Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
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Valérie Marange*
Traducción Gisela Daza
* Filósofa. Último libro publicado: La bioética, Le Monde éditions.
** Tomado de la Revista Chimeres No. 35. Hiver. 1998
Estamos aquí para hablar de la violencia; estamos aquí para hablar del lazo íntimo, amoroso, familiar, intergeneracional; estamos aquí para hablar de aquello que, en la violencia y lo íntimo, en la violencia del lazo quizás, concierne al mismo tiempo al espacio público.**
Este vasco programa podríamos abordarlo por algunas preguntas actuales. En primera instancia, ¿qué sucede con el nuevo atractivo del lazo familiar, con el del niño y simultáneamente de su puesta en crisis, en vista de que por todas partes ya no se habla sino de desafiliación, de desorden en las familias, de incesto y de pedofilia? ¿Qué sucede con la figura creciente de la víctima y simultáneamente con aquella de criminal, que parece ir más allá de se lo tomar en cuenta un cierto número de hechos extremos, favoreciendo una penalización pero también un conjunto de medidas preventivas, una nueva atención a las poblaciones en peligro, la vigilancia de los potenciales culpables? ¿Qué pasa con el consenso progresivamente trazado, especialmente en los medios de las profesiones "pastorales" (médicos, educadores, trabajadores sociales) para representarse la sexualidad, o por lo menos toda forma de sexualidad no contractualizada, como una violencia1? ¿Qué sucede con la tendencia a considerar a priori al "pedófilo" como un criminal potencial y a querer corregir sus pulsiones? ¿Qué pasa con el deseo de un grupo feminista por hacer reconocer toda violación como "crimen contra la humanidad"? Pero también, más allá de la penalización o de la "prevención" en todos los sentidos del término, ¿qué sucede con una cierta incitación a ligar íntimo y violencia a través, especialmente, de las series X televisivas? ¿Cuál sería el sentido político de este surgimiento en la escena pública de la violencia doméstica o sexual, más particularmente intergeneracional? ¿Sería esto el descubrimiento de "crímenes escondidos desde el comienzo de los tiempos" llevados por un mesianismo emancipador, aquel de los "derechos" del hombre, de la mujer y del niño? ¿O será esto más bien la fábrica de imágenes que presenta esa notable paradoja de remitir la violencia a la escena íntima, pulsional, haciendo de ésta a la vez un compromiso de lucha política? ¿Por qué figura de un criminal sexual ha hecho salir a las calles millones de belgas?
Este planteamiento se me presenta con tanta agudeza que he iniciado, hace una decena de años, un trabajo de "crítica" de la violencia2 a partir de un conjunto de situaciones que inquietaban en esa época a la comisión médica de Amnistía Internacional, como la medicalización de la tortura, de la pena de muerte, de la penalidad3. Esos hechos ponen en crisis la noción de violencia, en particular a partir de algunos de sus aspectos paradójicos, del lado de los investimentos afectivos o más bien, de la ausencia de pasión de ciertos actores, lo que Arendt llamó "la trivialidad del mal". La pregunta se planteaba principalmente para saber qué sentido se atribuía a la palabra violencia, ¿qué era esta violencia propia o qué era esta "continuación de la violencia por otros medios", especialmente por la voluntad de saber? Partiendo de ahí, el retorno actual de un cierto número de análisis sobre una especie de certeza de la violencia, identificada por otra parte con la figura del mal absoluto y el entusiasmo de la voluntad de saber por una especie de sospecha generalizada, desalojando esta violencia íntima en todo tipo de signos, me parece muy problemática.
Tengo muchas dificultades para creer en la realidad de estas figuras del peligro que se producen actualmente, bien sea del lado de "los barrios difíciles", del "maltrato", o de la "pedofilia". Lo que no significa, por supuesto, que le niegue todo soporte a esas representaciones, es decir, que los asesinos de niños o los padres violadores existen, o que la pequeña delincuencia se hace cada vez más difícil de soportar. Pero yo no creo en la imagen, ni de la víctima, ni del culpable que se crean en esas situaciones. Sobre todo, no creo en esos crueles de pacotilla que nos exhiben los filmes propuestos hoy para televisión a modo de producción erótica4. No creo en su goce, no solamente porque las obras son de mala calidad y porque las personas actúan mal, sino porque la psicología o la antropología subyacente a esas imágenes me parece completamente falsa, fabricada. No creo tampoco en "las personalidades múltiples" que una cierta escuela americana nos presenta como el resultado de traumatismos sexuales infantiles. O más bien, no creo en ello sino como producción de subjetividad huélfaga, que demanda años de "terapia", muy sugerente para existir. Inclusive si esta producción de subjetividad tiene su eficacia, no puedo creer a quienes consideran hoy que un americano sobre 20 estaría más o menos afectado, lo cual significaría que un americano sobre 20 ha sido violado, incluso torturado en la infancia. Y si me resisto a creer es porque si en verdad esos peligros –los padres violadores, los agresores de niños, los jóvenes presas del odio– nos acecharan a cada paso, significaría que nos encontramos en estado de guerra civil.
Si en realidad nosotros no tuviésemos hoy otra posibilidad que la de orientar a nuestros hijos a desconfiar de todo contacto físico con los adultos, a denunciar a sus pequeños camaradas chantajistas, a protegerlos con alarmas y establecimientos escolares asegurados, sospechar un trauma detrás de todo sufrimiento psíquico, esto significaría que ese famoso "lazo social" del que deploramos se halle distendido y amenazado, sería de hecho amenazante, fuente de peligros para la integridad individual, inclusive para la "democracia de los individuos". Si de otra parte la violencia en su conjunto, comprendida la política y la social, aquella de las guerras y de los motines, debiera ser abatida sobre tales figuras psicológicas del mal, significaría que esta democracia de los individuos íntegros no podría concebir su supervivencia sino por medio de una política de erradicación de este "enemigo íntimo" y por ende, por una normalización sin precedentes de las subjetividades y de los vínculos.
Sin embargo habría sin duda que ser muy inocente para no creer en esta "hipótesis de la guerra" y aparcar su auto en un barrio de mala fama, no proteger sus bienes con una alarma, poner a su hijo en un establecimiento de "chusma", albergar a un menor que se ha fugado… ¿Por qué no pasar sus vacaciones en Argelia o en Venissieux? Quizás esto sería bien ingenuo, pero en este caso sería necesario empujar más lejos la hipótesis de la guerra y llevarla hasta el terreno de lo íntimo, puesto que bien podría ser que tuviésemos que vérnosla aquí con una nueva especie de guerra, no solamente en Bosnia o en Kosovo, no sólo en Argelia o en la región de los Lagos africanos… Pero habría que considerar entonces que esta guerra no sólo se juega en el terreno militar, político, económico y social, sino también sobre un terreno afectivo por la producción de una subjetividad defensiva y acusatoria, de una psicología victimaría, de una antropología del mal, sobre el terreno del juicio. Esta inquietud comienza a concernir a muchas personas como lo indica, por ejemplo, el número de Esprit sobre el malestar en la filiación, en donde Denis Salas e Irene Théry se inquietan por la atmósfera penal que envuelve hoy a la familia y a la sexualidad. En ese mismo número Antoine Garapon y Véronique Nahoum-Grappe indican lazos concretos entre estas cuestiones concernientes a lo íntimo y a la guerra: Véronique Nahoum-Grappe al sugerir que las imágenes con las que se identifican los milicianos serbios son las mismas que las de la crueldad sexual caricaturesca de los héroes de la tele heroica; Antoine Garapon al analizar la situación de Bélgica después de las marchas blancas como un estado de guerra, prácticamente de guerra de clase. Pero estos lazos entre violencia íntima y violencia pública o política, ¿cómo comprenderlos? ¿Cómo comprender también que esta cuestión se haya convertido en algo tan central hoy?
La respuesta mayoritaria se sitúa sobre el terreno de una psicología de los comportamientos, de las costumbres -especialmente familiares- que suministraría una etiología de la delincuencia, del fanatismo, de la reproducción de la violencia por la víctima convertida a su vez en verdugo. Esta aproximación subtiende muchos discursos militantes o sabios: aquellos de los derechos de las mujeres y del niño; aquellos de la “desimbolización”; aquellos de la victimología-criminología, de la political correctness, aquellos de H ios alcaldes franceses que atribuyen la inseguridad pública a los desórdenes de las familias, etc. Si las feministas decían hace 20 años que lo “privado es político”, el adagio parece haber triunfado pero invertido, bajo la forma de una política privatizada, remitida a lo íntimo de los vínculos y ae las almas.
Otra vía consistiría, por el contrario, en analizar esos mismos hechos, y ese mismo psicologismo de la violencia, como una producción de subjetividad de guerra que podría ser perceptible especialmente a partir de ciertos artefactos, ciertas riguras victimarías y victimizantes, aquellas de las series X o de las personalidades múltiples, por ejemplo. Es esta vía la que nos indican los trabajos de Véronique Nahoum-Grappe sobre Bosnia y sobre Argelia cuando muestra los mecanismos de producción del odio y de la crueldad, de sus representaciones y relatos, como construcciones ampliamente irreales y desrealizantes, necesarias para la guerra de depuración étnica y antiislámica. Es precisamente porque no existía odio ordinario, “odio trágico de vecindad” entre serbios y bosnios que era necesario producir imágenes victimarías y prácticas victimizantes. Gratuita, la violencia sexual de los milicianos serbios lo fue (¿lo es aún?) desde ciertos puntos de vista como un plusvalor de la violencia directamente útil, pero esta “gratuidad” misma fue la condición de la movilización de los actores, de su adhesión a la guerra. Ella es entonces un instrumento y en tanto tal no tiene nada de “pulsional” sino más bien, como lo señala Nahoum- Grappe, se trata de una "victoria de la razón". El odio fabricado es lo que permite "hacer entrar las categorías de la propaganda, groseramente falsas, en la realidad histórica". Su exageración no es sino el producto de su falsedad, el instrumento de su demostración a pesar de su artificialidad. Esta permite vencer las resistencias de la sociedad serbia a la guerra, pero también de ahogar la realidad en una niebla de sangre: "todos somos bárbaros"5. Otra niebla sangrante, aquella de la guerra civil argelina, donde el énfasis, aún ahí, de la crueldad de las masacres atribuidas a los grupos islámicos es el instrumento de un gobierno de guerra, antidemocrático, antifeminista y antisocial, juzgado como respetable a la vista de esas imágenes mostruosas que detienen todo cuestionamiento6.
Este segundo caso puede parecer más inquietante en la medida en que nosotros estamos, de este lado del Mediterráneo, comprometidos también en esta imaginería del enemigo islámico. Pero es precisamente porque nos es próximo, que nos invita a una detención de las imágenes sobre nuestro propio imaginario de guerra, nosotros, individuos íntegros y "pacificados" de las democracias-mercado. Es a una defensión similar a la que habría que proceder hoy, respecto de nuestras imágenes del enemigo íntimo, de este violento patológico cuya figura se afirma hoy como el horizonte criminal de una zona creciente de peligros, sobre un frente psicosocial presentado como caótico. Este clima de movilización, de urgencia, que hace decir a algunos actores o expertos que en efecto estamos "en guerra" o inclusive "en guerra por nuestros hijos", cuando se queman autos en Toulousse o en Estrasburgo7, ¿cómo comprenderlo? Si estas imágenes con frecuencia nos parecen falsas, ¿no indicaría esto que están en trance de devenir reales? ¿Que habría que llevar el espectáculo más allá de la "Human Bomb" de Florence Rey, de Dutruox o del "odio" para hacer entrar en la realidad esas figuras de víctimas y de verdugos que fascinan a los "insaciables de lo virtual", y aún más, si duda, a nosotros mismos? Dicho de otra manera: ¿cuál es el régimen del relato del odio, de la victimización y de la perversión, del "destrozo subjetivo" aportado desde el frente social por algunos de sus autores u observadores? Producirá pacificación o nueva guerra, reforma general de las costumbres o integración y paso al acto de las imágenes de la "chusma"?
Para sostener la hipótesis de la guerra habría entonces que pensarla más allá de estas imágenes del enemigo, como guerra de pacificación y no como simple relación de dominación, comprendida también bajo la forma de la "guerra económica". No es, desde luego, que ese nivel de la dominación no exista, puesto que es dramáticamente determinante al reducir los cuatro quintos de la población del globo a la miseria, alimentando los deseos de revancha de un lado, y del otro, un sentimiento de ciudad sitiada por la proliferación biológica del peligro. La guerra argelina es también eso. Pero si la dominación implica el combate, la hipótesis de la guerra no se sostiene aquí sino sobre un fondo de defensa de la sociedad, civil y de derecho, contra los peligros de la anomia, inclusive de la dominación misma: islámicos, drogados, pedófilos, terroristas, mañosos, "insociables de lo virtual", déspotas orientales… Si la guerra puede aquí hacer concepto para designar una tonalidad afectiva contemporánea, sería bajo la condición de pensarla, no como una simple relación de fuerza, sino por el contrario, como guerra jurídica y humanitaria de defensa civil.
Este concepto de la guerra de pacificación, uniendo ética y violencia8, no nos es, a decir verdad, para nada extraño. ívíichel Foucault -1976-, en un curso titulado "Hay que defender a la sociedad", sobre el lugar de la guerra en el discurso historiográfico y en el de la filosofía política, nos habla del paso entre dos formas del pensamiento de la guerra. Aquel de Hobbes le atribuye "un rol constitutivo de la historia", pero un cierto número de historiadores contemporáneos de la Revolución Francesa (que sean o no favorables), van a considerarla "ya no como condición de existencia de la sociedad y de las relaciones políticas, sino como condición de su supervivencia en esas relaciones políticas". En ese momento aparece la idea de una guerra interna como defensa de la sociedad contra los peligros que nacen en su propio cuerpo y de su propio cuerpo. Él resume esta evolución diciendo: "es, si ustedes lo quieren, el gran revertimiento de lo histórico en lo biológico, de lo constituyente en lo médico, del pensamiento de la guerra social"9. En este marco puesto en juego en la guerra no será ya la relación de fuerza sino el acceso a lo universal, al Estado como forma de las relaciones sociales. Si el Tercer Estado gana, no es por el efecto de una batalla, sino porque produce la riqueza y al mismo tiempo una administración, una moral, una manera de vivir. Es por su capacidad para "hacer desaparecer todas la inequidades violentas e ilegítimas" según las palabras de Agustín Thierry. Si los pueblos sin Estado pierden las guerras es por falta de un acceso suficiente a lo universal, explicará luego Hegel.
El derecho a matar -cuando es mantenido por la pena de muerte o la guerra, o aún por un rechazo más discreto en la muerte social- está asociado con la peligrosidad para la sociedad de aquellos que comprometen esta riqueza, esta administración, esta moral, de aquellos que ponen en peligro la salud y la civilidad, por el hecho de su arcaísmo pulsional, de sus relaciones de dominación, de prostitución, su irracionalidad violenta. La guerra se convierte en "guerra de derecho" en Irak o en otra parte y se continúa por "otros medios", guerra que deviene una lucha civil. Si noy hay "perdedores" de la guerra social y si los "ganadores" los penalizan, no es solamente el efecto de la aaminación, es el efecto de un reparto, de una incapacidad de los perdeaares para acceder a la "civilidad", de un defecto de socialización. Si la guerra económica, o la guerra simplemente es hoy imposible, es entonces bajo la sola condición de doblarse en una guerra humanitaria, civil y civilizatoria. Es bajo la condición de poaer construir una figura del enemigo, del peligro, de aquello que tenemos que defender en esta crisis. Y es particularmente interesante que frente a esta pregunta aparezcan hoy dos respuestas relativamente consensuales: la "ciudadanía" de una parte y de otra parte "la infancia". La primera de estas palabras, repetida en todos los tonos desde hace una decena de años, suena extrañamente relativa a los "derechos del hombre", también ellos tan vanagloriados: ¿será que, como habitualmente, esos famosos derechos no pertenecen verdaderamente sino al "ciudadano", calificación de la que se excluirían por sí mismos los bárbaros del interior o del exterior, aquellos a los que se les hace vivir "una vida de salvajes"10? La segunda indica un santuario absoluto, inviolable, corazón de mira de los peligros bajo las formas del trabajo de los niños, de la "pedofilia", pero también de la "crisis de afiliación". La infancia está en peligro frente a la "desafiliación", la "rasgadura paterna" convertida en metáfora y metonimia de la "fractura social". Los padres de los jóvenes delincuentes están en la mira cuando, según más de la mitad de los alcaldes franceses, la principal causa de la inseguridad en sus comunas es "la falta de autoridad de los padres"11.
Si, en un esfuerzo de comprensión de la violencia contemporánea, hoy emitimos entonces la hipótesis de la guerra, no es por énfasis metafórico para indignarnos por la sola brutalidad de las relaciones sociales, bien que ésta merezca ser designada de tal modo (como lo hizo notablemente Jean Genet). Pero esta brutalidad misma para convertirse en guerra, tal cual se presenta hoy, implica una tonalidad más secundaria, aquella de la sentencia12. El juicio es también brutal pero de otra manera. La brutalidad es encontrar sobre su escritorio al llegar al trabajo la orden terminante "limpie su escritorio", que significa el despido. La brutalidad es omnipresente en la relación social masiva, en lo cotidiano de la conducción automotriz, por ejemplo. Pero en su individualización ella implica un desvío más sutil, pasando por la mirada, órgano del juicio, pero excluyendo el tacto, sentido más liberal. En los juegos de la mirada, juegos discriminando los dobles, el juicio experto médico-social exorciza al aíter amenazante para mi integridad ciudadana y me autoriza la brutalidad en ciertas condiciones del juicio, sin comprometer, o mejor, para proteger mi paz afectiva. No se trata aquí de "abrumar a los pobres" en ese cuerpo a cuerpo fraterno paradój icamente sugerido por Baudel aire13, sino de reformar las costumbres por medio de nuevas vigilancias. El clima es apto para la depuración, para la corrección en todos los sentidos del término, y la puesta en transparencia implicaría también la puesta a distancia. A la prohibición del tacto corresponde un derecho de la mirada casi infinito en lo íntimo del otro, incluso un derecho de palabra pública a su cuenta o sobre su espalda. Extraña batalla donde la ausencia, o por lo menos la restriccción del contacto, lejos de acrecentar el sentimiento de seguridad, multiplicará los inquietantes juegos de espejos.
Se produce así una lógica de guerra íntima, reciclando diversos combates históricos, diversos afectos militantes, en la lucha civil y civilizante contra la violencia, la enfermedad, la droga, el fanatismo, el maltrato, la desimbolización, tantas otras figuras del peligro que amenazan los santuarios de la ciudadanía y de la infancia… Este discurso de "fin de la historia", que hace sospechar de algunos vínculos, de algunas pulsiones o individuos, en nombre del peligro que ellos representarían para la integridad individual y las grandes funcionalidades sociales, está quizás en trance de reunir las características propias a las grandes ideologías. Es, en todo caso, un formidable aparato de captura más incitativo que represivo, una colosal máquina para entrar en las subjetividades, en su intimidad. Ahí donde reina la sospecha del maltrato, ahí donde ronda el peligro difuso de la anomia y del trauma, se despliega una semiología cada vez más totalitaria, buscando las figuras de la víctima o del culpable detrás de los signos más ínfimos, inclusive contradictorios, aplastando el combate de las interpretaciones sobre un verdadero "terror del signo"14. La virtud revolucionaria, dice Mona Ozouf no quiere "la conformidad del comportamiento sino la conformidad íntima", su legislador debe ser capaz "de asegurarse la vida entera… pensamientos no sólo expresados sino susurrados a sí mismo; ocupado entonces en tener bajo su mirada no solamente el espacio de la calle, sino el del hogar, no únicamente los salones de clase, sino las clases de recreación… a reprimir las palabras como los actos y los silencios como las palabras"15. Un terror virtuoso nutre aquí un proyecto "de correccional", fusión de castigo y de cuidado, castigando la potencia más que el acto, previniendo más que sancionando el acontecimiento. Terror que designa en sus bordes, en los límites de "lo educable" una inmutabilidad sin libertad, una predestinación culpable. La "eutanasia new look" de los criminales locos en los EE.UU., la inflación penal y penitenciaria, la extensión sin precedentes de la lógica de exepción de las "plagas sociales", capítulo guerrero del código de salud pública, constituyen el horizonte violento de la pacificación subjetiva contemporánea.
La verdadera pasión por la figura de la víctima, por la cual parece transitar hoy, de manera casi obligada, la reivindicación de derecho de aquellos que penan en responder a la conminación individualizante, es también integrante de esta subjetividad de guerra íntima, aquella del "cordero carnívoro". Inocencia del niño en tanto que es educable y vector de educación, en tanto también, él muerde la mano del pariente malo o del educador indigno, a menos que la figura no se convierte en su contrario absoluto: los niños libres de Aubervilliers tan queridos a Prévert, no tienen su lugar en la querella pedohumanitario. "Bandido, golfo, pillastre" (…)". La infancia en peligro se convierte en infancia peligrosa para la cual habrá que construir, nos dice un ministro republicano, nuevas casas "correccionales", a la vez que se privaría a los padres de los subsidios familiares16.
Es en este contexto, nos dicen, que habría que ocuparse de la familia en contra de una tradición "ultralibertaria" de la izquierda francesa. Creyéndole a Irene Théry: "es de los trabajadores sociales, de los médicos de barrio, de los profesores de colegio, en síntesis, de todos aquellos que están en primera línea en los barrios difíciles que han venido, desde hace algunos años, las señales de alerta: si continuamos callando, abandonando, (…) son los más desprotegidos, con sus familias desestructuradas, sus puntos de referencia evanescentes, quienes pagarán más caro los silencios de los que se acompaña la recomposición del orden normativo privado"17. Pero, ¿de dónde nos viene este estado de crisis, este clima de movilización pública sobre el frente de lo privado? ¿Por qué este "espacio de solidaridad natural" (según las palabras de Georgina Dufoix) base de supervivencia apreciada, cuando la solidaridad colectiva vacila frente al número de los desempleados, es al mismo tiempo sospechoso de desórdenes, de confusión de los lugares y de los géneros?
La "desimbolización" es evidentemente el peligro social, pero un peligro privatizado, familiarizado, psicologizado, pedagogizado, llevado sobre el frente de lo humano y de lo inhumano, de "la institución de lo nablante". Si las vidas familiares están en el banquillo es por la misma razón por la que la interioridad individual está, en el mismo contexto, a la vez anchada y puesta en sospecha, en el centro de todo valor y expuesta a la estigmatización. Es porque la existencia natural de los individuos, su experiencia la más privada, tiende a devenir la rase de su posibilidad de empleo y de integración social, que los peligros son También privados y que los peligros privados se convierten en asuntos públicos. El dominio de la norma crece al mismo tiempo que el de la lucha aún si ya no se trata tanto de prohibir las conductas como de indicar los lugares a ocupar, las zonas de peligro. En primer rango se situarían algunas proximidades de los cuerpos no íntegramente contractualizadas o "simbolizadas" y entonces llamadas "violencia" o "trauma".
Los enunciados de la desimbolización, de la pérdida de referencia, de la violencia, tanto como las figuras de los criminales patológicos y de sus víctimas, reproducen entonces una repartición clásica, aquella del acceso al lenguaje. Ellos producen una visión del espacio social como lugar de una anomia culpable, en donde desfallecen la individuación y la contractualización. Es por falta de lugar simbólico que algunos no tendrían lugar en la ciudad. A m pliamente construidas, estas visiones no son por tanto reductibles a fantasmas, ellas son productoras de efectos subjetivos muy reales. Del lado de aquello que miramos, en efecto, el juicio vivido como negación de existencia es lo que nutre "al odio", reacción al desprecio más que a la relación de dominación. L a tentación es fuerte para aquellos a quienes se les estigmatiza de actuar las imágenes que por lo menos le producen miedo a los burgueses, de darles el espectáculo. Por esta razón el "insociable de lo virtual" está en una trampa subjetiva, en una guerra de antemano perdida. La tentación inversa, consistiendo en poner en acto y en escena la imagen de la víctima, a modo de subestatuto personal pidiendo asistencia, está igualmente presente.
Los estigmas son productores de posturas subjetivas, tanto más eficaces cuanto son mudos, por un doble bucle: aquellos que están privados del acceso al discurso y por tanto sometidos a la nominación y a la clasificación, son al mismo tiempo representados como privados de lenguaje, reducidos al puro juego de fuerzas de la violencia sufrida o infligida. Del otro lado, el poder de nombrar la violencia, de alterizarla, enmarcará eficazmente una brutalidad ordinaria en pleno desarrollo, a la vez que se convierte en su instrumento: el juicio hecho a la violencia, es eso lo que es la brutalidad, escribía Genet18. La luz centrada sobre la violencia, urbana, escolar o sexual pone una sombra al maltrato, el más arraigado, el de un cinismo social en plena expansión. La impersonalidad aparente del enemigo, figura polimorfa del mal, no excluye de manera alguna una concretización sobre individuos o grupos precisos. Sin rostro, ella desculpabiliza ampliamente la pulsión erradicatoria. Bajo las máscaras de la indignación y de la piedad, de la reforma, ella alimenta nuevos maltratos con relación, por ejemplo, a las familias juzgadas incapaces de cumplir su función educativa o sospechosas de asocialidad.
Las imágenes de la vida anómica, de la inhumanidad impensable de la víctima o del verdugo, son entonces productivas o en todo caso contagiosas. Desvalorizando, desfigurando los vínculos y los seres, los barrios difíciles y los afectos peligrosos, ellas tienden efectivamente a desolar el espacio social y subjetivo, abatiendo los devenires sobre los estigmas, los deseos de justicia sobre aquel de juzgar o de reclamar lo suyo. Si no lo logran por completo, manteniéndose entonces falsas, es que algo en esos barrios, en esos afectos, se resiste al despojo que le impone esta mirada construyendo, a pesar de ella, lazos vitales y morales, simpatías fecundas, combates y atracciones socialmente constructivos, constituyentes. En contraste, cuando esas imágenes se imponen es por efecto de negación de esas dinámicas atractivas, por la negación de vidas que son siempre al mismo tiempo modos de vida, artes de vivir, lenguajes y luchas. Lo más peligroso sería que su falsedad misma implicase la exageración necesaria para la captura de los afectos, llevando cada vez más lejos la administración de la prueba de la guerra. La hipótesis de la guerra podría ser seria pero entonces la única pregunta sincera, sería la de saber cómo escapar al reclutamiento psicológico en la negación de lo negativo, en la lucha contra el mal, para hacerle un lugar al acontecimiento y al devenir, a la historia como juego de las diferencias, combate entre más que combate contra.
1 El artículo de A. Soble consagrado a la sexualidad, insiste particularmente en la "vulnerabilidad física al contacto y al impacto del otro", o los riesgos de "transformar al otro en objeto", en. Dictionnaire d’éthique et de philosophie morale, Dir. M. Canto-Sperber, Paris, Puf, 1994.
2 Según los términos de Walter Benj amin, en Mythe et violence, Denoél.
3 Valerie Marange et commission médicale d’AISF, Médecins tortionnaires, médecins résistants, La Découverte, 1989.
4 El antiguo "cuadro blanco" que señalaba las películas comportando escenas con caricias íntimas, es reemplazado hoy por diversos signos (cuadros, círculos, triángulos) que parecen remitir a una atmósfera más o menos sexualizada.
5 Nahoum-Grappe, V. L’usage politique de la cruauté: l’épuration ethnique (ex- Yugoslavie, 1991-1995), en Séminaire de Francoise Héritier, De la violence, París, 1996, Odile Jacob.
6 Nahoum-Grappe, V. Algérie: sang et brouillard, en Chiméres No. 33, printemps, 1998.
7 Según M. Melchior experto del Instituto de Seguridad Interior, el 16 de enero en la cadena de televisión France 2.
8 Para mayores desarrollos sobre esta cuestión, ver mi tesis "Éthique et violence, les politiques de mattrise du vivant, así como su prólogo "Au-delà du trauma", para publicarse en l’Harmattan en 1998.
9 II faut défendre la société, Curso de Michel Foucault, 10 de marzo de 1976, Hautes études, Gallimard, Seuil, p. 194
10 Cf. Arendt, L’impérialisme, ch V.
11 Cf. Le Monde 30.11.98, que anuncia el desbloqueo de 63 millones de francos para "restaurar las funciones educativas de la familia". E n la misma óptica, resaltaremos igualmente un estudio reciente sobre el estado de salud de los niños criados por una familia "monoparental", cf. Le Monde, 25.11.1998.
12 Cf. Gilíes Deleuze, Pour en finir avec le jugement, en: Critique et clinique, Minuit, 1993.
13 Escenas de la vida parisina.
14 Foucault, Dits et écrits III, pp 772-773. La obra de Gavarini, L y Petitot, F. La fabrique de l’enfant rnaltraité, Erès, 1998, muestra el operar de esta lógica en el diagnóstico del maltrato.
15 Ozouf, M. L’homrne regeneré, Gallimard 1989
16 "lo que separa al niño culpable del niño víctima, es la utilización de la violencia por el segundo para subrayar la de su familia e interpretarla como causa potencial de la del niño", J.M. Renouard, De l’enfant coupable á l’enfant inadapté, le traitement social et politique de la déviance, Paris, Le Centurión, 1990.
17 Esprit, Ob. cit.
18 "Violence et brutalité", en: L’ennemi declaré, Oeuvres complètes VI . Gallimard 1991.
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