Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
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Luis Fernando García M.**
* Conferencia dictada en el encuentro: Potencial de los Universitarios para la investigación. Corporación para Investigaciones Biológicas-Colciencias, Medellín, Octubre 16, 1995.
** Jefe, Laboratorio Central de Investigaciones, Centro de Investigaciones Médicas, Facultad de Medecina, Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia.
A la memoria de Octavio Martínez L.
Este artículo presenta el texto de una conferencia dictada a un grupo de jóvenes universitarios identificados como investigadores promisorios dentro de las actividades de la Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo. Se enfatiza, a partir de experiencias del autor, la importancia de que los jóvenes tengan contacto directo con verdaderos maestros de ciencia y con investigadores activos que les sirvan como modelos de identificación y paradigmas de vida. Igualmente se resalta la importancia de las actividades extracurriculares en la formación de los jóvenes con potencial investigativo, tanto a nivel
Como siempre, las invitaciones de la Doctora Angela Restrepo resultan un reto indeclinable y enriquecedor. Dictar una conferencia sobre lo que un investigador hace a diario es una tarea relativamente fácil para un investigador profesional: los experimentos se han planeado cuidadosamente, se han realizado las veces necesarias para estar seguros de la validez y reproducibilidad de los resultados, éstos se han analizado y discutido en mútiples oportunidades, los hemos mirado en tablas y gráficos y los hemos comparado con los de otros investigadores. Finalmente los hemos puesto en un contexto que nos permita contar una historia coherente que pueda ser compartida con otros colegas investigadores o con estudiantes. Sin embargo, hay otra tarea que el investigador vinculado al medio universitario debe realizar todos los días y que a pesar de hacerla en forma sistemática y conciente, no le es posible mostrarla en tablas y gráficos. Se trata de la formación de nuevos investigadores. Ese diario proceso de compartir con los estudiantes las alegrías y las frustraciones de la ciencia, sirviéndoles de guías en sus primeras aventuras en la creación de conocimiento. Como los parteros, se trata de hacer un acompañamiento, unas veces más activo, otras más pasivo, para que alguien nuevo entre en el mundo de la investigación científica.
Al preparar las ideas que quiero compartir con ustedes, necesariamente tuve que repensar como fué que decidí dedicar mi vida a la actividad científica y simultáneamente, volver sobre lo que ha sido una constante de mi vida académica, la formación de nuevos investigadores. Con respecto al primer punto quiero aprovechar esta ocasión para brindarle un homenaje de inmensa gratitud y admiración a mi primer maestro de ciencias, el hermano lasallista Octavio Martínez L., recientemente fallecido, quien en el Colegio de San José, en el Medellín de los años sesenta, a través de unas inolvidables clases de biología y unas profundas y modernas reflexiones sobre el significado del estudio de la naturaleza, cautivara las energías de un puñado de adolescentes para crear lo que presuntuosamente llamamos el 3C (Club Científico Colombiano). Con el 3C, el curso obligado de biología se prolongó a los recreos, los fines de semana y los períodos de vacaciones, para aprender en ellos los fundamentos del método científico, realizando pequeños experimentos que nosotros creíamos monumentales. Aprendimos a observar y a fascinarnos con la naturaleza colombiana al recorrer el país desde el Caribe hasta el Amazonas y desde el Chocó hasta los Llanos, coleccionando aves, reptiles o insectos que disecábamos, embalsamábamos y clasificábamos con rigor de especialistas y que luego publicábamos con la misma seriedad con la cual hoy publicaríamos un artículo en la más connotada revista internacional. El 3C rápidamente se convirtió en el punto de convergencia de jóvenes de ambos sexos, provenientes de distintos colegios públicos y privados de la ciudad y de diferente extracción económica y social que queríamos compartir nuestro interés por la naturaleza y su estudio. Con el hermano Octavio, logramos comprender y vivir otra de las principales características y gratificaciones de la ciencia contemporánea: el saberse perteneciente a una comunidad científica activa.
Si no fuera porque la vida universitaria me depararía después el encuentro con otros maestros, yo afirmaría que esos años del 3C lograron en mi la formación de un espíritu científico integral y además, a través de esas primeras experiencias científicas, el desarrollo de una actitud ética frente a la vida y el conocimiento. Pero repito, que luego en la vida universitaria tendría la fortuna de encontrar nuevos maestros: en el Departamento de Microbiología y Parasitología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia, Angela Restrepo, Marcos Restrepo y Federico Díaz me permitirían ver cómo se es un científico profesional y me abrirían las puertas de una formación avanzada en el fascinante mundo de la inmunología. La doctora Angela me enseñó además dos cosas que creo absolutamente necesarias en quienes quieran dedicarse a la vida científica: sentirme feliz y orgulloso de ser un científico y a hacer lo posible para que otros más jóvenes vivan lo mismo.
Me he tomado la libertad de compartir con ustedes mis historias de juventud porque quiero resaltar dos aspectos fundamentales en el acercamiento de los jóvenes a la investigación científica: la existencia de maestros y el valor de lo extracurricular y sobre estos dos aspectos quiero detenerme, dejando de lado otros de gran importancia como el acceso a formas de divulgación de la ciencia mediante publicaciones, museos, y algunos más, o los aspectos relacionados con el desarrollo de la creatividad, el pensamiento lógico-matemático o las teórias sobre la enseñanza de las ciencias.
Hace unas semanas leía en una revista de amplia difusión nacional un artículo en el cual se analizaban los datos de una encuesta que supuestamente demostraba que la juventud colombiana de hoy no tiene ningún interés en el país y que aquellos jóvenes que quieren sobresalir lo hacen sólo por motivaciones personales de índole individualista. Quienes estamos en permanente contacto con los jóvenes universitarios no podemos, en absoluto, compartir esta afirmación. Una cosa es creer en la dirigencia actual y otra muy distinta creer en el país y querer hacer cosas para que éste sea cada día mejor. En cada nuevo grupo de estudiantes con que nos enfrentamos y, más aún, en cada nuevo estudiante que llega al laboratorio buscando un espacio para desarrollar sus inquietudes, encontramos argumentos para refutar esos análisis fatalistas. Sabemos que hay problemas, que por momentos, todos, no sólo los jóvenes, nos desconcertamos y el pesimismo parece invadirnos; pero reuniones como ésta indudablemente nos permiten asegurarle al país que si hay una juventud comprometida y capaz de hacer lo que nosotros, los que hoy los juzgamos negativamente, no hemos sido capaces de hacer.
Estoy seguro que los jóvenes de hoy, como los de ayer, buscan modelos de identificación, buscan paradigmas de vida materializados en hombres y mujeres mayores. Desean imágenes para emular y, porque no decirlo, para confrontar. Requieren de maestros en el sentido socrático del término. Alguien que no les imponga verdades sino que les ayude a encontrar las propias, cuya autoridad nazca de la sabiduría y no de la posición que detenta. Y es aquí donde radica una de las estrategias fundamentales para la motivación de los jóvenes hacia la vida científica. Es necesario permitirles que se acerquen y conozcan a quienes han hecho de la investigación una profesión, mejor, una forma de vida. Los jóvenes deben darse cuenta que los científicos, a pesar de las frustraciones cotidianas, conforman uno de los grupos humanos más felices en su quehacer. Los jóvenes deben comprender que para hacer ciencia no hay que ser genio. Que el éxito en la investigación es el producto de una gran dedicación, un poco de azar y muchísimo menos de genialidad. Alguien lo materializaba así: 95% de sudor, 4% de buena suerte y 1% de genialidad. Es necesario que los jóvenes se den cuenta que el investigador puede alcanzar un nivel de vida digno para sí y su familia y que las compensaciones que la labor científica le deparará son de más valor que los mejores salarios. Este último punto es de capital importancia pues si bien en los últimos años se han dado avances significativos en el país, todavía social y económicamente, la actividad investigativa no es competitiva frente al ejercicio de la mayoría de las profesiones. El joven investigador tiene que ser conciente de esto y debe tener argumentos para enfrentar las opiniones frecuentes que de parte de su familia, sus compañeros de estudio o sus amigos pudieran hacerse respecto a su decisión y su futuro profesional.
Si reconocemos entonces la importancia del maestro, el problema es cómo promover su existencia y su contacto con los jóvenes. Yo diría que en primer lugar, es necesario mejorar sustancialmente la calidad del docente en las áreas específicas de las ciencias, tanto a nivel de secundaria como de universidad. Hay que tener docentes que posean un sólido conocimiento de su disciplina, que la disfruten y que sean capaces de mostrar el saber científico como un proceso constante y dinámico y no como una colección de verdades estáticas, incuestionables y aisladas de los procesos que las generaron. Es necesario que el maestro demuestre a sus estudiantes que la ciencia está abierta a aquellos que quieran construirla, que siempre existirá un espacio para el conocimiento y que ellos, sus estudiantes, pueden contribuir a llenar y abrir nuevos espacios. La enseñanza de las ciencias debe ser la de la formación en la capacidad de ejercer la observación y la crítica racionales y no la acumulación de una información erudita pero ajena e intocable.
La enseñanza de las ciencias se hace necesariamente en los cursos regulares dentro de un curriculum; sin embargo, estoy convencido que para aquellos que serán investigadores las actividades curriculares son insuficientes. Por más que se flexibilicen los curricula, la formación profesional requiere de un mínimo de información y adquisición de destrezas incompatibles con la dedicación en profundidad que caracteriza la investigación. Por esta razón creo que el verdadero maestro en las enseñanzas de las ciencias es un incitador a las actividades extracurriculares. Debe promoverlas y estar preparado para encauzar la creatividad que estas actividades pueden despertar en sus estudiantes. El maestro de ciencias debe demostrarle a sus estudiantes que la investigación puede hacer parte del menú de las actividades lúdicas extracurriculares; si esto se logra tendremos en el futuro a un investigador para quién su trabajo es tan placentero como cualquier otra actividad recreativa. Alguien decía que una de las ventajas de los investigadores es que hacemos lo que nos gusta, y además nos pagan por hacerlo.
A nivel de secundaria las actividades extracurriculares pueden ejercerse por medio de clubes científicos que promuevan el contacto y estudio de la naturaleza, la conservación del medio ambiente, la presentación de películas o videos sobre procesos de investigación, la visita a museos de ciencias, a institutos de investigación universitarios o de otra índole, a industrias que posean laboratorios de investigación y desarrollo donde puedan observar como trabajan los investigadores profesionales y mediante ejercicios de investigación simples pero de gran lógica. Una experienca tremendamente formadora y gratificadora para un joven con aspiraciones de científico es darse cuenta de que él, o ella, es capaz de reproducir lo que para un gran científico fue un avance notable, no importa que eso haya ocurrido hace bastante tiempo. Este proceso además le permite al joven investigador vivir por sí mismo la lógica del diseño experimental subyacente a estos descubrimientos y adquirir un sentido de la historia real de las ciencias.
A nivel universitario es necesario romper con la tendencia de aislar a los investigadores de más prestigio de los estudiantes de pregrado con el argumento de que la docencia a este nivel es un distractor para sus actividades investigativas. No estoy proponiendo que el gran peso de los cursos de pregrado esté sobre sus hombros, pero sí que haya una participación racional en éstos, especialmente en los temas relacionados con su área de investigación, y además que existan foros, seminarios o conferencias en los cuales los investigadores puedan mostrar a sus colegas profesores y a los estudiantes de pre y posgrado, los avances de sus proyectos de investigación y discutir con ellos sus logros y dificultades dentro de un ambiente de crítica abierta y constructiva. Es frecuente encontrar investigadores de renombre que tienen, por la participación en congresos o invitaciones de colegas residentes en otros lugares, más posibilidades de presentar sus trabajos en sitios diferentes a la institución en la cual trabajan y enseñan. Es necesario que las instituciones educativas creen las condiciones para que que los laboratorios y grupos de investigación estén abiertos a los estudiantes y se les brinde la posibilidad de trabajar en los proyectos que allí se realizan, con tareas acordes con su nivel de formación y con el grado de motivación que demuestren. Hay que tener cuidado de balancear la exposición del joven interesado en la investigación a la lectura y al trabajo práctico en el laboratorio o en el campo; pues si bien ellos deben adquirir las bases teóricas del problema al cual se los enfrenta, el trabajo de recolección de datos en el laboratorio o en el campo les permite comprobar por si mismos que poseen las habilidades necesarias para generar su propia información. Adicionalmente, para alguien sin experiencia, el exceso de lectura sin una guía clara puede llevarlo a una «intoxicación » tal que no logre diferenciar lo que realmente es importante en su proyecto, con el riesgo de frustrarlo.
Finalmente, quiero llamar la atención sobre el impacto que pueden tener el éxito o el fracaso tempranos en la formación de un investigador y quiero poner el ejemplo de los concursos de investigación, cada vez más frecuentes en el país. Hay que tener claro que alguien que apenas comienza su vida intelectual es muy susceptible a la frustración o a la supervaloración y en ciencia hay que tener una gran capacidad de frustración y un gran sentido de ubicación. Si bien la ciencia moderna tiene un alto componente de competitividad, en ella no caben los perdedores. El conocimiento científico es cada vez más el producto de una actividad social en la cual participan muchos individuos aportando cada uno su «granito de arena». La imagen del científico que resuelve sólo todos los interrogantes y problemas o aún del grupo de investigación autosuficiente en todos sus proyectos es algo que sólo existe en los libros de ciencia ficción o en la mente y la pluma de algunos periodistas que miran la investigación con el mismo sensacionalismo que una competencia deportiva. Es necesario enfatizarle a los jóvenes investigadores que en ciencia no puede haber perdedores y el problema con los concursos es que sólo hay un ganador, los demás son perdedores. Ese mensaje que es fácilmente comprensible para un novel investigador, es bastante difícil de digerir. Por el contrario, el o los ganadores pueden sufrir un proceso de autohipervaloración tal que les impida luego aceptar con humildad los absolutamente seguros golpes que la realidad de la investigación nos propina a diario, o peor aún, que su éxito transitorio y temprano les haga verse a sí mismos como superiores y les impida aceptar que otros, por supuesto los perdedores, tengan algo que aportarles. Con seguridad, estas actitudes les generarán frustraciones futuras de mayor magnitud, incluso, que las de aquellos que no ganaron los concursos. Considero que es mucho más importante para un joven investigador que su contribución, así sea modesta, sea reconocida por su mentor incluyendo su nombre en la lista de autores de un artículo. Estoy seguro que ningún investigador científico podrá olvidar la sensación espiritual, intelectual y porque no, física, experimentada la primera vez que vió su nombre en letras de molde en una publicación científica. Me atrevería a decir que esta sensación es tan inolvidable como la primera experiencia amorosa.
Para quienes que tienen la fortuna de haber sido seleccionados como jóvenes promisorios para la ciencia de este país termino diciéndoles que si perseveran y trabajan duro, todos los que hoy tenemos un compromiso con el desarrollo científico del país estaremos dispuestos a acompañarlos en ese maravilloso proceso de convertirse en hombres y mujeres de ciencia; pero también debo ponerles de presente que ustedes no son superiores a los compañeros que no fueron seleccionados o que no tuvieron la oportunidad de participar en este programa. Entre ellos también hay jóvenes de gran potencial científico pero principalmente seres humanos que pueden aportarnos muchísimas cosas bellas e importantes.
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Carlos Eduardo Valderrama H.*
* Sociólogo, candidato a magister en Sociología de la Cultura en la Universidad Nacional. Subdirector de proyectos del DIUC.
Después de hacer una introducción de carácter teórico sobre el concepto de identidades colectivas, el autor describe los principales aspectos que intervienen en la dinámica de la vida cotidiana y en la tensión estructuración-desestructuración de las identidades en ocho obras de la literatura de la violencia en Colombia. Estos factores intervinientes son: la tensión legitimidad-ilegimidad de las instituciones políticas, el ejercicio violento del poder y la «exterioridad» como fuente de ordenamiento del mundo cotidiano y extracotidiano.
Este artículo se desprende de la investigación «Aproximación a la construcción de las idendidades culturales en Colombia. Los valores de la vida cotidiana. Una visión a través de la literatura de la violencia»1, en la cual se estudiaron ocho obras literarias que la crítica ha considerado como pertenecientes a la literatura de la novela de la violencia en Colombia2. A pesar del marcado uso de estereotipos por parte de la mayoría de los autores, las obras logran de alguna manera ilustrar lo que pudiéramos llamar la convergencia de los distintos órdenes institucionales y normativos en el espacio de la vida cotidiana representada en ellas, la tensión que en este mismo espacio de interacción se presenta entre lo instituido e instituyente y la incidencia que estos dos aspectos tienen sobre ciertas dinámicas de adscripciones, sentidos de pertenencia e identificaciones simbólicas como rasgos constitutivos de identidad. En el presente texto, queremos mostrar los tres principales factores encontrados en el conjunto de las obras que intervienen en la vida cotidiana y en la estructuración-desestructuración de identidades colectivas representadas en las novelas.
Algunas breves consideraciones de carácter teórico nos permitirán comprender de manera más adecuada aquellos puntos que queremos resaltar de nuestro corpus literario a este respecto. Empezaremos señalando ciertas ideas concernientes a la relación entre el orden institucional y la normatividad con la vida cotidiana, para posteriormente conectar esta última con las identidades culturales.
Berger y Luckmann (1991), afirman que todo comportamiento institucionalizado involucra los roles en el sentido en que éstos representan el orden institucional. Dicha representación tiene lugar en dos direcciones. La primera tiene que ver con el desempeño del rol que representa el rol mismo, es decir, con la actualización del plano del «modelo de comportamiento»; la segunda, está relacionada con la representación de todo el nexo institucional de comportamiento, es decir, la de todo el conjunto de conexiones entre los roles que conforman una determinada institución3. Pero lo característico de los roles es que existen normas para su desempeño, las cuales son accesibles para todos los miembros de la sociedad, o al menos para aquellos individuos que potencialmente los desempeñan. El rol es el mecanismo mediante el cual los individuos se integran a una institución, participan de la sociedad y, a su vez, el medio por el cual se controla la interacción, pues ellas, las instituciones, controlan el comportamiento estableciendo pautas definidas que lo canalizan en una dirección determinada.
De ello resulta que cada institución posee un cuerpo de normas que constituirían el orden normativo4. Orden normativo que en un primer nivel es propio de esa institución, pero que en su relación con otros conforman un segundo nivel que sería propio de una esfera de la sociedad en su conjunto5.
En este sentido, la vida cotidiana, la realidad inmediata, a su vez, está estructurada. Existen ordenamientos que juegan el papel de «realidad» orientadora y corresponden a lo «presupuesto»: el ordenamiento espacial desde del entorno vital y corporal del sujeto, el ordenamiento temporal a partir de la experiencia propia de sucesión, y el ordenamiento social que parte de la certidumbre acerca de la existencia del «otro» y de su diferencia. Estos ordenamientos se presentan -por otro lado- de manera gradual entre la inmediatez y la mediatez de los actos y de las situaciones que caracterizan la vida cotidiana. Son los que dan sentido a la conducta de los individuos que los adquieren por medio de la socialización.
Pero los individuos en la vida cotidiana no sólo desempeñan varios roles, con lo cual se encuentran cobijados por varios órdenes normativos de acuerdo a las instituciones en las que se encuentran inscritos, sino que, y esto es muy importante, no todas sus acciones son institucionalizadas. De hecho, muchas de ellas son de carácter «instituyente». En efecto, en la relación «cara a cara» siempre hay lugar para la casualidad, para el imprevisto, para la acción trangresora, para la creatividad. El individuo no es sólo un vehículo de ordenamientos y estructuras socializadas. El sujeto es, en su singularidad, contingente. Es un «actor» que en la interacción se especializa en producir impresiones, en guardar apariencias, asumir papeles o roles, definir situaciones y provocar actitudes en «otros». Ejerce un control sobre un conjunto de signos socializados o «imaginarios» como el vestido, la sexualidad, el género, la edad, las pautas del lenguaje, los gestos corporales6. Así, el individuo es “dueño” de un punto de vista que se traduce en un sentido pragmático y la vida cotidiana es por tanto el mundo de la práctica y de la acción.
Esto implica al menos dos cosas. Por una parte, la significación de lo cotidiano obedece a un complejo de normas y valores que en términos de J. Lotman son el código cultural que relaciona el plano de la expresión con el plano del contenido. Este código cultural, que empíricamente se presenta como una serie de sistemas -de valores y normas- , hace que los acontecimientos u objetos de la vida cotidiana adquieran significación, posean un «valor» o «existan», o por el contrario, no signifiquen nada para la conciencia del individuo o no entren a formar parte de la «cultura» del colectivo7. La vida cotidiana “…se presenta como una realidad interpretada por los hombres y que para ellos tiene el significado subjetivo de un mundo coherente”8.
En segundo lugar, el «orden» cotidiano, la habituación, la repetición, el sistema de expectativas y sanciones sólo es posible entenderlo, encontrale significación, en la medida en que irrumpe lo no cotidiano, el acontecimiento, lo no institucionalizado pero que potencialmente es instituyente; para el caso del corpus literario analizado, el principal hecho extracotidiano es la violencia política. La conciencia de la cotidianidad adquiere configuración si el devenir se enfrenta a situaciones no previstas. La importancia de las reglas que definen la rutina, que instituyen la «normalidad», aparece de modo más evidente cuando ellas son violadas y las interacciones se ven amenazadas9.
Llegado a este punto, es necesario detenernos de igual manera sobre la problemática de la identidad. Remo Bodei (1993), afirma que frente al soporte sustancial de la identidad, único y de alguna manera ya dado, elaborado a partir del punto de vista en el cual el alma es una sustancia simple e inmortal que liga a todo sujeto terrenal a la vida eterna, una de las posiciones teóricas ha sido la de reformular sobre otras bases el principio de la identidad personal10. Esta posición se remonta, según el autor citado, a los puntos de vista de Locke y Hume hasta llegar hoy día a los planteamientos de Erving Goffman y Daniel Denett en los cuales se destaca una perspectiva eminentemente relacional. En ella, la identidad procede paradójicamente de las desidentificaciones y contrastes, de la toma de distancia y la no conciencia, de la interacción en el campo de las relaciones “cara a cara” en el que los episodios de la vida cotidiana expresan procesos de identificación o alejamiento con respecto del papel que se desempeña.
A tono con esta perspectiva, tenemos que partir por replantear la pregunta por la identidad, dessubstancializándola y desontoligizándola de tal manera que la pregunta ya no sería por el ser o el modo de ser esencial de un sujeto, individual o colectivo, sino por el sentido construído de lo que significa identificarse con algo o con alguien. Quijada (1994), afirma que una «…etnia, una nación o una cultura no ‘son’, sino que se ‘hacen’; se trata por ende de fenómenos históricos, en los que interactúan dos procesos interrelacionados, aunque no necesariamente coincidentes: uno de autoidentificación, y otro de identificación por los demás»11.
De todo ello se desprende una primera consecuencia: las identidades son necesariamente de carácter colectivo, así en determinado momento se expresen de manera individual y adquieran su propia particularidad en la interioridad del sujeto particular. De aquí en adelante, entonces, nos referiremos a la identidad como identidades colectivas.
Las identidades colectivas como construcción de sentido, tienen de hecho varias dimensiones espacio temporales, son abiertas y no son homogéneas. Veamos un poco más detenidamente estos tres rasgos. En su construcción confluyen procesos de larga, mediana y corta duración, para usar los términos de Fernad Braudel. Mitos fundacionales, ritos, prácticas rutinarias y usos se van sedimentando, reviven cosmogonías, cosmovisiones y explicaciones del mundo que moldean el lugar que se cree ocupar en éste, resignifican las acciones del pasado y estructuran el campo semántico para las del presente y el futuro. Todo ello en consonancia con los referentes espaciales que orientan adscripciones y le otorgan sentido y sentimientos de pertenecia (local, regional y nacional) a los sujetos tanto individuales como colectivos. La construcción del «nosotros» -en su expresión colectiva- y del «sí mismo» -en su expresión individual-, oscila entre lo sedimentado de la larga duración y los procesos renovadores y/o reafirmantes de la corta duración, entre el Estadonación- territorio y lo puramente local (la ciudad, el barrio, la vereda) dependiendo de la contingencia de la interacción, los procesos de autoidentificación y de identificación por el(los) otro(s). Existe una adscripción abstracta a un territorio que se hace a través del mapa como su símbolo y de una historia (societaria) llena de mitos fundacionales; pero también, existe una adscripción al territorio concreto a través de la interacción con el espacio inmediato de vivencia cotidiana y de una historia personal (o comunitaria) de ella.
Se presenta una correferencialidad con otro(s) lejano(s) en el tiempo y en el espacio o con otro(s) aquí y ahora, «face to face». Generalmente los estudiosos de las identidades colectivas advierten que las primeras, esto es, las identidades nacionales, son decididamente impuestas por las clases dominantes económica, política e intelectualmente. A ello podríamos agregar, que las segundas, configuradas en un espacio de interacción de carácter más inmediato, son en buena parte producto de procesos de resignificación de las inmposiciones, de construcción de sentidos propios y por tanto son espacios de resistencia frente a las distintos modos de dominación.
En cuanto a su carácter abierto, en buena parte está dado por esta misma oscilación espacio-temporal, pero ante todo por la convergencia y «convivencia» de diferentes jerarquías de valor según órdenes institucionales de adscripción y contingencias de interacción que hacen que adscripciones, sentimientos, límites, sentidos, no sean esquemas rígidos, jerarquizados y unidireccionales. Nuevamente estamos aquí bajo la presencia de esa tensión señalada anteriormente entre lo instituído y lo instituyente, entre la imposición y la resistencia.
Finalmente, y en conexión con los dos rasgos anteriores, la no homogeneidad de las identidades colectivas es parte constitutiva de ellas. Las creencias, los valores, los usos, las normas, las pautas de conducta, los sentidos y las sensaciones no son de ninguna manera asumidos y sentidos de la misma forma por los distintos miembros de una comunidad o por los diferentes grupos de un colectivo cuantitativamente más amplio. Los «…procesos conformadores de identidad están hechos de las negociaciones, de las expectativas, del planteamiento de ciertas interrogantes, de la evaluación crítica de los recursos culturales propios y ajenos, de la concepción de un futuro posible compartido (…) Con otras palabras, las identidades colectivas no son internamente homogéneas, y por lo tanto no existen actos de identidad e interpretaciones de esos actos plenamente compartidas, cavalmente congruentes»12. Mas bien el sentido de homogenidad, unidad y consenso se origina, como lo afirma el autor citado, por el uso instrumental dado a las identidades colectivas. Es decir, por las imposiciones de narrativas, imágenes, símbolos, sentimientos y estructuras de sentido que las élites y el centralismo pretenden realizar en nombre de la totalidad.
Para adentrarnos ahora sí a nuestro conjunto de obras estudiadas, podemos decir que son varias las formas de caracterizar los colectivos y de mostrar las adscripciones, sentimientos y cosmovisiones de los sujetos desde el universo de sentido particular a cada una de las obras. Así, en algunas de las novelas sobresale una familia o un personaje que claramente actúa como símbolo, representante o prototipo con los cuales se enuncia el universo de sentido; en otras, además de lo anterior, el autor introduce su propia voz para promover determinadas tesis y, finalmente, las más elaboradas, van entretegiendo, a través de la configuración de los personajes y de la interrelación de éstos, el sentido general del texto. Sin embargo, no nos interesa adentrarnos en este tipo de análisis, pues lo que queremos resaltar, como lo dijimos al comienzo de este artículo, son los distintos factores que en los universos de sentido del corpus literario intervienen tanto en la vida cotidiana representada en las obras como en los procesos de desestructuración-estructuración de identidades colectivas que allí se pueden detectar.
Recogiendo algunos de los resultados de la investigación de la cual surge este escrito, podemos decir, en términos generales, que son tres grandes factores los que intervienen en la vida cotidiana y están en la base de los procesos relativos a la identidad cultural. El primero de ellos, sin que nuestro orden implique grado de importancia, es la deslegitimación de las instituciones, mostrada por los autores en estrecha relación con un proceso o un estado de desidentificación con ellas y, en el extremo, con el Estado-Nación en general.
Las prácticas parainstitucionales de los agentes del Estado, es decir, cuando éstos desvirtúan y subvierten los valores propios del estado de derecho e institucionalizan en y con su práctica otros de carácter individual, aparecen como factores desestabilizantes del sentido de pertenencia e identificación con las instituciones políticas. El Estado aparece como algo que no busca el interés común y el bienestar de todos, pues la legalidad que él mismo ha instaurado y sobre la cual supuestamente se sustenta es transgredida permanentemente de tal manera que la norma es impredecible y obedece a los intereses, caprichos y pasiones individuales. El alcalde de «La mala hora». los policías en «Cóndores no entierran todos los días», el notario de «El cristo de espaldas», entre otros personajes, buscan, apoyándose en el rol que desempeñan, la adquisición de un mejor estatus social y el poder político y económico.
Así, la impredecibilidad de la norma, el azar extremo de las pautas de interacción social como producto de estos «caprichos» e intereses de carácter puramente individual de los representantes de las instituciones, hacen que la sociedad civil adopte una posición escéptica y distante frente a las instituciones, al mismo tiempo que experimente un estado de inseguridad en diferentes niveles: en el económico (por las expropiaciones, el robo, el incendio de sus pertenencias, la pérdida de su trabajo, etc.), en el familiar y afectivo (por la desaparición de los integrantes de la familia), en el moral (por la pérdida de los valores, especialmente cristianos) y, en general, una inseguridad por la desconfiguración del universo de sentido que le permite explicar el mundo y establecer el lugar que como sujeto(s), ocupa(n) en él. Esta subversión del universo de sentido se ve reforzada, como lo dejan entrever algunas de las obras estudiadas («Un campesino sin regreso» y «Viento seco», p. e.), por los procesos migratorios a los cuales se ven obligadas las víctimas de la violencia. Para el caso de los campesinos, su estrecha relación con la tierra y la naturaleza entra en tensión con lo desconocido y amenazador que representa la ciudad.
Frente a este estado general de deslegitimación y pérdida del sentido de pertenencia e identificación con las instituciones, las novelas muestran a muchos de los sujetos, individuales o colectivos, experimentando sentimientos de desamparo, de abandono, de desesperanza; «La calle 10», «Viento seco», algunos de los personajes de «La mala hora», entre otros, son claro ejemplo de ello. Una consecuencia -si podemos hablar en estos términos- de esta situación, es la aparición de una conciencia sobre la pérdida de la adscripción al colectivo de carácter nacional y, desde luego, la aparición de un sentimiento de desarraigo a este nivel. A manera de ilustración, trancribimos la voz del narrador de «Viento seco», el cual, en uno de sus apartes nos dice: «Su mente le hacía considerarse en este instante de infortunio un apátrida, puesto que la patria era la comunidad de ideas, el pedazo de tierra en donde se afinca el hogar y la seguridad que proporciona el respeto de las leyes y de las autoridades».
Un segundo factor encontrado en el corpus novelístico, que está en estrecha relación con las identidades colectivas, es la presencia de la «exterioridad». Es significativo que de manera más o menos sistemática las narraciones ubiquen en el «exterior» la fuente de los ordenamientos de carácter normativo tanto político como religioso, así como los factores causales o determinantes de la violencia y la perturbación de la vida cotidiana. La exterioridad es caracterizada como promotora de violencia, como agente de control que constriñe la libertad y como algo que por sí mismo es «malo». Buena parte de las acciones de los personajes que representan las instituciones están orientadas por un orden «superior», central y lejano que no se halla localizado en la zona inmediata de la interacción social. Buena parte también de los hechos de violencia ocurridos son causados por factores exteriores, los cuales perturban un estado alcanzado de paz, de comunidad de intereses, de tranquilidad, trastocándolo por uno negativo lleno de violencia, zozobra, odio, etc. En «La mala hora», por ejemplo, tanto el alcalde como el cura del pueblo reciben de unos OTROS exteriores y ajenos al pueblo una serie de órdenes que ellos se encargan de hacer cumplir, por la fuerza o a través de la sanción moral, a todos los habitantes de la población. Al primero se le encarga de ejercer la represión política contra determinados personajes, ya se trate por medio de un allanamiento, o ya por medio del asesinato y confiscación de los bienes de algún opositor político. El cura, por su parte, recibe todos los meses la calificación moral de las películas en proyección de tal manera que a golpe de campana advierte a la población si es lícito o no asistir a la función, estando él mismo atento en la vigilancia de la puerta de entrada para saber quien asiste y reprobarlo posteriormente. En «Cóndores no entierran todos los días» la problemática local es producto directo de la problemática nacional. Las motivaciones del conflicto aparecen como externas a la región y a sus habitantes; los tuleños nada tuvieron que ver con la muerte de Gaitán y fueron los «doctores de Cali» los que instruyeron a León María Lozano y le entregaron el dinero y las armas para que conformara su ejército de asesinos; los muertos que aparecieron entre el nueve de abril y el momento de la conformación del grupo armado no fueron reconocidos como habitantes de Tulúa sino como oriundos de otros lugares pero que venían a dejarlos en sus calles. En fin, la violencia poco a poco se fue a-cercando a Tulúa hasta que finalmente «invadió» sus propias calles y gentes.
En términos generales y salvo algunas excepciones, la Iglesia y el Estado en sus representaciones locales, aparecen como unos apéndices de poderes y organizaciones externos y centralizados, a veces con muy poco margen de autonomía, y como instrumentos de obediencia ciega que en la mayoría de los casos están en contravía de las particularidades locales, de el hacer, sentir y pensar de los sujetos de la narración, de sus formas organizativas y, en fin, de sus identidades culturales.
El tratamiento dado a la «exterioridad» en el conjunto de las obras crea una situación aparentemente paradójica. Por una parte ayuda a crear, a definir el contorno de un NOSOTROS, es decir, refuerza lazos de solidaridad, permite identificar a los iguales, define sentimientos de adscripción y sentidos de pertenencia; los habitantes de la vereda en «Viento seco» y en «Un campesino sin regreso», los moradores de Tulúa en «Cóndores no entierran todos los días», los que viven en los alrededores de la calle diez en «La calle 10», etc., se reconocen como iguales, se identifican como pertenecientes a una misma comunidad de intereses y como portadores de unos valores similares frente a la vida, a su semejante, al mundo que los rodea en su cotidianidad gracias, entre otros factores, a que tienen a un OTRO «frente» o «alrededor de» -pero en todo caso»fuera de»- ellos. Pero, a su vez, este OTRO externo, es un agente destructor que fragmenta y disocia los colectivos y con ello las identidades; la familia, el grupo, la comunidad, desaparecen físicamente por la acción violenta de la exterioridad o, en el «menor» de los casos, el miedo, la incomunicación, la disolución del sentido de pertenencia y construcción colectiva de futuro hacen que pierdan su identidad cultural.
Un tercer y último factor, asociado a los dos anteriores, es el ejercicio violento del poder. Al igual que los dos primeros, aparece como un determinante de la desestructuración de las identidades colectivas. Uno de los primeros niveles de identificación y uno de los espacios más dinámicos de los procesos de identidad es la familia y, justamente algunos de los autores se esfuerzan por dejar bien en claro que es ella la principal afectada por el ejercicio violento del poder. «El día señalado», «Un campesino sin regreso» y «Viento seco» coinciden, en términos generales, en presentarnos de manera un tanto esquemática, dos tipos de familia: una anterior y otra posterior a la llegada de agentes externos que ejercen la violencia tanto física como simbólica. La primera es una familia fundamentada en los valores tradicionales del cristianismo, es decir, en el amor, el diálogo, la caridad, la fe, la paz interior de sus integrantes, la religiosidad y el respeto indiscutido a la autoridad paterna. El trabajo y el progreso no dejan también de ser símbolos de este estado idealizado de familia, la cual, en armonía con la naturaleza, va logrando cada vez fines más altos de espiritualidad y sana convivencia.
El otro tipo de familia, es aquella que ha sido destruida por la violencia ejercida por los matones, los políticos que vienen de la ciudad y por el afán de lucro de los gamonales. En «Un campesino sin regreso», la fraternidad, la seguridad y la confianza existente entre las familias de la colonia desaparecen con la introducción de la política en la vida aldeana y con la aparición de extraños asesinatos y la sed de riqueza de uno de los campesinos. A cambio, el egoísmo, la desconfianza y la intolerancia se instalan como los nuevos valores -disvalores- que conducen a la zozobra y al conflicto. La familia protagonista pierde algunos de sus integrantes, es obligada a vender su parcela y a huir subrepticiamente en la noche dejando abandonadas todas sus pertenencias. «Viento seco» es mucho más elocuente y descarnada en cuanto a la familia como víctima de la violencia. El protagonista pierde a sus padres, sus peones y sus bienes primero; después, durante el éxodo, muere su pequeña hija que había sido violada y, por último, asesinan a su esposa en el refugio de la ciudad. A diferencia de la anterior, el autor aquí ilustra el cambio de valores sufrido por el personaje, el cual, después de un penoso conflicto en el que se «..debatía ante el dilema de seguir con su conciencia y con su tradición o enfrentarse abiertamente a quienes querían aplastarlo. Y luchaba por romper la indecisión y continuar por el camino que le trazaban treinta años de vida honesta o desviarse por la senda de la injusticia», termina abandonando todos sus valores anteriores y optando por el camino del odio y la venganza.
Como vemos, con la amenaza que sobre la familia se cierne con cada acto de violencia, con las rupturas generadas por la pérdida de sus integrantes, con la destrucción y enajenación de su espacio vital, con la trashumancia a que se ve sometida, los valores que la sustentan y que configuran el universo moral de sus integrantes comienzan a ser cuestionados o a ser subsumidos por otras jerarquías de valor. Por otro lado, y de manera concomitante con el cambio en la constelación de valores, la desestructuración de la familia y de la comunidad que la rodea de manera inmediata conlleva a la identificación de OTROS que se encuentran en la misma circunstancia y a la adscripción a las comunidades que se forman en torno de nuevos valores y nuevos sentimientos. En algunas de las obras es bien claro que la desaparición de uno o varios integrantes de la familia, la pérdida de los bienes, el éxodo, etc., generaron la conformación de comunidades que se nuclearon y establecieron lazos de solidaridad en torno del «dolor», la «desesperanza», el «odio», la «venganza»: los refugiados se prestan ayuda mútua, se consuelan entre sí, trazan planes conjuntos, se conforman guerrillas.
Ahora bien, esta tensión entre desestructuración y estructuración de identidades nos lleva a hacer una última consideración. La situación de interacción social -o «marco », en términos de Erving Goffman-, en los distintos episodios de la cotidianidad narrados en las novelas son espacios de convergencia de los distintos órdenes normativos - político, económico, religioso, etc.- y se encuentran en estrecha relación con los sistemas de jerarquía de los valores propios a cada uno de éstos, otorgándole de esta manera a la interacción social un carácter dinámico, muchas veces paradójico y contradictorio. Algunas de las obras muestran que el desempeño de los roles no es ese vaivén determinado unidireccionalmente por las instituciones y sus sistemas de valores, sino que se presenta una especie de tensión entre lo instituido y lo instituyente. Son muchos los casos en que prácticas sociales instituidas son desplazadas por otras nuevas con escalas de valor diferentes (el campesino convertido en guerrillero, la maestra de escuela que se torna en asesina por el deseo de venganza, el vendedor de quesos convertido en jefe de los matones), las cuales podemos decir que corresponden a lo que Cornelius Castoriadis (1984) denominó como prácticas instituyentes. Es decir, aquellas que pueden resultar como producto de una sociedad que tanto inventa y define nuevos modos de responder a sus necesidades como inventa y define nuevas necesidades13. En este sentido, la vida cotidiana narrada en el corpus analizado se presenta fundamentalmente como un espacio de resistencia. Resistencia que posee fundamentalmente dos expresiones: por una parte, la huida, la migración a pueblos y ciudades, que significa la defensa de la vida, el no sometimiento al orden instaurado por la violencia y la no aceptación de su simbolismo y de sus valores.
En segundo lugar, la resistencia a través de la misma violencia, que da lugar a esas comunidades sustentadas en torno de la venganza, a las cuales nos referíamos anteriormente. En la presentación de este tipo de resistencia se adivina la tesis de los autores según la cual la violencia genera más violencia, que para nuestro caso se percibe en «La calle 10», «La mala hora», «El día señalado» y especialmente «Viento seco». Vale la pena aclarar, que la formulación de esta tesis no quiere decir que las obras aboguen por ella. «Viento seco» y «El día señalado», por ejemplo, condenan esta reacción y promueven más bien la tesis cristiana «de poner la otra mejilla» o de volver a un estado de naturaleza ideal de armonía y comprensión. Son una especie de acto de fe en el Cristianismo la una, y en la Naturaleza la otra, pues actuarían como un metaorden que conduciría a una convivencia pacífica, sin contradicciones y con un alto poder homogenizante: a una misma comunidad de sentido y de identidad.
Las obras examinadas nos muestran, unas más otras menos elaboradamente, una vida cotidiana de individuos, familias, comunidades campesinas y habitantes de pueblos (o de un sector específico de la ciudad como el caso de «La calle 10») dinamizada gracias a la tensión entre las pautas provenientes de los distintos órdenes institucionales y normativos (económico, político, religioso) y la violencia que generalmente es mostrada por los autores-narradores como un hecho extracotidiano y exterior a la comunidad representada en las novelas. Los personajes se mueven entonces entre lo instituido y lo instituyente, entre lo que se considera ‘debe ser’ y aquello que se quiere implantar bien porque algunos (generalmente representantes de las instituciones políticas y religiosas, matones y gamonales, los cuales son vistos como el OTRO) están de manera contínua transgrediendo la norma y ejerciendo prácticas parainstitucionales, o bien porque la fuerza de las circunstancias obliga a ciertos personajes (la mayoría de las veces los que son el foco de la narración y presentados como NOSOTROS) a actuar de otra manera, a «abandonar» o a trastocar sus propias escalas de valor. En este dinamismo, los sentidos de pertenencia a un grupo, a una comunidad, a una institución, se ven alterados, o mejor, reconfigurados: donde existía una comunidad de armonía, asentada en valores cristianos y «sometida» a las leyes de la naturaleza, aparece una que, a partir de la violencia y la deslegitimación de las intituciones, se sustenta en el odio, la venganza, la desesperanza.
1. Trabajo realizado en el Departamento de Investigaciones de la Universidad Central -DIUC- y cofinanciado por COLCIENCIAS.
2. Ellas son: “El cristo de espaldas” de Eduardo Caballero Calderón (1952); “Viento seco” de Manuel Caicedo (1953); “Un campesino sin regreso” de Euclides Jaramillo (1959); “La Calle 10” de Manuel Zapata Olivella (1960); “La mala hora” de Gabriel García Márquez (1962); “La casa grande” de Alvaro Cepeda Samudio (1962); “El día señalado” de Manuel Mejía Vallejo (1964) y “Cóndores no entierran todos los días” de Gustavo Alvarez Gardeazábal (1972).
3. Berger, P. y Luckmann, T. “La construcción social de la realidad”. Amorrortu Ed. Buenos Aires, 1991. pág. 99.
4. Vale la pena aclarar que para la investigación tomamos el concepto de norma en su sentido más general, esto es, comprendiendo no sólo aquellas que Weber calificó como relativas a la convención (usos, costumbres y convenciones) y que se basan en la reprobación de los demás miembros de una sociedad, sino a aquellas otras que se respaldan en la coacción ejercida por un cuadro de individuos (leyes).
5. Es necesario aclarar que si bien analíticamente podemos distinguir varias esferas como constitutivas del orden social, en la realidad de la praxis cotidiana de los individuos, las comunidades o grupos y las sociedades en general, estos campos convergen y demarcan el espacio, la situación y el universo de sentido de la acción. Así, “lo político”, “lo económico”, “lo religioso”, etc., se encuentran conformando de manera simultánea e interrelacionada el espacio de lo social.
6. E. Goffman. “La presentación de la persona en la vida cotidiana”. Buenos Aires, Amorrortu. 1981.
7. J. Lotman. “Semiótica de la cultura”. Ed. Cátedra. Madrid, 1979. Págs. 42 y 43.
8. P.Berger y T. Luckmann. Op. cit. pág. 36.
9. Mauro Wolf. “Sociologías de la vida cotidiana”. Ed. Cátedra. Madrid, 1982 (1979).
10. Remo Bodei. “El largo adiós a la identidad personal” En: Revista Internacional de Filosofía Política. #2, nov. de 1993. Madrid. Pág. 5.
11. Mónica Quijada. “Nación y pluriculturalidad: los problemas de un nuevo paradigma”. En: Revista de Occidente. # 161, oct. de 1994. Madrid.
12. Rodrigo Díaz. “Experiencias de la identidaad”. En: Revista Internacional de Filosofía Política, # 2, noviembre de 1993. Madrid.
13. Cornelius Castoriadis, “La institución imaginaria de la sociedad”. Tusquets Editores. Barcelona, 1984. Página 200.
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Orlando Pulido Chaves*
* Antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Director de la Corporación Colombiana de Estudios Antropológicos para el Desarrollo - Cead - Asesor y Consultor.
Este artículo plantea la hipótesis de que la actual crisis a escala global es producto de un cambio en el modelo de desarrollo del capitalismo, consistente en una transformación sustancial de los procesos productivos, y de la transición hacia una nueva fase del capitalismo, caracterizada por el hecho de que las hegemonías y las supremacías se empiezan a construir con base en el predominio del desarrollo científico y tecnológico. Esta crisis expresa el agotamiento del modelo fordista-taylorista, sustentado en la gran industria y en el control del mercado mundial de bienes manufacturados y de capital, y la aparición de tendencias postfordistas, caracterizadas por la lucha por el control del mercado de servicios y de bienes de alta densidad tecnológica, en el que la producción de conocimiento domina las relaciones comerciales… En este contexto, la universidad, la educación y la investigación cobran importancia estratégica, y plantean retos decisivos para el futuro de los países subdesarrollados.
Se puede decir que la Era Moderna inauguró la idea del progreso y que la modernidad propició su desplazamiento hacia la idea del desarrollo. También, que en la tensión entre modernidad y postmodernidad se gestó la crisis de la noción de desarrollo, sin que hasta el momento se vea con claridad su sustituto.
La idea de progreso instaurada por la Ilustración exaltó el modo de relación del hombre con la naturaleza establecido por la manufactura y el comercio internacional, traducido en un fuerte impacto sobre las fuerzas productivas de la sociedad que permitían drásticas y rápidas transformaciones de las materias primas en bienes manufacturados. De allí derivó cualidades éticas y morales que convirtieron al modelo de sociedad construido sobre esta base en el mejor de todos los modelos posibles. La sociedad moderna, es decir, la sociedad burguesa capitalista, inauguraba así el fin de la historia y terminaba la búsqueda de un paradigma para la vida en sociedad y la realización humana. El progreso no era otra cosa que el proceso que había conducido hacia esa meta alcanzada al fin de la historia; un trayecto en el cual el hombre se había levantado desde la animalidad hasta la humanidad, del salvajismo y la barbarie hasta la civilización. A partir de allí, el hombre podría progresar más pero dentro del modelo alcanzado, no por fuera de él, pues sólo éste podría garantizar el orden, la perfección y la armonía alcanzados. Algunos podrían progresar más y más rápido que otros pero todos lo harían, así que no había por qué preocuparse. Con esta seguridad el capitalismo inició su despliegue.
Con la aparición del maquinismo y la gran industria y con la expansión del comercio, pronto se vieron los efectos de la concentración de la riqueza y el poder, y se hizo evidente que el progreso no significaba lo mismo para todos, especialmente para las sociedades periféricas de América, Asia y Africa, a las cuales se trató de imponer el modelo. La expansión del capitalismo, su universalización como modelo de producción y de vida, afianzó y fortaleció la idea del estado nacional y propició el escenario de los protagonismos y las hegemonías, directamente ligados a la concentración de la riqueza y el fortalecimiento de la capacidad productiva, empresarial y comercial. Se hizo entonces necesario explicar el sentido de la desigualdad, la riqueza de unos y la pobreza de otros, por qué el mismo modelo no arrojaba los mismos resultados en todas partes. Entonces apareció la teoría del desarrollo.
El asunto no parecía complicado. La teoría del progreso proporcionó la base. El desarrollo se presentó como la versión del progreso correspondiente al capitalismo del maquinismo y de la gran industria, de la producción de bienes de producción y de la realización de la ganancia en el mercado internacional, del predominio del capital financiero de las fases superiores del capitalismo, como la continuación de la ruta de la civilización hacia tiempos mejores en la mejor de las sociedades posibles, con el mejor de los hombres posibles. El desarrollo actualizó la noción del progreso a los nuevos tiempos, la complementó y “mejoró”.
Las teorías del desarrollo explicaron las diferencias, introdujeron las nociones de alto y bajo, rápido y lento desarrollo, de desarrollo desigual y combinado, subdesarrollo, vías y modelos de desarrollo, para sustentar que sin importar las dificultades que se presentaran para alcanzarlo, todos podrían llegar a él. El desarrollo se convirtió en una especie de estadio de la evolución, en una cualidad que describía el deber ser del progreso, en la meta a alcanzar. La distinción entre países desarrollados y en “vía de desarrollo” es un ejemplo de ello; tarde o temprano, si permanecían en la vía, alcanzarían la meta…
Sin embargo, el desarrollo real mostraba ya las incapacidades estructurales de algunos países para insertarse en esa senda. Dichos países buscaban alternativas diferentes, a la sombra del paradigma alternativo mostrado por los soviéticos y los chinos. Los crecientes conflictos entre el centro desarrollado y la periferia subdesarrollada estallaron en guerras de liberación nacional en las colonias europeas y en revoluciones que polarizaron el mundo en nombre del desarrollo, de la libertad y de la democracia ( ideas complementarias y autorreferentes), y en nombre de igualdad y la ausencia de explotación. La crisis de la idea del desarrollo se expresaba con mayor fuerza.
La euforia del desarrollo alcanzó su clímax en nuestro medio en la década de los 60’s con la Alianza para el Progreso. A raíz del triunfo de la revolución cubana, en enero de 1959, los Estados Unidos, paradigma el desarrollo, concentraron esfuerzos en “señalar la ruta por la cual los pueblos americanos podrían alcanzar el progreso material que anhelaban, sin sacrificio de los derechos y libertades humanas”1. Los “dorados años sesenta” se mostraron entonces como el tiempo en el que los países subdesarrollados, al menos los de América Latina, alcanzarían la anhelada meta del desarrollo, consistente en su capacidad para lograr un crecimiento autosuficiente. La certeza era absoluta. Dean Rusk, Secretario de Estado norteamericano en 1961, la expresó de manera inigualable: “Cuando nuestros esfuerzos por la Alianza se vean coronados por el éxito, como sucederá, habremos creado en este continente una sociedad en la que el hombre haya quedado libre de la esclavitud material, para emprender sin trabas la búsqueda incesante de la solución a los problemas de la mente y el corazón humanos. De esta manera llegarán a ser una realidad los ideales básicos de los Estados Unidos y de la América Latina. Ante este triunfo muchos volverán la vista atrás, al correr de los años, y podrán exclamar con orgullo “yo viví durante la Alianza para el Progreso”2.
Esta idea del desarrollo tuvo su momento más crítico durante la guerra del Vietnam y se mantuvo durante todo el período de la llamada “guerra fría”, que culminó con la caída del régimen soviético. Durante este período se consolidó un modelo de desarrollo considerado ideal y deseable para todos los países, construido con base en la expansión industrial de tipo fordista-tayloriano (gigantismo, línea de montaje, tiempos y movimientos), con amplio desarrollo tecnológico, regulada por teorías empresariales y de administración orientadas al aumento de la productividad y de la eficiencia, a la producción masiva para un mercado de escala mundial indiferenciado y estandarizado, construido a imagen y semejanza del modelo productivo. Este ciclo clásico-moderno del desarrollo se caracterizó porque colocó en el centro del modelo el bien manufacturado objeto de consumo. De allí que el poder tecnológico se concentró en la producción de bienes de capital, es decir, de máquinas para hacer máquinas que producían bienes de consumo.
El diferencial tecnológico del desarrollo entre los países se midió entonces en función de la capacidad de las economías para producir dichas máquinas. La búsqueda incesante de la productividad copó todos los esfuerzos de la ciencia y la tecnología, y hacia allí se orientó la acción educativa técnica y superior. Fue la época del florecimiento de las ingenierías (química, industrial, mecánica, eléctrica, electrónica, de alimentos, de petróleos, forestal, aeronáutica, de transporte, espacial, etc.) y de las administraciones (de empresas, de negocios, pública, financiera, etc.). La investigación científica básica se articuló estrechamente con el mundo productivo para buscar mayor eficacia productiva y más rápida capacidad de aplicación al mundo industrial. La competencia por el control del mercado repercutió en el universo de la ciencia y la distancia entre el desarrollo y el subdesarrollo creció desmesuradamente.
La capacidad científica y tecnológica se volvió función productiva y factor de poder como nunca antes, aunque la conciencia de su importancia tenía antecedentes y la llamada “ciencia industrial” era un hecho desde casi medio siglo atrás, cuando se inició la guerra de las patentes.
Un ejemplo sirve de ilustración. En una memoria sobre la creación de la “Sociedad (Emperador Guillermo) para el Fomento de las Ciencias” (Kaisser-Wilhelm- Gesellschaft zur Förderung der Wissenschaften), escrita en 1910, Adolf von Harnack manifestó: “Para Alemania, mantener su posición hegemónica en el ámbito de las ciencias constituye… algo tan necesario como la supremacía de sus ejércitos… Una merma del prestigio científico alemán repercutiría asimismo sobre el peso y la influencia de Alemania como nación en todos los demás campos”3.
Con este razonamiento, Friedrich Althoff, Director del Departamento de Universidades, sugirió al Emperador Guillermo la creación de institutos de investigación desligados de las universidades, los cuales, descargados de las obligaciones docentes, podrían dedicarse exclusivamente a la investigación, en estrecho contacto si con la academia y las universidades, pero sustraídas a cualquier tipo de autoridad. En ésto, Althoff sólo seguía una pauta ya dada por Francia con el Instituto Pasteur, y por norteamérica donde ya existía un número significativo de instituciones de este tipo sustentadas con considerables recursos aportados por fundaciones privadas. Dos casos significativos son los de la Sociedad Bell, más tarde llamada A.T.&T, American Telephone and Telegraph, que inició labores hacia 1877, y el laboratorio de la G.E., General Electric, fundado en 1900.
En 1911 se fundó la Sociedad “Kaiser Wilhelm”; en 1912 se inauguraron dos institutos de la Sociedad: uno de química y otro de química, física y electroquímica. Para 1921, diez años después, se habían creado 14 institutos de investigación, pese a la guerra. En 1986 contaba con 60 institutos y diez mil colaboradores, de los cuales cuatro mil eran científicos. Entre el año de su creación y 1986 la sociedad había logrado 22 premios Nobel en física, química y medicina4.
Aunque este no es todavía el lugar para hablar del caso de nuestras universidades, resulta imposible sustraerse a la tentación de decir que desde finales del siglo XIX el mundo desarrollado iniciaba la desvinculación de la investigación de la universidad, mientras nosotros, a punto de finalizar el siglo XX, apenas seguimos insistiendo tercamente en introducirla allí, olvidando, tal vez, que la experiencia y el éxito de las universidades europeas y norteamericanas en investigación y desarrollo científico y tecnológico se debe, precisamente, a su vinculación con la industria y, en alguna medida, a su “desacademización”.
Este ejemplo muestra que el desarrollo pregonado por el modelo no se conquistaba con avemarías. La lucha por las hegemonías era a muerte y con todos los recursos. La Segunda Guerra Mundial y la guerra del Vietnam dieron testimonio de ello. Precisamente la hegemonía y el esplendor del capitalismo norteamericano se levantaron sobre los despojos de una Europa destruida por la guerra. “Con la invención de la bomba atómica - dice Geof Bowker -, la confianza depositada en los recursos humanos y, especialmente, en la infantería, dio paso a la confianza en la teoría atómica elaborada por los mejores físicos. Durante la Segunda Guerra mundial, la fe en la ciencia llegó a tal extremo que 120.000 personas participaron en la fase cumbre del proyecto americano Manhattan - y esto ocurría cuando nadie tenía la absoluta certeza de que la teoría atómica pudiera adaptarse a la ingeniería aplicada en la fabricación de una ojiva explosiva. No obstante, esta movilización masiva de recursos en favor de un arma de efectos devastadores no se menciona en los libros de física estudiados en escuelas y universidades, y no merece apenas la atención de los historiadores de las ciencias”5.
La teoría de la dependencia intentó penetrar el núcleo del desarrollo y desnudar la ilusión de que era portador, con resultados apenas afortunados. El desarrollismo se impuso como teoría y alcanzó el dudoso mérito de convertirse en doctrina y aun en ideología. Hoy, todavía se le ve campear con ínfulas de triunfo por los escenarios internacionales, no obstante haber probado ya el sabor amargo de la derrota.
Esta idea del desarrollo propia de lo que podríamos llamar la fase moderna del capitalismo, o capitalismo fordista-taylorista, sufrió la tensión postmoderma en el mismo momento en que hizo crisis el modelo productivo que la sustentaba. El postfordismo hizo estallar el esquema de la industria gigante agobiada por los costos administrativos, sepultada en “stocks” de mercancías, con ejércitos internacionales de trabajadores y con modelos administrativos cargados de funciones no relacionadas directamente con la producción
Al terminar la ilusión del mercado infinito e inagotable, inundado de mercancías que esperaban plácidamente el momento de su realización, frente a compradores anónimos que obtenían productos de marca, duraderos y de calidad, surgió un mercado saturado por variedad de productos estandarizados -difícilmente diferenciables unos de otros en términos de características técnicas, diseño y desempeño, y con precios con tendencia a la baja, tal como ocurrió en su momento con los productos transistorizados y como ocurre hoy con los electrónicosque dieron un duro golpe al concepto de marca y trasladaron el interés de los clientes al terreno del servicio y de la satisfacción específica de sus requerimientos…
En este proceso, el desarrollo científico y tecnológico ligado a la seguridad nacional, en el contexto de la “guerra fría” cumplió un papel decisivo. La investigación para la producción de armamento, especialmente del arsenal atómico, la carrera espacial, y la tecnología del espionaje, produjeron resultados que se incorporaron rápidamente a la industria de consumo masivo. Ejemplo de ello son el hardware y el software, los materiales de fibras sintéticas, las telecomunicaciones, el rayo láser y tantos otros hoy incorporados a la vida cotidiana.
A esta situación contribuyeron decididamente el Japón y los países asiáticos hoy conocidos como NIES ( Nuevas Economías Industrializadas de Asia ): Singapur, Hong Kong, Corea del sur y Taiwan, y la ASEAN (Filipinas, Singapur, Malasia, Indonesia y Tailandia), en torno a China.
Los procesos de globalización y transnacionalización de las economías introdujeron factores nuevos, la incertidumbre y la indeterminación, dramáticamente desestabilizadores para la regulación de los mercados y para el mentenimiento del orden internacional. La interconexión de los procesos a nivel internacional hizo que la sensibilidad a las fluctuaciones más débiles, originadas en los contextos más lejanos, fuera cada vez mayor, terminando con las supuestas seguridades de los mercados monolíticamente controlados por los monopolios y los oligopolios, y generando un delicado cuadro de relaciones geopolíticas que se expresa en hechos tan espectaculares como la derrota de los Estados Unidos en Vietnam, la disolución de la Unión Soviética, la reunificación de Alemania, la desintegración de Checoslovaquia y el resurgimiento de los conflictos étnicos, el conflicto Arabe-Isrraelí, la guerra con Irak y las contradicciones con el mundo musulmán, para citar los más conocidos.
El resultado de todo ésto fue un replanteamiento completo de las relaciones comerciales en todo el mundo, con pérdida del poder tradicional de los Estados Unidos, y el surgimiento de los bloques tecnoeconómicos regionales, ante los cuales el Estado tradicional está siendo subordinado6.
El protagonismo de los NIES y de la ASEAN muestra el drástico cambio operado en el modelo fordista de desarrollo del capitalismo y prefigura las características del modelo postfordista. NIES y ASEAN, lejos de ser la prueba de sociedades en “vía de desarrollo” que llegaron a la meta, son productos postmodernos, postfordistas, producto de un cambio drástico de modelo y anuncio de una nueva fase del capitalismo caracterizada por el predomino del poder científico-técnico ligado a factores de mercado. Acosta señala que durante los últimos cinco años el comercio mundial mostró una notable recuperación centrada en el comercio de bienes de alta densidad tecnológica, gracias a la presencia de países que fueron capaces de vincularse al sistema económico internacional, básicamente NIES, ASEAN y varias naciones europeas7.
Los presupuestos que sustentaron la expansión fordista de la segunda postguerra han sido totalmente revisados, incluyendo las teorías empresariales, gerenciales y administrativas que la soportaron. Desde la “Calidad Total”, la “Teoría Z”, el “Mejoramiento Continuo”, los “Círculos de Calidad”, etc., hasta la “Reingeniería” y el “Benchmarking”, todo apunta a señalar que el origen de este gran desorden que caracteriza la fase de transición actual está en el cambio de los procesos productivos introducido por la creciente tecnologización de la producción. El acumulado tecnológico producido por el fordismo generó la masa crítica que hizo estallar el sistema, al generar fluctuaciones que llevaron los procesos más allá del límite tolerado por la estructura de la producción y del comercio mundiales.
La “Reingeniería”, por ejemplo, dice que tiene por objeto olvidarse de lo que se está haciendo hoy y cómo se está haciendo, así los resultados sean excelentes, y volver a inventar todo de nuevo si se quiere sobrevivir en la era postfordista. Insiste en que se deben revisar por completo todos los procesos, pues los anteriores resultan obsoletos. Propone cosas tan drásticas como acabar con el concepto mismo de gerencia y redefinir lo que es la empresa. Lejos de ser una moda superflua, la “reingeniería” es una de las respuestas desesperadas del fordismo a la crisis, un intento de acomodamiento a la nueva realidad. Igual sentido tiene la propuesta del “benchmarking” de tomar como punto de referencia para la producción los más altos estándares de calidad mundial.
La respuesta integral a esta crisis, tanto de quienes se ven superados como de quienes van a la cabeza, es la integración económica, tecnocientífica y política, cuyo ejemplo más avanzado es el proceso de Unión Europea. Nafta, el TLC, el G3, Mercosur, Caricom y el Pacto Andino representan los intentos de hacerlo en América.
La crisis global del modelo se da en momentos en que América Latina no ha logrado siquiera las metas de la industrialización fordista, razón que hace mucho más complicados los efectos de la transición. Mientras los países desarrollados han venido preparándose, mediante la integración, para sortear sus dificultades, América Latina muestra pobres resultados en este frente. “Si, supuestamente aprendió de los fracasos de los acuerdos de décadas anteriores, “¿por qué, si todas las naciones han adoptado un mismo modelo de crecimiento, sus variables fundamentales no se aplican aquí?” - se pregunta Acosta. ¿Por qué no ha incluido en los esquemas de cooperación y de integración variables como los programas de formación de recursos humanos, acuerdos de I + D para mejorar la productividad de sectores estratégicos actuales y de alta tecnología y planes de desarrollo conjunto de proyectos de infraestructura y centros de I + D, entre otras?8.
A nivel comercial también va contra las tendencias mundiales. Con excepción de México y Brasil, América Latina persiste en el comercio de productos primarios y manufacturas de bajo contenido tecnológico, mientras lo que se ha llamado la “tercera revolución industrial” apuntala como sectores estratégicos las manufacturas intensivas en tecnología y los nuevos servicios. Sin exagerar demasiado se puede afirmar que América Latina está por fuera de los circuitos postfordistas contemporáneos y lejos de encontrar un modo de relación con ellos que le permita acceder a una “vía propia” autosostenida. La situación de países como Colombia es todavía más delicada pues se encuentra por fuera del Tratado de Libre Comercio, Mercosur y el G3, las experiencias más avanzadas entre nosotros. La complicada situación interna que se vive en Colombia puede ser considerada , a la vez, como causa y efecto de sus dificultades para sortear la crisis.
En la medida en que el diferencial tecnológico ya no se mide por la capacidad de hacer máquinas que hagan máquinas sino por la producción de conocimiento, el ciclo de la industrialización deja de ser el principal “atractor extraño” que “jala” hacia niveles cualitativamente superiores de desarrollo, tal como ocurrió en las décadas pasadas. El nuevo atractor se llama conocimiento y se ubica en el plano de fases descrito por el desarrollo de la alta tecnología9.
Todo lo anterior significa que el desarrollo científico y tecnológico se convirtió en un fin en sí mismo, y que es en este terreno en donde hoy se disputan las supremacías. El proceso postfordista de NIES y ASEAN se basó en una estrategia educativa, de investigación y formación de recursos humanos que comenzó hace más de veinte años. Así como la investigación industrial del fordismo fue factor clave para incrementar la productividad, la educación , la investigación y la formación de recursos humanos es decisiva para la competitividad. Hoy sólo se puede acceder al mercado con productos de alto contenido tecnológico y la adquisición del conocimiento básico y de las tecnologías correspondientes resultan demasiado costosos para que sea rentable hacerlo. Por otro lado, la transferencia y la adaptación de tecnologías tienen altos niveles de obsolescencia y no pueden seguir considerándose como alternativas. Parece ser que no hay remedio: o se accede a la producción de ciencia y tecnología, o se resigna a permanecer en las filas de atrás que contemplan el movimiento de la historia10.
En Colombia los mayores esfuerzos se han hecho en aumentar la cobertura y, en menor medida, en mejorar la calidad de la educación básica. Sólo hasta hace poco tiempo se ha empezado a actuar sobre la educación superior para sacarla de la crisis en que se encuentra. En lo que respecta a la educación de postgrado el avance es casi nulo si se mide con los estándares internacionales. La definición de una política de ciencia y tecnología sólo se empezó a concretar en 1991 con la Ley 29 y sus decretos reglamentarios, hecho que demuestra nuestra primiparada en el asunto.
Aunque el desarrollismo impuso una falsa actitud optimista que se expresa en todos los balances de gobiernos y sector privado en países como Colombia, la verdad no es tan rosa. La situación es realmente crítica y con signos perturbadores de que puede ser peor. Tomar conciencia de ello puede ser más saludable que continuar dándonos palmaditas en la espalda para no atizar el fuego de la inconformidad.
Algunos datos muestran el tamaño del reto. Mientras Canadá, USA, Japón y la antigua URRS invertían en educación y en C & T cifras superiores al 5.0% y al 1.5% de PIB, respectivamente, y contaban con más de 3.931 científicos e ingenieros, en promedio, por millón de habitantes, entre 1984 y 1986; los países de América Latina, con excepción de Cuba, Venezuela y Chile invertían menos del 5.0% y del 0.5% del PIB, siendo la inversión de Colombia de menos del 0,4%, y contaban, en el mejor de los casos (Argentina), con 652 científicos e ingenieros por millón de habitantes (Colombia tiene 180). Dentro del total mundial de científicos, los países subdesarrollados participan con el 6%, América Latina con el 1% y Colombia con el 0.01%. Del total de científicos en Colombia (5.000), la mitad no ha realizado estudios de maestría o doctorado. Los estándares internacionales dicen que con la población del país (36 millones de habitantes), Colombia debería tener unos 36.000 científicos e ingenieros. Del total de artículos científicos publicados en América Latina, Colombia participa apenas con el 1%. A todo ésto se debe agregar la carencia de una infraestructura adecuada, producto de la inexistencia de tradición en este campo11.
La poca actividad científica desarrollada en el país se realiza en las universidades, especialmente en las públicas. La tradición en este campo se refleja en los indicadores mostrados más arriba, pues casi todos esos datos provienen de la actividad científica universitaria. Aunque la investigación universitaria aporta un segmento decisivo en la producción de C & T en los países de alto desarrollo, lo cierto es que está complementada con la investigación industrial, de la cual hace parte. Esa situación no se presenta entre nosotros. Y tal circunstancia constituye una enorme limitación para el desarrollo no sólo de nuestras universidades sino del país en general.
El asunto es del tamaño del propósito que anime la acción conjunta de la sociedad, desde luego, con base en la iniciativa del Estado, pero con la decidida participación del sector privado. Si el propósito sólo llega al nivel de propiciar el desarrollo de la investigación en la universidad, al margen de los objetivos de desarrollo en el contexto postfordista, casi que ni vale la pena hacerlo, aunque suene muy duro y pragmático el argumento. Para ejercicios de academicismo subdesarrollado basta con lo que tenemos. La estrategia de desarrollo científico y tecnológico del país no puede ser ajena a la de desarrollo económico y social y al proyecto estratégico postmoderno o postfordista, si es hacia allí hacia donde se quiere ir. Y ésto es lo que no se ve con claridad en el país. La llamada modernización que se intenta introducir no puede reducirse a un ejercicio parroquial; debe ser un propósito nacional de largo aliento, con metas estratégicas claramente definidas y con mecanismos que garanticen la continuidad de las políticas y la persistencia en la búsqueda de los objetivos establecidos.
Hasta el momento, la Ley de Ciencia y Tecnología, la Ley General de Educación y la Ley de Educación Superior son leyes marco que tocan tangencialmente el propósito estratégico, aunque han empezado a crear condiciones para que en el mediano y el largo plazo se pueda contar con resultados. Los decretos reglamentarios 393, 584 a 591 de 1991, junto con la Ley 30 de 1992 de Educación Superior han empezado a desarrollar cuestiones fundamentales como la creación del Sistema y del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología; la reglamentación de la asociación para la realización de actividades científicas y tecnológicas; la reglamentación de los viajes de estudio al exterior de los investigadores nacionales y de las modalidades de contratos de fomento de actividades científicas y tecnológicas; la reorganización de COLCIENCIAS, del Instituto Colombiano de Antropología ICAN, del Instituto Nacional de Investigaciones Geológico- mineras INGEOMINAS, del Instituto de Asuntos Nucleares IAN y del Fondo Nacional de Proyectos de Desarrollo FONADE12.
Para indagar qué se ha hecho más allá de esta línea base se debe buscar inicialmente en los resultados arrojados por la Misión Ciencia, Educación y Desarrollo13.
Lo primero que salta a la vista es que la premisa del desarrollo científico y tecnológico propuesto para el país plantea que “urge preparar la próxima generación de colombianos con una óptima educación y con bases sólidas en ciencia y tecnología, en un proceso inicial de veinticinco años. Dicho lapso es el mínimo requerido para implementar un programa pertinente para el fomento de la investigación en ciencia y tecnología para el desarrollo de Colombia”14.
Esto ya empieza a ser cuerdo. Dadas las características de nuestra línea base, cualquier pretensión inmediatista está condenada al fracaso. Los colombianos debemos tomar conciencia de que un nuevo futuro para nosotros en este campo no será posible antes del 2050, aproximadamente, si empezamos a trabajar ya. ¿Hasta donde nuestros políticos y nuestros empresarios, ávidos de resultados inmediatos que puedan ser cosechados rápidamente, están en condiciones de asumir esta responsabilidad? ¡Nadie lo sabe! Sin embargo, de ello depende que lo logremos. ¿Están nuestras universidades, públicas y privadas, en condiciones de realizar inversiones hoy que sólo serán redimidas a mediados del próximo siglo? ¿Existe la visión clara de qué se debe hacer, dónde y en qué realizar dichas inversiones?
La Ley de Educación Superior ha empezado a contestar estos interrogantes. La acreditación, basada en la investigación y el mejoramiento de la calidad, es un instrumento que no puede tomarse a la ligera. En las condiciones de incertidumbre en que se mueve el mundo contemporáneo, reforzadas en nuestro medio por el débil desarrollo institucional y de infraestructura, en medio de una época que ha dado al azar la importancia que tiene en la determinación de la realidad, nada se puede dejar suelto. La inercia y la improvisación que caracterizaron el desarrollo espontáneo de nuestra educación superior deben terminar, pues de ello depende la supervivencia institucional. La competitividad del conocimiento sólo se logra con calidad y ya se ha visto cuanto cuesta alcanzarla y mantenerla.
Se requiere de cuidadosos planes de desarrollo y de gestión a nivel académico, administrativo, científico y tecnológico, con precisión de los alcances estratégicos, tácticos y operativos, de los mecanismos de acción a nivel de planes, programas y proyectos, para guiar cuidadosamente la transformación de nuestras instituciones de educación superior. Estos mecanismos, a su vez, necesitan procesos que permitan hacer el control de gestión y desempeño mediante indicadores de efectividad, eficacia y eficiencia, que muestren el logro de objetivos, el cumplimiento de metas, y permitan el control en la ejecución de actividades y recursos. El control de gestión de estos planes constituye el mejor mecanismo de autogobierno y autoevaluación, y un instrumento eficaz para la acreditación.
Este proceso parece haber empezado ya en las universidades colombianas, pero está todavía en su fase inicial. La tradición de planeación universitaria se ha centrado más en el desarrollo físico que en el académico, científico y tecnológico, entre otras cosas porque no había política general que sirviera de referencia. Hoy existe esa política y las recomendaciones de la Misión proporcionan una buena base.
La Misión hace recomendaciones generales al gobierno nacional y a las organizaciones públicas; recomienda cambiar las políticas educativas estatales, reformar el Ministerio de Educación Nacional y reformar el sistema educativo formal mediante la cualificación del sistema escolar, la reforma de la educación inicial y de la educación básica y la promoción de las innovaciones educativas; plantea que es necesario hacer flexible el acceso a las diversas formas de educación postbásica y fomentar la diversidad de vías de formación a partir del noveno grado, teniendo como opciones la incorporación al mundo del trabajo, el ingreso a la formación técnico-profesional y tecnológica y el ingreso a la universidad; sugiere la creación de los Institutos de Innovación Regional “dedicados al desarrollo del conocimiento acerca de las tareas propias de la región, a la investigación y al desarrollo agropecuario, minero, pesquero, etc… en íntima asociación con los productores…”; y pide renovar la educación superior en su conjunto15.
Como se ve, la acción debe ser global. A esto se debe agregar una decidida política de fomento para el desarrollo de centros de investigación independientes, desligados de las universidades aunque en interacción con ellas y con el sector productivo. El apoyo a las entidades que trabajan en la Sede de Asociaciones Científicas de COLCIENCIAS, en la Ciudad Universitaria debe reforzarse. Este es un ejemplo que podría experimentarse en otras ciudades, con el fin de impulsar la descentralización del desarrollo científico y tecnológico y de apoyar las iniciativas privadas, no siempre con ánimo de lucro, en este campo.
1 Eisenhower, Milton, “La Alianza para el Progreso: sus raíces históricas”, en: La alianza para el progreso, problemas y perspectivas, compilación de John C. Dreier, Editorial Novaro, México, 1962.
2 Rusk, Dean, “La Alianza en relación con los asuntos mundiales”, Op. Cit., p. 155.
3 Citado por Thomas von Randow, “Munificencia imperial. La Sociedad “Max Planck” cumple 75 años”, en: HUMBOLDT, Año 27/1986, Número 88, Boon, pp. 82-85.
4 “Según el historiador David Kevles, las primeras sociedades que se lanzaron a la investigación industrial, durante los años 1890, fueron las que producían electricidad, hierro y acero, fertilizantes, azúcar, productos farmacéuticos, colorantes y petróleo.” Cf. Bowker, Geof, “El auge de la investigación industrial”, en Serres, Michel, Historia de las ciencias, Ediciones Cátedra, S.A., Madrid, 1993, p. 536.
5 Ibid. pp. 527 y ss.
6 Al respecto resulta ilustrativo el panorama descrito por Jaime Acosta en Tendencias y rupturas. Geopolítica y comercio mundial. Ciencia y tecnología. Prospectiva. Corpes de Occidente, CRESET, Fundación Santillana para Iberoamérica, Santafé de Bogotá, 1994, p.18 y ss.
7 Ibid. p. 26.
8 Ibid. p. 28.
9 sobre el concepto de “atractor extraño” y sus usos ver: V.I. Arnold, Teoría de Catástrofes, Alianza Universidad, Madrid, 1987, René Thom, Parábolas y catástrofes, Tusquets Editores, Metatemas, Barcelona, y J. Briggs y F.D: Peat, Espejo y reflejo: del caos al orden. Guía ilustrada de la teoría del caos y la ciencia de la totalidad, Gedisa editorial, Segunda edición, Barcelona, octubre de 1994, entre otros.
10 Rodolfo Llinás, prestigioso científico colombiano y miembro de la “Comisión de Sabios” anota al respecto: “La lucha comercial entre los Estados Unidos y el Japón o entre las tecnologías intercambiadas entre los países desarrollados y subdesarrollados, indica que el futuro de nuestra civilización se decidirá, no con base en la guerra, como ha sucedido anteriormente, sino con base en la competitividad para la invención. Esta decidirá la capacidad de llevar los productos y procesos resultantes al mercado, de relacionar la industria con la academia y la sociedad civil, y de vincular la educación al desarrollo social”. Ver: Llinás, Rodolfo , R. “Ciencia, Educación y Desarrollo: Colombia en el siglo XXI”, en: Colombia: al filo de la oportunidad, Informe Conjunto, Colección Documentos de la Misión Ciencia, Educación y Desarrollo, Tomo 1, Presidencia de la República, Consejería Presidencial para el Desarrollo Institucional, Colciencias, Santafé de Bogotá, D.C., 1995, p. 79.
11 Datos tomados de Llinás, Rodolfo , Op. Cit. pp. 59 y ss.
12 Cfr. Colciencias - Instituto Colombiano para el Desarrollo de la Ciencia y la Tecnología y Departamento Nacional de Planeación, El sistema Nacional de Ciencia y Tecnología. Ciencia para una Sociedad Abierta, Primera edición, Bogotá, abril de 1991.
13 Misión organizada por el Presidente César Gaviria Trujillo en el último año de su gobierno (1993), con el fin de producir un informe que sirviera de base para la aplicación de la política de desarrollo científico y tecnológico del país, y para “reflexionar a fondo sobre las formas de estimular la creatividad y la capacidad de innovación de nuestros compatriotas, de manera que podamos, en el mediano futuro, hacernos dueños de nuestro porvenir”. Cfr. “Palabras del Señor Presidente de la República, César Gaviria Trujillo”, Ibid. p.27.
14 Cfr. Llinás Rodolfo, Op. Cit. P. 81.
15 Cfr. “Recomendaciones acerca de las organizaciones, la educación, la ciencia y la tecnología”, Misión Ciencia, Educación, y Desarrollo”, Op. Cit. Pp. 157 y ss.
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