Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
Correo electrónico: nomadas@ucentral.edu.co
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Pocos son los procesos que, como el de la descentralización, están incidiendo de manera tan importante en el devenir de nuestro país y en el de Latinoamérica en general. Esta estrategia se ha constituido en la punta de lanza de los últimos gobiernos para generar dinámicas con las cuales enfrentar las múltiples dificultades que continuamente presentan nuestras sociedades, especialmente las de carácter político y económico.
En efecto, la descentralización se ha diseñado, entre otras razones, con la finalidad de abordar lo que algunos denominan como lo “marginal” –fenómeno que ha sido constante no sólo en la relación geopolítica centro-regiones, sino también en el espacio de la estratificación social, pues en uno y otro vemos la continua polarización y diferenciación en cuanto se refiere al acceso a la riqueza–; de detener el deterioro progresivo en la calidad de vida de amplios sectores de la población, dado el restringido acceso a los servicios básicos; de aminorar el problema del desempleo estructural y sus hondas repercusiones socioeconómicas, y, en fin, de resolver aquellas problemáticas que se derivan del escaso desarrollo de las regiones.
Así mismo, ella se concibió como una forma de atenuar, disolver o cooptar las manifestaciones de carácter político-social y reivindicativo que para el caso de Colombia, surgieron y se expandieron especialmente en la década de los setenta y comienzos de los ochenta. Mediante esta política se quiso entonces resolver, al menos parcialmente, la crisis institucional de ese período.
La relevancia del movimiento descentralista está dada por cuanto, independientemente de la intencionalidad y de los logros que se hayan obtenido, ha influenciado los diversos ámbitos de la realidad nacional, bien de manera directa, bien indirecta. En primer término, ha puesto en marcha un manejo diferente de la gestión pública en el que aparentemente se aumenta el poder local y se atienden mejor las necesidades de la región; ha abierto la posibilidad de una mayor participación de la comunidad en la designación de sus autoridades y en la definición y realización de sus proyectos de desarrollo y, finalmente, ha previsto el fortalecimiento de los ingresos de los municipios, sobre todo a partir del incremento de las transferencias desde el nivel central. La bondad de lo anterior, sin embargo, se ha visto cuestionada ante la relativa ineficacia de los administradores locales, la existencia de una fuerza desestabilizadora de los gamonales y clientelistas políticos, el desestímulo al esfuerzo fiscal local, y por el exceso de responsabilidades y competencias otorgadas a municipios sin capacidad e infraestructura para asumirlas, entre otros argumentos. En segunda instancia, la descentralización ha modificado en buena medida el manejo de sectores tan importantes como el de la salud, la educación y el medio ambiente, ha planteado una visión distinta para tratar los problemas de orden público, justicia local y protección de los derechos humanos, y, en síntesis ha intentado crear una nueva cultura institucional a través de la cual el Estado tendría una mayor presencia en el territorio nacional. De acuerdo con lo planteado, consideramos que Colombia requiere de manera necesaria y urgente una evaluación general del proceso descentralista, con el fin de continuar y potenciar todos aquellos aspectos positivos y modificar lo que definitivamente no responda a las expectativas y necesidades de la población.
Una mirada holística del fenómeno, que nos parece la más adecuada, no puede desconocer el ámbito estructural económico, social y político en el cual se desarrolla nuestro país. Ámbito caracterizado por una clara concentración de la riqueza y de la inversión, la fuerte dependencia de intereses transnacionales, el amplio poder de una clase política tradicional arraigada en las regiones, y el deterioro social y cultural de un gran sector de la población cuya manifestación más clara es la reproducción de la violencia.Así, dicha perspectiva tendrá que involucrar en el análisis la constante interacción entre los condicionamientos estructurales, la forma como operan de hecho los distintos instrumentos de la política descentralista y el papel que en la dinámica social ejercen los diferentes actores.
Una primera acción evaluativa consistiría en hacer un balance sistemático de la literatura que sobre el tema se ha producido. Este debería contemplar la caracterización de las diferentes concepciones que sustentan la política descentralista en sí misma, expresada en los distintos niveles de la normatividad, así como de las diversas perspectivas teóricas con las cuales los estudiosos abordan el fenómeno: desde los más típicamente “centralistas” cuyo principio se basa en reivindicar el control, el orden y la jerarquía que debe mantener el Estado, hasta aquellos “descentralistas” que se sustentan en enfatizar la iniciativa, la participación y las dinámicas locales. Adicionalmente, otro de los elementos que creemos debe ser tenido en cuenta en el balance de dicha literatura, es la importancia y el tratamiento que se le ha otorgado a la información empírica. La gran mayoría de los trabajos y análisis que hasta el momento se han hecho sobre la descentralización, no han tenido en cuenta las realidades específicas tanto locales como regionales, y más bien se han orientado solamente a la discusión ideológica y política con frecuencia de carácter abstracto.
Una segunda perspectiva de la evaluación se refiere al examen del proceso mismo, contemplado en su contexto real. Este examen debe tener presente no sólo aquellas variables globales, es decir, la inserción del país en el orden internacional, los procesos de modernización e internacionalización de la economía, así como todos aquellos aspectos que definen la estrategia neoliberal, sino también las condiciones particulares de lo estrictamente local y regional, tales como la cultura política, las identidades culturales, la singularidad ambiental y con ella el potencial en términos de recursos naturales, la capacidad humana para la gestión y la participación y, en fin, todas aquellas características que hacen que cualquier propósito tenga efectos positivos o no.
El Departamento de Investigaciones y la revista NÓMADAS han querido contribuir al análisis del fenómeno descentralista dejando que la sección monográfica se convierta en un espacio polifónico de las diversas miradas: la teórica, la global, la histórica, la política, etc. Creemos firmemente que desde el espacio académico e intelectual se pueden generar fuerzas que impulsen los procesos sociales.
DEPARTAMENTO DE INVESTIGACIONES
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José Arocena**
Dos son los objetivos de este artículo. El primero es precisar los ejes conceptuales e Ideológicos que están presentes en el debate sobre la descentralización. En los cuatro ejes propuestos, las posiciones enfrentadas se refieren respectivamente al modelo de acumulación, a los agentes del desarrollo, al sistema de decisión y a la organización político-administrativa del territorio. El segundo objetivo del artículo es plantear los procesos locales cuya existencia es condición necesaria para la eficacia de la descentralización. La condición general es la presencia de un tejido social local denso y activo en tanto generador de iniciativas. Como conclusión se sostiene que tanto el debate como la investigación futura deberán prestar mayor atención al tema de los actores locales, sus condiciones de emergencia y su articulación concreta con las políticas descentralizadoras.
*Artículo tomado de la revista Cuadernos del Claeh (Centro Latinoamericano de Economía Humana). No. 51 Montevideo, dic. de 1989. A pesar de la fecha en la que fue publicado el escrito, NOMADAS consideró pertinente su reproducción ya que tiene perfecta vigencia y presenta un panorama muy completo de la discusión conceptual básica de la descentralización.
**Uruguayo. Doctor en Sociología (París)
Después de un período en el que las propuestas descentralizadoras aparecían como indiscutiblemente portadoras de mensajes de democratización y desarrollo, en los últimos años se han elevado algunas voces para prevenir contra los efectos perversos o contra los posibles peligros de la descentralización1. Por un lado, los procesos descentralizadores no tendrían otro efecto que abrir aún más las puertas a la penetración del gran capital multinacional, frente al cual las sociedades locales no serían capaces de oponer mecanismos de defensa del “interés local”. Por otro lado, sería totalmente ingenuo creer en los efectos igualitarios de las políticas descentralizadoras; sucedería más bien lo contrario, estas políticas no harían más que aumentar las desigualdades entre los grupos y las regiones al suprimir mecanismos centrales de compensación. Finalmente, la descentralización, al aumentar las autonomías locales, produciría un efecto de “explosión” de la sociedad y del Estado; el debilitamiento del control central traería aparejada la constitución de un poder local arbitrario, frente al cual el ciudadano no tendría posibilidades de defensa.
Existen también otras observaciones críticas de naturaleza distinta, que se refieren fundamentalmente a los intereses que estarían jugando tras las políticas descentralizadoras2. Constatar que ciertos organismos internacionales, algunos gobiernos de los países centrales, así como los voceros del pensamiento neo-liberal se han vuelto entusiastas partidarios de la descentralización, estaría mostrando que estas políticas no benefician precisamente a las partes más débiles del sistema.
El hecho de que prestigiosos autores hayan desarrollado estas y otras tesis que ponen en guardia contra los procesos descentralizadores, es suficientemente importante como para tratar de llevar adelante un esfuerzo de reflexión que permita situar esta temática en términos tales que el debate se vuelva posible y útil. En este artículo nos proponemos, en primer lugar, precisar los distintos ejes conceptuales en los que se ubica el debate sobre descentralización y en segundo lugar, plantear los procesos locales que, a nuestro juicio, son la condición necesaria de una auténtica descentralización.
El centralismo tradicional de los Estados latinoamericanos aparece hoy puesto en cuestión. La descentralización pemitiría la ampliación de los derechos y libertades, una progresiva incorporación de los sectores excluidos o marginales a las instituciones representativas y un mayor control y participación populares en la actuación de las Administraciones públicas3. De alguna manera se vuelve a las tesis sobre la democracia de Tocqueville en las que existe una relación estrecha entre autonomías locales, libertades individuales y capacidad de cambio4.
Las propuestas descentralizadoras plantean una gran cantidad de interrogantes en distintas dimensiones: se habla al mismo tiempo de descentralización política territorial que de descentralización del aparato del Estado. Un sinnúmero de preguntas se orientan hacia formas alternativas de organización social, hacia posibles nuevas modalidades de planificación y de desarrollo o hacia las relaciones entre el Estado y la sociedad civil.
El estado del debate, que evocamos al comienzo de este artículo, obliga a un esfuerzo de clarificación conceptual. Frecuentemente, la discusión se sitúa simultáneamente y en forma confusa en varios niveles. Para lograr una mayor precisión, es necesario realizar una doble distinción:
Con respecto a la primera distinción, la primera parte de este artículo se sitúa en el nivel de los referentes culturales, para intentar definir las “posiciones” que se dan en esta temática y sus contenidos conceptuales. A este nivel, la descentralización es objeto de juicios de valor y los argumentos utilizados están impregnados de referentes ideológicos. Los conceptos sirven para defender una posición que se considera “correcta” y atacar la contraria que se califica de “equivocada”. Intentaremos sintetizar los argumentos generalmente esgrimidos por partidarios y adversarios de la descentralización, en cada uno de los cuatro ejes conceptuales mencionados.
La segunda y tercera parte de este artículo se ubican en el nivel del análisis sociológico, es decir en la definición de las condiciones en las cuales la descentralización podrá tener efectos sistémicos. La existencia de procesos de constitución de “actores de la descentralización” es, en nuestra hipótesis, la condición suficiente para que las reformas institucionales político-administrativas tendentes a descentralizar, tengan resultados efectivos. De allí que dediquemos la segunda parte de este trabajo a reseñar los tipos de iniciativa que señalan la presencia de actores capaces de protagonizar procesos descentralizadores.
El nivel propositivo (no tratado en este artículo) se debe analizar en términos de viabilidad técnico-política de las reformas descentralizadoras. Las propuestas se acercarán a alguna de las “posiciones” opuestas que reseñaremos a continuación, sin identificarse con los extremos. Difícilmente se elaboran reformas concretas que reproduzcan en estado-puro los contenidos discursivos de las distintas posiciones. Por otro lado, estas propuestas deberán partir del análisis de la realidad sociológica y económica en la que van a ser aplicadas. Para ello, será fundamental un diagnóstico de la potencialidad de iniciativas de la sociedad en cuestión.
En cuanto a la segunda distinción mencionada, la precisión de los ejes conceptuales en torno a los cuales gira el debate sobre descentralización, contribuye a deslindar las diferentes problemáticas que están presentes en la discusión. Cada uno de estos ejes conceptuales permite plantear posiciones opuestas que constituyen los extremos de la reflexión. El siguiente cuadro muestra esas posiciones:
EJE CONCEPTUAL | CULTURA DE LA CENTRALIZACION | CULTURA DE LA DESCENTRALIZACION |
Modelo de acumulación | Estructuralista | Micro desarrollista |
Agente de desarrollo | Estatista | Privatista |
Sistema de decisión | Elitista | Basista |
Organización del territorio | Centralista | Localista |
Desarrollaremos el cuadro explicitando los contenidos de estas posiciones polarizadas sobre centralización y descentralización. Esta opción metodológica tiene la virtud de precisar y clarificar las distintas concepciones y el riesgo de presentar extremos que vuelvan la discusión imposible. Sin embargo, optamos por este camino porque, más allá de que las soluciones técnico-políticas deban necesariamente superar este tipo de planteos dicotómicos, consideramos importante un esfuerzo de explicitación de los discursos que expresan referentes culturales opuestos. Nuestra intención es mostrar que en los cuatro ejes conceptuales, todas las soluciones que se propongan estarán marcadas por una tendencia hacia una u otra de las posiciones extremas. Dicho de otro modo, el debate sobre esta temática tiene un componente cultural fundamental que alimenta las diferentes propuestas.
En este primer debate, existen dos posiciones extremas que llamamos “estructuralista” y “microdesarrollista”. La respuesta estructuralista afirma la reproducción de las lógicas dominantes en la macro-estructura, hasta los niveles más “micro”. En consecuencia, los procesos de descentralización no harán más que aumentar la debilidad y la dependencia de las sociedades locales, al anular barreras y mecanismos de control propios del “centro” del sistema. Una hipótesis subyace a esta concepción: para los actores locales, las bases económicas y sociales en las cuales se encuentran son incontrolables. La reproducción de las lógicas del modelo de acumulación no permite la constitución de actores capaces de imponer el “interés local”; por lo tanto, se está hablando de un pretendido proceso de desarrollo sin sujeto.
Oponiéndose a esta concepción, aquellos que denominamos “micro-desarrollistas” parten de la afirmación de la posibilidad de un desarrollo local, que si no se produce, se debe fundamentalmente a los frenos originados en el centralismo. La descentralización se vuelve entonces una condición del desarrollo, pemitiendo procesos de constitución de actores locales, liberando la capacidad de iniciativa y dinamizando el tejido social local. La hipótesis que subyace a esta concepción es la afirmación de la posibilidad de la existencia de actores capaces de imponer el “interés local” y, por lo tanto, de limitar los efectos de las lógicas macro-estructurales. Esta posibilidad supone que, dentro de ciertas condiciones, se produce la emergencia de actores locales en el área económica, social o cultural, permitiendo así la consolidación de iniciativas en esas áreas, que harán viable un proceso de desarrollo local.
Parece claro que en esta primera pareja de opuestos se discute la viabilidad de los procesos de desarrollo local en el modelo de acumulación dominante. Es este un debate de primera importancia para un continente que no puede descuidar ninguna alternativa de desarrollo y que no debe tampoco embarcarse tras simples espejismos.
Para quienes llamamos “estatistas”, el Estado es el único agente de desarrollo que puede garantizar, gracias a una planificación central, un modo de desarrollo igualitario. Es ingenuo pensar que una política descentralizadora produce un desarrollo equitativo. Por el contrario, descentralizar significa perder la posibilidad de llevar adelante políticas niveladoras de las desigualdades, al dar mayor libertad de acción a los intereses privados. La hipótesis que subyace a estas afirmaciones es que el Estado es la expresión por excelencia de la Nación en oposición a los intereses particulares. Dar mayor autonomía a lo “local” es beneficiar lo “particular” y restar fuerza al Estado central, única expresión de la “voluntad general”. Fortalecerlo, en cambio, es la única garantía de un desarrollo justo, que corrija, gracias a políticas específicas, las desigualdades entre grupos sociales y entre regiones.
En la posición opuesta se encuentran aquellos que hemos denominado “privatistas”. En los últimos años se ha desarrollado con mucha fuerza un discurso que afirma la necesidad de privatizar grandes áreas ocupadas actualmente por el Estado. En esta concepción, la constitución de una fuerte sociedad civil es la condición del desarrollo. La expresión “sociedad civil” se utiliza de modo no siempre unívoco. Para las posiciones neo-liberales, se trata de fortalecer la iniciativa privada en todas sus formas. La empresa privada debe actuar no solamente en las áreas productiva o comercial, sino también en la salud, la seguridad social, la educación. Para el neoliberalismo, la iniciativa privada es la única solución a la crisis del Estado benefactor. Por otro lado, ciertas posiciones de izquierda hablan de la iniciativa también privada de los llamados “sectores populares” (organizaciones barriales, micro-empresas, cooperativas, etc.). En este caso, lo privado expresa una búsqueda de formas alternativas de desarrollo frente a la crisis del Estado, pero también frente a la propuesta neo-liberal. En ambas posiciones, la hipótesis aceptada es la crisis del Estado-benefactor y la necesidad de fortalecer la sociedad civil.
En este segundo debate sobre la descentralización, lo que está en juego es de gran actualidad. En efecto, la crisis de los estados benefactores e intervencionistas y el auge de las posturas neo-liberales plantea la búsqueda de una nueva articulación entre Estado y sociedad civil. La crítica del neo-liberalismo no se puede refugiar más en el seno del Estado-providencia. Pero al mismo tiempo, las consecuencias sociales de la aplicación de las recetas neoliberales obligan a la búsqueda de una nueva articulación, en la que el debate sobre la descentralización constituye una de las expresiones más pertinentes.
Todo sistema de decisiones supone la existencia de una élite, es decir de un grupo relativamente reducido de personas o de grupos, que tiene un peso decisivo en el sistema. Para quienes hemos denominado “elitistas”, las tendencias descentralizadoras intentan aumentar inútilmente el número de individuos y de grupos que intervienen en la decisión, produciendo una pérdida de eficacia y de coherencia del conjunto y volviendo imposible todo esfuerzo de planificación racional. Las políticas descentralizadoras corren el riesgo de producir caos y anarquía debido a una excesiva multiplicación de los centros de decisión. La organización de la sociedad exige una estructura jerárquica vertical que asegure el orden y el aprovechamiento racional y coherente de los recursos, dentro de una planificación centralizada.
En las antípodas de esta concepción, aquellos que hemos llamado “basistas” o “participacionistas” proponen la apertura más amplia posible del sistema de decisiones. La hipótesis que subyace en esta concepción es la afirmación de la capacidad del actor de base de crear mejores condiciones de producción y distribución de la riqueza gracias a la constitución de organizaciones que los expresen en el marco de una planificación local. Las políticas descentralizadoras provocarán una apertura del sistema de decisiones que liberará todo ese potencial organizativo. La planificación debe partir de lo local, de tal forma que se expresen todas las especificidades. Para esta concepción, no es tan importante asegurar el orden, como permitir el movimiento. De hecho, los cambios sociales son lentos, casi siempre incoherentes; lo que realmente importa es permitir que los individuos y los grupos pesen sobre el acontecer histórico. Cuanto más amplia sea la participación, más chances habrá de movilizar y capitalizar los recursos disponibles.
También en este caso estamos frente a un debate fundamental. La revitalización contemporánea del concepto de democracia plantea la cuestión de las formas de la democracia y, por lo tanto, de los posibles sistemas de decisión. Orden y movimiento, autoritarismo y participación, verticalismo y basismo son expresiones contrastadas y extremas del debate contemporáneo sobre la democracia. La discusión sobre descentralización expresa en este sentido una de las dimensiones principales de ese debate.
Los “centralistas” estiman que la única forma de asegurar la integridad del territorio es mediante una organización en la que exista un fuerte poder político-administrativo geográficamente concentrado. La unidad territorial está asegurada si existe una “capital” desde la cual se gobierne y se administre todo el territorio. Las políticas descentralizadoras llevan a la desintegración y a la creación de “baronías”, frente a las cuales el ciudadano queda inerme y librado a la arbitrariedad de autoridades locales. Debido al debilitamiento del poder central, no existe una autoridad de “alzada” ante la cual el ciudadano pueda apelar si es víctima de injusticia. La descomposición de la unidad territorial provoca además un incremento de las desigualdades regionales. En efecto, al debilitarse los mecanismos de regulación central, se reproducen libremente los desequilibrios regionales, perdiendo toda posibilidad de llevar adelante una política racional de ordenamiento territorial.
En la posición contraria se encuentran los “localistas”, que podrían denominarse también “autonomistas”. Para esta concepción, la descentralización es el instrumento idóneo para desarrollar las autonomías de las “pequeñas patrias” dentro de la “patria”. En esta manera de concebir el ordenamiento territorial hay un fuerte sentimiento “nacionalista” que no se expresa solo a la escala de la nación sino también a la escala de la localidad. La necesidad de afirmar una identidad local específica lleva a plantear reivindicaciones localistas análogas a las clásicas reivindicaciones nacionalistas. Los “localistas” reclaman la descentralización del sistema político-administrativo para devolverle a cada uno de sus componentes territoriales su capacidad de auto-determinación. No se trata tanto de ordenar el territorio desde el “centro”, como de crear formas político-administrativas que reconozcan y se adapten a la existencia de sociedades locales capaces de auto-gobernarse.
El cuarto debate sobre la descentralización plantea el tema de las autonomías regionales. Como en los casos anteriores, estamos frente a una discusión de gran actualidad. En América Latina, los procesos de constitución de los estados fueron imponiendo concepciones centralistas de ordenamiento territorial. Hoy día, muchos países se enfrentan a situaciones de concentración tales que los obligan a decidir procesos descentralizadores de distinta índole y a plantearse el tema de las autonomías regionales y locales.
La explicitación de estos cuatro ejes conceptuales en torno a los cuales gira la discusión sobre la descentralización, permite ubicar mejor los diferentes componentes de una compleja problemática. En rigor, solo el cuarto eje conceptual da cuenta del debate específico sobre la descentralización. Estrictamente hablando, la descentralización se refiere a un modo de organización político-administrativa del territorio. Sin embargo, en todos los foros, coloquios, jornadas de estudio, libros, artículos, etc., cuando se trata el tema de la descentralización, se lo vincula al del desarrollo local, al de la relación estado-sociedad civil y al de la democracia. Descentralizar supone no solamente tomar posición sobre una forma de organización del territorio, sino también sobre esas otras tres dimensiones indisolublemente ligadas al debate. Descentralizar supone definir una estrategia de desarrollo, significa plantear una forma de articulación estado-sociedad civil y obliga a abordar la cuestión de las formas de la democracia.
Si estas cuatro dimensiones están estrechamente ligadas, es necesario preguntarse sobre la naturaleza del clivaje fundamental que divide el cuadro propuesto en dos mitades. ¿Se puede afirmar que existe una cultura de la centralización constituida por estructuralismo, estatismo, elitismo y centralismo, y que en el extremo opuesto, existe una cultura de la descentralización formada por microdesarrollismo, privatismo, basismo y localismo?
Si para responder a estas preguntas tomamos como referencia discursos concretos, encontraremos mezclados elementos de ambas mitades del cuadro en el mismo discurso. Tratándose además de posiciones extremas, modelizadas, difícilmente se verificarán en estado puro en los discursos de individuos o grupos. Más bien encontraremos toda una gama de posiciones intermedias y de matices que reflejarán las diversas formas de situarse en esta problemática.
Si consideramos en cambio las posiciones reseñadas en términos de referentes culturales globales, podemos afirmar que cada mitad del cuadro corresponde a dos sistemas de valores netamente diferenciados. En este caso, nuestra hipótesis es que existen dos grandes familias culturales que se alimentan de normas y valores opuestos.
Por un lado, la iniciativa es sacralizada como el instrumento privilegiado de todo proceso de cambio. La micro-iniciativa, la iniciativa privada, la iniciativa de base, la iniciativa local, son valorizadas como herramientas para promover la creatividad, para fortalecer la sociedad civil, para instaurar una democracia más participacionista, para constituir fuertes identidades locales. En esta cultura, que podríamos llamar de la descentralización y la iniciativa, se privilegia el movimiento sobre el orden, lo múltiple sobre lo único, lo singular sobre lo general.
Por otro lado, la búsqueda de principios racionalizadores caracteriza lo que podríamos llamar una cultura de la centralización y del orden. Las lógicas estructurales permiten una clara inteligibilidad de los procesos socio-económicos, los estados unificadores aseguran sociedades más homogéneas, las élites son garantía de coherencia y eficacia, los sistemas centralistas de organización producen conjuntos humanos integrados. En esta cultura se privilegia lo general, el orden, la unidad5.
Estos cuatro debates sobre la descentralización se estructuran entonces sobre dos supuestos básicos: el primero es la necesidad de un orden racional, el segundo, la necesidad de la iniciativa creadora. Una vez más habría que recordar que estamos refiriéndonos a modelos culturales puros construidos en torno al valor “orden” o al valor “iniciativa”. En la práctica, la organización social combina orden e iniciativa, poniendo más énfasis en uno o en otro, según el modelo cultural que predomine.
Tomar posición por la conveniencia de estimular ciertos procesos descentralizadores, exige explicitar el potencial real de iniciativas que darán contenido a esos procesos. Descentralizar supone necesariamente mostrar la posibilidad de desarrollo de iniciativas que den respuesta en los cuatro ejes conceptuales mencionados.
En el primer eje conceptual se planteaba el debate sobre la viabilidad de los procesos de desarrollo local. Esto equivale a interrogarse sobre la existencia de iniciativas capaces de tener un impacto sobre los procesos de desarrollo, superando lo que sería una simple reproducción de los condicionantes macro-estructurales a los cuales está sometida la sociedad local. En la hipótesis de la existencia de estas iniciativas, los procesos de desarrollo local estarían mostrando una dimensión específica que no puede reducirse a un simple efecto de reproducción de los determinantes globales. Habría realmente, en este caso, un aporte al desarrollo de naturaleza local; o dicho de otra manera, habría acciones locales con un impacto real sobre los procesos de desarrollo.
Existe una doble relación entre estas iniciativas de carácter local y las políticas descentralizadoras:
Las reformas del sistema político-administrativo territorial se orientan generalmente a lograr una estructura descentralizada. Se menciona con frecuencia la necesidad de conceder a los distintos niveles territoriales grados de autonomía suficientes como para que puedan volverse administradores eficaces de sus recursos. Esas propuestas descentralizadoras buscan crear sistemas alternativos a las burocracias centralizadas, partiendo del principio de la necesidad de liberar la capacidad creadora de las sociedades locales. En este sentido, la descentralización político-administrativa es considerada como una condición necesaria para el desarrollo de iniciativas.
Pero al mismo tiempo, las reformas descentralizadoras que ya han sido llevadas a la práctica en varios países, están mostrando la necesidad de articular esas reformas con procesos que se originan en las sociedades locales mismas. La descentralización político-administrativa es una condición necesaria pero no suficiente para lograr efectos reales de descentralización del sistema. Si no existe una sociedad civil rica en iniciativas, capaz de ser receptora de las tranferencias operadas por la reforma políticoadministrativa, existirá un proceso de cambio institucional sin consecuencias importantes sobre el sistema centralizado de poder. Para que se produzca efectivamente una modificación del sistema, será necesario articular las reformas político-adrninistrativas generadas en el “centro” con las acciones originadas en la periferia. Es en este sentido que la existencia de actores locales capaces de iniciativa es una condición del éxito de las políticas descentralizadoras.
Para que las reformas político-administrativas modifiquen realmente el sistema centralizado de poder, debe existir entonces un tejido social denso a nivel local. Según un conjunto de investigaciones realizadas en diversos países y en distintos contextos de desarrollo6, la conformación de ese tejido social supone la existencia de una multiplicidad de pequeñas iniciativas que se originan en el terreno social, económico o cultural y que frecuentemente se desarrollan en varios terrenos al mismo tiempo.
Estas pequeñas iniciativas toman diversas formas, que ptieden reducirse a los tipos siguientes:
Uno de los efectos del crecimiento desequilibrado de América Latina ha sido el importante desarrollo del sector infomal de la economía7. En el caso de Colombia, por ejemplo, se habla de un sector informal que emplea el 55% de la población activa. Cifras análogas se manejan para otros países como Perú, Bolivia, Ecuador, Guatemala, etc. Pero incluso para países como Uruguay, que no se había caracterizado en el pasado por tener un sector informal importante, datos del último Censo Económico muestran una gran dispersión de la población ocupada en pequeñas unidades económicas8.
La crisis del Estado benefactor y las políticas de ajuste de las grandes empresas han obligado a estimular el pequeño emprendimiento privado que deberá generar los puestos de trabajo que se necesitan para absorber la población desocupada. Desde la microempresa unipersonal hasta la pequeña unidad productiva de menos de veinte asalariados, hay toda una gama de empresas industriales, artesanales, de servicios, comerciales, que son en la actualidad proveedoras de empleo. Se tienen pocos datos sobre la significación de este universo relativamente desconocido en términos macroeconómicos y macrosociales. Sin embargo, las estimaciones, encuestas y censos realizados en los últimos años tienden a mostrar un aumento constante de algunos indicadores (población empleada, participación en la ampliación del mercado interno, producción de insumos para la industria, participación en las exportaciones) que estarían señalando un crecimiento de la influencia de la pequeña empresa en el conjunto del sistema.
La creación de pequeñas y microempresas se ha convertido así en una realidad de primera importancia que debe ser tenida en cuenta por las políticas de desarrollo. Varios países de América Latina han llevado adelante acciones destinadas a encontrar soluciones a los problemas de la pequeña empresa (completamente informal más o menos formal). En una primera etapa, las instituciones encargadas de conducir estas acciones, se centraron en lo que parecía más urgente: capacitación, asesoramiento y crédito. Colombia ha sido líder en este tipo de programa. Desde 1977, algunas fundaciones privadas llevaron a cabo acciones en varias localidades del país. En 1984, el Gobierno decide intervenir en la elaboración y coordinación de un Plan Nacional de desarrollo de la microempresa. En 1988, un segundo Plan Nacional amplía las áreas de acción, interesándose también en los problemas de comercialización, de introducción de nuevas tecnologías y de reforma del marco jurídico.
En otros países estas políticas se han desarrollado más recientemente, como en Guatemala o Perú, y en otros, como Uruguay o Ecuador, se están dando actualmente los pasos necesarios para instrumentar planes nacionales de apoyo a la pequeña y microempresa. El tema está planteado en casi todos los países de América Latina, con un distinto grado de desarrollo y según las características propias de cada país. En general, se trata de encontrar soluciones a los problemas del empleo y del ingreso, pero también es una forma de promover la innovación y capitalizar mejor los recursos materiales y humanos.
Desde el punto de vista del desarrollo, estos pequeños emprendimientos tienden naturalmente a consolidar los tejidos socio-económicos locales. Su dimensión les da la posibilidad de establecer una relación fácil con realidades micro-locales y de tener en cuenta sus necesidades específicas. Estas pequeñas unidades económicas son además una fuente local de generación de empleo y de producción de riqueza, fortaleciendo así la sociedad civil. En este sentido, el estímulo de la pequeña iniciativa privada se verá favorecido por políticas descentralizadoras que aumenten las autonomías locales. De esa forma, el marco institucional facilitará el proceso de constitución de actores-empresarios, que defenderán efectivamente el “interés local”. Y al mismo tiempo, cuanto mayor sea la densidad empresarial de las sociedades locales, más viables serán las propuestas descentralizadoras. Descentralización y creación de pequeñas empresas son dos procesos que se alimentan mutuamente y que confluyen en el fortalecimiento de la sociedad civil.
En la última década, varios países de América Latina asistieron a la emergencia de un fenómeno que se ha llamado a veces “nuevos movimientos sociales”9. Se trata más bien de formas de auto-organización en función de reivindicaciones colectivas en el área de la vivienda, la salud, la alimentación, el medio ambiente, los servicios públicos o el consumo en general. El barrio o la pequeña ciudad constituyen el lugar natural de expresión colectiva a causa de las relaciones directas entre los individuos frente a las exigencias de la vida cotidiana10.
La génesis de estas organizaciones ha sido marcada por el autoritarismo. En este sentido, las causas de su emergencia no son solamente socio-económicas (degradación del nivel de vida), sino también políticas y culturales. Ha habido al mismo tiempo reivindicaciones en relación al nivel de vida, búsqueda de formas de participación socio-política y afirmación de ciertos valores como la solidaridad y la libertad.
Estas experiencias de auto-organización han producido un efecto de valorización del espacio local como un medio apto para el desarrollo de prácticas democráticas. Cuando los gobiernos autoritarios habían prohibido el funcionamiento de partidos políticos y sindicatos, lo “local” emergió como el único lugar donde la participación era posible. En ciertos países, el desarrollo de estas organizaciones alcanzó un grado de madurez importante.
Cuando se produjeron los procesos de tránsito de las dictaduras a la democracia, este nuevo actor se posicionó en el sistema, tratando de encontrar una forma de articulación con los partidos, los sindicatos, el Estado central, las municipalidades. Esta problemática de la articulación a partir del retorno a la democracia ha sido objeto de estudios, encuentros, seminarios durante los últimos años. Se trata fundamentalmente de saber si las formas actuales de la democracia pemiten la participación de estos actores de base en el sistema de decisiones.
Al instalarse los nuevos regímenes democráticos se crearon condiciones para que estas organizaciones pudieran desarrollarse libremente. Pero por otro lado, el fin de la represión política y sindical permitió la reapertura de las vías de participación “clásicas”, quitando a las nuevas organizaciones el carácter de únicos canales de expresión democrática. Una cierta desmovilización de estas últimas fue la consecuencia. Esto ha llevado a plantearse la cuestión de la verdadera naturaleza de estas formas de autoorganización y de las posibilidades reales de articularlas al sistema democrático, con la finalidad de enriquecer los mecanismos de participación.
Como en todo proceso de génesis de actor, la articulación entre el nuevo actor y otros ya fuertemente constituidos no es evidente. Los dirigentes políticos tienen una gran dificultad para reconocer y aceptar estas nuevas formas de auto-organización como interlocutores válidos. Frente a esto, las nuevas organizaciones deben desarrollar al mismo tiempo estrategias de presión sobre la sociedad política y sobre el Estado y estrategias de gestión de los problemas que se le presentan en su propio espacio autónomo y de participación11. Estas dos estrategias no son incompatibles.
Estudios recientes muestran que, para estos nuevos actores, alcanzar la madurez significa superar el carácter simplemente instrumental de la acción. No se trata de presionar solamente sobre otro actor para hacerlo ceder, sino de ir más allá y constituir instancias permanentes de negociación12. Solo así se logra acceder al reconocimiento por parte del sistema político y del Estado.
Estamos claramente frente a un proceso de aprendizaje democrático, que concieme tanto a los actores políticos y su capacidad de apertura, como a las nuevas organizaciones y su capacidad de aceptar el desafío de la construcción común. En este sentido, las políticas descentralizadoras deberán contribuir a crear mecanismos de decisión más adecuados para lograr la integración de estas nuevas experiencias renovadoras de la democracia. Al mismo tiempo, la existencia de estos actores sociales está mostrando un tejido social rico en capacidad de organización e iniciativa. Cuanto mayor sea esta densidad social, más posibilidades habrá de que las reformas descentralizadoras modifiquen realmente el sistema centralizado de poder. También en este caso, descentralización y generación de organizaciones sociales son dos procesos que se alimentan mutuamente y que confluyen en el fortalecimiento de la democracia.
El ordenamiento territorial en América Latina ha estado marcado por las concepciones centralistas que se impusieron durante los procesos de constitución de los Estados. Un estudio reciente del caso argentino muestra que las instituciones locales no constituían la “res publica” y fueron consideradas durante el siglo XIX y parte del siglo XX como consejos de administración de los intereses de las élites locales. El concepto de ciudadano no se aplicaba más que a nivel nacional; a nivel local había solamente contribuyentes, el voto era calificado y podían votar los extranjeros que tuvieran bienes. Lo “local” no tenía expresión en el sistema político. Los partidos políticos no actuaban a nivel local. Las instituciones locales no pesaban en las decisiones nacionales, eran simples reguladores de intereses locales13. Cuando lo “local” comienza a ser integrado al sistema político, este proceso se hará en la subordinación y la dependencia. El centralismo será el instrumento de afirmación de los estados-nación contra los particularismos locales.
El centralismo histórico ha tenido como efecto la disgregación de la dimensión local gracias a la proliferación de las vías de relación vertical-sectorial. No existen en la mayoría de los casos vías de integración horizontalterritorial. Las instituciones locales, endémicamente débiles, no logran contrapesar el centralismo que se expresa desde los distintos centros sectoriales.
Frente a esta realidad, la iniciativa local institucional trata de recomponer la dimensión local, creando lugares y acciones de carácter interinstitucional en los que se fortalezca lo horizontal-territorial. Para ello se intentará una movilización inter-institucional e intercategorial, tendente a superar las eventuales oposiciones entre diferentes racionalidades. Al menos sobre ciertos temas de capital importancia, se tratará de obtener un amplio consenso de actores pertenecientes a distintas instituciones (públicas y privadas) y a diferentes categorías sociales. Este consenso no significa la desaparición de racionalidades e intereses divergentes. Se trata de una posición común para lograr un determinado objetivo. Esto quiere decir que cada “socio” mantiene sus propios intereses, su lógica de acción y sus objetivos específicos. En cada instante, durante la acción inter-institucional, las diferencias pueden aparecer, los conflictos pueden manifestarse. El consenso no es la unanimidad, es frágil, se construye y se reconstruye, reposa sobre relaciones de negociación permanentes14.
Esta lógica de la inter-institucionalidad es actualmente aplicada en varios países de América Latina. Frente a la necesidad de encontrar soluciones a problemas urgentes y vitales para la comunidad, se crean estructuras locales ad-hoc que reúnen organizaciones sociales territoriales, empresarios locales, la institución municipal, partidos políticos, organizaciones sindicales. Esta forma de acción inter-institucional tiene la virtud de tratar un problema (de salud, educación, habitat, empleo, cultura, etc.) intentando solucionarlo mediante el aporte de un variado conjunto de actores locales. De esa forma, se instala una dinámica horizontal-territorial para tratar problemas sectoriales, que limitará los tradicionales mecanismos de relación vertical centralista. La multiplicación de estas experiencias de naturaleza inter-institucional deberá tener como resultado una recomposición progresiva de la dimensión local.
Las políticas descentralizadoras tendrán efectos reales sobre el modo de ordenamiento del territorio si logran articularse con estas iniciativas locales de carácter inter-institucional. La descentralización “vertical”, realizada desde el “centro” del sistema, necesita de los procesos localmente generados de reconstitución de la dimensión local. A su vez, las iniciativas “horizontales” tienen más posibilidades de desarrollo si se modifica el marco general del sistema político-administrativo territorial. También en este caso, la interacción entre ambas dinámicas es la única garantía de éxito de un proceso descentralizador que pretenda efectivamente aumentar las autonomías regionales y locales.
Uno de los argumentos centrales que se han desarrollado para poner en duda la conveniencia de los procesos descentralizadores es la eventual falta de un sujeto receptor y actor de esos procesos. En las páginas anteriores hemos recordado rápidamente tres actores locales que existen realmente en varios países de América Latina y que pueden convertirse en sujetos de los procesos de descentralización: los pequeños y microempresarios, las nuevas organizaciones reivindicativas y los actores interinstitucionales.
Los pequeños y microempresarios son agentes privados de desarrollo, cuya acción creadora de riqueza fortalece el tejido socio-económico local. Las nuevas organizaciones, reivindicativas son actores que plantean un lugar en el sistema de decisiones, proponiendo así una ampliación de los canales de participación democrática. Los actores interinstitucionales locales ponen en cuestión el ordenamiento centralista del territorio y orientan su acción a una recomposición de la dimensión local.
Es cierto que en muchos casos no existe ninguno de estos actores y que entonces la sociedad local no es más que un apéndice de otras estructuras sociales, sin capacidad para convertirse en receptora de un proceso de descentralización. Pero también es cierto que cada vez con mayor frecuencia las sociedades locales generan algunas o todas las formas de iniciativa definidas en estas páginas y que entonces la ausencia de políticas descentralizadoras perjudica o bloquea su desarrollo.
Cuando estos actores existen, la descentralización no tendrá los efectos temidos por muchos analistas contemporáneos. Habrá posibilidades de defensa del “interés local” contra la penetración indiscriminada de agentes externos. Las políticas descentralizadoras no producirán nuevas desigualdades entre grupos sociales y entre regiones, sino que permitirán un mejor aprovechamiento de los recursos naturales gracias a la presencia de actores capaces de iniciativa. En fin, la descentralización no terminará en una desintegración, en la medida en que los distintos particularismos sean expresados por actores locales fuertes negociando dentro de una sociedad capaz de articular las diferencias.
Los debates sobre la conveniencia y sobre la viabilidad de los procesos descentralizadores deberían centrarse en la definición de los actores. La hipótesis de una descentralización viable reposa totalmente sobre la hipótesis de la existencia de actores que la hagan no solamente posible y efectiva, sino necesaria. En esa medida, la investigación sobre las condiciones de constitución de actores locales se vuelve prioritaria. Es necesario evidentemente reflexionar sobre las mecánicas y las estructuras posibles de un proceso de descentralización, pero de todas maneras, ellas deberán adaptarse a las características de los actores protagonistas del proceso. En tanto condición necesaria, la descentralización político-administrativa debe ser cuidadosamente analizada, en tanto condición “no suficiente” para una efectiva descentralización del sistema, debe ser confrontada con la existencia de actores capaces de iniciativa.
1 Carlos A. DE MATTOS, “La descentralización, ¿una nueva panacea para impulsar el desarrollo local?, ILPES, Santiago, Chile, 1989.
2 José L. CORAGGIO, “Poder local y poder popular”, Cuadernos del CLAEH, No. 45/46, Montevideo, 1988, p.. 101-120.
3 Jordi BORJA, Manual de gestión municipal democrática, Instituto de Estudios de Administración Local, Madrid-Barcelona, 1987, p. 27.
4 Alexis de TOCQUEVILLE, De la démocratie en Amérique, Gallimard, París, 1961, p. 111 y ss.
5 Carlos PAREJA, “Polifonía y jacobi nismo en la política uruguaya” , Cuadernos del CLAEH, No. 49, Montevideo, 1989, p.61-82. La oposición entre cultura de la centralización y de la descentralización se inscribe en la reflexión iniciada en este artículo sobre un principio “igualador” y un principio “diferenciador” en política.
6 Algunos trabajos que relacionan descentralización y pequeña iniciativa:
7 Una bibliografía exhaustiva sobre el sector informal:
Raquel AGAZZI y Mercedes ACHARD, “Bibliografía: sector informal urbano”, en : El trabajo informal en Montevideo, CIEDUR-Banda Oriental, Montevideo, 1986.
8 Dirección General de Estadísitca y Censos, Censo Económico Nacional, Montevideo, 1989.
Algunos datos: el 84% de las unidades económicas emplean 4 personas y menos; la población ocupada en estas unidades representa el 25,3% del total; el promedio de ocupados por unidad de menos de 5 personas es de 1,6.
9 Algunas publicaciones sobre “nuevos movimientos sociales”:
10 Javier MARSIGLIA, “Organizaciones populares urbanas y desarrollo local” Ponencia en el Seminario “Movimientos sociales como protagonistas de la construcción de la democracia”, CLAEH, Montevideo, 1987.
11 José Luis CASTAGNOLA, “Participación y movimientos sociales”, Cuadernos del CLAEH, No, 39, Montevideo, 1986, p. 77.
12 José Luis CASTAGNOLA, “Problemática y alternativas culturales de los nuevos movimientos sociales”, Cuadernos del CLAEH, No. 42, Montevideo, 1987.
13 Marcela TERNAVASIO, “El régimen municipal argentino frente a la democratización”, Cuadernos del CLAEH, No. 50, Montevideo, 1989.
14 José AROCENA, Le développement par l’initiative locale. Le cas francais, de. L’Harmattan, París, 1986, p. 53.
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Fabio E. Velásquez C.*
* Profesor Titular, Departamento de Ciencias Sociales, Universidad del Valle. Investigador de Foro Nacional por Colombia.
La descentralización, que en un primer momento constituyó una respuesta política al conflicto social, se ha convertido en un componente clave de la estrategia de reforma del Estado en Colombia. Considerada como uno de los cambios más importantes en la reciente historia política del país, no ha lograo aumentar la eficiencia y eficacia de la gestión local. Sinembargo, ha propiciado la construcción de un marco legal para la participación y ha incrementado la gobernabilidad de los entes subnacionales.
Colombia ha vivido en la última década una reforma descentralista considerada como una de las más audaces y avanzadas en el conjunto del continente latinoamericano, comparable en su alcance solamente al proceso desatado en Chile a comienzos de la década del ochenta (ABALOS, 1994) y al que ha venido experimentando Bolivia en los últimos años (PAREDES, 1995).
El proceso, iniciado en la década pasada, obedeció a dos órdenes de factores: de un lado, a un cambio en el entorno mundial signado, como lo señala Boisier (1990), por cuatro tendencias: en primer lugar, la revolución científica y tecnológica, que ha tenido profundos efectos en los procesos productivos: el reemplazo del modelo fordista, el quiebre del sindicalismo de gran escala, la preeminencia de los «insumos de conocimiento» y la presencia de estructuras industriales que incorporan procesos de deslocalización, desconcentración y descentralización.
En segundo lugar, la internacionalización de las operaciones de capital, con un doble impacto sobre la función del Estado: de un lado, la desnacionalización de los Estados centrales, determinados cada vez más por decisiones y racionalidades de orden supra-nacional. De otro, la desconfianza en el Estado como agente de desarrollo y bienestar social y como facilitador de las condiciones de reproducción del sistema económico.
La tercera tendencia se refiere a las crecientes demandas de la sociedad civil por mayor autonomía local y mayor participación en la toma de decisiones. La autorrepresentación y el autogobierno aparecen como instrumentos necesarios y útiles para la solución de las necesidades cotidianas. Finalmente, la privatización de las actividades productivas y de servicios. Se postula que el contrato social característico del Estado de Bienestar ha perdido toda justificación y utilidad, lo que hace necesario un modelo alternativo que supere la deficiente calidad de la gestión pública y la irracionalidad en el uso de los recursos. La descentralización puede ser una vía a través de la cual se descarga a los entes centrales de ciertas responsabilidades y se entrega al sector privado la prestación de algunos servicios con una cierta garantía de eficiencia y calidad.
Este nuevo entorno internacional ha puesto de presente la insuficiencia de los modelos centralistas de organización estatal. El municipio aparece en ese contexto como un elemento cada vez más importante de la estructura político-administrativa de los países, como el centro de impulsión de políticas económicas y sociales y como órgano ejecutor o facilitador de procesos destinados a satisfacer demandas productivas y de calidad de vida de la población1.
Pero hay un segundo orden de factores, relativos a las condiciones internas del país, es decir, a las circunstancias sociopolíticas que abonaron el terreno para el impulso de las reformas descentralistas. El debate reciente se inició en Colombia hace aproximadamente dos décadas cuando el Presidente López Michelsen introdujo el tema de la administración territorial como parte de las discusiones que debería adelantar la Constituyente que propuso al país para reformar la Carta Política (VILLAR, 1986). De ahí en adelante, asuntos como la autonomía de los entes territoriales, las relaciones intergubernamentales (políticas y fiscales), el traslado de competencias a municipios y Departamentos, la eficiencia de la gestión local, la planificación territorial, etc. se convirtieron en focos del debate público y en objeto de reformas parciales.
Ese debate y las reformas subsecuentes no fueron sinembargo producto del capricho o de convicciones ideológicas de algunos gobernantes, de discusiones académicas de moda o de jugadas políticas fríamente calculadas, sino de una realidad efervescente que clamaba a gritos por una reforma de las instituciones políticas como único camino para distensionar al país.
En efecto, desde finales de la década del setenta el malestar de amplios sectores de la población venía aumentando en volumen e intensidad y se expresaba a través de una amplia gama de formas de protesta ciudadana (paros cívicos locales y regionales, tomas de edificios públicos, marchas, movilizaciones de diversa índole, etc.), que reflejaban el desencanto de los colombianos ante la incapacidad del Estado -fuertemente centralista e impregnado por la corrupción y el clientelismo- para responder suficientemente a sus demandas y aspiraciones. Los motivos de la protesta eran muy diversos: carencias de la población en materia de empleo, vivienda, infraestructura vial y de transporte, servicios públicos y equipamientos sociales; ausencia del Estado en regiones periféricas del país; autoritarismo del régimen en el tratamiento de los conflictos sociales; ausencia de mecanismos de participación ciudadana en la toma de decisiones; deslegitimación de los partidos como canales de expresión ciudadana; crisis de representatividad del sistema político, violencia, etc. (VELASQUEZ, 1986).
Se trataba de una crisis social y política cuya magnitud fue reconocida en 1985 por el propio Ministro de Gobierno cuando señaló sin ambages la necesidad de descentralizar el Estado a fin de evitar que la movilización y la protesta ciudadana se convirtieran en el corto plazo en factores de desestabilización institucional. Fue ese el argumento que convenció a una gran mayoría de los dirigientes políticos del país a aceptar el proceso de descentralización como una reforma necesaria e inaplazable.
Así pues, en un primer momento2 la reforma descentralista constituyó una respuesta a la crisis política, una «válvula de escape» a la tensión social acumulada en el país y un mecanismo a través del cual la dirigencia de los partidos tradicionales pretendió retomar las riendas del poder político y recuperar una legitimidad propia y del régimen, en ese momento bastante desdibujada.
Ello explica por qué, a diferencia de lo que ocurrió en la mayor parte de países de América Latina, la reforma descentralista en Colombia incorporó desde un principio mecanismos de participación. Se trataba de reorganizar el Estado entregando competencias y recursos a los municipios para ganar en eficiencia y eficacia y de modificar el régimen político en su base local mediante la apertura a la participación de los ciudadanos en las decisiones públicas. En ese sentido, la de 1986 fue una reforma esencialmente política, no solamente administrativa o fiscal.
La reforma Constitucional de 1991 fortaleció el proceso descentralista, realzando la importancia de la autonomía territorial, la descentralización y la participación como principios rectores de la organización del Estado colombiano (VELASQUEZ, 1995). La Carta consagró la autonomía política, fiscal y administrativa de los municipios y los definió como la entidad fundamental de la división políticoadministrativa del Estado, entregándoles funciones relativas al ordenamiento territorial, a la promoción del desarrollo local y del bienestar de la población y a la promoción de la participación ciudadana. Ese fue por lo menos el espíritu del texto constitucional, así los posteriores desarrollos legislativos no hayan sido totalmente fieles a él.
Las reformas descentralistas de esta última década en Colombia han estado, pues, muy vinculadas a un proyecto de modernización del Estado. En ese sentido, la descentralización, más que una redistribución de los poderes territoriales constituye una estrategia de reforma estatal, un intento por redefinir el rol del Estado y los términos de su relación con la sociedad.
De hecho, el proyecto del Presidente Betancur al asumir el poder fue adelantar una reforma política de fondo que tocase instituciones como la Justicia, los partidos, el Congreso, la oposición y la administración pública y que modificara las relaciones entre el Estado y los colombianos, hasta ese momento marcadas por una alta dosis de autoritarismo3. Ese proyecto no prosperó, excepto en lo relativo a la reforma del régimen municipal, la cual se erigió como «punta de lanza» de la transformación del Estado.
Igual cosa puede decirse de los presidentes Barco y Gaviria, especialmente de este último. Para su gobierno, la solución de los grandes problemas del país pasaba por la ejecución de una doble estrategia: la apertura económica y la descentralización. Ambas constituían pilares fundamentales y complementarios del nuevo modelo de desarrollo. La primera daría salida al agotamiento del viejo modelo de sustitución de importaciones y le daría un nuevo aire a la economía colombiana. La segunda permitiría un reordenamiento del aparato estatal para hacerlo más funcional a las demandas internas y a las exigencias del nuevo entorno internacional.
No era sinembargo la primera vez que se formulaban propuestas modernizantes en este siglo. En su momento, los Presidentes López Pumarejo y Lleras Restrepo formularon y ejecutaron sendas reformas estatales, de alcance y significado diferentes. En efecto, para López Pumarejo, modernizar el Estado significó modificar sustancialmente las instituciones políticas con base en criterios de racionalidad, eficacia, secularización (libertad de conciencia), protección de los derechos sociales y activación de la economía bajo la tutela del Estado. Se trataba de construir, a través de la «revolución en marcha» un nuevo orden acorde con las necesidades históricas impuestas por una burguesía naciente cuyos intereses estratégicos apuntaban a la transformación, no sólo de la economía sino también de la sociedad y la política.
Distinto fue el sentido de la modernización estatal impulsada por el Presidente Lleras Restrepo. Su propósito, más que racionalizar y secularizar la acción del Estado, consistió en fortalecer el régimen presidencial dándole mayor poder decisorio al Ejecutivo en el ámbito económico y en el manejo fiscal y cambiario (planificación económica), entregarle una mayor influencia a los tecnócratas en las decisiones del Estado y elevar sustancialmente la capacidad de intervención de este último en la economía (VELASQUEZ, 1992).
Hoy, las reformas descentralistas le han otorgado un sentido diferente a la modernización: ya no se trata primordialmente de la función social de la propiedad, ni de la intervención del Estado en la economía, ni tampoco de la planificación tecnocrática o de la concentración del poder en el Ejecutivo. Incluso, podría decirse que tampoco es cuestión de responder a una coyuntura de conflicto social y político o de recuperar la confianza ciudadana en las instituciones, como fue el caso hace una década. Todas esas siguen siendo sin duda preocupaciones políticas del momento que no han sido del todo resueltas. No obstante, la modernización parece significar algo diferente en la hora actual, a saber, estructurar un Estado ágil, menos interventor y más regulador, menos centralizado, más comprometido con las nuevas tendencias de la economía mundial, más dispuesto a enfrentar los problemas del desarrollo desde los entes periféricos y en interacción con el sector privado y más abierto a la iniciativa y a la participación de la sociedad en la gestión del bienestar. Las palabras claves no son ya secularización, intervención o planificación sino descentralización, privatización, regulación y participación4.
En este contexto, cabe preguntarse por el impacto de la descentralización en un triple sentido: eficacia de la gestión pública, democratización y gobernabilidad.
El Estatuto de Descentralización (Decretos 77 a 81 de 1987) y las Leyes 29 de 1989, 10 de 1990 y 60 de 1993 entregaron a los municipios competencias relativas a la prestación de servicios de agua potable y saneamiento básico; construcción, mantenimiento y dotación de planteles escolares, instalaciones deportivas y centros de atención primaria en salud; dirección del sistema local de salud; asistencia técnica agropecuaria; adjudicación de baldíos por delegación del INCORA; ejecución de programas de desarrollo rural integrado; adecuación de terrenos con infraestructura vial y de servicios públicos y comunales; cofinanciación de programas de vivienda de interés social; construcción, conservación y operación de puertos y muelles fluviales de pequeña escala; construcción y conservación de redes viales municipales; regulación del transporte urbano; prestación de servicios públicos domiciliarios; seguridad ciudadana y atención a grupos vulnerables de la población.
La entrega de esas competencias fue complementada por medidas de fortalecimiento fiscal, tanto de los ingresos propios como de las transferencias, a través de las Leyes 14 de 1983, 12 de 1986 y 60 de 1993. Otras normas reglamentaron los Fondos de Cofinanciación y la distribución de regalías por la explotación de recursos naturales no renovables.
Estas medidas fueron importantes no solo porque devolvieron a los municipios un conjunto de competencias que habían perdido sino además porque intentaban, por lo menos teóricamente, fortalecerlos administrativa y fiscalmente de manera que ganaran capacidad de respuesta a las demandas de la población y tuvieran un mayor protagonismo en el conjunto de la gestión pública.
Sinembargo, a pesar de diferentes esfuerzos locales y nacionales, incluída la política de desarrollo institucional municipal puesta en marcha en los últimos años, la descentralización no ha elevado sustancialmente los niveles de eficiencia y eficacia de la gestión municipal en Colombia. Por el contrario, la entrega de responsabilidades adicionales planteó a los municipios un reto superior a sus fuerzas, al que no han podido dar respuesta satisfactoria, básicamente por dos razones: de un lado, la capacidad de gestión de los municipios, especialmente de los pequeños, sigue siendo débil. El manejo del saneamiento ambiental, del transporte urbano, de la educación y la salud, para citar solamente los ámbitos más problemáticos, constituyeron novedad para muchos de ellos y un reto difícil de afrontar, más aún cuando la planificación no había sido incorporada como instrumento habitual de la gestión.
Este es un rasgo de las administraciones locales que se fue desnudando desde que comenzaron a recibir las nuevas competencias. La baja calificación técnica de los funcionarios, su inexperiencia en el manejo de planes y proyectos, la ausencia de una visión de conjunto de los problemas locales, el desconocimiento de los fundamentos de la gerencia pública son, entre otros, obstáculos muy serios que han impedido a los gobiernos locales responder a la función que les ha sido señalada.
El proceso habría sido más fluído si la asignación de competencias se hubiese hecho en forma diferencial según categorías de municipios. No fue así. Al contrario, las mismas competencias fueron trasladadas a todos los municipios sin distingo de tamaño, capacidad técnica, desarrollo institucional, presupuesto, etc. Así, las ciudades grandes y algunas intermedias, que habían desarrollado ciertas estructuras administrativas y técnicas en el pasado, contaban con una base mínima para asumir el proceso de descentralización. Pero los municipios pequeños, pobres en recursos fiscales, humanos e institucionales, no contaban con esa base. Para ellos, la descentralización creó desconcierto y, en ocasiones, frustración.
El otro factor ha sido el dominio durante muchos años del clientelismo como lógica estructuradora de la gestión local (VELASQUEZ, 1992a). El modelo clientelista es por definición ineficiente en el uso de los recursos públicos, pues los convierte en presa de apetitos privados, e ineficaz en el logro de metas pues se apoya en una lógica de intercambio de favores por lealtades electorales que poco o nada tiene que ver con la planificación de la acción pública.
De otra parte, a pesar de las medidas tomadas en materia de fortalecimiento fiscal, el tiempo ha ido demostrando la falta de correspondencia entre las responsabilidades entregadas a los municipios, la magnitud de las demandas locales y los recursos económicos disponibles (propios o transferidos). Sin duda, la nueva legislación propende por aumentar el caudal de recursos, especialmente vía transferencias. De hecho, la estructura fiscal de los municipios ha sido dinámica en los últimos años: sus ingresos propios crecieron en términos reales entre 1981 y 1994, incrementando su peso en el PIB del 2.2% al 3.5%. Por su parte, el gasto municipal se incrementó del 3.3% al 6.8% del PIB en el mismo período5. Sinembargo, hay factores que operan en contravía de ese propósito: en primer lugar, la capacidad de los municipios de recaudar ingresos propios sigue siendo muy baja, bien sea por falta de medios técnicos, o de catastros actualizados, o porque las autoridades locales no tienen la voluntad de hacerlo o simplemente porque jamás lo han hecho y, por tanto, la población no tiene la costumbre de pagar impuestos.
En segundo lugar, los sistemas de administración financiera brillan por su ausencia; no existe planificación de los ingresos y del gasto, ni mucho menos definición de estrategias para acceder a recursos o para hacerlos rendir de manera eficiente. A ello hay que añadir las presiones clientelistas y los «pactos de poder»6, que determinan un uso altamente irracional de los escasos recursos disponibles.
Todos estos factores han producido un gran malestar no solo en distintos sectores de la población, que ven cómo pasa el tiempo sin que sus problemas sean resueltos, sino también entre las autoridades locales, impotentes en muchos casos para resolver las presiones políticas y para atender al mismo tiempo el flujo creciente de demandas de la población.
Democratizar la gestión local implica varias cosas: en primer lugar, fortalecer las instancias de representación ciudadana de manera que sean cada vez más legítimas a los ojos de la población. En segundo lugar, garantizar la universalidad de las decisiones locales a fin de que su objetivo primordial sea asegurar el bien colectivo y no simplemente la satisfacción de intereses particulares. En tercer lugar, garantizar la transparencia de la gestión, de modo que no quepa duda alguna sobre la orientación de las decisiones públicas y sobre sus consecuencias. En cuarto lugar, propiciar el acercamiento entre el gobierno local y los distintos sectores sociales a través de canales formales o informales de participación. Finalmente, asegurar la existencia de mecanismos de control institucional y ciudadano de la gestión y de sus resultados.
Habría que preguntarse cuál ha sido el impacto de la descentralización en cada uno de esos aspectos. Sobre el primero de ellos hay que reconocer que la elección de Alcaldes, de Concejales y de miembros de las JAL ha ampliado el campo de representación de los intereses ciudadanos, sobre todo si se compara con la situación hace una década cuando solamente eran elegidos los concejales. No quiere decir ello que esa representatividad quede automáticamente garantizada. Las elecciones son procesos abiertos en los que intervienen distintos actores, intereses y estrategias, inclusive los «viejos » actores, apegados a las formas tradicionales (clienelistas y caudillistas) de acción política. De todos modos, se ha ampliado el espectro de posibilidades de elección y ello de por sí constituye un avance. Lo cierto es que, de todas las reformas recientes, la elección de alcaldes parece ser la que ha logrado una mayor aceptación entre el común de las gentes como mecanismo democratizador de la vida local y como instrumento para aumentar la eficacia de la gestión pública7. Y ello es así porque ha recuperado el debate político en los municipios, ha enriquecido la discusión de los problemas locales y ha propiciado el surgimiento de nuevas fuerzas políticas en el escenario municipal8.
En cuanto a la universalidad de las decisiones, la cuestión remite al problema de los modelos de gestión. En ese terreno, los cambios no han sido muy notorios. Hay que reconocer que la legislación post-Constitución ha intentado introducir una gran cantidad de elementos para racionalizar la gestión y garantizar que los viejos moldes clientelistas desaparezcan como formas dominantes de la acción gubernamental. Sinembargo, existe aún una gran distancia entre la norma y la realidad. La lógica clientelista y de los «pactos de poder» se sigue imponiendo en muchas regiones y municipios en los que los vientos de la modernización aún no han soplado. El clientelismo, como se sabe, es altamente selectivo pues busca favorecer solamente a aquellos sectores que colocan como contrapartida una lealtad electoral. El criterio entonces no es el bien común sino el cumplimiento de un pacto entre agentes privados (el intermediario y el beneficiario). No es extraño que en este momento un buen número de Alcaldes y ex-Alcaldes estén sometidos a investigaciones disciplinarias e, incluso, penales, por mal uso de dineros públicos o por decisiones que se apartaron de las normas existentes.
Algo distinto debe decirse con respecto a la transparencia de la acción gubernamental. No cabe duda de que la nueva legislación obliga a las autoridades locales a ser transparentes en sus decisiones y a rendir cuentas ante la ciudadanía. Los Alcaldes, por ejemplo, al ser elegidos, adquieren un compromiso con la población a través de su programa de gobierno, y deben responder ante ella sobre el cumplimiento de su propuesta. De lo contrario, los ciudadanos pueden revocarle el mandato. Los alcaldes saben ésto y han comenzado a multiplicar canales de información y de encuentro con la ciudadanía y, en algunos casos, a promover sistemas de veeduría ciudadana. De parte de la población, algunos sectores, en especial aquellos ligados a las organizaciones sociales, comienzan a tomar conciencia sobre la importancia de las decisiones públicas y, aunque en forma incipiente, demandan a las autoridades locales que rindan cuentas sobre su actuación.
En cuanto a la participación, hasta 1986 los canales institucionales a nivel local eran más bien escasos y de corto alcance. Además de las Juntas de Acción Comunal y de eventuales mecanismos consagrados por la ley (participación en la formulación de los planes de desarrollo urbano, en la protección del medio ambiente, etc.) las formas de interacción entre los sectores más desprotegidos de la población y el gobierno local se reducían al voto para la elección de Concejales, a la intermediación clientelista para la satisfacción de ciertas necesidades o a la protesta ciudadana.
La Reforma Municipal intentó modificar sustancialmente esa situación introduciendo mecanismos de participación a través de los cuales la población podría tener mayor ingerencia en los asuntos públicos y sentirse más representada en las decisiones locales: la elección de Alcaldes, la consulta municipal, las Juntas Administradoras Locales9, la participación de los usuarios en las Juntas Directivas de las empresas de servicios públicos y la contratación comunitaria.
La Constitución del 91 multiplicó los mecanismos de participación política, reglamentados posteriormente por la Ley 134 de 1994 (iniciativa popular, referendo, consulta popular, cabildo abierto, revocatoria del mandato), y definió nuevos ámbitos de participación ciudadana y comunitaria que han sido incorporados a los desarrollos legislativos de la Constitución10.
Muchos de esos mecanismos han adolecido de debilidades en su reglamentación. En primer lugar, el uso de algunos de ellos era potestativo: los Concejos municipales podían reglamentar las JAL, pero podían no hacerlo. En los municipios podían hacerse consultas populares, pero no eran obligatorias en ninguna circunstancia. El municipio podía contratar la realización de obras con organizaciones locales, pero no estaba obligado a hacerlo. De hecho, lo que ocurrió en el curso de los primeros años de aplicación de la Reforma es que muchos Alcaldes y Concejales no le dieron cabida a la participación pues presentían el surgimiento de un contrapoder que pondría en tela de juicio el monopolio que muchos de ellos habían mantenido sobre las palancas del poder local11.
La participación de los usuarios en las Juntas Directivas de las Empresas de servicios públicos, a diferencia de los anteriores, era un mecanismo obligatorio. Pero su reglamentación tenía otras fallas no menos importantes, como por ejemplo los requisitos exigidos para la postulación de los candidatos, en particular el referido al monto mínimno de facturación para respaldar a los postulados, o el hecho de que la designación final del representante a la Junta fuera hecha por el Alcalde y no por los propios usuarios12.
Otra deficiencia reglamentaria de estos mecanismos es el alcance muy limitado de las atribuciones entregadas a las JAL. Estas operaban como órganos de consulta y de iniciativa, pero no como instancias decisorias o de gestión. Su capacidad de incidir en el desarrollo de su territorio era mínima, pues a lo sumo podían distribuir partidas del presupuesto municipal para proyectos específicos de la Comuna o Corregimiento13.
En cuanto a los mecanismos de participación política hay que decir que han sido sometidos a una reglamentación demasiado minuciosa y compleja que puede terminar por desestimular su uso por parte de la población. El proceso para llevar una iniciativa ante el Concejo Municipal es tan dispendioso y demorado que quien la tenga puede desanimarse al enterarse del trámite que debe surtir antes de que sea estudiada y aprobada o rechazada.
No obstante estas debilidades, no deja de ser cierto que se han sentado las bases jurídico-institucionales para fortalecer la intervención de los ciudadanos. Pero las normas no garantizan por sí mismas la movilización de la gente en torno a la gestión local. La movilización precisa actores dispuestos a participar. En Colombia, el problema no es de normas. Las hay suficientes e, incluso, en exceso. Es más bien de actores. Allí reside el obstáculo más importante para la democratización de la gestión municipal. Desde el punto de vista de los actores políticos, hay que señalar que los partidos aún no tienen claro un punto de vista sobre la descentralización y la democracia local. Saben que los municipios han ganado importancia política y, de hecho, han tenido que definir propuestas programáticas y pensar de alguna manera la realidad local, pero no han definido propuestas estratégicas para el ejercicio del poder municipal. Ciertamente, se ha ganado en el lenguaje de la participación y, en algunos casos, se han puesto a prueba propuestas sobre formas democráticas de relación entre el gobierno local y la ciudadanía que apuntan a valorizar la participación. Pero ello ocurre generalmente en ciudades grandes e intermedias y muy excepcionalmente en pequeños municipios. En éstos existe una tradición de control oligárquico del poder político local, que excluye la intervención de otros actores en la definición del destino colectivo. Hay fuertes resistencias a variar los cánones tradicionales de manejo de la administración local, lo que hace difícil el empleo de los mecanismos de participación.
Del lado de los actores sociales, no existen condiciones objetivas ni subjetivas que estimulen su participación en los asuntos locales. La violencia política, la intolerancia extrema y la ausencia de una cultura pluralista han sido los principales enemigos de la participación. Incluso, algunos sectores desconfían de esta última pues la ven como un recurso más de los jefes políticos para perpetuar su poder y sus privilegios.
De otra parte, a pesar del crecimiento significativo de las organizaciones de base, cívicas, no gubernamentales, etc. y de la conciencia cada vez más extendida entre los líderes y las comunidades de que es importante y necesario participar, la mayor parte de ellas no cuentan con la autonomía suficiente para convertirse en interlocutoras del Estado. Este, por el contrario, ha jugado en rol dominante en los procesos de participación controlando su alcance y sus efectos.
Hace falta además mayor motivación de la gente para participar. Ello depende en parte de la eficacia de los procesos participativos para resolver los problemas de la población. Si la gente no ve los resultados, va perdiendo confianza en los mecanismos y los abandona. Eso ha sucedido en el país. La inexperiencia en unos casos, las disputas partidistas en otros, la burocratización de los procedimientos, la falta de voluntad política de las autoridades locales, etc. han hecho que algunos procesos aborten y que la gente no le encuentre sentido a intervenir en los asuntos públicos. Es lo que sucede, por ejemplo, con los mecanismos de fiscalizacíón cuando las quejas y los reclamos de la ciudadanía no tienen eco en las instancias encargadas de investigar y sancionar, o cuando las iniciativas de programas, proyectos, etc. no son tenidas en cuenta a la hora de definir el rumbo de la gestión.
Finalmente, en lo que hace al control, la Constitución y la ley han introducido un conjunto de herramientas para fortalecer el control institucional de la gestión pública y sus resultados y promover la veeduría ciudadana. Ese es probablemente uno de los énfasis más importantes de la nueva legislación. Ya en algunas ciudades existen sistemas de veeduría ciudadana (Bogotá y Cali, por ejemplo) y se espera que en el futuro esa práctica se convierta en parte inherente de las conductas públicas de los colombianos. Aquí también hay un largo camino por recorrer, en el que no faltan obstáculos: falta de voluntad política de las autoridades; resistencia de los funcionarios públicos; ausencia de una cultura ciudadana de la fiscalización, intimidación, corrupción, intereses clientelistas, etc.
Por último, en lo que respecta a la gobernabilidad14, éste parece haber sido el impacto más claro de la descentralización en Colombia. La entrega de competencias y recursos a los municipios ha dotado a las autoridades locales de dos herramientas que han fortalecido su capacidad de promover dinámicas de desarrollo y bienestar local. Otra cosa es que los niveles de eficiencia y eficacia, como ya se dijo, no sean los deseables.
Infortunadamente, una condición clave de la gobernabilidad, el fortalecimiento institucional, no ha producido los frutos esperados. La política de desarrollo institucional de los municipios promovida por el anterior Gobierno, aunque logró resultados favorables en algunas regiones del país, tuvo más errores que aciertos, no tanto en su definición conceptual como en su diseño operativo e institucional. Fue un programa demasiado centralizado que no tuvo en cuenta las particularidades de los municipios en diferentes zonas del país y que no supo concertar con los gobiernos regionales la estrategia más adecuada para su realización15.
Los mecanismos de participación también han constituido un instrumento valioso para los gobiernos locales pues han propiciado en medio de sus limitaciones una relación institucional con distintos sectores de la población y han garantizado hasta cierto punto la viabilidad de los planes y programas de desarrollo local16.
Además, es claro que la apertura institucional a la participación ha contribuido en parte a distensionar el país y a facilitar el manejo del conflicto, por lo menos en sus manifestaciones regionales y locales. Las estadísticas señalan que las luchas cívicas disminuyeron en número después de la reforma municipal del 86: en el quinquenio 1980-1985 tuvieron lugar 157 paros cívicos; entre 1986 y 1990, el número de paros cívicos se redujo a a 145 y en el siguiente quinquenio, a 11517.
Sin embargo, existen algunos factores que entraban la capacidad de los gobiernos locales para conjugar todos estos elementos. Uno de ellos es la relación del municipio con los entes departamentales y el Gobierno central. Supuestamente, los términos de dicha relación fueron definidos mediante la expedición de la Ley de Competencias y Recursos (Ley 60 de 1993), que delimita los ámbitos de intervención de la Nación y de los entes territoriales. Sinembargo, aún existen problemas no resueltos en ese campo: en primer lugar, la Constitución Nacional abrió la posibilidad de creación de otros entes territoriales, las regiones, las provincias y las entidades territoriales indígenas. Esto complica el problema de las competencias al exigir la coordinación de seis o siete niveles distintos de la administración pública. La Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial debe dar solución a ese problema, pero infortunadamente el Congreso aún no la ha expedido18.
En segundo lugar, a pesar de que la Constitución y las leyes garantizan la autonomía municipal, es claro que el Gobierno central sigue jugando un papel importante en la definición de políticas relacionadas con los campos de competencia de los municipios y tiene un gran poder de control de los recursos a través de los programas de inversión de los entes nacionales (Ministerios, entes descentralizados, etc.), de las transferencias19 y de los recursos de crédito (sistema de cofinanciación)20. Este se ha convertido en un núcleo de fuertes tensiones entre los municipios y el gobierno central. Los primeros alegan no tener los dineros suficientes para atender las demandas de la población. El segundo teme que los municipos malgasten esos recursos debido a su baja capacidad de gestión y a la permanencia de factores de corrupción y clientelismo. Muestra de ello es el tono centralista de los proyectos de ley que el Gobierno ha presentado al Congreso sobre distintas materias relacionadas con la gestión local, en particular la Ley 60/93 sobre competencias y recursos y la ley 152, orgánica de Planeación, y que el Legislativo ha aprobado sin grandes reparos. Esto, por supuesto, termina por reducir la capacidad de manejo de las autoridades locales sobre los problemas de su territorio y su población.
Otro factor que erosiona la gobernabilidad es la violencia. Las estadísticas muestran la extensión del fenómeno en ciudades y campos y la multiplicación de sus formas y agentes. Las consecuencias de este fenómeno para la vida local son importantes: muchos alcaldes han sido amenazados de muerte, secuestrados o asesinados y otros viven bajo presión permanente de grupos guerrilleros o paramilitares. La ola de secuestros y masacres en diversas regiones del país ha colocado a muchos municipios en una situación de inseguridad social frente a la cual los gobiernos locales no tienen capacidad de acción. El gobierno nacional ha sido claro en señalar que las negociaciones de paz con la guerrilla y la política de sometimiento de los narcotraficantes es de su competencia exclusiva, por lo cual ni los gobernadores ni los Alcaldes pueden desarrollar negociaciones en ese sentido. Ellos prácticamente se encuentran maniatados frente a un problema que afecta cada vez más a la ciudadanía y a sus autoridades. Sólo en las grandes ciudades (Medellín, Cali, Bogotá) se ha comenzado a diseñar programas locales de lucha contra la inseguridad y la violencia a través de los cuales se espera reducir en algún grado el impacto del fenómeno.
Un último factor que afecta la gobernabilidad es la inexistencia de un sistema de gobierno-oposición en Colombia. Los gobiernos locales operan en el país mediante un sistema de «pactos de poder» a través de los cuales los Alcaldes, los Concejales, los directorios políticos y los jefes locales y regionales definen sus relaciones y la distribución de los cargos públicos y del presupuesto local. Es un sistema de gobierno sin oposición. Quienes no entran en el pacto simplemente quedan por fuera y no tienen las garantías políticas -y en general tampoco la voluntad- para actuar como bloque de oposición. Así las cosas, el Alcalde debe gastar buena parte de sus energías en lograr acuerdos y, sobre todo, en mantenerlos, pues constituyen prenda de garantía para realizar el programa de gobierno. Algunos Alcaldes han conseguido romper ese círculo y actuar con cierta independencia de las presiones políticas. Pero siguen siendo la excepción. Hace falta implantar un sistema de gobierno-oposición que garantice, mediante normas claramente establecidas, las obligaciones del gobierno y las garantías de la oposición, de manera que las relaciones políticas se desenvuelvan en forma transparente y sin convertir a la administración local en un botín burocrático.
El Presidente Samper optó por una línea de continuidad con las políticas iniciadas en la administración anterior en materia de descentralización, cambiando ciertos énfasis e intentando una estrategia más integral para fortalecer el proceso. Dos postulados subyacen a la propuesta: de un lado, la consideración de la descentralización como pilar del nuevo orden estatal heredado de la Constitución de 1991. De otro, la idea de que en ese nuevo marco institucional la descentralización debe estar asociada a la participación ciudadana y al mejoramiento continuo de la gestión pública. Esos tres elementos pueden hacer un aporte fundamental para la construcción del nuevo ciudadano y garantizarán que «los asociados recuperen la credibilidad en el servicio público y en sus gobernantes»21. Sinembargo, el proceso de transferencia de responsabilidades políticas, fiscales y de gasto público a los niveles subnacionales de gobierno no ha estado acompañado, según el Gobierno, de un fortalecimiento institucional de la débil estructura fiscal de las entidades territoriales. Como resultado de ello, las finanzas de estas últimas han demostrado una dependencia cada vez mayor de las transferencias del nivel central, lo que a la larga puede convertirse en amenaza para las finanzas públicas y para la estabilidad macroeconómica.
Por tal razón, la estrategia central del gobierno consiste en desarrollar un amplio Programa de Impulso al Desarrollo Institucional de la Nación y las Entidades Territoriales a través del cual se ofrecerá asesoría permanente a los gobiernos locales en gestión, administración, planificación y gerencia estratégica, formulación y bancos de proyectos. El objetivo primordial es elevar la capacidad de gestión de los distintos niveles de gobierno para que puedan cumplir con sus responsabilidades y hacer un manejo más eficiente de sus recursos. También se busca adecuar la cesión de competencias y recursos a la capacidad real de la Nación y de las entidades territoriales de manera que la entrega de responsabilidades no se convierta en una carga sino en un estímulo para su desarrollo.
El Programa, que estará a cargo de las Oficinas de Planeación Departamental con el apoyo de la Consejería para el Desarrollo Institucional, las Universidades regionales y el Plan Pacífico, trabajará en áreas como la armonización de programas de desarrollo institucional, la asistencia técnica y financiera, la modernización de la gestión interna, los sistemas de información y la planeación, seguimiento y evaluación de la gestión.
Esta propuesta intenta ser más flexible que la ejecutada por el Presidente Gaviria, en tanto pretende adaptar la entrega de competencias y recursos a la capacidad real de cada ente territorial, y más integral, pues busca fortalecer institucionalmente a la Nación y a los entes territoriales, no sólo a los municipios.
Institucionalmente, el cambio más radical consiste en la propuesta de creación del Ministerio del Interior a cuyo cargo estaría la coordinación de las entidades territoriales con el Gobierno Nacional. El Ministerio será el interlocutor político en materia de descentralización y ordenamaiento territorial y coordinará el impulso al desarrollo institucional de las distintas instancias del Gobierno a nivel regional.
En materia fiscal, el Plan propone desarrollar el Programa de Fortalecimiento del Sistema de Financiamiento Territorial cuyo objeto será equilibrar competencias y recursos de las distintas entidades territoriales. Ello implicará modernizar su estructura tributaria, mejorar la eficiencia en el recaudo, revisar el sistema de transferencias, reglamentar el Fondo Nacional de Regalías, fortalecer el sistema de cofinanciación y propiciar la eficacia del gasto territorial.
Este paquete de propuestas se completa con las de desarrollo de la sociedad civil y fortalecimiento de la participación ciudadana. La idea, que ya se ha comenzado a trabajar a través de un Documento CONPES de Participación, es dar a conocer la amplia gama de canales de intervención ciudadana existentes, brindar a la población la información necesaria para que pueda tomar parte en las decisiones públicas y desarrollar las capacidades ciudadanas para la participación. Allí jugará un papel fundamental el Fondo para la Participación Ciudadana, reglamentado mediante el Decreto 2629 de Noviembre de 1994, el cual cofinanciará programas que hagan efectiva la participación.
Lo que se ha intentado mostrar en estas páginas es que el trayecto de la descentralización no ha sido fácil sino, al contrario, lleno de obstáculos y vicisitudes. Ello es así porque se trata de un proceso político en el que se conjugan intereses, significados, propuestas y estrategias de sectores muy diferentes social e ideológicamente. La posibilidad de que el proceso se desatara en un momento determinado y que prosiguiera su curso dependió de coyunturas históricas en las que esos intereses divergentes convergieron en la necesidad de reformar el Estado a través de la descentralización. Dicha convergencia sinembargo no borró las diferencias de enfoque que cada uno de los actores tenía sobre el proceso y ello explica el rumbo que ha tomado.
Un balance general del proceso permite señalar que se ha avanzado en lo referente al traslado de competencias y recursos, en la definición del marco jurídico e institucional de la descentralización y de la participación, en la recuperación del municipio como escenario político, en la adopción del discurso y, en algunos casos, de conductas participativas y que, como consecuencia de lo anterior, los municipios han ganado capacidad para enfrentar los problemas de su respectiva jurisdicción teritorial.
Pero el proceso mismo ha desnudado debilidades que obstaculizan actualmente su desarrollo y que constituyen retos políticos para los actores involucrados en él: la débil capacidad de gestión de los municipios, la permanencia de factores ligados al clientelismo y la corrupción, la violencia, la resistencia de algunos sectores sociales y políticos a modernizar y, sobre todo, a democratizar la gestión, la ausencia en la población de un sentido de lo público que la estimule a intervenir en los asuntos locales, la falta de autonomía de las organizaciones sociales frente a los actores políticos y al Estado, en fin, el papel aún protagónico del gobierno central en la definición de políticas y de inversiones de carácter local y la tutela que sigue ejerciendo sobre las decisiones locales.
Colombia se sumó a la dinámica descentralista en la década del 80 y le queda muy difícil retroceder. Además, la Constitución apostó por un Estado descentralizado y de autonomías regionales y ese es el norte que debe guiar la reforma política. El país se encuentra en una etapa de transición en la que se están sentando las bases de nuevos modelos económicos y se continúa desarrollando el marco político-institucional definido en la Constitución. De dicho marco vale la pena resaltar la importancia que tiene la Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial (LOOT), pues es la que determina el régimen de competencias de los distintos entes territoriales y de sus mutuas relaciones. Hasta ahora, el proceso de descentralización en Colombia ha sido eminentemente municipalista. Ello ha creado una cierta polaridad municipio/gobierno central que ha dejado por fuera del proceso a los gobiernos departamentales, único nivel intermedio existente hasta ahora. Un proceso armónico de descentralización exige mayor organicidad en las relaciones entre las distintas entidades territoriales y por ello la descentralización debe mirar con mayor atención el papel de los Departamentos como intermediadores entre los planes nacionales y los problemas de las regiones y los municipios. En ese sentido, la LOOT va a ser definitiva pues deberá definir el nuevo rol de los Departamentos y de las entidades intermedias del futuro (las regiones y las provincias).
Pero, sin duda, el futuro de la descentralización en Colombia seguirá dependiendo en buena parte de que los distintos actores nacionales y locales involucrados en el proceso lleguen a acuerdos fundamentales para fortalecer el papel de los entes subnacionales y para democratizar la gestión. En una época en la que el discurso del fin de los metarrelatos gana fuerza, no puede perderse de vista que uno de los requisitos para la sobrevivencia política y económica de países como Colombia está en la posibilidad de que procesos como el de descentralización se fundamenten en un nuevo pacto social en el que la construcción de lo público constituya el aliciente fundamental que una las voluntades de todos los sectores sociales y políticos. De lo contrario, las fuerzas del mercado serán excelentes aliadas de la pobreza y la violencia.
1 Esto explica por qué la descentralización ha sido impulsada por los organismos de crédito multilateral como parte de las estrategias de ajuste estructural y de los modelos de desarrollo impuestos a los países del continente en la década pasada.
2 El sentido del proceso fue cambiando paulatinamente, al tenor de los intereses y proyectos de cada uno de los gobiernos de turno. El rol asignado a las reformas descentralistas no fue el mismo en el gobierno de Betancur que en el de Gaviria. Eran circunstancias y proyectos políticos bien diferentes.
3 Betancur recibió en Agosto de 1982 un país convulsionado por el conflicto guerrillero, por la protesta social y por el avance del narcotráfico, con altos índices de polarización social y política.
4 Este cambio de significado explica por qué el énfasis del Presidente Gaviria en el proceso descentralista no fue la participación ciudadana sino el desarrollo institucional y la definición de un marco legal que permitiera al sector privado intervenir en la prestación de los servicios públicos.
5 El Salto Social, Plan Nacional de Desarrollo 1994-1998, Versión Febrero de 1995, Santafé de Bogotá, Presidencia de la República-DNP, p. 36.
6 Sobre este concepto, ver VELASQUEZ, 1992a.
7 Varios sondeos de opinión demuestran estadísticamente los altos niveles de legitimidad de la elección de alcaldes. Ver LOPEZ PINTOR, 1991 y VELASQUEZ y SANCHEZ, 1994a.
8 Consecuencia de ello es la relativamente alta tasa de participación electoral en la elección de alcaldes.
9 Las JAL ya habían sido estatuídas por la reforma constitucional de 1968, pero no habían sido reglamentadas. La Ley 11 de 1986 especificó su carácter, composición y funciones.
10 Un inventario de mecanismos de participación ciudadana y comunitaria en los desarrollos legislativos de la Constitución del 91 ha permitido identificar cerca de 50 posibilides que tienen los ciudadanos de intervenir en la gestión local. Ver GONZALEZ, 1995.
11 Hasta 1994, solo en cerca de 40 de los 1.044 municipios del país habían sido reglamentadas y elegidas las JAL. Hasta ahora han sido realizadas solamente tres consultas municipales.
12 Este procedimiento fue suspendido por el Consejo de Estado. El Gobierno expidió a fines de 1992 una nueva reglamentación en la cual se establece que el representante de los usuarios debe ser elegido por estos últimos en asamblea organizada para tal efecto.
13 En algunas ciudades, la reglamentación de las funciones de las JAL fue más ambiciosa. Por ejemplo, en Cali, las Juntas han tenido una cierta posibilidad de concertación con la Administración Municipal en ciertos campos. Además, participan en diversas Juntas Municipales que tienen atribuciones decisorias.
14 Entendemos la gobernabilidad como la capacidad de «poner efectivamente en juego las energías del cuerpo social para lograr ciertas metas, sin contravenir al tiempo ciertas reglas consensuales del jugo político (que en el caso de la democracia significa no recortarla, condicionarla o suprimirla sustituyéndola por formas autoritarias): establecer reglas de juego que permitan a las oposiciones actuar con lealtad a un conjunto de agreements on fundamentals, que son la esencia del mantenimiento de ese juego» (RIAL, 1988, citado por UNGAR, 1993, p.11).
15 Para una evaluación del PDI en municipios del suroccidente colombiano ver VELASQUEZ et al., 1995.
16 La experiencia en Cali es aleccionadora al respecto. Los acuerdos comunitarios y los convenios sociales han permitido al Alcalde obrar con mayor agilidad en la solución de los demandas de la población.
17 Las cifras son tomadas de LOPEZ (1987), GARCIA (1990) y CINEP (1994). Hay que tener en cuenta que la disminución de las luchas cívicas no puede ser explicada exclusivamente por la aplicación de la reforma municipal. El asesinato de cerca de 1.000 líderes cívicos y sindicales en las vísperas de la primera elección de alcaldes tuvo mucho que ver en el reflujo de los movimientos cívicos. Además, algunos de éstos dieron el salto a la lucha electoral.
18 En el momento de escribir este artículo, el Congreso de la República estudia un proyecto de Ley de Ordenamiento Territorial, presentado por el Gobierno.
19 El Gobierno Nacional ha utilizado las transferencias como instrumento de control del gasto público y de la inflación y por momentos ha decidido retener los desembolsos hacia los Departamentos y Municipios. La ley 60 de 1993, que regula dichas transferencias, incluye una gran cantidad de exigencias a los municipios, cuyo incumplimiento significaría el recorte total o parcial de las mismas. Esto los coloca en una situación desigual pues muchos de ellos no lograrán cumplir tales requisitos, ni siquiera en el mediano plazo, lo que puede tener a la larga un impacto negativo sobre sus arcas, especialmente en el caso de los municipios pequeños y pobres, pues su capacidad de generación de ingresos propios es muy baja y su dependencia de las transferencias muy alta.
20 La Red de Solidaridad Social, programa bandera del Presidente Samper, ha sido concebida como un programa nacional, ejecutado por los municipios, pero manejado por la Presidencia de la República.
21 El Salto Social, p. 224.
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Alberto Maldonado Copello*
Carlos Moreno Ospina**
* Economista. Investigador Universidad Central-Colciencias. Asesor del Departamento Nacional de Planeación.
** Economista. Asesor externo del DIUC.
El propósito de este artículo es examinar la relación entre transferencias nacionales y esfuerzo fiscal municipal a partir de los avances del estudio que adelanta el Departamento de Investigaciones de la Universidad Central con el apoyo de Colciencias. Se examinan en el texto las principales posiciones sobre el tema y se argumenta que no es posible establecer una relación de causa a efecto entre mayores transferencias automáticas y reducción del esfuerzo fiscal local, por cuanto existen otros factores que indicen en el desempeño fiscal de las administraciones municipales.
El proceso de descentralización territorial en Colombia se basa, en gran medida, en la asignación de transferencias automáticas a los gobiernos territoriales y en su crecimiento continuo desde el año de 1987. En el caso de los municipios las transferencias automáticas consisten actualmente en una participación en los ingresos corrientes de la nación -anteriormente era una participación en el impuesto al valor agregado- las cuales deben aumentar desde el 14% hasta el 22% de los ingresos nacionales entre 1994 y el año 2002.
La literatura fiscal considera que, en términos generales, son más eficientes las transferencias sujetas a contrapartidas o a la condición de formulación de proyectos para su obtención, a las transferencias de tipo automático que no exigen ninguna contrapartida ni están sujetas a la presentación de proyecto por parte de la entidad receptora. El esquema escogido en el país, sin embargo, se ha inclinado por esta última opción, al punto de que ha sido establecida como norma de rango constitucional.
El efecto negativo más importante que se supone producen las transferencias automáticas es la reducción del esfuerzo fiscal de los gobiernos locales. El argumento es muy sencillo: ante la presencia de un flujo continuo de recursos que llega a los municipios sin ningún esfuerzo por su parte, el comportamiento más probable y racional es que los gobernantes locales prefieran disminuir el recaudo de sus recursos propios, evitándose de esta forma los conflictos políticos y el desgaste ante la comunidad que ocasiona el tema de los impuestos locales. Complementariamente, la disponibilidad de recursos “gratuitos” se puede traducir en un uso poco eficiente y cuidadoso de los recursos transferidos, afectando, por tanto, el cumplimiento de los propósitos perseguidos por la descentralización en términos de mejoramiento de los servicios que se prestan a la población.
En el debate sobre la descentralización territorial en Colombia ha primado el enfoque que considera que los gobiernos territoriales han disminuído su esfuerzo fiscal como consecuencia del esquema de transferencias escogido. Más aún, ha tomado fuerza la idea de que existe una relación de causa a efecto entre las transferencias automáticas a los municipios y la reducción de su esfuerzo fiscal.
No obstante, una posición alternativa consiste en considerar que efectivamente la modalidad de transferencia es un elemento importante, pero que existen otros factores que explican el comportamiento local en materia de esfuerzo fiscal. Esto incluso se corrobora en el hecho de que las estadísticas disponibles permiten observar casos que escapan al modelo de relación causal señalado, lo cual indica la necesidad de explorar con más detalle el comportamiento específico de las administraciones municipales y explorar los otros factores que inciden en el comportamiento de los gobernantes territoriales.
Con base en estos análisis será posible explorar la manera de generar y presentar a los gobiernos locales alternativas que permitan corregir los supuestos desincentivos producidos por las transferencias. Esta posición, asumiendo que no existen a corto plazo las condiciones políticas para una modificación del esquema constitucional de transferencias, constituye una aproximación realista para la formulación de las políticas en la materia.
El presente artículo pretende contribuir a este debate, con base en el marco analítico y metodológico adoptado para emprender la investigación que sobre “Transferencias y esfuerzo fiscal municipal” viene adelantando el Departamento de Investigaciones de la Universidad Central, así como en algunos de sus resultados preliminares.
El incremento de las transferencias a los gobiernos locales ha conducido al aumento significativo de la inversión local y de su participación en el conjunto de la inversión pública1. Las reformas políticas y administrativas dispuestas dentro del proceso de descentralización han sido complementadas con una mayor disponibilidad de recursos, especialmente en el caso de los municipios menores, lo cual ha permitido un mejoramiento significativo de los gobiernos municipales como proveedores de bienes públicos.
Subsisten, sin embargo, serios interrogantes con respecto al esfuerzo fiscal local, tanto en términos del mejoramiento del recaudo de los recursos propios como en relación con la racionalización del gasto. Aunque la información disponible no es suficientemente demostrativa, algunas indagaciones realizadas sobre el particular parecerían indicar que todavía los municipios no aprovechan plenamente su potencial fiscal ( Presidencia de la República : 1992), y que persisten serios problemas en materia de planeación, programación de la inversión, formulación de proyectos, control y evaluación (Ferreira y Valenzuela : 1994, Maldonado, 1993).
La posición generalizada sobre el tema consiste en señalar que los gobiernos locales en Colombia, especialmente los más pequeños, presentan un reducido esfuerzo fiscal o una disminución en su crecimiento, situación que se debe en gran parte al efecto de las transferencias sin contrapartida. En particular, recientemente esta posición ha sido sostenida por la Misión para la Descentralización dirigida por Eduardo Wiesner. Al observar las cifras sobre el comportamiento de los recaudos tributarios de los municipios se encuentra que éstos han presentado un crecimiento significativo entre 1980 y 1990, del 6.4% anual en términos reales. Sin embargo, un análisis de los ingresos tributarios per cápita muestra que los valores recaudados son extremadamente bajos en su conjunto, por una parte, y la situación de municipios específicos muestra un desempeño fiscal preocupante, por la otra (por ejemplo, municipios con población superior a 50.000 habitantes con ingresos tributarios per cápita inferiores al promedio de los municipios con menos de 20.000 habitantes). Para Wiesner es evidente que la presencia de una transferencia automática ha conducido a una situación de pereza fiscal e indolencia en el gasto debido al hecho de que los gobernantes locales prefieren dejar de lado cualquier esfuerzo tributario por sus costos políticos y ,además, tienen un margen grande para financiar la ineficiencia.
Otros autores concuerdan en mayor o menor medida con la tesis de la existencia de pereza fiscal. Sánchez y Gutiérrez2 encuentran que no es posible probar mediante modelos econométricos la existencia de pereza fiscal en los gobiernos municipales pero, a pesar de ello, afirman que el fenómeno se está presentando y podría incrementarse. Ferreira y Valenzuela3 acogen la argumentación de Wiesner con relación al impacto negativo de las transferencias automáticas sobre el esfuerzo fiscal, lo mismo que Fainmboin, Acosta y Cadena4 que perciben para las localidades un futuro similar al del municipio de Arauca, y Vargas y otros5 consideran que probablemente se está generando en los municipios un efecto de sustitución de recursos ante el fuerte incremento de las transferencias. En la misma línea se inscriben algunos analistas del Banco Mundial como Campbell6, Bird7 y Bird y Uchimura8.
La excepción más notable a esta posición generalizada se encuentra en González (1994), quien sostiene que la evidencia disponible es todavía muy pobre para establecer una relación causal entre transferencias y disminución del esfuerzo fiscal local, y que se minimiza la importancia de otros factores que pueden estar incidiendo en dicha relación9. A esta opinión, además, cabe agregarle que, como variables de las finanzas municipales, las transferencias y el esfuerzo fiscal tienen una característica que las diferencia de manera fundamental, la cual es preciso considerar cuando se trata de relacionarlas. En efecto, mientras el esfuerzo fiscal es una variable cuyo comportamiento depende casi por completo de las decisiones de las autoridades municipales, las transferencias son en lo fundamental independientes de dichas decisiones.
La evidencia disponible apunta a la presencia de problemas en materia de esfuerzo fiscal pero al mismo tiempo muestra que no es posible establecer una relación automática entre transferencias sin contrapartida y pereza fiscal de los gobiernos locales. De hecho, las propias cifras de Wiesner muestran que existen notables diferencias entre municipios con características similares, lo que hace pensar que existen fuerzas contrarrestantes al efecto negativo que se supone genera el esquema de transferencias vigentes. Considerando que a corto plazo no es previsible un cambio en la modalidad de transferencias a los gobiernos locales, las cuales han sido adoptadas a nivel constitucional, resulta de la mayor importancia explorar los factores y mecanismos que han conducido a que ciertos gobiernos locales mantengan un crecimiento real de sus ingresos propios a pesar de los aumentos sustanciales en las transferencias.
El debate sobre el esfuerzo fiscal se caracteriza por el rasgo particular de que, en la mayoría de los casos, únicamente se utilizan en las discusiones variables o indicadores indirectos con los cuales se trata de realizar aproximaciones a la variable objeto de estudio.
El esfuerzo fiscal resulta de la relación entre el recaudo efectivo y la capacidad fiscal del municipio la cual, a su vez, depende de su base económica. Según la teoría fiscal, el desempeño económico (crecimiento o recesión) exige un determinado comportamiento del sector estatal (más o menos provisión de servicios públicos entendidos éstos en su acepción más amplia) y, por ello, los agentes económicos, según los resultados de sus respectivas actividades, están en una disposición determinada de contribuir (con mayores o menores impuestos) para sufragar dichos gastos.
Así, la posibilidad de incrementar los ingresos tributarios no es ilimitada. Ella está condicionada por el desarrollo de la estructura productiva y por la cantidad y calidad de los servicios públicos prestados por el ente estatal. El contribuyente no está dispuesto a incrementar su tributación cuando su entorno económico se encuentra en recesión o cuando no está satisfecho con los servicios estatales y, por ende, el gobierno no puede considerarlo como un barril sin fondo al cual acudir cada vez que requiere recursos adicionales.
La variable clave de la discusión es, entonces, la capacidad fiscal. Ella presisamente es la que, con base en el examen de la estructura económica y de su comportamiento, permite establecer un escenario de posibilidades impositivas para la adecuada prestación de los servicios públicos. La política fiscal debe preocuparse, pues, de dos problemas: la determinación y la actualización de la capacidad fiscal.
Sin embargo, en la discusión sobre el tema, en la práctica, no se realiza un cuidadoso análisis de la capacidad fiscal sino que, en general, ella es considerada como un dato de entrada. Se utilizan indicadores como la tasa de crecimiento real de los ingresos tributarios, los ingresos tributarios por habitante o la tasa de dependencia con respecto a las transferencias nacionales, medidas todas que, aunque sirven para conocer el comportamiento tributario de un municipio, no determinan concretamente su esfuerzo. En efecto, el hecho de que un municipio haya aumentado de manera significativa su recaudo tributario no necesariamente indica la ausencia de pereza fiscal, por cuanto no informa sobre la relación entre la evolución de la capacidad fiscal y la tasa de crecimiento de la base económica.
De igual forma, el ingreso tributario por habitante puede estar escondiendo diferencias sustanciales en la capacidad fiscal de dos municipios con población similar. O puede producirse un fenómeno de aumento en la tasa de dependencia, a pesar de incrementos en el esfuerzo fiscal, por el hecho de que las transferencias crezcan a una tasa real muy superior a la de los ingresos tributarios. Lo preocupante de ello es que quienes utilizan este tipo de indicadores no hacen explícitas sus limitaciones cuando exponen sus conclusiones y pretenden que ellas sean acogidas como sustento para la formulación de políticas públicas las cuales, en general, son adoptadas con una cobertura global y homogenizante que tiene efectos tan diversos como diverso es el espectro de municipios del país
Podría argumentarse que la utilización de este tipo de indicadores indirectos reside en que la dificultad para disponer de información confiable sobre las bases económicas de los municipios colombianos y sobre su evolución, es un obstáculo para las mediciones del esfuerzo fiscal. Es conocido que la producción de información estadística consolidada con la que cuenta el país es bastante limitada, y dicha limitación es aún más preocupante desde mediados de la década anterior cuando se dió inicio al proceso de descentralización.
Para el tema que interesa en este artículo escasamente se cuenta con la medición de la tasa de crecimiento del PIB nacional. No hay siquiera una estimación de la base económica ni de su crecimiento en cada uno de los municipios colombianos a partir de la cual se pudiera realizar un cálculo de sus respectivas capacidades fiscales. Ello, sin embargo, no es obtáculo para tener siempre presente que dicho cálculo y su actualización es uno de los componentes fundamentales del esfuerzo fiscal de cualquier división político-administrativa. Quienes argumentan la existencia de pereza fiscal en los municipios no se han preocupado siquiera por indagar en cuántos y cuáles de ellos se ha realizado la tarea de actualización catastral (función que, por demás, corresponde al nivel nacional a través del IGAC), la cual pretende acercar la base gravable del impuesto predial al avalúo comercial de las propiedades inmuebles.
Dejando de lado estas dificultades de tipo estructural que presenta la información estadística colombiana, las propias cifras utilizadas por los defensores de la relación causal entre transferencias automáticas y reducción del esfuerzo fiscal, muestran que no se da tal relación en forma automática y que es preciso explorar otros factores. A un nivel muy agregado, al examinar el comportamiento de los ingresos tributarios entre 1980 y 1990, Wiesner encontró que los correspondientes al nivel municipal eran los de mayor crecimiento real en dicho período: 6.4%, frente a un 3.7% de los tributos nacionales, 2.9% de los departamentales y un crecimiento promedio del PIB del 3.0% (cuadro III.2, página 122). Adicionalmente, este elevado crecimiento se produjo en todas las categorías municipales, estando entre los más altos el correspondiente a los municipios con menor población. En efecto en el grupo de municipios con más de 500.000 habitantes el crecimiento promedio anual fue del 4.6%, en el grupo de 200 a 500 mil habitantes del 5.9%, en el grupo de 100 a 200 mil habitantes del 10.9%, en el grupo de 50 a 100 mil habitantes del 5.1%, en el grupo de 20 a 50 mil habitantes del 6.8% y en el grupo de menos de 20 mil habitantes del 6.4%. El promedio anual para el total fue de 5.4% entre 1980 y 1989 (cuadro V.6, página 255). De otra parte, las cifras utilizadas para plantear los problemas de esfuerzo fiscal -la comparación entre tasas de crecimiento real e ingresos tributarios per cápita entre municipios- muestran, a su vez, que no existe la relación causal automática. Efectivamente, al examinar el comportamiento de los 50 municipios con mayor población se observa que frente a un promedio de crecimiento real del 4.9%, las cifras varían desde un máximo del 23.8% hasta decrecimientos del 14.7%. Municipios con población similar presentan tasas de crecimiento muy diferentes. Igual ocurre con relación al ingreso tributario por habitante de los municipios con mayor población, el cual frente a un promedio de $ 6.910.9 pesos presenta variaciones entre un máximo de $ 17.839.7 y un mínimo de $ 119.3, en el año de 1989. Nuevamente, municipios con población similar tienen ingresos por habitante muy diferentes. Sin considerar los problemas derivados de la carencia de información sobre su capacidad fiscal, resulta claro que los municipios tienen comportamientos muy diferentes en cuanto a su esfuerzo fiscal; frente a la misma medida - un aumento sustancial en las transferencias- han reaccionado en forma diferente. No en todos los casos se han conformado las administraciones con los recursos nacionales y han abandonado cualquier esfuerzo tributario para no enfrentar el rechazo de los electores, como lo evidencian los municipios que hacen parte de la investigación adelantada por la Universidad Central.
La mayoría de autores ha asumido que el comportamiento más racional, y quizá el único de los gobernantes locales, consistiría en abandonar cualquier esfuerzo por mejorar los tributos propios. Esta hipótesis es refutada por sus propias cifras y, al mismo tiempo, desconoce que conjuntamente con el aumento de las transferencias nacionales se introdujeron otras medidas que generan incentivos para una mejor gestión local y, en consecuencia, para un fortalecimiento de los recursos propios. Efectivamente, la descentralización comprende un paquete de reformas en materia política, de transferencia de funciones y fiscal. En especial la elección popular de alcaldes por períodos fijos, las normas sobre participación ciudadana y el traslado de responsabilidades han conducido al surgimiento de gobiernos locales más comprometidos y responsables con el desarrollo de sus territorios, en comparación con la situación anterior. Los nuevos alcaldes adquieren compromisos con sus electores en temas y áreas muy concretas, lo cual se traduce en la necesidad de fortalecer sus recursos10.
Una rápida comparación entre la evolución de las finanzas locales durante el período de los alcaldes electos frente al período anterior desde 1980, para los diez municipios objeto de estudio en la investigación a la que se hizo referencia en la Introducción, permite inferir las preocupaciones de los nuevos alcaldes. En efecto, con excepción del municipio de Sahagún, en todos los casos observados la tasa de crecimiento real de los ingresos tributarios fue mucho mayor en el período 1988-1994 que en el período 1980-1987, y en algunos de ellos se revirtió una tendencia negativa como en los casos de Cúcuta y Pamplona. En varios casos, la diferencia es bastante grande, incluso en municipios de diferente tamaño poblacional. Por ejemplo, en Valledupar la tasa de crecimiento del primer período es de 155%, mientras que con los alcaldes populares creció un 340%; algo similar ocurre con La Mesa, donde mientras entre 1980 y 1987 la tasa de crecimiento fue del 25.8%, con los alcaldes populares creció el 195.3%. En los municipios observados, la menor tasa de crecimiento total para el período 1988-1994 fue de 55.7% en Pamplona (ligeramente superior al 7.5% anual) y la mayor de 340% en Valledupar. Estas tasas de crecimiento reales se produjeron en un período en el cual las transferencias crecieron significativamente ( entre el 85.7% y el 376.3%), y se observa incluso en el caso de los dos municipios más grandes en la tabla que el crecimiento de sus ingresos tributarios superó al de las transferencias. Es claro que los alcaldes electos han tenido incentivos para aumentar sus propios recursos, a pesar del aumento en las transferencias. En qué grado han utilizado su capacidad fiscal es materia de investigación.
El esfuerzo fiscal puede verse también en términos del mejoramiento del gasto, tal como ha sido planteado por Wiesner. Sobre el particular se cuenta con alguna evidencia contradictoria que está reclamando la realización de investigaciones sistemáticas. Un resultado importante y evidente de la descentralización ha sido el aumento de la inversión por parte de los gobiernos municipales: de representar el 18% del total del gasto en 1980 ha llegado al 42% en 1990, para la totalidad de los municipios y la participación actual debe ser mucho mayor. Los casos examinados muestran incrementos muy altos, especialmente durante el período de los alcaldes electos. Entre 1989 y 1993 el municipio de Ipiales incrementa su inversión en un 200% en términos reales, Pamplona en un 89%, y Sahagun en un 88%. Entre 1988 y 1994 la inversión en Cúcuta crece en un 1.112% y en Manizales el 263%, mientras que en Valledupar aumenta el 191% entre 1991 y 1994 y en Manizales el 263%. Así mismo, el incremento en la inversión se ha visto acompañado de mejoramientos en la cobertura de los servicios, de aumentos sustanciales en las obras realizadas y de una mayor satisfacción de las comunidades, en comparación con el período previo a la elección popular de los alcaldes11. Sin embargo, no se dispone de información suficiente y adecuada sobre la eficiencia en la utilización de los recursos y la poca disponible señala todavía la presencia de deficiencias importantes en cuanto a las actividades de programación de la inversión y formulación de proyectos, aunque en un contexto de esfuerzos de mejoramiento12.
El marco general del proceso de descentralización ha creado incentivos y posibilidades para un mejoramiento de la gestión local, que involucra tanto el fortalecimiento de los ingresos propios como la adecuada utilización de la totalidad de recursos disponibles. El surgimiento de administraciones locales más responsables con sus propias comunidades ha sido uno de los efectos principales de dicho marco general y a su vez una de las causas de las tendencias en el mejoramiento del esfuerzo fiscal. El nivel nacional podría contribuir al afianzamiento de estas tendencias cumpliendo con las funciones que le han sido asignadas en materia de exigir la responsabilidad local hacia arriba. Efectivamente, el decreto 77 de 1987 ordenó la elaboración de un programa de inversiones, en el cual se especificaría la utilización de los recursos de transferencia, como un mecanismo de rendición de cuentas; la Constitución de 1991 determinó que las autoridades locales «deberán demostrar a los organismos de evaluación y control de resultados la eficiente y correcta aplicación» de las transferencias y la ley 60 de 1993 mantuvo, con este fin, la obligación de elaborar y aprobar un plan de inversiones. Paradójicamente, la Nación, a pesar de su preocupación por el uso de los recursos y la desconfianza con respecto a la capacidad local, no ha sido capaz de poner en funcionamiento un programa eficaz de seguimiento y evaluación de las transferencias locales. Como resultado, casi diez años después de iniciado el proceso de descentralización territorial no se cuenta, ni siquiera en términos financieros, con información medianamente buena sobre la forma en la cual han utilizado los municipios dichos recursos y su impacto en materia de cobertura de los servicios públicos y sociales.
Complementar la responsabilidad hacia abajo, con los electores, con la responsabilidad hacia arriba, con la Nación, podría ser una herramienta muy eficaz para inducir mejoramientos en la gestión. Concebida como un instrumento de competencia entre los gobiernos locales serviría para incentivar su mejoramiento mediante la comparación con el desempeño de sus vecinos y, además, arrojaría información útil para las políticas de descentralización y fortalecimiento institucional.
Relación entre transferencias e ingresos tributarios en una muestra de municipios 1980-1994 | ||||||
Ingresos tributarios | ||||||
Crecimiento porcentual | Crecimiento en valores absolutos* | |||||
Municipio | 1994/1980 | 1987/1980 | 1994/1988 | 1994-1980 | 1987-1980 | 1994-1988 |
Manizales | 233.0 | 46.2 | 159.7 | 6419.7 | 1273.9 | 5642.0 |
Cúcuta | 92.5 | (20.9) | 143.7 | 2283.7 | (515.3) | 2802.9 |
Valledupar | 657.0 | 155.0 | 339.9 | 2835.9 | 279.9 | 2360.9 |
Sogamoso | 197.8 | 21.3 | 89.9 | 639.8 | 68.7 | 456.1 |
Pamplona | 19.1 | (19.2) | 55.7 | 41.5 | (41.8) | 92.7 |
Ipiales | 215.3 | 52.2 | 98.3 | 283.7 | 68.8 | 206.0 |
Tuquerres | 666.3 | 36.2 | 76.7 | 79.8 | 4.3 | 39.9 |
Sahagun | 452.7 | 177.5 | 95.8 | 153.7 | 60.3 | 91.8 |
La Mesa | 224.1 | 25.8 | 195.8 | 174.5 | 20.1 | 166.9 |
Cucunuba | - | - | - | - | - | - |
Transferencias Nacionales | ||||||
Crecimiento porcentual | Crecimiento en valores absolutos | |||||
Municipio | 1994/1980 | 1987/1980 | 1994/1988 | 1994-1980 | 1987-1980 | 1994-1988 |
Manizales | 472.3 | 168.8 | 135.1 | 6506.3 | 2325.1 | 4530.0 |
Cúcuta | 752 | 222 | 130 | 5271 | 1554 | 3376 |
Valledupar | 1635 | 467 | 344 | 5044 | 295 | 4674 |
Sogamoso | 813 | 76 | 232 | 3210 | 116 | 2973 |
Pamplona | 412 | 84 | 86 | 1316 | 89 | 1142 |
Ipiales | 1419 | 201 | 248 | 3121 | 546 | 2419 |
Tuquerres | 1465 | 168 | 253 | 1667 | 191 | 1276 |
Sahagun | 1390 | 336 | 147 | 2358 | 570 | 1504 |
La Mesa | 835 | 275 | 376 | 933 | 308 | 826 |
Cucunuba | - | - | - | - | - | - |
* En millones de pesos de 1994
Fuente | 1980, 1987, 1988. Estadísticas fiscales. Banco de la República |
1994 Ejecuciones personales. Datos procesados por el equipo |
1 Entre 1980 y 1990 la participación de la inversión municipal en el total de la inversión pasa del 18% al 42%. Ver cuadro III 6, pág. 132. Presidencia de la República - DNP (1992).
2 “Otro de los factores sobre los cuales se debe ser cuidadosos es sobre el impacto del mayor monto de las transferencias sobre el esfuerzo fiscal propio de los departamentos y municipios. A pesar de que no existe ninguna razón empírica para confirmar que tendrá lugar un proceso de aperezamiento fiscal ante la presencia de las transferencias, éste puede llegar a generarse” (p.55) Es evidente que es políticamente desventajoso para los gobernadores o alcaldes aumentar la carga impositiva, pues esto reduce su popularidad ante los electores. Sólo en la medida en que sean estrictamente necesarios los ingresos tributarios para financiar el gasto, los gobernadores y alcaldes recurrirán a ellos. Si por el contrario, los ingresos por transferencias o los otros ingresos no tributarios son más que suficientes para financiar el gasto, existirá un incentivo a reducir los impuestos. De tal forma que aunque históricamente no haya existido pereza fiscal en los niveles subnacionales de gobierno, a partir de cierto monto de recursos transferidos ésta puede presentarse” (pp 55-56). Es “necesario entonces que los municipios fortalezcan sus ingresos tributarios para reducir su dependencia fiscal del nivel nacional y departamental. El fortalecimiento debe alcanzarse mediante reformas administrativas más que tributarias. Los impuestos municipales son potencialmente una fuente dinámica de recaudos, pero los problemas administrativos, los atrasos de los avalúos catastrales y otros factores, han impedido que estos rubros aporten lo que potencialmente podrían” (p.57).
3 “De acuerdo con los resultados obtenidos de la evaluación de los efectos de las transferencias de la ley 12, existe evidencia que indica que las transferencias en municipios menores de cien mil habitantes actuaron como un impuesto negativo (esto es basado en Wiesner)”. “Por lo tanto el riesgo de que esta nueva fórmula promueva la pereza fiscal o por lo menos no incentive el esfuerzo fiscal propio es considerable. Este factor es de mayor relevancia en la medida en que la capacidad de absorción de las entidades territoriales es limitada y que el crecimiento de las transferencias es muy acelerado para este rango de municipios. En este sentido, el relajamiento fiscal respondería parcialmente a la incapacidad de administrar este volumen creciente de recursos”. “Por otra parte, es muy probable esperar que el esfuerzo fiscal de los municipios no aumente, teniendo en cuenta el incremento sustancial de las transferencias y el bajo peso relativo de este criterio en la fórmula de distribución. Si el crecimiento real de las transferencias para un período de cinco años en municipios menores de diez mil habitantes es de 115%, ¿cuál podría ser el incentivo de estos municipios para aumentar su tasa de tributación? (pp 20- 21) Ferreira y Valenzuela (1994).
4 “El creciente volumen de recursos transferido podría generar un menor esfuerzo fiscal de los gobiernos regionales y locales. Ello ha ocurrido en el pasado sobre todo en municipios que, como Arauca, han recibido considerables regalías” (p. 96). Faimboin, Acosta y Cadena (1994).
5 “Varias razones explican este comportamiento. En el caso del nivel municipal el fuerte incremento experimentado por las transferencias del IVA a los municipios a partir de 1986, probablemente generó un efecto de sustitución en sus fuentes de recursos, especialmente en aquellos con población inferior a 100.000 habitantes; es decir, condujo al aperezamiento fiscal de dichas entidades. En segundo lugar, las limitaciones técnicas, políticas y administrativas, además de las razones económicas, dificultaron en diferente grado la aplicación de las disposiciones de la ley” (p. 319) Vargas y otros (1993).
6 .”… la evidencia muestra un patrón de sustitución muy fuerte. Las nuevas fuentes de ingresos asignados desde el centro han incrementado los gastos totales de los gobiernos locales, pero también han desestimulados el recaudo de ingresos por parte de los mismos. Se han encontrado evidencias claras de este efecto de sustitución en Colombia (Uchimura, 1989), en Guatemala (Peterson, 1990) y en Brasil (Rodríguez y Augusto, 1990). En Guatemala el descenso en el valor real de los recursos recaudados localmente pasó del 10% a más del 40% en cuatro años” (p. 66) Campbell (1992).
7 “aunque la evidencia sobre los efectos de las transferencias sobre el esfuerzo fiscal local en los países en desarrollo es escasa, hay al menos un soporte empírico para la creencia comúnmente expresada de que las transferencias tienden a menudo a desestimular tal esfuerzo” (p. 17). Bird (1991).
8 “El futuro de las finanzas locales, aún en los municipios más grandes, no luce particularmente brillante incluso donde la ley 14 claramente impulsó los ingresos locales y donde, con los cambios apropiados, los ingresos por predial pueden ser también considerablemente fortalecidos. Una razón para este pesimismo es que actualmente no existen incentivos para que los gobiernos locales incrementen sus propios recursos, aun si las jurisdicciones respectivas tienen un considerable potencial para hacerlo. Siempre es más fácil recurrir al gobierno nacional en búsqueda de fondos que enfrentar a los votantes locales enfurecidos por el incremento en los impuestos locales (…) Otra razón para el escepticismo con respecto al potencial para incrementar la tributación local es la obvia sensibilidad política relacionada con el aumento del impuesto predial, como se evidenció en el reciente fiasco de Bogotá con el catastro”. Página 46, Colombia: decentralizing revenues and the provision of services: a review of recent experience. World Bank, October 23, 1989. Documento preparado por Kazuko Uchimura y Richard Bird.
9 Refiriéndose al Informe Final de la Misión para la Descentralización, preparado por Eduardo Wiesner manifiesta Jorge Iván González: “De manera simplista se supone que existe una relación de causalidad negativa entre transferencias y esfuerzo fiscal (flypaper effect). Se minimiza la importancia de otros aspectos que también podrían estar incidiendo en dicha relación” página 100. Un ordenamiento territorial de corte fiscalista. En Fescol. Diez años de descentralización. Resultados y perspectivas.
10 Ver sobre el particular Estudio sobre la capacidad de los gobiernos locales en Colombia. Más allá de la asistencia técnica. Ariel Fizbein, Banco Mundial, 1995.
11 Ver sobre el particular, Fiszbein, Ariel, obra citada y Alberto Maldonado, El proceso de descentralización en municipios pequeños de Cundinamarca. Estudio de casos. Colciencias-Universidad Central, 1993.
12 Ver Maldonado, Alberto. Analisis del comportamiento de la inversión municipal. Departamento Nacional de Planeación, Unidad de Desarrollo Territorial, 1993.
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