Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
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Pedro Santana Rodríguez *
* Presidente Corporación Viva la Ciudadanía.
El autor realiza un acercamiento al deber ser de la democracia desde el abordaje de categorías como opinión pública y consenso, elementos indispensables en la construcción de una cultura política.
Una teoría sobre la democracia implica necesariamente una hipótesis sobre la opinión pública, dado que la democracia como gobierno basado en la decisión soberana de los ciudadanos, presupone la expresión libre de los mismos, la cual se manifiesta como opinión libre, colectiva, que sea escuchada además por los otros. Un pueblo soberano que no tiene propiamente nada que decir, sin ideas suyas, es un soberano vacío, un rey de copas. Todo el edificio de la democracia se apoya, en último término, sobre la opinión de los ciudadanos que se expresa públicamente bien sea en elecciones libres o en movimientos sociales al margen de las autoridades del Estado, pero que reivindican el nosotros colectivo y sus intereses o reivindican un sector específico que demanda sus aspiraciones frente al poder político.
Dicho esto, como nos lo recuerda el profesor Giovanni Sartori, debemos interrogarnos sobre el por qué decimos «opinión»; en segundo término por qué decimos pública y en tercer lugar qué relación tiene esa opinión con el consenso. Estos son los tres componentes centrales o iniciales que debemos despejar para acercarnos a un tratamiento adecuado del tema.
La llamada opinión pública, como nos lo recuerda Habermas, se formó como concepto a partir del nacimiento mismo de la modernidad, esto es, con la sociedad laica, autofundada y que debe responder ella misma por su propia legitimidad1. Claramente se manifiesta en la revolución francesa y alude en primer término a unos sujetos, individuos, interesados en la «cosa pública». Así pues el público en cuestión son los ciudadanos que tienen que decir sobre la gestión de los asuntos públicos, y por tanto, sobre los temas de la ciudad política. En síntesis, debe advertirse que la noción de opinión pública involucra no sólo a los sujetos, es decir, a los ciudadanos que tienen algo que decir sino también involucra al objeto, esto es, que lo que tienen que decir se refiere a la «cosa pública», a la gestión de los asuntos que competen a todos, que interesan a todos, a la gestión del propio Estado que en la terminología de Castoriadis es la esfera de lo público o sea a la esfera política que es el Estado y que en términos de Habermas sería una opinión pública como consenso racional acerca del bien común2.
No obstante la categoría del «bien común» lejos de ser evidente por sí misma nos proyecta a otro debate; en primer lugar, a la discusión sobre si en realidad existe un interés común o un interés colectivo o general y, en segundo lugar, a cómo se llega a la construcción de un interés público o general. Sobre la existencia de intereses colectivos o comunes parece evidente su existencia, dado el carácter social de la existencia humana. Incluso en el plano fáctico o empírico resulta visible que la cohabitación en la polis, en la ciudad, en la sociedad, plantea la satisfacción de necesidades que son comunes a todos. La ciudad como hecho histórico requiere la satisfacción de un conjunto de bienes colectivos y esto es más evidente en la ciudad moderna, por ejemplo, la provisión de agua potable, energía, medios de comunicación y de desplazamiento o la utilización, la demarcación y/o el respeto y disfrute de los espacios comunes o públicos. Desde la antigüedad la existencia de éstas necesidades planteó, a su vez, la necesidad de la política, es decir, de la satisfacción de ciertos requerimientos para la colectividad.
Pero una cosa es el reconocimiento de la existencia de intereses comunes o bienes necesarios a la colectividad y otra es la precisión de cómo al fin se construye socialmente el bien común o el interés general. Uno de los debates más fecundos en la actualidad cuestiona el supuesto presente desde Hegel y reafirmado en la noción de opinión pública de Habermas según el cual los actores de la sociedad moderna «renuncian» o ponen entre paréntesis sus diferencias de posición y sus intereses particulares, sectoriales, de género o de clase, para .elevarse. hasta el interés general o público. La democracia de los modernos construye la noción de interés público; general partiendo de los intereses sectoriales, de grupos, de individuos. Así mismo, la llamada opinión pública se construye históricamente no a partir de una puesta entre paréntesis de tales intereses sino por el contrario a partir del reconocimiento de éstos que para las clases subordinadas han sido excluidos precisamente de la opinión pública burguesa3.
Como lo ha señalado con claridad Nancy Fraser, «la noción liberal de la esfera pública tal como la describe Habermas en su texto Historia y Crítica de la Opinión Pública no es adecuada para una crítica de los límites de la actual democracia existente en las sociedades del capitalismo tardío. A un nivel, mi argumento socava el modelo liberal como ideal normativo. He mostrado, primero, que una concepción adecuada de la esfera pública exige no solo poner en suspenso (entre paréntesis) la desigualdad social, sino eliminarla. En segundo lugar, he señalado que es preferible una multiplicidad de públicos a una sola esfera pública, tanto en sociedades estratificadas como en las igualitarias. En tercer lugar, he indicado que una concepción sostenible de la esfera pública debe propiciar la inclusión, no la exclusión, de los intereses que la ideología burguesa machista rotula como «privados» y trata como inadmisibles. Finalmente he mostrado que una concepción defendible debe permitir la existencia tanto de públicos fuertes como de los débiles, y debiera contribuir a la teorización de las relaciones entre ellos»4.
Como se ha visto en las líneas anteriores, la llamada opinión pública remite en primer término a los sujetos, a los ciudadanos, que tratándose de la sociedad moderna tienen como atributo esencial su autonomía, su libre albedrío, su capacidad de pensar autónomamente, su libertad; éstas son características inherentes a la ciudadanía de los modernos, y por otra parte, involucra también al objeto sobre el cual estas personas, estos sujetos, estos ciudadanos opinan, es decir, a los asuntos que interesan a todos, a la cosa pública y a quienes están estatuidos para manejarlos, a las autoridades públicas.
Se dice entonces que una opinión pública lo es no sólo porque es del público (difundida entre muchos) sino también porque implica objetos y materias que interesan a muchos, tales materias son las que distinguimos con expresiones y conceptos como bien común, interés general o res pública (razón pública), relacionados con el Estado, accesible a todos, de interés para todos.
Otro aspecto de la cuestión es por qué llamamos a esas ideas expresadas por los sujetos democráticos opinión pública y no de otra manera. Como lo demuestra Habermas ideas u opiniones son expresadas no por doctos, es decir, no como saberes sino más bien como doxa, es decir, como opinión. «Opinión traslada al francés y al inglés la poco complicada significación latina de opinión, la opinión, el juicio incierto o no completamente comprobado. Y como lo recuerda Sartori «cuando el término fue acuñado, los doctos de entonces sabían griego y latín; sabían también que la objeción de siempre contra la democracia es que el pueblo .no sabe.. Precisamente por ello, Platón invocaba al filósofo rey: porque el gobernar exigía episteme, verdadero conocimiento. A lo que se terminó por oponer que a la democracia sólo le basta la doxa, basta que el público sólo tenga opinión. Entonces ni cruda y ciega voluntad ni tampoco episteme sino doxa, opinión: nada más ni nada menos, subrayo, nada menos. Y entonces está bien dicho, y dicho a propósito, que la democracia es gobierno de opinión, un gobernar fundado en la opinión»5.
La opinión pública tiene la forma del entendimiento humano sano, está extendida entre el pueblo al modo de los prejuicios, y aún en esta turbulencia refleja, de todos modos «las verdaderas necesidades y las tendencias correctas de la realidad».
Consenso y opinión pública
Pasemos ahora a la cuestión del consenso y a su relación con la opinión pública. Un gobierno democrático que nace de las opiniones libres de los electores (del voto que expresa la opinión) y que gobierna en sintonía con situaciones prevalecientes de opinión pública es, precisamente, un gobierno fundado sobre el consenso. Nos referimos a consenso en el estricto sentido que lo hace Sartori «consenso no es un aprobar activo, explícito y específico. Consenso según su etimología, es un «sentir conjunto» que es un sentir común, compartido y, en consecuencia, ligante o cuanto menos coligante. Por lo tanto consenso no es aprobar basta con que sea aceptar. Ahora bien, ¿compartir o aceptar qué? Con referencia a la democracia es necesario distinguir entre tres objetos y niveles de consenso: a. La aceptación de valores últimos; b. de reglas del juego y, c. de gobiernos. El primer consenso alude a acuerdos básicos a nivel de comunidad; el segundo a acuerdos con respecto al régimen y el tercero a nivel de gobierno o sobre políticas de gobierno.
El primero se refiere a acuerdos básicos en torno a valores o creencias que son fundantes para dicha comunidad tales como tolerancia, justicia, solidaridad, pluralismo, etc. Y es alrededor de estas creencias y valores que hablamos entonces de la existencia de una cultura política, nos referimos a algo que es construido por los hombres y mujeres de una sociedad, cultura como cultivo de hábitos, creencias, costumbres, etc. En este contexto la noción de cultura política está por encima de las ideologías, es decir, estamos hablando aquí de las formas, las maneras como una sociedad enfrenta sus problemas; nos referimos aquí a las creencias, valores, etc., que la sociedad tiene con respecto a la forma de organización del poder público, de la construcción y el control de dicho poder. Es por ello que la noción de opinión pública está íntimamente relacionada con la noción de ese sistema de valores, creencias, virtudes, que una sociedad crea y recrea cotidianamente6. Y referido a un régimen democrático ese sistema de valores y creencias es fundamental, puesto que está relacionado con la forma como la sociedad encara problemas como reparto del poder, distribución de los bienes, etc.
Pero este consenso no niega de ninguna manera los intereses contrapuestos, conflictos y disputas. Por el contrario la democracia supone disenso, conflicto, intereses diversos, pero en el fondo, en un sistema democrático hay unos consensos mínimos que deben desarrollarse alrededor de un sistema de reglas del juego, de valores y de fines de la propia sociedad política, que es el segundo nivel de compromiso. En Colombia la heterogeneidad de la cultura política y la gran fragmentación nos está mostrando que esos consensos mínimos aún están en construcción; me refiero a que por ejemplo los actores violentos no comparten el punto de vista de que para resolver los problemas no debemos acudir a la violencia, que es una de las reglas de juego básicas de la democracia.
En las democracias modernas los consensos básicos se desarrollan alrededor de las reglas de procedimiento que básicamente determinan, como lo señala Norberto Bobbio una definición mínima, podríamos decir, un consenso mínimo de la democracia. Dice Bobbio «Dando por sentado que el único modo de entenderse cuando se habla de democracia, en cuanto contrapuesta a todas las formas de gobierno autocráticas, es el considerarla, a la democracia, caracterizada por un conjunto de reglas (primarias o fundamentales) que establecen quién está autorizado a tomar las decisiones colectivas y con qué procedimientos»7.
Toda comunidad o todo grupo social tienen necesidad de tomar decisiones vinculantes para todos los miembros del grupo, con el objeto, por ejemplo, de proveer por la propia supervivencia y esas decisiones se toman en última instancia por individuos. En consecuencia, a fin de que una decisión tomada por individuos (uno, pocos, muchos, todos) pueda ser aceptada como una decisión colectiva se hace necesario que sea hecha con base en reglas (no importa si son reglas escritas o consuetudinarias) que establezcan quiénes las toman y bajo qué forma o procedimiento. Un ré- gimen democrático según la experiencia histórica le ha conferido esta atribución no a todos sino a un grupo conformado en casi todos los países del mundo por los hombres y mujeres mayores de 17 o 18 años. Esto es lo que llamamos sufragio universal y su conquista es más o menos reciente.
En cuanto se refiere a las modalidades de la decisión, la regla fundamental en la democracia es la de la mayoría, compromete a todo el grupo, es decir, aún a la minoría o a quienes están en desacuerdo. Bobbio agrega una tercera regla del juego y es aquella que dice que es necesario que los que son llamados a decidir, sean colocados frente a alternativas reales y puestos en condición de poder elegir entre una u otra. Así mismo este mínimum de reglas del juego suponen la eliminación de la violencia y el respeto por las decisiones de la mayoría, lo cual supone también el respeto por los derechos de las minorías.
Ahora bien, estas reglas o procedimientos lo que definen es la manera como una sociedad determinada resuelve frente a intereses contradictorios o sobre los conflictos existentes en la sociedad. En pocas palabras las reglas del juego lo que definen es la forma de resolver los conflictos en una sociedad. Y esto tiene que ver obviamente con quiénes toman parte en las decisiones y bajo qué procedimientos. En la democracia los conflictos se resuelven pacíficamente y en su resolución pueden tomar parte todos los ciudadanos sin exclusiones de raza, sexo, propiedad o escolaridad; precisamente este es el fundamento de la sociedad democrática moderna. Y se resuelven los grandes conflictos votando. Por ello el voto, visto desde esta perspectiva es un instrumento técnico para resolver conflictos.
Hay un tercer nivel del consenso alrededor del gobierno y de sus políticas. Este es el nivel más estrecho en una democracia puesto que las oposiciones se manifiestan más ampliamente alrededor de políticas que se materializan en coaliciones de gobierno y de programas concretos frente al manejo económico, el empleo, las políticas macroeconómicas, las exclusiones, etc. Una de las reglas básicas de la democracia es la existencia de oposición y desacuerdos en torno a temas concretos y a políticas públicas. No obstante la fortaleza de una democracia consiste precisamente en mantener el desacuerdo frente a políticas públicas y coaliciones de gobierno y, sin embargo, mantener acuerdos básicos sobre reglas del juego, régimen político y valores culturales democráticos. Por ello es importante distinguir los niveles del consenso.
Como vimos antes el concepto de opinión pública entendido como expresión de ciudadanos autónomos, que piensan con cabeza propia, es consustancial a la democracia y por ello es importante su dilucidación teórica. En primer lugar hay que decir que la opinión pública no es innata y por el contrario es creada; por tanto, es parte de la cultura de un pueblo. Y si es pública y se refiere al bien común necesariamente está referida al conjunto de significados compartidos por los sujetos de una sociedad sobre la vida pública social. Es decir, se refiere al conjunto de recursos empleados para pensar sobre el mundo político, lo que significa que es algo más que la suma de opiniones privadas de los individuos. En este sentido se refiere a la forma como la gente construye su visión del sistema político y determina su posición dentro del mismo. Es, por consiguiente el fundamento de la propia definición de los individuos como actores políticos y se ubica así en la base de la idea de ciudadanía. Pero esta dimensión no es solo subjetiva sino social, es decir, compartida.
La opinión está expresada en un conjunto de estados mentales difundidos (opinión) que interactúan de acuerdo con flujos de información que son recibidos por el público, que está conformado por sujetos individuales y colectivos. Hay que decir que la opinión pública es parte constitutiva de la sociedad civil y es quizás la forma como ésta interactúa frente a bienes públicos o a poderes públicos.
Precisamente parte de las observaciones críticas que se dirigen a los textos primarios de Habermas sobre este tema tienen que ver con la ubicación que este autor hace de la opinión pública en la esfera del mundo privado: «La esfera pública burguesa puede concebirse, sobre todo, como la esfera de la gente privada que se une como un público; muy pronto reclamaron que la esfera pública fuera regulada desde arriba contra las propias autoridades públicas mismas, para implicarlas (a las autoridades estatales) en un debate sobre las normas generales que gobiernan las relaciones en la básicamente privatizada pero públicamente relevante esfera del intercambio de bienes y de trabajo social, en particular en lo que concierne a los asuntos relativos al funcionamiento de los Estados Nacionales»8.
Habermas, según la lectura de sus críticos, no trasciende en esta presentación la concepción de la esfera pública como la concibe el liberalismo. En realidad en la opinión pública moderna influyen, además de los intereses de los empresarios y de los propietarios, también los intereses de los partidos, de los movimientos sociales, de los excluidos, de los intelectuales, de los obreros, que mediante diversos mecanismos logran hacer visibles sus opiniones que contraponen a las dominantes y que en algunas ocasiones influyen determinantemente en la agenda pública. En la formación de esa opinión moderna han influido los periódicos independientes, los sindicatos, las organizaciones de mujeres, de indígenas, etc. Por ello y hasta cierta forma la producción de significados y de códigos de comunicación es una labor colectiva, social y la opinión pública refleja el estado de ánimo y los intereses de muchos.
Precisamente en su introducción a la reedición de su pionera obra Habermas advierte «Puede hablarse de .exclusión. en un sentido foucaultiano cuando estamos tratando con grupos cuyo rol es constitutivo para la formación de una determinada publicidad. Pero el término .exclusión. adquiere otro sentido menos radical cuando en las propias estructuras de la comunicación se forman simultáneamente varios foros donde, junto a la publicidad burguesa hegemónica, entran en escena otras publicidades subculturales o específicas de clase de acuerdo con premisas propias que no se avienen sin más. En su momento no tuve en cuenta el primer caso; el segundo lo mencioné en el .Prefacio. a la primera edición pero no lo traté»9. No obstante para algunos de sus críticos y a pesar de esta tajante declaración, la teoría sobre la esfera pública de Habermas y las identidades de los ciudadanos que la pueblan no están constituidas por las prácticas participativas, los discursos legales o los propios procesos de actividad democrática. Por el contrario, al igual que en el modelo parsoniano, la sustancia de la esfera pública se deriva de y está orientada hacia la sociedad civil, en particular hacia la cohesión del mercado10.
La opinión pública expresa una determinada cultura puesto que es la concreción de la forma como piensa y opina un pueblo con respecto tanto a las reglas mínimas como a las disputas de intereses, a las coaliciones de gobierno, a las actuaciones de los gobernantes, y en fin, a la agenda de problemas que esa opinión juzga que son básicos en cada momento de su desarrollo.
Pero, como ya dijimos, la opinión pública supone necesariamente un flujo de información y es por ello que en su creación juegan un papel vital los medios de comunicación de masas. En las primeras fases de desarrollo del capitalismo y tal como lo rastreó Habermas en el libro citado, la opinión dependió mucho de los periódicos, de los clubes, de las organizaciones, de la plaza pública. Por ello se afirma sin contradicción que mientras el grueso del flujo de información llegaba a través de los periódicos, los procesos de formación de la opinión permitieron la autoformación. Esta situación fue profundamente modificada con la llegada de la radio y de la televisión.
Los medios de comunicación son el vehículo más importante de influjo sobre los contenidos de la opinión pública. Recordemos que la opinión pública al referirse a lo público-público destaca como actores primordiales de esa opinión pública tanto a los políticos como a los intelectuales como a los líderes sociales y a aquellos llamados formadores de opinión, es decir, a quienes ocupan un lugar destacado en la sociedad y quienes son los encargados de poner en el público significados y conceptos sobre los bienes comunes. Ahora bien, los medios de comunicación en ocasiones son sólo vehículos para la transmisión de esos mensajes o significados, pero en la mayoría de las ocasiones esos medios editan esos mensajes, los contextualizan, de tal forma que ellos se convierten en emisores propios de significados. Estos significados así contextualizados son los que llegan a los ciudadanos, hombres y mujeres que reciben ese flujo de información y frente a los cuales se forman su propia opinión. Este papel de los medios se vio profundamente alterado cuando los medios cayeron o se convirtieron en empresas con fines de lucro. Por ello, una condición para la existencia de una opinión pública autónoma es la existencia de medios de comunicación independientes. Es allí donde gravitan fuertemente los intereses de los Estados y los gobiernos por controlar los medios y por controlar los significados que se divulgan a través de ellos.
Por fortuna y como lo demuestra la realidad, también los ciudadanos y sus organizaciones en una sociedad democrática son productores de mensajes o de significados. Muchos de los movimientos sociales modernos lo que han logrado es hacer visibles problemas o intereses acallados o simplemente invisibilizados o silenciados por los medios. En sociedades fuertemente elitizadas como las nuestras los movimientos sociales han logrado poner en la agenda de la opinión pú- blica problemas y actores ignorados por la monopolización de los formadores de opinión. Así pues, las organizaciones tanto sociales como políticas son también emisores de significados y sus mensajes también concurren a la formación de la doxa, esto es, de la opinión que tienen los ciudadanos medios de cierto tipo de temas o problemas.
Ahora bien, en la sociedad capitalista moderna la base de la información de las grandes masas es de una pobreza asombrosa y desalentadora. Las investigaciones que se han realizado sobre por qué el ciudadano medio tiene tan poco interés en los asuntos públicos y exhibe una gran ignorancia frente a ellos ha terminado por destacar la importancia que tiene la educación en la formación de ciudadanos con un cierto grado de cultura pública, esto es, de cultura política. A este respecto, la tesis es que la educación es un medio para hacer ciudadanos más responsables e interesados. Así como la educación también da información hay que afirmar que un crecimiento general de los niveles de instrucción deberá reflejarse en un aumento específico del público informado de los asuntos públicos. Ahora bien para que la educación sirva realmente para formar una mejor opinión pública, es necesario que dicha educación se refiera expresamente a los asuntos públicos, y que se trate de alcanzar no solo en términos de información sino también en términos de competencia cognoscitiva. Ello explica la aparente paradoja de cómo aún ampliando el número de ciudadanos instruidos o graduados no siempre aumenta el número de ciudadanos con importantes niveles de cultura política.
Concluyendo, en la formación de la opinión pública intervienen además de los políticos y de las elites, los medios de comunicación, las organizaciones y los movimientos sociales. No obstante, una opinión pública independiente y autónoma, es decir auténtica, requiere de la existencia de medios de comunicación independientes y de una prensa libre y autónoma con respecto a los poderes estatales.
A la formación de una opinión pública democrática concurren múltiples actores y en su formación juegan un papel destacado todos aquellos aparatos o instituciones que tienen como papel primordial la socialización de los sujetos: hombres y mujeres de una sociedad determinada. Es por ello que también la familia, la escuela, los movimientos sociales, los gobernantes, las organizaciones y los líderes políticos, organizaciones sociales y asociaciones además de los medios de comunicación, juegan un papel importante en la formación de las creencias, de las formas como los sujetos responden a los problemas que les plantea la realidad y el poder.
Para abordar el tema de la democracia y de la cultura democrática es imprescindible el tratamiento de la llamada opinión pública. Y para tratar el tema de su formación hay que tomar en consideración tanto las nociones sobre bien común o público como a la forma como en las sociedades actuales se construyen los intereses generales o colectivos. Parte del debate contemporáneo sobre esta construcción destaca que los intereses generales o públicos se elaboran partiendo del reconocimiento de los intereses diversos, sectoriales, de género, ambientales, laborales, es decir, del reconocimiento de las diferencias y de la necesidad de su negociación.
La opinión pública es el resultado de procesos colectivos e individuales y en su formación juegan un papel destacado los medios de comunicación. Para contar con una opinión pública democrática es necesario trabajar por la construcción, en nuestras sociedades, de medios de comunicación independientes de los grandes poderes económicos y políticos y al mismo tiempo de fuertes organizaciones y movimientos sociales que tengan la capacidad de influir en la agenda de los debates públicos. En sociedades con fuertes exclusiones sociales y grandes desigualdades, como son las sociedades de América Latina, es imprescindible la construcción de fuertes movimientos sociales y políticos que además de la denuncia formulen alternativas de resolución a las agobiantes necesidades de orden económico y social.
1 Jürgen Habermas. Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida pública, Barcelona,Gustavo Gili, 1994. Este texto pionero, publicado en 1962, continuó con los estudios sobre cultura que había iniciado Talcott Parsons, quien había luchado fuertemente a favor de la distinción entre cultura y sociedad dentro de los sistemas sociales. Mientras la sociedad debía referirse al sistema de interacción entre individuos y colectividad, la cultura debía referirse sólo a «valores, ideas y otros sistemas simbólicos-significativos». Con este objetivo Parsons desarrolló su esquema tripartito, que diferenciaba analíticamente entre tres sistemas: social, cultural y psicológico. Parsons creía que estas distinciones aprehendían la profunda verdad analítica de que todas las interacciones sociales incluían dimensiones de las tres: indiscutible enraizamiento en el sistema social, referencia significativa al sistema cultural e influencia causal de las motivaciones psicológicas. Parsons inició de esta manera, y en cierta forma como ruptura, una nueva «teoría normativa de la cultura», así llamada porque la idea distinguía entre ideales y significado, por un lado, y entre el .estilo de vida. antropológico más inclusivo, por otro. Posteriormente sobre este fundamento parsoniano los sociólogos políticos y politólogos de posguerra introdujeron el concepto de cultura política como una variable crítica interviniente en la explicación de los resultados políticos democráticos. Definieron, siguiendo a Parsons, la cultura política como los «sentimientos subjetivos, actitudes y consiguientes conductas» y creyeron que caracterizaban las «orientaciones políticas» individuales y colectivas, es decir los valores, en un sistema político. Una cultura política consolidaba las «fuerzas psicológicas subyacentes» y las «actitudes políticas» que configuraban en gran parte la vida cívica y la conducta política. Ver al respecto Margaret Somers. ¿Qué hay de político o de cultural en la cultura política y en la esfera pública? Revista Zona Abierta Nos 77-78. Madrid, 1996-1997.
2 Quizás sea útil señalar la distinción que Cornelius Castoriadis efectúa al respecto. «El griego antiguo y la práctica política de los atenienses nos ofrecen una valiosa distinción .y en mi opinión de validez universal . entre tres esferas de las actividades humanas, que la institución global de la sociedad debe separar y articular al mismo tiempo: el oikos, el agora y la ecclesia, que se pueden traducir libremente por: la esfera privada, la esfera privada/pública y la esfera (formal y fuertemente) pública, idéntica a lo que llamé más arriba el poder explícito». Castoriadis Cornelius. La democracia como procedimiento y como régimen. Revista Leviatán No 62, Madrid, 1995.
3 Por lo menos es lo que se desprende del estudio inicial de Habermas consignado en su libro Historia y Crítica de la Opinión Pública. No obstante en sus obras posteriores Habermas plantea la necesidad de abordar explícitamente las desigualdades y las contradicciones que brotan de la realidad social y política. Esto es consustancial a la más reciente ética comunicativa de Habermas.
4 Nancy Fraser. Iustitia Interrupta. Reflexiones críticas desde la posición postsocialista, Santafé de Bogotá, Siglo del Hombre Editores, Universidad de los Andes, 1997.
5 Giovanni Sartori ¿Qué es la Democracia? Altamir Ediciones, Santafé de Bogotá, 1994. p.p. 57.
6 A la manera de Bourdieu en quien la idea de hábito, o habitus, se refiere al conjunto de normas sociales, valores y principios que regulan la actividad dentro de un «campo social» determinado. Bourdieu P. La distinción, Madrid, Tecnos 1991.
7 Norberto Bobbio. El futuro de la democracia, Barcelona, Plaza & Janés, 1985.
8 Jürgen Habermas. Ob.cit. p.27. Citado por Margaret Somers en ¿Qué hay de político o de cultural en la cultura política y en la esfera pública?, Revista Zona Abierta Nos 77-78, Madrid, 1996-97, pp.56.
9 Jürgen Habermas. Ob.cit. p.6. Prólogo adicionado para la nueva edición en marzo de 1990.
10 Al discutir la intersubjetividad en el contexto de una crítica parcial de Habermas, hay que hacer notar una advertencia importante. Mucho antes de que la audiencia anglófona se familiarizara con su concepto de esfera pública (debido al momento de la traducción), Habermas había sido bien conocido por su teoría de la comunicación racional intersubjetiva -convirtiéndolo, así, en un importante teórico de la intersubjetividad del discurso político. No obstante, la debilidad del enfoque de Habermas de la intersubjetividad es que considera este nivel de comunicación política como algo que se deriva de intereses e identidades previas que tienen lugar enteramente en la esfera privada. Este punto sugiere que la noción de Habermas de intersubjetividad está concebida más como una exposición .abierta. de identidades privadamente constituidas que como un ámbito en el que las identidades y las ideas están formadas e informadas inicialmente a través de la actividad política pública y la participación. Margaret Somers. Narrando y naturalizando la sociedad civil y la teoría de la ciudadanía: el lugar de la cultura política y de la esfera pública. Revista Zona Abierta, Nos 77-78, 1996-1997, p.p. 257-337.
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Juan Manuel Ramírez S. *
* Investigador de la Universidad de Guadalajara, México. Autor de: Actores sociales y proyectos de ciudad; Los movimientos sociales y la política y ¿Cómo gobiernan Guadalajara?
El objetivo de este ensayo es precisar las implicaciones teóricas de la ciudadanía y de su relación con el territorio. A partir del contenido de ambos conceptos, se analizan las vicisitudes del pasado inmediato y las búsquedas del presente, por parte de los mexicanos, para recuperar la dimensión territorial de su ciudadanía e incidir en la reordenación de su espacio nacional así como de los regionales y locales.
Desde mediados de los ochenta, tanto en el discurso común de los mexicanos como en el académico y, sobre todo, en el de los políticos, los términos “ciudadano. y “ciudadanía. están siendo objeto de un uso recurrente y generalizado, pero no exento de ambigüedades. También en esos diferentes discursos se establecen relaciones, sugerentes pero poco precisas, con el concepto de “territorio”, el cual está siendo objeto de re-descubrimiento por las ciencias sociales (Giménez, 1996). Por otra parte, la literatura especializada sobre la problemática articulada a ambos términos (ciudadanía y territorio) se está incrementando significativamente, manteniendo abierto el “estado de la cuestión”. Obviamente resultaría ingenuo y pretencioso intentar resolver dichos asuntos en este breve ensayo. Consciente de su actualidad, importancia y complejidad, abordo modestamente tres aspectos: a) las premisas básicas que definen el contenido de la ciudadanía, b) la relación existente entre ciudadanía y territorio, y c) la experiencia mexicana en este campo.
La ciudadanía es la conquista más importante de los gobernados para regular, es decir, someter a normas sus relaciones con el poder político. Consiste en que los miembros de un estado- nación dejan de ser objeto de gobierno y son reconocidos como sujetos activos, con derechos y responsabilidades, en el proceso político. Pero, al mismo tiempo, el principio de ciudadanía (igualdad, libertad y fraternidad o solidaridad) constituye un ideal y una meta no alcanzados en buena parte, a pesar de estar incluido en las constituciones políticas de todos los países del mundo y haber sido objeto de varias declaraciones internacionales por la Organización de las Naciones Unidas.
En la abundante literatura sobre el tema de la ciudadanía hay consenso acerca de que existe relación directa y correspondencia, entre cada tipo de derecho y las modalidades de la ciudadanía. Por ello se reconocen tres dimensiones de ésta: la civil, la política y la social (Marshall, 1976). La ciudadanía civil gira en torno a las libertades personales; la política, al sufragio universal y la participación política; y la social, al bienestar social (Escalante, 1992). Por otra parte, los principales usos y significados del concepto de ciudadanía son tres: como estatus atribuido, en cuanto prácticas sociales y como proceso institucional. De estos tres significados predomina el primero, es decir, el de la ciudadanía como estatus o situación legal. Consiste en el conjunto de garantías y obligaciones que el Estado reconoce a los miembros de una nación y que los convierte en sujetos de la comunidad política en igualdad de condiciones (Marshall, íbid.). Se trata de una concepción jurídica según la cual el Estado otorga la ciudadanía. Bajo este aspecto, es una condición formal o legal en el espacio institucional definido por el Estado (Escalante, íbid.). La concepción de la ciudadanía como prácticas sociales es de carácter sociopolítico. Parte del hecho de que la ciudadanía es algo más que el goce pasivo de derechos otorgados por la autoridad del Estado (Habermas, 1994). Consiste en prácticas emancipatorias (sociales, legales, políticas y culturales) que explican el reconocimiento y la promulgación de los derechos. Porque éstos son el resultado de demandas y luchas sociales enclavadas institucionalmente y que definen a una persona como miembro competente de la sociedad para intervenir en ella (Turner, 1994). Por lo anterior, este uso del concepto se interesa en la manera en que los ciudadanos llevan adelante acciones correspondientes a su condición de tales para ejercer o hacer efectivos los derechos, ya consagrados constitucionalmente, o lograr el reconocimiento de otros nuevos: culturales, ecológicos, étnicos, etc. (Foweraker, 1992); porque la ciudadanía es también un proceso constructor y ampliador del “derecho a tener derechos “ (Arendt, 1993).
Por otra parte, los diferentes derechos y los tipos correspondientes de ciudadanía no sólo constituyen un modelo ideal de relaciones jurídicas y sociopolíticas. Se sustentan en sendas instituciones y arreglos normativos, que son creados para contribuir a su respeto así como para darles cumplimiento (Bobbio, 1991). Es decir, la ciudadanía cristaliza en instituciones, que deben estar dotadas de recursos a fin de que puedan garantizar que el reconocimiento de los derechos se traduzca en efectos prácticos permanentes a favor de aquellos a quienes se incluye como sujetos de ellos. Se trata de condiciones objetivas que permitan el acceso efectivo a los beneficios derivados de la pertenencia a una comunidad política (Rosaldo, 1992). De estas instituciones, a los derechos civiles corresponden los tribunales; a los políticos, las instituciones electorales y los cuerpos representativos; y a los sociales, los servicios de seguridad o bienestar social. Este proceso se encuentra integrado por dos componentes: el instituido y el instituyente. El primero viene dado por las instituciones ya creadas, y está conformado por las estructuras vigentes o el sistema institucional. El segundo consiste en la posibilidad de construir nuevos acuerdos normativos o reglas así como en su instauración misma. Porque así como somos creadores de ellos, podemos modificarlos cuando, debido a las diversas transformaciones en curso, se requiere su ajuste o adecuación, a través de los canales establecidos, para que cuenten con sanción institucional (Villasante, 1995). Estas tres acepciones de la ciudadanía (estatus, prácticas y proceso institucional) no son excluyentes. Nadie postula que históricamente los derechos han sido reconocidos en un solo acto y conjuntamente, como un paquete o bloque único; ni que se hayan obtenido sin luchas, avances y retrocesos. Tampoco se sostiene que es imposible identificar y conquistar nuevos derechos. Y es difícil admitir que, por sí misma, la inclusión de los derechos en una Constitución sea suficiente para que se hagan efectivos.
El territorio es una configuración espacial compleja. En cada país opera como símbolo de la nacionalidad así como de la soberanía y la autodeterminación, las cuales poseen un carácter político estratégico (Tönnies, 1963). Es, además, el recurso básico con que cuenta una nación y el soporte físico de todos los demás. Respecto de la ciudadanía, cada una de las tres acepciones señaladas de ella (estatus, prácticas e instituciones) se encuentra mediada territorialmente, porque cristalizan en la pertenencia a un espacio acotado, desde el punto de vista político y administrativo, en el que tienen vigencia determinados derechos. Se trata de comunidades territorializadas e institucionalizadas, es decir, reguladas por acuerdos políticos entre sus miembros. La identidad y pertenencia a ellas están acompañadas por la capacidad de establecer normas y fijar reglas para el funcionamiento consensuado de las relaciones entre sus habitantes, que se reconocen como sus miembros responsables. Bajo este aspecto, la relación entre ciudadanía y territorio es estrecha y directa. La primera supone y se basa en un espacio apropiado por una comunidad política. Y donde hay comunidad política territorializada, existe ciudadanía. Por ello la ciudadanía real no se reduce a la de tipo individual o liberal, sino que nace del hecho de sentirse parte de una comunidad política asentada en un territorio. Tiene, por tanto, una dimensión colectiva y espacial y no sólo privatizante y autoencapsulada.
Como ocupantes y usuarios del territorio, los ciudadanos poseen derechos y obligaciones sobre él. Constituyen elementos centrales de estos derechos: el libre tránsito por el territorio nacional, la libertad de asentamiento, el acceso igual y justo al suelo, la participación en la definición de las políticas territoriales (planeación urbana, planes sectoriales: de usos del suelo, vivienda, infraestructura, servicios básicos, implantación industrial, etc.), así como en el seguimiento o monitoreo de su aplicación por los gobernantes y funcionarios (gobierno, administración y gestión del territorio). La obligación fundamental de los ciudadanos ante el territorio es la corresponsabilidad en su correcto uso y preservación. Parte de esta corresponsabilidad ciudadana estriba en exigir que el gobierno cuente con planes y programas de desarrollo territorial, así como políticas claras y medios adecuados para regular y controlar el ordenamiento y la gestión del territorio. Esta función estatal tiene hoy un carácter estratégico frente a la influencia y presión que realizan las fuerzas transnacionales para privilegiar e imponer sus intereses exclusivos al implantar filiales de sus empresas en el espacio nacional. Esta implantación debe someterse a reglas precisas. Pero en la actual competencia que existe entre países y gobiernos para lograr la llegada de inversiones extranjeras y la consiguiente instalación de empresas, a menudo prefieren jugar con ventaja y, para ello, aumentar los incentivos y las exenciones fiscales y, al mismo tiempo, reducir los controles. Esto implica, de facto, recortar la soberanía sobre el territorio.
Usualmente estos supuestos sobre la relación existente entre ciudadanía y territorio se aplican a la dimensión nacional de ella. Por lo tanto, las concepciones clásicas acerca de la ciudadanía la vinculan con los estados nacionales (Bendix, 1974). Ciertamente, éstos son las principales comunidades políticas y cuentan con un ámbito o estructura territorial claramente determinados por barreras o fronteras nacionales. Pero no constituyen las únicas. Como es sabido, en el caso de los regímenes federalistas, otros ámbitos o unidades territoriales son el municipio y la entidad federativa. Lamentablemente, en América Latina la constitución de los estados nacionales implicó, de facto, el relegamiento de los espacios políticos autónomos intermedios (regionales o locales). Históricamente, después de la independencia de la metrópoli española, este proceso fue considerado cuasi-necesario para lograr la conformación de la unidad nacional. Pero una vez lograda, es válido rescatar la importancia de esos ámbitos intermedios y sus consiguientes ciudadanías. Este es un supuesto central de los estados federados. En ellos, la unidad nacional no implica la abolición de las facultades político-administrativas propias de las entidades federativas ni de los municipios. Ambos ámbitos son espacios políticos, cuentan también con comunidades políticas territorializadas y, en consecuencia, dan lugar a ciudadanías regionales o estatales y locales. Cabe hablar, en sentido estricto, no sólo de una ciudadanía nacional sino igualmente de una local y regional, si se explicitan sus respectivos componentes. Pero a partir de estos mismos principios cabe también mantener la hipótesis de que desde hace varios años se encuentra, en proceso de construcción, una comunidad política territorial y una ciudadanía nuevas, es decir, las metropolitanas. De hecho en algunos países de Europa y en Estados Unidos existe, en sentido estricto, el gobierno metropolitano como ámbito político -administrativo intermedio entre el ayuntamiento y la entidad federativa. Se trata de un espacio político-administrativo distinto, de una comunidad política diferente y, en consecuencia, de la correspondiente ciudadanía. Al respecto, en México está reconocida en la Ley General de Asentamientos Humanos la posibilidad de declarar la existencia jurídica de una conurbación, es decir, de una unidad (geográfica, económica y social) entre dos o más centros de población asentados en el territorio de una entidad federativa o de varias de ellas. Y esta declaración ya ha sido decretada para las áreas metropolitanas más importantes del país. A pesar de ello no existe, formalmente constituido, un tercer nivel político-administrativo intermedio con facultades específicas y distintas de las correspondientes a los restantes. Se trata, entonces, de una ciudadanía metropolitana en proceso de construcción. A favor de esta hipótesis están la existencia del territorio común o unidad funcional (constituidos por cada área metropolitana del país), la declaración político administrativa de las conurbaciones y el proceso de constitución de actores socio-políticos metropolitanos de esas nuevas comunidades.
Pero, en el polo opuesto de estos procesos constructivos de ciudadanía, es preciso reconocer la existencia y el crecimiento acelerado de otra tendencia de carácter excluyente. Consiste en la proliferación de ciudadanos “de segunda. o de ciudades (así como pueblos y regiones) “sin ciudadanos”. La segregación y exclusión (civil, política o social), que se aplica sobre ellos, les impiden que se cumplan o materialicen los requisitos de la ciudadanía, es decir, el acceso real a las condiciones objetivas que convierten en efectivos los derechos; e igualmente imposibilitan que tengan vigencia para ellos la existencia de una comunidad que los incorpora, la inclusión en los consensos políticos que se asumen, así como la intervención en la definición de las reglas para la convivencia política y la administración del territorio. Estos ciudadanos no tienen ninguna injerencia en las decisiones que se adoptan sobre el espacio de su adscripción política y, por ello, su ciudadanía y sus derechos territoriales son inefectivos.
Finalmente, conviene advertir que en la valoración y puesta en práctica de la ciudadanía y su vinculación con el territorio suele plantearse como modelo deseable el de la Grecia clásica y sus ciudades-estado con un espacio autogobernado por sus ciudadanos mediante la democracia directa. Al respecto conviene aclarar que su asamblea general, como órgano soberano, tenía un quorum máximo de seis mil ciudadanos, que estaban repartidos en cien distritos territoriales locales. Pero era el “Consejo de los Quinientos. el que asumía la responsabilidad de organizar y proponer las decisiones públicas. Y este consejo se ayudaba del “Comité de Cincuenta”, que formulaba las propuestas (Held, 1992). Es decir, existían mediaciones en el ejercicio de la democracia directa y de la ciudadanía. Con mucha mayor razón, el actual tamaño y población de las comunidades territoriales (ciudades, municipios, áreas metropolitanas, regiones y países) obligan a combinar el recurso a las formas de democracia directa (referendum, plebiscito e iniciativa popular) con el de la representativa o delegada (procedimental o electoral). Pero la aplicación de esta segunda modalidad no implica perder, o que se vean disminuidos los derechos y obligaciones ciudadanos sobre el territorio de adscripción (local, regional o nacional).
A nivel mundial, la experiencia de las ciudades- estado de la Grecia clásica y de la Italia renacentista constituyen excepciones. Por ello, cabe sostener que la ciudadanía es una construcción sociopolítica moderna. En los países de América Latina, el estado- nación y la ciudadanía nacen con la independencia respecto de la metrópoli española, al liberar el territorio de su dominio. Posteriormente, en México, buena parte de su historia independiente transcurrió en medio de luchas entre federalistas y centralistas, los cuales planteaban proyectos de nación y modelos de organización territorial opuestos. Y desde la independencia hasta entrado el siglo XX, el país contaba con habitantes que, también en buena medida, eran ciudadanos “imaginarios. (Escalante, íbid.). Porque era objetivamente imposible hacer efectivos los derechos, que formalmente les otorgaba la Constitución, debido a las condiciones civiles, sociales y políticas en que aquellos vivían. La revolución armada de principios de siglo (1910- 1917) fue una sublevación popular, que reivindicó el acceso a la tierra contra los latifundistas porfirianos. Otorgó a la nación la propiedad “originaria “ del suelo (art. 27 de la Constitución). Fue, por ello, una lucha por la recuperación social del territorio y por su reparto. Los gobiernos posrevolucionarios cumplieron inicialmente la tarea fundamental de lograr la unidad nacional frente a los caudillos y caciques que convertían a parte significativa de las entidades federativas en feudos cuasi autónomos. Aprobaron una nueva Constitución política en la que recibieron tratamiento especial los derechos sociales; y se reconocieron los civiles y políticos que ya incluía la vieja Constitución. La progresiva materialización de “los sociales. (estado de bienestar o sistema de seguridad social) fue discrecional, puesto que privilegió a los sectores vinculados directamente al partido oficial (PRI). Y el precio que se pagó por ello fue la corporativización de la sociedad, en la que el principio de ciudadanía política quedó fuertemente mediatizado. Hasta finales de los ochenta, México vivió una democracia formal y tutelada. A ella correspondió el ejercicio limitado de los derechos políticos, cuyo margen de acción se reducía prácticamente a participar en elecciones en las que los candidatos eran ya gobernantes designados, de facto, antes de ser electos. El rito electoral confirmaba, a posteriori, una decisión ya tomada por “el gran elector “ (el presidente de la República) con la complicidad del secretario general del PRI, el “partido prácticamente único”, como reconoció el propio Carlos Salinas de Gortari. El proyecto revolucionario de nación fue perdiéndose a medida que el gobierno optaba por el modelo “modernizador. e industrial (sustitución de importaciones). Hasta finales de los ochenta, la estructura y ordenamiento del territorio, tanto en el campo como en la ciudad, se supeditaron a las actividades económicas más rentables que se encontraban, al mismo tiempo, fuertemente subsidiadas.
En un giro de 180 grados, la posterior reestructuración industrial y la apertura al mercado internacional, comandadas por los recientes gobiernos “neoliberales”, facilitaron la entrada de capitales transnacionales, de manera abrupta e indiscriminada, es decir, sin crear previamente condiciones internas de competitividad. Estos son hoy el factor central de organización tanto del territorio nacional como de sus ámbitos económicos más estratégicos. Como parte de la “semiperiferia. mundial (Wallerstein, 1984), se encuentran sometidos a duras decisiones por parte de las empresas globalizadas que buscan ventajosamente implantar en él filiales de sus matrices, y frecuentemente los usan y abandonan de acuerdo con su conveniencia exclusiva. Como resultado de estas políticas, el territorio y la ciudadanía mexicanos se encuentran hoy profundamente fragmentados. La parte del espacio nacional que está vinculada a las actividades económicas de punta y a las firmas internacionales, posee puntos de contacto con los países del primer mundo. El resto se halla sumido en el atraso. Asimismo, un sector de los habitantes podría formar parte de la ciudadanía de cualquier nación democrática. Pero millones de personas comparten la exclusión y las carencias de países que poseen sistemas políticos menos democráticos y economías más atrasadas que las de México (Aziz, 1997).
El auge y crisis económicos de las entidades federativas y de los municipios así como su reestructuración espacial se originan crecientemente no en su dinámica interna sino en los designios que sobre ellas tengan las multinacionales. Es decir, su despegue y decadencia están causados por decisiones tomadas fuera de ellos. Este es el caso de la frontera norte y su actividad central de la maquila así como de las ciudades binacionales o gemelas articuladas a sus pares de Estados Unidos y de las cuales dependen para su desarrollo económico. En situación similar se encuentran los centros turísticos de corte internacional del Pacífico y Caribe mexicanos, que constituyen uno de los ejes de la política territorial y económica del gobierno mexicano para la obtención de divisas. Por su parte, las principales áreas metropolitanas del país “que constituyen, en realidad, regiones urbanas ”, han sido los centros tradicionales de implantación industrial, pero hoy están terciarizando su actividad económica. Y las zonas de agricultura comercial del Bajío y noroeste se orientan, cada vez más, al mercado externo.
De las ciudades mexicanas, únicamente el Distrito Federal forma parte, a un nivel secundario, de la red de ciudades mundiales o globalizadas (centros financieros y bancarios internacionales, sedes administrativas de corporaciones globales, nudos de redes mundiales de servicios, información y comunicación). El resto de ellas constituye parte de la “semiperiferia. urbana mundial, es decir, de las ciudades de servicios o manufactureras que están integradas, de manera subordinada, a los centros productivos o mercados mundiales. Esta es también la situación de las zonas de agricultura de exportación. Y casi medio siglo después de haberse logrado la unidad nacional posrevolucionaria, están creándose nuevos feudos políticos en varias entidades federativas en las que todavía gobierna el PRI (Tabasco, Puebla, Yucatán y Guerrero). En ellos, las autoridades priistas instauran formas de gobierno y administración a través de las cuales la afirmación de las facultades de las entidades federativas se subordinan a las decisiones del gobernador autoritario y en desmedro de la vigencia del pacto federal.
Pero a contracorriente de este doble proceso (económico y político), está emergiendo lentamente una ciudadanía cada vez más consciente de sus derechos políticos y territoriales. Ambos son reivindicados a varios niveles espaciales y por distintos actores. En el nacional, un número reducido de grandes empresarios y, sobre todo, los medianos y pequeños “afectados duramente por la apertura económica indiscriminada y que no tienen posibilidad de sobrevivir en un régimen de competencia abierta con el capital transnacional. están redescubriendo la dimensión nacional y territorial de la actividad económica así como su derecho a establecer condiciones para la entrada de las empresas globales. Simultáneamente, desde 1991, una agrupación de Organismos no Gubernamentales (ONG) de distinto tipo crearon la Red Mexicana de Acción Frente al Libre Comercio (RMALC), como espacio de coordinación de organizaciones y personas interesadas en incidir en los procesos de integración, globalización económica y apertura comercial. En particular, esta red se planteó participar en el proceso de negociación del Tratado de Libre Comercio (TLC) que el gobierno mexicano estaba llevando a cabo con Estados Unidos y Canadá. No se opuso a la firma del tratado. Exigió que se incluyeran en él propuestas que aseguraran, para el país, posibilidades de desarrollo sustentable y, a los trabajadores implicados, la protección de sus derechos sociales. Es decir, defendió la regulación del territorio y el bienestar de la fuerza de trabajo (Arroyo y Monroy, 1996). Por su parte, el grupo de expertos en planificación Democracia y Territorio planteó propuestas para la recuperación, democrática y popular, del espacio nacional y del patrimonio natural a fin de que equitativamente tengan derecho y acceso a ambos todos los mexicanos (Propuesta, 1993).
El despertar de las identidades regionales es otro ámbito de emergencia de ciudadanía. Existen evidencias sobradas de que su afirmación unilateral puede derivar, a veces, en explosiones separatistas de minorías que descomponen el estado nación y desmembran su territorio. Pero su función ciudadana es definir criterios que regulen los esquemas centralistas con base en los cuales se negocia y decide la inserción de las empresas nacionales y transnacionales en el espacio regional. A primera vista, el levantamiento indígena del EZLN en la zona de Los Altos de Chiapas en 1994 se inscribe en esta lógica disruptora de la unidad de la comunidad nacional. Pero el sentido de este fenómeno es distinto. Obedece, por un lado, a la sublevación contra la expoliación del territorio y de los recursos naturales de esa entidad federativa, llevados a cabo por caciques, latifundistas y políticos locales; por ello, entre sus demandas plantean “la autonomía indígena y el territorio “ (EZLN, 1998). Y, por otro, responde a la defensa de sus derechos civiles, sociales y políticos. En los del tercer tipo se inscribe la creación, por parte de las comunidades indígenas, de municipios autónomos ante la inexistencia, de facto, de los libres, como estipula la Constitución política.
A nivel municipal es emergente en el país la involucración de diferentes movimientos sociales (urbanopopulares, de derechos humanos, frentes cívicos, etc.) en los procesos electorales y en el debate acerca de las políticas y decisiones sobre ese espacio político-administrativo. Por la vía de la observación electoral, defienden la voluntad popular hasta hace poco escasamente respetada. Y a través de la representación institucional (cabildo, asociaciones de colonos, comités vecinales, órganos de colaboración municipal, etc.), o mediante manifestaciones públicas, plantean sus intereses sobre el uso y destino del territorio. Proponen el establecimiento de mecanismos compensatorios que permitan desarrollar la infraestructura municipal, proteger los recursos naturales y amortiguar el impacto, territorial y social, provocado por la inserción de las empresas nacionales y transnacionales. Y exigen la aplicación del “derecho de anuencia”, o sea el de dar su aprobación (o negarla) a la realización de obras o nuevas construcciones, especialmente a nivel de barrio o colonia, es decir, del espacio residencial inmediato.
Ciertamente los mexicanos son más sensibles a la defensa de la ciudadanía como estatus o derechos reconocidos que como prácticas creadoras de nuevos derechos; y sus reclamos para la instauración de nuevos procesos institucionales son reducidos e incipientes. En este terreno la experiencia de Alianza Cívica (un frente amplio de ONGs y organizaciones ciudadanas), es excepcional por su capacidad innovadora. Por otra parte, a pesar del deterioro creciente que se registra en las condiciones materiales de vida de los mexicanos, es decir, en sus derechos sociales, la ciudadanía suele ser asociada principalmente con los políticos. Ello obedece a que la afirmación creciente de las expresiones organizadas de la sociedad ante el Estado así como la toma de conciencia y el rescate de esos derechos constituyen aspectos novedosos del nuevo panorama nacional. Implica enfatizar el interés en los asuntos colectivos, en la regulación de las instituciones públicas y en el control de la gestión gubernamental (Dietz, 1987). Esta ciudadanía política pone en juego el carácter público de la actividad estatal y la intervención de los individuos en las relaciones de poder. Significa una posición responsable y comprometida, es decir, la participación en la resolución de los asuntos de la comunidad política y la incorporación e intervención en el debate público (Pateman, 1970).
La conciencia del derecho a construir nuevos derechos, así como la capacidad de crear instituciones que los amparen, se dan entre segmentos reducidos de la población mexicana. Lo propio sucede con la percepción de la dimensión territorial de la ciudadanía y con el ejercicio de los derechos y obligaciones sobre el territorio. En consecuencia, su injerencia en las decisiones sobre el espacio (nacional, regional o local), es limitada. Para muchos de ellos ciudadanía y territorio constituyen realidades todavía débilmente vinculadas. Pero entre ambos existen múltiples articulaciones. Y la defensa y el ejercicio de los derechos que se tienen sobre el territorio, retroalimentan las dimensiones comunitarias de la ciudadanía. Porque, en términos sociales y políticos, el territorio pertenece a los ciudadanos que lo habitan. Sus prácticas responsables y solidarias son las creadoras del espacio social y las que le dan sentido. En consecuencia, son los ciudadanos quienes deben contar con mecanismos para definir sus intereses democráticos sobre el territorio así como para establecer las condiciones del acceso a él y de su uso por los propios ciudadanos así como por las empresas nacionales y extranjeras. Rescatar y hacer valer los derechos ciudadanos sobre el territorio es un nuevo y decisivo campo de lucha política y parte substancial de la tarea de definir el proyecto democrático de nación. Es también un ámbito de ejercicio y construcción de ciudadanía.
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Juan Carlos Pérgolis *
Danilo Moreno H. * *
* Juan Carlos Pérgolis es arquitecto, investigador en semiótica urbana y profesor en el posgrado en Historia y Teoría de la Arquitectura y el Arte en la Universidad Nacional de Colombia.
** Danilo Moreno es magister en comunicación, investigador y profesor en el área de Teoría de la Comunicación en la Universidad Central.
Juntos escribieron el libro La ciudad de los milagros y las fiestas (con L.F.Orduz, Tercer Mundo Editores, 1998); los ensayos: No sólo los monumentos simbolizan (Magazín Dominical de El Espectador Nº 714), Barrio, el alma inquieta de la ciudad (Revista Barrio Taller, 1998) y el cuento Verano y después (1997).
La ciudad colombiana actual, enorme territorio, fragmentado y disperso, contexto de ciudadanías diversas, nómadas y desarraigadas, de multiplicidad cultural y simultaneidad requiere programas de educación inéditos: la linealidad y la represión de los modelos conductistas hoy no son válidos; la educación, cada día más desligada de cualquier espacio formal, por la importancia de los medios, debe estar dirigida más al viaje que al arraigo, más al nómada que al sedentario.
Cuando partas hacia Itaca
pide que tu camino sea largo
y rico en aventuras y conocimientos (…)
A Itaca debes el maravilloso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino
y ahora nada tiene para ofrecerte.
Si pobre la encuentras, Itaca no te engañó.
Hoy que eres sabio, y en experiencia, rico,
comprendes qué significan las Itacas.Constantino Kavafis
Itaca, 1894
La dirección de la revista Nómadas nos pidió un artículo sobre el tema educación y ciudadanía. Esas tres palabras, que aparecen en la primera frase que escribimos, resumen la ciudad de este fin de siglo; una ciudad tan distinta, en sus espacios y en los comportamientos de sus habitantes, que para hablar de ciudadanía y educación, primero tenemos que hablar de esta ciudad. Entonces, nos preguntamos: ¿cómo es la ciudad colombiana hoy? aunque tal vez la pregunta correcta sería ¿qué significa ciudad hoy en Colombia? y por último, ¿cómo se articula la educación dentro de este nuevo contexto?
Incontables comederos, talleres, servicios y viviendas a la sombra de polvorientos plátanos, sin discontinuidad, a lo largo de la carretera que bordea el río Cauca; ¿estamos en el campo colombiano?, no, estamos en una estructura urbana, una parte o un rasgo (un fragmento) de ciudad, de la gran Colombia-ciudad que se desparrama por todo el territorio.
También es una estructura urbana la reunión de un puesto de comidas, un montallantas y una venta de frutas en algún perdido cruce de vías, el germen de una futura población. Son parte de la vida urbana los objetivos de la acción guerrillera en medio del monte y es urbano el asentamiento transitorio que conforma el grupo de desplazados, en un momento de su peregrinar, hacia algún indefinido destino con nombre de ciudad.
Son urbanos, obviamente, los espacios tradicionales en el interior de las ciudades y también las enormes periferias atomizadas en conjuntos cerrados de viviendas, esta nueva tipología que nació suburbana y se desparramó tanto hacia el medio rural como hacia el interior de la ciudad. En el primer caso permitió concretar la llamada “fantasía verde “: vivir en un medio aparentemente campestre, con el confort urbano y la seguridad del conjunto cerrado con porterías y vigilancia privada; en el segundo, los conjuntos van desde modestos grupos de pequeñas casas alrededor de un patio-parqueadero, hasta verdaderas ciudadelas encerradas, simulacros elitistas de la ciudad tradicional. Pero el modo de vida en estos lugares, aún en los que aparentan ser más “rurales”, es indiscutiblemente urbano y “sin duda. a la vuelta de unos pocos años, estos sectores serán partes de una nueva concepción de ciudad: la de los extensos territorios, ocupados con muy bajas densidades poblacionales, dependientes tanto de los medios de transporte como de los sistemas de comunicación y las redes de informática.
La vida urbana colombiana, a fines del siglo XX, está presente en todo el territorio nacional, mucho más allá de los grandes centros y a través de las más impensadas manifestaciones. Por ese motivo, para comprender la ciudad de hoy hay que mirar una red, o una superposición de redes y no sólo los centros; esto significa observar ese enorme espectro, esa multiplicidad de situaciones, acontecimientos, objetivos y estructuras formales que conforman la cultura y la vida colombiana, cada una con sus rasgos propios, cada una otra.
Esta afirmación no significa volver a los grandes horizontes culturales o a las intangibles referencias reduccionistas y excluyentes que propusieron el urbanismo moderno y en especial la planificación territorial; por el contrario, esto quiere decir entender la diversidad, la simultaneidad de situaciones y la inclusión: el otro es el coprotagonista, porque hoy nada (ni nadie) queda por fuera de la vida urbana aunque la comprensión de cada uno de sus hechos deba hacerse desde la mirada modesta a las redes locales y no a través de los pretenciosos e inalcanzables objetivos de los planes fuera de escala
La ciudad colombiana actual es corpus y contexto de ciudadanías diversas, multiplicidad cultural y simultaneidad, todo en constante movimiento. Allí, la represión y la tecnología como procedimientos ordenadores de la ciudad resultan dudosos y nunca como hoy la educación ciudadana tuvo un papel tan importante, porque esta ciudad nueva, inédita, exige soluciones también inéditas: educación urbana significa enseñar y aprender a convivir en las diferencias, en lo múltiple y en lo simultáneo.
Es curioso y significativo que todos los ejemplos anteriores con que se intentó mostrar aspectos de la ciudad colombiana actual, implican movilidad o desplazamientos, con una fuerte connotación de desarraigo. Curioso, porque siempre consideramos a la ciudad como el resultado del paso del nomadismo a la vida sedentaria, el producto de la técnica agraria del cultivo1; vista de esta manera, la ciudad como modo de vida, tuvo un origen rural en el arraigo a la tierra. Nomadismo y ciudad fueron, en la historia, términos antagónicos, hoy ya no lo son; por eso es significativo el carácter nómada del fenómeno urbano en este fin de siglo.
También en el interior de las grandes urbes la movilidad se constituye en el rasgo más relevante de la vida actual. Sin hacer referencia a los desplazamientos recurrentes como parte de las actividades urbanas (vivienda- trabajo, esparcimiento, etc.) que fueron el objetivo de estudio del urbanismo moderno, queremos hacer énfasis en los desplazamientos que implican desarraigo y que conforman los enormes grupos nómadas de la ciudad actual: las tribus urbanas, los otros, la temida contraparte de lo establecido, de lo arraigado.
Desde la visión del pensamiento moderno se intentó comprender a la ciudad a través de la dicotomía territorial ciudad-campo, que presentó como opuestos los medios urbano y rural: uno consumidor, el otro, productor; uno progresista, el otro tradicional. Ese modelo no resulta válido ante los acontecimientos señalados en los párrafos anteriores y que identifican a la actual conformación del territorio colombiano.
Consecuente con esa primera dicotomía apareció otra: centro-periferia, que trató de explicar la estructura interna de las ciudades y su crecimiento como el juego de dos sistemas de ondas expansivas, una centrífuga, que irradia las pautas urbanas hacia el medio rural y otra centrípeta que tensiona el entorno hacia la ciudad, específicamente hacia el centro, expresado por la imagen histórica de la Plaza Mayor, el ámbito de todos los poderes.
El deslinde entre lo urbano y lo rural fue la periferia, lugar donde los llegados del campo se arriman a la ciudad y los desplazados de la urbe se mantienen cercanos a ella pero no en ella: arrabal, deslinde, borde, periferia. Porque en el modelo dicotómico, la ciudad se entendió simplemente como su centro.
En la metrópoli actual, sin forma y extendida arbitrariamente, la noción de borde desaparece tanto como desaparece la de centro y la circulación de flujos, antes centrífuga-centrípeta ahora es homogénea y monótona en la extensión sin límites. Ya no hay dicotomías.
Inestable, móvil, ocasional, múltiple, efímera, fragmentada, monótona, simultánea, son todos adjetivos que califican a la ciudad actual y que hubieran sido impensados para ese mismo fin, hace apenas treinta o cuarenta años. En la idea de ciudad que responde a estos adjetivos ¿qué significa educación?
En principio, no creemos en la represión como único método: el panorama es más complejo y debemos situarlo en la confrontación entre quienes entienden el nuevo concepto o la nueva realidad urbana y asumen la educación como una invitación a la tolerancia y a la comprensión de las diferencias y quienes siguen amarrados a la ciudad tradicional y al pensamiento moderno en la creencia de que la técnica y el control permitirán el ordenamiento de una estructura territorial y social que hoy está más cercana a la arbitrariedad de las redes, a la geometría fractal y al orden del caos que a la geometría euclidiana y a la razón neoclásica.
La ciudad inédita requiere investigación. Suponemos conductas, comportamientos, uso de los espacios; intuimos la forma de esos espacios en el contexto de la fragmentación actual, pero no conocemos ni la forma significante de los mismos, ni la práctica que se desarrolla con esos significantes; Julia Kristeva2 propone que la práctica significante reúne el modo de producción de signos con el deseo. Esta articulación con el psicoanálisis exige una nueva visión de la ciudad y una nueva semiótica, ya no de la forma sino del deseo por la forma. Hoy estamos convencidos de que el sujeto es parte activa en cualquier proceso social.
Por debajo de todo este texto se desliza una pregunta: ¿las cosas son lo que significan o son lo que deseamos? La ciudad no puede seguir siendo estudiada ni desde la semiótica de las formas, ni desde la tradición conductista conformada por contenidos académicos y actitudinales analíticamente descompuestos en objetivos específicos establecidos por programas agrupados en asignaturas3. Hoy debemos mirar un corpus heterogéneo de objetos culturales, fragmentos arbitrarios que juegan sobre estructuras inestables: la ciudad del nómada, del pasajero, del acontecimiento efímero y de la extensión homogénea e indeterminada no puede ser investigada desde la rigidez conductista; mucho menos puede ser encasillada en normativas ajenas que intentan reprimir sin comprender.
La investigación muestra que la actitud pedante que confundía la educación con el dogma ya no es válida: la ciudad adquirió autonomía en el diálogo con el habitante: ambos enseñan y aprenden, se relacionan en el concepto de deseo. El sujeto está presente en los procesos sociales en una mutua producción e interpretación de signos. Esto evidencia que el modelo comunicacional bipolar que proponía una ciudad-emisora, para un habitante-receptor que interpretaba y significaba, ya no es válido: la ciudad y el ciudadano ahora se comunican emitiendo y recibiendo simultáneamente, conformando nodos, puntos de encuentro que no constituyen los significados sino el sentido de la vida urbana.
La ciudad enseña desde la actualidad y desde la historia, porque en cada uno de los momentos es presente y memoria de sus acontecimientos y de sus espacios, que son el marco, la escenografía para la vida; como define Norberg-Schulz, los espacios para la existencia4.
Dos puntos básicos orientan el análisis de los significados de uso que surgen de la relación espacioacontecimiento: primero, como ya se vió, que los ciudadanos interactúan con la ciudad; segundo, que esa interacción está sujeta a múltiples mediaciones.
La ciudad aparece hoy como un simulacro al interior de los fragmentos: la calle tradicional en los centros comerciales; remedos de plazas “públicas. en los conjuntos de vivienda. El exterior urbano es solamente una red de flujos: ya no hay referencias entre los espacios que pasan de una virtualidad exterior a otra interior; en realidad, ambos espacios son simulaciones y el vacío interior de los fragmentos, al cual el simulacro no puede dar sentido, se tiene que llenar con la información de los medios5.
Allí mora el televidente, el interactuante en red, el habitante de los fragmentos, fascinado con la información, con la informática, con el drama ajeno de las telenovelas, con el sexo seguro y las audaces amistades de la red. Todo llega y todo se superpone en el fragmento- destino de los flujos, que es el fragmento-nodo de todas las redes.
El mundo verdadero, al final, se convierte en una fábula, fue la profecía de Nietzsche6, que parece concretarse en los comportamientos arbitrariamente fragmentarios de la sociedad de los media que habita la ciudad también fragmentada y que en plalabras de Vattimo se basa en la oscilación, en la pluralidad y en la erosión del propio “principio de realidad”7: la sociedad transparente, en la que la masa busca más la fascinación que la producción de sentido, porque ante el embrujo que ejercen los medios no hay significantes ni significados válidos y si los hubiera, no coincidirían en la conformación de signo alguno.
El acceso a los medios, que hoy tienen los sectores de opinión independientes, los grupos radicalizados, los grupos de poder económico, los sectores marginales, las élites culturales, las minorías y, en general, los otros, muestran que ya no podemos hablar de una realidad única, una historia oficial o una cultura oficial sino de múltiples imágenes propuestas desde diversos puntos de vista. Por ese motivo, los procesos educativos no pueden ser lineales ni excluyentes; esto implica una revisión del concepto de educación desde su propio significado, es decir, la enseñanza de reglas y códigos de comportamientos de un determinado grupo social en su interacción al interior del mismo o la adopción de esos comportamientos por parte de los externos al grupo, para ser aceptados en él. La multiplicidad de grupos incluyendo a todas las minorías y la simultaneidad de acontecimientos ofrecen un espectro de comportamientos tan amplio que atomizan la acción educativa en una infinidad de posibles escogencias de modelos que acentúan el individualismo como pauta “y respuesta. en la vida urbana actual. Esta es la gran diferencia con la idea de educación en la ciudad tradicional.
Pero antes de avanzar con esta mirada, vale la pena precisar dos adjetivos que modifican el término educación con relación a la vida en la ciudad: uno es educación urbana, que está referido a la enseñanza de esas reglas y códigos de comportamiento grupal que permiten la convivencia en el territorio urbano, de acuerdo a lo señalado en el párrafo anterior. El otro es educación ciudadana, que se refiere a la particularidad de la información y la transmisión del conocimiento para esa educación urbana, mediatizada en cada lugar. Esta acción es fundamental para la constitución de la identidad por dos razones: en primer lugar, porque uno de los aspectos que conforman la imagen significante urbana surge de la sumatoria de comportamientos y en segundo término, porque el sentido de la vida en la ciudad es consecuente en la práctica con ese significante8. Por ese motivo, de esta instancia de educación ciudadana resulta la cultura ciudadana.
De este modo, los medios de comunicación, que muchas veces pensamos que eran las herramientas apropiadas para el ejercicio del poder de algún régimen totalitario, como se los mostró en novelas y filmes (Metrópolis, 1984 y Brasil, entre otros), aparecen hoy, en el marco de la educación urbana, como los promotores de la emancipación, o por lo menos, como la evidencia de los múltiples pensamientos y puntos de vista que evidencian la alteridad o sentido del otro (que es el objetivo de la actual educación ciudadana) y el fin del metarrelato de la historia como relato único.
Esta nueva concepción de la historia parece concretarse en la coincidencia entre acontecimiento y noticia, en la que el sentido de la tecnología no apunta ya al dominio de la naturaleza sino al desarrollo de la información y de la comunicación, mediante las cuales la historia se reduce al plano de la simultaneidad como lo demuestran las crónicas de radio y televisión en directo.
Durante muchos años la educación se encerró en espacios formales (universidad, escuela, etc.), un rasgo heredado del Medioevo y articulado con los programas de estudio de la modernidad. Hoy los medios educan en el entretenimiento, a través de sus imágenes paradigmáticas y modelos de comportamiento fragmentarios y confusos; pero el mensaje no se localiza espacialmente: otra vez, la educación ciudadana aparece relacionada al concepto de red y localizada en un espacio sin forma, en la hiperrealidad de las pantallas.
Así, una ciudad nueva, más cercana a lo transitorio que a lo estable, a lo nómada que a lo arraigado debe fundamentar su educación en una nueva estructura, más próxima a la idea de red que a la de sistema. Aquí aparece el valor de la red como un tejido homogéneo, contrario al concepto de sistema, que es jerárquico, de estructura piramidal y concurrente al dominio a través de la diferencia, porque “repetimos. la educación urbana actual debe basarse en la comprensión y el respeto hacia el otro. Ello unifica la diversidad de ofertas en un común denominador de tolerancia. Esta nueva visión de la educación también está más cercana a la velocidad que a la masa, porque llega a través de los medios y no exige concurrir a un lugar a recibirla: irrumpe en el interior del hogar con su múltiple oferta. Es el resultado de la deconstrucción del todo-enseñanza, fragmentado en partes arbitrarias, contenedoras de sentido más que de significado. La educación ciudadana ya no es un rasgo de estatus social a partir de comportamientos de grupos sino un espectro de herramientas que posibilitan la convivencia en la ciudad.
La representación habitual, señala Manuel Vázquez, hace de la memoria la facultad que permite conservar y actualizar lo pasado. El olvido, a su vez, designa la pérdida que se sustrae a la retención. Más adelante agrega que en la memoria, horadada por el olvido, sale todo lo que entra y nada se conserva9.
La memoria es una mediación que el ciudadano usa en su relación con la ciudad; a través de ella, el espacio se convierte en la huella de un acontecimiento, en un rastro que se actualiza continuamente a través del recorrido. La memoria del ciudadano le permite registrar los cambios de la ciudad para relacionar a ella los afectos y las transformaciones que generan la nostalgia. Añoramos la ciudad en la que nos forjamos, pero más allá de lo individual, hay una memoria de los pueblos, colectiva. En la ciudad hay una historia inscrita en la memoria, cuya confusión con la nostalgia impide ver los cambios, ver la realidad: “la ciudad que vemos ya no existe”, señaló Borges.
Porque la memoria guarda símbolos que “como todos los símbolos”, son faltantes y por ello, son deseos; almacena lo ausente. Pero el símbolo no es solamente una entidad que evoca a otra en el ámbito de los sentidos; es también una figura que refiere a una realidad, que más allá de los sentidos puede evocar una presencia. La ciudad actual, fragmentada y múltiple, homogénea y simultánea se conforma a través de instancias simbolizantes y no sólo de elementos formales de significación.
Este nuevo contexto urbano exige mantener viva la presencia de lo ausente, es decir, el deseo, insinuando su satisfacción a través de una enorme variedad de imágenes que nutren nuestros desplazamientos y nos exigen seleccionar y guardar solamente algunas de ellas en la memoria.
El resultado de los recorridos es, entonces, una ciudad imaginada que carga en la memoria la responsabilidad de la construcción, percatándose que toda memoria nace con una idea de olvido que es frágil y fragmentada, vulnerable. El Marco Polo de Italo Calvino, como muchos otros personajes literarios, es un nómada, un viajero, un mensajero en recorrido.
En la ciudad actual los conceptos de educación y movilidad se acercan notablemente, insinuando su coincidencia; esto permite ver la contraparte del observador pasivo, de aquel que llamamos “el interactuante en red.: nos referimos al nómada, al pasajero que desde la velocidad de los desplazamientos atesora imágenes de acontecimientos simbolizantes para conformar su cultura urbana, porque es el resultado de un proceso educativo originado en la práctica significante con la ciudad.
La importancia, como lo deja ver Kavafis en el poema sobre Itaca con que iniciamos este artículo, no está en la ciudad, ni en sus formas, que quizás pueden ser engañosas, lo importante está en el recorrido, en el camino con sus bifurcaciones, las otras ciudades, los mercados; ojalá que el camino sea largo, sugiere el poeta de Alejandría, no apresurarlo y llevar en el pensamiento la ciudad soñada porque a ella se debe el viaje. Por todo esto, la educación, que ya vimos desligada de cualquier espacio formal, debe estar dirigida más al viaje que al arraigo, más al nómada que al sedentario, porque más enseña el viaje que la estación.
Citemos, una vez más, la frase del arquitecto alemán Oswald Mathias Ungers, quien aproximándose a Borges, dice: “percibimos la ciudad a través de imágenes, de metáforas, de analogías, de modelos, de signos, de símbolos, de alegorías. La realidad corresponde a aquello que nuestra imaginación percibe como tal”10.
La tercera mediación que señalamos, surge de la forma como las instituciones intervienen en el uso de la ciudad a través de su papel educador, ¿cómo interviene el Estado, la escuela, la familia, la iglesia, la empresa, en nuestra relación con la ciudad? “Un padre de familia recorre lugares de recreación un domingo en la tarde; la misma persona, sujeto de una empresa instituye un recorrido por la ciudad, un transitar para llegar a su lugar de trabajo; pero él también está inscrito dentro de un orden legal, hace un uso acorde a las reglas de convivencia, hay un respeto a las normas que favorece la idea de comunidad ciudadana; la religión lo relaciona ceremonialmente, algunos días con la ciudad; en fin, un mismo sujeto depende de sus inscripciones con diversos estamentos para socializar una relación con el espacio urbano”11. La fragmentación de la vida del ciudadano depende, por último, de las instituciones en las que está inscrito.
Regresemos un momento al concepto de práctica significante, es decir, a la constitución y a la travesía de un sistema de signos, algo que exige, para su conformación, la identidad de un sujeto hablante con una institución social que él reconoce como soporte de esa identidad. En este contexto, el YO como pronombre, adquiere una identidad lingüística, la travesía o transgresión, en palabras de Lyotard12, es una acción por medio de la cual el sujeto cuestiona las instituciones en las que antes se había reconocido pero ya no se reconoce, en un proceso que va a permitir la configuración de nuevas identidades. Esta travesía o transgresión “como mecanismo de relación con la ciudad actual, con lo institucional”, caracteriza y evidencia otra forma de nomadismo que se expresa en un constante deambular alrededor y más allá de las instituciones que fueron soporte de esa ciudad que la modernidad definió como “un agregado poblacional organizado y localizado territorialmente ”.
El Estado, la familia y la religión, en forma coincidente, se han señalado durante toda la investigación urbana tradicional como fuentes de control de las relaciones de producción, privilegiando la instancia unificante (aquella que lleva a la constitución del signo aceptado) contra la transgresión, la travesía, la transversalidad, lo patológico, todos rasgos propios de la actual ciudad fragmentada. La neurosis opera por desaprobación del deseo y/o del significante13. Como contraparte de lo institucional hay que señalar la función subversiva del arte, es decir, su capacidad motivante para embarcarnos en la travesía. Porque si el arte no induce a la travesía, se fetichiza a través de lo estético, se institucionaliza, muere en el significante. Por este motivo, las acciones educativas como Arte para Bogotá, la experiencia que realizó el Instituto Distrital de Cultura y Turismo en 1995 permitieron ver y entender la ciudad, sus enseñanzas y, recíprocamente, los alcances de la relación educación-cultura ciudadana.
Porque transgredir al significante, lanzarse a la travesía que nos lleva más allá de él, incorpora una nueva categoría: la transversalidad14, contraria a la verticalidad de lo jerárquico, de lo institucional, de los programas educativos enmarcados en el pensamiento conductista. Finalmente, hay que destacar que nos enseñaron a ver, en la ciudad, el resultado de los procesos pero no los procesos.
1 Darcy Ribeiro, El proceso civilizatorio (1968), México, Ed. Extemporáneos, 1976.
2 Julia Kristeva, “Práctica significante y modo de producción. (1975), en: Travesía de los signos, Madrid, Aurora, 1985.
3 Educación para el desarrollo, Misión de Ciencia, educación y desarrollo. Capítulo trabajado por Carlos Eduardo Vasco, Bogotá, 1992.
4 Christian Norberg-Schulz, Significato nell. Architettura Occidentale (1974), Milán, Electa, 1977.
5 Jean Baudrillard, “La precesión de los simulacros “ (1978), en: Cultura y simulacro. Kairós. Barcelona, 1981.
6 F. Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos (1988), Medellín, Bedout, 1972.
7 Gianni Vattimo, La sociedad transparente (1989), Barcelona, Paidós, 1994.
8 Julia Kristeva, Ibid.
9Manuel E. Vázquez, Ciudad de la memoria, infancia de Walter Benjamin, Valencia, Novatores, 1996.
10 Oswald Mathias Ungers, Morphology. City Methafors. Londres, Architectural Association, 1984.
11 J.C. Pérgolis, L.F. Orduz, H.D. Moreno, La ciudad de los milagros y las fiestas, Bogotá, Tercer Mundo Editores, 1998.
12 Jean Francoise Lyotard, Dérive á partir de Marx et Freud, París, Union Générale d.Editions, Collection, 1973.
13 Julia Kristeva, Lo Vreal, en Seminario “Verdad y verosimilitud del texto psicótico”, París, Hospital de la Ciudad Universitaria, 1976-77.
14 Michel Serres. Atlas (1994), Madrid, 1995.
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Gabriel Kaplún *
* Comunicador y educador uruguayo, profesor e investigador de la Universidad de la República en Montevideo.
El proceso de descentralización municipal de Montevideo ha sido para un grupo de universitarios uruguayos un fértil campo de aprendizaje sobre los límites y potencialidades de sus roles profesionales, los problemas de la comunicación en el espacio urbano, las relaciones entre poder y palabra.
A fines de 1989 caía el muro de Berlín. Casi al mismo tiempo en Uruguay cierta prensa, entre irónica y alarmada, afirmaba que se levantaba el muro de Montevideo. Un siglo y medio de bipartidismo acababa de ser roto por la izquierda unificada en torno al Frente Amplio, que accedía por primera vez al gobierno municipal de la capital del país.
Aproximadamente en la misma latitud que Santiago de Chile y Buenos Aires, la uruguaya es la capital más austral de América. La Intendencia Municipal de Montevideo es una de las 19 en que se divide el país, pero en su jurisdicción vive tanta gente como en las otras 18: la mitad de los tres millones de uruguayos son habitantes del departamento de Montevideo. Por eso el hecho adquiría una importancia política muy grande1, a pesar de que la autonomía municipal tiene lí- mites bastante severos en Uruguay.
La palabra municipio tiene aquí un sentido un poco diferente al que suele dársele en otros países. Más que gobiernos locales son gobiernos departamentales (o provinciales si se prefiere) con jurisdicción sobre superficies relativamente extensas que a veces incluyen varias ciudades, pueblos y zonas rurales. En algunas de estas localidades puede haber una “Junta Local” que, con escasas excepciones es un organismo dependiente de y designado por el gobierno departamental. En el caso del departamento de Montevideo la superficie es pequeña (el departamento más chico del país, pero el más poblado) y comprende a la ciudad de Montevideo y algunas zonas rurales circundantes. En otras épocas hubo en el departamento Juntas Locales, en pueblos y villas que terminaron siendo absorbidas como barrios de la capital.
Los gobiernos departamentales (o municipales) tienen a su cargo la limpieza, el tránsito y las calles, el saneamiento y la iluminación pública “pero no el suministro de agua y electricidad ”, la habilitación de construcciones, algunos servicios culturales y de salud, “pero no el sistema educativo ni los hospitales”, eventualmente algunos rubros en el área vivienda y alimentación. Cobran algunos impuestos propios pero suelen depender del gobierno central en muchos aspectos, especialmente para las grandes inversiones. Las intendencias municipales fueron tradicionalmente una vía privilegiada para el clientelismo político, desarrollando aparatos burocráticos pesados y poco eficientes.
En este contexto y tras la elección de noviembre de 1989, en febrero de 1990 asume como Intendente de Montevideo Tabaré Vázquez, un médico de 50 años con trayectoria más “social” que política. Los meses de diciembre y enero, en que tradicionalmente el país duerme una especie de siesta veraniega, fueron esta vez muy activos para quienes preparaban el primer gobierno de izquierda del país. Muchos golpeaban la puerta planteando ideas, demandas, expectativas, propuestas… Muchos descubrían recién entonces una palabra que se repetía con insistencia en el programa de gobierno frentista: descentralización.
La descentralización se planteaba como un instrumento con tres objetivos simultáneos: aumentar la eficiencia en la gestión, la democracia en la toma de decisiones y la participación y movilización ciudadana. Para ello preveía la subdivisión del departamento en 18 zonas de entre 50 y 100 mil habitantes. Cada una de ellas contaría con un trípode de organismos: uno político, uno social y otro administrativo-operativo. Las múltiples dificultades jurídicas y las interpuestas por la oposición retrasaron considerablemente la instauración de las dos primeras, comenzándose por la descentralización administrativa, que de hecho cumplió inicialmente también varias funciones sociales y polí- ticas. Cuando el proceso se completó formalmente, en 1993, el trípode quedó constituido por Juntas Locales “integradas por representantes de los partidos políticos”, Concejos Vecinales “integrados por representantes de los vecinos y organizaciones sociales de la zona. y Centros Comunales Zonales, integrados por funcionarios municipales. Los límites y alcances de las competencias de cada organismo han sido tema de discusión permanente, incluyendo quienes piensan que la complejidad del sistema ha contribuido a su relativa debilidad. Otros la atribuyen más bien a la baja general de la participación ciudadana, el escepticismo y descreimiento político, los resquebrajamientos ideológicos de la izquierda, etc. Muchos señalan también las potencialidades que estas triples estructuras han podido desarrollar a lo largo de más de un lustro de experiencia.
La presencia del eje descentralizador en el programa de gobierno frentista obedecía a un conjunto de factores. Por un lado la fuerza que la idea estaba teniendo a nivel internacional a fines de los 80 y principios de los 90, hasta casi convertirla en una ambigua moda política, que tanto servía para justificar privatizaciones como para promover la participación ciudadana en nuevos ámbitos de poder. Por otro lado parecía una bandera atractiva en un país con excesivos centralismos en varios terrenos. A ello se sumó el impulso de algunos sectores intelectuales y organizaciones no gubernamentales que venían trabajando en el campo de las organizaciones vecinales y consolidarlas y potenciarlas.
Pero estas organizaciones vecinales y sociales, cuyo tejido no era demasiado sólido, no estaban reclamando la descentralización: sus reivindicaciones no solían trascender el terreno local y corto plazo. La descentralización nació entonces en Montevideo más como un movimiento desde el centro y desde la política que desde la periferia y lo social, aunque sus propuestas apuntaran al fortalecimiento de la tan mentada sociedad civil. Esta fue una debilidad sobre la que hubo distintos grados de conciencia entre sus impulsores.
Pero ello no impidió que hubiera, especialmente al comienzo, un fuerte deseo de participación en muchísima gente. Un deseo que en muchos casos encontró en la descentralización un canal adecuado y efectivo. Y en otros la sintió como un freno burocratizador, mediatizado por ritmos políticos y negociaciones que escapaban a su control y que obligaban a veces a esperar demasiado y otras a apurar procesos.
En 1990 se instalan los Centros Comunales Zonales. Se trata inicialmente de pequeñas oficinas que permiten realizar ciertos trámites, cuentan con una cuadrilla de obreros para pequeñas tareas de mantenimiento urbano, uno o dos trabajadores sociales y un coordinador de confianza política del intendente. Tras largas discusiones en la Junta Departamental (especie de parlamento provincial) entre 1992 y 1993 se aprueba el “trípode” institucional ya mencionado y en 1993 se realizan las primeras elecciones de Concejos Vecinales, organismos de integración social y carácter consultivo. La forma de elección y el funcionamiento de estos organismos fueron previamente motivo de un interesante y riquísimo debate zona por zona, que concluyó en “Montevideo en Foro”, en agosto de 1992, con la participación de más de 500 grupos y organizaciones sociales y vecinales2.
Fue precisamente en 1992 que se puso en marcha por primera vez un convenio entre la Universidad de la República y la Intendencia Municipal de Montevideo, para la participación, en régimen de pasantías remuneradas, de un primer grupo de estudiantes avanzados de Ciencias de la Comunicación en los Centros Comunales Zonales.
El acuerdo inicial se realizó con el Servido de Prensa, Difusión y Comunicaciones del gobierno municipal, pero posteriormente fue asumido por el nuevo Departamento de Descentralización, del cual dependen los Centros Comunales Zonales. Este cambio no fue casual: tras la primera experiencia el interés por el convenio ea mayor entre quienes estaban directamente involucrados en el proceso de descentralización que entre los encargados de la “comunicación municipal ”. Tal vez porque entre esos últimos las preocupaciones centrales eran otras: la relación con la prensa, la imagen del gobierno alejado de la “central” (descentralizado, precisamente…), como algo difícil de entender y abordar desde la experiencia y la formación de los profesionales de la comunicación.
Pero esto no significa que las cosas fueran sencillas con los “descentralizados”. La comprensión y clarificación de roles y potencialidades fue un proceso lento. El coordinador de uno de los centros comunales decía al cabo del primer año de experiencia conjunta: “Recién ahora entiendo para qué puede servir la comunicación y los comunicadores en nuestro trabajo”.
Como era previsible las expectativas y demandas iniciales fueron, explícita o implícitamente, los medios y los mensajes. Desde esta perspectiva los comunicadores estaban allí para producir medios que permitieran una mayor difusión a nivel local de las actividades e iniciativas del centro comunal y del gobierno municipal. En segundo lugar se planteó un rol de apoyo a las organizaciones vecinales, produciendo medios para ellas y de acuerdo a sus pedidos, habitualmente vinculados a convocatorias y campañas. Mucho más lenta fue la visualización de otros roles de la comunicación y los comunicadores vinculados a los procesos y las identidades, la educación y la autoexpresión.
La visión de los comunicadores como productores de medios y mensajes de los centros comunales llevaba implícita generalmente una concepción instrumental y unidireccional de la comunicación. Por un lado la reducción de la comunicación a los medios, la reducción a lo “técnico” (el comunicador como el vehiculizador de mensajes de otros) y la estrechez en la gama de opciones de medios, casi exclusivamente gráficos. Por otro lado la reducción de la comunicación a la información y la propaganda y una preocupación centrada en los flujos desde los centros comunales hacia los vecinos y eventualmente hacia el aparato central municipal. La comunicación desde los vecinos hacia los centros y la comunicación entre los vecinos figuraban en un segundo plano, muchas veces ausente o abstracto. Al desarrollarse el rol de apoyo a las organizaciones vecinales se perfilaron con más nitidez otros flujos comunicacionales: entre vecinos “organizados” y “no organizados”, entre grupos y organizaciones diversas, entre los distintos barrios de una misma zona.
Frente a estas expectativas y demandas nos planteamos una estrategia que partía de asumirlas críticamente, pero no rechazarlas. Para ello se planteó un trabajo con base en proyectos acordados por cada equipo de estudiantes con los interlocutores locales (Centro Comunal y eventualmente organizaciones vecinales) y un docente de la Universidad3. El proceso de elaboración de estos proyectos implicaba un trabajo previo de diagnóstico (o al menos prediagnóstico) comunicacional de cada zona y la delimitación de algunos problemas o necesidades comunicacionales a abordar durante la pasantía. Los primeros proyectos mostraron una diversidad en parte atribuible a las diferencias comunicacionales, culturales, sociales de cada zona, desde las anónimas zonas centrales a los barrios con fuertes lazos de convivencia, desde los asentamientos nuevos y precarios a los barrios con tradición obrera.
Pero la diversidad de proyectos obedeció también a las diferencias de concepciones, formaciones, expectativas y situaciones particulares de los actores concretos directamente involucrados en cada caso: los propios estudiantes, los funcionarios municipales, los vecinos “organizados ”. En algunos proyectos ocupó un lugar central lo institucional: sistemas de información interna, talleres sobre la comunicación en los equipos de trabajo, folletería y carteleras, etc. En otros hubo un mayor énfasis en las organizaciones sociales y los vecinos: talleres de formación vecinales, videos de reconstrucción de historias locales, festivales de teatro y carnaval. Varios implicaban a ambos actores: periódicos zonales cogestionados, campa ñas ambientales, “centros comunales móviles” que combinaban servicios puntuales con instancias de diálogo. Algunos buscaron aumentar la presencia de lo local en los medios de cobertura nacional; otros dejaron de lado este aspecto.
También fueron apareciendo puntos comunes entre los proyectos a raíz de dinámicas globales de toda la ciudad e impulsadas desde el nivel central. El debate en torno a los futuros Concejos Vecinales y la posterior elección de los mismos o la dinámica de consultas ciudadanas para la elaboración del presupuesto municipal requirieron múltiples apoyos comunicacionales: convocatorias a instancias de discusión, apoyos metodológicos para su funcionamiento, síntesis y difusión de conclusiones, difusión de las elecciones y su sentido, etc. A menudo se produjeron conflictos y disputas por prioridades entre las dinámicas globales y las locales.
Hubo quienes cumplieron estrictamente sus proyectos… a veces con excesiva rigidez, desatendiendo necesidades y problemas nuevos. Otros dejaron sus proyectos casi totalmente de lado… a veces sin un rumbo claro y respondiendo exclusivamente a las demandas que cada día llegaran. En la mayor parte de los casos los proyectos fueron encarados con flexibilidad, tomándolos como una referencia y un punto de partida. Aunque en teoría se hablara de una planificación participativa, ésta se daba sólo en alguno de sus componentes: la realización de una actividad, medio, etc. En cuanto al proyecto global por centro más bien podría hablarse de una planificación consultiva y negociada.
El componente participativo fue además motivo de discusiones y aprendizajes de los estudiantes, cuestionándose y desmitificando algunas de sus concepciones iniciales. Imbuidos de “participacionismo”, etc. El primer choque se produjo cuando “la gente” precisamente les pedía que hicieran cosas “para ellos”… porque “ustedes que estudiaron saben más de esto”… y porque tenían más tiempo y estaban cobrando por su trabajo. Se fue gestando entonces una elaboración del rol profesional que, sin negar el valor de la participación, comprendiera también la utilidad, necesidad y valor de su propia especificidad. Facilitar los procesos y flujos comunicacionales de una fuerte presencia profesional. Un rol que no excluía además la realización de tareas “técnicas”, de ejecución, aunque no pudiera reducirse a ellas.
Pero la especificidad profesional implicaba también otras discusiones. Los primeros grupos pertenecían exclusivamente a una de las orientaciones profesionales de los estudios de grado, la de Comunicación Educativa. Esta última incluía de hecho muchos ingredientes: comunitaria y para el desarrollo y estaba muy vinculada a las corrientes de educación y comunicación popular. Posteriormente las pasantías se abrieron también a estudiantes de las otras tres orientaciones: periodismo, publicidad y comunicación artística y recreativa. Esta apertura fue cuestionada por los primeros, entendiendo que el tipo de trabajo era de su área y competencia específica. Sin embargo también reconocían que en la práctica habían tenido que desarrollar habilidades vinculadas a las otras guías, haciendo un poco de todo. Lo específico parecía residir más en la concepción general que en las tareas para que pudieran discutir esta concepción y comprender las características del proceso de lugar de trabajo y con los pasantes anteriores y sus informes4. Hubo también aprendizajes en cuanto a la integración del comunicador (educativo, comunitario… o comunicador a secas) en un equipo más amplio. En este sentido resultó particularmente fructífera la asociación que varios hicieron con otros pasantes universitarios también presentes, los de trabajo social.
Entre los múltiples problemas que abordaron los pasantes5 uno particularmente interesante fue el de las identidades barriales y zonales. El proceso de descentralización implicó la constitución de nuevas entidades políticas y sociales a partir de espacios geográficos delimitados de un modo relativamente artificial. Pero nuevas entidades no implica automáticamente nuevas identidades. Varias dimensiones entraban aquí en juego.
En primer lugar la falta o pérdida de identidad de muchos de los barrios montevideanos. Como en otras ciudades los procesos migratorios, los desplazamientos interurbanos y los cambios en la vida cotidiana han hecho que el vecindario deje de ser en muchos casos una referencia clara en la vida de la gente. El vecino es un desconocido y el propio barrio puede llegar a no tener un nombre o ser nombrado de diversas maneras. En más de un caso la identificación es incluso negativa: se está de paso o se cree estarlo, esperando que lleguen tiempos mejores para poder irse a otro sitio. En estas condiciones el tejido organizativo suele ser débil, porque ¿para qué organizarse en torno a algo inexistente o rechazado? La construcción o reconstrucción de símbolos, nombres, historias, personajes o espacios vecinales fue entonces un área de trabajo importante para la comunicación local, que incluyó desde exposiciones de viejas fotografías a la revitalización de espacios recreativos y eventos festivos o la recuperación de historias orales6.
Por otro lado cada una de las 18 zonas de la ciudad abarcaba un conjunto de barrios que podían tener fuertes diferencias sociales, culturales y comunicacionales. Aristócratas y marginados separados apenas por una avenida, pero incluso zonas a primera vista homogéneas donde se plantean diferenciaciones invisibles pero muy potentes. Acordar prioridades presupuestales para toda una zona o aceptar el establecimiento de vecinos más pobres en el barrio puede llegar a ser muy difícil en este contexto. La creación de espacios y medios de comunicación zonales buscaba entonces, entre otras cosas, facilitar el reconocimiento de estas diferencias y empezar a construir proyectos comunes e identidades más amplias. Algo también necesario para volver a sentir la ciudad como una casa de todos7 y hacer de la descentralización un proceso de relocalización del poder y toma de la palabra.
1 El Frente Amplio, unión de los sectores de izquierda y desgajamientos de los partidos tradicionales blanco y colorado, fue creado en 1971. En su primera elección ese año alcanzó un 18% del electorado. La dictadura militar iniciada en 1973 y que se prolongó por 11 años procuró su desaparición. Sin embargo el Frente resurgió perdiendo por pocos votos el municipio montevideano en 1984 y accediendo a él en 1989. En la elección del 94 retuvo el gobierno de la capital con una mayoría más amplia y alcanzó un 30% de los votos a nivel nacional. En 1996 los partidos tradicionales lograron la aprobación de una reforma constitucional que incluye el balotaje. Ello habilita que blancos y colorados se unan en la segunda vuelta en la elección de 1999 para tratar de impedir el acceso a la Presidencia de la República del candidato frentista, Tabaré Vázquez, quien ganó popularidad justamente como Intendente montevideano entre 1990 y 1994 y ganará la primera vuelta según prevén todas las encuestas.
2 Para una referencia más amplia a la experiencia de descentralización montevideana puede consultarse por ejemplo a García, A. y Neirotti E.: Con ojos de educador popular. Una mirada al proceso de descentralización municipal de Montevideo. En: Construcción de experiencias (materiales para la formación de educadores- 2) CEAAL / Dimensión Educativa, Santiago de Chile / Santafé de Bogotá, 1995.
3 Inicialmente las pasantías se integraban al currículum de grado a través de una asignatura sobre planificación de la comunicación que se aprobaba en dos fases, una con la presentación del proyecto y otra con su ejecución y evaluación. Por diversas razones esta característica se perdió luego en parte.
4 Lamentablemente este trabajo previo, así como una adecuada selección de los pasantes, no pudieron realizarse en más de una ocasión y los resultados se resistieron notoriamente.
5 Y también otras instituciones y profesionales. Al respecto véase por ejemplo Ganduglia N. Y García, A.: Descentralización municipal: aportes desde la comunicación popular. Grupo Aportes, Montevideo, 1993.
6 Otros aspectos de esta cuestión y algunos elementos teóricos pueden encontrarse en nuestro trabajo” ¿Superbarrios vs. Xuxa?. Apuntes sobre cultura e integración, en: Revista Africa-América Latina, Sodepaz, Madrid, 1995.
7 El eslogan central del gobierno municipal desde 1990 ha sido precisamente “Montevideo tu casa”.
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