometimiento, analfabetismo, carencia, enfermedad, etc. En América Latina posee una larga continuidad histórica; muchas generaciones han constituido su experiencia social a partir de una exclusión persistente sea por la raza, por la clase o por el género, en lo social o en lo político. En las grandes ciudades, los marginales son experimentados como fuente de violencia social mientras si bien los pobres integrados son tolerados por las clases más favorecidas, reciben estigmas derivados de su espacio social (Bourdieu, 1999: 120-121), de su industria, origen étnico, de su condición de género, de su carácter de extranjero, etc. Hay un juego “moral” del lenguaje donde “pobreza” y “marginalidad” reemplazan a la “barbarie” de los escritores decimonónicos. Esta percepción social es la base del sufrimiento del pobre; de ella escapan -escasamente- los recientes nuevos pobres en las áreas más modernas: estratos medios que han perdido el empleo o la actividad productiva y un sector de obreros calificados que antes tenían un nivel de vida relativamente digno cuando pueden disimular - por breve tiempo- su nueva posición en el sistema social. “Pobre” y “marginal” constituyen expresiones de un juicio moral: se constituyen en blancos de vulnerabilidad para la asistencia profesional organizada (sea por el Estado o por la Iglesia), integran grupos, familias o individuos “naturalmente” problemáticos, a los que se estima apáticos, alcohólicos, viciosos, imposibilitados para emerger de su situación, para progresar o simplemente gente aprovechada de los beneficios estatales o de la beneficencia “con el fin no trabajar”, etc. Los juicios morales afectan, también, la interpretación sobre la dinámica de la sociedad que produce pobreza: la idea de que la vida social es centrífuga hace imaginar que los trabajadores están en una escala directamente proporcional a su edad, sexo, clasificación laboral y cultura de pertenencia, y que la naturaleza de la trama es similar a los efectos mecánicos de una piedra cayendo al agua, donde los círculos concéntricos se acercan o se alejan del foco de la calidad de vida (dotado de un abstracto conjunto de indicadores deseables).
Las clases media y alta gustan, también, imaginar a la pobreza “honrada” -es decir, “integrada”- como bella porque parece sencilla, porque está adornada por la creatividad de su folklore (el cual, sin duda, aporta materiales simbólicos a la cultura nacional); en cambio, la marginalidad inspira la idea de que está integrada por indeseables, por gente peligrosa, por delincuentes y prostitutas, por portadores de enfermedad, por gente dedicada a “mala vida”, alcohólicos, débiles mentales, etc. Hay un destino para pobres y marginales y sus hijos lo heredan “naturalmente”.
Si en un país como la Argentina, la cual se considera con indicadores superiores de desarrollo -de acuerdo con la información del diario Clarín en su edición del 23 de enero del 2000 y sobre base de datos del INDEC- dos millones de personas viven en extrema pobreza disponiendo de menos de 1 dólar diario para sobrevivir, siendo que los porcentajes más altos corresponden a las provincias de Corrientes, Jujuy, Chaco, Formosa, Salta y Tucumán y que el Ministerio de Desarrollo Social habrá de destinar 150 millones anuales para planes alimentarios y previendo que tales pobres “seguirán bajando escalones aceleradamente” y que a ellos se les sumarán nuevos pobres, no solamente se puede tomar nota de los efectos del modelo económico neoliberal (que se nutre de la expulsión de trabajadores cambiándolos por tecnología) sino también del alto costo que el sistema está dispuesto a pagar por la gobernabilidad de ese conjunto humano marginal. Los pobres y los marginales -como el resto de la sociedadse constituyen como tales en y por la relación con un espacio social que puede caracterizarse por la posición relativa con respecto a otros lugares (que están arriba, abajo, entre, etc.) y por la distancia que los separa de ellos. El espacio social se define por la exclusión mutua (Bordieu, 1999 a: 120). Asimismo, los hombres están situados en puntos en los que las estructuras sociales “trabajan” y son “trabajados” por las contradicciones objetivas que ellas conllevan (Bordieu, 1999, b:447).
Al extraer beneficio máximo del potencial productor del trabajo humano, pobreza y marginalidad son inherentes a esas contradicciones objetivas, un elemento concreto y necesario de dominación basado en la enajenación material de la población trabajadora y mediante un desarrollo desigual. La pobreza es efecto del subdesarrollo de las esferas económicas nacionales a expensas de la concentración y apropiación de riqueza por la banca, las empresas transnacionales y por la clase propietaria nacional, por el flujo de riqueza cedido a los países acreedores o a las acciones de inversión, o a la venta del patrimonio público y para lo cual es de requisito que se formen extensas e inexorables relaciones de dependencia económica.
Pero sus características también están ligadas a las formaciones culturales de cada país. Pobreza y marginalidad despliegan un paisaje social específico en Argentina, México, Guatemala, Perú, Brasil y demás países americanos. Adquieren matices propios a partir de la unificación cultural e ideológica popular en un contexto en el que se oponen, tensan y se desenvuelven interpenetradas la “razón productiva universalista” (cuya forma más acabada es la empresa nacional o transnacional, productiva o financiera) y la “voluntad cultural” constituida -básicamente- por y en la historia social. Economías de subsistencia sostenidas por sectores de trabajadores rurales (campesinos indígenas y no indígenas) y trabajadores expulsados -completa o intermitentemente del empleo en la industria, en el comercio, en los centros urbanos, definen esferas diferentes de la producción y fenómenos sociales distintos: los primeros consiguen articular un modo de vida subordinado pero conservando los vínculos primarios con los parientes y vecinos en economías incompletamente monetarias, pero en la necesidad de migrar hacia las ciudades, muchas veces el sostén ofrecido por ese lugar social se deshace en el camino hacia la marginalidad; los expulsados del trabajo en la ciudad tienen un potencial anómico que sólo es compensado (y no siempre) por el trabajo de otros miembros de la familia, especialmente por el trabajo femenino. Es decir, ambas realidades reiteran, por un lado las características generales del sistema en todo el mundo y -a la vez- exhibe las culturas expresivas propias de cada formación cultural.
La desigualdad social no impide la alianza política de estos sectores con las minorías propietarias (de la tierra, de los medios de la producción, del poder político), la Iglesia y con el Ejército. Clientelismo y paternalismo constituyen la condición (más abstracta) de la ciudadanía en el interior del sistema político; éste construye -a través del poder para obtener la subordinación, la unificación y la universalización normativa- una cultura de identificación.
Esta cultura posee como elementos principales la importancia de la autoridad (en que han confluido tanto las antiguas tradiciones nativas como las que trajeron los europeos con la conquista y con la inmigración), los elementos de coacción simbólica desplegados por el Estado (especialmente el nacionalismo), el vínculo de dependencia colonial interior y exterior a los países imitando los modelos europeos y norteamericanos, materiales provenientes de la expresión simbólica particular de la población subordinada (es decir, de la cultura popular) que se rescatan para demostrar la originalidad nacional, especialmente cuando el Estado se encuentra frente a una subjetividad civil en mayor o menor medida “enclaustrada” en una identidad milenaria , según hayan avanzado o no la modernización que acompaña a la producción industrial, en el sentido de soportar el cambio tecnológico y social o de permanecer adherida a las identidades tradicionales5. Al insistir en el bien común (de acuerdo con el cual hay que inclinar lo propio por el bien de todos), los Estados nacionales tensan por reducir las culturas de las clases subalternas al folklore mientras consiguen hacer de las culturas de identificación nacional la principal razón de adhesión subjetiva de los trabajadores y de toda la sociedad. Este hecho podría sugerir la “irracionalidad” popular, queriendo decir que el sentimiento predomina sobre el principio de realidad (que para los pobres debiera ser el reconocimiento de la mayor contradicción objetiva de la sociedad capitalista, la explotación del trabajador). También puede ser tomada en cuenta la tesis de Foucault sobre la microfísica del poder, según la cual (simplificándola en forma extrema) el poder actúa positiva y negativamente pero no sólo desde el lugar social del Estado, sino en todo el tejido social (Foucault, 1979) en dirección a lo cual podríamos ver a los colectivos sociales pobres como impotentes tanto para realizar su propio proyecto de sociedad cuando para insubordinarse activamente.
Las clases sociales son entidades sistémicas que consisten -en lo fundamental- en sistemas de acción y de relación política, en haces de relaciones sociales que se verifican, muchas veces, en contextos heterogéneos: los trabajadores pobres conforman sus identidades de clase a través de la lucha por su liberación social o a través de la acción política sindicalizada; los marginales quedan fuera tanto de una como de la otra. La historia latinoamericana muestra con claridad la voluntad cultural de las poblaciones subordinadas, sea que ellas construyan culturas indígenas o culturas populares (es decir, culturas propias del pueblo con materiales simbólico- expresivos de distinto tipo correspondientes a la clase, el género, las regiones, etc.) Dicha voluntad se constituye en el centro de un volcán social que toma forma en la lucha política, en la desigualdad social y racial, en las diferencias culturales, en la relación capital-trabajo y en el curso de un proceso de acumulación- expropiación. El capital selecciona y descarta trabajadores en ese contexto de “atraso” (muchas veces pre-capitalista y semi-monetario) subdesarrollando esferas completas de la economía “nacional” y promoviendo otras en términos de relaciones “modernas”. Así, estas formaciones sociales se caracterizan por un desarrollo combinado6. Lo que hoy se observa como un colorido folklore en las regiones económicas de los países latinoamericanos, es producto de cambios que produjeron o aceleraron la ruptura de las estructuras tradicionales e, inclusive, generaron nuevas clases sociales. Esos procesos han sido la introducción de una economía monetaria en todas las partes, la introducción de la propiedad privada de la tierra y -en muchos casos- de monocultivo comercial, el éxodo rural, la urbanización, la industrialización y la integración nacional de los países subdesarrollados aunque estos factores no actuaron de la misma manera en todas partes ni de la misma manera (Stavenhagen, 1969: 04-96).
En unos pocos países, el fordismo promovió a sus obreros como consumidores y mientras se mantuvo su reclutamiento y promoción, provocó la pérdida de la identificación con los principios ideológicos del anarco-sindicalismo y del socialismo europeos (difundidos por los inmigrantes europeos, los exiliados y, en menor medida por la modernización de las relaciones del trabajo en las fábricas) a expensas de aspiraciones más vinculadas con las de las clases medias (proceso ocurrido igualmente en Europa) y, también, por contrapartida la adopción de perspectivas populistas. El concepto de cultura popular abarca a toda la coalición social (no siempre política) de las clases subalternas pero la cultura de los pobres es una entidad sistémica (como las clases sociales) que amalgama tanto a la cultura popular como a la cultura de identificación emanada del Estado. Esto es así porque ellos pertenecen al campo popular y porque también sobre ellos actúan las coacciones culturales implementadas por el orden estatal.
La cultura de los pobres tiene dos epicentros: las barriadas (villa, favela, cantegril, pueblo joven, etc.) y las comunidades y puestos rurales. Las primeras están más directamente vinculadas a la marginalidad, mientras las segundas expulsan trabajadores cuando la situación de supervivencia económica se les hace insoportable.
Los barrios pobres exhiben la ruptura más profunda porque allí se exponen las consecuencias más dramáticas de la expropiación social. En ese medio se amasa la resignación, el autoritarismo, la envidia, la desesperanza, la religiosidad, la superstición, la desconfianza, el excepticismo. La marginalidad es la rabia de la pobreza y cuando es extrema lleva a la guerra del pobre contra el pobre.
La sociología liberal atribuye el hacinamiento, la promiscuidad, las dificultades de la existencia cotidiana en los barrios o asentamientos, al crecimiento de la población y no al sistema de propiedad de la tierra (concentrado en pocos dueños en el campo y en la ciudad), ni al sistema de empleo (que expropia el producido del trabajo a través de las interacciones políticas y culturales y de las “mediaciones” (profesionales y burocráticas) la “concertación social” que en ese modelo social complementa a la democracia de partidos (Cfr. Grossi y Dos Santos, 1987). Éstos, a su vez, no son -generalmente- partidos de “clase” sino amplias coaliciones, ilustrando que el capitalismo posee en su interior otras contradicciones que no se pueden reducir a la de capital-trabajo.
La cultura de la pobreza se condensa en la historia del saber quién y qué se es porque se sabe desde donde se viene. La marginalidad lo realiza en su forma más concreta y violenta: aquélla en que “actuar” no tiene otra restricción que animarse al miedo y “estar jugando” o en “adaptarse” al curso de las circunstancias. Por eso es que la “seguridad” se torna en la concertación típica entre capital y trabajo bajo el modelo liberal; sea como asistencia social (concertación con compensación para el trabajador) o como represión (concertación de disciplina social para que opere con tranquilidad el capital). La política de la pobreza está dirigida a mantener o a restituir (en este caso cuando ésta alcanza a organizarse políticamente7) la relación de fuerzas consolidadas en los últimos ciento cincuenta años.
El horizonte social y significativo que denominamos cultura es una configuración de “verdades”, no solamente en sentido subjetivo. En su interior se enuncia, se cree y se siente, pero sobre todo se imagina el mundo bajo un criterio de verdad y de interpretación cuya fundamentación es la costumbre. En sí misma, la adjudicación de sentido a las cosas (especialmente a las cosas humanas) es un juicio de ajuste entre la realidad y el concepto. Instrumental o no esta verdad puede nacer y crecer como una episteme con sus propios parámetros de comprobación y de refutación, de predicción y de aplicación. La cultura es una episteme autocontenida que “obliga” pero no “interpela”8, particularmente si está ligada a los “orígenes” (étnicos o de clase). Vivir en pertenencia a una cultura histórica no conmina, necesariamente, a los sujetos, a proyectarse en la lucha social, pero por la experiencia de la discriminación (que lleva a negarla) o a colocarla como instrumento en la lucha política, haciendo que la situación existencial de grupos, comunidades o individuos cambie. La ideología es el lugar donde la cultura se torna política. El control de la asimilación capitalista continua de los contingentes trabajadores requiere integración cultural y des-ideologización práctica (es decir, desarmar a la cultura de su valor político o conminarla a subordinarse a la cultura de identificación nacional, proceso muy activo durante la segunda mitad del siglo XIX en todos los países). El desenvolvimiento de este mecanismo complejo sólo se aprecia con claridad en el campo político. La ideología es un sistema de pensamiento dirigido a justificar las representaciones sociales y, por lo tanto, es esa parte de la cultura que encontramos en la arena política de las clases. Fue Louis Althusser quien destacó las propiedades de la sobredeterminación estructural en esa escena (Althusser, 1981). La contradicción dialéctica opera en la historia en el marco de un complejo estructural desigualmente determinado y esto es particularmente importante para tomar cuenta del comportamiento político de los trabajadores en general y de los trabajadores pobres en especial.
La cultura es una condición de verdad cuya entidad y profundidad no es cuestionada ni puede serlo porque tiene carácter emocional y conceptual. No se trata de la “verdad” engañosa de la “máscara” correspondiente a una superestructura ideológica. La cultura es una verdad que no interpela a sus portadores y su precisión histórica (los orígenes) es, generalmente, inabarcable e indefinible tanto para sus sujetos como para sus observadores y en este sentido es menos histórica -si cabe- que la ideología cuya existencia se reconoce con claridad en los combates de la Historia, en la conminación de los sujetos sociales para “actuar” en el campo político. Esta propiedad es importante para juzgar las culturas populares y su contribución a las culturas de identificación, así como para reconocerlas cuando se despliegan como contracultura o resistencia social. La cultura de la pobreza no es “falsa conciencia” ni reflejo automático de la estructura económica. Es mucho más una realidad inacabada donde el pasado sigue abierto en el presente (Benjamín, 1987), por eso es que se vuelve central la cuestión de analizar la relación teoría-práctica. Puesto que si se da prioridad al punto de vista de que lo que interesa es el predominio de la práctica (o de la acción) se privilegia al “sentido común” (es decir, a esa filosofía colectiva que naturaliza a la práctica y la confina a la eterna reproducción de ese pasado, especialmente si atendemos al sostenimiento durante siglos de culturas que se originaron en las tradiciones pre-coloniales), así tanto como la selección de los momentos históricos en que manifestaron una lucha activa para sacudirse el régimen colonial anterior; si se adopta el que sostiene (a la manera de Lúkacs) de que teoría y praxis son la misma cosa bajo la pre-condición de la totalidad, debiera poder identificarse el colectivo de pobres estructurales que romperá revolucionariamente con el pasado y aún más, que alcanzará -dentro de la totalidad- la conducción de la sociedad para producir su liberación; por último, si la teoría conduce la práctica (a la manera de Adorno) instruyéndola, se apela a la necesidad de una conciencia exterior que la oriente o la lidere.
Por encima de las diferencias, una cierta cultura común unifica a los pobres continentales, se pueden reconocer dos dimensiones operantes: una puede denominarse la perspectiva y la otra la política de la perspectiva. La perspectiva corresponde a la verdad de la cultura, desde donde se interpreta el universo natural y social, donde la verdad histórica es heredada y reproducida a lo largo del tiempo, lugar donde los sujetos son “trabajados por las estructuras (con su carga de subordinación y opresión así como de identidad y creatividad). La política de la perspectiva es la cultura transformada en acontecimiento, en fuerza social puesta a producir hechos políticos, historizando a la estructura a través de la acción política. Es la dimensión en donde la cultura se vuelve ideología9.
La conjunción acontecimientoestructura -instante preciso en que se unen Historia y cultura- (Sahlins, 1988) en la pobreza se vuelve particularmente feroz y se torna el espejo invertido de la sociedad toda. La cultura popular posee una autonomía compleja, contradictoria, siempre incompleta e irresuelta. El “pueblo trabajador” articula cultura popular, de identificación, de la pobreza; síntesis que no se agota en la caracterización de una cultura de clase. Son culturas “verdaderas” que no acompañan a los programas sociales “avanzados” que proponen las clases propietarias o que ofrecen un pathos a la represión del Estado. La verdad de la burguesía es la ciencia y la tecnología, la verdad de los trabajadores es la cultura “propia”. Esta última no es una verdad irracional (incluida la adhesión clientelar al conservadurismo o la identificación irrestricta al populismo), sino la experiencia de una continuidad histórica nacida y desenvuelta en lo político. ¿Qué es lo que sostiene a una cultura en el tiempo de la Historia y, por lo tanto, en el valor de su verdad?: su propia política de identidad. Política que adquiere consistencia en el monismo epistemológico e ideológico, desarrollándose en sus prácticas, en su lenguaje y en su exclusiva política de la verdad, haciéndose desconfiada ante las tácticas de insubordinación basadas en la “conciencia exterior”, lábil ante el populismo, resistente ante el disciplinamiento, sufrida ante la explotación y reservada frente a la hegemonía de la clase dominante.
El acontecimiento de la verdad es un efecto particular de lo real (y no solamente un correlato entre sujeto y objeto). Consiste en la irrupción conmovedora que desanuda el lazo que sostiene a las imágenes y a sus propiedades para el sujeto. El acontecimiento de la liberación tendría un efecto perturbador y nominal (de práctica y de lenguaje) en la estructuración de los sujetos. Así, cada sujeto no es origen sino fragmento de un proceso de verdad (Badiou, 1992), verdadacontecimiento que rompe o consolida la unificación ideológica popular. Si la política produjera “verdad”, la auténtica política consistiría en la lucha por la no dominación y en la lógica emancipatoria (Badiou, 1988) tanto respecto de la cultura impuesta como de la propia, demostrando que “... las cuestiones de la sociología no son más que cuestiones de la ciencia política” (Gramsci, 1985: 149).
1 Es necesario señalar que, del mismo modo, un libro de Robert Redfield inspiró muchas monografías relacionadas con lo que él llamaba el continuum folkurbano; es decir, el tránsito desde una cultura con fuertes valores tradicionales hacia otra de carácter moderno (Redfield, 1930).
2 El prologuista de la primera edición en español, Oliver La Farge, sostenía que “... En todo el mundo hay odio por aquellas naciones que están en la era del maquinismo y tienen gente de tez clara a la que rápidamente se imita”. (La Farge, 1961: 13) siendo que “... uno de los primeros logros que se sufren en la desolación cultural” y que “... trauma cultural resulta de la desorganización de la unidad básica social: la familia”. (íbidem: 13).
3 Uno de los más impresionantes es el de Belén, en Iquitos en la Amazonia Peruana.
4 Las ideas que se exponen fueron desarrolladas en el Seminario Indigenismo Latinoamericano después de la Segunda Guerra Mundial (1950-1999) dictado en el Departamento de Historia, Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Nacional de Río Cuato, durante 1999. Es necesario recordar que la evolución del capitalismo y de la antropología (como ciencia de los pueblos exteriores a Occidente) estuvieron ampliamente relacionadas. Empieza en el siglo XV con el descubrimiento del mundo que estaba más allá de Europa y la simultánea consideración de los salvajes a través de una “historia moral de la Humanidad”, continuó con la liquidación de la esclavitud y el inicio del colonialismo propiamente dicho en el siglo XVIII, acompañado por la demarcación de un conocimiento “Ilustrado” sobre el hombre y una ciencia de la Antropología (Etnología). En los dos siglos subsiguientes se consolidó el Imperialismo con la implantación del capitalismo como sistema mundial servido por una antropología evolucionista, que planteaba como solución al dilema barbarie-civilización un ordenamiento de las sociedades según una escala hacia la complejidad, y otra historicista que apuntaba a la necesidad de un conocimiento descriptivo de los pueblos sometidos. No es sino hasta los años cincuenta y sesenta que la Antropología se une a los movimientos de liberación y de descolonización. En el transcurso de todo este tiempo, el campo disciplinario ha ido desgajándose en sub-campos de especialización entre los cuales está la antropología política, con la cual está relacionado este trabajo.
5 El fútbol, el carnaval, las fiestas y cultos religiosos reconcilian en la arena de las identidades colectivas, supraétnicas e intra-nacionales, las grandes desigualdades sociales.
6 Los economistas liberales consideran a esta situación “dual”; una sección social es desarrollada y moderna, otra es “tradicional” y retardataria del desarrollo global.
7 En la última década se advierte la irrupción de nuevos movimientos populares -el más notorio es el de Chiapas y, recientemente, el de Ecuador, ambos llevados adelante por indígenas- donde una fuerte identidad cultural se enfrenta a las re-estructuraciones que efectúa el imperialismo en los mercados nacionales haciendo que las comunidades pierdan en parte sus anteriores representaciones de acción política y los canales tradicionales en los que las expresaban (Cfr. Prieto, 1999).
8 Por el contrario, la ideología posee otras características: 1. Interpela a los sujetos pero no es recibida como algo externo a un sujeto fijo y unificado, 2. La estructura psíquica que subyace a nuestras subjetividades conscientes no es monolítica sino que es un campo de fuerzas en conflicto, 2. La formación (o re-forma) de las subjetividades es un proceso social. Las repentinas oscilaciones entre la conformidad y la revuelta son procesos colectivos, 4. Son procesos gobernados por la apertura o cierre de la matriz de poder existente de afirmaciones y sanciones (Cfr. Therborn, 1995: 64-65).
9 La ideología del bloque histórico en el poder de Estado ha desarrollado en las dos últimas décadas el culto de la democracia electoral de baja densidad (los sectores populares votan y acompañan pero no participan si no es como “clientes”, mientras el sistema avanza en la derogación de los derechos que aquéllos supieron conseguir durante la primera mitad del siglo XX, pero las clases propietarias no dudan en aplicar la represión sistemática si el conflicto social supera los niveles que están dispuestas a admitir. Asimismo, la ideología de los pobres sigue estando expresada por el populismo como régimen de lo político para ellos, en una alianza específica y espontánea con el conservadurismo propietario y – o militar.
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Ricard Vinyes Ribas*
* Profesor de historia contemporánea en la Universidad de Barcelona. Ha realizado y publicado diversas investigaciones sobre los movimientos sociales y su articulación cultural. Es autor de “El soldat de Pandora. Una biografia del segle XX”, Ed. Proa, Barcelona , 1999.
Este artículo analiza la pervivencia y formas de transmisión de la cultura subalterna en los movimientos sociales europeos a lo largo del siglo XX, y muestra que su rasgo político-cultural definitorio ha consistido en la construcción de instituciones democráticas colectivas.
Hablo de bastantes años atrás –fue quizá a finales de los setenta– cuando autores apreciables en diversos campos –de la política, la historia y la sociología en particular– retomaron una vieja y manida idea que fue presentada como algo nuevo, suficientemente brillante para proyectar luz sobre los efectos de la globalización en la cultura de las clases subalternas. La “nueva” idea se expandió a lo largo de los ochenta y en la década siguiente se consolidó como discurso hegemónico en ese tema. Se trataba de lo siguiente: si bien existe una desigualdad palpable en el interior de los países industrializados, la globalización ha creado una coincidencia en las aspiraciones de las distintas clases sociales. Si pedimos pruebas de ello, la respuesta a la pregunta nos dice que se halla en el acuerdo tácito y práctico sobre el modelo social y cultural que ha resultado ser concluyente entre sectores y clases históricamente en conflicto. Dicho en términos de una prosa radical sólo en apariencia, los “trabajadores” y “trabajadoras” se han aburguesado lamentablemente puesto que han aceptado el modelo existencial de las clases medias: visten (o desearían vestir) como la clase media, compran buenos automóviles, numerosos electrodomésticos, aparatos musicales sofisticados, televisores y vídeos de última generación, e incluso pueden acceder a viviendas unifamiliares. Así pues, es esa decidida ansia de posesión lo que fundamenta la uniformidad actual y el acuerdo en un único y último proyecto político y existencial. Bien, esa es precisamente la teoría social –débil teoría social en que se fundamentó hace un tiempo el estadounidense Francis Fukuyama para contar que habíamos llegado al final del camino en lo que se refiere a modelos de vida y organización, puesto que los deseos entre dominantes y subalternos, al fin y al cabo, coincidían.
Sin embargo, ese razonamiento con apariencia comercial de novedad es en realidad una afirmación muy antigua que no proviene de la realidad histórica, sino más bien de la construcción ideológica suscitada por objetivos políticos que precisan un nuevo consenso cultural para proseguir su dominio en una etapa de dureza y desequilibrio muy intensos en los países desarrollados.
Esa valoración tan negativa sobre los deseos de posesiones materiales, –una valoración en apariencia izquierdista y curiosamente tan fructífera al dominio conservador– se fundamenta en un prejuicio de raíz cristiana y liberal: la admiración por el pobre simple, arquetipo moral constituido por los mitos del esfuerzo, la austeridad y el sacrificio como definidores de la identidad de los trabajadores. Además, resulta ser una explicación externa –y extraña– a los trabajadores porque de ninguna manera proviene de ellos, ni ahora ni nunca, el rechazo de una buena e incluso alta, calidad de vida. Más bien al contrario.
Una prueba rápida de ello la contiene la extensa literatura utópica obrera europea del siglo XIX, que describió tierras imaginarias donde las necesidades no sólo estaban resueltas, sino que aquellos parajes ideados para soñar lo deseado eran mundos cómodos y opulentos, pero comunamente opulentos, eso si. Y ese no era un deseo del obrero fabril tan sólo, es decir, no procedía de la cultura obrera industrial, sino de cuentos y leyendas, tenía presencias anteriores en la cultura popular tradicional, que al fin y al cabo es el ámbito de referencia de la cultura subalterna . Por ejemplo, todos los países descritos en la geografía fabulosa (no me agrada la expresión utópica para esos casos) de las clases subalternas están relacionados por un común denominador: el cumplimiento con creces de la plena satisfacción de bienes materiales de todo tipo. En cambio, el desprecio moral por la inclinación hacia bienes y posesiones materiales fue un elemento constante, tradicional, de la crítica conservadora a los más desfavorecidos; como si el deseo de satisfacción material fuese la característica negativa que ponía de manifiesto la bajeza de sus reivindicaciones. En un “aleluya” del fondo Pons i Massaveu, conservado en la Biblioteca de Cataluña, donde se cantan y airean todos los defectos y vicios de los trabajadores, el protagonista afirma, contundente “lo que busca el taimado es turrón, siempre turrón”. Aún hoy se habla en esos términos: la obtención de modelos materiales propios de la clase media equivale de facto a la desaparición de la cultura de las clases subalternas.
Esa es una conclusión torpe, aunque sin duda interesada y hegemónica, presente hoy no sólo en las filas conservadoras sino también entre radicales de salón. Creo que el argumento no se sostiene históricamente.
A lo largo de la época contemporánea las clases subalternas no han manifestado deseos de ser clase media, sino de poseer el mismo tipo de cosas y la misma calidad de vida (o aún más). Las clases subalternas, que se han visto históricamente privadas de tener medios materiales en cantidad suficiente, desean obtenerlos, usarlos y guardarlos. El problema no es de posesión de riqueza, sino de desigualdad; al fin y al cabo la gente que recientemente se lanzó a la ocupación de las calles de Seattle era precisamente eso lo que ponía de manifiesto: riqueza sí, desigualdad no.
Sin embargo, se insiste en que el industrialismo ha producido, por su propio impulso, una cultura que se define como cultura sin clases, por tanto sin modelos en conflicto. Eso es algo que no se sostiene, y para darse cuenta de ello resulta interesante observar cuál ha sido históricamente la aportación esencial de las clases subalternas al mundo contemporáneo.
La distinción primordial entre cultura subalterna y cultura dominante puede percibirse bastante bien si consideramos que la cultura consiste en el largo desplazamiento de los hábitos del pensamiento y la acción a través del tiempo, un desplazamiento en el transcurso del cual se generan y desarrollan diversos conflictos –a menudo de forma bastante agria–, para hacer prevalecer la propia concepción de la naturaleza de las relaciones sociales que un grupo desea que oriente su existencia. En ese terreno, las clases subalternas hicieron una aportación cultural singular y diferenciada que aún hoy mantiene su presencia en distintos movimientos sociales.
En efecto, en Europa, la cultura tradicional popular fue fragmentada, dislocada, por la Revolución Industrial; lo que apareció como producto propio de la clase trabajadora no fue un elemento prefigurado, ni procedente de personalidades singulares, relevantes en los territorios de la creación; por eso no tiene sentido alguno hablar de arte o literatura proletarios, por ejemplo, o buscar el fundamento de esas culturas en el vestido o en la vivienda; eso en todo caso serían explicitaciones de algo más primordial, esencial. Lo que aportaron las clases subalternas fue un concepto y su materialización: la idea de colectividad y democracia y las maneras, los hábitos mentales y los proyectos que de ahí derivaban. La cultura que produjo esa idea fue la cultura de la institución democrática colectiva: ateneos, sociedades de resistencia, entidades de canto coral, sindicatos, sociedades recreativas, partidos políticos organizados en nueva forma, cooperativas de todo tipo…
Su importancia identitaria para la propia clase constituía ya una convicción profunda a mediados del siglo XIX. Resulta revelador que en la primera huelga general de España, localizada en su nacionalidad más industrial –Cataluña– apareció, al frente de las manifestaciones realizadas en las principales localidades industriales del país: Barcelona, Sabadell, Reus, Igualada, Vic, Manresa… apareció, decía, una gran pancarta roja donde podía leerse una frase austera y contundente que llenó de temor las administraciones locales respectivas: “Asociación o muerte!” El reconocimiento del derecho de libre asociación es el primer gran éxito de la cultura obrera en la Europa contemporánea. Además, constituyó la aportación de una clase al conjunto de la cultura nacional. En efecto, fue desde esas instituciones colectivas que las clases subalternas participaron en la transformación de la cultura dominante. Y dieron vida a costumbres y proyectos organizativos en torno de las ideas de colectividad y democracia, desde un tejido asociativo que adquirió significación particularmente importante en el período revolucionario comprendido entre 1936-1939 al constituirse en eje vertebrador del proyecto frentepopulista y en la base de organización del país para hacer frente a la sublevación fascista. A partir de 1939, la dictadura del general Franco liquidó físicamente aquel tejido asociativo popular. Sin embargo, la “tradición cultural” permaneció.
Cuando los trabajadores vieron la posibilidad de incidir sobre los mecanismos de control de las relaciones de producción y de los procesos de reproducción en la década de los años sesenta, la aprovecharon precisamente desde aquella tradición, conectando con ella, creando instituciones colectivas democráticas. Las adaptaron a las exigencias de la nueva época, por ejemplo teniendo en cuenta la principal novedad que, indudablemente, consistía en el desarrollo urbano. Se explica así que se constituyese a partir de aquellos años un movimiento asociativo urbano suficientemente importante como para contribuir a la construcción de un proyecto democrático alternativo a la dictadura. Un proyecto que, a partir de 1975, consiguió ser parcialmente impuesto y aplicado en la nueva estructura democrática que aparecía en el país como resultado del laborioso proceso de transición política.
Desde ese punto de vista, la producción cultural de las clases subalternas no fue individual, sino profundamente social y, considerada en su conjunto, debería ser valorada como una realización cultural notable.
Pero volvamos a la idea de comunidad. No apareció sola en la cultura popular tradicional –que es la base de identificación de la cultura obrera– sino acompañada de la desautorización global (aunque no de la crítica programática) a los modelos teóricos de la cultura dominante. Folclore, cuentos, leyendas, piezas teatrales… están repletas de pruebas de ello. Unas críticas que no se refieren tan sólo a aspectos formales, como pueden ser el sistema monárquico o bien la escasez de relaciones democráticas entre gobernantes y gobernados, sino críticas o explicaciones dirigidas a comprender, aunque sea toscamente, el funcionamiento de la sociedad donde vivían y desautorizarlo porque destruía los principios de comunidad y democracia a favor de la razón absoluta del beneficio. Un beneficio adquirido a través de la práctica del engaño, servidor del interés individual. Así es como fue popularmente explicada la razón del beneficio de la sociedad industrial capitalista. Un mundo en el que impera el engaño porque Razón y Justicia ya no existen, desaparecieron, según cuenta uno de los relatos más contundentes de la literatura oral popular, y que en realidad no es otra cosa que un discurso ideológico primario para explicar alegóricamente vivencias comunes de indefensión moral, desconfianza y arbitrariedad de la sociedad. Cuenta ese relato, recogido por el folclorista catalán Joan Amades, que Razón y Justicia, deseando almacenar dinero para disfrutar de una vejez aceptable, decidieron andar por el mundo mostrando sus virtudes . Muy pronto amasaron una buena fortuna puesto que la gente veía con agrado sus servicios. A mitad de camino se encontraron con la Avaricia, la cual se ofreció a ambos como gestor y banquero; aceptaron y prosiguieron su camino. Al entrar en la ciudad de Lérida decidieron repartir beneficios, pero la Avaricia no se conformó, tomó a la Razón por el cuello y la ahogó en las aguas del río Segre, justo a las puertas de la ciudad. Al ver aquello, la Justicia huyó, asustada. Tanto corrió que según cuentan atravesó los confines del mundo y desapareció. Por su parte la Avaricia, poseyendo todos los bienes de Razón y Justicia, se refugió en la Iglesia a fin de no ser jamás acusada o inculpada: “y la Avaricia aún sigue en la Iglesia” (J. Amades. “Obra Completa. Rondallística”, p. 1190).
Comprender y valorar la cultura subalterna ocasiona en algunos autores una mezcla de incredulidad, sorpresa, escepticismo… Los motivos son diversos: a veces se consideran fenómenos irrelevantes, o bien que son fenómenos exclusivamente del pasado remoto, pero no de nuestra actualidad, o bien que resulta algo extraordinariamente efímero porque no constituye ningún programa de acción.
En ese tipo de planteamientos se olvida que la cultura subalterna es una cultura social, previa a la acción o a la concreción política, en la misma medida que la teoría social es previa a la teoría política. Además, es la explicación del mundo de una cultura subalterna, es decir, de una cultura en riesgo constante de desaparición o de modificación, o de asimilación (y eso último no pienso que deba ser considerado como algo negativo; ¿por qué debería serlo?)
La idea esencial de comunidad y democracia, que constituye la aportación básica y empíricamente comprobable de la cultura de la clase trabajadora a la cultura nacional, no depende de las crisis ideológicas ni políticas, sino de la capacidad de continuar generando esa misma idea, y si es en forma programática o no, es otro asunto. Lo importante es si esas clases, y los movimientos sociales por ellas generados, mantienen la tradición de esos contenidos y formas de transmisión. Lo que sucede con la canción obrera es ilustrativo de lo que acabo de explicar.
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Hugo Fazio Vengoa*
* Historiador, Magister en Historia y Doctor en Ciencia Política. Profesor del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia y del Departamento de Historia de la Universidad de los Andes.
Es usual en la literatura especializada ver la correlación entre el crecimiento del desempleo y la flexibilización del trabajo en los países desarrollados y la globalización. Este escrito cuestiona la validez de esta tesis y propone una lectura de la globalización que en el ámbito social tiende a diferenciar entre aquellos que se encuentran insertos dentro de la misma y los que se mantienen excluidos.
Se pueden distinguir en general tres grandes etapas en cuanto a las lecturas que han primado sobre la globalización. El concepto comenzó a popularizarse desde finales de la década de los años sesenta en su acepción cultural y comunicacional, con la idea de la ”aldea global” de Mc Luhan, que denotaba el acercamiento que se estaba produciendo entre los pueblos a raíz de las grandes transformaciones tecnológicas y comunicacionales que ponían en interacción directa a los individuos y a las sociedades de diferentes latitudes y que daban vida a la conformación de una genuina comunidad mundial. Posteriormente, desde finales de los años ochenta hasta mediados de los noventa, ingresó en el vocabulario corriente de buena parte de la población mundial en su acepción económica, y se entendió en particular como una nueva forma de gestión de las empresas que reorganizaban espacialmente la producción, el mercado internacional e integraban los circuitos financieros. La última etapa, que se inició con la crisis mexicana de diciembre de 1994 y sobre todo con la crisis financiera que tuvo como epicentro a los países del sudeste asiático a mediados de 1997 y se extendió a buena parte del planeta, ha estimulado una lectura menos épica de la globalización y más centrada en los aspectos sociales.
Varios acontecimientos contribuyeron a que madurara esta última percepción. El escenario creado tras los cambios electorales en Europa, que condujeron a una mayoría social demócrata en el poder se interpreta como una reacción ciudadana en contra de los desequilibrios sociales que generan las políticas macroeconómicas y financieras inducidas por los órganos comunitarios de la Unión Europea para adaptar al Viejo Continente a los circuitos globalizados. En ese sentido, esta reacción socialdemócrata constituye un llamado para hacer notar que el mercado no conduce a ningún mundo ideal y que se requiere conservar la autoridad y el poder de los órganos de regulación. De otra parte, comienza a fortalecerse la sensibilidad en torno a que los modelos económicos deben ser socialmente justos. Todo ello puede redundar en un debilitamiento de las tendencias que comúnmente se asocian con la globalización y un fortalecimiento de modelos de desarrollo que sin renegar del mercado, se alejen del fundamentalismo esencialista. En esta misma línea pueden ubicarse los importantes éxitos electorales alcanzados en América Latina por algunas fuerzas políticas que como en Uruguay, Venezuela, Chile y Argentina han comenzado a abominar del neoliberalismo esencialista.
A este hecho se le pueden agregar otras situaciones tales como el desencanto con las presuntas bondades de la globalización económica, como se desprende de las sucesivas crisis financieras mundiales, las cuales en buena medida fueron el producto de la misma globalización económica; la transformación que empiezan a experimentar los acuerdos de integración que pasan de estrategias de adaptación a la globalización a la contención de los aspectos más negativos de la liberación de la economía mundial; la paulatina toma de consciencia en torno a la necesidad de reconstituir mapas políticos de acción, que liberen este ámbito del peso irrestricto del mercado, tal como quedó evidenciado en la cumbre de Florencia en la que participaron Bill Clinton, Lionel Jospin, Gerard Schroeder, Massimo d’Alema y Tony Blair los días 20 y 21 de noviembre de 1999; y, por último, el estruendoso fracaso de la ”Cumbre del Milenio” de la Organización Mundial del Comercio en Seattle, a finales de noviembre de 1999 que, como efecto combinado de millares de participantes en las calles de la ciudad y del celo demostrado por varios Estados en la defensa de determinados intereses económicos, se convirtió en una clara demostración del repudio de vastos sectores a los desequilibrios económicos y sociales que ha ocasionando la globalización. El común denominador de todas estas situaciones consiste en que cuestionan los aspectos más ideológicos de la globalización en curso.
Así como han existido diferentes etapas en las que priman distintas interpretaciones de la globalización, en la lectura de lo social a ella referida también se han propuesto disímiles explicaciones del fenómeno. La primera lectura de naturaleza sociológica se propuso superar las insuficiencias que registraban los análisis economicistas que no lograban dar cuenta de la multiplicidad de problemas del mundo actual. Estas valoraciones se caracterizan por considerar lo económico simplemente como el aspecto más visible de tendencias más profundas como son, por ejemplo, el inicio de una nueva forma de modernidad o la creación de nuevos contextos de experiencia social que reubican en la cotidianidad lo local, lo personal y lo global. Desde esta perspectiva puede sostenerse que la globalización representa, ante todo, un nuevo tipo de relaciones sociales que caracterizan a nuestra contemporaneidad1.
Pero más popular es otra lectura de la globalización que gira en torno a la idea de que en los países del norte este fenómeno, entendido básicamente como la competición comercial con los países del sur y la relocalización de numerosas empresas multinacionales en estas regiones para beneficiarse del bajo costo de la mano de obra y de la proximidad a las materias primas, es lo que habría desencadenado el masivo desempleo que afecta a numerosas naciones industrializadas (gran parte de la Europa continental), así como también explicaría la precarización y la flexibilización del trabajo (sobre todo en los países anglosajones).
Pero, podríamos preguntarnos: ¿es la globalización el factor detonante de estos procesos? ¿Es correcto señalar que la pérdida de empleos entre las naciones desarrolladas se debe a que numerosas empresas, grandes y medianas, han preferido crear filiales en países menos desarrollados para beneficiarse de los menores costos de la mano de obra? y ¿el progresivo empobrecimiento entre las naciones del sur es el resultado de la inserción de estos países en los circuitos globalizados?
Numerosos estudios recientes parecen contradecir ese tipo de aseveraciones. En Francia, por ejemplo, se crean y eliminan anualmente más de cuatro millones de empleos. De éstos, menos de un millón se ofrecen a los desempleados, dos millones se destinan a quienes ya tienen un empleo, y un millón a los trabajadores que no estaban considerados antes como desempleados. El comercio con los países pobres ocasiona la pérdida de aproximadamente trescientos mil empleos, es decir menos del 10% del total de eliminación de empleos que genera el capitalismo francés2.
Otro estudio señala que el crecimiento del comercio con los países en desarrollo puede afectar a lo sumo el 20% de la reducción de los ingresos de los trabajadores norteamericanos menos calificados y a una parte mínima de la fuerza de trabajo estadounidense debido a que sólo el 18% labora en la industria manufacturera. A juicio de este analista el aumento en la brecha de ingresos entre los trabajadores más experimentados y los menos calificados es más bien el resultado de los cambios tecnológicos y de la erosión del poder negociador y aglutinador de los sindicatos3.
Una publicación sobre la economía mundial realizada por la prestigiosa y muy conservadora revista británica The Economist4 llegaba a una conclusión similar cuando decía que las importaciones provenientes de los países en desarrollo representan una parte relativamente pequeña de las economías de los países desarrollados (menos del 5% del PIB de Alemania y Estados Unidos) y que la mayoría de los trabajos no calificados (más expuestos y vulnerables a desaparecer por la competencia extranjera), se encuentran en sectores no comerciales, lo que los protege de la competición internacional.
Además, la idea de que la globalización destruye empleos en los países industrializados parte de la premisa, no confirmada, de que los países del norte exportan mercancías ricas en capital e importan bienes abundantes en trabajo. Pero la mayoría de las naciones desarrolladas exportan más bienes intensivos en trabajo que los que compran en el exterior5.
En general, en los países desarrollados se pueden dividir a los trabajadores en tres sectores: los competitivos, ubicados en aquellas ramas de la producción intensivas en conocimiento y capital, que difícilmente pueden ser objeto de concurrencia por parte de los trabajadores en los países del sur; los expuestos, es decir los que laboran en unidades productivas similares a las de los países industrializados del sur, y los protegidos, que por lo general se desempeñan en dependencias estatales. El intercambio con los países de bajo salario expone a los trabajadores del segundo sector, pero deja incólume la influencia que se pueda ejercer en los otros dos. De esto se puede inferir que si el crecimiento del empleo fuera fuerte entre los competitivos y los protegidos, ello permitiría compensar la pérdida en el sector más expuesto, con lo que se contrarrestaría el desempleo y las desigualdades.
En síntesis, como oportunamente señala Daniel Cohen, ”los términos empleados para describir el comercio con los países pobres, deslocalización, competencia desleal, parecen justos, pero no por la realidad que pretenden describir, sino simplemente porque conviene a la nueva realidad del capitalismo. Ha sido bajo el peso de sus propias transformaciones que se abre de modo brutal el capitalismo. Unidades de producción más pequeñas y homogéneas, una tendencia progresiva a subcontratar y a la profesionalización de las labores, que desecha a los trabajadores menos calificados. Estas tendencias le deben poco a la globalización”6. Estos desajustes son más bien el resultado de la dinámica que ha adquirido el capitalismo en su fase transnacional.
Este nuevo capitalismo, basado en un esquema flexible de acumulación7, se traduce en significativos cambios en los procesos laborales, de producción y formas de consumo. El encarecimiento del capital, el acortamiento del ciclo de producción y las altas inversiones en investigaciones impulsaron a las empresas a buscar nuevos mercados en el exterior para amortizar las altas inversiones y acrecentar los beneficios. Con ello, la anterior inclinación de las empresas de producir para un mercado interno se sustituyó por la producción para los mercados mundiales. El aumento de volumen de capital que requerían las nuevas inversiones, debido a la aceleración del cambio tecnológico y la reducción del tiempo útil de la producción, determinó que la capacidad adquisitiva en el mercado nacional no bastara para amortizar estas elevadas inversiones. La internacionalización, de esa manera, se convirtió en un requisito para la sobrevivencia de las empresas y para mantener la competitividad de las economías nacionales.
A ello cabría agregar que la reubicación de las actividades productivas en los países periféricos que está acabando con la solidez de las relaciones de trabajo en los países desarrollados no es una práctica completamente nueva e inédita en la historia del capitalismo. Más bien puede considerarse que constituye una reedición de antiguas prácticas, como por ejemplo cuando los comerciantes rompieron con el monopolio de las corporaciones por medio de la relocalización de las actividades manufactureras en el campo y en las pequeñas ciudades.
Atribuir esto a la globalización y no al sistema predominante corresponde perfectamente con el discurso hegemónico actual. Con ello la competencia internacional (algo totalmente impersonal e imposible de asociar a algún tipo de actor o relación de poder en especial), se convierte en el chivo expiatorio que permite justificar por qué no se aumentan los salarios y se debilita la cobertura social, se flexibilizan las relaciones laborales (protecciones convencionales o legales en materia de duración del trabajo, salario mínimo, indemnización por causa de desempleo y cobertura social).
”Las grandes empresas –escribe Élie Cohen– justifican su petición de revisión del derecho al trabajo y a la seguridad social a partir de la idea de que la competencia se globalizó y, por lo tanto, escapan a los acuerdos oligopólicos nacionales que prevalecían en la década de los sesenta (…) La configuración internacional de los años ochenta y noventa inclina el poder negociador en favor de las empresas y en contra de los asalariados (…) ya que los mercados se encuentran más integrados y las especializaciones deben revisarse. Además, el desarrollo de la inversión extranjera directa convierte en algo perfectamente creíble la amenaza de reubicar en el extranjero la producción si la multinacional no obtiene costos conforme a las normas mundiales (…) Por último, la globalización corresponde menos a un estado de hecho, es decir a un nuevo régimen internacional plenamente establecido, que a prácticas y a una argumentación en vista de reorganizar las economías de los países industrializados en beneficio de las empresas más internacionalizadas”8.
De esta manera, el argumento debería plantearse en otros términos: no es la globalización, entendida como una significativa intensificación de vínculos entre los pueblos, lo que ha conducido a un mayor desempleo y a una creciente precarización del trabajo entre los países altamente industrializados y que está ampliando la brecha entre ricos y pobres, sino la nueva modalidad imperante de capitalismo que, con el argumento de la competencia internacional y de la merma en la capacidad del Estado para desarrollar políticas redistributivas a nivel social, está abriendo cada vez mayores intersticios para que se globalicen las esferas sociales. Como acertadamente escribe Jean-Paul Fitoussi: ”lo que genera el sufrimiento social no es la mundialización en sí, sino el retorno a una lógica de pseudoimpotencia de los Estados bajo el pretexto de la tutela de los Estados. La ideología consiste en que seguimos percibiendo los mercados como lugares ficticios de coordinación cuando en realidad son el lugar de las relaciones de fuerza, debido a que no están mediatizados por los Estados”9.
La tercera lectura apunta a una lógica que en efecto se desprende de la naturaleza de los actuales procesos de globalización. Existen numerosos ámbitos en los cuales las tendencias globalizadoras de la economía inducen a un agravamiento de nuevos tipos de desigualdades. Estas se pueden dividir en estructurales, es decir que amplían la brecha entre los diferentes grupos sociales, y dinámicas, que fracturan a los grupos sociales antes más o menos homogéneos10.
A través de estas prácticas que se difunden a escala de todo el planeta asistimos a una verdadera dualización de las sociedades entre un segmento, por cierto bastante numeroso, que obtiene todo tipo de beneficios del sistema, comparte sus concepciones, formas de vida y consumo, y una gran masa de la población que queda marginada de esos beneficios y teme a una mayor precarización de las condiciones de vida. Valga señalar que tanto el sector integrado como el marginado no corresponden a una clase en particular sino que son de naturaleza pluriclasista: empresarios, clases medias, campesinos y obreros pueden encontrarse en cada uno de estos dos sectores.
Un buen ejemplo de esto lo podemos observar en el caso mexicano, país en el que un segmento que representa entre un cuarto y un quinto de la población, compuesto por aquellos sectores que reciben ingresos de familiares que se encuentran en Estados Unidos, los grupos que trabajan para el sector exportador y en la industria extractiva, los 600.000 mexicanos que laboran en la industria maquiladora y los empleados en el sector turístico, constituyen un grupo bastante numeroso y lo suficientemente diseminado a escala nacional como para garantizar tanto la viabilidad del modelo de apertura impuesto como la estabilidad del país11. Por el otro lado tenemos a millares de campesinos, obreros e indígenas, como los de Chiapas, sumidos en el marginamiento y con escasas posibilidades de incidir en los procesos políticos, económicos y sociales. La actual polarización social y política en México es tributaria de este desdoblamiento de la sociedad.
En buena parte de las naciones del sur, entonces, la globalización se expresa en que, con los cambios operados en la economía mundial y los intentos de adaptar estas economías nacionales a las normas prevalecientes a nivel planetario, está conduciendo a un crecimiento más significativo de las ramas de producción intensivas en capital (polos exitosos de acumulación, al decir de Jean-Philippe Peemans12), como por ejemplo, la minería, pero que tienen un escaso impacto en el mercado laboral y se encuentran débilmente vinculadas con el resto de la economía nacional.
Estos núcleos productivos modernos transnacionalizables y vinculados a la economía internacional se constituyen en una especie de enclaves que generan dos tipos de problemas: el primero es que profundizan la dualización de la economía nacional en sectores modernos integrados en los circuitos mundiales y otros de subsistencia de la economía doméstica, sin que existan claros instrumentos de interacción entre las dos economías13; y el segundo, es el fraccionamiento del mercado laboral, en la medida en que algunos segmentos de la población se incorporan a los nuevos sectores modernos de la economía, mientras el resto permanece inserto en sectores tradicionales con oportunidades muy limitadas. Pocas son las expectativas para que el sector moderno se consolide e incorpore a nueva fuerza de trabajo, debido a que la competitividad internacional se realiza sobre la base de aquellas actividades intensas en conocimiento y tecnología.
Este tema constituye un problema crucial de la nueva ingeniería de la política económica en nuestros países, por cuanto si la tendencia avanza hacia la concentración de las riquezas y de las oportunidades en los segmentos que se vinculan con las áreas modernas de la economía y la mayor parte de la población queda marginada o se beneficia escasamente del crecimiento económico, poco podrá realizarse para superar las implicaciones sociales del modelo, sobre todo debido a que la estabilidad macroeconómica ha ocasionado recortes en el gasto público, básicamente en los rubros de educación, salud, seguridad social y lucha contra la pobreza. Es decir, precisamente en aquellos campos que sirven para paliar las desigualdades y los desequilibrios sociales existentes. Esta es una tarea tanto más urgente debido a que se calcula que en América Latina el 42% de los hogares viven aún por debajo del umbral de la pobreza, el promedio de escolarización apenas alcanza los cinco años y 166 millones de latinoamericanos subsisten actualmente con menos de dos dólares diarios. Algunos comentarios, incluso, sugieren que la brecha entre ricos y pobres es más profunda hoy en algunos países latinoamericanos que en la India14.
Un reciente informe del Banco Interamericano de Desarrollo –BID– destacaba con respecto a Chile, el país habitualmente señalado como el más exitoso de nuestro continente, el ”jaguar latinoamericano”, del que generalmente se soslaya el hecho de ser la nación que dispone del modelo más depredador de medio ambiente en el mundo, se encuentra entre los siete países más desiguales del planeta: el 10% de los más ricos reciben ingresos 30 veces superiores al 10% más desfavorecido y que la mitad de la población vive en la pobreza y subempleada15.
Según el Informe mundial sobre el desarrollo humano16 publicado en 1996, se reitera que el mundo se encuentra en un acelerado proceso de polarización entre ricos y pobres. Sobre los 23.000 millardos de dólares que representó el PIB mundial en 1993, 18.000 millardos provinieron de los países industrializados contra sólo 5.000 millardos de los países en desarrollo, y éstos representan el 80% de la población mundial. En los últimos treinta años, el 20% más pobre de la población del planeta ha visto disminuir su parte en el ingreso mundial del 2,3% al 1,4% y la diferencia de ingresos entre el 20% más rico y el 20% más pobre pasó de una relación de 30/1 a 61/1.
Este veloz crecimiento de la desigualdad social y el aumento de los sectores marginados es el resultado de que todos los aspectos de la vida humana se encuentran en proceso de acelerada mercantilización. Como lo dijera alguna vez Karl Polanyi ”en lugar de que la economía se encuentre inmersa en las relaciones sociales, son las relaciones sociales las que están incrustadas en el sistema económico (…) la sociedad se administra en calidad de auxiliar del mercado”17. Es decir, esta multiplicación de las desigualdades demuestra que es en el ámbito social donde la globalización está expresando su verdadera naturaleza que consiste básicamente en que el mercado en su modalidad transnacional se ha liberado del esquema social en que antes se encontraba inscrito y con su autonomía ha comenzado a redefinir el conjunto de relaciones sociales para ubicarlas dentro de su propia lógica, que no es otra que la valorización del capital.
1 Véanse, Antonny Guiddens, Les conséquences de la modernité¸ París, L’Harmattan, 1996 y Ulrich Beck, ¿Qué es la globalización? Falacias del globalismo, respuestas a la globalización, Barcelona, Paidós, 1998.
2 Daniel Cohen, ”La troisieme revolution industrielle au-delá de la mondialisation”, en : Esprit, febrero de 1997.
3 Dani Rodrik, ”Sense and Nonsense in the Globalization Debate”, en: Foreign Policy, N. 107, verano de 1997, 20.
4 The Economist, A Survey of the World Economy, 28 de septiembre de 1996.
5 Daniel Cohen, Ob. cit.
6 Daniel Cohen, Richesse du monde, pauvretés des nations, París, Flammarion, 1996, p. 96.
7 David Harvey, The Condition of Postmodernity, Cambridge, Bassil Blackwell, 1990, capítulo 9.
8 Élie Cohen, La tentation hexagonale. La souveranité a l’épreuve de la mondialisation, París, Fayard, 1996, pp. 45-46.
9 Jean-Paul Fitoussi, ”La globalización y las desigualdades”, en: Sistema, N. 150, mayo de 1999, p. 9.
10 Jean-Paul Fitoussi y Pierre Rossanvallon, La nueva era de las desigualdades, Buenos Aires, Manantial, 1997.
11 Jorge G. Castañeda, ”El círculo mexicano de la miseria”, en: Política Exterior, Vol. X, No. 54, Madrid, noviembre/ diciembre de 1996.
12 Jean Philippe Peemans, ”Globalización y desarrollo: algunas perspectivas, reflexiones y preguntas”, en: varios autores, El nuevo orden global. Dimensiones y perspectivas, Bogotá, Facultad de Derecho de la Universidad Nacional y Universidad Católica de Lovaina, 1996.
13 Este fenómeno, sin embargo, tampoco es del todo nuevo. Erick Hobsbawm refiriéndose a lo que ocurría a mediados del siglo pasado, hace algunos años, escribía: ”Con todo, esta extraordinaria aceleración de la velocidad en las comunicaciones tuvo una consecuencia paradójica. Al ampliarse la separación existente entre los lugares con acceso a la nueva tecnología y el resto, aumentó el retraso relativo de aquellas partes del mundo donde el caballo, el buey, la mula, el porteador humano o la barca seguían determinando la velocidad del transporte”, La Era del Capitalismo, Barcelona, Guadarrama, 1981, p. 91. Lo particular de la situación actual es la mayor intensidad que han alcanzado estos procesos.
14 Diálogo Europa-Estados Unidos sobre América Latina, IRELA, Informe de Conferencia N.1/96, Madrid.
15 Le Monde, 25 de enero de 1999. Véase un análisis de la desigualdad generada por el modelo aperturista en Chile en el artículo de Hugo Fazio Vengoa, ”Chile: ¿modelo de inserción internacional?, en: Hugo Fazio Vengoa, Compilador, El Sur en el nuevo sistema mundial, Santafé de Bogotá, IEPRI y Siglo del Hombre Editores, 1999, pp. 139-178.
16 Rapport mondial sur le développement humain, París, Económica, 1996.
17 Karl Polanyi, La gran transformación, Madrid, La Piqueta, 1997, p. 88.
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Maurizio Lazzarato**
Traducción Ernesto Hernández***
* Tomado de la revista Chimères, No. 32, invierno de 1997. Este texto fue escrito y circuló en Francia en el monento en que se desarrollaban las peticiones contra la ley Debré y el movimiento de los “intermitentes” del espectáculo. El título y los apartados son de la redacción de Chimères, que modifican ligeramente el texto original.
** Investigador en ciencias sociales y miembro del comité de redacción de Futur antérieur. Entre otros libros publicó, junto con Toni Negri y Yann Moulier-Boutang, Des enteprises pas comme les autres, París, Publisud, 1993.
*** Analista programador de computadores. Forma parte del grupo de editores de la revista de filosofía, ciencia y arte El vampiro pasivo de Santiago de Cali.
En los hiatos y fisuras que van de las sociedades de “control” a la sociedad de la “integración”, se trazan y dibujan líneas de recomposición de la existencia humana marcadas por una nueva constelación de signos que oponen la creación y la cooperación, en suma la heterogénesis de la existencia, a cualquier práctica homogenizante. Al caos aleatorio, que conduce a la auto-abolición, los nuevos personajes oponen una nueva enunciación colectiva, creadora de riqueza en mil nuevos campos de la vida social humana. A la “minerable medida de la productividad” del Capitalismo Mundial Integrado, le oponen la espléndida fuerza de la creatividad, de la novedad, de las nuevas formas de existencia. A la “polución de los cerebros” y de los espíritus, anclados y reducidos a la subjetividad del “consumidor-comunicador” le oponen las nuevas subjetividades proliferantes marcadas por múltiples alternativas federativas y autonomistas.
A la oposición entre “intelectual y pueblo” que argumenta la derecha a propósito de los firmantes de las peticiones contra la ley Debré1, la izquierda sólo sabe oponer la argumentación según la cual los intelectuales también son parte del “país real” en cuanto que ellos forman la opinión, como en los tiempos de Zola. Para captar las transformaciones del trabajo intelectual, es mejor escuchar directamente a los capitalistas que, desafortunadamente, van adelante. Quienes deciden en Norteamérica (el equipo Clinton, los militares y los industriales) han dado pasos muy importantes en la reconquista de la hegemonía económica americana sobre el planeta, de los que dependen el modelo alemán y japonés2, planteando dos opciones muy simples:
Retomando la lista de las profesiones citadas por Robert Reich para designar a esos “manipuladores de símbolos”, encontramos gran número de profesiones firmantes de las diferentes peticiones contra la ley Debré. En el movimiento de los intermitentes del espectáculo se pueden leer estos mismos cambios que afectan el trabajo artístico-intelectual, pero esta vez desde el punto de vista de una “fuerza de trabajo” altamente escolarizada, detentadora de saber-hacer culturales, relacionales y comunicacionales, que se presentan en el mercado en busca de un trabajo “creativo” no sometida. Las transformaciones que trastornan las profesiones del espectáculo tocan de igual manera, y según procedimientos similares, a los periodistas, a los fotógrafos, a los estilistas de la moda, a los informáticos, a los arquitectos, a los trabajadores de la publicidad, del marketing, de la comunicación. Desde hace quince o veinte años esas profesiones viven un verdadero boom, alcanzando importantes inversiones y un aflujo masivo de mano de obra. Este aflujo ha agravado los fenómenos de precarización, de intermitencia, de imposición, de nuevas jerarquizaciones en la organización del trabajo, de nuevas presiones sobre los ritmos y los salarios. También ha reforzado las dinámicas conflictuales. Esta nueva capa de “trabajadores” presenta novedades radicales respecto de la organización clásica del trabajo intelectual en las sociedades industriales, una novedad que hemos llamado “intelectualidad de masa”4.
Las luchas de los intermitentes pueden, entonces, contribuir a reconstruir partiendo de “la base”, una cartografía de esas nuevas subjetividades que se expresan por “lo alto” en las “peticiones”, bajo el abrigo de la cúspide de la jerarquía del trabajo artístico-intelectual. Los “peticionarios” no son olas ideológicas de izquierda, sino la expresión de una fuerza de trabajo inmaterial que ya está, en los Estados Unidos, en el centro de una estrategia económica y política.
En un periódico de centro-izquierda que ha aceptado a los firmantes de las peticiones, un sindicalista se alarmaba por el hecho de que “los intelectuales no se interesan ya por el mundo del trabajo”, y del desfase que existe entre este último y la sociedad. Los “intelectuales” deben hoy en día producir permanentemente las condiciones de posibilidad de su propia actividad, pues entre tanto, ellos han devenido una intelectualidad de masa, precarizada, fuertemente jerarquizada y explotada, colocada directamente en el centro de la producción de la riqueza en nuestras sociedades.
Este análisis se confirma por el examen de las proposiciones de la Coordinación lionesa de los intermitentes del espectáculo. Partiendo de sus propias condiciones de trabajo y de remuneración de los comediantes o bailarines, escenógrafos y realizadores, técnicos, etc., proponen una visión de la producción de riqueza.
A las formas de trabajo creativo y cooperativo que defienden los “intermitentes”, que anuncian quizá el futuro de nuestras sociedades, los sindicatos oponen su viejo “obrerismo”, apenas modificado por el reemplazo –modernización obligada– de la fábrica por la empresa, de los obreros por los asalariados y del trabajo por el empleo. Pero ese modelo político-cultural centrado sobre el trabajo corresponde cada vez menos a las sensibilidades y a las formas de vida contemporáneas. Se reduce a un modelo exclusivamente defensivo que, como lo demuestra la historia de las reestructuraciones industriales de los últimos veinte años, es absolutamente ineficaz.
A los sindicatos tanto como a la izquierda, siempre atados al trabajo industrial y a las formas de subjetividad disciplinarias, les repugna tomar en consideración esas nuevas formas de actividad, al igual que no ven claramente cómo integrar políticamente la movilidad y las formas de organización de los migrantes. Estos últimos, en efecto, no han esperado la liberación de los mercados financieros y la flexibilidad de la producción para construir sus redes internacionales de cooperación y de solidaridad. Su nomadismo, su capacidad de creación y de resistencia, sus formas de organización minoritarias, al menos parcialmente, escapan a la forma estatal del control, y son los momentos estratégicos de la construcción por la base de la economía-mundo.
Entre los migrantes y las subjetividades que se expresan en las nuevas formas de actividad artísticointelectual, hay algo en común más allá de la simple “solidaridad”: la movilidad, el funcionamiento por redes, la capacidad de iniciativa, la capacidad de jugar con las codificaciones molares del Estado y de las organizaciones políticas clásicas.
La proposición de estructurar una “industria de la cultura” que rivalice con los Americanos no tiene en cuenta la especificidad europea en la cual la innovación cultural siempre se hace sobre rupturas políticas y estéticas con Hollywood (del cine soviético de los años treinta, al neorrealismo italiano o la nueva ola)5.
La recodificación de la industria audiovisual y del cine parece, en efecto, ser el juego de negociaciones sobre los anexos ocho y diez de la convención de la Unedic6 que definían la especificidad de la indemnización-desempleo para los profesionales del espectáculo (507 horas de trabajo anual, o sea tres meses, bastan para recuperar los derechos de indemnización por un año). Pero el único problema que le interesa a los patronos parece ser el de la definición más estricta de la “afiliación a los anexos ocho y diez», es decir del “estatuto” de los intermitentes contra el “laxismo” actual. El estatuto de los intermitentes “no existe como tal”, repiten, de su lado, los sindicatos, pues se trata de una derogación de la forma clásica de la relación salarial. Pero justamente, como escribe ahora Alain Lebeaube en Le Monde7, cuando esta derogación tiende a devenir norma, los intermitentes pueden ser los precursores “positivos” de una nueva regulación que evita la precariedad sin eliminar la movilidad.
Los patronos tienen dos temores principales. El primero concierne a la posibilidad de la extensión del “estatuto” a otras categorías del trabajo precario. La segunda es que al interior de los profesionales del espectáculo, que ya son ellos mismos mucha gente, se beneficien muchos otros del “estatuto” de intermitencia. Ellos quieren asegurar ese reglamento para los trabajadores del cine y del audiovisual y para mantener en pie una fáctica “cultura de Estado”. El resto del sector, el espectáculo viviente, solo accedería a este a cuenta-gotas. Es la opción llamada de “profesionalización” cuyos resultados están ya en la pantalla grande y chica, ¡cada uno ha de jugársela! En este terreno, el riesgo de una convergencia entre patronos y sindicatos, y en esas condiciones el peligro de una normalización, es más que real.
Es así como la constitución de una verdadera “industria” cultural no hace más que destruir el trabajo artístico- intelectual, jerarquizar y excluir la creatividad de miles de personas. Pues hoy en día, contrariamente a la edad de oro del avance industrial cantado por Marx, la industria ya no crea riqueza y trabajo, como en la producción manufacturera, más bien los destruye. La “productividad” del trabajo, ahora y principalmente en ese sector, depende de las capacidades creativas, comunicacionales, afectivas, cognitivas, tanto de los “empresarios” como de los “trabajadores”, y esas competencias no pertenecen a la empresa, que sólo las captura en sus coacciones y fines, sin poder apropiárselos integralmente. La industria no sabe valorizar la riqueza y la complejidad de niveles de cooperación que se desarrollan en las prácticas artístico-culturales (como por todas partes en muchos otros sectores). Por eso la iniciativa “industrial” en ese dominio no podrá echar fuera de borda, a través de la organización de un doble, o aún triple mercado del trabajo, los saber-hacer y las capacidades de iniciativa desarrolladas de manera autónoma por un creciente número de actores sociales.
Lo que falta no es la capacidad artístico-intelectual (no es, entonces, el “trabajo” lo que falta), son los “empleos” y los “recursos” definidos según las finalidades de las empresas. El desempleo no es debido a que “falta trabajo”, sino al hecho de que el sistema productivo está en desfase negativo con las formas de cooperación social que se desarrollan a pesar de él. Las reservas de productividad y de creatividad hoy en día superan ampliamente la iniciativa capitalista. El empleo, en nuestras sociedades post-industriales, no es una medida económica adecuada de la productividad y de la creatividad social, como en la época en que la industria creaba la cooperación productiva, los saber-hacer, las subjetividades y los modos nuevos de organización. Ha devenido un simple dispositivo de control de esta creatividad, con los fines estrechos de la empresa, una medida miserable de la productividad de la sociedad. Más allá de cualquier moralismo contra “el dinero rey”, hay que admitir hoy que la industria bloquea la cooperación artístico-intelectual.
Lo que está en juego no es simplemente la reducción del tiempo de trabajo existente para compartirlo, sino la invención de nuevas formas de trabajo, irreductibles a la relación salarial clásica, tomando su regulación y su finalidad de las nuevas formas de subjetividad, de saber y de cooperación. Es por esta razón que los “artistas” de la Coordinación lionesa no comprenden porque los sindicatos quieren, de manera absoluta, pasar por el trabajo asalariado y por la empresa cuando aquella tiene una función destructiva y regresiva por los obstáculos que le pone a la creatividad.
La generación del 68 pensaba la relación entre “intelectual y pueblo” a través de las figuras del intelectual “comprometido” (Sartre) después del “específico8” (Foucault). Pero el “intelectual de masa” pulveriza estas categorías reproducidas simplemente como forma de dominación, por los nuevos grandes mediadores (estrellas del periodismo, intelectuales mediáticos, artistas de la industria cultural). ¿Cuál puede ser el papel del “intermitente” al interior de las transformaciones que tocan tan profundamente el trabajo intelectual y el trabajo a secas? ¿Podemos movilizarnos para que “la cultura no muera”, sin preguntarnos cuál es la relación que existe hoy en día entre el arte, la cultura y el consumo masivo?
Y de manera más general, ¿quiénes plantearán el problema de la “polución de los cerebros” y de la reducción de nuestra subjetividad a la del consumidor-comunicador, si no los trabajadores de las industrias que preparan las conciencias y los cuerpos del siglo XXI?
1 Proyecto de ley presentado por Jean-Louis Debré el 6 de noviembre de 1996; esta ley modificaba y endurecía el régimen de control a los inmigrantes (N. de T.).
2 Ver el dossier Neil Gross, Peter Coy, Otis Port, “The technology paradoxes”, Business Week, 6 de marzo de 1995.
3 Robert Reich, L’économie mondialisée, París, Dunod.
4 Para un análisis más profundo ver: Corsani, Lazzarato, Negri, Le Bassin du travail immatériel dans la métropole parisienne, París, L’Harmattan, 1996.
5 Por ejemplo, los militares americanos invierten desde hace muchos años en la informática y las tecnologías numéricas; al contrario, ver el destino de Olivetti y de Thompson.
6 Régimen francés de seguridad para el desempleo (N. de T.)
7 Después de haber hablado de “privilegios” durante los movimientos de los intermitentes en 1992.
8 Específico pues compromete su saberhacer y no su simple relación con lo universal.
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