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Los estudios sobre lo masculino en América Latina. Una producción teórica emergente

Studies on masculinity in Latin America. An emerging theoretical production

Estudos sobre masculinidade na América Latina. Uma produção teórica emergente

Mara Viveros Vigoya*


* Doctora en Ciencias Sociales, EHESS, París. Investigadora-Docente, Universidad Extenado de Colombia; Investigadora adscrita CES, Universidad Nacional.


Resumen

El artículo muestra la importancia que ha tomado recientemente la producción de trabajos sobre los hombres como actores genéricos en distintos países latinoamericanos. En este texto presentamos algunos de los estudios publicados en la región a fines de la década del ochenta y en los años noventa, período en el cual se amplían y diversifican los sujetos tratados y se produce una apertura a la interdisciplinariedad. Los trabajos examinados se agrupan en torno a los ejes temáticos que abordan: la construcción de la identidad masculina; la identidad de género en los espacios públicos; la articulación entre género y etnia; la salud reproductiva y la sexualidad masculina. Aunque el proceso descrito ilustra el amplio espectro de temas que abarcan los estudios actuales también se señala la ausencia de algunas problemáticas que merecen reflexión y pueden ser de interés para futuras investigaciones.


El ingreso de lo masculino en el escenario académico latinoamericano

Los estudios actuales sobre las identidades, roles y relaciones de género (Kaufman 1987, Badinter 1993), plantean que la masculinidad dominante experimenta, desde hace tres décadas, la pérdida de muchas de sus evidencias. Repensar la masculinidad, se ha convertido en una urgencia que ha dado lugar a un nuevo campo de estudios, los “Men’s studies”, en buena medida como reflejo del avance de la teoría feminista, cuyo desarrollo se ha dado fundamentalmente en los países anglosajones y más recientemente en algunos países latinoamericanos como México, Brasil, Perú y Argentina.

Si bien en los últimos veinte años se ha realizado un gran número de estudios sobre las mujeres con el fin de superar el “androcentrismo” de las ciencias sociales, los balances teóricos y empíricos de De Barbieri (1992) y Gomáriz (1992) señalan que en el trabajo acumulado en el campo de los estudios latinoamericanos de género existen vacíos como el que se refiere a la investigación y reflexión desde la perspectiva masculina. A pesar del énfasis de los estudios de género en el aspecto relacional de este concepto, la mayoría de ellos se han centrado fundamentalmente en las mujeres. Sólo desde fecha muy reciente ha empezado a cobrar importancia la producción de trabajos sobre los hombres como actores genéricos en distintos países latinoamericanos.

Los primeros estudios sobre lo masculino en la región se orientaban fundamentalmente al estudio del machismo, definido como el culto a la virilidad, o hacían parte de investigaciones sobre grupos domésticos1 o sobre el proceso de socialización de niños y niñas en distintos contextos sociales. Algunos de los problemas más generalizados en muchos de los estudios sobre el machismo de los años 50 y 60 eran su carácter descriptivo, su tendencia a enfocar el machismo en el individuo, destacando los aspectos patológicos y negativos y su perpetuación de una imagen estereotipada del hombre latinoamericano, particularmente del campesino y del obrero (Ramírez 1995). En contraste con las deficiencias de esta literatura, a partir de la década del ochenta, se desarrolló otro tipo de investigaciones sobre masculinidad que incorporó las contribuciones académicas del feminismo a la comprensión de la construcción cultural del género, los usos de la sexualidad y las relaciones inter e intra-género (Gomáriz 1992).

Los estudios recientes en este campo han seguido básicamente dos orientaciones, los que se definen como “aliados” del feminismo y los que reivindican una forma autónoma de estudiar la masculinidad (Kimmel 1992). También existe una literatura sobre el tema de amplia difusión inspirada en el movimiento mito-poético surgido alrededor del libro de Robert Bly, Iron John, en el que a partir de la narración de hadas de los hermanos Grimm se habla del desarrollo masculino y de la profunda nostalgia de los varones de una vida con significado y repercusiones. Los planteamientos de Bly han tenido cierta repercusión en algunos autores y países latinoamericanos y así se han desarrollado grupos y movimientos de hombres que buscan alternativas para la transformación de la masculinidad. Para tal objeto se proponen talleres exclusivamente de hombres que buscan permitirles el reencuentro con la figura paterna y la exploración de los atributos positivos de la masculinidad (cf.. Cardelle 1992, Kreimer 1992).

En cuanto a los ejes temáticos de los textos sobre lo masculino se destacan los que abordan la construcción de la identidad masculina, los que discuten en torno a la articulación género/clase/etnia y al impacto de los cambios vividos por las mujeres sobre la subjetividad masculina y los que se interesan por la sexualidad masculina y la participación del varón en los eventos reproductivos. Los trabajos actuales han sido realizados principalmente desde la antropología, la sociología y la psicología social y los enfoques teóricos predominantes han sido los constructivistas que sostienen que las categorías mediante las cuales percibimos, evaluamos y pensamos, se construyen socialmente. Estas nuevas perspectivas en el análisis han traído una expansión del tipo de métodos de investigación cualitativos utilizados para dar cuenta de problemas complejos como el poder y las relaciones de género. La masculinidad se ha empezado a considerar como una construcción social cambiante de una cultura a otra, en una misma cultura según la pertenencia étnica o de clase, en el curso de la vida de cualquier hombre, y según la orientación sexual. Por otra parte, se empieza a prestar atención no sólo a los comportamientos sino a los discursos, mostrando cómo a través de ellos se presenta, defiende y justifica la posición hegemónica de los varones (Ramírez 1995). Finalmente, es necesario señalar que los estudios contemporáneos de masculinidad se ubican en un contexto de profundas transformaciones de las sociedades latinoamericanas que se perfilan como sociedades complejas, con fuertes poblaciones urbanas, un gran contingente de mujeres incorporadas al mercado de trabajo y movimientos feministas más o menos fuertes que cuestionan los privilegios masculinos en el ámbito público y privado. En América Latina, la llamada crisis de la masculinidad tiene como transfondo estos cambios sociales y económicos y la importancia adquirida por el movimiento social de mujeres en sus diversas luchas.

Para ilustrar el amplio espectro de temas que abarcan los estudios actuales de masculinidad examinaré brevemente algunos de los trabajos publicados en América Latina a fines de la década del ochenta y en los años noventa, período en el cual se amplían y diversifican los temas tratados y se produce una apertura a la interdisciplinariedad. Esta revisión no pretende ser exhaustiva ni ofrecer un panorama del estado actual del debate sobre la masculinidad en el área latinoamericana. Es una selección que responde a mi formación en ciencias sociales, a mis preocupaciones e intereses presentes2 y seguramente deja de lado trabajos relevantes. Sin embargo espera proporcionar elementos de información útiles sobre algunos de los debates que genera en la actualidad el tema de lo masculino, y estimular la discusión y análisis del proceso de construcción de esta producción teórica.

Los diferentes ejes temáticos

La construcción de la identidad masculina

Por ser estudios pioneros, en gran parte de carácter exploratorio, la mayoría de las investigaciones se ha enfrentado al desafío de conocer y analizar qué significa ser varón y qué consecuencias acarrea el serlo en el contexto latinoamericano. En efecto, el principal tema en los trabajos analizados es el de la construcción de la identidad masculina. Entre los principales estudios que buscan responder estos interrogantes podemos citar el de Rafael L. Ramírez, “Dime capitán: reflexiones sobre la masculinidad” (1993) y el de Sócrates Nolasco, “O mito da masculinidade” (1993). En el primero se explora, desde una perspectiva interpretativa, la construcción de la masculinidad en Puerto Rico. Se parte de una crítica a los usos del término “machismo” y se continúa con una descripción de las diversas masculinidades en distintos contextos etnográficos. Se afirma igualmente que la ideología dominante de la masculinidad se reproduce en las relaciones homosexuales entre hombres para finalizar el estudio con un planteamiento acerca de la posibilidad de construir una nueva identidad masculina, despojada de los juegos de poder y competencia propios del rol masculino tradicional. Ramírez presenta su interpretación, a partir de fuentes secundarias, de lo que significa ser hombre en Puerto Rico, concluyendo que en Puerto Rico “la ideología masculina se materializa en los genitales y se articula con la sexualidad y el poder” (p 62) y “los encuentros entre hombres están trabajados por el poder, la competencia y el conflicto potencial” (p 72).

En el segundo se analiza, a partir de una investigación con 25 hombres de clase media, con edades entre 25 y 35 años, la forma opresiva en que son tradicionalmente socializados los hombres brasileros, sus relaciones con el trabajo, consigo mismos, con sus compañeras, amigos e hijos y se cuestionan los parámetros sociales a través de los cuales se define qué es un hombre. La investigación muestra que los hombres no logran percibir o comprender el significado de las diferencias individuales entre los sexos cuando éstas no están definidas biológicamente y su dificultad para hablar de sus miedos e inseguridades frente a otro hombre, las tensiones que se derivan de sus intentos de adecuarse a una expectativa de desempeño social que no corresponde ni a sus límites ni a sus deseos (Nolasco 1993).

En Colombia, autores como Hernán Henao han mostrado interés por el tema de la identidad masculina en el contexto de los cambios nacionales e internacionales que se han producido en los últimos treinta años. En un trabajo realizado con base en las historias de vida de 45 drogadictos(1994), el autor reflexiona sobre la búsqueda de identidad masculina que se resuelve por la vía de la negación, el temor o la imposibilidad de responder a los retos que enfrentan los varones en el mundo actual. En este estudio se hace referencia al vacío de autoridad que sufre el drogadicto durante la infancia y juventud, con la consecuente fractura de su personalidad y al padre como una imagen dibujada en la cultura antioqueña por el discurso de la madre y el cura del confesionario, “un ser inasible, que desaparece en el momento de la cotidianidad” (p. 9). El autor argumenta que a través del lenguaje del consumidor de psicoactivos podemos aproximarnos a la nueva palabra del hombre, aquel que no tiene poder en el cosmos y es temeroso, inhábil para moverse en un mundo “del cual desaparecieron las súbditas” (p. 16).

Matthew Gutmann (1993) plantea una crítica a los estereotipos sobre el machismo generalizado de los hombres mexicanos, particularmente del de los hombres de sectores populares. Con base en un estudio etnográfico sobre las diferencias intergeneracionales en las identidades masculinas en la colonia popular de Santo Domingo, una de las zonas de invasión más grandes del distrito federal de Ciudad de México, el autor señala los efectos de la crisis económica de 1982 sobre los roles y valores tradicionales ligados a hombres y mujeres. En efecto, esta crisis trajo por consecuencia un número cada vez mayor de mujeres trabajando por dinero, fuera de casa, y la participación de los varones en las tareas domésticas, “erosionando el machismo”. Uno de los principales méritos de este trabajo es poner en relación los procesos individuales de construcción de la identidad con procesos estructurales como la crisis económica.

Los trabajos de Liuba Kogan (1996) y Norma Fuller (1993, 1995, 1996) son algunos de los pocos estudios que abordan la construcción de la masculinidad en los sectores sociales dominantes3. El primero de ellos analiza los estereotipos de género en sectores medios y altos de la sociedad peruana. En su estudio se muestran las particularidades, derivadas del contexto de bienestar económico, que asume la construcción de la masculinidad en los hombres de sectores altos. También se subraya el carácter conservador de las relaciones de género en este sector social, en el cual el propio sistema social frena las posibilidades de transformación o modernización de los roles genéricos. Se señalan sin embargo, diferencias entre los varones jóvenes y los mayores en relación con sus percepciones sobre los roles de género.

Norma Fuller (1993) plantea que los varones peruanos de clase media no han experimentado los grandes cambios vividos por las mujeres de su clase con el ingreso a espacios considerados tradicionalmente como masculinos y la adquisición de nuevos derechos. Por esta razón, si se han visto en la necesidad de cuestionar el modelo masculino vigente ha sido por las transformaciones vividas por las mujeres. En un trabajo posterior (1996), se refiere a la diversidad de significados que tiene la masculinidad para un mismo hombre en distintas etapas de su ciclo vital y a la variedad de comportamientos y códigos éticos que adoptan los varones de los grupos dominantes al relacionarse con distintos tipos de mujeres (su esposa y su amante por ejemplo).

La identidad de género en los espacios públicos

Otra dimensión importante de la identidad de género es su expresión en los espacios públicos, espacios simbólicos del poder, del que las mujeres no han formado parte tradicionalmernte. Desde esta perspectiva, Denise Fagundes Jardim (1992) presenta una sugestiva reflexión sobre la construcción social de la identidad masculina en las clases populares. A partir de la descripción de los butecos, bares en los que se reúnen los hombres de los sectores populares en Porto Alegre, Brasil, la autora muestra la forma en que los hombres se apropian de este espacio social para construir territorios masculinos. Particular interés reviste la manera en que Jardim analiza la estética de estos lugares que articulan significados masculinos relacionados con comidas, bebidas y sonidos. Por último, la autora concluye que los butecos constituyen uno de los espacios privilegiados de socialización de los sujetos y de constante actualización de una cultura masculina.

El espacio laboral es otro espacio social en el cual inciden las relaciones de género, introduciendo diferencias e inequidades en las ocupaciones realizadas, en la distribución de los ingresos, en las modalidades laborales y en las valoraciones de las actividades realizadas por hombres y mujeres. Virginia Guzmán y Patricia Portocarrero (1992) analizan, a partir de historias de vida de obreras y obreros de la ciudad de Lima, la valoración que se asigna al trabajo femenino y masculino dentro del espacio fabril y la articulación entre su identidad de género y su identidad social. Las autoras sostienen que la presencia femenina en la fábrica no está totalmente legitimada y que los valores más estimados en este medio están asociados con cualidades “viriles”: la fuerza, la capacidad de resistencia, la posesión de conocimientos técnicos masculinos, el ejercicio de posiciones de mando. Por otra parte la fábrica es ocupada material y simbólicamente por los hombres y el sindicato, instancia privilegiada para la construcción del discurso obrero, es también liderado por las concepciones masculinas, asociadas claramente con el espacio público y el ejercicio de la ciudadanía.

En un trabajo colombiano reciente (Arango y Viveros 1996) se analizan y comparan las trayectorias profesionales de mujeres y hombres, altos funcionarios públicos, durante la administración Gaviria (1990-1994), desde una perspectiva de género. La investigación pone de presente diferencias en las trayectorias laborales de mujeres y hombres que remiten a desventajas comparativas para las mujeres en la medida en que sus carreras presentan inicios en niveles inferiores de la pirámide ocupacional, ritmos de ascenso más lentos, acceso limitado a los cargos de más prestigio y poder y menor movilidad en cargos y entidades. Estas desigualdades se producen a pesar de que las mujeres presentan perfiles educativos similares a los masculinos. El estudio señala que uno de los factores de mayor incidencia en la reproducción y transformación de las inequidades de género en el trabajo es la interrelación entre familia y trabajo; se hacen manifiestas las grandes diferencias que se juegan en este tePor otra parte, detrás de la utilización del concepto “mestizo”, lo negro y lo indio han quedado invisibilizados como categorías étnicas de poblaciones con reclamos y culturas específicas (Wade 1990). Algunos autores como Joel Streicker han analizado los contenidos de las categorías raciales a través de las articulaciones que se establecen entre clase, raza y género en la vida cotidiana. En su estudio Policing Boundaries: race, class and gender in Cartagena, Colombia, este antropólogo examina las interacciones entre estas tres categorías en el discurso cotidiano de los habitantes del barrio Santa Ana en Cartagena. El autor plantea que la raza está inmersa en el discurso de clase y género de los santaneros y que la interdependencia de estas tres categorías rreno, tanto en sus dimensiones objetivas -sincrónicas y diacrónicas- como en los aspectos subjetivos que atañen a la percepción de la familia, la paternidad y maternidad y los arreglos de pareja.

La articulación entre género y etnia

En las sociedades latinoamericanas, caracterizadas por ser pluriétnicas y multiculturales, se ha hecho necesario pensar en las distintas formas en que se construyen las identidades masculinas en los diferentes grupos étnicos y complejos socioculturales. Una vertiente de este tipo de estudios es la representada por autores como Octavio Paz (1959) y retomada más tarde por Milagros Palma (1990) y Sonia Montecino (1991, 1995) quienes afirman que la exageración y la arbitrariedad del predominio masculino en las sociedades coloniales ibéricas se debe a su nacimiento -real y simbólico- signado por la ilegitimidad. Para estos autores, la figura de la Malinche constituye un mito fundador del orden social latinoamericano y lo masculino se percibe construido en una relación problemática con lo femenino, desde el modelo del hijo o del padre ausente. Aunque este punto de vista tiene, como lo plantea Fuller (1996) la ventaja de considerar las especificidades históricas de las sociedades iberoamericanas para explicar la dinámica de las relaciones entre los géneros, ignora el proceso de modernización en el que están insertas actualmente estas sociedades y las particularidades de cada una de ellas.

Por otra parte, detrás de la utilización del concepto “mestizo”, lo negro y lo indio han quedado invisibilizados como categorías étnicas de poblaciones con reclamos y culturas específicas (Wade 1990). Algunos autores como Joel Streicker han analizado los contenidos de las categorías raciales a través de las articulaciones que se establecen entre clase, raza y género en la vida cotidiana. En su estudio Policing Boundaries: race, class and gender in Cartagena, Colombia, este antropólogo examina las interacciones entre estas tres categorías en el discurso cotidiano de los habitantes del barrio Santa Ana en Cartagena. El autor plantea que la raza está inmersa en el discurso de clase y género de los santaneros y que la interdependencia de estas tres categorías sociales tiene que ver con la naturalización de las diferencias, una poderosa forma de neutralizar el juego de lo social y de las subjetividades individuales. En el contexto de este barrio, la noción de masculinidad se construye no sólo en oposición a la feminidad sino también a la masculinidad de los negros y los ricos (los primeros considerados peligrosos y asociados con lo animal y los segundos, más femeninos, por estar más interesados en ellos mismos y por las restricciones que les imponen sus esposas).

Desde otra perspectiva, Ondina Fachel Leal (1992a y b) explora la articulación entre la identidad cultural y la identidad de género a partir de sus investigaciones sobre la cultura gaucha. La autora plantea que la identidad gaucha se construye en torno a la identidad masculina. Para ilustrar esta afirmación examina algunas de sus manifestaciones culturales. Por ejemplo, aborda el significado del suicidio masculino en el Estado de Rio Grande do Sul, área de asentamiento de la cultura gaucha. En su trabajo Suicidio, Honra e Masculinidade na Cultura Gaúcha señala que en esta cultura el suicidio es una práctica corriente y la muerte representa un desafío y una oportunidad para que los hombres prueben su masculinidad. Cuando un gaucho4 pierde su fuerza y ya no es capaz de domar la naturaleza que lo rodea, pierde su identidad como gaucho y su masculinidad. Su derrota es percibida como una feminización y una muerte cultural, experimentada por él como su muerte individual. Igualmente estudia uno de los mitos más importantes del folklore gaucho, el mito de la salamandra del Jarau5. Para la autora los mitos son modalidades discursivas que organizan una explicación en relación con la realidad social. Se analiza esta narración como un mito fundador de la sociedad pastoril gaucha, como el relato de la auto-gestación y auto-creación del hombre gaucho en el cual se pone en escena la lucha del hombre para no sucumbir al encanto de la mujer que amenaza su identidad tanto de hombre como de gaucho.

Los estudios sobre salud reproductiva y sexualidad masculina

El concepto y el campo de investigación de la salud reproductiva, surgidos desde hace una década, permiten encarar los eventos reproductivos no sólo desde un punto de vista médico sino también sicológico y social y entender que “la reproducción es influenciada, e influye en los comportamientos sociales y en las construcciones culturales en torno a la sexualidad” (IWHC 1993 citada por Gysling 1994). Desde esta perspectiva se ha cuestionado el mayor énfasis en el comportamiento reproductivo de las mujeres que en el de los varones, ignorando la importante influencia masculina en las decisiones reproductivas (Tolbert et al. 1994). Algunos trabajos como el de Juan Guillermo Figueroa (1995) y el de Hernando Salcedo (1995) intentan colmar este vacío de información sobre los papeles masculinos en los campos de la salud reproductiva y la sexualidad. El primero tiene por objeto identificar algunos elementos de la forma en que investigadores, educadores y activistas latinoamericanos han interpretado la salud reproductiva en el ámbito de los varones. El trabajo de Figueroa busca replantear algunos elementos del análisis demográfico tradicional vinculado con la fecundidad e identificar indicadores más complejos y comprensivos de la realidad que rodea a la fecundidad y al proceso reproductivo de las personas, incorporando a los varones de una manera más explícita.

Hernando Salcedo (1996) analiza a partir de entrevistas en profundidad a 72 hombres colombianos que se enfrentaron a la decisión del aborto inducido, las vivencias masculinas frente a este tipo del aborto y a través de ellas las representaciones masculinas sobre la vida sexual, la vida reproductiva y el sentido del deseo. En el estudio se plantea que el primer evento reproductivo juega el papel de un rito de iniciación masculina, que los hombres disocian el deseo reproductivo y el deseo sexual pero asocian el deseo de descendencia a la posición de la mujer con respecto a su propia vida afectiva. Finalmente se concluye que los hombres demandan participar de las decisiones procreativas y buscan formas alternas de concebir la paternidad.

Otra serie de trabajos (Serrano 1994, García 1993 y Cáceres 1995) pretenden mostrar que la adopción de rasgos o comportamientos identificados como masculinos o femeninos es independiente de la preferencia sexual. José Fernando Serrano (1994) plantea que la “homosexualidad” es una categoría construida para referirse a ciertos aspectos de la vida de los seres humanos, que rebasa los componentes sexuales e implica toda una expectativa de vida y una forma de entender y sentir el mundo. A partir de sus entrevistas con varones homosexuales de sectores medios urbanos colombianos el autor concluye que no existe una sóla homosexualidad sino una diversidad de situaciones, múltiples géneros homosexuales donde interactuarían componentes femeninos y masculinos, variando de acuerdo con la vida de los individuos. Por otra parte, a través de sus prácticas, los homosexuales le otorgan nuevos significados a las categorías y roles que la sociedad les impone. De esta manera resuelven la tensión entre la identidad que se les propone socialmente y la identidad que ellos elaboran y recrean.

Carlos Iván García, en su trabajo “Los pirobos” del Terraza: interacción y discriminación sociales en un grupo de trabajadores sexuales, desarrolla un análisis sociolingüístico orientado a mostrar las relaciones entre el fenómeno de la prostitución masculina y los procesos de violencia y discriminación social. El autor analiza el lenguaje y las características socio-culturales de este grupo de trabajadores sexuales de Bogotá y los distintos elementos que cohesionan su identidad. En este estudio se muestra entre otras cosas, la heterogeneidad de situaciones que encubre la palabra homosexual y la diversidad de actores y sectores sociales que participan de esta forma de vida.

Carlos Cáceres en su artículo Bisexualidades masculinas en la Lima de los noventa: consideraciones de Salud Sexual, propone una taxonomía que intenta dar cuenta de la diversidad de experiencias de hombres con actividad homosexual en Lima con el fin de identificar los obstáculos para prácticas sexuales más seguras. Los “personajes” descritos por Cáceres no deben considerarse ni estáticos ni claramente definidos sino en proceso de aparición o de extinción. Así encontramos, principalmente en los sectores populares, al bisexual “activo” o “mostacero” que no cuestiona su heterosexualidad básica, al “marica” o “cabro” afeminado que no suele llamarse a sí mismo “hombre” y al travesti que despliega maneras femeninas agresivamente exageradas. En los sectores medios tenemos al “entendido” que participa en encuentros homosexuales clandestinos, al “bisexual casado”, al bisexual gay y al “gay” que participa plenamente en la cultura homosexual local y asume un estilo “macho”. Estas caracterizaciones permiten diseñar e implementar programas de prevención del SIDA y de promoción de la salud sexual que consideren la heterogeneidad de los significados sexuales y sean más “democráticos”.

Las investigaciones recientes en el campo de la sexualidad hacen énfasis en que la vida sexual es el producto de sistemas culturales y sociales que modelan no sólo la experiencia sexual sino la forma en que es comprendida e interpretada esta experiencia. Dentro de este marco constructivista Richard Parker (1993) examina, a través de documentos históricos y testimonios personales, la cultura sexual brasilera, considerada como resultado de un conjunto de procesos sociales, culturales e históricos. El autor señala que las nociones de femenino y masculino, en tanto elaboraciones culturales, son la base de un complejo sistema de dominaciones simbólicas que establece relaciones jerárquicas no sólo entre hombres y mujeres sino entre una amplia gama de tipos clasificatorios que estructura el panorama sexual de la cultura tradicional brasilera. Estas nociones proporcionan a los brasileros la perspectiva más importante para interpretar y evaluar su universo sexual. Este universo está estructurado por lógicas diversas como son la ideología de lo erótico con su énfasis en los cuerpos y placeres y los discursos de la sexualidad que subrayan la racionalización y la reproducción del sistema jerárquico de género.

Otros estudios como el de Alejandro Villa sobre Fecundidad y Masculinidad: algunos dilemas subjetivos en la construcción de género en los varones. Buenos Aires, buscan vincular la construcción de la identidad masculina y los comportamientos sexuales de los varones. Este autor hace referencia a la falta de figuras identificatorias parentales que conducen a los hombres a buscar una identidad personal a través del grupo de pares. En este grupo se impone el ejercicio de una sexualidad sin involucramiento afectivo, como una pulsión biológica incontrolable, y el desprecio hacia las mujeres. Villa señala de qué manera la valoración positiva de la paternidad está en permanente tensión con la autonomía social y sexual de la cual podrían disponer los varones por fuera del mundo doméstico y con las deficientes condiciones materiales que impiden el buen desempeño de los roles de padre y proveedor que les prescribe la cultura.

Reflexiones finales

Aunque el proceso descrito para los estudios sobre lo masculino en América Latina muestra esfuerzos recientes que están alimentando y enriqueciendo esta nueva inquietud intelectual, todavía existen temáticas inexploradas en este campo que merecen reflexión y pueden ser de interés para futuras investigaciones. Se necesitan trabajos que continúen analizando la diversidad de las experiencias masculinas en relación con la clase, la pertenencia étnica, el ciclo de vida, la orientación sexual, etc. Pero también es útil considerar que al interior de una misma cultura existen formas de masculinidad hegemónicas y subordinadas con tensiones entre ellas “con un juego de alianzas y contradicciones que matizan aún más el estudio y permiten comprender mejor la conducta individual” (Minello 1996: 15).

Hacen falta trabajos históricos sobre los hombres, que los analicen como actores sociales pertenecientes a un género y que develen la participación de las ideologías masculinas en la vida cotidiana. Igualmente sería deseable una reflexión sobre la relación de los hombres con el poder, tanto institucional como interpersonalmente; sobre la relación entre la identidad masculina y el tipo de participación política. Se requieren investigaciones sobre la relación entre la construcción de la masculinidad, la violencia y la sexualidad; sobre la influencia de la religión en la construcción de la identidad de hombres laicos y religiosos. También, como lo plantea Teresita de Barbieri (1995), se necesita conocer cómo afecta a los varones la feminización actual de muchas labores desempeñadas tradicionalmente por hombres o por el contrario la masculinización de ocupaciones tradicionalmente femeninas como la enfermería.

Otras temáticas poco exploradas en el contexto latinoamericano son las representaciones populares de la masculinidad en los medios de comunicación, las prácticas masculinas en los espacios domésticos y privados y el significado de la paternidad, la jefatura de hogar y las responsabilidades domésticas para distintos grupos de hombres. Finalmente, como lo señala Marta Lamas (1996), es importante desarrollar un eje de reflexión biopsico- social que distinga estos tres ámbitos y permita reconocer y explicar sus articulaciones. Por ejemplo, no sólo se trata de incluir al varón en el análisis de los procesos de salud reproductiva sino de incorporar la dimensión simbólica e imaginaria del cuerpo masculino. Se trata de entender que para analizar la masculinidad no sólo se requiere abordarla como una construcción cultural e histórica, es decir, como una cuestión de género, sino también referirse a la subjetividad, al cuerpo como un hecho cultural y psíquico y a las implicaciones de la diferencia sexual.


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  47. VIVEROS, Mara, GÓMEZ Fredy, OTERO, Eduardo: “Representaciones y prácticas sociales de la esterilización masculina. Un estudio de caso en Bogotá”, Proyecto de Investigación, PGMD/CES, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1995 WADE, Peter: “Representation anad power: Blacks in Colombia”. Ponencia presentada en el II World Congress of Archaeology, Barquisimeto, septiembre 1990.

Citas

1 En el caso colombiano, los trabajos sobre la personalidad masculina y femenina en los distintos complejos culturales familiares (Gutiérrez de Pineda 1968, Dussán de Reichel 1954), constituyeron una base extensa y documentada para los posteriores estudios sobre la configuración de los roles femeninos y masculinos en esta sociedad.

2 Me refiero a mi participación como investigadora principal en dos proyectos: uno sobre la construcción de la identidad masculina en los sectores medios urbanos colombianos y otro sobre las representaciones sociales en torno a la esterilización masculina (Cf. Viveros y Cañón 1995; Viveros, Gómez y Otero 1995).

3 Actualmente se están realizando simultáneamente tres estudios en Chile (Valdés y Olavarría 1995), Perú (Fuller 1995) y Colombia (Viveros y Cañón 1995) que buscan identificar, describir y analizar la construcción de la masculinidad en los varones urbanos de sectores medios, de dos grupos etáreos y pertenecientes a distintas culturas regionales en cada uno de estos países.

4 El gaucho es definido por la autora como el trabajador rural de ganadería extensa, habitante de la pampa latinoamericana.

5 En este caso particular, el mito narra la historia de una bella princesa mora transformada en salamandra que seduce a los hombres y los atrae a una caverna oscura en la cual después de superar difíciles pruebas pueden obtener de su mano siete dones: suerte en el juego, habilidades musicales y poéticas, conocimientos terapéuticos, carisma y poder sobre los hombres, etc. (que constituyen formas prescritas por la cultura para obtener el reconocimiento como un verdadero gaucho).

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Entre negación y reconocimiento. Estudios sobre homosexualidad en Colombia

Between denial and recognition. Studies on homosexuality in Colombia

Entre negação e reconhecimento. Estudos sobre homossexualidade na Colômbia

José Fernando Serrano A.*


* Antropólogo de la Universidad Nacional. Investigador del DIUC.


Resumen

A Ebel Botero, pionero de los estudios sobre homosexualidad en Colombia

¿Qué se ha escrito en Colombia sobre la “homosexualidad”? ¿Existenestudios desde las ciencias sociales y humanas sobre las personas “homosexuales”en el país? Con este par de preguntas el autor presenta un recorrido inicialpor algunos textos de autores colombianos al respecto y señala la necesidad deabordar la construcción de conocimiento especializado que ahonde en la comprensiónde las diversas formas en que se expresan las sexualidades.


Introducción

El presente artículo surgió con la inquietud de hacer un balance de perspectivas en la comprensión de la “homosexualidad” en Colombia, en particular aquellas susceptibles de enmarcarse en investigaciones hechas desde las ciencias sociales y humanas. Si bien éstas han tratado poco el tema, eso no quiere decir que en el país no existan discursos1 al respecto; unos de ellos buscan legitimarse en el marco de las ciencias y otros se mueven hacia ámbitos diferentes, como la orientación familiar, la literatura o la divulgación. A veces separarlos puede resultar arbitrario, pues sus argumentos se mezclan.

Lo que presentaré a continuación es un primer repaso, sin pretensión totalizante, de diversos abordajes al tema de la “homosexualidad” caracterizados porque los autores sustentan sus afirmaciones en algún tipo de ejercicio investigativo2 y/o se enmarcan dentro del espacio de las ciencias sociales y humanas. Para escoger los textos se tuvo en cuenta que fueran de autores colombianos y que hubieran sido publicados y/o editados en el país.

Este artículo consta de tres partes: en la primera planteo un contexto para el análisis del tema; en la segunda abordo en detalle los textos referidos; en la tercera propongo la necesidad de iniciar estudios sobre la diversidad de la experiencia sexual.

1. Qué queremos decir con “homosexualidad?”

De la “homosexualidad” se ha hablado de muchas formas: como una “conducta”, una “orientación sexual”, una “preferencia”, “un modo de ser”, una “forma de vida” o “un regalo divino”; a veces como un calificativo y a veces como una “condición del sujeto”; algunos prefieren términos como “homofilia” u “homoerotismo”, quitándole la connotación exclusivamente sexual al término, mientras otras y otros hablan de “lesbianas” y “gay” para referirse a grupos sociales con nuevas formas de identidad. Del mismo modo, corrientes constructivistas de pensamiento social han planteado que tanto “homosexualidad” como “heterosexualidad” son categorías hechas histórica y culturalmente para hablar de un modo “científico” -clínico y médico- de la sexualidad (Foucault, 1978). Tal cantidad de términos corresponde a la diversidad de la experiencia sexual en su dimensión homoerótica, que no es excluyente de la otra -la heteroeróticay que no se encasilla en una sola posibilidad de expresión -la genital-; por ello pongo el término entre comillas, pues no hay una sino muchas homosexualidades (Plummer, 1992).

1.1 La homosexualidad se vive desde el rol de género

En varias regiones de nuestro país una de las formas de hablar de la homosexualidad masculina -como veremos luego, de la femenina poco se habla-, opone dos categorías dicotómicas: el cacorro - hombre que penetra a otro hombre- y el marica -el penetrado; los diferencia el que mientras el primero no pierde su condición masculina el segundo sí, pues la penetración lo feminiza y lo hace “el homosexual”. Del hombre marica se espera que se comporte amanerado, que quiera ser mujer o por lo menos parecerse a ella y que guste de ocupar un papel “pasivo” en las relaciones; el cacorro al mantener los comportamientos considerados como masculinos no pierde su lugar, más cuando se ufana de “comerse” a los maricas. Esta dicotomía entre modos de entender lo masculino y lo femenino también afecta a los propios grupos homosexuales. A su interior, el uso de clasificaciones como “activos” y “pasivos” o “machos” y “locas regias” o los cambios de actitudes y nombres - hombres que usan apodos femeninos en los grupos de amigos y viceversa-, así lo expresarían.

Con estas referencias quiero introducir un punto de la cuestión: la homosexualidad, en sus diversas expresiones, se vive en estrecha relación con el rol de género3 y con toda la lógica que éste implica como categoría de construcción social. Si entendemos el género como la “representación cultural de la diferencia sexual” (Lamas, 1996), socialmente se establecen desempeños de las formas como se considere dicha representación -rol de género-. En este sentido, los hombres homosexuales se parecen mucho a los heterosexuales, pues comparten roles y valoraciones que nuestro contexto sociocultural ha creado con respecto a lo que se suponen somos los hombres y las mujeres; una de tales valoraciones es la asociación feminidad-pasividad y penetración-hombría. Del mismo modo las mujeres lesbianas o los hombres hipermasculinos que buscan borrar de sí las referencias femeninas como si fueran estigma, repiten el esquema sexista de la sociedad en general; los homosexuales -tanto hombres como mujeres-, son socializados en los modelos imperantes basados en la lógica binaria del género.

Pero el tema del género va más allá de los roles e implica ordenamientos sociales que determinan modos de “ser, tener, estar y hacer en el mundo” (Londoño, 1996), surgidos de los encuentros y las diferencias no solo entre hombres y mujeres sino también ente ellas y ellos mismos y entre lo que se considera como femenino y como masculino.

Ahora bien. Lo anterior no puede llevar a la conclusión de que el tema del género engloba el de la “homosexualidad”. La homosexualidad incluye pero no se reduce a la experiencia genital/sexual y contiene también modos de ser -formas de expermentar el mundo, de reconocerse en él, de expresarse y comportarse, de compartirlo (Bech, en Plummer, 1992)- que si bien están en estrecha relación con el género, no se resuelven en él; lo homoerótico también puede actuar como un ordenador de la “realidad”.

1.2. Homosexualidad y género como discursos y movimientos

Desde otro punto de vista, histórica y socialmente las discusiones sobre género y homosexualidad han estado en estrecha relación. Mientras las reivindicaciones políticas y académicas de grupos de mujeres anglosajonas durante los años setenta hicieron uso de la categoría género4para distinguir el sexo -lo corporal- de los ordenamientos socioculturales construidos sobre tal referencia (Barbieri, 1996: 51), hombres homosexuales reaccionaron a la represión social a la que se les sometía, irrumpiendo en el escenario público de manera abierta y directa. El término “gay” se convirtió en el punto de partida para la construcción de identidades homosexuales orgullosas de su condición.

A ambos movimientos, feministas y gays, les unía la necesidad de expresar las desigualdades en que vivían y su particularidad como sujetos; entre sus estrategias, ambos recurrieron a la academia para sustentar sus luchas y la emprendieron contra los discursos que hablaban del “orden natural de las cosas” por ser los que legitimaban la desigualdad y la discriminación. Por ello han compartido discusiones sobre igualdad y diferencia o sobre si sus condiciones corresponden a “naturalezas” propias o a construcciones culturales: ¿hasta donde la reivindicación de iguales derechos no implica la negación de la particularidad y el seguimiento de las lógicas imperantes? ¿Cómo hacer para que la manifestación de la diferencia no sea una autoexclusión?. Estas preguntas no se resuelven fácilmente y han creado múltiples posiciones en dichos movimientos5.

La tensión entre perspectivas constructivistas y esencialistas tiene especial repercusión en los grupos homosexuales por sus implicaciones sociopolíticas: ¿es la “homosexualidad” una creación cultural propia al Occidente moderno o por el contrario es una parte intrínseca al ser humano siempre presente? ¿Se acabará cuando cambien las formas de construir la sexualidad? (Plummer, 1992).

Tanto feministas como gays desde su propia condición de exclusión, han hecho críticas a la sociedad y a ellos mismos hablando de “sexismo” -discriminación por el sexo-, “homofobia” -aversión a la homosexualidad- y heterosexismo -conjunto de prácticas sociales en las cuales se privilegia la heterosexualidad- (Plummer, 1992). Para Lamas (1996) y Plummer (1992) ambas situaciones son resultado de la reductiva lógica cultural del género, sustentada en una oposición binaria de pares complementarios; el género, como forma de organizar la sociedad, también la limita, la normatiza y la hace rígida. Es por ello que algunos autores y movimientos sociales proponen hoy la “deconstrucción” de categorías como género y homo-heterosexualidad por los costos sociales que traen sus lógicas polares (Ver Carter y Smith en Plummer, 1992; Fraser, 1995; Lamas, 1996).

Movimientos feministas y gays han recorrido caminos diferentes y a veces separados, pues no siempre es fácil salir del mismo sistema que se critica: parte de los movimientos gay repiten los esquemas machistas de la sociedad, por lo cual algunas veces las lesbianas se han sentido más cercanas a los movimientos de liberación femenina (Plummer, 1992); los discursos feministas por lo menos hasta los noventa tenían una fuerte influencia de mujeres blancas anglosajonas y heterosexuales (Fraser, 1995) que desdibujaban las reivindicaciones homosexuales de otras mujeres. Las condiciones de exclusión y discriminación de ambos tampoco son similares y tienen implicaciones sociales diferentes. Hoy que vivimos un contexto multicultural, ambos movimientos se han cruzado con otras reivindicaciones sociales -étnicas, de migrantes y de clase-, mostrando que “una” diferencia no es suficiente y que algunas de ellas pueden pesar más que otras (Fraser, 1995).

1.3. Género, cuerpo, poder

Otra de las cosas que han compartido movimientos de mujeres y homosexuales ha sido su “campo de batalla” similar: el cuerpo. Es en el cuerpo y en sus usos donde se expresan de manera evidente las luchas entre el esquema masculino heterosexual que pugna por la hegemonía y las otras formas de vivir la sexualidad, no marcadas por la determinante reproductiva ni por la lógica sexista; y es con el mismo cuerpo que dichos movimientos reaccionan.

El concepto género está muy ligado a la relación cuerpo-sexualidad, por lo que a veces se habla del “sistema sexo-género” para referirse a la dinámica relación entre la constitución sexual biológica y las calificaciones culturales que se hacen de ella; sería desde dicha relación que se abarcan las dimensiones psíquicas, sociales y culturales de los sujetos (Barragán, 1996).

Sin embargo, la categoría género y el sistema sexo-género no son sólo una forma de describir la sociedad: como categorías analíticas tienen fuerte relación con el tema del poder. Para el objetivo de este artículo, me interesa referirme al poder como producción de discurso, como construcción de saber sobre el otro y no como dominación vertical (Foucault, 1992). Dicho autor considera que el poder se arraiga en el cuerpo mismo; de este enraizamiento nace la “sexualidad” como fenómeno histórico y cultural ligada a lo médico. Origen que hace de ella “(…) una zona de fragilidad patológica particular en la existencia humana” (Ibid. p.160), y por tanto susceptible de ser tratada como corresponde. El discurso que hace de la sexualidad asunto de la ciencia médica es un discurso de poder6.

De algún modo los textos que referiré “juegan este juego” de producción discursiva con respecto a la homosexualidad pues la convierten en objeto, la miden, la cuentan, la defienden y la critican, aceptan reglas de otros poderes y hablan de “normalidad” o “anormalidad”…

2. Los textos

“Invertidos” y “enfermos”. De la patología a…

Si entre saber y poder hay una estrecha relación como lo refiere Foucault (1992), habría que preguntarse para qué sirve el saber que se produce; una posible respuesta es para reproducirse a sí mismo y al orden que lo sustenta. Con esta idea voy presentar un primer conjunto de textos que ejemplifican una forma del pensamiento social con respecto a la homosexualidad. Están basados en dos juegos de dicotomías que veremos a lo largo de este balance varias veces: natural/ antinatural y normalidad/patología.

El primero de ellos se llama “Homosexualismo en el arte actual” y fue publicado en 1969 por Pedro Restrepo; el texto cuestiona el impacto que tenían en las artes plásticas contemporáneas los movimientos feministas y homosexuales. Partiendo de la premisa según la cual las artes serían “dominio reservado al hombre, mientras la mujer, por su naturaleza se inclinaría a la decoración y la ornamentación” (p. 8, negrilla mía), el autor considera que los homosexuales de uno y otro sexo han introducido en el arte un elemento femenino “perturbador”; esto hace que el arte derive hacia lo “frívolo” y falto de valor ético, humanístico y nacionalista (p.17).

Jorge Enrique Gómez publica en 1977 “Uno bajo el signo de escorpión”, supuesto relato basado en la confesión hecha por un homosexual al autor, quien dice haber confirmado la historia antes de publicarla y dada su veracidad advierte al lector del impacto que puede causarle la lectura. El texto muestra la vida trágica de un hombre “pederasta, incestuoso, alcahuete, pornógrafo y pícaro”, seducido desde joven en el internado y quien vive una vida de frustraciones, violencia y engaños.

El tercer libro que quiero referir fue publicado entre 1980 y 1985 por Humberto Bronx en Medellín y su título da buena idea del contenido: “Bazuco Homosexualidad Enfermedades Malditas”. El autor dedica el texto a hablar de lo que considera los actuales peligros para la sociedad: las drogas, la guerrilla, el sexo “recreativo”, la planificación familiar, la homosexualidad y las enfermedades venéreas o “malditas”. Para él, el homosexual no es culpable por lo que siente pero “El pecado es la aceptación libre y voluntaria de las prácticas homosexuales y lesbianas” (p.86), ante lo cual debe buscar tratamiento psicológico o por lo menos renunciar a la sexualidad; “Hoy cuando hasta guías religiosos se contaminan con este vicio abominable (…) no podemos callar, cobardemente, quienes luchamos por el bien de la sociedad. Por culpa de esos miserables y corruptores, la juventud se encuentra confusa y a veces desmoralizada” (p.90, negrilla mía).

El último texto señalado se llama “Gran enigma revelado. La inversión sexual a la luz del esoterismo” y fue publicado también en Medellín (1995) por Arthur Ramson. Considerando que con ello hace un servicio a la humanidad, el autor se propone “desentrañar el misterio de la homosexualidad congénita” con miras a dar la pauta en su corrección (p.2); dice basarse en un interrogatorio a 206 hombres homosexuales, hecho durante cerca de cuatro años, algunos de cuyos relatos transcribe en el texto. Según él, quienes practican la homosexualidad alteran la polaridad “natural” de su cuerpo y con ello afectan sus próximas reencarnaciones, lo cual explicaría el porqué nacen personas con tales características, sin que se encuentren condiciones motivantes en su medio (p.38-39).

He citado en extenso estos textos para tener un buen panorama de lo que este conjunto de saberes propone: escritos de una manera didáctica y clara, ofrecen a un público amplio una explicación de lo que “es” la homosexualidad masculina. Sin duda la forma como se construye el género en nuestra sociedad -con primacía de lo masculino- persigue con más fuerza la homosexualidad masculina y deja la femenina en un plano tal vez más libre al permitir a algunas mujeres una expresión más amplia de su afectividad pero de la que poco se habla. En realidad, en los citados libros podemos leer más de quienes escriben que de los sujetos referidos: existe un “orden” “natural” de las cosas el cual bien sea por causa divina (Bronx), cósmica (Ramson y Gómez) o humana (Restrepo) determina unos “dominios” propios al hombre = lo masculino y a la mujer = lo femenino. El homosexual, nacido con dicha condición, como lo refieren Gómez, Bronx y Ramson, es lo contrario a todo ello: en el arte es “perturbador” por su feminidad, en la vida se opone conscientemente a todos los “valores” sociales y hasta altera la Ley Universal de la Polaridad. Por eso lo mejor es alejarlo, curarlo o compadecerlo. Cuando en una sociedad “normalidad” y “naturalidad” se igualan a “normatividad”, se justifica la permanencia de cierto orden social y, entonces, el discurso se repite y se auto-reexcepcional’, nada más que una variedad de las muchas posibles manifestaciones de la sexualidad?” (p.273). Ambos investigadores tenían en común también la inquietud por la etiología de la homosexualidad y llegaron a la conclusión de que ésta es una “conducta aprendida”, variante (Alzate) o muestra de las posibilidades de expresión de la sexualidad humana (Giraldo); si se la persigue es por causa de la “cultura erotófoba” (Alzate) o de enfoques clínicos que al ser prolongaciones de puntos de vista moralísticos, consideran que hay en el ser humano una determinación biológica hacia la heterosexualidad (Giraldo, 1971: 290); por eso para este último, la “homosexualidad no es una condición sino un papel” que se aprende como otras manifestaciones de la sexualidad (Ibid.). produce usando para ello la lógica del género.

… La “normalidad”. Discursos médicos y clínicos I

El siguiente grupo de discursos proviene de investigaciones originadas en los años setenta sobre el comportamiento sexual de los colombianos; unas de ellas han preguntado por la homosexualidad como parte del conjunto de actividades sexuales de las poblaciones estudiadas y buscado información sobre su incidencia y edad de inicio (Alzate 1977, 1981; citado por González, 1985).

Otras trataron de manera más específica el tema. Los textos que referiré en esta perspectiva, se basan en la discusión “normalidad/ anormalidad” en su versión “salud/ enfermedad”, y fueron publicados en revistas especializadas en psicología y medicina; sus autores, pioneros de la sexología en el país, partían de investigaciones psicológicas y sexológicas internacionales recientes para cuestionar la consideración de la homosexualidad como patología. Giraldo (1971) inicia su texto con una pregunta básica y permanente: “¿Es la homosexualidad una enfermedad tal como ha sido considerada por la mayoría de los psicólogos clínicos o es simplemente una ‘conducta excepcional’, nada más que una variedad de las muchas posibles manifestaciones de la sexualidad?” (p.273).

Ambos investigadores tenían en común también la inquietud por la etiología de la homosexualidad y llegaron a la conclusión de que ésta es una “conducta aprendida”, variante (Alzate) o muestra de las posibilidades de expresión de la sexualidad humana (Giraldo); si se la persigue es por causa de la “cultura erotófoba” (Alzate) o de enfoques clínicos que al ser prolongaciones de puntos de vista moralísticos, consideran que hay en el ser humano una determinación biológica hacia la heterosexualidad (Giraldo, 1971: 290); por eso para este último, la “homosexualidad no es una condición sino un papel” que se aprende como otras manifestaciones de la sexualidad (Ibid.).

El discurso que se perfilaba con estos autores respondía desde un punto de vista “científico” al debate normalidad/anormalidad afirmando la “normalidad” de la homosexualidad y se oponía a las miradas que veían en ella una “condición” inherente a los sujetos; además introducía la noción de aprendizaje como un nuevo factor en la discusión sobre sus causas: no se “nace” homosexual, sino que se “hace” homosexual. Claro que dichos autores no descartaban de plano el papel de lo biológico en su etiología. Alzate consideraba que la homosexualidad “… tiene un substrato biológico y se adquiere mediante procesos de aprendizaje y condicionamiento” (1975: a14). En 1979 Giraldo publicó una revisión de las conclusiones a las que llegó en 19717, hecha a la luz de nuevas investigaciones internacionales; en ella mantiene sus conclusiones iniciales, refuerza el argumento en favor de los determinantes biológicos y endocrinos en la etiología de la homosexualidad masculina8 y reitera su crítica a la postura psicoanálitica que patologiza la homosexualidad. De este modo, si en lo dicho antes sobre ellos la dicotomía salud/enfermedad la resuelven hacia la no patología, mantienen su relación con las ciencias clínisituacionales, personales y sociales depende que el homosexual se “ajuste psicológicamente”; cuando la homosexualidad causa “desajustes” en el sujeto se justifica proponer su modificación. El texto no deja de despertar varias preguntas: ¿cómo se “mide” el ajuste psicológico”? ¿Ajuste a qué? ¿A un tipo de sociedad, de cultura, de modo de sexualidad? ¿No es esta noción de “ajuste” una continuación de los discurso de “normalidad/naturalidad”? cas y prefieren una postura más moderada con respecto a la otra dicotomía importante: natura/cultura.

Discursos clínicos II

El siguiente grupo de textos los separo del anterior por razones de presentación del artículo, pero en buena medida corresponden a los mismos postulados señalados ya y en algunos casos los elaboran y hacen más complejos.

El primer libro que quiero referir, representa a mi modo de ver el discurso que Foucault (1978) propone ha resultado de la creación de la “homosexualidad” como categoría: esta se convierte en una entidad susceptible de identificarse, analizarse y, por ello, tratarse. En 1982 Pedronel Manrique publica “Homosexualidad: modificación de conducta”; en dicho texto el autor considera que la homosexualidad es un aprendizaje producto de estímulos del entorno en el cual la influencia genética es limitada. Manrique (1982) mantiene la pregunta por la “normalidad”, pero plantea considerarla desde cuatro perspectivas: como salud, como utopía, como promedio y como proceso de ajuste9. Con base en esto propone que de ciertas condiciones situacionales, personales y sociales depende que el homosexual se “ajuste psicológicamente”; cuando la homosexualidad causa “desajustes” en el sujeto se justifica proponer su modificación. El texto no deja de despertar varias preguntas: ¿cómo se “mide” el ajuste psicológico”? ¿Ajuste a qué? ¿A un tipo de sociedad, de cultura, de modo de sexualidad? ¿No es esta noción de “ajuste” una continuación de los discurso de “normalidad/naturalidad”?

La pregunta por el “ajuste” se repite posteriormente. Ardila (1985), presenta los resultados de una investigación psicológica basada en una muestra de 100 hombres homosexuales entre 18 y 52 años de clase media y alta, con “buen nivel de educación”, a quienes se les aplicó un cuestionario con preguntas referidas a aspectos psicosociales. Con base en los resultados de las 150 preguntas de la encuesta, Ardila afirma que “En apariencia los homosexuales colombianos son bastante ajustados y llevan vidas armónicas y equilibradas (por lo cual) no es correcto el estereotipo adjudicado a los homosexuales que considera que son depresivos, afeminados, con grandes dificultades interpersonales, (… los sujetos del estudio) eran hombres sanos, que vivían su vida y la dejaban vivir a los demás” (p.208-209).

El artículo en cuestión tiene un valor especial ya que se sustenta en una investigación experimental y busca sin duda mostrar una imagen “positiva” de la homosexualidad masculina en una tradición de negación como la nuestra. Para ello, toma como punto de referencia la sociedad en general: los homosexuales no tienen problemas psicosociales que les impidan “adaptarse” bien a ella. Sara Mejía, 1900. Archivo Melitón R. Tanto Manrique (1982), como Ardila (1985), mantienen en estos textos la lógica “normalidad/anormalidad” y la resuelven inclinándose hacia la primera opción; entre sus argumentos para mostrar lo poco excepcional que es dicha conducta se refieren a la constatación de comportamientos “homosexuales” en otras especies, su larga presencia en la historia y en otras culturas. Sin embargo, la “normalidad” con la que califican es la de la sociedad masculina heterosexual que se expresa a través del discurso de la ciencia “objetiva” capaz de “observar, medir y contar” la conducta sexual: “… la Historia Clínica Sexológica es la única que nos dice objetivamente si el sujeto tiene comportamiento homosexual o no y si se debe hacer tratamiento para modificar la conducta homosexual por la heterosexual” (Manrique, 1982: 51). Si bien dicho investigador (Ibid: 75) enfatiza que sólo se puede cambiar la conducta homosexual cuando causa “angustia y ansiedad” al sujeto, esto lo que hace es reafirmar el argumento que venimos criticando: la homosexualidad “existe” como entidad y como dice la cita, puede reconocerse fuera de lo que el sujeto manifieste, pues son el diagnóstico y el examen expertos los que determinan si se merece el tratamiento.

En 1986 Ardila publica en el país otro artículo en el cual señala algunos aspectos en el aprendizaje de la homosexualidad; propone entender el aprendizaje “… como un cambio relativamente permanente de comportamiento que ocurre como resultado de la práctica que casi siempre es práctica reforzada” (p.46). El autor considera que tanto la heterosexualidad como la homosexualidad son aprendidas y multicausadas y que en esta segunda se aprenden, por lo menos, cuatro cosas: la pertenencia a un grupo minoritario, la pertenencia a la cultura gay, un estilo de vida y ciertos comportamientos específicos.

Los otros autores citados antes (Giraldo, 1971, 1977; Alzate, 1975) también habían afirmado puntos de vista similares con respecto la “condición” homosexual como aprendizaje y condicionamiento; si bien entre ellos existen diferencias en los modos de entender el aprendizaje, dicha afirmación nos muestra una nueva inclinación en el juego de discursos dicotómicos que venimos registrando: “natura” pesa menos que “cultura”, o por lo menos que “contexto reforzante”; lo biológico es el sustento para el aprendizaje de la sexualidad, incluida la homoerótica, que pasa a ser calificada como “conducta”-comportamiento-10.

En 1986 Alvaro Villar Gavíria publica “Freud, la mujer y los ‘homosexuales’”, libro en el cual hace una relectura y confrontación de los postulados de Freud con respecto a las mujeres. Sus observaciones reúnen algunas de las discusiones sobre la condición de la mujer y la sexualidad femenina, incluida la homosexual, que él considera prácticamente ignorada; dicha situación la mira a la luz del psicoanálisis y muestra como éste se ha aliado con la religión y la medicina para la prolongación de la ideología dominante.

Uno de sus aportes está en situar la discusión del tema homosexual en relación con el género: “(…) las nociones de masculinidad y feminidad no son ni universales ni eternas, y (…) se encuentran, por tanto, en estrecha relación con la costumbre y la educación. (…) La ideología dominante en la sociedad hace creer en algún grado, no se sabe cuál, que el homosexualismo en el hombre perturba siempre, o por lo menos altera y dificulta su papel en la procreación. Se presume que en el caso de la mujer no ocurre necesariamente lo mismo.”(p.115).

De cierto modo ninguno de los autores citados hasta el momento había presentado en sus textos la pregunta por el género -tal vez en su momento aún no se hacía-, aunque lógicamente estaban hablando desde él: algunas de sus críticas eran contra el estereotipo que veía a los hombres homosexuales como afeminados, como si dicha condición fuera una tacha, con lo cual seguían el juego a la sociedad machista y no cuestionaban las bases mismas de la discriminación que denunciaban. La lógica sexista está tan impregnada en la construcción del conocimiento que se reproduce en su propia crítica.

Un punto de partida

Volvamos atrás. En junio de 1980 aparece en Medellín un libro de autor colombiano dedicado exclusivamente al tema de la homosexualidad. A mi modo de ver representa un hito en la bibliografía existente pues reúne un volumen importante de la misma, toca los “temas álgidos”, y se refiere de manera directa a la condición de los homosexuales en el país, incluida la lista de nuestros “homosexuales famosos”; además, usa argumentos de disciplinas clínicas y humanísticas como la teología y la filosofía, creando un “ensayo de divulgación científica” interdisciplinario, no médico ni “experto”, y sobre todo autoreferenciado: su propia experiencia la integra con la “ciencia” para hablar de la homosexualidad. El autor, Ebel Botero, había publicado anteriormente artículos sobre el tema en revistas de divulgación sexual y presenta en “Homofilia y homofobia” una mirada positiva de la homo y bisexualidad, mostrando su “realidad” numérica, histórica, social y cultural. Su crítica más fuerte es contra la homofobia pues: “No es la homofilia la que necesita curación sino la homofobia: aquella es amor, sea interpersonal o meramente sensual pero amor, y esta es odio y miedo.”(p.112).

Los temas que le inquietan corresponden a los que ya hemos referido: la búsqueda de argumentos para mostrar la “normalidad” de la homofilia y despatologizarla y lo impuesto de la noción de “naturalidad”; además se pregunta por las causas de la homofobia, las que encuentra en el desprecio por lo femenino; pero agrega un elemento especial que otros autores no habían asumido: la “defensa” de la homosexualidad: “En todo el trabajo me ha animado el deseo de hacer el bien, de pedir justicia, de combatir el error y los prejuicios. No busco destruir sino construir, ayudar al progreso y mejoramiento de la humanidad. Esta tiene que asimilar a los homosexuales finalmente, no seguir ignorándolos.”(p.11).

El considerar el comportamiento sexual como un aprendizaje, le permite al autor argumentar varias cosas: el sujeto no es responsable de él (p.87) y no existe una tendencia innata hacia ninguna de sus expresiones, lo cual se oponía a los postulados de la “naturalidad” de la heterosexualidad esgrimidos por científicos y moralistas; además, dice, es difícil “desaprenderla” o que sea causada por la seducción (p.88). Sin embargo, también se muestra cauto ante dicho argumento y se pregunta “¿por qué ciertas personas aprenden mejor que otras una conducta sexual?, ¿por qué algunos individuos, en igualdad de circunstancias, aprenden determinada conducta y no otra?” (p. 88), para dejar espacio a la posible comprobación de alguna causa biológica de la homosexualidad.

Este libro hace parte del inicio de discursos construidos por las mismas comunidades homosexuales para hablar de su situación y en ello se relaciona con procesos que se venían dando paralelos a través de publicaciones como “Ventana Gay” o “El Otro”, las cuales tuvieron durante los ochenta un carácter político, organizativo y divulgativo importante en algunos sectores de la población homosexual nacional. Los límites espaciales me impiden ampliar este complejo tema.

Contemporáneos: ¿hacia dónde?

El último grupo de textos que quiero reseñar es diferente de los hasta el momento presentados, pues los motivos que he venido reseñando como fundamentales en los discursos -normalidad/anormalidad, natura/cultura, natural/antinatural-, son dejados de lado; más bien los caracteriza una inquietud por estudios de caso, por dar cuenta de algunas formas de vivir la homosexualidad y su relación con el contexto social actual.

El primer conjunto que refiero corresponde a monografías de grado que parten del estudio de comunidades homosexuales y/o de aspectos de éstas, aportando información de primera mano sobre sus formas de ser11. Carlos Alberto Pión presentó en 1991 una investigación sobre una pequeña muestra de homosexuales travestis que habitan una zona de prostitución de Bogotá, en la cual indaga por aspectos de sus vidas; Carlos Iván García elaboró en 1994 una tesis en la cual hace un estudio sociolingüístico de un grupo de jóvenes dedicados a esta actividad en el centro de la ciudad, algunos de ellos homosexuales; en 1995 Alexander Salazar presentó una monografía sociológica sobre los lugares de encuentro para hombres gay en Cali y el tipo de relaciones que allí se generan.12.

El otro grupo de textos que refiero corresponde a investigaciones relacionadas con en el impacto causado por el tema VIH/SIDA en la sociedad en general. El Proyecto Lambda, relacionado con la Liga Colombiana de Lucha contra el Sida, llevó a cabo una encuesta a “hombres que tienen relaciones sexuales con otros hombres” con el fin de determinar actitudes y comportamientos sexuales que puedan incidir en el impacto del SIDA en dicha población y proponer estrategias de acción específicas a ellos. Manuel Velandia13 (1996) publica un texto en el cual presenta los aspectos del proyecto “En la Jugada”, llevado a cabo por la Fundación Apoyémonos para proponer nuevos modos de construcción de identidad y corporeidad en menores dedicados a la prostitución, como una forma de prevenir en ellos la drogadicción y las enfermedades de transmisión sexual. El tercer texto referido corresponde a los desarrollos conceptuales del proyecto de investigación “Razón y Sexualidad” realizado por el grupo de trabajo “Salud y Sexualidad” de la Universidad del Valle y publicados por Elías Sevilla nocimiento desde las disciplinas científicas. El ejercicio investigativo no está separado de las relaciones de poder y hegemonía que viven las sociedades y tanto los objetos de la investigación como los modos de hacerla están relacionados con aquellas; lo que se dice y lo que se deja de decir afecta a los grupos implicados en ello y tiene a veces costos sociales altos15 . La producción de conocimiento especializado para las reivindicaciones políticas y culturales de grupos considerados como “minorías” -la calificación misma tiene ya implicaciones-, ha entrado a cobrar lugar significativo en las discusiones y escenarios académicos y científicos contemporáneos (Fraser, 1995; Plummer, 1992; Williams, 1995 ). Además, las ciencias sociales y humanas se han visto hoy impactadas porque aquellos que siempre fueron los “objetos” de estudio empezaron a hablar de sí mismos sin necesidad de la mediación de especialistas e irrumpieron en la academia en (Ed.)., el cual tuvo como antecedente inmediato una investigación sobre el comportamiento sexual de los colombianos y su relación con el VIH/SIDA. Una de las líneas que toma el proyecto es el estudio del “mercado gay del orgasmo” la cual parte del trabajo ya señalado de Salazar (1995).

Estos textos tratan de iniciar exploraciones empíricas en el campo de la sexualidad, y dentro de ella la homosexualidad, desde miradas diferentes a la sexológica y clínica mostradas antes. Como los anteriores, el tema del género no es abordado de manera directa, excepto en Velandia (1996) quien lo relaciona con la construcción de la identidad. Pareciera que al no existir ya la prioridad de legitimar la “normalidad/ naturalidad” de la homosexualidad, el panorama de las investigaciones se ampliara hacia la relación de ésta con otras áreas de la vida: con el erotismo y el afecto (Salazar, 1995; Sevilla, 1996); con el impacto de las enfermedades de transmisión sexual (Velandia, 1996; LCLS, 1996); o con la marginalización social (Pión, 1991; García, 1994)14.

3. ¿Conocimiento para qué?

Mucho se ha discutido en la actualidad sobre las implicaciones políticas, sociales, culturales e incluso económicas de la producción de conocimiento desde las disciplinas científicas. El ejercicio investigativo no está separado de las relaciones de poder y hegemonía que viven las sociedades y tanto los objetos de la investigación como los modos de hacerla están relacionados con aquellas; lo que se dice y lo que se deja de decir afecta a los grupos implicados en ello y tiene a veces costos sociales altos15. La producción de conocimiento especializado para las reivindicaciones políticas y culturales de grupos considerados como “minorías” -la calificación misma tiene ya implicaciones-, ha entrado a cobrar lugar significativo en las discusiones y escenarios académicos y científicos contemporáneos (Fraser, 1995; Plummer, 1992; Williams, 1995 ).

Además, las ciencias sociales y humanas se han visto hoy impactadas porque aquellos que siempre fueron los “objetos” de estudio empezaron a hablar de sí mismos sin necesidad de la mediación de especialistas e irrumpieron en la academia en aquellas disciplinas de las que fueron actores pasivos. Es así como han surgido campos de trabajo interdisciplinarios motivados por las particularidades de los grupos en cuestión y en estrecha relación con sus necesidades. Junto con los blackstudies y women´s studies aparecen también trabajos sobre la diversidad sexual: gay, lesbian, bisexual,transgender and “queer” studies (Plummer, 1992; Williams, 1995). Para Plummer (1992: 12) los lesbian and gaystudies cumplen una función de “autocomprensión” y son necesarios pues permiten avanzar intelectualmente al crear nuevas áreas de estudio ; organizativamente disminuyen las condiciones de aislamiento y hostilidad que se viven y políticamente demuestran a la academia la existencia de los homosexuales como sujetos sociales. Del mismo modo, se han dado compromisos explícitos e incluso activismos políticos de sectores de la academia simpatizantes y/o parte de los grupos en cuestión, lo cual ha contribuido a afirmar la importancia social de tales áreas de estudio (Williams, 1995).

En este balance no fue posible investigar el impacto de los textos reseñados en su época; sabemos que algunos de ellos buscaban ofrecer una mirada positiva sobre la homosexualidad en un medio discriminador y excluyente como el colombiano. Sin embargo, es posible suponer que su rango de acción fue limitado, entre otras razones porque no se han desarrollado líneas de reflexión que continúen y discutan dichos planteamientos; tampoco existe una “comunidad académica” que trabaje estos temas, como sí sucede con los estudios sobre mujeres o sobre grupos étnicos16. Dicha situación se debe en parte también a que las formas que han tenido las organizaciones homosexuales en Colombia -atomizadas, regionales, de escasa duración- no han consolidado un movimiento social de base que afecte a la academia; los grupos de apoyo en formación ahora en las universidades tienen un papel en la construcción de conocimiento especializado. El texto de Botero (1980) sigue siendo pionero y único.


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Citas

1 Entiendo por “discurso” un conjunto de saberes construidos social e históricamente para dar razón de una situación; los discursos actúan como formas de pensar la “realidad”, de organizarla y darle sentido.

2 No se incluyeron textos de tipo divulgativo o informativo presentes en publicaciones periódicas por ser difícil determinar las metodologías y conceptualizaciones usadas por los autores.

3 De ningún modo pretendo establecer categorizaciones de importancia. Con respecto a la construcción de la identidad de los sujetos el rol de género es parte de otros aspectos como la identidad sexual, la orientación erótica, las condiciones biológicas y su identidad con ellas y la conducta sexual. Velandia (1996) presenta un estudio de caso de cómo se construye la identidad en jóvenes vinculados a la prostitución donde se observan los aspectos señalados.

4 Es por este origen que el término género termina siendo sinónimo de “discursos de/sobre mujeres”; “Se dice ‘perspectiva’ de género cuando se refiere a perspectiva de las mujeres y, por lo general, de un grupo de mujeres determinadas; o a la posición de feministas o a una vertiente dentro del movimiento. En años recientes, en el análisis social y en los ordenamientos burocráticos cotidianos sustituye a la variable sexo.” (Barbieri, 1996: 55).

5 La primera etapa del feminismo se llamó “de la igualdad” pues su prioridad fue que la mujer accediera a los espacios que antes les eran vedados, lo que sin embargo tuvo el costo de asimilar sus reivindicaciones con el mundo del hombre; a esto reaccionaron las “feministas de la diferencia” quienes al contrario, resaltaron la importancia de su particularidad e incluso superioridad con respecto al hombre (Fraser, 1995). Al mismo tiempo los movimientos homosexuales proclamaban su diferencia y creaban una subcultura que les daba nuevos territorios, lenguajes y modos de vivir diferenciados del mundo heterosexual. Pero ninguno de los dos movimientos podía mantenerse al margen del contexto social cada vez más multicultural y sus reivindicaciones se abrieron hacia nuevas expresiones: la diferencia de género se convirtió en las “diferencias entre mujeres” ante la aparición de mujeres negras lesbianas y de mujeres inmigrantes que no se identificaban con otras feministas -por lo general anglosajonas, blancas y heterosexuales-. Del mismo modo los movimientos gay se han abierto hacia tendencias múltiples, desde las más “asimiladas al sistema” monogámico heterosexual blanco de clase media y que buscan los derechos civiles, hasta las Drag Queens, las comunas lesbianas sin presencia de machos y los grupos espirituales.

6 El poder al que me refiero no es una instancia sólida y homogénea de la sociedad como el Poder Soberano de la censura y el No; más bien, es disperso, múltiple y multiforme, inunda el escenario de lo social hasta las instancias más íntimas, va más allá del esquema dominador-dominado e implica complicidades y consentimientos, es útil y también causa sus propias resistencias.

7 La homosexualidad, como la experiencia sexual, es aprendida; existen muchos tipos de homosexualidad; no es patológica; el papel de la relación padre-hijo parece ser muy importante en muchos casos de homosexualidad; el problema de normalidad vs. anormalidad depende de la teoría de personalidad que se maneje (Giraldo, 1977).

8 Esta discusión sobre la importancia de los factores biológicos en la etiología de la homosexualidad ha estado presente a lo largo de las últimas décadas y ha tenido cierto resurgimiento en años recientes, con investigaciones endocrinas y genéticas. Más allá de los desarrollos investigativos referidos, la raíz biológica de la homosexualidad ha sido uno de los argumentos con más celo defendidos por parte de los movimientos gay anglosajones a diferencia de los franceses, los cuales se muestran reservados ante dichas investigaciones, entre otras razones por las implicaciones éticas que suponen (Ver al respecto un artículo publicado en Le Point, 1993).

9 En el primer caso la normalidad sería la “ausencia de síntomas desfavorables”, desde la cual señala Manrique que algunos psiquiatras y psicoanalistas consideran la homosexualidad como enfermedad; como utopía la “normalidad” es un ideal de plenitud; como promedio la “normalidad” sería lo que las mayorías hacen, dicen o piensan, desde lo cual la homosexualidad sería una contradicción a las normas imperantes; como proceso la “normalidad” tendría que ver con el ajuste del individuo al medio y a sí mismo, perspectiva hacia la cual el autor se identifica.

10 Este punto es importante resaltarlo pues contrasta con corrientes gay esencialistas que encuentran en la homosexualidad algo más que un modo de acción, bien sea porque le dan una condición espiritual propia imposible de limitar a un comportamiento (Thompson, 1987) o porque supone modos de ser y no sólo de hacer (“es más que lo que se hace en la cama”, Clarck, 1988).

11 Un antecedente al respecto es la Tesis presentada en 1979 por Sierra y Rueda al Magister en Psicología de la Universidad Santo Tomás y sobre la cual se basa el artículo de Ardila (1985). Este mismo autor realiza en el momento una investigación sobre parejas de hombres homosexuales.

12 En este momento existen algunos trabajos en curso: siguiendo con la etnografía, Betty Sánchez, estudiante de antropología de la Universidad Nacional está realizando su tesis de grado sobre el transformismo y su relación con el ritual y Oscar Bravo, de psicología en la misma universidad, estudia aspectos psicosociales de lesbianas en la ciudad de Santafé de Bogotá.

13 Manuel Velandia tiene una amplia trayectoria en el país en el estudio de la homosexualidad, incluyendo una investigación inédita sobre hombres en prostitución hecha en 1977. Además ha participado en actividades en defensa y divulgación de los derechos de los homosexuales.

14 Existen dos textos más que no quisiera dejar de lado, pero que no puedo ubicar aún en el material que tengo hasta el momento: Pablo Rodríguez publica (1995) un breve caso de lesbianismo durante la época de la Colonia; Lucena (1966) describe un caso de “bardaje” entre un grupo indígena del Tomo, en la entonces comisaría del Vichada, Colombia; hay muy pocas descripciones históricas y etnológicas de la “homosexualidad” en el país.

15 En nuestro caso puede citarse el papel de la antropología colombiana en relación con las reivindicaciones de los grupos étnicos. Mientras se cuenta con un bagaje de conocimientos sobre grupos indígenas, el tema de los grupos negros apenas se empieza a tocar, lo cual en parte afectó la forma como cada uno de ellos accedió a los cambios políticos de la nueva Constitución de Colombia en 1991. Para ampliar este caso de la creación de conocimiento especializado se puede consultar a Arocha, 1996.

16 Lo anterior no quiere decir que no hayan existido en el país discursos en los cuales se expresen “voces” homosexuales; ha sido por el lado de la literatura -textos recientes como Un beso de Dick, de Fernando Molano-, el ensayo “Las dos vidas de Claudio”-, la poesía y en algunos momentos en publicaciones especializadas como las mencionadas, por donde se ha construido, aún de manera tímida, un proceso de autonombramiento.

“La clase obrera tiene dos sexos”. Avances de los estudios latinoamericanos sobre género y trabajo

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“La clase obrera tiene dos sexos”. Avances de los estudios latinoamericanos sobre género y trabajo

“The working class has two sexes.” Advances in Latin American studies on gender and work

“A classe trabalhadora tem dois sexos”. Avanços em estudos latino-americanos sobre gênero e trabalho

Luz Gabriela Arango*


* Doctora en Sociología EHESS, París. Directora del Centro de Estudios Sociales de la Universidad Nacional de Colombia.


Resumen

En este artículo se revisan algunas de las temáticas que jalonaron el desarrollo de los estudios de género y trabajo en América Latina durante los últimos diez años. En él se incluyen los debates suscitados por la participación de las mujeres en la división internacional del trabajo, particularmente en la industria maquiladora en varios países, especialmente en México, y en cadenas internacionales de subcontratación. También se analizan las discusiones actuales sobre el impacto de la reconversión industrial, la introducción de nuevas tecnologías y las teorías gerenciales inspiradas en el “modelo japonés”, sobre la división genérica del trabajo en las empresas. Se examinan los avances en la medición de la participación femenina en el mercado de trabajo y se hace un balance de los enfoques sobre las interrelaciones familia-trabajo, con énfasis en el concepto de estrategias familiares.


En el pasado Congreso Latinoamericano de Sociología del Trabajo1, el segundo que se realiza en la región y cuyo tema general fue: “El mundo del trabajo en el contexto de la globalización: desafíos y perspectivas”, la problemática de género estuvo presente de manera significativa. Sobre un total cercano a 300 ponencias anunciadas, 62 se inscribieron en el campo de “género y trabajo”; 34 de ellas en grupos de trabajo especializados (Trabajo, Derechos y Ciudadanía de las Mujeres en América Latina; Género y Trabajo: Cuestiones Teóricas; Género, Salud y Trabajo), y las restantes en diversas mesas de discusión. Aunque el nivel de incorporación de la problemática de género es desigual, con consecuencias teóricas y conceptuales variables, es indudable que entre el Primer Congreso Latinoamericano, realizado en México en 1993 y el segundo, el asunto ganó espacio y legitimidad2, aportando perspectivas críticas y ampliando las preguntas en temas clásicos y nuevos de los estudios del trabajo.

El área que actualmente conocemos como “género y trabajo” resulta de investigaciones originadas en la década del 60 que buscaron analizar la participación de las mujeres en el desarrollo, en el marco de disciplinas como la sociología del desarrollo, la antropología y la economía, desde dos grandes polos teórico-políticos: las teorías de la modernización y la crítica feminista marxista. Si las preocupaciones que predominaron durante la década del 60 se relacionan con la participación de las mujeres en el proceso de urbanización y en las migraciones campo/ciudad, su vinculación al servicio doméstico y al sector informal, en los años setenta la configuración de un “nuevo orden económico mundial” y el desarrollo de programas fronterizos de industrialización que apelan ampliamente a la contratación de mano de obra femenina, interesan a un buen número de investigadoras. A partir de la década del 80, el debate sobre la “división internacional del trabajo” da paso al de la “globalización”, al cual se añaden temas como la transformación de los procesos productivos en las empresas, la introducción de nuevas tecnologías y prácticas gerenciales o el agotamiento del paradigma productivo taylorista/ fordista. Las investigadoras feministas se preocupan entonces por el impacto de estos procesos en la división sexual del trabajo en las empresas, la reconstitución de segmentaciones ocupacionales con base en el género, la calificación y descalificación de la fuerza de trabajo femenina. Paralelamente, el tema de la flexibilidad laboral y la precarización del empleo aporta nuevas variables al problema de la participación de las mujeres en el mercado de trabajo. Si bien muchas de estas temáticas se desarrollan en el ámbito de la producción y el mercado, es claro que uno de los aportes más significativos de este campo de estudios ha sido el haber puesto en evidencia las necesarias interrelaciones entre el universo laboral y el ámbito de la familia, la reproducción y el trabajo doméstico. El estudio de las estrategias familiares, el ciclo de vida, las trayectorias laborales femeninas y masculinas permitieron aprehender muchas de estas interrelaciones. Los últimos diez años han visto ampliarse los temas de investigación y el espectro disciplinar, al tiempo que la introducción del concepto “género” enriquece y modifica la anterior perspectiva conceptual centrada en la división sexual del trabajo. En este artículo haremos un breve recorrido por algunos de los principales debates que marcaron este campo de estudios durante los últimos años3.

Las mujeres en la división internacional del trabajo

La división internacional del trabajo que se va configurando a finales de la década del 60 se caracteriza por una reestructuración industrial que traslada a los países del Tercer Mundo fragmentos del proceso de producción manufacturera que requieren un uso intensivo de mano de obra. La búsqueda de mano de obra barata, especialmente femenina, lleva al capitalismo mundial a explorar reservas de fuerza de trabajo, atravesando fronteras y rompiendo barreras culturales como las tradiciones islámicas de algunos países (Benería, 1994). Siguiendo el ejemplo de Puerto Rico, en donde se establecen las primeras Zonas de Producción para la Exportación desde finales de la década del 50, numerosos países en América Latina y Asia desarrollan programas similares: México, El Salvador, República Dominicana, Corea, Taiwan, Pakistán, Filipinas, Sri Lanka, China (Fernández-Kelly, 1989). El programa de maquiladoras en la frontera norte mexicana, que llega a emplear cerca del 10% de la fuerza de trabajo del país (Fernández-Kelly, 1994) se erige como modelo de estrategia de industrialización para los países latinoamericanos, siendo sin duda uno de los más estudiados. La mayoría de las investigadoras que se interesan por el trabajo de la mujer en estas nuevas fábricas, se inscriben dentro de la corriente feminista socialista, cuyas inquietudes teóricas se centran en las interrelaciones entre capitalismo y “patriarcado”, lo cual orienta las investigaciones de la década del 80 (Fernández-Kelly 1983a, 1983b, 1989, 1994; Safa, 1991, 1994, 1995; Benería, 1994; Truelove 1990) con preguntas como las siguientes: ¿A qué estrategias del capital obedece esta nueva preferencia por las mujeres? ¿Qué características familiares y reproductivas tienen estas trabajadoras? ¿Qué impacto genera su vinculación laboral sobre su subordinación de género en el espacio productivo y en la familia?

Numerosos estudios, realizados mayoritariamente en México, documentan la sobreexplotación de estas trabajadoras y evalúan negativamente el potencial emancipador de estas formas de trabajo: los empleos son inestables y mal remunerados, la segregación ocupacional entre trabajos “femeninos” y “masculinos” se reproduce, la vulnerabilidad económica y política de las obreras las obliga a aceptar condiciones de trabajo inferiores a las que tiene la clase obrera del país y dificulta su organización sindical, los controles que ejercen supervisores y gerentes en la fábrica reproducen la dominación patriarcal. Por otra parte, estas mujeres - ya se trate de hijas de familia solteras o de jefas de hogar- se vinculan al mercado laboral respondiendo a necesidades de sus familias afectadas por el desempleo masculino y raras veces obedecen a búsquedas de autonomía individual. Este enfoque interpretativo corresponde a lo que Susan Tiano (1994), en una revisión de la literatura sobre la industria maquiladora mexicana, identifica como “la tesis de la explotación”. A ella se opondría la “tesis de la integración” (Stoddard, 1987; Lim 1990) que sostiene que el trabajo en la industria maquiladora representa una mejora sustantiva con respecto a las condiciones de empleo accesibles a las mujeres en México, proporcionándoles recursos económicos y psicológicos para negociar mejor con los hombres en sus hogares.

Sin embargo, las críticas feministas marxistas a la industria maquiladora contienen más matices de los que señala Tiano. Helen I. Safa (1990, 1995), por ejemplo, en un estudio comparativo sobre la industria maquiladora en Puerto Rico, Cuba y República Dominicana muestra cómo el acceso de las mujeres a este tipo de trabajo remunerado sí tiene efectos sobre las ideologías de género y sobre las relaciones de poder y autoridad en la familia, aunque no se cuestione radicalmente la división sexual del trabajo. Uno de los principales aportes de su investigación es poner en evidencia la presencia de estrategias empresariales muy similares, orientadas a una reducción de costos mediante el empleo de mujeres, pero cuyo impacto varía sutancialmente en función de los contextos económicos y culturales. Factores como el grado de sindicalización y de protección estatal, el tipo de unidades familiares que predominan, las características generales del mercado de trabajo para ambos sexos, el nivel de desempleo de hombres y mujeres, así como el nivel educativo, el status conyugal, el ciclo de vida y los patrones reproductivos de las mujeres, introducen variaciones importantes. Tanto Safa como Benería, en una compilación reciente (1994), hacen un balance agridulce del empleo femenino en la industria maquiladora, como proceso contradictorio, con aspectos positivos para las mujeres. Lo que resulta sin duda interesante en este caso es que las mujeres parecen haber tenido más éxito en transformar las relaciones familiares que sus condiciones de trabajo.

El surgimiento de una “maquiladora de segunda generación” (Carrillo, 1989, 1994; Kopinak 1995, Tiano 1994) en México a mediados de los 80 transforma los parámetros que dominaron durante los primeros años, obligando a revisar las interpretaciones sobre las dinámicas de género. En efecto, la industria maquiladora que se expande en México después de 1983, por obra de la política neoliberal de De la Madrid, es más heterogénea, incluye sectores con tecnología de punta y se diversifican los países inversionistas, con un peso importante del Japón. También desarrolla nuevas estrategias hacia la mano de obra: recurre a un personal más calificado, ofrece mejores niveles salariales y prestacionales y contrata de manera creciente mano de obra masculina. Los estudios recientes señalan condiciones heterogéneas de trabajo para las mujeres: predominan en la industria de confecciones cuyas circunstancias de trabajo y empleo no han mejorado, mientras en los otros sectores, incluyendo los de alta tecnología, se emplean en los puestos de más baja calificación (Escamilla y Rodríguez 1989; Shaiken 1990, Muñoz Ríos, 1991, citados por Kopinak 1995). Pero también se han encontrado, en la industria de auto-partes, trabajadoras en puestos calificados, anteriormente ocupados por hombres (Carrillo 1989).

La expansión de la maquila ha abierto puestos de trabajo para una mano de obra más heterogénea que incluye hombres con distintos niveles de calificación -tanto técnicos y profesionales como migrantes rurales, aún más descalificados que las mujeres urbanas generalmente empleadas en estas industrias-, pero no por ello ha perdido su característica central de servir de laboratorio para la desregulación laboral. Aunque han mejorado los niveles salariales en algunos sectores, siguen siendo inferiores a los del resto de la industria; de igual modo, ha prosperado un nuevo tipo de sindicalismo “subordinado”, con escasa capacidad negociadora (Quintero Ramírez, 1990). El recurso inicial a mano de obra casi exclusivamente femenina permitió consolidar una estrategia de flexibilización y desregulación de las relaciones laborales, apoyada en la “legitimidad” que ofrecía la subordinación de género. Actualmente, si bien la estrategia empresarial no se ha neutralizado en términos de género como lo pretenden algunos investigadores (Sklair, 1989, citado por Kopinak), sí se han diversificado las interrelaciones entre capitalismo y “patriarcado”. Para Fernández-Kelly (1994), el antiguo modelo de relaciones laborales que concebía al obrero industrial como varón proveedor de una familia, lo cual le permitía legítimamente aspirar a un “salario familiar”, es reemplazado por nuevos discursos que individualizan a los trabajadores, hombres y mujeres, concibiéndolos como responsables de su propia reproducción. Este discurso individualista contrasta con la realidad de estos trabajadores, cuyo bajo nivel salarial obliga a multiplicar el número de proveedores en los hogares, aumentando la interdependencia, en lugar de generar autonomía (Kopinak, 1995).

Otra de las formas precarias de incorporación de las mujeres a la industria dentro de la nueva división internacional del trabajo, es el trabajo a domicilio como último eslabón de cadenas de subcontratación que van de empresas multinacionales, ubicadas en países desarrollados, pasando por empresas y talleres nacionales, hasta llegar a las obreras en sus casas. La investigación más completa en este sentido es la que realizaron Benería y Roldán en México D.F. (1992). En ella ponen en evidencia formas de articulación entre clase y género en niveles macro y micro-sociales. En efecto, por una parte, reconstruyen las cadenas de subcontratación que ligan a empresas multinacionales con empresas nacionales e identifican el tránsito difuso entre las formas legales e ilegales de producción, aportando nuevos argumentos a la discusión sobre los sectores “formal” e “informal”, pero también analizan las dinámicas intrafamiliares y conyugales, así como las trayectorias sociales de las obreras a domicilio. Gladden (1994) y Peña (1994) estudian las formas de subcontratación y trabajo a domicilio en la industria de las confecciones en Pereira (Colombia) y en Mérida (Yucatán), respectivamente, confirmando la similitud de las estrategias de los empresarios de distintos países.

Mercado de trabajo y empleo

Una de las primeras preocupaciones de las estudiosas del trabajo de la mujer y de su incorporación al desarrollo ha sido la medición de su participación en la economía. Desde la década del 60, la tarea de numerosas economistas y sociólogas ha sido el hacer visible el trabajo de la mujer, subvalorado por múltiples mecanismos: en primer lugar, por la invisibilidad del trabajo doméstico no remunerado, considerado un no-trabajo, pero también por la invisibilidad de las múltiples actividades agrícolas de subsistencia desarrolladas por las mujeres campesinas; y por la invisibilidad del trabajo informal de las “amas de casa” para completar el ingreso familiar. Los esfuerzos de estas investigadoras lograron en muchos países modificar significativamente los indicadores utilizados en las Encuestas de Hogares, los Censos de Población y otras estadísticas oficiales, sin que todavía den cuenta plenamente de las diversas formas de participación económica de las mujeres (Bruschini, 1996, Blanco y Pacheco, 1996). La medición del trabajo femenino a un nivel macro-económico ha sido un elemento político decisivo para “probar” la existencia de inequidades de género e identificar prioridades que orienten las políticas públicas. Los estudios latinoamericanos de los últimos años (Valdés y Gomariz, 1995; Abreu, 1995; Filgueira 1993; Cartaya, Arango, Jaramillo, 1995; Arango, 1996b, entre otros...) coinciden en señalar varias tendencias en el mercado de trabajo, presentes en la mayoría de los países: aumento sostenido de la participación femenina con un incremento superior de las tasas de actividad de las mujeres con respecto a las de los hombres; distribución desigual de hombres y mujeres en la estructura ocupacional, conservándose un perfil que concentra a las mujeres en los servicios; importante vinculación de las mujeres al empleo asalariado, que se constituye en la principal categoría ocupacional para ellas; mayor participación de las mujeres en el desempleo urbano y rural, importante presencia en el sector informal; ingresos claramente inferiores a los masculinos a pesar de un incremento visible del nivel educacional de las mujeres, que alcanza o supera al de los hombres. No obstante, la mayoría de estos estudios se ha limitado a describir una situación o la evolución de ella, sin aportar explicaciones sobre las relaciones sociales que la soportan y sus dinámicas subyacentes. Margaret Maruani (1988), enfrentando esta dificultad en el caso francés, propone una interesante reflexión en torno a los conceptos de “trabajo” y “empleo” e invita a construir sociológicamente el concepto de “empleo”, enfocando la relación empresa/mercado laboral, frontera en donde se definen los criterios de incorporación y expulsión de los trabajadores y trabajadoras. Según ella, si bien la segmentación entre ocupaciones “femeninas” y “masculinas” sigue siendo un elemento explicativo fundamental de las inequidades de género en el mercado laboral, las formas de empleo -incluyendo la capacidad de acceder a éste y de mantenerse en él-, son las que actualmente establecen las mayores desigualdades entre hombres y mujeres, observación que parece coincidir con los fenómenos latinoamericanos. Sin embargo, a la relación empresa/mercado de trabajo habría que articular la relación unidad doméstica/ mercado de trabajo, en donde se juegan otras relaciones sociales decisivas para la definición del empleo femenino.

Género y modernización en las empresas: nuevos paradigmas productivos

Los procesos de transnacionalización del capital han ido acompañados en la última década de una serie de transformaciones tecnológicas, productivas y organizacionales que han sido señaladas en la sociología del trabajo como el surgimiento de un “nuevo paradigma productivo” que sustituiría al modelo taylorista-fordista y la producción de masas. El debate en torno al nuevo modelo de “especialización flexible”, caracterizado así por Piore y Sabel (1984), ha puesto en evidencia muchas continuidades entre los dos “modelos” y relativizado la dimensión del cambio, destacándose entre otros elementos la presencia de significados diversos de la “flexibilidad”, vista como panacea del nuevo paradigma: flexibilidad en la definición de tareas, asociada con exigencias de polivalencia a los trabajadores(as); flexibilidad en las relaciones entre empresas, con redes de subcontratación; flexibilidad en el mercado laboral, con facilidades para la contratación y despido de trabajadores(as) (Abreu, 1995). De acuerdo con Danièle Kergoat (citada por Abreu, 1995) la flexibilización se conjuga de manera distinta en masculino y en femenino: mientras para los hombres, la flexibilización está asociada con una reprofesionalización del trabajo, integración de funciones, nuevas oportunidades de entrenamiento, calificación y promoción, para las mujeres se refiere fundamentalmente a la flexibilidad contractual. En América Latina se han realizado estudios de empresa en distintos países y ramas industriales -alimentos, textiles, artes gráficas, metalurgia, química, electrónica-, buscando evaluar el impacto de los procesos de modernización organizacional y reestructuración productiva sobre las trabajadoras. El énfasis ha estado en el análisis de las estrategias empresariales con respecto a la mano de obra femenina, en términos de reclutamiento, desplazamiento, y/o expulsión; definición de la calificación del trabajo femenino y masculino; segmentación de género de los puestos de trabajo; políticas de recursos humanos y estereotipos de género de los empleadores (Roldán, 1993, 1994, 1995; Lovesio, 1993a, 1993b; López et al. 1993; Holzman y Rubin 1993, Bustos, 1994; Hernández, 1994; Arango, 1991, 1996a; Abramo, 1995). Si bien muchas mujeres han debido tornarse polivalentes dentro de estos sistemas combinados de taylorismo y producción flexible, ello no ha repercutido en incrementos salariales ni en oportunidades de promoción y capacitación formal. Las estrategias de las empresas varían considerablemente entre uno y otro sector y van desde la búsqueda de mano de obra “nueva”, lejos de los centros industriales, que pueda ser incorporada a la producción con bajas calificaciones y salarios, en condiciones contractuales precarias, hasta la introducción de innovaciones tecnológicas que incorporan a las mujeres en condiciones de relativa marginalidad, limitando las posibilidades de re-calificación de su trabajo y conduciendo en algunos casos a procesos de expulsión de la fuerza de trabajo femenina. Los estereotipos de género son un componente importante en la definición de las políticas de recursos humanos y proyectan la imagen de una mujer prisionera fundamentalmente en la vida familiar y doméstica, con dificultades para desempeñarse adecuadamente en el mundo laboral. En la mayoría de las empresas, las políticas de capacitación y promoción de las mujeres son prácticamente inexistentes.

Dentro de estas investigaciones, se destacan los trabajos de Marta Roldán por la originalidad de su propuesta teórica. Apoyada en el análisis de algunos casos de reestructuración de la industria siderúrgica de autopartes, electrónica, metalúrgica liviana y del plástico en Argentina (1993, 1994, 1995), examina el impacto de “tecnologías blandas”, como los sistemas “Justo a tiempo” y “Control total de calidad” sobre hombres y mujeres e identifica formas de flexibilidad diferenciadas para uno y otro sexo, dentro de una amplia gama de opciones “generizadas”4. En términos generales, los procesos en curso estarían dando lugar a la formación de una clase obrera “polivalente” mayoritariamente masculina, segmentada entre “un centro masculino (con mayor estabilidad laboral y a cargo de tareas que exigen un nivel más alto de capacitación técnica) y periferias masculinas y femeninas multifuncionales” (Roldán 1995: 27). Uno de los problemas más importantes para analizar las desigualdades de género en el interior de las empresas es la definición social de las calificaciones, ya que los estudios señalan claramente un reconocimiento desigual de las habilidades, destrezas y conocimientos de hombres y mujeres. Si en el caso de las calificaciones masculinas algunos estudios han concluído que éstas resultan en última instancia de correlaciones de fuerza entre capital y trabajo, en el caso de las mujeres, no solamente intervienen las relaciones capital- trabajo sino también las relaciones entre hombres y mujeres. Frente a este problema, la propuesta teórica de Roldán se orienta a analizar el cambio tecnológico no solamente como un “medio por el que la empresa busca descalificar y controlar a la clase obrera indiferenciada, sino también y fundamentalmente como vehículo de control masculino sobre el sector obrero femenino en particular” (1993:42). En otro sentido, aún más radical en su crítica, para Fernández-Kelly (1989) la definición de un trabajo como calificado o no calificado no tiene nada que ver con las destrezas o conocimientos de las personas sino que se trata de un mecanismo discriminatorio que define como no calificados los trabajos desempeñados por los grupos sociales “diferentes”, siguiendo demarcaciones de género, raza y edad.

Estrategias familiares, trayectorias laborales y ciclo de vida

Desde finales de la década del 60, en el marco de teorías del desarrollo signadas por el enfoque de la modernización, las poblaciones rurales que emigraron masivamente a las grandes ciudades latinoamericanas alimentando un importante sector informal, despertaron preocupación por parte de antropólogos, sociólogos y economistas. De esa época datan los trabajos pioneros de Oscar Lewis sobre poblaciones marginales en México y Puerto Rico. En la década del 70, autoras como Lourdes Arizpe en México y Elizabeth Jelin en Argentina recurren al concepto de “estrategias familiares de supervivencia”, para entender la dinámica de la incorporación de la mujer popular al trabajo, en relación con.el ciclo de vida familiar y la división del trabajo productivo y reproductivo entre los distintos miembros de la unidad familiar, según sexo y edad. Este enfoque permitió entender la inserción laboral de la mujer como resultado de una lógica familiar o doméstica, que definía la disponibilidad de los distintos miembros del hogar para vincularse al mercado laboral en diversos momentos del ciclo de vida, estableciendo limitaciones particulares para las mujeres con hijos en edad de crianza. El concepto fue retomado y perfeccionado posteriormente en múltiples investigaciones (Jelin 1991; González de la Rocha 1986, 1994; Benería y Roldán 1987, Bruschini y Ridenti 1993; Arango 1991, 1996c; Safa 1990, 1995; Peña Saint Martin 1994, Abreu 1993). Si bien en un comienzo se insistió sobre el carácter colectivo de estas estrategias como recurso necesario para asegurar la supervivencia del grupo, rápidamente se enfocaron las relaciones de control, poder y subordinación internas, poniendo en evidencia el carácter inequitativo de las estrategias domésticas y el alto grado de violencia que existe en su interior. Trabajos como los de Benería y Roldán (1987) y González de la Rocha (1986, 1994) muestran el papel de la familia o la unidad doméstica como instancia intermedia en donde se define una estructura de oportunidades desigual para hombres y mujeres, papel que juegan tanto la familia de origen como el hogar conyugal. En la primera se establecen las posibilidades de acceso a la educación y capacitación de las hijas, o la calidad del primer empleo, mientras la segunda impone límites a la capacidad de ubicarse en el mercado de trabajo, desarrollar una trayectoria laboral mínimamente ascendente, obtener autonomía económica. Mediante un detallado seguimiento de las historias de vida de las obreras industriales a domicilio en México, Benería y Roldán establecen su itinerario de inserción de clase, mostrando cómo el matrimonio significa para muchas de ellas un “descenso” en las categorías proletarias y subproletarias. Por su parte, González de la Rocha (1994) analiza las estrategias familiares de los sectores de escasos recursos de Guadalajara durante la crisis económica mexicana de 1985-87. Entonces, para contrarrestar los efectos de la crisis, los hogares ponen en marcha estrategias colectivas para defender su nivel de vida, lanzando al mercado de trabajo a mujeres casadas y con hijos, sin que cambie la estructura interna de poder, y generando, al contrario, un incremento de la violencia masculina contra las mujeres.

El condicionamiento familiar de las historias de las mujeres redunda en trayectorias laborales precarias e interrumpidas, en los segmentos más desfavorecidos del mercado laboral. La investigación de Rainer Dombois (1993) en Colombia sobre las trayectorias laborales de los obreros de industria muestra claramente una inserción de las mujeres en los segmentos más desvaforables y menos calificados del mercado de trabajo y ello a lo largo de toda su trayectoria laboral. Del mismo modo, la alternativa del trabajo a domicilio, para obreras industriales (Gladden, 1994; Peña Saint Martin 1994; Abreu 1993) como para mujeres de sectores medios (Bruschini y Ridenti 1993), responde a estrategias familiares que buscan conciliar las responsabilidades domésticas y maternas de las mujeres con la generación de un ingreso considerado complementario para la familia. Generalmente se inscriben en historias laborales sin ninguna proyección de carrera, es decir, de mejoramiento o promoción.

Sin embargo, la definición de las formas de inserción laboral de las mujeres a lo largo de su ciclo de vida no está determinada exclusivamente por las estrategias familiares. También influyen la configuración de los mercados laborales y la demanda de trabajo femenino por parte de las empresas, así como las políticas estatales en términos de protección a la maternidad, y los regímenes contractuales. En muchos casos, las políticas de los empleadores no responden simplemente a patrones culturales y estereotipos de género sino que contribuyen a generar transformaciones en los comportamientos familiares y reproductivos así como en los valores y las ideologías de género. Una política como la de algunos sectores industriales colombianos de los años 40 a los 70 que contrataban mujeres sin hijos, propició alternativas de vida femeninas basadas en una soltería prolongada o permanente y estrategias familiares sui-generis (Arango, 1991). Otros estudios han señalado cambios en las opciones reproductivas de las mujeres trabajadoras, que disminuyen el número de hijos y controlan su fecundidad utilizando métodos anticonceptivos- así sea ocultándolo a sus maridos- (Hernández 1994). Se han detectado igualmente cambios en las estrategias de vida y arreglos de pareja de las obreras de las últimas generaciones, las cuales exigen a sus compañeros un reparto más equitativo del trabajo doméstico y un manejo igualitario del presupuesto familiar (Bustos 1994, Arango 1991). Todo ello conduce a concluir que si bien las estrategias familiares juegan un papel preponderante en la definición de los destinos femeninos y de sus trayectorias laborales en particular, éstas presentan muchas variaciones dependiendo del tipo de empleo de las mujeres y de sus cónyuges, de las estrategias empresariales, las políticas estatales, los patrones familiares y reproductivos.

Perspectivas

El panorama anterior da cuenta de algunos de los ejes temáticos que marcaron el desarrollo de un campo tan amplio como los estudios de género y trabajo en América Latina en los últimos diez años. Sin embargo, esta selección no resulta necesariamente de la mayor producción que presentan estos temas sino que obedece indudablemente a mi propio recorrido. Quiero señalar algunos aspectos importantes que no fueron incluídos: uno de ellos, no tan nuevo, es la problemática de la mujer rural, participante numerosa e invisible en los procesos de desarrollo; otro, central en los debates teóricos sobre el concepto mismo de “trabajo”, es el trabajo doméstico -remunerado y no remunerado-. En los últimos años se ha salido de la problemática de las mujeres de sectores populares -y de las obreras industriales en particular que despertaron un interés nada ajeno a la herencia marxista de muchas de las investigadoras-, incursionando en la experiencia de mujeres de clase media y alta: profesionales, “ejecutivas” y empresarias, mientras otros sectores de trabajadoras siguen bastante abandonados por la investigación, como las empleadas de los servicios y el comercio -secretarias, cajeras o vendedoras asalariadas-, que representan un porcentaje bien importante de la población femenina activa. Existen igualmente temas como la participación sindical y política de las trabajadoras, que en la actualidad están siendo abordados en relación con la problemática de la ciudadanía; o el de las políticas públicas y la legislación laboral, con sus debates concomitantes en torno a los conceptos de igualdad, diferencia, acciones afirmativas, discriminación.

La incorporación de la categoría “género” ha tenido un impacto que aún no ha desarrollado todo su potencial. Esta ha permitido desconstruir el concepto de clase obrera descomponiéndola por sexo, y el concepto de “mujer trabajadora”, poniendo en evidencia la gran heterogeneidad que oculta. De esta manera han tomado nueva importancia problemáticas como la identidad, la construcción de las trabajadoras como sujetos, la diversidad cultural, etárea y étnica, y han empezado a abordarse dimensiones como las subculturas laborales y de género en las organizaciones, el lenguaje y la territorialización del espacio de trabajo. Sin duda, una de las grandes limitaciones en la aplicación del concepto a la investigación está relacionada con la dificultad para estudiar a los trabajadores varones como sujetos igualmente genéricos. A pesar de la conocida afirmación “la clase obrera tiene dos sexos”, popularizada en América Latina por Elizabeth Souza Lobo (1991), el obrero hombre sigue apareciendo como el referente universal y la mujer obrera como el caso particular. Para poner en evidencia la división genérica de la clase trabajadora, no basta con hacer visible al sexo femenino: hace falta “generizar” al hombre y enfocar con mayor complejidad la dimensión relacional del concepto “género”. Este será uno de los retos para los próximos años, tal vez el único que pueda remover seriamente los supuestos básicos de la sociología del trabajo.


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Citas

1 Se reunió en Aguas de Lindoia, Brasil, del 1 al 5 de diciembre de 1996.

2 A pesar de su nombre, el Congreso Latinoamericano de Sociología no reúne exclusivamente a sociólogos(as) sino que incluye una importante participación de economistas, antropólogos, politólogos, administradores, profesionales de la salud y psicólogos, convirtiéndose en un buen indicador del estado del debate en las distintas disciplinas y países. Cerca de la mitad de las(os) ponentes en el tema de “género y trabajo” proceden de instituciones brasileñas(os) y las demás provienen en orden de importancia de México, Chile, Argentina, Uruguay, Colombia, Venezuela, Estados Unidos y Perú.

3 No incluyo los estudios sobre mujer rural que han sido abundantes, desde la problemática de las mujeres campesinas a la de las trabajadoras temporales en la agroindustria, ni sobre las empleadas del servicio doméstico. Tampoco incorporo el balance de los aportes del II Congreso Latinoamericano de Sociología del Trabajo ya que las ponencias no se encuentran todavía disponibles y mi percepción se limita al grupo de trabajo en el cual participé.

4 Marta Roldán califica las estrategias y racionalidades empresariales, así como todos los procesos de cambio organizacional como “generizados” para indicar que éstos nunca son neutros en términos de género. En efecto, la diferenciación de género interviene necesariamente dentro de una amplia gama de posibilidades definidas por el juego concreto de los actores sociales en el marco de condiciones particulares de inserción en el mercado y de supervivencia de las empresas.

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Aproximaciones a la articulación entre el sexismo y el racismo

Approaches to the articulation between sexism and racism

Abordagens à articulação entre o sexismo e o racismo

Gabriela Castellanos Llanos*


* Universidad delValle Profesora del Centro de Estudios de Género, Mujer y Sociedad. Universidad del Valle.


¡Yo he arado, he sembrado y he recogido el grano, y ningún hombre podía ganarme! ¿Y acaso no soy una mujer? ¡Yo he sido capaz de trabajar igual y comer tanto como cualquier hombre –cuando se podía– y de aguantar el látigo también! ¿Y acaso no soy una mujer? ¡He parido trece hijos y a la mayoría de ellos me los quitaron para venderlos como esclavos, y cuando lloré con mi dolor de madre, nadie más que Jesús me oyó! ¿Y acaso no soy una mujer?

Sojourner Truth, Convención de Mujeres en Akron, Ohio, 1851


Las formas en que interactúan sexismo y racismo en nuestra sociedad es una cuestión que no sólo debe interesar a aquellos grupos étnicos, los de mujeres negras o indígenas, por ejemplo, sobre los cuales estas dos formas de dominación convergen, y para los cuales el problema de su articulación es directa e inmediatamente relevante. A pesar de que el movimiento feminista ha sido frecuentemente identificado con mujeres profesionales o de clase media alta, las feministas sólo podremos ignorar el problema del racismo (tanto como el del clasismo, aunque en este trabajo no nos ocuparemos directamente de este último), a costa de seguir condenadas a la marginalidad. Presento esta breve reflexión como una exploración teórica, necesariamente limitada, de las maneras en que están imbricadas las dominaciones basadas en la raza y en el sexo, a fin de aportar algunas ideas que sirvan de base, posteriormente, para considerar posibles avenidas para la articulación política de movimientos encaminados a combatir el sexismo y el racismo.

Parto de la idea de que clase, raza y género son tres elementos constitutivos de todas las relaciones sociales1. Tal concepción quiere decir, entre otras cosas, que siempre que nos relacionemos directa o indirectamente con otros miembros de nuestra sociedad, los tres elementos estarán presentes, que invariablemente ajustaremos nuestra conducta, consciente o inconscientemente, a la apreciación de si nuestro interlocutor o interactuante pertenece o no al mismo sexo, a la misma raza o a la misma clase. Quiere decir, también, que no podemos dejar de hacerlo, ya que los discursos y las prácticas sociales que conforman, que dan cuerpo a nuestra cultura, están atravesados por condicionamientos de clase, raza y género. Estos condicionamientos están tan hondamente entrelazados con el tejido de nuestra cultura, que actúan con frecuencia de una manera ciega; tanto raza, como género y clase son causales para una dominación que a menudo permanece invisible para quienes la ejercen. Por eso vemos, por ejemplo, que en muchos países de América tanto del Norte como del Sur, en los siglos XVIII y XIX se promulgaron constituciones que reconocían la libertad como un derecho innato e inalienable de todos los hombres, pero que no fueron obstáculo para que se permitiera la esclavitud, para que se negaran los derechos a las mujeres, para que se despojara de sus tierras a los indígenas, o para que se exigiera tener propiedades para ser considerado “ciudadano” y poder ejercer derechos políticos. Por otra parte, puesto que estos tres elementos sociales (clase, género, raza) tienden a aparecer simultáneamente en todos los ámbitos y niveles (aun cuando se turnen, en el sentido de que asuma a veces uno de ellos, a veces otro, un papel preponderante) sería imposible que no se establecieran formas de interrelación y articulación entre ellos. Finalmente, este modo de concebirlos nos permite descubrir que debido a que cada uno de los tres está organizado jerárquicamente, ellos nos remiten siempre, de una forma u otra, al ejercicio de un poder. Pero antes de seguir adelante, es preciso contar con definiciones de tres términos básicos: género, raza y poder.

El concepto de raza

El concepto de raza, en primer lugar, parecería ser el más sencillo de presentar. Razas humanas, nos dice la Real Academia de la Lengua, son los “grupos de seres humanos que por el color de su piel y otros caracteres, se distinguen en raza blanca, amarilla, cobriza y negra”2. Sin embargo, los intentos de los científicos por precisar estos caracteres no han conducido nunca a establecer cuáles son los parámetros que permiten clasificar sin lugar a dudas a los individuos en estos u otros grupos raciales. Las diferencias entre personas consideradas por razones genéticas, como miembros de una misma raza, a menudo son más grandes que las que pueden existir entre individuos de razas diferentes. Lo que es mucho más preocupante es el hecho de que los intentos por clasificar y distinguir las razas humanas han estado casi siempre ligados a movimientos o tendencias que intentan probar la supremacía de una raza sobre otra, y por lo tanto a establecer jerarquías entre ellas. Además, un individuo considerado, por ejemplo, “blanco” en un medio, puede ser catalogado como “negro” en otro país o por parte de otros grupos. Por estas razones consideraremos “raza” como un término cultural, no biológico, que permite clasificaciones históricamente determinadas de los individuos de acuerdo a concepciones socioculturales. Como plantea Rodolfo Stavenhagen, la raza es una característica objetiva, como la lengua y la religión, que permite establecer distinciones étnicas, mientras que “la conciencia individual de pertenencia e identificación con el grupo (identidad)”sería un factor subjetivo. Sin embargo, este carácter objetivo no impide que la raza sea “una construcción social y cultural de las diferencias biológicas aparentes… La raza existe solamente en la medida en que las diferencias biológicas adquieren significado en términos de los valores culturales y la acción social de una sociedad”3. Lo objetivo, entonces, se construye en la cultura tanto como lo subjetivo.

Existe una tendencia actualmente a rechazar el uso del término “raza”, a reemplazarlo en todo sus usos por la palabra “etnia”. Efectivamente, el reconocimiento por parte de los grupos discriminados de que su identidad no se sustenta en una esencia inmutable ni en factores biológicos, sino que se construye histórica y culturalmente, es base para importantes avances conceptuales y políticos. Sin embargo, la raza como uno de los factores culturales que pueden intervenir en la diferenciación étnica (en el sentido en que lo plantea Stavenhagen), no puede ser olvidada. Es importante para el análisis del racismo que reconozcamos que en nuestro medio los individuos que presentan características raciales marcadamente diferentes al tipo “mestizo” más generalizado, continúan sufriendo discriminación aún cuando estén aculturados, es decir, aún cuando su vínculo al grupo étnico en el cual quizá vivieron sus progenitores se haya vuelto muy tenue o haya desaparecido. El racismo, por lo tanto, no se basa solamente en el rechazo a las diferencias étnicas tales como los usos y costumbres diferentes a los de la cultura dominante, sino que se sustenta en la identificación de características físicas culturalmente estigmatizadas.

El concepto de género

Emplearé la definición de género que nos brinda Joan W. Scott, para quien significa “un elemento constitutivo de las relaciones sociales que se basa en las diferencias que distinguen a los sexos”4. Como vemos, esta definición no nos permite separar nítidamente sexo (lo biológico) de género (lo cultural), como hacen actualmente algunos autores y autoras, ya que “las relaciones entre los sexos” (y a través de ellas la diferencia sexual misma) son base para el género. Este término, género, nos remite evidentemente a una realidad cultural, en el sentido de que las relaciones de género varían tanto en el tiempo como entre diferentes etnias y culturas, pero en él está ya contenido lo sexual, la realidad anatómica y fisiológica, que será, a su vez, interpretada de maneras distintas según la cultura. Sin caer en la reducción de género a lo cultural y de sexo a lo biológico, entonces, podemos plantear que el concepto de “género” nos permite descubrir que las identidades femeninas y masculinas no se derivan directa y necesariamente de las diferencias anatómicas entre los dos sexos. Qué es y qué implica ser hombre o ser mujer, para la identidad personal y para los comportamientos, roles y funciones sociales, son cuestiones que no se determinan, directa y sencillamente, por lo biológico. Son las formas de actuar y decir, los saberes, los discursos y las prácticas sociales, las que moldean en cada cultura, las distintas concepciones y actitudes hacia lo femenino y lo masculino.

Se pensaba, tradicionalmente, que el sexo, sobre todo el femenino, traía consigo un determinación inevitable. En la sociedad moderna, a partir de la formación del capitalismo, nacer con genitales masculinos abría una cierta gama de posibilidades de actuación social, dentro de las limitaciones o privilegios de clase y etnia. Nacer con la posibilidad de ser madre forzaba (condenaba) a una única forma de ser y de pensar; para la mujer la anatomía es el destino, decía el propio Freud, el mismo pensador que postuló la formación histórica de la psiquis.

La categoría de género nos dota de una herramienta conceptual con la cual explorar las formas de interrelación entre la diferencia sexual anatómica y los condicionamientos culturales que nos hacen pensar y vivir esta diferencia de formas determinadas. Esta categoría, en suma, nos remite a las relaciones sociales entre mujeres y hombres, a las diferencias entre los roles de unas y de otros, y nos permite ver que estas diferencias no son producto de una esencia invariable, de una supuesta “naturaleza” femenina o masculina.

Para Joan Scott, además, el género es “el campo primario dentro del cual o por medio del cual se articula el poder”5. Efectivamente, aprendemos lo que es el poder desde la infancia, observando y aprendiendo a reproducir las relaciones desiguales entre hombres y mujeres que se viven en el seno de la familia. En tercer lugar, género es el conjunto de saberes sociales (creencias, discursos, instituciones y prácticas) sobre las diferencias entre los sexos6.

Al emplear estos términos, Scott aclara que los ha tomado en el sentido que les da Foucault. Saber, entonces, nos remite a “la comprensión sobre relaciones humanas producida por las culturas y las sociedades”; el saber es, por tanto, relativo en vez de absoluto, y es objeto de luchas políticas, al tiempo que se constituye en uno de los medios por los cuales se construyen las relaciones de poder7. Los saberes se producen y se comparten a través de determinados tipos de discursos, desde los científicos hasta los narrativos, tanto los relatos literarios como los de la vida cotidiana, pasando por toda la gama de discursos profesionales, más o menos especializados. Es allí, en lo que la gente dice y escribe, no sólo en los libros que escriben sino en las anécdotas y chistes que cuentan y en los dichos que repiten, donde se juegan las batallas que decidirán lo que consideramos verdad, lo que consideramos legítimo, lo que consideramos valioso e importante. Es allí donde se establecerá quién tiene derecho a tomar determinadas decisiones en la vida social, es decir, quién ostentará cada tipo de poder.

El concepto de poder

Como sabemos, las investigaciones de Foucault sobre el poder lo condujeron a verlo de manera diferente a la que había sido tradicional. Las concepciones del poder vigentes aún en muchos análisis contemporáneos corresponden, o bien a la idea de que lo económico es la base del poder, o bien a la que lo equipara con la represión, siguiendo la línea sicoanalítica freudiana y posteriormente de Reich8. En contraposición a estas explicaciones, Foucault planteó otra hipótesis, según la cual “el poder es guerra, es la continuación de la guerra por otros medios”. Esta definición invierte los términos del famoso dicho de Clausewitz, según el cual “la guerra es la continuación de la política por otros medios”. Aun cuando la concepción de Clausewitz enfatiza lo que hay de similar entre la guerra y la política, todavía considera como lo usual el manejo de los conflictos de intereses por medio de la política, mientras que la guerra es el caso extremo, especial, lo extraordinario. Para Foucault, por el contrario, los conflictos que se producen en la lucha por el poder, las correlaciones de fuerzas y sus cambios, las tendencias y sus refuerzos, las diversas acciones que se emprenden para mantener o alterar el statu quo, en suma, todo lo que compone la “paz civil” en un sistema político, no es sino la continuación de la guerra, que se torna cotidiana y perenne9. Desde esta perspectiva, en nuestra civilización la guerra es el estado normal de las cosas, aunque los combates no siempre sean cruentos. Por esta razón, el poder rara vez conduce a victorias o derrotas monumentales, o definitivas, sino que “se consolida mediante la confrontación a largo plazo entre los adversarios”10.

Por otra parte, para Foucault el poder opera mediante leyes, aparatos e instituciones que ponen en movimiento relaciones de dominación. Pero esta dominación no nos remite al viejo modelo de una subyugación sólida, global, aplastante, que sobre la gran masa del pueblo ejercen una persona o un grupo que centralizan el poder. El gran descubrimiento de Foucault fue que el poder lo ejercemos todos de múltiples formas en nuestras interrelaciones. El poder circula entre todos nosotros, los dominadores y los dominados, que además podemos serlo de diversas maneras e intercambiando estos dos roles según el tipo de relación de que se trate. Una dama burguesa, por ejemplo, puede ejercer una dominación sobre sus sirvientes, a la vez que verse subyugada por su marido, o su amante. Un obrero puede padecer la dominación del jefe, pero ejercerla ante su mujer y sus hijos. Una madre puede repetir con sus hijos la dominación que padeció, y quizá aún padece, a manos de su propia madre.

El poder se ejerce, también, mediante una red de discursos y de prácticas sociales. Según Foucault, en cualquier sociedad múltiples relaciones de poder atraviesan, caracterizan, constituyen el cuerpo social. Estas relaciones de poder no pueden disociarse, ni establecerse, ni funcionar sin una producción, una acumulación, una circulación, un funcionamiento de los discursos11.

El poder racista, por ejemplo, no se ejerce solamente cuando se mata o se explota al otro étnico; está en juego, también, cuando se cuenta un chiste racista, cuando se alega que en Colombia “no existe prejuicio racial”, cuando alguien se burla “cariñosamente” del dialecto de los negros o de los indígenas, cuando se usan eufemismos para no decir “negro”, porque la palabra “nos parece fea”.

Del poder participan hasta los mismos dominados, quienes lo apuntalan y lo comparten, en la medida en que, por ejemplo, repiten los dichos, las ideas que justifican su propia dominación. Esta, entonces, se organiza mediante una estructura de poder cuyas ramificaciones se extienden a todos los niveles de la sociedad. La mejor dominación, la más eficiente, es la que se apoya en miembros del propio grupo subyugado; es por esto que los esclavistas siempre eligen a sus capataces entre los mismos esclavos, así como las familias patriarcales siempre dependen de mujeres (madres, abuelas, tías) para mantener el control sobre las niñas y las jóvenes. Y no sólo ellos, sino también aquellos que están muy lejos de tener el derecho a esgrimir el látigo, hacen circular el poder que los domina, y se invisten en él, convirtiéndose en cómplices de su propia dominación al hacer uso de los discursos y las prácticas que la justifican y perpetúan.

En esta nueva perspectiva sobre las relaciones de poder, las víctimas tradicionales dejan de parecernos tan sufridas e inocentes, pues empezamos a descubrir su participación en apoyo a los victimarios. En la medida en que los dominados ejercen un poder sobre sus pares, o cuando aceptan y promueven sus propios roles en las relaciones de poder, ejercen también una autodominación, pues contribuyen a la consolidación del poder que los subyuga. Por eso, tanto las mujeres que hacen ciencia partiendo de premisas sexistas, como las que escriben clichés para las revistas femeninas, o las que emplean los esquemas misóginos de su profesión en lo que dicen o escriben, o las que murmuran contra sus vecinas, o las que sencillamente repiten el refrán que apuntala las relaciones tradicionales de género; todas ellas, a la vez que contribuyen a su propia subordinación, están usufructuando el mismo poder que las subyuga como mujeres, compartiéndolo fugazmente, en la medida en que aparecen como aliadas de los dominadores.

Tampoco se trata de culpabilizar a los/las dominados/as por razón de género, raza o clase, ni de trasladar la culpa de los victimarios a las víctimas. Se trata, más bien, de comprender que debemos dejar de interpretar la dominación en términos de culpa, a fin de aprender a reconocer la culpa como uno de los mecanismos de dominación. Se trata de trascender las viejas explicaciones en términos moralistas para acceder a una concepción de las relaciones de poder que nos acerque a sus mecanismos ocultos, escondidos, muchas veces, en los resortes más íntimos de los saberes y los discursos cotidianos.

Sin embargo, los dominados no son sólo actores que contribuyen a agenciar su propia dominación; son también, y casi que inevitablemente, luchadores que se resisten de múltiples maneras a la subyugación que padecen. Estas resistencias, en gran parte puestas en juego en el escenario de los saberes y los discursos, no son siempre evidentes, ni aún deliberadas, pero sí alcanzan, mediante un efecto momentáneo o acumulativo, una cierta eficacia. Ellas incluyen, en el caso de las relaciones de género, no sólo acciones o discursos políticos o académicos influídos por ideas feministas, sino también ciertas formas de complicidad entre dominados (por ejemplo, la momentánea o reiterada laxitud de la madre ante algunas formas de rebeldía sexual de su joven hija), y ciertos tipos de discursos cotidianos (tales como relatos, chistes, “chismes”, incluso, en los cuales se minimiza o se hace mofa del poder patriarcal). Las estructuras de poder se reacomodan, es cierto, tratando de asimilar y así de neutralizar cualquier resistencia, pero ese mismo esfuerzo por cooptar o por contrarrestar la oposición implica desplazamientos que tarde o temprano producen grietas en las estructuras existentes, grietas que pueden ir agrandándose.

¿Qué consecuencias trae tal concepción de la política, de los saberes y del poder? En primer lugar, ratifica y refuerza la vieja consigna feminista: “Lo personal es político”, dándole, simultáneamente, un nuevo sentido. Pues no se trata ya sólo de advertir cómo las relaciones afectivas o domésticas están atravesadas por una lucha que también podemos llamar política, sino a la vez de reconocer que en el lenguaje científico y en el cotidiano, en las conversaciones, en los dichos y las costumbres, estamos intercambiando efectos de poder, que a la vez apuntalan y pueden llegar a socavar las estructuras políticas. Para Foucault, entonces, lo discursivo es político, tanto en el ámbito personal como en la esfera pública.

¿Qué es el racismo?

Partiendo de las consideraciones anteriores, puedo ya analizar los conceptos de racismo y de sexismo. Para ello, apelo una vez más a Foucault, quien planteó una nueva definición del racismo moderno. Su argumentación adopta un punto de partida distinto a los de los análisis políticos clásicos, puesto que no se encamina a determinar el origen del derecho del soberano a dominar a sus súbditos, sino que, por el contrario, plantea la pregunta sobre cómo, mediante qué tecnologías, se logra dominar a los sujetos sociales.

Ahora bien, en los siglos XVII y XVIII, nos dice Foucault, aparecen dos nuevas técnicas del poder. La primera, denominada disciplinaria, se encamina a producir cuerpos dóciles mediante la vigilancia, el adiestramiento minucioso12. La segunda, la que aquí más nos interesa, constituye una “biopolítica”, pues se dirige al control de la vida, pero no en el sentido de la vieja soberanía, que daba al gobernante el derecho de decidir sobre la vida o la muerte de los gobernados. En la época moderna, más bien, el poder político otorga el derecho, no sólo de matar o de dejar vivir, sino de “hacer vivir o dejar morir”13. Es decir, en la nueva técnica del poder político, el gobierno comienza a preocuparse y a decidir sobre “procesos de conjunto que son específicos de la vida, como el nacimiento, la muerte, la producción, la enfermedad”14. Aparecen así, a partir del siglo XIX, el control demográfico de la natalidad, de la población, y la higiene pública como control de las enfermedades y las epidemias. Mientras que antes era la Iglesia la que asistía a los pobres, los ancianos, los inválidos y los enfermos, en la era moderna el gobierno crea mecanismos de seguridad social para responder a sus necesidades. Todos estos nuevos desarrollos constituyen lo que Foucault llama la biopolítica, o tecnología del biopoder, que ejerce “un poder continuo, científico: el de hacer vivir”15.

En esta nueva tecnología del poder, sin embargo, aparece un nuevo problema: puesto que su objetivo es la vida, “¿cómo van a ejercerse el derecho de matar y la función homicida, si el poder soberano retrocede cada vez más y el biopoder, disciplinario y regulador, avanza siempre más?” El Estado necesita conservar el derecho de matar, en la guerra, en la pena de muerte (en los países donde ella exista), y no sólo mediante el asesinato directo, sino también en las formas indirectas mediante las cuales, a través de la injusticia social y las distintas formas de dominación, se expone a algunos a la muerte o se multiplica el riesgo de su muerte, “o más simplemente [se les expone a] la muerte política, la expulsión”16. Es aquí donde interviene el racismo. Para dotar al Estado del derecho a matar, hace falta el racismo, que ya existía hace muchos siglos, pero que ahora, en el siglo XIX, “se inserta como mecanismo fundamental del poder tal como se ejerce en los Estados modernos”17.

¿Qué es, entonces, el racismo moderno? Es precisamente el mecanismo mediante el cual, en una sociedad donde el poder se ejerce sobre la vida, se introduce “una ruptura … entre lo que debe vivir y lo que debe morir”. Al calificar a unas razas como buenas y otras como inferiores, se logra fragmentar la sociedad, “producir un desequilibrio entre los grupos que constituyen la población … subdividir la especie en subgrupos que, en rigor, forman las razas”18. En segundo lugar, al clasificar algunas razas como inferiores, se asegura un supuesto “derecho” a dar la muerte, pues se crea la idea de que la eliminación de la mala raza “es lo que hará la vida más sana y más pura”. En conclusión, “desde el momento en que el Estado funciona sobre la base del biopoder, la función homicida del Estado mismo sólo puede ser asegurada por el racismo”19. Sólo mediante la instauración y la activación del racismo puede el Estado moderno ejercer el viejo poder soberano del derecho de muerte. El racismo es, por lo tanto, parte integrante del Estado moderno.

¿Qué es el sexismo?

Si el racismo moderno está relacionado con la justificación del poder de matar, podemos decir que el sexismo es la ideología que permite justificar el derecho de los hombres (quienes, como nos decía Simone de Beauvoir, son los que guerrean, los que quitan la vida), de matar a las mujeres, las que en nuestra sociedad sólo pueden dar la vida, no quitarla. Efectivamente, si entendemos por “matar”, como lo hace Foucault, el hecho de poner al otro en riesgo de muerte mediante la dominación, o de privarlo de sus derechos mediante la exclusión, observamos que las mujeres en nuestra civilización hemos estado hasta hace muy poco, y aún estamos, en peligro de muerte. No sólo tuvo hasta hace muy poco el hombre el derecho de matar a la esposa “infiel”, sino que la violencia contra la mujer continúa siendo tolerada y auspiciada por las mismas autoridades. “Entre marido y mujer, nadie se debe meter”, dicen los mismos policías que tienen el deber de impedir que una mujer muera de una golpiza. Y la mujer que acusa a su violador ante la ley, a menudo se ve sometida a que se le trate como si ella hubiera incitado y propiciado su propia violación.

En una sociedad donde el ser plenamente humano, el que tiene mayores derechos políticos, es quien tiene la capacidad, reconocida jurídicamente, de matar, de participar en la guerra, la mujer sigue siendo una ciudadana de segunda clase. Definiré el sexismo, entonces, como todo el complejo sistema de ideas, discursos y actitudes que hacen más fácil, ideológica y jurídicamente hablando, matar a una mujer que matar a un hombre, negarle sus derechos a ella que a él (cuando ella y él están en igualdad de condiciones de clase y de raza). Reconozco, además, que este sistema se sustenta en un poder político que tiene su base en la guerra.

Algunas formas de articulación entre sexismo y racismo

Como hemos dicho, Foucault sitúa la aparición del racismo moderno en el siglo XIX, reconociendo que otros tipos de racismo ya existían muchos siglos atrás. Evidentemente, sólo el racismo puede explicar sucesos acaecidos mucho antes, en el siglo XVI, hechos como la matanza de Caonao, en Cuba, narrada por el Padre Las Casas, o las “crueldades inauditas” que los españoles les practicaban a los indios en Yucatán, según el relato de Diego de Landa, o todas las otras manifestaciones de la orgía de sangre que condujo, según Alonso de Zorita, a que un funcionario de la Corona dijera “a voces, que cuando faltase agua para regar las heredades de los españoles se habían de regar con sangre de indios”20. He aquí, exacerbado, enloquecido, el poder de la soberanía. Como observa Todorov, “Todo ocurre como si los españoles encontraran un placer intrínseco en la crueldad, en el hecho de ejercer su poder sobre el otro, en la demostración de su capacidad de dar la muerte”21. Todorov ofrece tres motivaciones simultáneas para la crueldad de los españoles: su afán de riquezas, la pulsión de dominio, y la idea de que los indios “están a la mitad del camino entre los hombres y los animales”, idea sin la cual “la destrucción no hubiera podido ocurrir”22.

Adicionalmente, Todorov sugiere que debemos preguntarnos si la locura homicida no es “una característica de las sociedades de dominio masculino”23. Efectivamente, la dominación de los varones sobre las mujeres se constituye en una de las formas privilegiadas mediante las cuales se aprende la agresividad y la crueldad. Y esto no sólo porque en las relaciones familiares entre padre y madre, entre padre hija o entre hermano y hermana, nos encontramos con un laboratorio para la producción de las formas más cruelmente refinadas de sadismo y agresividad. No se trata sólo de que el hijo o el hermano del hombre violento, del abusador sexual o el violador aprenda comportamientos violentos contra la mujer, y mediante éstos un poder que después puede transferir a otras personas. Ni siquiera hemos referido toda la historia cuando reconocemos que las esposas que padecen violencia física en ocasiones la ejercen contra sus propios hijos e hijas, o que las mujeres y hombres que reciben abuso físico en su niñez tienden a convertirse, a su vez, en violentadores de sus propios hijos o de otros menores. Debemos ir más allá para reconocer que la dominación patriarcal produce un lenguaje simbólico de violencia, un tipo de identidad masculina que está basado frecuentemente en la imposición y la fuerza, a la vez que asigna prestigio a los individuos que reducen a otros a la obediencia mediante cualquier medio, incluída la coerción. Es por esta razón que el sexismo es una posición que permite y propicia otras formas de discriminación, como el racismo, aún en personas que no han vivido directamente, en su propia familia, hechos flagrantes de violencia contra la mujer.

De hecho, valdría la pena explorar la idea de que el proceso de construcción de una identidad colectiva fuerte frecuentemente apela a la disminución de un “otro” que debe ser considerado inferior y por lo tanto merecedor de la dominación. Esta conclusión puede derivarse de los análisis realizados por Edith Hall, quien examina cómo la “invención del bárbaro” como figura recurrente en la tragedia griega conduce a la consolidación de la identidad helenística del conjunto de las polis griegas, por vía de un chauvinismo aglutinante24. En estudios posteriores sería interesante explorar cómo ese “otro” cuya supuesta inferioridad sirve de cemento para una identidad nacional o étnica se ha apoyado frecuentemente tanto en el sexismo como el racismo.

La similitud profunda entre las actitudes sexistas y las racistas se evidencia en una coincidencia, señalada por Michel Agier, entre algunas formas históricas de resistencias de los negros y de las mujeres contra su dominación. Estudiando el movimiento negro en Bahía, Brasil, Agier observa que en él se produce una inversión de los valores tradicionales de la sociedad acerca del negro. De esta suerte, si la ideología racista propone el estereotipo del negro de “tendencias dionisiacas”, es decir, interesado sólo en embriagarse, en el baile, en el goce sexual, en el movimiento negro bahiano se acogerá este estereotipo, pero valorándolo como una “característica festiva de la “raza”, creadora de cultura y de ocios comercializables”. De la misma manera se invierte la valoración negativa de la supuesta “rudeza y barbarie del negro”, convirtiéndola en “valores positivos” que son interpretados como “una pureza y una fuerza que emanan de la misma naturaleza”. Ahora bien, Agier encuentra “en este recurso de los negros bahianos al uso invertido de la noción de raza negra, la misma fuerza y los mismos impases que en el uso de la metáfora del paria por las feministas europeas del siglo XIX.”25. En el movimiento feminista de fines del siglo XIX, Eleni Varikas encuentra una valoración invertida del paria, visto románticamente por parte de las feministas, quienes identifican la condición social de la mujer con la de los miembros de esta casta de excluidos y marginados:

Se trata de la idea de la superioridad del paria en relación con los que lo excluyen, una superioridad ligada (…) de una parte, a su marginalidad y a la impermeabilidad que ésta implica a los vicios de la sociedad, y de otra parte, a su proximidad a la naturaleza(…). Así, la superioridad ética atribuida al paria termina en una fuente de dignidad del grupo, condición previa para la constitución de toda identidad colectiva. Ella se convierte en una fuente de valores alternativos que las feministas oponen a los valores del despotismo y la exclusión (Varikas, 1990:43)26.

Efectivamente, Agier reconoce que tanto en el movimiento negro bahiano como en este movimiento feminista europeo de hace un siglo se emplean “homologías formales de inversión y de sobrenaturalización de la identidad”, que “permiten señalar un mismo nivel de resistencia”.

“Homologías de inversión” similares pueden observarse en el movimiento feminista contemporáneo, en una corriente que se ha denominado “feminismo cultural”, y descrita por Alice Echols en su artículo “El nuevo feminismo del yin y el yang”27. De acuerdo con esta tendencia, aquello que para los sexistas es pasividad o debilidad de las mujeres, en realidad es amor a la paz. Lo que se nos reprocha como exceso de sentimentalismo femenino es en verdad, según este feminismo, una mayor capacidad de expresar sentimientos, de dar ternura. La tendencia a ser demasiado subjetivas, según el discurso dominante, aparece reinterpretado como una mayor conciencia de nuestra afectividad. Lo que debe hacerse, según esta corriente de pensamiento, es reivindicar los atributos fmeninos subvalorados por nuestra cultura, pues son esos atributos los que pueden salvar a una civilización en bancarrota. Estas feministas nos dicen que la cultura de la mujer, aunque desarrollada en condiciones de opresión, tiene muchos valo- Matilde Bernal de Greiff, 1927. Archivo Melitón R. res que rescatar. En contra de la cultura dominante, que nos desprecia, el feminismo cultural nos permite autoafirmarnos, ver muchas de nuestras características como positivas. Sin embargo, como bien señala Linda Alcoff, este tipo de feminismo puede tener también consecuencias nocivas, pues sus planteamientos no permiten separar los valores positivos de la cultura femenina de las condiciones de opresión en las cuales se desarrollaron estos valores28. Por el hecho de que nuestras limitaciones sociales nos hayan permitido desarrollar una mayor ternura, o un mayor contacto con nuestros sentimientos, no podemos negar que múltiples condiciones sociales nos han restringido en otros sentidos. Pese a que el feminismo “cultural” busca un cambio generalizado, esta posición puede llegar a reforzar la idea misógina de que existe una esencia femenina, una sola naturaleza de la mujer, y que quienes no correspondan a ella no son “verdaderas” o plenamente mujeres29. Como señala Michel Agier, este procedimiento de inversión de la valoración de los esterotipos racistas o sexistas se limita a reelaborar la sustancia de las actitudes y concepciones sobre un grupo “donde las fronteras y los criterios han sido ya trazados por el sistema de dominación”, sea éste racial o sexual30.

No sólo están fuerte y profundamente articulados el racismo y el sexismo, como vemos, sino que algunas de las formas mismas de resistencia a ellos comparten estrategias, con idénticas bondades y peligros. Dentro de los límites de este trabajo no puedo explorar manifestaciones concretas de esta articulación, analizando a fondo hechos culturales específicos y empíricamente observables, como, por ejemplo, el prototipo de feminidad idealizada, pero asexuada, asociada al estereotipo de belleza blanca, en contraste con el prototipo de feminidad sexualmente activa y deseable, pero socialmente menos valorada, asociado al estereotipo de mujer negra. Sólo quiero señalar que análisis como éste deben partir de la base teórica de un reconocimiento de dicha articulación. Tales formas de análisis deberán emprenderse no como ejercicios académicos abstractos, sino como avenidas para el reconocimiento de una realidad que nos permitirá actuar políticamente para transformarla.


Citas

1 En relación con este punto de partida, es interesante recordar que Balibar y Wallerstein plantean que racismo, sexismo y universalismo permiten establecer formas de exclusión, jerarquías sociales y discursos homogenizantes que desembocan en dominaciones complementarias. (Véase Race, Nation , Classe, de E. Balibar e I. Wallerstein, (París: Editions La Découverte, 1988), citado en “Racismo e identidad étnica”, de Alicia Castellanos Guerrero (en Alteridades, 1991, 1(2): 44-52).

2 Diccionario de la Lengua Española, Décimonovena edición. Madrid: Real Academia Española, 1970, p. 1107.

3 Rodolfo Stavenhagen, “La cuestión étnica: algunos problemas teórico-metodológicos”. Estudios sociológicos. México, 10(28), Enero, 1992: 61.

4 Joan W. Scott, “El género: una categoría útil para el análisis histórico”, en Historia y género: Las mujeres en la Europa moderna y contemporánea, James Amelang and Mary Nash (Comp.), Valencia: Edicions Alfons el Magnanim, 1990, p. 26.

5 Scott, loc. cit.

6 Joan Wallach Scott, Gender and the Politics of History (New York: Columbia University Press, 1988), p. 2.

7 Scott, Gender and the Politics of History, p. 2.

8 M. Foucault, Power/knowledge (New York: Pantheon Books, 1980), pp. 88-91.

9 Foucault, Op. cit., p. 91.

10 Michel Foucault, “Subject and Power”, in Michel Foucault: Beyond Structuralism and Hermeneutics, eds. H.L. Dreyfus and Paul Rabinow. Chicago: University of Chicago Press, 1983, p. 226.

11 Michel Foucault, Genealogía del racismo. Madrid: Ediciones Endymion, 1992, p. 34.

12 Véase la obra de Foucault Vigilar y Castigar. Para una presentación sucinta de las principales tesis de este libro, véase mi libro ¿Por qué somos el segundo sexo?. Cali: Universidad del Valle, 1991.

13 M. Foucault, Genealogía del racismo, p. 249.

14 Ibid., p. 251.

15 Ibid., pp. 255-6.

16 Ibid., p. 266.

17 Ibid., p. 264.

18 Ibid., p. 264.

19 Ibid., p. 265.

20 Tzvetan Todorov, La conquista de América. El problema del otro. México: Siglo XXI, 1992, pp. 150-1, 154.

21 Ibid., p. 155.

22 Ibid., p. 157.

23 Ibid., p. 155.

24 Edith Hall, Inventing the Barbarian. Greek Self- Definition through Tragecy. Oxford: Clarendon Press, 1991.

25 Michel Agier, “Etnopolítica. Racismo, cultura y movimiento negro en Bahia” (sin datos bibliográficos), p. 63.

26 Citado en Agier, ibid.

27 A. Echols, “El nuevo feminismo del yin y el yang”, en Ann Snitow, C. Stansell y S. Thompson (eds.), Powers of Desire,Nueva York: Monthly Review Press, 1983.

28 Véase Linda Alcoff, “Cultural Feminism versus Post-Structuralism: Identity Crisis in Feminist Theory”, en Signs: Journal of Women in Culture and Society, Universidad de Chicago, 1988, 13 (3), 405-436.

29 Para una discusión más a fondo de este tema, véase mi artículo, “¿Existe la mujer? Género, lenguaje y cultura”, en Género e identidad. Ensayos sobre lo femenino y lo masculino, Luz Gabriela Arango, Magdalena León y Mara Viveros (comps.), Bogotá: Ediciones Uniandes/Tercer Mundo Editores, 1995.

30 Michel Agier, ibid., p. 64.


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