Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
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Jorge Iván González **
* La versión inicial del documento fue presentada en la Mesa de Empleo del 22 de julio de 1999. Los componentes, José Darío Uribe, Juan José Echavarría y Alejandro Bernal, hicieron anotaciones muy valiosas que me ayudaron a precisar los argumentos y a enriquecer la reflexión. Igualmente, agradezco los comentarios de Miguel Eduardo Cárdenas de FESCOL, entidad que autorizó la publicación ampliada de este escrito en Nómadas.
** Filósofo Universidad Javeriana, Maestría en Economía Universidad de los Andes, Doctor en Economía de la Universidad de Lovaina. Profesor de la Universidad Nacional. Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
El artículo muestra que la política monetaria restrictiva ha sido uno de los factores que más ha incidido en el crecimiento del desempleo en Colombia durante la segunda mitad de los años noventa. La tasa de sacrificio de la política monetaria no ha sido cero, porque el costo de reducir la inflación ha sido muy elevado. La responsabilidad que tiene el manejo de la política monetaria en la crisis del sector real se hace más visible si se tiene en cuenta que no hay evidencia de que la menor demanda de trabajo esté asociada a los costos laborales y a las inflexibilidades del mercado laboral.
Desde finales del 98, ante la evidencia del aumento sostenido del desempleo, comenzó a ganar espacio la hipótesis de que el origen del problema radicaba en la inflexibilidad del mercado laboral colombiano. Este enfoque desconoce aspectos cruciales del desarrollo económico nacional y, sobre todo, hace caso omiso de los últimos diagnósticos elaborados en el país sobre la dinámica de los sectores industrial y agropecuario (Chica 1996, Garay 1998, OIT 1999, Machado 1994)1. Es interesante observar que de un momento a otro, y sin que mediaran consideraciones técnicas, los empresarios y el gobierno rápidamente se pusieron de acuerdo para señalar un único culpable: la rigidez del mercado laboral. A pesar de que los costos financieros han crecido de manera exponencial y ahogan las ganancias operacionales, no se ha dicho que la crisis de la producción y del empleo puede estar relacionada con la burbuja especulativa, que obligó a las empresas del sector real y a las familias a transferirle una porción importante de sus excedentes a los intermediarios financieros.
Si queremos pensar en alternativas que contrarresten el desempleo, deberíamos aceptar de antemano que la reflexión unicausal es muy limitada. El análisis de las características del mercado laboral no puede estar determinado por la angustia de encontrar afanosamente un chivo expiatorio. Avanzo la siguiente proposición: durante los noventa se llevó a cabo una política monetaria que tuvo impactos negativos en el empleo. No pretendo decir que la política monetaria es la causa última de todos los males actuales. Si optara por esta vía argumentativa terminaría cayendo en el enfoque unidimensional que he criticado. Pero aún aceptando que la política monetaria no es la única culpable, sí le cabe una gran responsabilidad. Al asociar el desempleo a la rigidez del mercado laboral no sólo se desconoce la influencia que ha tenido la política monetaria en la producción y el empleo, sino que también se dejan de lado hechos como los siguientes: la relación entre salarios y productividad, el vínculo entre productividad y competitividad, los límites de la demanda externa, las potencialidades de la demanda interna, los costos financieros, la tasa de cambio, etcétera.
La política macroeconómica que se ha aplicado en Colombia durante los noventa ha estado muy marcada por dos hechos que se presentaron a comienzos de la década: la autonomía del Banco de la República y la apertura de la cuenta de capitales. Al destacar su relevancia, no niego que durante ese lapso tuvieron lugar otros eventos importantes: la liberación comercial, el aumento del gasto público, la ampliación de la brecha fiscal, el boom del consumo, la especulación financiera, la desindustrialización y la desagrarización, la agudización del desempleo, el crecimiento de la deuda externa privada y de la deuda interna pública, etc. (CGR 1999). No obstante su pertinencia, estos hechos no alcanzan a tener tanta fuerza explicativa como la autonomía del Banco de la República y la apertura de la cuenta de capitales que, además, ofrecen un marco de análisis suficientemente amplio para interpretar los demás acontecimientos. La forma como se conjugó la independencia de la autoridad monetaria con la apertura cambiaria desencadenó una dinámica perversa, que repercutió de manera negativa en el balance fiscal, la producción, la competitividad y el empleo. Lejos de aceptar este diagnóstico, el Ministerio de Hacienda, el Banco de la República y el Fondo Monetario Internacional (MH-BRFMI) consideran que
“… el deterioro del desempeño [de la economía colombiana] ha sido resultado de choques externos, de la incertidumbre política, de la intensificación del conflicto armado interno, y de los crecientes desequilibrios fiscales que han impuesto una pesada carga a las políticas monetaria y cambiaria” (Banco de la República y Ministerio de Hacienda 1999, p. 7).
Es cierto que los choques externos, especialmente los financieros, han tenido repercusiones negativas en la actividad económica interna. Pero en el examen del MH-BR-FMI se olvida que el impacto de los golpes externos se intensificó porque el país renunció al control de cambios. La apertura de la cuenta de capitales dejó a la economía colombiana sin protecciones. Mientras que otros países, como Chile, mantuvieron los controles de capitales, la administración Gaviria tomó la decisión radical de eliminar las regulaciones que existían en Colombia desde que el gobierno de Lleras expidió el decreto 444 de 1967. El diagnóstico conjunto del MH-BR-FMI exonera de toda responsabilidad a las políticas monetaria y cambiaria. Le atribuye el origen de los males a la crisis política, a la guerra interna y al déficit fiscal. De acuerdo con esta lectura, la autoridad monetaria y cambiaria sólo ha sido una pobre víctima, que ha tratado de responder de la mejor manera posible a los impactos de la crisis asiática, a los excesos de la guerra y al irresponsable manejo que han hecho los políticos del gasto público.
En Colombia, como en otros países del mundo, se ha buscado darle mayor autonomía a los bancos centrales, con el fin de evitar que el gobierno y los políticos recurran a salidas populistas que terminen elevando el nivel de precios. Las prácticas demagógicas presentan numerosas y variadas formas. Menciono apenas algunas: el endeudamiento excesivo, el hecho de comprometer gasto para que sea ejecutado por la administración siguiente, la laxitud impositiva, etc.2. Suponiendo que todo lo demás permanezca igual, si la cantidad de dinero aumenta, los precios suben y ello se refleja en una reducción del poder adquisitivo de las personas que poseen activos monetarios. Esta menor capacidad de compra termina siendo apropiada por el gobierno, que tiene el poder de emisión, o el señoraje sobre la emisión de la moneda3. Se produce, entonces, una transferencia del poder de compra desde las personas que poseen activos monetarios hacia el gobierno. En la literatura económica se considera que esta transferencia es similar a un impuesto, que favorece a quien tiene el señoraje sobre la emisión y perjudica a los asalariados y, en general, a todas aquellas personas que no disponen de activos físicos.
El control de la inflación que ejerce el banco central independiente es equivalente a vigilar que el gobierno no abuse del señoraje. Y, en caso de que lo haga, la autoridad monetaria debe tratar de minimizar el impacto negativo que tales deslices pudieran tener sobre la inflación. Expuestos de esta manera, los argumentos a favor de la independencia del banco central parecerían irrebatibles. A comienzos de la década las virtudes de la banca central se proclamaron por doquier. Parecía que se hubiera encontrado la clave mágica para controlar la inflación. Es curioso que hoy, diez años después, la Asociación Bancaria le siga recitando loas a la independencia del Banco de la República. Los banqueros tampoco creen que la política monetaria generadora de la burbuja financiera que infló sus ganancias, haya tenido algo que ver con el desplome de la economía. En la visión de la Asociación Bancaria,
“El establecimiento de un banco central independiente es uno de los aspectos más positivos de la Constitución expedida en el 91. La evidencia internacional demuestra de manera fehaciente que la creación de una magistratura autónoma para la regulación monetaria tiene una correlación directa con la estabilidad de los precios; y que ésta, a su vez, resulta indispensable para garantizar un crecimiento económico sostenible en el largo plazo” (Asobancaria, La Semana Económica, No. 241, enero 21/2000, p. 1, subrayado mío).
La Asociación Bancaria sustenta sus apreciaciones con la frase “… la evidencia internacional demuestra de manera fehaciente…”. Este tipo de argumentación no contribuye a avanzar en las discusiones. La Asociación Bancaria no aclara cuáles son los datos internacionales “fehacientes” que sustentan su afirmación. Después de hacer ejercicios estadísticos con información internacional, algunos economistas, respetados por la profesión y, seguramente, también por la Asobancaria, como Barro (1997) y Cukierman (1992), no consideran que los hechos a favor de la imparcialidad del banco central independiente sean contundentes. Y mucho menos “fehacientes”4. Barro (1997, p. 106) toma una muestra de 67 países, con datos de 30 años (1960- 1990), y analiza la correlación que existe entre grado de independencia del banco central y el nivel de precios. El autor concluye: “… la correlación entre las dos variables es esencialmente cero” (Barro 1997, p. 106). Así que de acuerdo con este estudio no habría ninguna relación entre la neutralidad del banco central y la reducción de la inflación. El resultado de Barro deja sin piso la apreciación de la Asociación Bancaria. La conclusión “fehaciente” no es la “correlación directa”, como dice la Asobancaria, sino la ausencia total de correlación.
La independencia de los bancos centrales no ha dado los resultados esperados por dos razones: i) El aumento de la cantidad de dinero no es la única causa de la inflación. Más aún, es posible que la mayor cantidad de dinero se traduzca en una reducción de la tasa de interés y en un estímulo a la inversión, tal y como argumentan las escuelas de pensamiento keynesiana y austríaca. Así que no todos los economistas piensan, como los banqueros centrales, que haya una causalidad directa e inmediata entre la masa monetaria y los precios. El uso del señoraje no siempre responde a criterios populistas de los gobiernos. ii) La absolutización del control de precios puede llevar a la parálisis del aparato productivo. De este par de consideraciones se sigue que las ventajas de la independencia del banco central dejan de ser tan evidentes si se pone en duda la existencia de un vínculo directo entre la cantidad de dinero y los precios y si, además, se muestra que al controlar la inflación exclusivamente por la vía monetaria se termina perjudicando la actividad productiva y el empleo. Comenzaré mostrando que la relación entre la cantidad de dinero y los precios presenta filtraciones: la reducción de la cantidad de moneda no siempre se refleja en un menor nivel de precios.
La figura 1 presenta dos caminos alternativos que se derivan de un aumento (parte superior), o de una disminución (parte inferior) de la cantidad de dinero. La primera secuencia (tipo A) relaciona la cantidad de moneda y los precios. Esta relación de causalidad es la preferida por quienes consideran que la independencia del banco central permite controlar los precios a través del manejo de la cantidad de dinero. La segunda secuencia (tipo B), más compleja, muestra que los cambios en la cantidad de dinero modifican la tasa de interés y, por esta vía, la inversión, la producción y el empleo. En general, los autores que proponen estas últimas interacciones no creen que la independencia del banco central sea el camino más expedito para luchar contra la inflación.
Los radicales consideran que las secuencias A y B no se cruzan. Piensan que cada dinámica es autónoma. Quizás las dos escuelas más representativas de las visiones extremas son: la del ciclo real y la poskeynesiana. La primera prioriza la secuencia A. La segunda destaca la preeminencia de la causalidad B. No entro en los detalles de esta discusión. Simplemente quisiera resaltar el hecho de que las posiciones que giran alrededor de A son de corte “monetarista”. Aunque este calificativo no es muy feliz, reúne al grupo de autores que le dan prioridad a la incidencia que tiene la cantidad de moneda en la determinación del nivel de precios y que, al mismo tiempo, consideran que las variables monetarias no tienen una relación directa con las variables reales. Las causalidades tipo B son “keynesianas”. Así como el “monetarismo”, esta categoría tampoco es muy afortunada. Incluye a quienes buscan tender puentes entre las variables monetarias (por ejemplo, M) y las reales (por ejemplo, E). Dado los propósitos de este ensayo, la diferencia principal entre las dos posiciones extremas podría formularse de la siguiente manera. Para la causalidad A los logros que se consiguen en el campo monetario no tienen efectos negativos en el sector real. En cambio, para la causalidad B, las acciones que se toman por el lado monetario repercuten en el sector real.
Dependiendo del tipo de secuencia escogido, los resultados de la política económica son radicalmente diferentes. De acuerdo con las relaciones A1, un aumento de la cantidad de moneda necesariamente se traduce en un mayor nivel de precios. Y, a la inversa, una reducción de la cantidad de moneda se refleja en una menor inflación (A2). De aquí se sigue una recomendación, casi que evidente, de política económica: si se quiere controlar la inflación no queda otro camino que regular la cantidad de moneda. Y esta tarea la cumple con mayor efectividad una autoridad monetaria independiente. Pero según las relaciones B1, el aumento de la masa monetaria abarata el costo del dinero y reduce la tasa de interés. La inversión crece y la producción y el empleo son mayores5. En caso de que la cantidad de dinero disminuya, la tasa de interés aumenta, la inversión baja, el producto y el empleo caen (B2). En las interacciones tipo B la tasa de interés es el puente entre la variable monetaria (M) y las variables reales (I, Y, E). Mientras que en la lógica A un aumento de la cantidad de dinero es negativo, desde la perspectiva B puede ser positivo.
A partir de las causalidades de la figura 1 no es legítimo concluir que los partidarios del enfoque B recomienden imprimir billetes para activar la economía6. No. Estos autores quieren mostrar que los movimientos de las variables monetarias tienen importantes repercusiones en la actividad real. Y, por tanto, no puede esperarse que un aumento o una disminución de la cantidad de moneda se manifieste, ipso facto, en mayores o menores precios. Desde la perspectiva B se quiere destacar que las interacciones entre la cantidad de dinero y los precios están llenas de filtraciones y de impurezas, hasta el punto de que, ateniéndonos a los hallazgos de Barro, pueden moverle el piso a los argumentos en favor de la independencia del banco central.
Los autores que no están en alguna de las posiciones extremas aceptan que en la realidad las dinámicas A y B interactúan. Reconocen que dado un nivel de producción, un aumento de la cantidad de dinero puede halar la inflación. Igualmente, aceptan que cuando hay exceso de liquidez la tasa de interés tiende a bajar. La combinación entre las secuencias A y B tiene lugar, especialmente, en el corto plazo7. En el largo plazo, dicen algunos autores, se presentan tendencias que llevan a la polarización, bien sea hacia A o hacia B. Para Friedman (1976), por ejemplo, en el largo plazo desaparece la secuencia B y sólo queda A.
Se podría afirmar, entonces, que en el corto plazo hay una interacción entre las lógicas de causalidad A y B. Al combinar A2 y B2 constatamos que la disminución de los precios (A2) es compatible con una reducción del empleo (B2). Esta relación entre los precios y el empleo se conoce como la curva de Phillips: menor inflación y menor empleo. O, de otra manera, el costo de reducir la inflación es una mayor tasa de desempleo. La conjunción de A2 y B2 expresa muy bien lo que sucedió en Colombia durante los noventa: al absolutizar la lucha contra la inflación, la política monetaria tuvo repercusiones negativas en la producción y el empleo. La autoridad monetaria le dio prelación a la reducción de la cantidad de moneda con el propósito de frenar la inflación. Y, amparado en la independencia, el Banco de la República puso en práctica una política restrictiva, que elevó la tasa de interés y ahorcó el aparato productivo.
La apertura de la cuenta de capitales acentuó las perversidades de la política monetaria. La abundante afluencia de dólares hacia Colombia que se presentó entre 1990-1997, hizo especialmente difícil el manejo de la política monetaria. El exceso de dólares le causó problemas a la autoridad monetaria porque: i) presionó la cantidad de dinero, ii) contribuyó al aumento de la tasa de interés y iii) revaluó el peso. Las personas que tenían dólares los cambiaban a pesos y ello obligaba al Banco de la República a realizar operaciones de esterilización más radicales8, con el fin de reducir la cantidad de dinero (M). Tal y como se desprende de la secuencia B2 la disminución de la cantidad de dinero eleva la tasa de interés. En Colombia, a mediados de los noventa, la tasa de interés anual real era de 20%, mientras que la internacional estaba alrededor del 7%. La revaluación del peso unida a las altas tasas de interés impulsaba la entrada de dólares. Poco a poco se fue configurando una dinámica perversa, ya que las medidas tomadas por la autoridad monetaria con el fin de reducir la cantidad de dinero y controlar la inflación, incentivaban la afluencia de dólares lo que, a su vez, obligaba a intensificar las operaciones de esterilización. De haber existido control de capitales, la afluencia de dólares habría sido menor y ello hubiera facilitado el logro de los objetivos de la autoridad monetaria. Lejos de aprovechar la bonanza, la abundancia de dólares se convirtió en nuestra mayor pesadilla. La secuencia B2 fue tan intensa que el tejido industrial y agropecuario del país sufrió un grave deterioro estructural.
La combinación de las secuencias A2 y B2 no sólo ha sido detectada por la academia. A mediados de 1999, Andrés Obregón, el presidente del grupo Bavaria, decía que prefería una economía creciendo, aunque la inflación fuera del 18%, que una economía postrada con una inflación del 10%. La frase de Obregón explicita un problema fundamental: la reducción de la inflación ha tenido costos que se reflejan en menor crecimiento y menor empleo (B2). Si esta afirmación es cierta, el camino para reactivar la economía no sería la reducción de los salarios y la flexibilización del mercado del trabajo. Más que flexibilización del mercado de trabajo, lo que necesita la economía es una flexibilización de la política monetaria. La reflexión sobre los determinantes del empleo debe incluir, de manera explícita, el análisis del impacto que ha tenido la política económica en la actividad económica real. Ya decía que la forma como se ha desarrollado la política monetaria en Colombia ha tenido repercusiones negativas en la inversión, la producción y el empleo.
En su último informe sobre la situación de las finanzas del Estado, la Contraloría General de la República (CGR 1999) reitera la preocupación, expresada años atrás (CGR 1995), porque la deuda pública, especialmente la interna, está creciendo a ritmos acelerados. El más reciente documento de la Contraloría (CGR 1999) tiene dos características relevantes. De un lado, evidencia el vínculo que existió durante los noventa entre la política monetaria restrictiva y el aumento de la deuda pública interna. Y, de otra parte, muestra que la deuda pública interna ha contribuido a la agudización del problema fiscal.
Al explicar las interacciones de la figura 1, decía que en los noventa la autoridad monetaria le dio prelación a la reducción de la cantidad de moneda con el propósito de frenar la inflación. La emisión de títulos de deuda interna fue el mecanismo privilegiado que se utilizó para disminuir el circulante. La figura 2 muestra la evolución de los saldos de la deuda (interna y externa) del Gobierno Nacional. Entre 1991 y 1998 el saldo de la deuda interna creció de manera continua: pasó de $ 0.8 billones a $ 15.5 billones.
A medida que el saldo de la deuda aumenta, también crecen los intereses y las nuevas emisiones se destinan a pagar los intereses de las antiguas. Según estimaciones de la CGR (1999, p. 81), en l996 cerca del 94% del valor de las nuevas emisiones de TES (Títulos de Tesorería) se destinó al pago del servicio de la deuda. Así que los recursos que el gobierno obtuvo a través de la emisión de bonos de deuda interna no se dedicaron a la inversión sino al pago de intereses. El mecanismo es perverso por varias razones: Primero, porque tal y como se desprende de la secuencia B2 de la figura 1, la tasa de interés sube. Segundo, porque el crecimiento de la deuda crea una bola de nieve que obliga a emitir para pagar deudas anteriores. Tercero, porque el objetivo de reducir circulante mediante la emisión de deuda pública interna únicamente tiene validez en el corto plazo. El mecanismo fracasa en el mediano plazo porque cuando los títulos se van madurando, el gobierno tiene que pagarle a los tenedores, lo que lleva a incrementar la masa monetaria en una cantidad superior a la inicial: además del capital deben reconocerse los intereses. Cuarto, porque la deuda interna ha agudizado el desequilibrio fiscal9. En 1997 y 1998 el costo del servicio de la deuda interna del Gobierno Nacional es similar al de los servicios personales. Ambos rubros oscilan alrededor del 3.2% del PIB.
La situación de las finanzas públicas es dramática porque la deuda interna, como fuente de financiación, está desplazando a los ingresos corrientes. La fragilidad estructural de las finanzas públicas que ya había sido señalada por la Comisión de Racionalización del Gasto (1997) se ha agravado. Las curvas de la figura 3 indican el peso que tienen los desembolsos del crédito interno y de los ingresos corrientes en los pagos totales del Gobierno Nacional. Las tendencias son elocuentes. En el período considerado (1990-1998) la importancia relativa del crédito interno en la financiación de los pagos totales pasó del 8.4% al 30.2%. Mientras tanto, la de los ingresos corrientes bajó de 84.9% a 63.7%. La situación es insostenible. Pero obsérvese que este diagnóstico, a diferencia del que ha propuesto el Ministerio de Hacienda y el FMI, no centra la atención en las transferencias o en los servicios personales, sino en el manejo que se le ha dado a la deuda pública interna. Y, por tanto, ubica el origen de los males fiscales en la forma como la política monetaria restrictiva trató de responder a las inestabilidades causadas por la afluencia de capitales. Comparados con los desembolsos del crédito interno, los incrementos de los servicios personales y de las transferencias han sido menos rápidos. Entre 1990 y 1998 los desembolsos del crédito interno, como porcentaje del PIB, pasaron del 1% al 5.5%. Las cifras correspondientes para los servicios personales fueron 2.2% y 3.3%. Las transferencias subieron, también como porcentaje del PIB, del 4.9% al 8.3%10. Por consiguiente, la principal causa del deterioro de las finanzas públicas no han sido los servicios personales y las transferencias, sino la deuda pública interna.
La relación entre la inflación y desempleo se conoce en la literatura económica como la curva de Phillips: la menor inflación está acompañada de un mayor desempleo11. Esta disyuntiva la llamó Tobin (1966) el “cruel dilema” de la política económica12. Los gobiernos, pensaba Tobin, no pueden escapar al dilema. La reducción de la inflación implica un sacrificio en términos de empleo y producción (secuencias A2 y B2 de la figura 1). Este costo se conoce con el nombre de tasa de sacrificio. Entre los teóricos nunca ha existido una posición unánime frente a la validez de relación inflacióndesempleo. Y, mucho menos, sobre la magnitud de la tasa de sacrificio. Los autores cercanos a Keynes aceptan la curva de Phillips. Otros, siguiendo los pasos de Friedman (1975, 1976), consideran que no hay ninguna relación entre la inflación y el desempleo: en lugar de una curva con pendiente negativa, lo que tendríamos es una línea vertical. Los keynesianos piensan que hay una relación entre las variables monetarias y las variables reales. Así que la inflación (variable monetaria) tiene relación con el desempleo (variable real). Friedman y, en general, la corriente neoclásica (Lucas, Sargent, Barro, Sala-i-Martin), ha considerado que en el largo plazo no hay relación entre las variables monetarias y las variables reales y, por tanto, el control de la inflación no afecta el desempleo. Mientras que para los keynesianos la tasa de sacrificio no es cero, para los neoclásicos es cero o muy cercana a cero.
El debate sobre la curva de Phillips está tan vivo hoy como hace treinta años. Su pertinencia claramente se expresa en la sentencia C- 481 de la Corte Constitucional que obliga al Banco de la República a que además de velar por la estabilidad de los precios, también se preocupe por el empleo, el crecimiento económico y el “desarrollo social”. Considera el juez constitucional que la disposición consignada en la Ley 31 de 1992, que obliga al Banco de la República a fijar unas metas de inflación “… que deberán ser siempre menores a los últimos resultados registrados”, le resta discrecionalidad a la política monetaria. En una coyuntura determinada, la autoridad monetaria puede considerar que el costo de reducir la inflación es muy elevado y, en tal caso, podría proponer como meta de inflación la misma del año anterior o, incluso, una ligeramente superior. Refiriéndose a la sentencia, Armando Montenegro, director de Anif, decía: “La tesis de que a mayor inflación menor desempleo es una estupidez”13. Y Roberto Steiner, director del CEDE, afirmaba: “… el argumento de uno de los magistrados, según el cual la mayor inflación significa mayor empleo y la menor inflación mayor desempleo, es un concepto que los economistas vienen revaluando hace 30 años”14.
Lejos de minimizar el problema, textos recientes de macroeconomía le dan una importancia crucial. Blanchard (1997, pp. 339-379), por ejemplo, le dedica al tema los capítulos 17 y 18 de su último libro de texto. El autor no trata el asunto de manera despectiva, sino que lo considera seriamente. Mankiw (1998, p. 13) manifiesta una especie de respeto reverencial por la curva de Phillips. Y reconoce que “… entre los economistas continúa siendo un tópico controvertido”. En numerosos apartes de su libro Snowdon, Vane y Wynarczyk (1994) destacan la relevancia de las discusiones que se siguen desarrollando alrededor de la curva de Phillips15. En la introducción a una compilación reciente que sobre el tema hicieron Solow y Taylor (1998), Benjamin Friedman dice:
“La conexión entre la inflación de precios y la actividad económica real ha atraído la atención de los macroeconomistas durante gran parte del último siglo. Probablemente ha sido, sino El, uno de los temas centrales de la aplicación de la política monetaria” (Friedman B. 1998, p. vii, subrayado en el original).
López y Misas (1999) traen a colación la afirmación de Solow, quien considera “… que todo tiempo es bueno para reflexionar sobre la curva de Phillips”16. Esta breve reseña muestra que el debate está más vivo que nunca.
Además de la pertinencia del debate académico, la reflexión sobre la curva de Phillips en Colombia es relevante porque permite pensar el desempleo desde una óptica que no reduzca el problema a la flexibilización salarial. Allí no está el origen del mal.
La figura 4 muestra que durante los noventa ha existido, de alguna manera, una relación inversa entre inflación y desempleo. Es cierto que, por sí misma, esta correlación negativa no significa causalidad. A continuación se examina la presencia de la correlación y, posteriormente, la dirección de la causalidad.
El primer escollo que se presenta con la curva de Phillips es empírico. La flecha de la figura marca el año inicial y el final. Hay puntos intermedios en los que la relación negativa no es tan evidente. No obstante, la tendencia de corto plazo sí parece clara. A comienzos de los noventa la inflación era alta y el desempleo era bajo. En cambio, ahora la inflación es baja y el desempleo es alto.
En un trabajo reciente Birchenall afirma: “… no se requieren procedimientos estadísticos sofisticados para detectar la presencia de la curva de Phillips en las frecuencias del ciclo económico colombiano” (Birchenall 1999, p. 9). A su vez, López y Misas (1999, p. 27) concluyen “… en este documento se ha presentado evidencia empírica sobre la naturaleza del “trade-off” entre producto e inflación en Colombia”17.
No hay duda de que la figura 4 es una representación muy esquemática. La sencillez de la curva de Phillips es, al mismo tiempo, su fuerza y su debilidad. La sencillez tiene la virtud de que capta rápidamente la relación entre la inflación y el desempleo, que son dos dimensiones fundamentales de la política económica. Pero tiene el inconveniente de que los argumentos para demostrar la causalidad escapan al mundo bidimensional del espacio cartesiano. En el artículo de López y Misas (1999) se hace un cuidadoso análisis de la forma como pueden incorporarse variables que no están directamente consideradas en la relación inflación-desempleo.
En general, las escuelas de pensamiento económico reconocen que la curva de Phillips existe, por lo menos, en el corto plazo. Algunos neoclásicos como Friedman reconocen que en el corto plazo sí podría presentarse la curva de Phillips. Pero, agrega, en el largo plazo la interacción entre inflación y desempleo se pierde. Al aceptar como el punto de partida la existencia de una curva de Phillips en el corto plazo, la pregunta relevante es si lo que sucede en el corto plazo tiene el impacto suficiente para modificar la senda de largo plazo.
Es lógico pensar que entre crecimiento y empleo hay un vínculo directo: si el crecimiento se acelera el empleo también debe aumentar. Sin embargo, en la realidad la respuesta no es inmediata y pueden presentarse rezagos de diversa índole. Por esta razón, el análisis de la relación entre la inflación y el crecimiento tiene una especificidad diferente al estudio de la interacción entre la inflación y el desempleo.
La figura 5 muestra la relación entre la tasa de crecimiento del PIB y la inflación. Durante los noventa la relación es directa: menos inflación, menos crecimiento. La secuencia temporal de la figura obliga a leerla de derecha a izquierda. En el extremo derecho superior está el año 1992 y en el extremo izquierdo inferior el año 1999. La curva de la figura 5 va en contravía de los resultados de los trabajos de Uribe (1994), Partow (1995, 1995 b)18, Posada (1995)19, Uribe y Arias (1998), Banco de la República (1998)20. Estos estudios coinciden en dos apreciaciones. Primera, es mejor crecer con baja inflación que con alta. Y, segunda, el costo de reducir la inflación es mínimo21. La primera conclusión es pertinente. La segunda no. Si la tasa de sacrificio hubiera sido insignificante, la menor inflación hubiera estado acompañada de un mayor crecimiento o, por lo menos, de una tasa de crecimiento estable. La figura 5 indica que durante los noventa sucedió lo contrario y, por tanto, la tasa de sacrificio ha sido muy elevada.
Tobin muestra en qué circunstancias puede existir una relación directa entre inflación y crecimiento. Si los inversionistas anticipan la inflación tratan de comprar las máquinas tan pronto como les sea posible22. Y, entonces, la expectativa de una alza de precios se traduce en una mayor inversión y en una tasa de crecimiento más alta. Este argumento explica la pendiente positiva de la curva cuando se la mira en la dirección ascendente, de izquierda a derecha. Al leer la figura de derecha a izquierda, la argumentación de Tobin ya no aplica. En Colombia las expectativas de una menor inflación se tradujeron en una caída de la inversión y en un menor crecimiento. Para explicar este comportamiento es necesario salirnos del estrecho marco de la figura 5.
En su lucha por reducir la inflación y, al mismo tiempo, garantizar la estabilidad cambiaria, la autoridad monetaria tomó una serie de medidas que se manifestaron, a partir de 1993, en aumentos de la tasa de interés. El mayor costo del dinero, unido al boom de las importaciones, desestimuló la producción y el empleo. Es cierto que toda la culpa no es de la política monetaria. Los estudios de Chica (1996) y de Garay (1998) muestran que las empresas colombianas no han alcanzado los niveles de productividad necesarios para competir de manera exitosa en el mercado internacional. Sin duda, además de la política monetaria hay otros factores que explican la recesión actual. Así como no es legítimo afirmar que toda la culpa es de la autoridad monetaria, tampoco puede decirse que la política monetaria no ha tenido nada que ver con la crisis del sector real y, por consiguiente, que la tasa de sacrificio es cercana a cero. Las figuras anteriores y los trabajos econométricos mencionados ofrecen indicios suficientes para sospechar de la neutralidad de la política monetaria.
Antes de que entrara en vigencia la Ley 50 de l990, Echavarría hacía dos comentarios que bien vale la pena recordar. El primero tiene que ver con el costo social que se pagó durante los años ochenta.
“El artículo ilustra el enorme ajuste que sufrió la industria colombiana durante los ochenta: las tasas de inversión fueron altas, y se presentaron despidos masivos de trabajadores, parcialmente sustituidos por empleos “temporales”. El país pagó un alto costo social pero la industria estaría en una situación de competitividad relativamente favorable” (Echavarría 1990, p. 103).
Y para que este costo social no fuera en vano, sino que redundara en un mejoramiento de la productividad y la competitividad, Echavarría recomendaba tomar medidas
“… tendientes a aumentar las exportaciones del sector (a cualquier costo en materia de subsidios), y de implementar políticas que suavicen la transición en sectores que enfrentan problemas específicos (p.e. textiles y metalmecánica). Una política de shocks anunciados hacia el futuro daría tiempo a las firmas para adaptarse a las nuevas reglas de juego” (Echavarría 1990, p. 104).
En l991 entró en vigencia la Ley 50 y la flexibilización del mercado laboral se acentuó23. Pero como no se pusieron en práctica medidas que reactivaran las exportaciones, tal y como lo proponía Echavarría, el “alto costo social” no se reflejó en mayor competitividad. En los noventa se pagó un costo social y, sin embargo, la economía no repuntó. El país entró en una dinámica especulativa sin precedentes. Hoy, diez años después, el balance es desastroso.
“En Colombia viene presentándose, desde la década de los ochenta, una progresiva desindustrialización a favor de una relativa terciarización de la economía. Este fenómeno, aunque no es exclusivo para Colombia (otros países de la región han disminuido la participación industrial en el PIB), sí comenzó a suceder con anterioridad a los demás países del área y se profundizó en los últimos años de apertura económica” (Garay 1998, p. 523).
En el estudio de Chica (1996), se muestra que el efecto neto de la revaluación fue negativo. Si a la falta de una política industrial, se le agregan las altas tasas de interés y la revaluación, resulta un panorama poco favorable para el desarrollo industrial.
Las apreciaciones de Echavarría ayudan a definir los términos de la discusión actual. Ahora se dice, como hace diez años, que la industria no arranca porque el mercado laboral es inflexible. Pero, también como hace diez años, el alto costo social no redundará en un mejor bienestar porque no se han tomado medidas “tendientes a aumentar las exportaciones”, ni se han implementado políticas que “suavicen la transición”. El afán de modificar la legislación laboral puede llevar a cometer el mismo error que a principios de los noventa. Y esta urgencia no se comprende si se tiene en cuenta que los diagnósticos no muestran que los costos laborales sean los causantes de la postración de la industria. Ninguno de los cuatro grandes estudios que se han realizado en Colombia sobre empleo e industria –Misión de Empleo (1986), Chica (1996), Garay (1998) y OIT (1999)– encuentra evidencia de que el salario sea el principal determinante de la dinámica del empleo. El estudio de la OIT, el más reciente, concluye,
“… la demanda de trabajo urbana (asalariados), en el período 1982-1997 es relativamente inelástica a los costos laborales y relativamente elástica respecto a los niveles de actividad sectorial. En particular, se detecta una elasticidad empleo asalariado- costos laborales de -0.35, para el promedio ponderado de los sectores de actividad para los que se contó con información. Estos resultados sugieren que las fluctuaciones de los costos laborales, se trasladan muy atenuadas a la evolución del empleo…” (OIT 1999, pp. 41- 42, subrayado mío).
Para Garay (1998, p. 233) “… los costos laborales en Colombia siguen siendo relativamente bajos si se comparan con otras economías más desarrolladas”.
La OIT (1999, p. 162) también coincide en afirmar que los costos laborales en Colombia son relativamente bajos.
La disminución del costo laboral se presentó no obstante la revaluación del peso y el aumento de los cargas legales sobre la nómina. Antes de la ley 50/90 y de la ley 100/ 93 las cargas legales, como porcentaje de los salarios básicos, oscilaban entre el 42.5% el 52.32%. Después de ambas leyes, los porcentajes oscilan entre 50.07% y 53.88% (Garay 1998, p. 232).
De todas maneras, la dinámica de los costos laborales lleva a reflexionar sobre la interacción entre la tasa de cambio, la revaluación del peso, el manejo de la política monetaria y el empleo.
El cuadro 1 reúne los principales componentes del costo laboral.
1. CLU = R/IPP Q/E
CLU es el costo laboral unitario, R es la remuneración nominal, o costo laboral nominal, IPP es el índice de precios del productor, R/IPP es el costo laboral real, Q es el índice de la producción real, E es el número de trabajadores, Q/E es la productividad laboral real.
2. RRU = R/IPC Q/E
IPC es el índice de precios al consumidor, así que RRU es la relación entre la remuneración real deflactada por el IPC (R/IPC) y la productividad real (Q/E). Las identidades 1 y 2 se diferencian solamente en que la primera incluye en el numerador el costo laboral real y la segunda la remuneración real. CLU utiliza como deflactor el índice de precios del productor (IPP) y RRU el índice de precios del consumidor (IPC).
La igualdad 1 se coloca del lado del productor y la 2 del lado del consumidor. A los productores les favorece que el CLU baje, o sea que los costos laborales crezcan a un ritmo menor que la productividad. La perspectiva de los trabajadores es diferente: les conviene que la remuneración real crezca más que la productividad laboral. O sea, que RRU suba. La figura 6 muestra que durante los noventa ambos perdieron. No obstante el claro aumento de la remuneración del trabajo, ésta se rezagó con respecto a la productividad. Los empresarios, por su parte, tuvieron que pagar unos costos laborales que superaron claramente las mejoras en productividad.
Las tendencias de las curvas de la figura 6 no sólo muestran que los empresarios y los trabajadores han perdido. También pone en evidencia algo que es más interesante: el juego resultante no ha sido de suma cero sino de suma negativa. Hay un juego de suma cero cuando lo que pierden unos lo ganan los otros. Si los empresarios y los trabajadores han perdido, el balance final es negativo. La raíz del problema es clara: la revaluación de la tasa de cambio desbalanceó la dinámica de los bienes transables y de lo no transables. El distanciamiento entre el IPC y el IPP, que marca la diferencia entre las identidades 1 y 2, se explica por el abaratamiento relativo de los transables que tienen mayor incidencia en el IPP que el IPC. La revaluación del peso ha sido determinante en el distanciamiento de las curvas y, sobre todo, en el aumento del CLU. Por tanto, el efecto tasa de cambio es evidente.
Puesto que los costos laborales en Colombia no son muy altos (Garay 1998, p. 233; OIT 1999, p. 162) y, además, no tienen una clara incidencia en el empleo (OIT 1999, pp. 41- 42), si se quiere mejorar la productividad y la competitividad es necesario actuar sobre la productividad real (Q/E). Y, en tal caso, el desarrollo de una política industrial activa y el estímulo a la demanda se convierten en elementos sustantivos de la lucha contra el desempleo.
El cuadro 2 muestra que los cambios en el empleo han estado estrechamente ligados a la forma como la industria se posiciona frente al comercio internacional. La población ocupada ha disminuido en el sector de los transables y ha aumentado en el de no transables24. Esta dinámica indica que tal vez el problema no hay que buscarlo por el lado de la oferta (costo salarial), sino por el de la demanda, en el que tanto insistió Keynes. El déficit en la cuenta corriente de la balanza de pagos refleja una pérdida de competitividad de la industria colombiana. En los últimos años, este debilitamiento de la demanda externa ha estado acompañado de una caída de la demanda interna. Las crisis de Venezuela y Ecuador están mostrando que la demanda externa no es infinita como usualmente piensan los que defienden la apertura a cualquier costo. Thirwall (1979) introduce de manera explícita la restricción de balanza de pagos, la “ley” de Thirwall establece un vínculo directo entre la evolución de la cuenta corriente y el crecimiento. No es coincidencia que la mayor crisis de la cuenta corriente se presente conjuntamente con la peor tasa de desempleo de la historia del país. El postulado de Thirwall muestra que la restricción de balanza de pagos debe considerarse en los estudios sobre el crecimiento y el empleo.
Quienes le atribuyen a la inflexibilidad salarial la principal causa del desempleo, olvidan que durante los noventa las empresas aumentaron considerablemente su deuda y que los costos financieros se han convertido en una de las mayores trabas a la competitividad. El saldo de la deuda externa privada pasó de US$ 2.000 millones en 1990 a US$ 16.000 millones en 1998. Durante los noventa el montó aumentó 800%. Si a los compromisos adquiridos con la banca internacional, se le suma la deuda con los intermediarios financieros nacionales, se concluye fácilmente que la raíz del problema de la industria no está en la inflexibilidad del mercado laboral sino en otras causas, como los altos costos financieros25, la revaluación del pesos y las restricciones de la demanda. La política monetaria contribuyó a crear un ambiente especulativo. La bonanza del sector financiero le impidió ver que se estaba moviendo sobre una burbuja que podía estallar de un momento a otro. Ahora que la burbuja se reventó y que los empresarios no pueden pagarle a los bancos, se pretende atribuirle el origen del desempleo a la inflexibilidad del mercado laboral. Los hechos son más contundentes que los argumentos ideológicos.
1 Ver, igualmente, los estudios de la Misión Rural. Por ejemplo, Echeverri y Ribero (1998).
2 La forma como el gobierno ecuatoriano trató de responder a la crisis antes de que asumiera la presidencia Gustavo Noboa, refleja muy bien el problema. El gobierno decidió emitir los bonos de la Agencia de Garantía de Depósito (AGD), contra los cuales el Banco Central de Ecuador debe hacer operaciones repos. Entre enero y octubre del 99 la cantidad de dinero aumentó 143%, la devaluación 146% y la inflación superó el 30%.
3 Si la producción real es constante, el señoraje es igual a la tasa de inflación multiplicada por la base monetaria real. En Colombia el señoraje oscila alrededor del 2% del PIB.
4 Y, según Barro (1997, p. 110), los resultados a los que llegan Alesina y Summers (1993) son muy frágiles y no demuestran que la independencia del banco central se refleje en una menor inflación.
5 Snowdon, Vane y Wynarczyk (1994, pp. 63-68) explican los detalles de la secuencia que he llamado NBI.
6 Es frecuente que en los debates se caricaturice la posición de los keynesianos diciendo que son populistas, y que estimulan a los gobiernos para que impriman billetes con el fin de aumentar el gasto público. No hay duda de que gobiernos irresponsables han cedido a la tentación del populismo keynesiano, pero no todo keynesianismo es populista (Bresser y Dall’Acqua 1991, Castañeda 1994).
7 No existe una definición única del corto plazo, pero en el contexto de este análisis, el corto plazo puede ir hasta 5 años.
8 Mediante las operaciones de esterilización se busca contrarrestar el aumento de la cantidad de dinero ocasionado por el cambio de los dólares a pesos. El Banco de la República y la Tesorería reducen la cantidad de dinero emitiendo bonos, como los TES (Títulos de Tesorería), en el caso de la Tesorería, o los TAN (Títulos de Ahorro Nacional) en el caso del Banco de la República.
9 “… parte de la crisis fiscal del país en los últimos años guardó íntima relación con la evolución de la deuda pública interna y especialmente con el servicio de la misma” (CGR 1999, p. 83).
10 Entre 1990 y 1998, la participación de los servicios personales en los pagos totales del Gobierno Nacional se mantuvo alrededor del 18% y la participación de las transferencias en los pagos totales aumentó del 41% al 45%.
11 Phillips (1958) comparó la inflación y el desempleo del Reino Unido entre 1861 y 1957. Encontró que había una relación negativa: a menor inflación mayor desempleo. Samuelson y Solow (1960) reprodujeron el ejercicio para los Estados Unidos durante el período 1900 y 1960. Exceptuando el lapso 1931-1939, los autores confirmaron las apreciaciones de Phillips. Y a esta relación negativa entre la inflación y el desempleo la llamaron la “curva de Phillips”.
12 Ver, también, Tobin (1968).
13 Revista Semana, No. 897, julio 12-19, 1999, p. 53.
14 Revista Semana, No. 897, julio 12-19, 1999, p. 53.
15 Hay referencias continuas a la tasa natural de desempleo y al NAIRU (non accelerating inflation rate of unemployment), que son aspectos íntimamente ligados a la problemática derivada de la curva de Phillips.
16 “Al parecer sigue siendo cierto, como afirma Solow, que todo tiempo es bueno para reflexionar sobre la curva de Phillips, entendida ésta como una ecuación simple que representa la relación entre la inflación y el producto. En ese sentido estamos convencidos de la utilidad analítica del concepto” (López y Misas 1999).
17 Henao y Rojas (1999) estiman la tasa natural de desempleo a partir de una curva de Phillips aumentada por expectativas. Este tipo de curva de Phillips es compatible con una curva de Phillips que en el largo plazo sea vertical.
18 El autor trabaja con 95 países durante el período 1960-1989. “El coeficiente de la inflación (0.267) indica que un aumento del 10% en el logaritmo de la inflación, la tasa de crecimiento del producto bajaría 2.7%. La hipótesis Tobin-Mundell de una correlación positiva entre inflación y crecimiento económica es así rechazada por los datos” (Partow 1995, p. 15). “… nuestro argumento es que la inflación en Colombia afecta el crecimiento económico mediante el canal de la productividad de los factores - o la asignación de recursos - y no a través del nivel de inversión” (Partow 1995, p. 26).
19 “Con base en el esquema analítico canónico de la macroeconomía y en la escogencia de ciertos valores numéricos que parecen razonables para determinados parámetros de la economía colombiana, puede decirse que la reducción de la inflación de sus niveles actuales a los propuestos como meta para 1998 (10%) tiene una ganancia de bienestar de largo plazo para la sociedad equivalente a la que tendría elevar el consumo per cápita en 1.2% del producto, sin contar los beneficios o los costos de la transición” (Posada 1995, p. 13).
20 “Aplicando la metodología de Ball para el cálculo de la “tasa de sacrificio” a 41 episodios de desinflación, David Yuravlivker y Zeinab Partow encontraron que ésta fue, en promedio, de 0.14%, mientras que Ball encontraba para los países de la OECD un promedio de 0.82%. El mismo trabajo encuentra que en uno de cada tres episodios, la tasa de sacrificio es negativa, es decir, que el crecimiento aumenta al tiempo que se reduce la inflación. En América Latina la relación es todavía mejor pues 8 de 14 episodios han tenido tasas de sacrificio positivas. Para Colombia el cálculo de la tasa de sacrificio para el período entre 1991 y 1997 resulta ligeramente positivo (0.03%)… El trabajo de Uribe y Arias (1998) encuentra una tasa de sacrificio para un período similar prácticamente nula aunque con signo negativo (-0.03). En otros dos episodios de desinflación (1977-1979 y 1980-1984) este trabajo encuentra tasas de sacrificio entre 0.03 y 0.04%” (Banco de la República 1998, p. 7).
21 El propósito de este ensayo no es discutir la pertinencia econométrica de los estudios mencionados. Se busca llamar la atención sobre su validez para explicar lo sucedido durante los noventa. Partow reconoce que “… la evidencia empírica reciente respecto a la relación entre la inflación y el crecimiento económico es ambigua. Eso no es sorprendente dado que la mayoría de los estudios han sido adelantados con datos de corte transversal. La gran variedad de variables y de muestras de países utilizadas en esos estudios hace difícil cualquier intento de comparación, y las dudas sobre la consistencia de los datos y sus definiciones complican el asunto aún más” (Partow 1995, p. 8). “Es, por supuesto, claro que los estudios de corte transversal que utilizan datos promedios de período pueden ocultar ciertas relaciones. Sin embargo, queremos presentar evidencia empírica exploratoria que vincula la inflación con el crecimiento, por lo cual nuestras ecuaciones no se deben interpretar como relaciones estructurales. Más bien, el signo de un coeficiente estimado se debería ver como el signo de una correlación parcial entre la tasa de crecimiento y cada regresor, teniendo constantes los otros regresores” (Partow 1995, p. 11). Estas apreciaciones muestran que estamos pisando arena movediza y que los tests no tienen la suficiente fuerza para sacar conclusiones categóricas.
22 Ver, Tobin (1978, 1980, 1982).
23 “A partir del año 90 el índice de temporalidad muestra una tendencia creciente… La mayor flexibilidad en la contratación directa de trabajadores temporales después de la reforma laboral de 1990, que entró en vigencia en enero de 1991, sí parece haber tenido un efecto sobre los índices de temporalidad en el empleo” (OIT 1999, p. 28).
24 En el grupo de los transables hemos incluido: agricultura, caza, pesca, minas y canteras, industria manufacturera. Y en el de los no transables las demás actividades.
25 El 30 de junio de 1999 las empresas del sector productivo inscritas en el Registro Nacional de Valores tienen pasivos por $ 13,2 billones. El 52% de las deudas son con entidades financieras. El pago de intereses ascendió durante el primer semestre a $ 422.669 millones. En el mismo período la pérdida operacional fue de $ 30.358 millones. No hay duda de que los costos financieros están ahogando a las empresas.
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Carlos Salgado*
* Economista investigador del Instituto Latinoamericano de servicios legales alternativos - ILSA.
Este ensayo trata de llamar la atención sobre los problemas del agro hoy, colocando especial énfasis en la disrupción entre las razones tecnológicas –que se asumen como ideológicas–, económicas y políticas que han inspirado el desarrollo del agro, o mejor, sobre las cuales se han basado las políticas de crecimiento agropecuario.
La sociedad rural colombiana es bastante desconocida en su complejidad. Las referencias inmediatas a ella suelen estar referidas al atraso, las catástrofes y la violencia. Pero poco se habla de los cambios ocurridos en su interior y de las causas de esos cambios, que competen a la sociedad en general porque muestran de manera patética la arbitrariedad de su organización institucional.
En este ensayo se desarrollan tres puntos. Primero, sobre los cambios estructurales más importantes en la sociedad rural, asumidos más como tendencias que como situación coyuntural. Segundo, los factores que expresan su vulnerabilidad, manifestación clara de la crisis que se vive actualmente. Y tercero, un marco básico para interpretar la cuestión agraria, que se asume como un enfoque más rico y complejo a partir del cual se pueden elaborar preguntas no sólo para la sociedad rural sino para la sociedad en general, puesto que la problemática de la primera compete a todos.
La conclusión de fondo del ensayo apunta a que en momentos como el actual, caracterizado por los procesos de negociación, cualquier política activa exige pensar no sólo la función de los principales factores productivos como la tierra –referidos a políticas de redistribución– sino también en el conocimiento de los sujetos y actores del campo, que se refieren a la cuestión del reconocimiento.
La sociedad rural colombiana ha tenido una participación muy activa en el orden económico de la vida nacional. Según A. Balcázar, los productores rurales –campesinos e inversionistas– lograron elevar la oferta agrícola física sin café en 99.4% entre 1970 y 1997, con un aumento en el valor a precios constantes del 120.6% y del área en 10.5% entre los mismos años1.
Este aumento de la producción agrícola comporta cambios estructurales importantes. El incremento del volumen físico, del valor y del área es explicado fundamentalmente por los cultivos permanentes. En la producción física, los cultivos transitorios aumentaron 58.7% en 1997 con respecto a 1970, mientras que los permanentes lo hicieron en 135.8%. En el valor, las tasas fueron de 36.5% y 221.5% respectivamente, y en la superficie -3.0% y 72.3%.
Es decir, la consolidación de la agricultura en las últimas décadas se ha dado sobre la tendencia al aumento de los cultivos de plantación en desmedro de los transitorios, con mayor fuerza en la década de los noventa.
Otro cambio estructural importante es el del uso del suelo. El área agrícola con café fue de 3.549,5 miles de hectáreas en 1970; de 4.067,4 miles en 1980; de 4.671,7 en 1990 y descendió a 3.921,7 miles de hectáreas en 1997, caída explicada por el derrumbe de los cereales, las oleaginosas y el café2. Sin embargo, la expansión de la frontera agropecuaria –medida según la superficie predial registrada– pasó de 35.490,9 miles de hectáreas en 1984 a 50.710,1 miles en 19963. Es decir, se consolidaron los pastos y otros usos diferentes a los agrícolas, también con mayor firmeza en los años noventa4. Según el trabajo de Balcázar citado, el cambio en la estructura de la producción y del uso del suelo ha sido generalizado en el país, siendo las regiones de Amazonia, Orinoquia y Occidente las de modificaciones más drásticas.
El café presenta variaciones significativas. La producción tiende a reducirse hasta el punto que llegó a 10.8 millones de sacos en 1997, en tanto en los años ochenta mantuvo un promedio de 12 millones; igual, el área se redujo de 1.013,0 miles de hectáreas en 1991 a 869,2 miles en 1997. La broca y el reordenamiento del mercado internacional han sido las causas principales de este comportamiento. En este tránsito, las tendencias muestran que la producción cafetera tiende a minifundizarse, pues el tamaño promedio de las fincas pasó de 3.5 hectáreas en 1970 a sólo 1.5 en el período 1993 a 19975.
El empleo y la captación de ingresos –las formas de trabajo– presentan modificaciones estructurales importantes. La tendencia a la consolidación de los cultivos permanentes se aceleró en la presente década por efecto de las políticas para el agro, en particular por la apertura que favoreció más este tipo de productos. En este caso lo que muestran las cifras es que los cultivos transitorios no tuvieron mayor capacidad para enfrentar la competencia externa, a pesar de los acuerdos gobierno- gremios que llevaron a aumentar los niveles de protección6.
La crisis de los cultivos transitorios generó una gran caída del trabajo rural, si bien el auge de los permanentes permitió reponer parte del impacto. La población ocupada redujo su participación en el empleo rural del 95.4% en noviembre de 1988 al 93.62% en septiembre de 1996. El cambio en la población desocupada fue del 4.5% al 6.38% en las mismas fechas. El resultado final se explica por la crisis del café, que generó un fuerte desempleo7.
Es importante tener presente que la crisis de los transitorios y el auge de los permanentes se diferencia por regiones y, en consecuencia, también el impacto en la ocupación. La crisis de los primeros fue más severa en las regiones Caribe, Centro Oriente y Occidente, si bien redujeron también su área en la Amazonia y la Orinoquia.
El empleo en el agro se defendió gracias a la diversificación de las actividades. La población ocupada en actividades agropecuarias redujo su participación en el empleo rural del 61.3% en 1988 al 54.95% en 1996, y aumentó su vinculación en actividades del comercio –del 11.82 al 14.01, los servicios comunales y personales –del 11.2 al 14.29–, y la construcción –del 2.54 al 3.93–8, haciendo evidente que no hay un mayor desarrollo productivo en las áreas rurales que sustituya o complemente la actividad agropecuaria, entre otras razones porque la ocupación en actividades de industria manufacturera se redujo del 7.14 al 7.02 en el mismo período.
Los cambios en la ocupación están relacionados con fuertes crisis económicas en el sector que han expulsado población de la relación con la tierra y han disminuido sensiblemente la rentabilidad de la producción; a la concentración de la propiedad y al uso de la tierra que no permiten el ejercicio del trabajo y a los altos niveles de pobreza que fuerzan la búsqueda de ingresos extraprediales.
Este cambio en la ocupación explica también que la población rural capte sus ingresos en proporción cada vez mayor en actividades diferentes a la agricultura, tendencia que ha sido identificada hace ya buen tiempo. O, en otras palabras, se ha reducido el peso de las ganancias provenientes de la actividad productiva directa para tener mayor participación los salarios, propios del trabajo contratado. Según los estudios citados, entre 1978 y 1988 los salarios pasaron de constituir el 53.9% del ingreso al 69.%, en tanto las ganancias se redujeron del 46.1 al 31.0%. Para 1993 se estimó que las entradas laborales constituyeron el 89.7% del ingreso, discriminadas en 46.1% para trabajo asalariado, 36.9% para trabajo por cuenta propia y 6.6% para actividades secundarias.
Es interesante observar que en 1993 los hogares con jefatura femenina obtuvieron el 83.2% de sus ingresos por la vía laboral y el 11.2% por transferencias, en tanto los hogares con jefatura masculina se movieron con 90.8% y 3.6% para las mismas fuentes9. Las modificaciones en el ingreso de las mujeres están asociadas con el reconocimiento y aumento de su participación en el empleo, que pasó del 24% al 28% entre 1988 y 199510.
Los ingresos laborales y las transferencias son entonces las principales fuentes de entrada de los empleados rurales, gracias a la diversificación de las actividades. La Misión Rural confirmó esta tendencia al mostrar que en los años noventa se ha dado una recuperación de los ingresos de los más pobres en el campo, básicamente debido a los ingresos no laborales, con mayor peso de las transferencias11.
El cambio registrado por la Misión muestra que los ingresos totales de los deciles 1 y 2 pasaron de participar con el 2.2, el 2.0 y el 2.5% del ingreso rural para los años 1978, 1988 y 1995, en tanto que en el de los deciles 9 y 10 se pasó del 66.2 al 70.0 y 65.0% en los mismos años, evidenciando una reducción de la desigualdad en el campo.
Pero, infortunadamente, las estimaciones de la Misión no toman en cuenta otro de los cambios importantes en el campo, los desplazamientos forzados de población, de tal manera que las modificaciones en el ingreso terminan por aparecer como modelo de redistribución. No se considera cuál ha sido el impacto de la violencia en el ingreso de ambos grupos de deciles, en el 9 y 10 por pérdidas, lucro cesante y secuestro, y en el 1 y 2 por las mismas razones y el desplazamiento de alrededor de 1.800.000 entre 1985 y 1992 . ¿Cómo afectaron los éxodos de agricultores, especialmente de campesinos, y el secuestro, la demanda y oferta de mano de obra, las ganancias y los ingresos? ¿Puede considerarse un triunfo redistributivo el que los deciles 1 y 2 hayan ganado 0.3% de participación en el ingreso total en un lapso de 17 años, al tiempo que fue forzada a salir del campo el 8% en promedio de la población rural?
Los cambios estructurales dados en la producción y el uso del suelo pueden ayudar a entender el comportamiento del comercio exterior de los productos del sector rural. Las exportaciones agropecuarias medidas en valor cayeron en 1992 y 1993 con respecto a 1991 pero se recuperaron a partir de 1994 a tasas muy bajas. El comportamiento en términos de volumen es inverso, es decir, aumentaron hasta 1994 y caen desde entonces, reflejando cambios en la composición del comercio y en los precios internacionales13.
Las importaciones reflejan mejor los cambios aludidos, pues tuvieron un aumento espectacular, principalmente en el grupo de los transitorios que pasaron de ser el 86.4% en 1991 al 91.4% en 199614.
Desafortunadamente, no hay información confiable sobre el comportamiento de la producción campesina. Se estima que hacia 1993 el campesinado generaba en promedio el 53.6% de la producción física agrícola, el 71.7% de los alimentos, el 43.6% de las materias primas, el 20% de los bovinos, el 70% de los porcinos y el 5.3% de las aves15. Forero estimó que hasta 1997 los campesinos lograban sostenerse en el control del área y en el comando de los cultivos predominantemente campesinos, pero no se sabe con precisión qué ha pasado a raíz de la combinación de los cambios en la estructura de la producción y el empleo con el impacto de la violencia y el desplazamiento.
Investigaciones recientes demuestran que históricamente los campesinos han podido ser parte importante de la producción y mercado agroalimentario nacional; que se han formado en el mercado y en la disputa por un espacio dentro de la tecnología imperante; han monetizado sus costos; creado asociaciones novedosas que hacen viables las relaciones de producción y trabajo; se han vinculado a productos modernos y aprovechado las oportunidades que brindan los espacios políticos y sociales16.
Estas características, logradas sin el mayor apoyo del Estado y del modelo tecnológico vigente para el agro, muestran que los campesinos han desarrollado un gran acervo de capacidades para enfrentar las modificaciones de su entorno, y han enriquecido sus identidades con un marcado carácter cosmopolita, formado en la interacción con los múltiples agentes y actores que invaden el campo17. Esta nueva visión del campesinado resalta también una tendencia estructural importante, cual es la permanencia de este actor a pesar de las premoniciones de teóricos y políticos.
Los cambios estructurales de orden económico en el agro se asientan en problemas muy graves. De hecho, la sociedad rural colombiana se encuentra entre las más vulneradas en el país en cuanto a sus derechos políticos, civiles, económicos, sociales y culturales. Los signos de esta vulnerabilidad son varios y vale resaltar entre otros:
- La violencia promovida por los distintos actores que ha forzado el desplazamiento de población, quizá el problema más grave del campo. De los desplazados rurales, el 65% era propietario de la tierra, el 7% arrendatarios, el 8% aparceros, el 6% colonos y el 14% restante trabajadores; dos terceras partes de los propietarios dejaron abandonadas sus tierras, un 12.8% logró venderla y 2% arrendarla18, siendo este fenómeno una de las causas del reordenamiento de la estructura de tenencia de la tierra.
Para el período de 1988-1995, que ha sido sistematizado, se registran 3.026 actos violatorios de los derechos humanos contra la población rural, que arrojan un promedio anual de 454 campesinos asesinados. Las víctimas de masacres fueron 2.166 que, sumadas a 3.632 asesinados en el período y a los desplazados, permitirían hacer una estimación laxa que muestra que el impacto directo de la violencia redujo la población rural, especialmente campesina, entre un 9.3% y un 6.2%, bien sea que se estime en 7.261.278 o 9.848.893 habitantes19.
El alto porcentaje de población bajo línea de pobreza que, aún en 1995, era del 68.9% frente a un promedio urbano del 42.5% para el país y un promedio rural del 55% para América Latina20. El comportamiento para los años siguientes debe ser preocupante al cruzar el aumento referido de los ingresos con el desplazamiento de población. Si se analiza la pobreza desde las Necesidades Básicas Insatisfechas –NBI–, se observa que a partir de 1997 el progreso en este indicador se reversó, pues se pasó del 46.5% de población con NBI en 1997 a 47.4% en 1998, signo inequívoco de un deterioro estructural de las condiciones de vida en el campo. Esta tendencia es similar si se mira el Índice de Condiciones de Vida, que progresó del 46.6% en 1993 al 51.4% en 1997 y se deterioró al 50.6% en 199821.
Estos indicadores dependen de la inversión estatal, pero el total del gasto en la agricultura – nacional y regional– ha tenido una tendencia al deterioro desde tiempo atrás, pues si en 1987 alcanzó el 2.1% del PIB, en 1995 cayó al 0.92% y, en su distribución interna, el mayor porcentaje se destinó a estabilización de precios22.
- La tendencia a la excesiva concentración de la propiedad de la tierra, expresada en que para 1996 los propietarios de menos de 10 has. eran el 77.9% con el 7.82% de la tierra, mientras que quienes tenían más de 500 has. fueron el 0.35% de los propietarios con el 44.63% de la superficie23. Toda la evidencia disponible apunta a que la concentración de la propiedad se está reforzando por causa de la violencia, no sólo en cuanto a propiedad efectiva de la tierra sino principalmente en lo referido a control territorial, lo que lleva al control de los mecanismos de poder y de mercado.
- El uso poco eficiente del recurso tierra bajo el modelo tecnológico dominante, que ha permitido que se utilice sólo un 24.2% de aquella disponible para actividades agrícolas, en tanto la explotación ganadera hace un sobreuso del 231.9%24. Este tipo de uso revela también el ejercicio de formas de poder que tienden a excluir relaciones más eficientes de producción, de desarrollo institucional y de participación de la población campesina.
- El deterioro de la capacidad de la naturaleza para responder a las demandas productivas y de bienes y servicios, que ha llevado a que en varios municipios del país se pueda haber superado el límite de la sostenibilidad natural25.
Estos signos de vulnerabilidad de la sociedad rural permiten plantear varias preguntas, como por ejemplo: ¿es viable la sociedad rural colombiana?, ¿es viable la sociedad colombiana sin una sociedad rural fuerte? y ¿cuál es la viabilidad del campesinado dentro de la sociedad rural y general?26.
Dada la intensidad del conflicto colombiano, es muy poco lo que se conoce sobre los cambios de los últimos años en las sociedades rurales; es escasa la información sobre las modificaciones en las relaciones productivas y de trabajo; no se sabe con suficiencia cuán grande es la emergencia de las campesinas o no se reconoce este hecho en su importancia y tragedia; no es claro cuáles son las transformaciones de las organizaciones del campo, de las instituciones construidas y las identidades formadas. No se conoce muy bien a los sujetos y actores rurales y no se sabe cómo ubicarlos en los contextos actuales de negociación y globalización. Tampoco es clara la idea de cuál es el papel del agro en la sociedad colombiana27.
Tratar de interpretar el problema agrario no es una cuestión de poca monta, pues los cambios estructurales aludidos y los signos de vulnerabilidad – que se asumen como crisis– tienen antecedentes en el desarrollo del país. De hecho, el problema más grande para pensar y resolver la cuestión agraria tiene que ver con la subvaloración del tema en los ambientes técnicos económicos y políticos, donde sólo tiene cierto estatus el problema agropecuario pero no la cuestión agraria como tal.
Desde la perspectiva del problema agropecuario, los cambios estructurales aludidos son vistos como expresión de los desarreglos en la competitividad, cuya solución se encuentra en el ámbito del mercado. En tal caso, las cuestiones relativas a la distribución de la tierra, los conflictos sociales, la diferenciación y la dificultad para el acceso a los recursos no importan para las decisiones de política económica, y no aparecen con vínculos a los cambios de tendencia en la producción.
Una lectura desde la cuestión agraria, por el contrario, pondría el énfasis en tres campos: la validez general del modelo tecnológico adoptado para el desarrollo del agro, el sesgo antiagrario de la política económica y el carácter excluyente del régimen político.
La visión moderna del crecimiento de la agricultura se ha basado en un tipo de modelo tecnológico que supone para su desarrollo un ordenamiento ecosistémico y cultural diferente al de nuestro país: zonas tropicales, tierras planas, luminosidad intensa, alta dotación de recursos técnicos y financieros, instituciones confiables y población rural adecuada en tamaño y educación. Por el contrario, Colombia es un país de topografía compleja, luminosidad media por ser ecuatorial, escasa dotación de recursos técnicos y financieros, institucionalidad muy fragmentada y elevada proporción de población en el campo con deficiencias en el control sobre los recursos.
La pretensión de homogenizar este modelo, conocido como la “revolución verde”, chocó con las características propias del país, en particular con la gran presencia campesina. Si bien la práctica agropecuaria bajo estos parámetros ha aumentado sustancialmente la oferta agropecuaria, no por ello ha conseguido resultados eficientes en la satisfacción de la demanda, en la extensión de salarios adecuados, la reasignación de recursos productivos, la preservación de los recursos naturales, la creación de instituciones confiables y la eliminación de la pobreza en el campo.
Los resultados en términos de eficiencia productiva también son cuestionables. En una canasta de los 18 bienes agrícolas más importantes según el comercio mundial, Colombia no tiene rendimientos superiores a los del país líder en ningún producto28.
Puede argumentarse que este resultado se debe a la discriminación ejercida por la política económica en contra del agro. De hecho, los modelos de sustitución de importaciones y promoción de exportaciones tuvieron su motor en el crecimiento industrial y sesgaron el gasto y la inversión pública hacia este sector; los neoliberales, por su parte, intentaron un programa de liberación que debieron reversar por la fragilidad de la política y del diagnóstico.
Es decir, ni aún los modelos económicos puestos en práctica han creído en el sector agropecuario con bases modernas inaugurado bajo el esquema de la “revolución verde”, pues no le han aportado los recursos necesarios para su desarrollo; o quizá confiaron demasiado en su crecimiento automático. Esta situación configura una disrupción entre la apuesta ideológica hecha para el agro y el estilo general impuesto por la política económica, que no ha permitido que el sector le responda a la sociedad en términos de aportar la producción suficiente que se le demanda y generar las condiciones para el bienestar de la población rural. Por esta falla estructural, hemos dado al sector la denominación de “trunco”.
Igual ruptura se ha presentado con el ámbito político. Leopoldo Múnera ha mostrado con mucha suficiencia que el régimen político que inauguró el Frente Nacional modificó los criterios de adscripción política de la población al transformar las relaciones de afinidad política previas al acuerdo, en relaciones de lealtad y subordinación a las élites en el poder. En tal caso, toda protesta se leyó como oposición al régimen y la violencia adquirió el carácter de instrumento para ejercer la política29. Este juego abrió el espacio para mutaciones importantes en la articulación entre actores individuales y colectivos, para la definición del sentido de oposición, la transformación del ámbito de las relaciones sociales y de la acción colectiva, y la construcción de identidades que fortalecieron o debilitaron la valoración del contexto, el mundo de sentido, las relaciones simbólico-afectivas de los actores, en especial del campesinado, y la fuerza de los conflictos o de las alianzas.
Las múltiples identidades formadas por los actores del agro han creado una red de relaciones muy compleja en la que se tejen y destejen vínculos, oportunidades, valores y, por consiguiente, instituciones y formas de poder. El mundo rural de cada día, más amplio que el del pasado, está lleno de actores que buscan imponer su propios valores, por lo que ha forjado una conciencia y una actitud “cosmopolita”30 en el campesinado. Esta característica le ha permitido entender las oportunidades y tomar decisiones sobre su futuro, demandar sus derechos, enriquecer el repertorio de sus protestas, disputar las opciones productivas y, sobre todo, exigir su reconocimiento como ciudadanos plenos31.
El período posterior al Frente Nacional ha hecho más compleja la cuestión agraria por los procesos políticos desatados por la confrontación entre actores viejos y nuevos en el campo, por los nuevos productos promovidos por la mafia y las tendencias de la agricultura, por los procesos de negociación con la guerrila y las políticas de descentralización.
Se ha ido formando un nuevo contexto que presenta manifestaciones muy variadas: es más dinámica la interacción entre cultura y política al resaltarse lo local y lo regional; el criterio de uso de la tierra ha dado paso al de control territorial; se han modificado los contextos relacionales y, en consecuencia, el carácter de los conflictos; la institucionalidad local se ha llenado de otras formas que operan relaciones distintas con el centro político y administrativo; se han fortalecido los procesos de control territorial por el cambio en la autoridad sobre los medios de violencia, y se han creado nuevas redes de solidaridad y lealtades entre actores que promueven intereses comunes o generales32.
Estos cambios han formado nuevas identidades en las élites y en los grupos populares y han modificado la estructura de oportunidades a partir de la cual los sujetos toman sus decisiones. También han desplazado al campesinado del protagonismo de los conflictos para privilegiar las disputas de actores más visibles33. En esta situación, el campesinado ha tenido que valorar las opciones en juego y obrar en consecuencia.
La conclusión a que se llega apunta a que el ejercicio político desplegado por las élites en el poder, en particular en las últimas décadas, ha establecido también una ruptura con el esquema elegido para el desarrollo del agro y de la economía. Propuestas de modernización productiva se cruzaron con la barbarie política.
Se puede argumentar que la acción política de las élites fue compatible con el modelo económico y apropiada para sus intereses. Quizá es más lo segundo que lo primero; ejemplo de ello es que el no resolver la cuestión agraria –en términos bien de redistribuir la propiedad y crear condiciones para una mejor calidad de vida y reconocer a la población, o bien de expulsar tempranamente al campesinado– significa tener hoy el conflicto que se tiene.
En síntesis, no ha habido consistencia entre las razones tecnológicas que impulsan el desarrollo agrario, los principios que inspiran el crecimiento económico y el ejercicio de la política. La sociedad rural ha vivido por mucho tiempo en un conflicto vivo y la sociedad urbana parece no darse cuenta de ello; sólo aprecia algunos de sus enfrentamientos parciales y una profunda indiferencia por los derechos, en particular, del campesinado.
La sociedad rural vive períodos de moda cuando los procesos de negociación con la guerrila son intensos; pasadas estas coyunturas, cae en el olvido. Las causas fundamentales para que esto ocurra parecen ser dos: una, la lógica “moderna” de la economía y la política subvaloran el tema y, dos, se desconoce mucho de lo que pasa en estas sociedades. Un ejercicio sencillo entre ciudadanos corrientes sobre imágenes e imaginarios rurales permite ver que a los sujetos rurales aún se les liga a prácticas y sentimientos atávicos, amarrados al pasado y al atraso. Por ello las acciones a futuro parecen requerir el que se conozca a los actores, para no homogenizar lo que es profundamente heterogéneo.
Puntos tan álgidos como el de la tierra exigen preguntarse ¿para qué la tierra?, ¿cuáles los regímenes productivos para su uso?, ¿cuáles las organizaciones e instituciones que intervengan sobre ella? Quizá deba aceptarse que la sociedad rural no admite un único modelo tecnológico productivo, una única identidad de los sujetos, una sola opción basada en el crecimiento.
La sociedad rural es heterogénea, lo es el campesinado, lo son los ecosistemas. Debieran primar entonces criterios de ordenamiento ambiental para pensar en el uso de los recursos y en el vínculo ecosistemacultura, más que el ordenamiento administrativo o sólo cultural. Debiera pensarse que la globalización brinda la oportunidad de la emergencia y exposición de lo local y no propiamente su destrucción; en este caso, el campesinado tiene la opción de ejercer como tal.
Es necesario que la cuestión rural vuelva a ser materia de análisis y reflexión pues ha desaparecido la discusión sobre el tema. La tierra y la reforma agraria son parte del problema, pero no son todo el problema; hemos argumentado que las dificultades de redistribución exigen también los de reconocimiento.
Lo rural es una realidad con potencial en todos los ámbitos y, usualmente, no ha sido considerado en las políticas más allá de lo productivo y comercial, es decir, lo agropecuario; y en lo ideológico más de allá de la acción colectiva.
Los debates sobre el proceso de paz y el desarrollo requieren entonces unos marcos de referencia para la discusión de lo agrario y ello pasa por entenderlo en su importancia para el país. ¿Podemos ser sólo urbanos e industrializados?, ¿es eso real y es posible?34.
1 Balcázar, A., Vargas, A. y Orozco, M. (1998), Del proteccionismo agrario a la apertura. ¿El camino a la modernización agropecuaria?, Misión Rural Vol. 1, IICA, TM Editores, Bogotá. Se calcula una tasa de cambio porcentual comparando 1970 con 1997, con base en el Anexo Estadístico. El dato de valor es a precios constantes de 1975.
2 Ibid, Anexo Cuadro 8.
3 Ver Machado, Absalón (1998), La cuestión agraria a fines del milenio, El Ancora Editores, Bogotá. Cuadros 14 y 16. La información no incluye a Antioquia, Vichada, Guaviare, San Andrés, Chocó, Putumayo, Guainía y Amazonas.
4 El inventario de ganado bovino aumentó 53.6% en 1998 (25.279,2 miles de cabezas) con respecto a 1970 (16.459,2 miles), con crecimiento más rápido en los años setenta y noventa. Ver Balcázar (1998), op. cit. Las actividades pecuarias pasaron de aportar el 39.31% del valor agregado del sector agropecuario en 1980 al 46.58% estimado en 1995, en tanto la agricultura sin café cayó del 43.82% al 39.07% en los mismos años. Ver Kalmanovitz, S. y López, E. (1998), “La agricultura en Colombia: su contribución al crecimiento equitativo”, Banco de la República, borrador.
5 Balcázar et al. (1998), Ob. cit.
6 Por ejemplo, el arancel ponderado para el arroz blanco pasó de 40.24% en 1991 a 20% en 1992, pero subió al 37.08% en 1993 y 43.17% en 1995. En los años siguientes se ha comportado según la coyuntura, atendiendo a la banda fijada para la definición de precios. El arancel de otros productos ha tenido un comportamiento cíclico similar, con la excepción del correspondiente a la soya que cayó sistemáticamente del 41.41% en 1991 a 5.99% en 1997. Ver Balcázar et al. (1998), ob. cit. Cuadro 39.
7 Los ocupados pasaron de 4.945,7 miles de personas en noviembre de 1988 a 5.496,0 miles en septiembre de 1996. El aumento absoluto refleja una disminución porcentual en el total del empleo porque aumentaron en números absolutos tanto la población total rural (de 13.049,9 miles a 14.292,5) como aquella en edad de trabajar (de 9.563,3 miles a 10.672,5). El empleo cafetero pasó de 832.3 miles de empleos en 1992 a 631.1 miles en 1994 y 595.7 miles en 1997, con fuerte impacto tanto en la caficultura tradicional como en la tecnificada. Ver Balcázar et al (1998).
8 Ibid. Es difícil documentar la trayectoria histórica de este cambio, por problemas de información estadística. Ulpiano Ayala, por ejemplo, calculó para 1988 la participación en actividades agropecuarias en el 71.6%, y Alvaro Reyes y Jaime Martínez estimaron este dato en 65.9% para 1993. Independientemente de las diferencias en las mediciones, todos los autores coinciden en la tendencia señalada, de reducción del peso agropecuario en el empleo rural. Ver Ayala, U. (1989). “Contribución al diagnóstico de la deuda social rural en Colombia”. En Minagricultura, El agro y la cuestión social, Bogotá, y Reyes, A. y Martínez, J. (1993). “Funcionamiento de los mercados de trabajo rurales en Colombia”, en: González, Clara y Jaramillo, Carlos Competitividad sin pobreza. Estudios para el desarrollo del campo en Colombia. Fonade, TM Editores, Bogotá.
9 Reyes y Martínez (1993), Ob. cit.
10 Se estima que si se contabiliza el trabajo “oculto” de las mujeres en el hogar y en la parcela, que usualmente no se registra, la tasa global de participación de la mujer rural pasaría del 24.6% al 44.3% en 1988 y del 32% al 48% en 1995. Ver Gómez, A., y Duque, M. (1998), Tras el velo de la pobreza. La pobreza rural en Colombia y los desafíos para el nuevo milenio. Misión Rural Vol.3, IICA, TM Editores, Bogotá.
11 Los ingresos no laborales están constituidos por rentas, pensiones, intereses y transferencias. Ver Gómez y Duque (1998), Ob. cit.
12 Estimaciones con base en la Revista “Noche y Niebla”, de Justicia y Paz y el CINEP, varios números.
13 Las exportaciones se concentran en café, banano y flores (alrededor del 70% del total), y algunos productos agroindustriales con peso del azúcar (46% de las agroindustriales). El total de exportaciones agropecuarias pasó de US$2.736,2 millones en 1991 a US$3.401,6 millones en 1996. Bacázar et al. (1998), Ob. cit.
14 Las importaciones agropecuarias totales pasaron de US$378,6 millones en 1991 a US$1.852,9 millones en 1996 y en volumen de 1.035,4 miles de toneladas a 3.767,9 en los mismos años. Ibid.
15 Machado, Absalón et al. (1993), Democracia con campesinos o campesinos sin democracia. Fondo DRI, IICA y Universidad del Valle, Bogotá. Y Forero, Jaime (1999), Economía y sociedad rural en los Andes colombianos, IER, Universidad Javeriana, Bogotá.
16 Forero (1999), Ob. cit. Para la discusión sobre estructura de oportunidades, ver Romero, Mauricio (1999). “Elites regionales, identidades y paramilitarismo en el Sinú”, en: Peñaranda y Guerrero, compiladores, De las armas a la política, TM Editores, IEPRI, Bogotá.
17 Salgado, Carlos y Prada, Esmeralda (2000), Campesinado y protesta social. Colombia 1980-1995. CINEP, en prensa.
18 CODHES (1997). Boletín No. 6, Bogotá, marzo y CODHES (1996). “Consultoría para los derechos humanos y el desplazamiento”. Bogotá.
19 Salgado y Prada (2000), Ob. cit. La estimación sobre el número de habitantes campesinos es de Machado, Absalón et al. (1995), Censo de Minifundio en Colombia, Ministerio de Agricultura e IICA, Bogotá.
20 Gómez y Duque (1998), Ob. cit.
21 González, Jorge Iván (1999). “El deterioro estructural del capital humano atenta contra los derechos económicos, sociales y culturales”. Plataforma Colombiana de Derechos Humanos, Democracia y Desarrollo, Bogotá.
22 Kalmanovitz y López (1998), Ob. cit.
23 Machado (1998), Ob. cit., p. 73. El índice Gini pasó de 85.13 en 1984 a 88.00 en 1996.
24 Ibid, Datos para 1995. Ver Cuadro 32, p. 99.
25 Márquez, Germán (1999), “Vegetación, población y huella ecológica como indicadores de sostenibilidad en Colombia”. IDEA, UN, Bogotá. Borrador. La hipótesis central de este trabajo es “que el deterioro ambiental se relaciona con el de las condiciones de vida y en consecuencia con muchos de los males económicos, sociales y políticos que afectan y han afectado al país” p. 1. Se encuentra “que 475 municipios, esto es algo más del 45% de los 1.053 municipios del país, están completamente transformados por acción humana, es decir conservan menos del 10% de su cobertura de vegetación natural; otros 252 tienen menos del 30%...Otros 241 (20.3%) municipios colombianos, con una población de 9.233.809 (27.9%) están parcialmente transformados... Por último, sólo 112 (10.6%) de los municipios pueden considerarse conservados”, p. 17.
26 Estas preguntas han sido trabajadas en un Seminario académico sobre Problemas Agrarios y Campesinos, con la participación de Absalón Machado, Elcy Corrales, Camilo Castellanos, Enrique López, Jaime Forero, Leopoldo Múnera, Margarita Flórez y Carlos Salgado.
27 Absalón Machado ha insistido, en particular en su último libro, en la necesidad de considerar la cuestión agraria en todas sus dimensiones. Dice que “Al acercarse el fin del milenio, los colombianos, su clase dirigente y el Estado mismo no pueden sentirse libres de culpa sobre lo sucedido en el sector rural. Los problemas de pobreza, violencia, concentración de la propiedad y destrucción de los recursos naturales; el uso irracional del suelo, el agotamiento de las fuentes de agua en las vertientes y su contaminación en las zonas planas; el permanente éxodo rural sin sustento en un desarrollo industrial dinámico; la minifundización, el fracaso de la reforma agraria, la debilidad del Ministerio de Agricultura y de las entidades que prestan servicio en el sector y el creciente desasosiego social, unido a las dificultades que tienen los productores para competir en los mercados, son algunos de los temas que preocupan a un país lleno de vitalidad y ansias de desarrollo y cambio”. Machado (1998), Ob. cit., p. 12.
28 Balcázar et al. (1998), Los productos son: arroz, cebada, maíz, sorgo, trigo, ajonjolí, fríjol, soya, maní, algodón, papa, tomate, cebolla, cacao, caña de azúcar, tabaco, ñame, yuca, café.
29 Múnera, Leopoldo (1998), Rupturas y continuidades, IEPRI, Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Nacional y CEREC, Bogotá.
30 En el sentido de tener que compartir sus experiencias y espacios con agentes provenientes de otras culturas. En el lenguaje universal, lo “cosmopolita” implica aceptar a los demás como forma de ser aceptado uno mismo; la “originalidad de la copia” propia de nuestros países implica, en este caso, la sustitución de la aceptación por la imposición porque lleva implícita la idea de control y dominio, o de poder. El campesinado ha tenido que negociar con estas nuevas relaciones y ha perdido o ha ganado según las oportunidades que le brinden.
31 La necesidad de trabajar no sólo sobre las exigencias de redistribución sino sobre la política de reconocimiento como parte de un mismo campo que se basa en el pluralismo de valores y la justicia social, es el eje del trabajo de Nancy Fraser. Ver “La justicia social en la época de la política de identidad: redistribución, reconocimiento y participación”, en: Estudios Sociales, CIJUS, noviembre de 1997.
32 Romero (1999), Ob. cit.
33 Ibid.
34 Las preguntas son de Elcy Corrales.
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Fabiola Campillo*
* Socióloga colombiana. Especialista en desarrollo rural de la Sorbonne, Francia. Fue responsable de los temas de género, mujer y desarrollo para los países de América Latina en la FAO y el Instituto Interamericano de Cooperación Agrícola. En la actualidad es consultora internacional para varias agencias de cooperación de Naciones Unidas y también no gubernamentales. Presidenta de Consultorías FUTURA.
Este trabajo parte de la revisión de dos escuelas económicas: la neoclásica y la marxista y muestra cómo, desde ángulos opuestos, las dos corrientes de pensamiento que iluminaron la economía de fines del siglo XIX y el XX, lograron tener los mismos supuestos conceptuales sexistas y recrearon la exclusión patriarcal en el trabajo doméstico femenino.
Las mujeres del mundo se encuentran en la encrucijada entre la participación en la producción económicamente remunerada –opcional para algunas y necesaria para la sobrevivencia para la gran mayoría– y el trabajo para garantizar la reproducción biológica y social de los miembros del hogar. Es la encrucijada entre la calle y la casa. En la primera, los espacios para ellas son todavía restringidos y discriminados. En la segunda, el trabajo es arduo, no reconocido, pero se acompaña de legitimidad social.
La economía real se mueve en dos ámbitos, el de la economía de la producción y el de la economía del cuidado, la reproducción y el bienestar de las personas. Como bien lo define Diane Elson “Tenemos dos economías: una economía en la que las personas reciben un salario por producir cosas que se venden en los mercados o que se financian a través de impuestos. Esta es la economía de los bienes, la que todo el mundo considera “la economía” propiamente dicha, y por otro lado tenemos la economía oculta, invisible, la economía del cuidado” (Elson 1995). Lo que las diferencia es que el trabajo que se realiza en la segunda no es remunerado, no se contabiliza y, sobre todo, es realizado principalmente por las mujeres del mundo, sin distinción de edad, raza o etnia.
Las necesarias interrelaciones entre las dos economías hacen que medidas de política en la esfera macroeconómica tengan efectos en la esfera microeconómica y al mismo tiempo, las relaciones sociales en la esfera microeconómica, condicionen la respuesta de la población a las medidas de carácter macro. En concreto, las relaciones entre mujeres y hombres, de diferentes edades y con intereses diversos, explicará el comportamiento social que es posible prever o los efectos diferenciados que las políticas macro pueden generar.
Este trabajo pretende mostrar cómo la economía de la producción, o mejor sus pensadores, perciben o no a la otra economía, la del cuidado y la reproducción. Se da una mirada a los principales enfoques económicos de los últimos tiempos, el de la teoría neoclásica y el del marxismo, para descubrir que a pesar de tantos elementos en que son divergentes, cuentan con aspectos comunes en la consideración del trabajo doméstico. El principal es el de no conectar la separación de los trabajos para la producción y para el cuidado con la desigualdad e inequidades entre hombres y mujeres.
La primera parte introduce el concepto de actividades o trabajo doméstico, realizado en el hogar, por miembros del hogar y para satisfacer necesidades de los mismos, sin pasar por el mercado. Es realizado, en todo el mundo, mayoritariamente por las mujeres quienes garantizan tanto la reproducción biológica de la especie y la unidad familiar, como la reproducción social de los miembros de la misma. A diferencia de la biológica, que atiende al proceso de dar vida, procrear y hacer crecer a los seres, la reproducción social incluye no sólo la alimentación de los miembros del hogar, sino elementos no materiales que conforman la socialización: la transmisión de valores, identidades y roles, el desarrollo de capacidades y habilidades para desempeñarse en la vida, las normas de comportamiento, etcétera.
No se considera en este ensayo el trabajo doméstico remunerado pues en la medida en que es transado en el mercado, hace parte de la economía productiva. Continúa en la segunda parte con una revisión de los principales enfoques económicos, señalando los puntos en común con respecto a las relaciones de género.
La tercera parte discute acerca de los efectos de la disociación entre una y otra economía, efectos que tienen resultados aún más desalentadores en la desigualdad de género. Dichos efectos se refieren a la transferencia de valor de la economía productiva a la reproductiva, a las oportunidades diferenciadas que tienen mujeres y hombres para entrar y permanecer en los mercados de trabajo, al trabajo productivo que se esconde en el trabajo doméstico y por tanto se subestima, al diseño de políticas y programas sociales y a los registros estadísticos.
La cuarta parte presenta algunos intentos de medición del trabajo no remunerado, indicando cifras de la magnitud del mismo que se oculta en los sistemas actuales de cuentas nacionales. En la quinta se incluyen consideraciones sobre el problema en el contexto actual de globalización económica y se cierra con una conclusión sobre lo imprescindible de incluir el trabajo de la economía del cuidado y el bienestar en cualquier paradigma de desarrollo que tenga entre sus postulados la equidad y la eficiencia económica.
Son varios los y las autoras que han tratado de delimitar y establecer la naturaleza del trabajo doméstico. Ya desde inicios de siglo hubo referencias a este trabajo, siempre asociadas al estatus de la mujer. Ulla Koch (1996) descubre dos ensayos del economista Veblen sobre la institución matrimonial y los roles de las mujeres, publicados hace un siglo “The barbarian status of women y the Economic theory of women’s dress”. Veblen se refiere al papel de las mujeres en unidades económicas adineradas, como el de demostrar la fuerza pecuniaria de su unidad social mediante un notable consumo improductivo (Veblen 1954: 68 citado por Koch).
En una etapa posterior, la consolidación del proceso de industrialización hizo posible la separación neta entre los espacios económicos para la producción de mercancías en las fábricas y el espacio de la casa para la producción de bienes y servicios para el consumo de los miembros del hogar. Margaret Reid introdujo un estudio pionero sobre el trabajo doméstico en 1934, “Economic of Household Production”, en el cual definió así esta categoría: “la producción en el hogar consiste en esas actividades no remuneradas que son llevadas a cabo por y para sus miembros; actividades que podrían ser reemplazadas por bienes de mercado o servicios pagados, si circunstancias tales como ingreso, condiciones del mercado o inclinaciones personales permitieran que el servicio fuera delegado en alguien fuera del grupo del hogar” (citado por Gardiner 1996: 148).
El trabajo doméstico incluye el cuidado de los niños y las niñas, de los ancianos de ambos sexos, la limpieza de la casa y sus alrededores, el cuidado de la ropa, la transformación de alimentos, el transporte de niños y niñas, y las compras relativas a todas estas tareas. Es realizado principalmente por mujeres: esposas, madres, hijas, amas de casa y cuenta con la contribución de los miembros dependientes que están en el hogar, cuando su edad y condición de salud les permite realizarlo.
En la distinción entre la parte de las actividades domésticas que es económica y la que no lo es, Reid introdujo el llamado criterio de “tercera persona”, en lo que fue respaldada más tarde por otras economistas. Según este criterio, si una actividad del hogar puede y es delegada a un(a) trabajador(a) asalariada, la actividad debe considerarse económicamente productiva.
Como se ve, esta definición se centra en el enfoque de que lo económicamente productivo es lo que se monetiza, independientemente del valor que pueda tener el servicio o bien generado, para resolver necesidades. Esta manera de abordar el problema se mantendrá hasta los años setenta.
Luisella Goldschmidth-Clermont ilustra las características comunes al trabajo doméstico: el sitio de la casa y sus alrededores inmediatos son el principal lugar de producción y consumo; el trabajo es suplido por miembros del hogar, mayoritariamente por mujeres y niños(as); los bienes y servicios son directamente consumidos por miembros del hogar o de la comunidad sin mediar transacciones monetarias.
Existe otro tipo de actividades que se relacionan cercanamente con las actividades domésticas en contenido, modo de producción y destino, tales como el transporte de los miembros del hogar al trabajo o la escuela, la recolección de agua y de leña para proveer energía a los hogares en comunidades rurales. (Goldschmidt-Clermont 1987).
El trabajo doméstico difiere del trabajo denominado económico, no sólo por el hecho de que no se remunera, sino por la naturaleza y forma que asume el proceso de generar bienes y servicios para que los consuman los miembros del hogar sin pasar por el mercado. Es la forma como se organiza, sin una división de tareas fijas, con secuencias y horarios flexibles, dependiendo de las oportunidades de manejo del tiempo y gustos de quienes lo conducen y la no estandarización del proceso y sus productos, lo que lo hace artesanal (Todaro y Galvez 1997). El trabajo doméstico es definido así por algunas autoras como un trabajo de carácter artesanal, aunque contenga elementos de progreso tecnológico.
Otros elementos se relacionan con las condiciones en que se realiza el proceso de trabajo: En primer lugar, él o la trabajadora no están separados de los medios de producción ni sujetos a una división técnica del trabajo; conservan en todo momento el control y dirección del proceso. En segundo lugar, su campo de acción no es fácil de determinar, pues en algunas tareas se confunde con expresiones de afecto y valores como solidaridad, altruismo, protección a los más frágiles, todo lo cual ayuda a entender que este trabajo tenga relación con la economía de mercado, por medio de vínculos ideológicos. Por último, tampoco hay una separación de las funciones de dirección y coordinación, de un lado, y las de realización práctica de bienes y servicios, de otro.
En una óptica marxista, De Barbieri (1975) hace énfasis en que el objeto principal del trabajo doméstico es atender a las necesidades de consumo individual de las personas que integran el hogar y asegurar el mantenimiento, reposición y reproducción de la fuerza de trabajo. Pero a diferencia de algunos bienes y servicios que pueden satisfacer estas necesidades de manera socializada (salud, alimentación en escuelas, etc.) se realiza en la esfera privada. Para la autora, en tanto no son bienes que pasan por el mercado, se consideran valores de uso, trabajo útil, pero no creador de valor.
Como veremos más adelante en la revisión de la consideración del trabajo doméstico en las teorías económicas, las feministas marxistas ponen el acento en que “por medio de la producción de valores de uso que no se venden en el mercado, el trabajo doméstico mantiene una mercancía que se transa o se transará en el mercado” (Ibid: 132).
Aunque, como ya dijimos, la mayor parte del trabajo doméstico lo realizan las mujeres en los hogares, este trabajo puede ser sustituido mediante diferentes formas:
Amplios grupos de mujeres en sociedades urbanas de América Latina, como en el caso de las ciudades capitales de Chile, Perú y Bolivia, han inventado formas comunitarias de sustitución del trabajo doméstico no contenidas en la lista anterior, como los denominados “comedores populares” y “ollas comunes”, las cuales no son otra cosa que nuevas formas de sobrevivencia que conjugan el trabajo doméstico y el productivo fuera del hogar. Lo que muchos saludan como un gran progreso organizativo de las mujeres, y lo es, también puede ser visto como una forma colectiva, más eficiente, de paliar la crisis y eludir la responsabilidad estatal.
En síntesis, estamos frente a un trabajo de tipo artesanal, que se realiza en los hogares y por sus miembros, vinculado al mercado como insumo para la venta de otro producto, la fuerza o capacidad de trabajo, regulado por mecanismos ideológicos y valorativos, al que no se le asigna valor sino sólo en tanto puede ser sustituido con bienes y servicios provenientes del mercado.
Los estudios y debates de las mujeres sobre la división sexual del trabajo estimada como el eje de la subordinación de género, han llamado la atención sobre tres elementos característicos del trabajo doméstico: su invisibilidad, su no contabilidad y su no remuneración, todos los cuales tienen relación entre sí.
La invisibilidad está relacionada con la apreciación de las actividades del hogar como la expresión “natural”, por extensión, de las funciones reproductivas femeninas. La ideología patriarcal logró incluir y legitimar en los roles de las mujeres, consideradas ante todo madres o productoras biológicas que procrean, dan a luz y amamantan, todas las actividades de cuidado de los miembros del hogar y su reproducción social.
La no contabilidad tiene que ver con lo anterior y con la consideración de que lo que no produce directa/ riqueza, no se registra como un proceso económico. De aquí que se desarrollen sistemas contables orientados a unidades típicamente económicas, en tanto su propósito es la producción de bienes y servicios transables en el mercado nacional o internacional.
La no remuneración se deriva de las dos anteriores (no se ve ni se cuenta), pero esencialmente tiene que ver con:
Desde la II Conferencia Mundial sobre la Mujer, en Copenhague en 1980, el tema del trabajo doméstico como espacio de subordinación y transferencia a la economía de mercado, se incluyó en la agenda del movimiento de las mujeres. En la III Conferencia, celebrada en Nairobi, en 1985, el plan de acción adoptado por los gobiernos y denominado “Estrategias de Nairobi para el Avance de la Mujer”, recomendó hacer esfuerzos para medir y reflejar en las estadísticas y cuentas nacionales, las contribuciones no remuneradas de las mujeres a la agricultura, la producción de alimentos, la reproducción y las actividades domésticas.
Pero antes de estos señalamientos de las mujeres, ¿cómo abordó la teoría económica el trabajo doméstico? Dos son los principales enfoques económicos que han iluminado el desarrollo de la economía: la economía neoclásica y la marxista. Ambos enfoques han dejado por fuera de su análisis el meollo central del trabajo doméstico, aunque por razones y supuestos teóricos distintos.
Quienes han revisado en detalle la evolución de las teorías económicas a la luz de las consideraciones de género (Elson; Gardiner; Benería, Koch, Feldman, entre otras), encuentran rasgos comunes entre los dos grandes enfoques, en lo que se refiere a las motivaciones, los supuestos, el uso de tiempo y la toma de decisiones.
La Nueva Economía Doméstica que surge en los Estados Unidos con Moncer y Becker en los años sesenta, antecedidos por Reid en los treinta, señala que la motivación altruista en el hogar contrasta con la motivación por el propio interés en el mercado. Este enfoque supone que los miembros del hogar eligen la división del trabajo entre estas dos esferas, con el fin de maximizar el uso del tiempo.
Por su parte, la teoría marxista sobre el trabajo doméstico, supone que la solidaridad de clase que se materializa en la esfera doméstica se opone a los intereses de clase que imprimen y dan dinámica al mercado. Mientras en éste las relaciones de poder condicionan la explotación de los trabajadores y los beneficios que puedan recibir por el trabajo realizado, en la economía de lo doméstico predominan principios de solidaridad de clase que suponen intereses comunes de los miembros del hogar (Gardiner 1996).
En la Nueva Economía Doméstica, el supuesto central es que el provecho que se deriva al garantizar el consumo en el hogar compensa el sacrificio de no participar en el mercado de trabajo. El denominado “costo de oportunidad” del trabajo se acompaña de otras hipótesis asociadas: que las tareas relativas al cuidado de los miembros del hogar se realizan de manera más eficaz en el hogar que en el mercado; que existen diferencias intrínsecas de productividad entre hombres y mujeres; que la especialización de las tareas ente mujeres y hombres en las esferas de mercado y de lo doméstico, a su vez, redunda en una mayor productividad para ambos (Gardiner 1996).
Como lo señala Feldman (1992) estos argumentos implican que compartir los roles y obligaciones sociales es menos eficiente que la división del trabajo entre la casa y el mercado.
El argumento más importante en la teoría marxista es el de que el trabajo que no pasa por el mercado, genera tan sólo una utilidad social, un valor de uso, que difiere sustantivamente del que se mercantiliza, que conlleva un valor de cambio y contribuye económicamente a la generación de plusvalor para quien se apropia de ese trabajo y sus resultados.
A partir de la aplicación de la dicotomía valor de uso/valor de cambio al estudio del trabajo doméstico, se generaron tres posiciones divergentes en el Debate sobre Trabajo Doméstico adelantado por economistas marxistas en los años setenta: a) el trabajo doméstico genera plusvalor, por lo cual las amas de casa están vinculadas al proceso de acumulación de capital y son agentes importantes en la lucha de clases; b) el trabajo doméstico no genera plusvalor y por lo tanto las mujeres tienen un potencial revolucionario limitado; c) el trabajo doméstico es un modo de producción separado, no capitalista pero subordinado al capitalismo (Koch 1996).
En la perspectiva de la teoría marxista, los trabajadores no tienen otra alternativa que vender su fuerza de trabajo para ganarse la vida, en un contexto de explotación al que se le puede hacer resistencia desde el hogar donde los intereses son comunes. Como lo señala Koch, este enfoque supone que las mujeres son amas de casa en hogares de asalariados y que las familias que devengan uno o más salarios constituyen una unidad de intereses comunes en cuanto a la distribución y uso de la remuneración recibida. Quienes anotaron que en las unidades familiares se vive una permanente lucha de intereses entre sus miembros sobre la magnitud y división del trabajo doméstico, así como sobre el uso de los ingresos, parecieron no encontrar mucho eco en los economistas marxistas.
En la teoría neoclásica, el tiempo de trabajo es un bien escaso que se regula entre los miembros del hogar y los espacios de producción y reproducción, atendiendo siempre al criterio de eficiencia. En la teoría marxista esta regulación tiene que ver con la abundancia de fuerza de trabajo, la fuerza de reserva y con la capacidad de negociación de la clase trabajadora. Pero en ambos casos, históricamente, esa regulación sólo se materializó en la esfera de la producción para el mercado. Implícitamente se supone que el tiempo de las mujeres es de una infinita flexibilidad.
Trabajadores y patronos han negociado históricamente el tiempo de trabajo por una unidad de salario recibido. En el caso de las trabajadoras no remuneradas, la negociación discurre en la esfera privada y, por lo tanto, en apariencia no es objeto de regulación por las instituciones públicas. En las sociedades capitalistas la tecnología parece haber sido la forma de ahorro en el tiempo del trabajo no remunerado; en las socialistas, la socialización de servicios públicos para el cuidado de miembros del hogar (guarderías, unidades de salud, comedores en lugares de trabajo, por ejemplo) y provisión de bienes por el Estado.
Dos elementos centrales de la desigualdad de género quedaron por fuera en estas teorías: en ningún caso se puso en duda la elasticidad de la jornada, simple o doble, realizada por las mujeres; las negociaciones sobre la división del trabajo se realizan en la esfera privada, espacio en el que los hombres cuentan con una posición ventajosa.
En la economía neoclásica, las decisiones se basan en criterios de eficiencia y como tal, son positivas para todos los miembros del hogar. En la economía marxista el criterio central es el del sacrificio por el salario recibido y lo importante es resistir a la explotación global de la familia. Una vez más, se asume que existe consenso de intereses en los miembros del hogar y que los beneficios recibidos por el trabajo remunerado se distribuyen de manera igualitaria.
Tal vez el asunto más escondido en estos enfoques es que el control de ambos, decisiones y beneficios, lo tienen principalmente los hombres, con lo cual el supuesto distributivo se invalida. Estudios de todo tipo de organizaciones, desde las ONGs hasta la banca internacional, han confirmado que hay dos brechas en este terreno. La primera es entre quienes tienen y no tienen acceso a los recursos, decisiones y beneficios; la segunda, entre quienes tienen acceso pero no tienen control. En la primera hay una exclusión total de quienes no participan, en la segunda una exclusión parcial; ambas conducen a restricciones en los derechos de las mujeres.
En una revisión de la evolución histórica del estudio del trabajo doméstico, Koch encuentra que este evolucionó desde los comienzos de la industrialización, cuando el problema del trabajo fuera del mercado estaba relacionado con el estatus de las mujeres y su grado de independencia de la sociedad, pasando por la consolidación del desarrollo industrial, en la cual las mujeres llegan a ser consideradas principalmente consumidoras –en la teoría neoclásica–, hasta épocas recientes en las que el movimiento de mujeres se centró en el estatus productivo de las mujeres y en responder a la pregunta de ¿cuáles son las causas de la opresión de las mujeres?
Se puede apreciar en el debate, al interior de los dos enfoques y no entre ellos en torno al trabajo doméstico, que no existe un vínculo que ligue conceptualmente la división del trabajo entre hombres y mujeres y el problema de la subordinación de las últimas a los primeros. Por ello, el trabajo no remunerado puede mantenerse invisible, no contabilizado y no retribuido económicamente.
La crítica a estas dos escuelas de pensamiento reveló al menos cinco sesgos de género:
Mantener el trabajo doméstico no remunerado en manos de las mujeres y los menores, tiene efectos que se relacionan con subsidios a la producción para el mercado, oportunidades diferenciadas por género en el mercado laboral y los ingresos, la orientación y la forma de organización de los servicios sociales, el ocultamiento de algunos tipos de trabajo productivo y el mantenimiento de rígidos conceptos de trabajo y empleo.
El primer efecto es el de subsidiar la producción para el mercado. Esto se realiza de varias maneras:
Sin duda al asignar a las mujeres la responsabilidad principal del cuidado de los miembros del hogar, sus posibilidades de acceder a los sectores más dinámicos del empleo, de trabajar la jornada completa y de no interrumpir la vida laboral, de incrementar sus niveles de entrenamiento, son restringidas frente a las de los hombres. Durante décadas, los responsables de las decisiones del hogar consideraron sin utilidad enviar a las niñas a la escuela, ya que no se preveían perspectivas de inserción en el mercado laboral y, por lo tanto, no retribuirían la inversión con ingresos adicionales en el futuro.
Las tareas domésticas inclinan la balanza desfavorablemente en el acceso de las mujeres al mercado de trabajo. Según la CEPAL, “mientras el nivel de participación en el mercado laboral de los hombres que son jefes de hogar fluctúa entre 80% y 90%, el de las mujeres es de 40% a 60%, en las zonas urbanas”. (CEPAL 1995).
Los datos de la OIT analizados por Rangel de Paiva Abreu indican que “no obstante ciertos avances de la participación femenina en el trabajo de la región (América Latina) las mujeres siguen representando, de hecho, la mayor proporción de personas implicadas en ocupaciones más precarias de los sectores formal e informal “ (Abreu 1995: 86).
No es claro pues que el acceso al trabajo en la calle, modifique las ataduras con el trabajo doméstico. Como lo anota Helen Safa con ocasión de un estudio comparativo realizado en tres países caribeños, Cuba, Puerto Rico y República Dominicana, “en parte, el confinamiento de las mujeres a la casa ha sido reemplazado por la segregación ocupacional, que permite a las mujeres una representación limitada en el lugar de trabajo en ocupaciones femeninas que son a menudo una extensión de sus roles femeninos, aún en profesiones tales como la enseñanza y la enfermería”( Safa 1995: 177).
No es entonces gratuito que la mayor participación de las mujeres se dé en la base de la pirámide ocupacional y que sus condiciones de contratación y remuneración tiendan a ser más desventajosas.
Adicionalmente, en tiempos de crisis, las amas de casa se ven enfrentadas a un dilema complejo: salir al mercado porque los ingresos del hogar no son suficientes y simultáneamente, extender la inversión de tiempo para el trabajo doméstico porque se han transferido al hogar la producción de bienes y servicios que antes prestaba el Estado. Esto último puede paliarse, como sucede mayoritariamente en sociedades en desarrollo en las cuales hay abundancia de fuerza de trabajo para realizar remuneradamente las actividades domésticas, con la contratación de empleadas y empleados, pero ello tiene un efecto de recorte sobre los nuevos ingresos generados.
Los sesgos de género en las oportunidades laborales se hacen más agudos en los últimos años en los que las crisis económicas y los cambios sociales han generado un aumento significativo de los hogares del mundo en los que la única responsabilidad en su conducción económica la tienen las mujeres. La jefatura femenina de hogares en América Latina se acerca a un 25% en los 90, alcanzando cifras más elevadas en países como Honduras y El Salvador. Según la Comisión Económica para América Latina, “la extrema pobreza, particularmente en las zonas urbanas, afecta sobretodo a los hogares en los que no hay un cónyuge varón y en que la jefa del hogar debe encargarse de las tareas domésticas, además de aportar los recursos para su sustento”. (CEPAL 1995: 70).
El Estado no considera la posibilidad de socializar una serie de servicios de la esfera doméstica porque existe el colchón de amortiguación a la satisfacción de necesidades humanas que representa el trabajo no pagado en el hogar. La mayoría de las políticas públicas se formulan hoy con el supuesto implícito de que el Estado tiene la obligación de llenar el vacío que las mujeres no pueden cumplir porque cada vez más tienen que o eligen trabajar por fuera del hogar.
Así, algunas políticas sociales incluyen en su justificación los cambios que se generan cuando las mujeres dejan de atender las labores domésticas (niñez desatendida, drogas entre adolescentes, deserción escolar, etc.), lo que en algunos casos culpabiliza a las mujeres por fenómenos sociales producto aparente de su desatención al hogar, en lugar de hacer énfasis en que los servicios sociales deben responder a los derechos que tienen todos los seres humanos a iguales oportunidades y beneficios y a satisfacer sus necesidades en un contexto de igualdad.
En el marco de la privatización y la delegación de actividades de servicios a organizaciones de la sociedad civil, se produce otro recargo de funciones desde el Estado hacia el trabajo voluntario que, se presume, no cuesta y es realizado por mujeres y otros miembros de las comunidades por motivaciones altruistas del mismo tenor de las del trabajo doméstico. Es otra de las formas de abaratar las tareas de bienestar que corresponden al sector público.
En las unidades productivas no totalmente empresariales, como las unidades de producción campesinas, las comunidades indígenas, los negocios del sector informal de la economía, muchas actividades estrictamente productivas y vinculadas al mercado, no son contabilizadas ni consideradas trabajo por aparecer como una extensión del trabajo doméstico. Tal es el caso de la cría de animales menores o la huerta de frutales, de la participación de mujeres y niños en tareas de cosecha y desyerbe, o de la tienda de la esquina que requiere del trabajo de varios miembros de la familia.
Un estudio realizado por el IICA y el BID en 18 países de América Latina demostró que al reestimar la participación de las mujeres en el trabajo agropecuario, incluyendo las actividades que no habían sido consideradas como trabajo por parecer una extensión del trabajo doméstico o por subestimación del trabajo femenino por parte del o la informante, habían dejado de contabilizarse como trabajadoras cerca de 5.5 millones de mujeres de las zonas rurales. Oficialmente, ellas aparecían registradas como inactivas en las estadísticas oficiales. (Kleysen y Campillo 1996).
En Pakistán, donde el índice oficial de participación económica de las mujeres en la agricultura era sólo del 7%, el Banco Mundial reestimó esta cifra en 73%, con base en el censo agrícola de 1981. Con los datos oficiales se había omitido el trabajo de una cifra cercana a 12 millones de trabajadoras agrícolas. (Citado por British Council 1995). Si la tendencia parece ser la de ir poco a poco encontrando, de millones en millones, a las trabajadoras rurales perdidas, habría de esperarse un cambio radical en las políticas orientadas al desarrollo de la agricultura y las sociedades rurales.
Como lo demuestra con no poco humor y mucho realismo Marylin Waring, en muchos países del Tercer Mundo, el estiércol es recolectado, tratado y transportado por las mujeres y constituye un elemento clave en su economía, por su condición de fertilizante y combustible para cocinar. La leche, las pieles, la carne y todos los derivados animales se incluyen en las cuentas nacionales, pero el estiércol es dejado por fuera, a pesar del valor económico que pueda tener. En Nepal, se ha estimado en 8 millones de toneladas anuales de estiércol consumido como combustible, lo que puede significar enormes ahorros en la importación de combustible. ¿Quién paga ese ahorro en las arcas del Estado? (Citada por CIID 1998).
La combinación de la producción de mercancías con el espacio doméstico es también fuente de un elevado subregistro del trabajo femenino. Estudios sobre el sector informal han generado datos e indicadores al respecto. Para dar un ejemplo, en Brasil, más del 50% de las empleadas en pequeños establecimientos del sector urbano realiza su trabajo en un contexto doméstico (Abreu 1995: 86). Ello puede dar como resultado que la actividad no se declare ni se registre como económica, que se considere pero subestimadamente como una ayuda para producir otras mercancías. Por otra parte, el trabajo que queda oculto, no es imputado a los costos de producción de las unidades económicas que componen el sector informal de la economía, con lo cual hay una distorsión en la dinámica del sector y en los ingresos que podría generar. Por la vía de precios por debajo de los valores reales, estas unidades no empresariales están haciendo también una transferencia de valor al resto de la sociedad.
Aun cuando las estadísticas incluyen la categoría de “ayudante familiar sin remuneración”, lo cierto es que miembros de los hogares pueden no ser incluidos en ella, especialmente las mujeres si se declaran amas de casa o carecen de elementos para medir en horas o días el trabajo realizado para la producción de mercancías que se venden.
Los conceptos de trabajo y empleo usados por la economía se han formulado en el contexto de procesos industriales, urbanos, con una elevada organización del trabajo y con claras formas de contratación entre patronos y trabajadores, aún cuando en la humanidad han persistido formas, espacios y procesos de trabajo que no seguían esas pautas. Mantener estos conceptos, de manera rígida, significó enviar al rincón vergonzante al trabajo usado en las formas no industriales de producción.
Este factor es causa y efecto del mantenimiento de la división del trabajo entre los sexos como un hecho natural al que se le asignan especialidades cuasi biológicas. Causa porque al no registrarse como trabajo, se justifica ideológicamente que las mujeres –en esencia desocupadas– las niñas y los niños ayuden a los hombres a realizar, de la manera más eficiente posible, las labores que originan los ingresos monetarios del hogar. Efecto porque lo invisible carece de la fuerza necesaria para cambiar las normas y enfoques que orientan el registro y evaluación de las actividades económicas.
Otro aspecto importante es el de que las estadísticas y los análisis económicos, en general, parten de un supuesto errado al dividir a la población femenina en activas e inactivas según que produzcan o no bienes y servicios orientados al mercado. El asunto está en creer que las mujeres que trabajan fuera del hogar no se ocupan de las actividades domésticas. Un estudio realizado en la Argentina por Feijóo y Jelin, demostró que si se agrega el tiempo de trabajo dedicado a las tareas domésticas, “las mujeres con trabajos remunerados tienen una jornada laboral de 13 horas y una semana de trabajo de 91.3 horas” (BID 1996: 23).
Sin embargo, se han realizado avances en este terreno. Un estudio de Anker y Hein (1987), incluye una tipología de definiciones de mano de obra que va de lo remunerado a lo compuesto por remunerado y no remunerado, en la cual se registra la definición de la OIT como la más incluyente para las actividades no remuneradas en manos de las mujeres. Esta definición reza así “personas cuyas actividades generan productos y servicios, independientemente de que estos se vendan o no, que deberían incluirse en las estadísticas sobre la renta nacional” (Anker y Hein 1987: 17).
Como se puede apreciar, no es posible develar la invisibilidad del aporte que realiza el trabajo doméstico sin modificaciones sustantivas en las estadísticas sobre trabajo y empleo (los conceptos usados, las metodologías de registro, los informantes seleccionados, el tipo de tabulaciones y análisis). También se requiere un cambio en los sistemas de cuentas nacionales utilizados (definición de las unidades que se registran y de los métodos de reportar los valores generados en la producción de bienes y servicios).
Al ignorar las actividades no remuneradas, subestimar las remuneradas y obviar las transferencias de tiempo entre los hogares y el mercado, la economía presenta una visión incompleta e inadecuada de las consecuencias de las políticas macro en los hogares y, a su turno, en las relaciones entre mujeres y hombres.
Los estudios sobre las consecuencias sociales de las reformas económicas señalan que, en general, los estratos más bajos pagan un costo mayor por los recortes en el gasto público y se benefician menos de la liberalización de la economía. Pero lo que han destacado menos es que la economía del cuidado se recarga, se hace más intensiva en tiempo: el cuidado a enfermos, en desplazamientos a pie por el encarecimiento del transporte, en preparación de alimentos que antes podían obtenerse procesados, el de niñas que dejan de ir a la escuela por cubrir las tareas que realizaba su madre, quien ahora trabaja tiempo completo fuera del hogar, etc.
No cabe duda que los cambios ocurridos en los años noventa se reflejan en la división del trabajo, la intensidad y la modalidad del trabajo doméstico. La llamada globalización de la economía, caracterizada por la expansión de las empresas transnacionales, la expansión global del capital financiero y el crecimiento del intercambio comercial de bienes y servicios, junto con la conformación de bloques regionales comerciales, se ha acompañado de varias condiciones sociales poco favorables para la mayoría pobre de la población y para las mujeres.
Los costos sociales de la mayor aventura expansionista e integradora de regiones organizaciones y personas, a través de sofisticados elementos tecnológicos cuyo uso se democratiza a velocidad vertiginosa, son grandes: una menor remuneración de los y las trabajadoras vía la reducción y precarización del empleo (según la OIT, el 30% de la fuerza laboral del mundo la constituyen personas que están desempleadas o subempleadas), el embate a las conquistas y logros sociales, la reducción y privatización de la seguridad social y una creciente concentración de los ingresos. Según el Banco Mundial, en la región de América Latina el 20% más pobre recibe el 4% del ingreso, mientras el 10% más rico concentra el 60% del ingreso, una de las distribuciones más desiguales del planeta (ver Minsburg 1997). Vale recordar que un contingente enorme de mujeres están ubicadas en ese 20%, fenómeno que ha dado lugar a la llamada “feminización de la pobreza”
Uno de los cambios más notorios es el relativo a los sistemas de producción y la demanda de mano de obra. Según Van Osch, los nuevos sistemas de producción han generado una nueva estructura en la pirámide del empleo: en la base, el trabajador no calificado con puesto fijo va siendo sustituido por “una masa heterogénea multi-insertable, con situaciones laborales inestables y con una presencia creciente de las mujeres y otros grupos sociales discriminados”, por razón de origen (inmigrantes) o de raza y etnia (Van Osch 1996: 26); el estrato intermedio de trabajadores calificados tiende a reducirse entre otras razones por el cambio tecnológico con la incorporación de sistemas más “inteligentes” y menos dependientes de decisiones humanas; en la cima de la pirámide, se expande un segmento compuesto por personas altamente calificadas, encargadas de la planificación, coordinación y control de procesos que muchas veces van allende de fronteras nacionales. “La antigua pirámide se transforma así en un perfil de “reloj de arena”, en el cual las mayores oportunidades para las mujeres están en la base de la pirámide, en especial en la proliferación de empresas de zonas francas y maquilas que son la “nueva palanca para la inserción de las economías periféricas en el proceso de globalización” (Ob. cit: 27).
Las diferencias de género tienden a expresarse en forma polarizada entre la capa de trabajadores altamente calificados y con ingresos elevados, en su mayoría hombres, y la periferia creciente de trabajadores no calificados, con empleos inestables en la cual las mujeres están excesivamente representadas. En casi todas las regiones del mundo el trabajo de las mujeres aumentó, pero sus condiciones de inserción al mercado de trabajo son mas desfavorables.
Los recortes de presupuesto a la provisión de servicios sociales, por modificaciones en las prioridades de asignación del gasto público, es uno de los aspectos más claros de la política de ajuste estructural. Esta propuesta económica no presta atención explícita a aquellas actividades que se realizan en la esfera social de la reproducción y la realizan las mujeres. Numerosos estudios han demostrado una carga adicional que se transfiere hacia ellas: el cuidado de los enfermos que antes contaban con atención hospitalaria, el cuidado de niños y niñas al recortar servicios de guardería infantiles y jornadas de tiempo doble en las escuelas o al privatizar esos servicios, por ejemplo.
Todos estos cambios, en ausencia de modificaciones sustantivas a la división del trabajo, significan para las mujeres:
Pero no todo es negativo en la coyuntura actual. Algunas estudiosas indican que en países industrializados, las mujeres están respondiendo con mejor capacidad de ajuste a los cambios laborales, dada la flexibilidad en jornadas y organización del tiempo que han adquirido en su doble condición de productoras y reproductoras. Así Gardiner (1995) informa que en Inglaterra, la desregularización laboral y la inestabilidad en el empleo es vivida mejor por las mujeres, con estrategias más flexibles. Los hombres, dice la autora: “han sido vencidos más que las mujeres por la cultura de la dependencia de los puestos de trabajo y de las mujeres para que los atiendan” (Gardiner 1995: 167).
Como hipótesis se plantea, la realidad lo dirá, que los hombres necesitarán la flexibilidad y autosuficiencia que las mujeres se han visto obligadas a desarrollar; ¿este elemento, sumado a la disponibilidad de tiempo libre, dada la flexibilidad del trabajo, puede apoyar una mejor distribución de las tareas doméstica entre todos los miembros del hogar?
El Instituto Families and Work, de New York, en un estudio nacional de los cambios en la fuerza laboral, detectó que los hombres han aumentado en casi una hora al día su participación en quehaceres domésticos y que “el tiempo que las mujeres casadas que trabajan emplean en esas mismas actividades se redujo en media hora” (“¿Qué pasó con la famosa guerra de los sexos? The Wall Street Journal, Americas, en el Periódico La Nación, 20-03-98, Costa Rica).
La eliminación del trabajo asalariado, estable y ampliamente protector de los individuos, como paradigma del trabajo que las personas debían obtener en la vida, en oposición al trabajo no regulado y no remunerado que ejerce en la esfera doméstica, a pesar de sus altos costos sociales, podría eventualmente reorientar la distribución del trabajo entre mujeres y hombres. Ellas y ellos se ven obligados cada día más a trabajar con jornadas flexibles, períodos no fijos y sin garantías de seguridad, por lo cual parcialmente se equiparan sus condiciones de relacionarse con la casa y la calle como espacios de trabajo. Lo que hace unos años era impensable, hombres pasando media jornada en casa o tres meses entre un trabajo y otro, se ha vuelto una realidad que se acompaña con la otra cara de las mujeres trabajando cada vez más en la calle. Este escenario puede hacer posible una división del trabajo flexible que combine tareas en el ámbito doméstico y responsabilidades laborales en el ámbito público, siempre y cuando se acompañe de: a) estrategias para elevar y expandir la conciencia de los desbalances de género y sus posibles soluciones; b) medidas concretas para contabilizar y remunerar el trabajo realizado en la esfera doméstica.
Tras demostrar la cercana e interdependiente relación del trabajo doméstico no remunerado con la dinámica de la economía productiva y su condición de fuente de inequidad entre los géneros, se hace obvio que cualquier paradigma de desarrollo humano que se pretenda, equitativo y sostenible, debe incluir el tema de modificaciones sustantivas al reconocimiento y tratamiento de la economía de la reproducción social y el cuidado de las personas.
Una primera razón guarda relación con propósitos de equidad y derechos que son ineludibles en el contexto actual. Reconocer y retribuir el trabajo a quien lo realiza está consignado en todas las cartas y documentos sobre derechos humanos aprobadas a nivel internacional. Los derechos económicos han pasado a ser considerados derechos centrales tanto en las declaraciones que emergen de la Conferencia de Derechos Humanos en Viena (1993) como de la Cumbre Social realizada en Copenhague (1995).
Otra razón se refiere a la necesidad de eficacia de las orientaciones de política económica. Al garantizar una adecuada interpretación de la realidad económica, porque los datos están completos y reflejan lo que sucede en lugar de lo que se acostumbra creer, se apoya una más adecuada toma de decisiones, con previsiones confiables sobre los efectos de las medidas macroeconómica que se adoptan.
Por último y no menos importante, por razones de sostenibilidad humana. El final del siglo XX ha demostrado el uso irresponsable que la humanidad ha hecho de todos los recursos: agua, aire, bosques, etc. En la totalidad de los casos, había un elemento común: la abundancia del recurso y la presunción de no extinción. Pero la presunción era incorrecta. Algo similar sucede con el trabajo doméstico no remunerado de las mujeres, parece infinitamente elástico, pero pueden haber señales de agotamiento. En condiciones de persistencia y ensanchamiento de la pobreza, como las actuales, se produce un deterioro progresivo de las condiciones físicas y mentales de las mujeres en los estratos pobres e indigentes, quienes deben enfrentar la doble carga del trabajo en la calle y la casa.
En este contexto, un nuevo paradigma de desarrollo que promueva y aliente la igualdad y la equidad entre los géneros debería inducir, además de los derechos fundamentales conquistados por las mujeres en las últimas dos décadas y consignados adecuadamente en la Plataforma de
Acción de la IV Conferencia sobre la Mujer en Beijing (1995), cambios radicales frente al trabajo doméstico no pagado:
Estos puntos generan polémica y en general se enfrentan con argumentos acerca de la dificultades técnicas que entrañarían dichos cambios, lo cual es compresible. Requieren de un proceso largo y progresivo. Sin embargo, no por dificultades técnicas, la humanidad ha dejado de realizar grandes cambios políticos ante la presión de las mujeres por sus derechos. Este, como tantos otros grandes cambios, responden a decisiones en el ámbito político y no tecnocrático. Hace cien años, ningún hombre de gobierno se habría atrevido a afirmar que viviríamos en un mundo en el cual todas las mujeres, los indígenas y las personas de piel negra, votaran y fueran elegidas. Vivimos en él. Hace cincuenta años, era inimaginable una sociedad en la cual las mujeres controlaran sus cuerpos y la reproducción biológica. Esas sociedades se expanden por doquier. Hace solo veinticinco años ningún legislador se habría atrevido a proponer una modificación en los códigos penales respecto a la violencia sexual contra las mujeres en el hogar y la comunidad, que dejara de catalogarla como un delito contra el honor para definirla como un delito contra la persona y castigar al agresor por ello. Hoy, la mayoría de las legislaciones han cambiado o están en proceso de cambio y los agresores, aún si son miembros de la familia, pueden ir y en muchos casos van, a la cárcel.
En el tema que nos ocupa, emerge entonces la siguiente inquietud para quienes se ocupan de la teoría y el diseño de modelos de desarrollo: ¿es la inequidad de género en la economía una de las últimas barreras para eliminar? Todo parece indicar que sí. ¿Es ella imposible de sortear?
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Patricia Ravelo**
Sergio Sánchez***
* Este ensayo es subproducto de una investigación que contó con financiamiento del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, CONACyT, de México; fue dirigida por el Dr. Enrique de la Garza, de la Universidad Autónoma Metropolitana, Plantel Iztapalapa, México.
** Patricia Ravelo Blancas es Doctora en Sociología y Profesora-Investigadora del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, CIESAS, ciudad de México y Profesora de Asignatura adscrita a la Coordinación de Sociología de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.
*** Profesor-Investigador del CIESAS, Ciudad de México
En este ensayo buscamos responder una pregunta: ¿Existe en las maquiladoras de exportación de la ciudad de Chihuahua, en el norte industrializado de México, una nueva relación entre el trabajo y el capital, un vínculo neocorporativo? Para dilucidar esta cuestión abordamos varias dimensiones de tal relación entre trabajo y capital: organización del trabajo y empleo; proceso de trabajo; salario; prestaciones sindicales y regresión de derechos. Es una visión pesimista sobre estas relaciones en los “nuevos” contextos de industrialización, pero que, con todo, alcanza a ver un futuro más promisorio para el trabajo.
Recordamos brevemente que el corporativismo es una doctrina política que plantea la representación de sectores de la sociedad en organizaciones jerárquicas frente al Estado, con el fin de lograr la neutralización de la lucha de clases y alcanzar el desarrollo industrial (Incisa 1981: 431).
La realidad sindical mexicana estuvo marcada, casi todo el siglo XX, por la impronta corporativista. En efecto, a partir del pacto entre la clase obrera y el Estado, luego de la Revolución Mexicana de 1910-1917, se dio un modelo sindical corporativo, protector de la clase obrera. El sindicato intervino en las empresas protegiendo el puesto del trabajador, por ello opuesto a la libre movilidad de los obreros. Otros aspectos de la vida de trabajo, como la definición de puestos, también contaban con participación sindical. La negociación colectiva, las luchas salariales, eran parte de ese modelo. Y la existencia de un escalafón con base en la antigüedad de los trabajadores, el llamado escalafón “ciego”. Ese modelo (con un sindicalismo de la “circulación”, según lo definieron De la Garza y Rhi Sausi, 1985), estaba centrado en el salario, en la mejor venta de la fuerza de trabajo, y en la negociación de ello con el Estado, al tiempo que se accedía a posiciones políticas muy variadas.
La relación corporativa configuró una constelación de vínculos de los sindicatos con el Estado a través de una red de intercambios que iban desde esa base hasta el mismo Presidente de la República. De la Garza ha llamado a esta relación “corporativismo patrimonialista” (1991). Ese acuerdo corporativo patrimonialista en las relaciones de trabajo entró en crisis desde principios de los ochenta y se ha transformado de una manera acelerada. ¿En qué sentido se dieron estos cambios? ¿Ellos han dado lugar a escenarios neocorporativos?
Señalemos primero que ese corporativismo patrimonialista fue cuestionado, en primer término, por las políticas económicas de apertura comercial que exigieron mayor dinamismo, calidad y eficacia en las industrias (algo bastante ajeno al corporativismo patrimonialista). Pero también por los cambios políticos que han llevado a una mayor competencia electoral, en un país en el que las burocracias sindicales oficialistas promovían la adhesión a una sola opción electora, la del Partido Revolucionario Institucional, PRI, partido casi único en México por cerca de cincuenta años.
Las transformaciones económicas y políticas de los ochenta y noventa fueron profundas. El ascenso del neoliberalismo como la política hegemónica del Estado dio lugar a un conjunto de privatizaciones, al desarrollo de políticas de flexibilización de la fuerza de trabajo en prácticamente todas las ramas de la industria. Paradójicamente, asistimos a una reforma política que abrió cauces a la competencia política; a una institución autónoma del Estado encargada de organizar y calificar los procesos electorales (el Instituto Federal Electoral) y a la distribución del poder. Esta reforma fue producto, en México, más que de la presión internacional, de luchas de importantes sectores populares por transparentar los sórdidos procesos electorales que habían estado en manos de un partido único y un Estado omnipotente.
Pero no entraremos en detalles. En términos de las transformaciones laborales presenciamos diversos escenarios que parecen responder afirmativamente a la pregunta que aquí nos hemos planteado; que hablan de nuevos acuerdos entre capital y sindicatos. No nos detendremos en cada uno de ellos. Las empresas maquiladoras de exportación configuran uno de esos escenarios. En él la presencia estatal ha disminuído directamente (aunque sin duda sigue siendo rector de este sector industrial a través de la legislación correspondiente); las relaciones laborales parecen centrarse en el binomio capital-trabajo; encontramos una serie de regresiones en cuanto a derechos laborales de los obreros; y se da un “nuevo” sindicalismo.
Corroborar lo dicho en el párrafo anterior es nuestro objetivo en las páginas que siguen.
Las empresas maquiladoras de exportación son empresas (extranjeras, contratadas o independientes) que se dedican a la fabricación o ensamble de componentes y/o al procesamiento de materias primas, ya sean productos intermedios o finales. En ellas se encuentran jornadas intensivas de trabajo. Las materias primas o componentes que utilizan en sus procesos productivos preferentemente son importados de Estados Unidos de Norteamérica; y los productos son devueltos, en general, a este mismo país –aunque la situación está cambiando, pues ya se permite que los productos de estas empresas sean vendidos en México.
Para 1992, las principales concentraciones de maquiladoras estaban en los estados fronterizos del norte; en particular, Baja Caliornia Norte tenía 786 plantas con un total de 98.400 obreras y obreros; Chihuahua, 354 plantas, con 173.988 obreras y obreros; Tamaulipas tenía 281 plantas, con 90.352 obreras y obreros1. Luego seguían, en orden de importancia, Coahuila, Sonora, y «otros estados». En total, 2.094 plantas y 510.756 obreras y obreros. En el estado de Chihuahua encontramos las empresas más grandes con el mayor número de trabajadoras, así como las más tecnificadas. Una parte muy significativa de ellas está dedicada al ensamble y fabricación de autopartes.
Ahora bien, hay implantación de maquiladoras en otros estados de la República, al tiempo que se asiste en general a una creciente “masculinización” de su fuerza de trabajo: cada vez más hombres trabajan en este tipo de empresas. Al respecto baste el siguiente dato: a principios de l990 había en México 251.409 obreras y 165.927 obreros, es decir, 60.2% las primeras y 39.8% los segundos. En la ciudad de Chihuahua de 25 mil trabajadores el 27% aproximadamente era de sexo masculino, mientras que antes de los noventa las mujeres ocupaban el 90% de la planta laboral y en ciudad Juárez (ubicada en la frontera) el porcentaje de participación masculina ha llegado hasta el 50% (esta ciudad constituye la principal zona de concentración de maquiladoras en el país).
En términos de sindicalización, la situación es muy desigual: en Ciudad Juárez había un porcentaje de sindicalización sólo del 14%; en Tijuana se hablaba del 30%; en la ciudad de Chihuahua, de un 60%, aproximadamente. Y en Reynosa y Matamoros, de un 100%. Se cuenta con una serie de análisis sobre el sindicalismo maquilador (Carrillo 1989, Gambrill 1989 y Quintero 1992), y el panorama que nos presentan estos autores es el siguiente: se observa un sindicalismo regresivo en sus conquistas y funcional o subordinado al capital.
Estaría ejemplificado en la Confederación Regional Obrera de México (CROM), en Tijuana. Esto se debe a que la CROM tiene contratos muy elementales en las empresas en las que actúa, es decir, con bajas prestaciones, e incluso se dice que se ocupa de “vender contratos de protección” entre los empresarios. Para el caso de Reynosa y Matamoros se habla, en cambio, de un sindicalismo tradicional, que ha logrado cierta presencia en las empresas. Estaría ejemplificado en la Confederación de Trabajadores de México (CTM), la principal central sindical del país, ligada al Estado desde los años treinta.
En cuanto a los contratos colectivos de trabajo de nueve empresas en la ciudad de Chihuahua que producen autopartes y componentes electrónicos encontramos que estas empresas son Essex 157-162 y su gemela, Essex 167-169; Alambrados y Circuitos, Planta I y Planta II; Alphabet, Industrias de América; y D.R. Las que producen componentes electrónicos son Cable Productos y Productos Magnéticos.
Esas nueve empresas corresponden a un bloque multinacional, pues todas son transnacionales. Las plantas Essex pertenecen a la empresa United Technologies.
Las de Alambrados y Circuitos a la General Motors, al igual que la de D.R., que pertenece a Delco Rem, división General Motors. Las plantas de Cable Productos y Productos Magnéticos pertenecen, ambas, a la Zenith.
Los contratos analizados corresponden al año de 1990; todos pertenecen a sindicatos de la CTM. Las dimensiones que tuvimos en cuenta fueron: presencia del sindicato en la organización del trabajo y en el empleo; en el proceso de trabajo; en el salario y en las prestaciones.
Enseguida se analiza la contratación colectiva de dichas maquiladoras de exportación, de manera general.
En este aspecto la intervención sindical en las empresas es prácticamente inexistente. Solamente en un contrato colectivo de los nueve que estudiamos aparece cierto condicionante que implica presencia sindical.
En ese contrato, el de la Essex 157-162, se señala que la empresa sólo puede hacer cambios en los turnos de trabajo cuando exista previo acuerdo con el sindicato. Podemos afirmar que la relación entre el capital y los sindicatos se caracteriza por la marginación casi generalizada de estos últimos de la gestión de la fuerza de trabajo, lo cual marca un cambio fundamental con respecto a la era del corporativismo patrimonialista de décadas pasadas. En efecto, en todos los contratos examinados encontramos que se les asignan a las empresas atribuciones absolutas para modificar horarios y jornadas de trabajo, así como el número de trabajadoras empleadas por ellas, todo en aras de mejorar operaciones y eficiencia, pues están sujetas a ciclos de demanda que dependen de circunstancias que tienen lugar en el extranjero.
En el aspecto referido al empleo, vemos que en seis de los nueve casos citados es el sindicato el que proporciona a la trabajadora que ingresa a la empresa; ésta cuenta casi siempre con 48 horas para presentar a la candidata del sindicato.
En tres empresas, la contratación de la trabajadora es directa por parte de la empresa. No pasa por el sindicato ni siquiera la presentación de la candidata; pero en todos los casos el sindicato es el representante de las obreras, sea que se afilien antes de ingresar a trabajar o inmediatamente después. Esta afiliación es una obligación para las y los obreros de nuevo ingreso y así está pactado en los contratos. Aquí el sindicato juega un papel fundamental de representación (forzada) de la parte obrera. En este aspecto sin duda encontramos vestigios del viejo corporativismo autoritario y patrimonialista; por eso hemos entrecomillado la palabra “nuevo” cuando nos referimos al sindicalismo maquilador.
Ante la tendencia de las empresas por convertir puestos de base en puestos de confianza, los sindicatos han luchado por ir recuperando esos puestos como de base y susceptibles de ser sindicalizados. Ahora bien, las obreras y obreros alcanzan la base a los 30 días de trabajo, y sólo en el caso de una empresa, lo logran a los dos meses de laborar. No dudamos que sea amplio el poder de la empresa en esta dimensión también y que despida con frecuencia a las obreras y obreros, pues se considera que 30 o 60 días (dependiendo del caso), corresponden a un período de prueba.
También encontramos amplias atribuciones de la maquiladora para modificar el empleo; para contratar o despedir trabajadoras según el estado que guarde la producción. Existen cláusulas en todos los contratos colectivos en donde se dice claramente que la maquiladora está sujeta a los ciclos de demanda en el extranjero. Por lo mismo, la maquiladora está obligada a adaptarse y a modificar toda su organización en función de esa demanda cambiante de productos y servicios. Puede verse obligada (y con frecuencia sucede así), a modificar el número de trabajadoras contratadas, a despedirlas o a suspender de una manera temporal o definitiva sus operaciones. Ante ello, los sindicatos han pactado que los reajustes sean negociados y las liquidaciones se den de acuerdo a la ley.
Frente a los cierres temporales, los sindicatos han conseguido que se pague parte del salario o todo a las obreras y obreros así como algunas prestaciones. Y han logrado que el mismo personal vuelva a trabajar en la misma maquiladora, una vez reanudadas las actividades. Igualmente, las maquiladoras tienen las manos libres en las contrataciones de eventuales y de empleados de confianza. Este tipo de contrataciones depende siempre de sus necesidades.
De nuevo, salvo en dos de estos acuerdos colectivos, encontramos en siete de ellos que los sindicatos establecen bases de sobrevivencia, al prohibir la subcontratación por parte de las maquiladoras en el trabajo pactado a través del sindicato.
El cuanto a la presencia del sindicato en el cierre de las maquiladoras o en la suspensión de actividades, sólo encontramos que en una empresa el sindicato logró comprometerla a mantener un “stock suficiente de trabajo” con el fin de que las obreras pudiesen disponer de materia para laborar. Es también el caso de la Essex 157-162.
Otro aspecto general de los nueve contratos tiene que ver con la situación de las obreras y obreros en épocas de inventario (cuando cierra la empresa temporalmente) o de falla eléctrica. Protecciones sindicales sólo las encontramos de nuevo en una sola empresa: consisten en que se pague todo el salario, o parte de él, durante los días que se realiza el inventario; y que no se obligue al trabajador a laborar en los momentos en que no haya luz en la empresa. En cuatro contratos sólo se tiene contemplada la protección en momentos de falla eléctrica. En las otras cuatro plantas no encontramos nada reglamentado al respecto.
Acerca de los despidos vemos que las empresas, a través de diversas cláusulas, tienen todo el control en sus manos: deciden quién entra, quién asciende en el escalafón y quién será despedido. Sólo en dos plantas se establece que las medidas disciplinarias se aplicarán en presencia de los representantes sindicales.
A ello hay que agregar la escasa presencia del sindicato en la fábrica. Sólo uno o dos contratos colectivos contemplaban que cuatro o cinco miembros del comité ejecutivo del sindicato contarán con licencia o “plaza liberada” –significa que el dirigente sindical está descargado totalmente de responsabilidades laborales y que por lo mismo debe estar dedicado de tiempo completo a la gestión sindical–, para adelantar su trabajo gremial. En los demás casos, sólo uno o dos miembros del comité podían hacer actividad en las plantas, previa autorización de las empresas. También asistimos a una lucha cotidiana de los sindicatos por acceder a un espacio físico medianamente decoroso en las empresas: un cubículo con un teléfono para recibir llamadas (nunca para hacerlas desde ahí) son los logros más frecuentes en este sentido.
En términos de estabilidad laboral (o mejor dicho, de inestabilidad laboral), en casi todas estas empresas, además de la exigencia de certificado de ingravidez para laborar, las obreras son despedidas cuando se embarazan. Algunos sindicatos han logrado su reincorporación una vez transcurridos los tres meses posteriores al parto. De esta manera las empresas se ahorran el pago de la licencia por maternidad.
En este aspecto, encontramos que está generalizada la jornada de trabajo de 45 horas a la semana, en el primer turno (lo que hace que se esté tres horas por debajo de lo que marca la ley), con pago de 56 horas. El turno nocturno son 7 horas diarias y este sí se apega a la ley laboral mexicana.
Parece ser que la jornada de 45 horas semanales se generalizó hacia 1986, tras luchas de los sindicatos por lograr esa reducción. Pero también los altos índices de rotación de la fuerza de trabajo debidos, entre otras causas, a las condiciones de trabajo, pueden haber coadyuvado a que las empresas accedieran a establecer esa nueva jornada.
En cuanto a los descansos durante la jornada de trabajo, salvo en una empresa en cuyo contrato no se especifica nada al respecto, se han establecido descansos, casi todos de 20 minutos al día (distribuidos en dos momentos de 10 minutos cada uno). En dos empresas los encontramos de15 minutos diarios.
Directamente relacionado con la flexibilidad del trabajo, vemos que sólo en dos contratos existe la exigencia de que la empresa avise al sindicato para llevar a cabo cambios en el descanso dominical de las obreras. En los otros contratos colectivos no se estipula nada. En este mismo aspecto conviene decir que, salvo esos leves obstáculos del sindicato, la maquiladora puede modificar, en general, turnos, horarios, días de descanso y puestos de trabajo.
Sin embargo, encontramos que en todos los contratos analizados existen disposiciones para que los sindicatos accedan a cierto control sobre la movilidad de las obreras. Existe la exigencia del aviso por escrito al sindicato, con 24 y 48 horas de anticipación. Destacan las disposiciones en Alphabet, en cuyo contrato se establece un lapso de tres días para el aviso previo de la empresa al sindicato. En otras dos fábricas existe la disposición de que la movilidad de las obreras de un turno a otro, o de un puesto a otro, depende, primero, de un previo acuerdo entre la empresa y el sindicato; y segundo de que esos cambios se den siempre antes del inicio de la jornada de trabajo, no después; con eso se trata de que las trabajadores y trabajadores no sean movidos intempestivamente de un puesto a otro durante la jornada. Sobre la movilidad de las obreras de una planta a otra (lo cual se da en empresas de la misma firma en la ciudad), se ha establecido que deberá haber acuerdo con el sindicato para proceder a los cambios. Estas medidas buscan hacer menos arbitraria la flexibilidad de la fuerza de trabajo dentro de las empresas y entre las mismas plantas. Con frecuencia esa movilidad implica para las obreras realizar tareas más pesadas y repetitivas que las que comúnmente llevan a cabo. Implica cubrir esas labores en las áreas en las que la rotación diaria es más alta.
En las cuestiones relacionadas con la asistencia y puntualidad, vemos total dominio de las empresas. El sindicato no regula ninguno de estos aspectos.
Son realmente excepcionales las disposiciones que contemplan las diferencias de género en el proceso de trabajo. Sólo encontramos que en una empresa hay disposiciones en el contrato referidas al embarazo: se establece que a los seis meses de gestación las obreras desarrollarán sus actividades sentadas; y que la situación de las trabajadoras con embarazo de alto riesgo será analizada conjuntamente entre empresa y sindicato para darle una solución. De nuevo es el caso de la Essex 157-162; obviamente, en esta maquiladora creemos que no debe operar el despido de la obrera embarazada, común en otras plantas, incluyendo aquellas en las que hay sindicatos.
En cuanto al tabulador de estas fábricas, diremos que no estamos ante tabuladores “ciegos”, con ascensos por antigüedad. Lo que tenemos son ascensos que pasan por pruebas y exámenes. El sindicato no tiene injerencia directa en ellos. Las diferencias parece ser que se dirimen directamente entre las obreras y obreros y las empresas. Lo que se indica en los contratos es que el examen será aplicado por personal altamente capacitado –lo cual no siempre resulta cierto.
Frente a las atribuciones de las representaciones sindicales para llevar a cabo actividad en las empresas, sólo en dos de ellas (nos referimos a las plantas Essex 157-162 y su gemela, la 167-169) el Comité Ejecutivo del sindicato tiene facultades para realizar actividad sindical en las plantas, luego de solicitar el permiso correspondiente a la dirección de las maquiladoras. Antes no. Los demás miembros del sindicato tienen prohibidas las actividades sindicales. En las otras empresas no hay nada pactado al respecto. Es probable que sí haya posibilidades de que la representación sindical actúe en la empresa, incluso cotidianamente. Pero las condiciones para ello no se encuentran pactadas en los contratos.
Acerca de los días de descanso y la higiene y capacitación vemos que todas las empresas tienen entre dos y hasta seis días más que los que marca la ley como días de descanso obligatorio. Son mayoritarias las empresas con cinco días de este tipo de descansos.
En cuanto a las comisiones, identificamos dos tipos fundamentales de ellas: la Mixta de Higiene y Seguridad y la de Capacitación y Adiestramiento. Estas comisiones se conforman por ley, y no representan un logro adicional de los trabajadores y sus sindicatos; parecen tener un funcionamiento rutinario, lejos de propuestas que planteen problemas de fondo como el manejo de sustancias tóxicas o prohibidas en Estados Unidos de Norteamérica y que se usan libremente en México. Menos aún plantean cuestiones como el manejo de los desechos de las maquiladoras, cuyos efectos en el medio ambiente están siendo investigados por los ambientalistas.
Con referencia al salario, en todas estas factorías se paga el salario mínimo para las obreras y obreros; y un salario superior para otras categorías de obreras y obreros, a través de tabuladores que llegan a ser muy diversos de empresa a empresa, como los obreros de mantenimiento, hombres por regla general. Además, se ha establecido un salario flexible, a través de los bonos. Estos son una especie de salario adicional, consisten en “cupones” con los que las trabajadoras pueden cubrir sus necesidades básicas, como comida y ropa en las tiendas comerciales.
Su aplicación obedeció a una política empresarial para salirle al paso a la rotación de la fuerza de trabajo. Están supeditados a la asistencia y a la puntualidad. Las condiciones en las que se otorgaban en un principio eran difíciles: con cierto número de permisos, retardos o inasistencias, se perdían automáticamente. Los sindicatos encauzaron sus energías a hacer menos difíciles las condiciones en que se otorgaban tales bonos. Lograron la aceptación, por parte de la empresa, de cierto número de retardos o inasistencias, sin que ello implicara perderlos. Igualmente, se dedicaron a aumentar, en la medida de lo posible, el abanico de bonos:
En seis de las empresas analizadas encontramos bonos de transporte o asistencia diaria, semanal, mensual, de despensa y por antigüedad; otras tres despliegan una gran gama de bonos, premios y estímulos, superior a los que hay en las primeras seis empresas mencionadas.
Las de amplia flexibilidad salarial son D.R., Cable Productos y Productos Magnéticos. Aquí, además de algunos bonos que se encuentran en las primeras empresas, se conceden otros de asistencia quincenal, trimestral, semestral, anual, de permanencia, premios por puntualidad, y hasta un bono contra la indigencia, es decir, contra la pobreza extrema.
Sólo en años más recientes, en Alphabet, se ha establecido un bono por productividad, así como alguna protección a obreras y obreros con padecimientos ocasionados por enfermedades profesionales. Tal vez ahí esté surgiendo un sindicato germinalmente involucrado en problemas de la producción. Pero este ensayo es muy nuevo y por ello no podemos decir mucho todavía. Sí sabemos que otros sindicatos han luchado ya por este tipo de bonos y se han encontrado con la cerrazón empresarial.
Hablemos ahora brevemente de las prestaciones que reciben las trabajadoras sindicalizadas de las maquiladoras; encontramos un amplio abanico que tiene que ver con deporte; apoyos diversos al sindicato, como viáticos y permisos para asistir anualmente al congreso de la CTM; permisos y ayuda en caso de fallecimiento de familiares o del mismo trabajador; becas; apoyo para comida; despensas; ropa de trabajo o botas; seguros de vida; permisos; incapacidades; fondo de ahorro; casilleros con sus respectivos candados; comedor y cafetería; transporte; servicio médico; festejos; invalidez; lentes; instalación de cubículos y teléfono para el sindicato; ayuda para la celebración del Primero de mayo (equipos de sonido, gorras y camisetas), etcétera.
Ciertamente, es este un mundo complejo. Para analizarlo seleccionamos cuatro de esas prestaciones: educación (becas); alimentación; ropa de trabajo y servicio médico.
En sólo dos de las nueve empresas estudiadas encontramos las cuatro prestaciones juntas. De nuevo nos referimos a los contratos de las empresas Essex 157-162 y su gemela, la 167-169. En los otros contratos faltan dos y hasta tres de ellas y vemos que son bastante desiguales; dependiendo de la representación sindical, la mayoría de las veces, que se logren o no este tipo de conquistas. La maquiladora no cede fácilmente para establecer un esquema común de contratación colectiva.
Sin embargo, parecería que en el rubro de las prestaciones las empresas estuvieran más abiertas a la negociación. Obviamente, este rubro no pone en cuestión el dominio de ellas sobre el empleo, sobre el proceso de trabajo, sobre los cambios a introducir. Tal vez por eso las prestaciones se hayan vuelto un aspecto muy importante de la acción de estos sindicatos.
Es preciso dedicarle atención especial a las condiciones de trabajo de estas obreras y obreros que representan regresiones de sus derechos con respecto a la legislación del trabajo supuestamente vigente. A algunas de esas situaciones nos hemos referido líneas arriba, de manera muy puntual.
Estos aspectos en fin, configuran un panorama de regresión de derechos. Todavía no han sido corregidos por un sindicalismo que si bien interviene en una serie de cuestiones, en otras se encuentra totalmente marginado por un empresariado que promueve la “excelencia” y la eficiencia y la calidad en el trabajo, pero a costa de la intensificación del trabajo y la regresión de derechos de éste.
Con los elementos presentados, estamos en condiciones de responder a la pregunta que nos planteamos al inicio de este ensayo: En el contexto de las empresas maquiladoras de exportación se ha establecido un nuevo pacto, un nuevo acuerdo, entre los agentes involucrados: empresas y sindicatos. Este nuevo acuerdo, al que hemos denominado neocorporativo, estaría caracterizado por los siguientes elementos:
Este concepto (sindicato “de la circulación de nuevo tipo”) debe ser trabajado con mayor profundidad, pues se percibe que este sindicalismo conserva rasgos del viejo, corporativo autoritario, ligado al Estado y al PRI, aunque el medio industrial de hoy en el cual se mueve le confiere características novedosas. De todas maneras, es este un “nuevo” sindicalismo, con comillas obligadas.
En fin, que el destino no es fatal y los sujetos sociales, en este caso el actual proletariado del norte de México, pueden muy bien coadyuvar a transformar sus condiciones de trabajo contemporáneas, y de vida. Ellas y ellos tienen también la palabra.
1 En adelante nos referiremos a este sector de la clase obrera como “obreras y obreros”, o bien, para abreviar, como “las trabajadoras”. Ello porque él está compuesto mayoritariamente por mujeres muy jóvenes, pero con una clara tendencia a la “masculinización.”
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