Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
Correo electrónico: nomadas@ucentral.edu.co
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Continuando con el propósito de consolidar un espacio de discusión y confrontación de ideas y resultados investigativos, nos resulta satisfactorio presentar este segundo número de NÓMADAS. La acogida otorgada a la revista y las manifestaciones de apoyo que desde diversos ámbitos académicos y científicos hemos recibido, son aliciente para reafirmar la intención de comunicarnos con ustedes.
El tema monográfico en esta oportunidad, intitulado «Violencia y socialización», aborda una de las problemáticas más álgidas y complejas por las que atraviesa nuestro país. Pensamos que la universidad colombiana no puede ni debe estar al margen de fenómenos de esta índole. Por ello el DIUC, desde hace algunos años, creó un programa de investigación que pretende analizar e interpretar la violencia desde una perspectiva que contempla, de manera más decidida, el espacio de lo molecular y el ámbito de las múltiples configuraciones inscritas en los procesos de significación, de socialización y de constitución de los sujetos.
Como parte de los resultados de estos trabajos, se presentan en la sección tres ensayos preparados por las integrantes de los equipos de investigación en esta temática. El primero de ellos, «El dispositivo de subjetivación escolar: el poder, el saber, el deseo», pretende mostrar la manera como en la escuela se crean disposiciones violentas, pues en ella convergen múltiples determinantes que generan mecanismos de significación y, a su vez, fluyen diversas modalidades del poder, constituyendo tanto al individuo como a la institución. El segundo artículo, «La violencia como efecto de socialización», precisa el concepto de socialización no como lugar dispuesto previamente sino como resultado del cruce de fuerzas que dan forma al sujeto y su medio sociocultural. Aquí, la producción de sentido ocupa un lugar prioritario facilitando o impidiendo la disponibilidad hacia la violencia. Por último, «La institución: una categoría a reconstruir», expone el concepto de institución con el cual se abordó el estudio y llama la atención sobre la necesidad de superar la rigidez con la que es asumido por las ciencias sociales. Apoyándose en la lógica del sentido, considera el fenómeno como un proceso que se conforma de manera permanente, y no un momento establecido de antemano.
La lectura de estos escritos permite observar cómo los grupos de investigación están construyendo una nueva perspectiva frente a la cual, seguramente, surgirán diversos puntos de vista. Bienvenidos sean. Hemos creído pertinente que una forma inicial de confrontación es presentar a ustedes, en una misma entrega, otras maneras de apreciar el problema que ocupa al tema monográfico de la revista. Como resultado de ello, los artículos en su conjunto contemplan enfoques diversos, que van desde lo macro a lo micro, desde la sociología, la filosofía, la política, hasta la semiótica y recientes visiones del psicoanálisis. Esperamos que ello facilite una interpretación enriquecedora y útil sobre la dinámica de la violencia en Colombia.
De acuerdo con la estructura inicial de la revista, en la sección «Ciencia, universidad e investigación», invitamos a autores de reconocida trayectoria quienes han reflexionado juiciosamente sobre el tema; particularmente queremos agradecer a Guillermo Hoyos y a Juan Plata sus aportes; ellos demuestran la confianza en nuestro proceso. Las «Reflexiones desde la universidad», dan paso a artículos que emergen de las facultades de Ingeniería en Recursos Hídricos y Economía, los cuales abordan aspectos relevantes del acontecer nacional: la problemática ambiental y el plan de desarrollo del gobierno actual. Finalmente, en «Los procesos de creación», el motivo que nos convoca es la vida y obra de dos grandes creadores colombianos: desde la plástica, la reconocida pintora Ana Mercedes Hoyos y, desde la ciencia, como pionero de la sociología en el país, Orlando Fals Borda. Manifestamos nuestra gratitud a todos aquellos que han apoyado y creído en NÓMADAS y el Proyecto Investigativo que la sustenta. En especial reconocemos el apoyo definitivo otorgado por el señor Rector, Jorge Enrique Molina Mariño y por las directivas de la Universidad.
MARIA CRISTINA LAVERDE TOSCANODirectora DIUC
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Mónica Zuleta P. **
*Aquí se recogen las conclusiones de la investigación denominada «La escuela: Aproximación cartográfica a la instauración de disponibilidades para la violencia como efecto de socialización», elaborada por Gisela Daza, Mónica Zuleta y Gloria Alvarado. Trabajo cofinanciado Colciencias.
**Psicóloga de la Universidad de Los Andes. Magister en Sociología. Docente universitaria. Investigadora del DIUC.
Este ensayo propone una mirada que busca abrir nuevos caminos para el desarrollo de investigaciones sobre violencia. Esta mirada está inscrita dentro de un marco orientado por opciones teóricas en las que se describe la manera como los sujetos y los objetos se dan forma en el juego de la relación de líneas de fuerzas referidas al poder, al saber y al deseo, líneas que generan dispositivos de subjetivación. Desde esta perspectiva, no existe un sujeto que ya constituído, voluntariamente pretenda orientar su acción para el logro de determinados fines del objeto, sino, por el contrario, son las fuerzas las que conforman tanto a los sujetos como a los objetos, al originar códigos variables, que dependen de la dirección que imprima la interacción de las fuerzas. La escuela, como espacio en el que confluyen todas las fuerzas en su movimiento constante, constituye subjetividades, atrapadas en dispositivos de poder con propósitos diferentes; pero también posibilita fugas a los códigos. Es en este espacio móvil del código y de la fuga, donde proponemos situar la disposición para la violencia.
Hablar de la escuela en Colombia es un asunto complejo cuando se quiere no tomar partido. No tomar partido para evitar orientar la mirada sobre la escuela hacia aquello que la opinión señala como malo o como bueno y que es siempre reiterado a través de los discursos y de la opinión. No tomar partido para evitar buscar culpables y víctimas, puesto que se tiende a darle forma a lo ya juzgado como malo o como bueno. No tomar partido para evitar clasificar o jerarquizar, para evitar buscar causas o esencias, fines o acuerdos.
Cabe entonces la pregunta: ¿Cómo construir una nueva mirada de la escuela? ¿Es posible situarse en lo no dicho, en lo no pensado? Con nuestra investigación quisimos hacer visible un nuevo lugar, para observar desde allí los procesos de subjetividad agenciados por aquello que denominamos escuela y que nos permitieron establecer múltiples conexiones entre la socialización y la violencia. Este lugar es la exterioridad. En tanto la escuela agencie la producción de este lugar, se hará posible la construcción de sentido y, con ello, un ámbito para la no violencia. Es por esta razón que, desde este lugar, invitamos a la escuela a llevar a cabo una reflexión sobre sí misma y los procesos a los que da origen.
Situarse en el lugar de la exterioridad nos condujo al pensamiento del afuera, haciendo uso para ello de algunos de los planteamientos propuestos por Michel Foucault y Giles Deleuze1, a partir de los cuales construimos tres estrategias procedimentales: La primera es la descripción de las formas de regulación de los códigos puestos en juego en lo escolar, formas de las que emergen maneras particulares de individuación y de acción. La segunda es la determinación de las fuerzas que constituyen el tejido en el que sujetos y objetos devienen como tales en un espacio. La tercera es la puesta en evidencia de las resistencias que hacen inoperantes los códigos y permiten la creación de sentido. Esta estrategia visualiza la instauración de la diferencia, en cuanto muestra cómo, el deseo, al liberarse de sus codificaciones, hace posible no ya la subjetividad sino la subjetivación, subjetivación que ocupa el lugar de la exterioridad, ámbito postulado como el de la no-violencia.
Al poner en relación 3 líneas de fuerza, el saber, el poder, y el deseo, construimos el dispositivo de subjetivación. Para ello seguimos la fórmula Deleuze-Foucault: la línea del saber o la formalización del decir y del ver, remite a una regularidad inscrita en un espacio inmanente, relacionado con lo que le es exterior, de acuerdo con unas reglas de posibilidad. El juego de receptividades y espontaneidades que lo constituyen, da cuenta de la verdad, a través de una disyunción que impide la correspondencia entre el ver y el hablar, de tal suerte que se habla de lo que se ve y se ve aquello de lo que se habla, conformando así los sistemas enunciativos y perceptivos. La luz compone una manera de ver que origina una concentración conformada por un corpus de cosas y de cualidades; el lenguaje compone una manera de hablar, el lugar desde el cual se hace posible que algo sea dicho; por ello lo visible es exterior a lo visto, y lo decible es un exterior del lenguaje.
La línea del poder es un movimiento que atraviesa las cosas y las palabras y, en tanto que acción, en él entran en juego solamente fuerzas. Es diagramático al pasar por puntos y no por formas en su movilización de materias y funciones. De ahí que sea una distribución de singularidades o un movimiento no localizable que, al no estar estratificado, se constituye en la estrategia que escapa de lo dicho y de lo visto. Su manifestación permite reconocer dos intensidades o dos formas de potencia: una activa y otra reactiva, ya que su característica es la de afectar o la de ser afectada, razón por la cual no reprime sino que "incita, induce, facilita, amplía o limita", ordenando sus puntos singulares, sus afectos, en un espacio-tiempo.
La fuerza del deseo hace que se actualicen simultáneamente la materia y la función, es decir, la espontaneidad y la receptividad, generando una multiplicidad de conexiones posibles entre los puntos. En tanto su potencia, al relacionar dos puntos que ocupan una posición aparentemente complementaria, afecta, y simultáneamente es afectada, permite la circulación de las intensidades. Esta fuerza es la energía que traspasa los códigos, dando origen a un espacio intensivo y no extensivo. Se define entonces por "ejes y vectores, gradiantes y umbrales, tendencias dinámicas con mutación de energía, movimientos cinemáticos con desplazamientos de migraciones y todo ello independientemente de las formas accesorias."2
El dispositivo de subjetivación constituye una libertad del poder-saber, una liberación del deseo, que posibilita a una fuerza el ejercerse sobre sí misma, fuerza que al doblarse produce un doble de sí, que reflexiona y que resiste: línea de fuga del poder, del afuera, el adentro del afuera. Así, construye una relación diferente, no ya de las posiciones, sino del ser consigo mismo, en la que el poder se ejerce sobre el ser sí mismo, a través del poder que se ejerce sobre otros, deviniendo una forma de regulación de la propia acción que se constituye en reflexión. La fuerza de espontaneidad se hace inseparable de la fuerza de receptividad, de manera tal que aparece una relación de las dos potencias de la fuerza consigo misma, haciendo que simultáneamente al afectar se afecte, y en su afectación aparezca el sujeto.
¿Cómo entran en relación estas fuerzas en la escuela y cuáles son sus efectos? Nos propusimos llevar a cabo un ordenamiento de efectos para desenmarañar las fuerzas junto con sus direcciones y sus formas de operar, es decir, develar las estrategias que conectan las fuerzas entre sí según sus diferentes niveles de potenciación. Este procedimiento nos permitió encontrar puntos de articulación entre tipos de socialización y la violencia, de acuerdo con las formas de relación de cada una de las fuerzas en acción, agenciadas por la escuela3.
Su estrategia se asocia a técnicas de diferenciación: formas de clasificación cuyos criterios varían de acuerdo con los fines perseguidos. En primera instancia delimitamos tres ámbitos del ejercicio del poder en lo escolar, ámbitos a los que les denominamos control, normatización y reproducción, respectivamente.
El control es entendido como el despliegue del poder que se ejerce sobre las acciones que pueden efectuarse, y no sobre las acciones efectivamente realizadas. Para lograr esta finalidad, el control pone en circulación un número reducido de criterios de clasificación de las acciones, criterios que atraviesan multiplicidad de códigos lo cual permite la visibilidad de la convergencia y obstruye la visibilidad de la divergencia. Encontramos los siguientes criterios de clasificación presentes en la escuela:
1. Criterio de moralidad: se refiere a un código moral que clasifica al sujeto haciendo que se apropie del criterio y ejerza así el control de su acción, al emerger como un sujeto moral que depende de un principio de verdad, el cual tiene efecto sobre el ser mismo. Este criterio lo instituye y lo habilita para juzgarse, bajo la condición de que utilice para el logro del fin el mismo parámetro que el control le determina. El criterio de verdad obedece a una forma de la razón, cuya función es la clasificación de todas las acciones del sujeto, de tal manera que su posibilidad de ser sólo puede definirse desde la posición que la clasificación le hace ocupar en uno de los dos términos que le sirven de parámetro. Bajo estas condiciones, el sujeto puede actuar haciendo uso del juicio veridictorio que le impone la razón moral, permitiéndole optar por acciones que lo conduzcan a ser clasificado como un ser bueno o como un ser malo. Se trata así, de un sujeto de razón que, mediante la conciencia, está obligado a clasificarse a sí mismo y a clasificar el típo de acciones que efectúa y el curso que les imprime.
La emergencia de este sujeto se efectúa bajo la condición de una combinación del saber religioso con el saber de la razón, en el que ésta no solo es usada para dar cuenta del mundo, sino también para dar cuenta de sí. La razón no está al servicio de una búsqueda de la verdad sino, que establecida la verdad al instaurarse el sujeto, éste, valiéndose de la verdad, puede dar cuenta de la razón.
2. Criterio de utilidad: determina como fin de la acción el que ella se haga visible bajo la forma de un tangible que pueda ser medido. La clasificación de la acción operada por éste criterio involucra al sujeto que la efectúa, de tal manera, que es finalmente el sujeto quien es juzgado como útil y en consecuencia, clasificado. La individuación resultante de la puesta en operación del criterio de utilidad, hace que el control recaiga sobre un sujeto que se reconoce a sí mismo a través de sus acciones, en tanto éstas son juzgadas por el residuo valorizado que producen. La permanencia del sujeto depende de su inscripción en un campo de acción delimitado por el poder, que le impone el ser útil como criterio de verdad, criterio a partir del cual el sujeto juzga su acción.
Este sujeto es la resultante de la combinación de un saber que lo concibe como esencia, con un código laboral que supone lo económico bajo una de dos formas: la de la retribución del trabajo, o la del agotamiento de la fuerza de trabajo. De ésta manera, el poder mantiene la identidad del sujeto dentro de un rango amplio de acciones orientadas a la utilidad. El trabajo constituye así el único dominio en el que se puede manifestar la permanencia del sujeto como verdad.
3. Criterio de autenticidad: orienta la posibilidad de la acción hacia la verdad del sujeto que la enuncia; dicho criterio empareja la apariencia con la creencia, haciendo que la acción sea predecible y perceptible; por tanto, el criterio opera la diferenciación de cada sujeto por la relación que el control establece entre lo que se ve y lo que se hace. La individuación producida por este criterio, permite la emergencia de un sujeto que se materializa cuando se dice a sí mismo. Sin embargo, el decirse está determinado por la distribución que el poder opera, haciendo que lo decible se circunscriba a la enunciación de las faltas. El sujeto que emerge de esta forma de poder, es capaz de reconocerse a sí mismo por las faltas que enuncia y que le implican un saber sobre la distribución operada por el poder. Puesto que el control está orientado al acto mismo de enunciar la falta como contenido del enunciado, no requiere de una sanción externa para operar.
La instauración del sujeto de enunciación, es el resultado de la combinación de una técnica religiosa (confesión) con un saber referido a un modelo jurídico de clasificación de las acciones (saber taxonómico que opera por deducción). El poder hace de la falta el principio del ser, y de la enunciación, el mecanismo de la liberación del ser: En tanto solo es posible la existencia del sujeto por la enunciación de la falta, éste, para poder ser reconocido por el poder, debe asumirse como sujeto infractor, puesto que cualquier otra manifestación de ser le haría perder su posibilidad de existencia. El saber jurídico es requerido para la clasificación que el sujeto hace de sus faltas, ya que este saber no supone la sanción externa como consecuencia de su enunciación y permite reconocer la razón por la cual el sujeto, liberado de su falta, no es reconocido por el poder sino bajo la posibilidad de que vuelva a enunciar una nueva falta.
4. Criterio de eficacia: consiste en la individualización de las acciones en unidades, que se constituyen a partir de un parámetro de medida, de tal suerte que el conjunto de acciones diversas debe orientarse a buscar la eficacia que hace funcional a la acción, al dirigirla hacia un objetivo, mediante su manifestación en visibilidades que puedan ser medidas automática o progresivamente. En el caso del logro automático del fin, hay finalización de la acción una vez ésta se efectúa mientras que en el logro progresivo del fin, el parámetro de medida supone la acumulación de las acciones, dentro de una temporalidad que distancia cada vez más, el logro del fin, de la efectuación de la acción.
Esta estrategia de poder requiere de un saber, que le de al cuerpo el carácter de objeto para hacer de éste un instrumento, que opera a la manera de un mecanismo, a partir del criterio de verdad que lo determina. Por esta razón, la eficacia distribuye las acciones en un dominio técnico, al ordenarlas en una secuencia, como condición para alcanzar el fin determinado de antemano.
5. Criterio de clase: involucra las relaciones de filiación, y distribuye las acciones ilegales, considerándolas como lo propio de la clase; en tal virtud, el poder permite la emergencia de acciones juzgadas como ilegales, siempre y cuando ellas estén circunscritas a un espacio controlado. Puesto que el control no opera directamente sobre las acciones ilegales, el sistema de poder produce un desplazamiento de la función de control, sobre la posibilidad de emergencia del ilegalismo proveniente de la clase; este criterio no pretende suprimir el ilegalismo, sino atribuírselo a la clase, como condición específica para ejercer sobre ella su control.
En este caso, el poder requiere de una forma de saber sobre la filiación, estableciendo una relación de causalidad entre la clase y la ilegalidad. Lo que el criterio de verdad permite, es la visibilidad de un solo tipo de acción de la clase, restringiendo con ello su campo de acción a la producción de dichas acciones, y convirtiéndola en la causa de la ilegalidad. Por otra parte, el control circunscribe las acciones ilegales a espacios delimitados por él, de tal suerte, que le es posible operar una distribución de los ilegalismos en dichos espacios, para ejercer el control de las acciones, sin necesidad de operar directamente sobre ellas. De esta manera el control se ejerce, tanto sobre la causa de la ilegalidad, como sobre la ilegalidad misma.
Aparece una nueva finalidad del ejercicio del poder, consistente en la homogeneización de las acciones efectivamente realizadas a través de su normalización, al estar regidas por un principio de regulación. Opera, pues, una forma de clasificación que distribuye las acciones a partir de un código prescriptivo, en el que la permisión y la prohibición son los únicos términos posibles, estableciendo entonces una relación acción-efecto que supone la aplicación inmediata de una sanción frente a la efectuación de una acción prohibida. Su estrategia hace aparecer un sujeto que se apropia del código prescriptivo para orientar sus acciones a la normalización, permitiéndole creer que es libre en la escogencia de la mejor opción, es decir, la homogeneización.
Este sujeto tiene la forma del yo, en tanto se apropia de su individuación mediante la conciencia de sí, lo cual le permite creer que ejerce control sobre las acciones que no son objeto de sanción. Por esta razón, la realización de acciones prohibidas supone una pérdida de control del sujeto sobre su acción, dando lugar a una doble sanción:
La primera parte de la interioridad del sujeto que, por efecto de la prescripción, le hace creer que no es un sujeto de razón, en la medida en que ya no controla sus actos, y lo determina como un sujeto dependiente de un control externo, haciendo que renuncie a la condición establecida por el poder para ser. El desplazamiento de un sujeto de razón a un no-sujeto, por efecto de la dependencia del control externo, establece como posibilidad de ser, un sujeto que adquiere la forma de la culpa al instalarse en la posición de transgresor de sí mismo, como resultado de la transgresión del código.
La segunda, proviene de la externalidad y actúa sobre el no-sujeto, una vez le ha sido destituída su condición de sujeto de razón. Esta forma de control externo opera mediante una clasificación de las acciones prohibidas por graduación, así como de una clasificación de las sanciones. La manifestación de acciones prohibidas que ocupan los grados inferiores de la escala son susceptibles de ser corregidas a través de la aplicación de la sanción que le corresponde. En este caso, la sanción está orientada a restituir al no sujeto a su condición de sujeto de razón. Cuando las acciones prohibidas manifestadas ocupan los grados superiores de la escala, la sanción que se aplica es la exclusión, en tanto el control supone que la acción no sea susceptible de corrección y, en consecuencia, la restitución del nosujeto al lugar del sujeto de razón se hace imposible.
La eficacia del sistema de normalización radica en permitir la emergencia de una sola forma de sujeto quien, al tener la ilusión de ser libre, no puede realizar acciones transgresoras del código sin transgredirse a sí mismo, de tal suerte que incluso si se le permite la exclusión, el no-sujeto que deja de pertenecer lleva consigo el estigma de la culpa.
Otra forma de manifestación del ejercicio del poder agenciada por la escuela tiene como finalidad la reproducción indefinida de los códigos que le dan su forma. Para ello, este sistema de poder hace que cada una de sus partes constitutivas opere especializadamente a través de la determinación de funciones particulares impuesta por una única unidad de mando que les es superior.
Al buscar como fin su permanencia, la técnica se ejerce directamente sobre las acciones efectivamente realizadas, convirtiendo a las individualidades en sus partes constitutivas. Las funciones que les son asignadas las distribuyen en conjuntos que, al tener que efectuar siempre la misma acción, sitúan al sistema de poder al margen de toda modificación posible.
Las estrategias utilizadas para la distribución de individualidades tienen las formas de la rostridad y de la corporeidad. La función de los cuerpos es ejecutar únicamente las acciones que el poder les determina a través de la unidad de mando, garantizando así la articulación de las partes del engranaje. Los rostros -unidades de mando- como visibilidad del poder, tienen por función la determinación de la acción de cada cuerpo, estableciendo una relación uno a uno, de tal suerte que la articulación del engranaje es el resultado de la interacción de cada cuerpo con el rostro y no de la interacción de los cuerpos entre sí.
El poder hace usos particulares de la fuerza del saber para adaptarlo a sus requerimientos y lograr así su finalidad: en primera instancia emplea un saber orientado al adiestramiento de la relación cuerpo-orden, consistente en una disposición específica de ejercitaciones que tienen como finalidad el establecimiento de técnicas de automatización corporal. En segunda instancia pone en juego otro tipo de saber basado en una distribución eficaz de sistemas de premios y castigos que, al operar sobre el adiestramiento, garantiza la eficacia de la relación cuerpo-orden. En tercera instancia emplea un saber que permite hacer visible el incumplimiento de la orden a través de una distribución de la función de vigilancia, propia del rostro, en cada individualidad-cuerpo. En estas circunstancias el saber opera como una forma de verdad que es potestad exclusiva del poder, en tanto el rostro es el único capaz de reunir la totalidad de la información proveniente de las diferentes individualidades así como de aplicar las sanciones correspondientes a las infracciones. Por último, el poder utiliza un saber clasificatorio que hace posible la distribución del ejercicio del poder en una jerarquía que articula la rostridad dentro del engranaje. Gracias a esta articulación, el poder se asegura como totalidad y no se dispersa en múltiples poderes manifestados por la diversidad de los rostros que requiere para efectuarse.
La rostridad, al ser manifestación del poder y llevar en sí misma una potencia productiva, también es susceptible de conectarse con otras fuerzas u otros códigos. Así, deja de operar la función de reproducción del poder que le había sido impuesta, permitiéndole trasformarse en un código que da origen a sujetos y a objetos: Cuando la función del rostro se conjunta con el afecto, permite la emergencia de un sujeto moral que hace surgir a un sujeto voluntad en la posición complementaria, el cual tiene la opción de convertirse, a su vez, en un sujeto moral, si acepta la sujetación al rostro. Cuando el rostro se conjunta con un saber de razón, se trasforma en un sujeto capaz de establecer una función de comunicación.
La escuela, al agenciar esta forma de poder, reproduce dos grandes aparatos disciplinarios: el militar y el burocrático, los cuales constituyen una de las manifestaciones de existencia del Estado y se caracterizan por el ejercicio de la dominación sobre todo aquello que es alcanzado por su efecto. En estas circunstancias, la escuela al convertirse en una parte mas del engranaje que estos aparatos suponen, se pone al servicio de una forma de poder que la sobrepasa y que le determina la misma función que al resto de sus componentes es decir, la de la reproducción.
El poder, al valerse de la rostridad como una de las estrategias para reproducirse, hace evidente sus propios límites. En efecto, como se señaló, la rostridad puede ser atrapada por otros códigos que, a pesar de ser puestos en circulación por ese sistema de poder, no están orientados a su reproducción, originándose así una fractura que le es inmanente. Vemos como el poder, aún en lo que podría considerarse su máxima manifestación de dominio, mantiene, en tanto que fuerza, su capacidad productiva y posibilita su disponibilidad para fines no contemplados por la reproducción.
Cuando el control, la normalización y la reproducción se constituyen en la finalidad del poder, éste, además de clasificar las acciones, "categoriza al individuo, lo marca en su propia individualidad, lo adhiere a su propia identidad, le impone una ley de verdad que él debe reconocer y que los otros tienen que reconocer en él. Es una forma de poder que hace a los individuos sujetos: ...sujeto a alguien por el control y ligado a su propia identidad por una conciencia o auto-conocimiento"4. En tanto la existencia pertenece al orden de lo ya producido, se configura un estado de permanencia de las individualidades que hace imposible la diferencia e impide situar a la exterioridad como el lugar límite de la acción, negando la posibilidad de construir sentido y, por tanto, instaurando así disponibilidades para la violencia.
Simultáneamente, y es aquí donde radica lo paradójico de la fuerza del poder, se posibilita el establecimiento de límites espacio-temporales a la acción, mediante su orientación en oposición al caos. En este sentido, la fuerza del poder, tiene un carácter productivo que no se reduce únicamente al establecimiento de límites sino que genera formas de saber, sujetos, estrategias, frente a los cuales se despliegan resistencias. Por ello, aunque es claro que el poder dirigido al control, a la normalización y a la reproducción, establece mecanismos de sujetación, su acción productiva, permite reconocer la posibilidad de resistencias. Un caso específico de resistencia consistente en la desviación de la finalidad perseguida por la estrategia de poder de reproducción, es la rostridad, la cual al asociarse con otros códigos, o bien debilita el código de origen o bien instaura códigos cuyas finalidades son distintas.
El poder, en tanto afección, actualiza al saber como archivo. Uno y otro existen simultáneamente de tal suerte que el poder produce saber y lo inverso. La escuela agencia conexiones poder-saber que no están circunscritas exclusivamente al poder como control, reproducción y normatización sino que se orientan a la producción de subjetividades, dejando ver fracturas en los sistemas de poder por la intervención del saber.
El poder en su conjunción con un saber interpretativo tiene como límite al sujeto, materializado por el lenguaje. Esta forma de saber desplaza la conciencia de la centralidad que supone un sujeto de razón, puesto que es el mismo sujeto el que crea el mundo y no solamente es una facultad (conciencia) la que rige la relación entre hombre-mundo. Tratándose de un ser construido por el lenguaje, su discurso, al materializar el mundo, hace de éste la resonancia del sujeto mediante su conversión en palabra, así "...el hombre puede hacer entrar al mundo en la soberanía de un discurso que tiene el poder de representar su representación"5.
Esta forma del saber origina un código de enunciación cuya manifestación se produce en signos, los cuales deben ser interpretados. Dichos signos conforman una cadena enunciativa que opera por la remisión indefinida de un signo a otro, de tal suerte que lo representado es siempre una representación, dando forma a un régimen significante en el que la significación se genera a partir de la relación entre los signos y no a partir de lo que ellos son, en tanto no son nada distinto a una ausencia.
La emergencia de los signos que conforman el régimen significante, permite establecer una nueva finalidad al poder consistente en la instauración del sujeto de lenguaje. Así, el poder otorga primacía a la enunciación puesto que su acción está orientada al establecimiento de los límites de lo decible y su estrategia es una forma de la interpretación, en la que el sujeto es instalado bajo la condición de la sospecha de su propia existencia.
La combinación poder-saber que hace posible la emergencia de sujetos de lenguaje, regidos por el código de enunciación que el régimen significante supone, hace que su manifestación opere de dos maneras distintas: en un caso, el sujeto es autor del enunciado que lo crea, dotándolo de la competencia que le permite la ilusión de su existencia, la cual lo instala a la vez, en sujeto de enunciación y sujeto del enunciado; en el segundo caso, el sujeto construye el mundo mediante el acto de enunciación y al hacerlo se convierte en el eje del mundo creado por él, de tal suerte que se encuentra dotado de la competencia que le permite la ilusión de crear al mundo, instaurándose como sujeto de enunciación y colocando al mundo en el lugar del sujeto del enunciado.
La conjunción entre el poder orientado al control y el saber interpretativo da origen a una clasificación de la acción que se manifiesta bajo la forma de un signo que, representando al poder, debe ser interpretado para dotarlo de significación. Cuando la interpretación utiliza el código significante, el sujeto que emerge tiene la condición de la subyugación, debido a la posición que le determina el sistema de control y a la significación que éste le da al signo. Esta conjunción, al utilizar el signo para su manifestación, establece la opción de que el signo sea convertido en atributo, posibilitándole su fuga del sistema de clasificación impuesto por el ejercicio del poder. Cuando lo anterior sucede, nos encontramos frente a una resistencia activa a la clasificación.
Las formas de manifestación del sujeto, derivadas de la combinación del poder con el saber interpretativo no constituyen el lugar de la exterioridad puesto que, al tener como eje al sujeto, suponen la existencia del mundo como resultado de su internalización o de su proyección. El mundo así conformado tiene la forma unitaria que le da la omnipotencia del sujeto que lo crea, lo que impide, tanto la emergencia de otros mundos posibles, condición propia de la manifestación de la diferencia, como la efectuación de la diferencia en un otro que se materializa bajo la forma del tú, es decir la interlocución. Lo anterior nos conduce a suponer para estos casos, la instauración de disponibilidades para la violencia, puesto que el sujeto omnipotente solo es capaz de mirarse a sí mismo o al mundo desde la posición que él ocupa dentro del código de significación.
No obstante, esta forma de poder-saber agencia la posibilidad de la fuga por su carácter productivo, fuga que se manifiesta en el escape al código enunciativo: el signo, en su remisión incesante a otro, pierde su función de representación y se convierte en atributo de las cosas, dando origen a una efectuación del sentido como producto de su creación. El mundo deja de ser así el límite del sujeto para trasformarse en intensidades que desdibujan tanto a la forma de ser del mundo como a su creador, al devenir fuerzas en la exterioridad. Al permitir una fuga del código, el establecimiento de atributos se efectúa en los estados de cosas, de los que hace parte un nuevo sujeto capaz de recrear al mundo, al crear lenguaje. Este acto de creación de lenguaje establece la interlocución al hacer de la creación un significado compartido, conformando una forma de subjetivación que, al efectuarse, permite la emergencia de sujetos de alteridad.
En algunos casos, la escuela agencia una forma de poder que instaura al saber como finalidad, bajo la forma de la razón. Cuando ésto ocurre, el sujeto moral que se había conformado por las otras formas de poder, se transforma en un sujeto de razón capaz de construir una norma y de regir sus acciones por ella. La construcción de la norma supone un régimen enunciativo basado en la oposición afirmación-negación, oposición regida por el principio de identidad del significado con su designado.
Los sujetos de razón inmersos en este régimen enunciativo no hacen de la verdad un enunciado sino, a través de la enunciación, buscan la verdad. Este uso de la enunciación como mecanismo, requiere de un sujeto dotado de la competencia que le permite valerse de la lógica de la razón para construir la verdad y no de un sujeto susceptible de ser clasificado por su acción o por su enunciación, como ocurre en las circunstancias en que el poder emplea el saber para lograr sus fines. La verdad, así considerada, cumple la función del poder en tanto establece una forma de gobernabilidad de las acciones de los sujetos de razón, capaces de crear formas de poder bajo el establecimiento de una normatividad compartida apta para la articulación de las diferencias, mediante la argumentación lógica.
El ejercicio del poder por la razón es susceptible de perder su finalidad cuando la razón deja de operar como verdad. En estas circunstancias, se hace uso de la razón únicamente para la producción de enunciados y no para la construcción de la verdad a través de ellos. Esta producción funciona entonces como un sistema autónomo de circulación, en el que cada enunciado remite a otro, indefinidamente, convirtiéndose así en un juego de enunciación que no requiere de sujetos que lo asuman. El poder, al perder su acción sobre la enunciación, le posibilita a esta última circular libremente, puesto que es liberada de cualquier código de significación. De esta forma, la producción de enunciados se convierte en expresión, al hacer que el contenido devenga sin-sentido, o, lo que es lo mismo, devenga la condición para la creación del sentido. Aquí nos encontramos en el lugar de la exterioridad.
En la escuela, el deseo como distribución de intensidades está sujeto a dos formas de efectuación. En la primera se conjunta con el poder. En la segunda, actúa líbremente dando origen a la subjetivación, como posibilidad de la exterioridad y de la creación del sentido. Ambito de la no violencia.
El poder tiene otra forma de manifestación derivada de su conjunción con la fuerza del deseo. Cuando ésto ocurre, la intensidad del deseo afecta la dirección del poder y lo desvía de su curso, cambiando las relaciones que el poder había determinado de antemano entre las posiciones. La conjunción del poder con el deseo opera una codificación de este último, convirtiéndolo en sentimiento. De esta conjunción surgen posibilidades distintas:
La primera invierte las posiciones ocupadas por los sujetos dentro de una jerarquía, al hacer desaparecer la normatividad que las rige. El resultado de la inversión es el desdibujamiento de la forma que la codificación había impuesto a las fuerzas, dotándolas de potencias diferenciales en relación de complementariedad. La consecuencia es que las fuerzas operen la una sobre la otra sin ninguna mediación codificada.
La segunda transforma la relación puesta en juego por la razón entre la acción y la sanción en una relación puesta en juego por el deseo. Esto obedece al establecimiento de una estructura complementaria entre la demanda y la satisfacción, en la que la finalidad del código de poder se desvía, de tal suerte que las acciones afectivas buscan la sanción al hacer que la razón devenga satisfacción.
La tercera se deriva de una forma de poder orientada a la normalización que al conjuntarse con una codificación de la fuerza del deseo hace perder la eficacia de la finalidad del sistema de poder. El efecto es que la acción se oriente a reaccionar en contra de la normalización. Hay que anotar que para que esta forma del afecto pueda expresarse, se requiere de la presencia simultánea del código normativo puesto que, bajo estas circunstancias, el afecto solamente puede operar como reacción y nunca como acción.
En la cuarta, la potencia del deseo destituye a la razón como finalidad del poder, permitiendo la emergencia de múltiples sujetos de voluntad quienes al no estar ya regidos por el código de poder, rigen su acción por un código afectivo que no busca imponerle una dirección sino permitir la expresión caprichosa de cada voluntad, generando caos en la acción.
La conjunción entre las fuerzas del poder y del deseo produce estructuras de relación complementaria entre las posiciones, en las que una de éstas opera bajo las formas de la demanda, la oposición, la dominación o el capricho y la otra opera como reacción, estando su acción determinada por la primera posición. El hecho de que el sujeto que ocupa una posición determine la forma de quien ocupa la otra, hace imposible la manifestación de sujetos diferentes y por tanto, impide el establecimiento de la interlocución, a la vez que reduce los mundos posibles a aquel determinado por la posición, fijando así solamente la relación entre opuestos.
Dicha conjunción, al hacer que el poder desvíe su dirección y el deseo pierda su intensidad por la codificación, encierra a las fuerzas en un círculo del cual no pueden escapar, reaccionando la una en función de la otra, por efecto de su afectación mutua. Por ello, la fuerza del deseo, al ser atrapada por la fuerza del poder, a pesar de operar desviaciones sobre la finalidad del código, no logra reiniciar nuevamente un movimiento que le posibilite escapar al código que lo atrapa.
En las pocas ocasiones en que la fuerza del deseo opera independientemente de relaciones de poder, da origen a una serie heterogénea que permite vislumbrar la exterioridad, lo que se manifiesta de dos maneras: en la primera, el deseo genera una forma de interlocución en la que es posible la diferencia constituyendo la posibilidad de su propia codificación, de la que emerge una relación biunívoca entre un sujeto deseante y un sujeto de deseo, ambos activos, bajo la forma de la seducción. En otras palabras, el deseo genera un pliegue de subjetivación, conformando interioridades de las que emergen sujetos. La naturaleza de los sujetos producidos por la subjetivación es distinta de la de los sujetos originados por las codificaciones de cualquiera de las fuerzas. Los sujetos de subjetivación al hacer uso voluntario de la razón que resulta de la fuerza del deseo, o al advenir como sujeto de voluntad apropiándose para sí a la fuerza del poder, se caracterizan por tener la capacidad de determinar la dirección de su acción, es decir, de generar las normas que les permiten autogobernarse y gobernar a otros.
En la segunda, el deseo agencia la fuga de la codificación, deviniendo acción intensa, circunstancia que desdibuja el sujeto deseante y al objeto de deseo y los trasforma en pura expresión. Vemos cómo la línea de subjetivación, que se pliega sobre sí misma, tiene la capacidad de desplegarse y dar origen así a una fuga.
Toda subjetivación indica un doble movimiento que, partiendo de la superficie, crea una interioridad en la que son posibles sujetos y acciones y luego, por efecto de su propia intensidad, se despliega para convertirse en sentido. Cuando la escuela hace posible esta forma de operar de las líneas, no produce disponibilidades para la violencia.
Tal como ha sido señalado por distintos trabajos realizados en Colombia sobre la escuela, particularmente los de Rodrigo Parra, el ejercicio del poder cumple en ella un papel importante. No obstante, la constatación de que éste se manifiesta de múltiples maneras y tiene finalidades diversas, pone en tela de juicio la idea de una autoridad que detenta un poder y un conglomerado subyugado por ella. Si la escuela efectivamente controla, normaliza y reproduce acciones y enunciaciones, ello no es el producto de la acción individual de quienes detentan autoridad, sino de un juego de micropoderes resultante de la relación entre fuerzas que suponen al poder pero que no se reducen a él.
A pesar de que estas formas de poder generan disponibilidades para la violencia, su capacidad productiva genera simultáneamente fracturas que les hacen perder su dirección, abriendo posibilidades de resistencia al crear acciones y enunciaciones distintas a las originalmente dispuestas por su codificación.
De lo anterior se deriva la necesidad de considerar al poder asumiendo su complejidad, pues de una parte aparece dotado de una gran capacidad productiva: sujetos, objetos, individualidades, reglas y, de otra, en algunas de sus interacciones, los sujetos producidos por él se manifiestan desprovistos de la capacidad productiva en cuanto las codificaciones en las cuales están inscritos desde su constitución, les imposibilitan el acceso al lugar de la exterioridad.
Es necesario reflexionar sobre el hecho aquí indicado del saber no como un propósito específico de la escuela, sino como una estrategia de la cual se sirve el poder para el logro de sus fines. Solamente un saber que sea la finalidad del poder, confirmaría a la escuela en el propósito para el cual, aparentemente, fue creada. En apoyo de lo anterior, en las pocas circunstancias en que el saber se constituye en finalidad del poder se genera sujetos de razón capaces de alteridad, o sujetos de lenguaje capaces de desdibujarse en la exterioridad para producir sentido; los dos hechos son de suma importancia para la consideración de la violencia como efecto de la socialización de lo escolar.
Algunas de las relaciones delimitadas, nos permiten hacer un llamado de atención sobre las propuestas pedagógicas basadas en el amor como estrategia para reducir o contrarrestar la manifestación de actos violentos. Como vimos, cuando el deseo se manifiesta simultáneamente con el poder, tanto el uno como el otro orientan su capacidad productiva a la generación de un tipo de sujetos desprovistos de toda posibilidad de regulación distinta de la reacción mutua. Por el contrario, bajo condiciones en las cuales se hace posible la manifestación del deseo como tal, es decir como expresión y no como disposición de un sistema de poder, el deseo mantiene toda su capacidad productiva.
Desde el punto de vista de los agenciamientos producidos por la escuela, es necesario señalar que la posibilidad de que en ella se genere el ámbito de la exterioridad está relacionada con formas del quehacer escolar que permiten acciones y relaciones ajenas a sus ordenamientos formales y que escapan a su capacidad codificadora; en otras palabras, con formas del quehacer que se abren a la posibilidad de existencia de lo imprevisto y lo diverso. Paradójicamente, esta posibilidad aparece como inherente a la existencia de formas de codificación que regulan la actividad en el marco de la escuela. Por tanto, en aras de la socialización para la no violencia, no se trata de eliminar las codificaciones de la acción -en la medida en que ello supondría la eliminación de lo imprevisto y lo diverso-, sino de considerar las formas de regulación de las fuerzas que confluyen en la escuela. En este sentido cabría reconsiderar la postura de muchos de los trabajos sobre la escuela que ven en ella un lugar de homogeneidad cultural derivada de los ejercicios de poder y las clasificaciones que ellos operan, pues la diversidad no depende de formas democráticas de distribución formal del poder, ni de la presencia de "sujetos diversos" en un mismo espacio de intercambio, sino de la conformación de disposiciones que hagan posible su visibilidad, a partir del juego entre regímenes enunciativos y pragmáticos presentes en la escuela que permitan la construcción de lo diverso.
La constatación de que las formas de poder que tienen por finalidad el control, la normalización y la reproducción, instauran disponibilidades para la violencia, constituye un elemento fundamental a considerar dentro de la reflexión que creemos puede adelantar la escuela sobre sí misma. Igualmente, tendrían que ser consideradas las manifestaciones del poder, el saber, y el deseo que conducen a la creación de sentido, ya que ellas son las que se constituyen en el lugar donde se hace posible la exterioridad y, por tanto, el ámbito donde es factible postular una socialización de la no violencia.
1. Deleuze, G. La Lógica del Sentido. Paidós: Barcelona, 1989.
________ Foucault. Paidós: Barcelona, 1987
________ Y Gauttari, F. Mil Mesetas, Pretextos: Barcelona, 1988.
Foucault, M. La Arqueología del Saber, Siglo XXl: México, 1990.
________ Las Palabras y Las Cosas, Siglo XXl: México, 1990
________ Vigilar y Castigar, Siglo XXl: México: 1990.
2. Deleuze, G. Mil Mesetas. Op Cit, p. 159.
3. Para llevar a cabo está descripción fueron necesarios tres pasos anteriores. El primero consitió en una exploración cualitativa de 9 casos, escuelas, las cuales fueron observadas durante 2 semanas cada una, en todos sus procesos cotidianos correspondientes a sus niveles de primaria. El segundo paso consistió en un análisis semántico de la información recolectada, para cada uno de los casos, basándonos para ello en J. Greimas. El tercero, fue la construcción de un procedimiento que denominamos de semiotización. Este se basó en algunas de las propuestas de Deleuze-Guattari y Foucault. Por tanto las conclusiones aquí consignadas, obedecen a los resultados obtenidos en los 3 pasos anteriores.
4. Foucault, M. El Sujeto y el Poder. Bogotá: Carpe Diem, 1991. P. 60.
5. Foucault, M. Las palabras y las cosas, Op cit., pg. 301
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Gisela Daza Navarrete**
*Este artículo presenta los planteamientos teóricos que sirven de base al estudio «La Escuela: aproximación cartográfica a la instauración de disponibilidades para la violencia como efecto de socialización», cofinanciado por Colciencias, inscrito en una línea de investigación orientada a establecer las relaciones entre socialización y violencia en contextos tales como la escuela y la familia.
**Psicóloga de la Universidad de París VIII. Magister en Psicología Social. Docente Universitaria. Investigadora del DIUC.
El espacio teórico abierto por Winnicott con el concepto de Espacio Potencial es un terreno fecundo para pensar la socialización, constituye por tanto el punto de partida de las reflexiones que aquí se presentan. Punto de partida solamente en cuanto su desarrollo en términos de un espacio, requiere de una nueva conceptualización que determine su lógica independientemente de la relación de un «yo» con lo «no- yo». Un espacio independiente del sujeto en el que la experiencia del vivir y la experiencia cultural tienen lugar como creación de sentido de la que resulta el sujeto como efecto de esa creación. La producción de sentido cobra así una importancia capital en la conceptualización de la socialización, por ello, la realizacion del proceso de producción o su impedimento constituyen el eje en el que se instalan o no las disponibilidades para la violencia. La institución se plantea entonces como acción que agencia u obstruye la posibilidad del proceso.
La construcción conceptual de las relaciones entre socialización y violencia toma como punto de partida una propuesta analítica del concepto de socialización donde se desplaza la idea del tiempo como un continuo uniforme sobre el que se realiza el proceso, para proponer un análisis sincrónico en el que se enfatiza un movimiento permanente entre espacios distintos: la internalidad, la externalidad y la exterioridad. La caracterización de estos espacios define a la exterioridad como la dimensión en que tiene lugar la producción de sentido y a la internalidad y a la externalidad como los lugares de la efectuación del sentido producido en los que tienen lugar las cosas, los estados de cosas y entre ellos la distinción sujeto-objeto. Las disponibilidades para la violencia se plantean, hipotéticamente, como efectos de la detención del movimiento, al impedir la producción de sentido en el espacio de la exterioridad y/o la efectuación del sentido producido en la internalidad y la externalidad.
En la concepción de socialización como movimiento permanente de producción y efectuación de sentido se abandona la idea que define al sujeto como individualidad pre-existente y como identidad previamente diferenciada de los otros objetos del mundo, así como la idea de que sobre esa individualidad la sociedad y la cultura, en tanto que unidades pre-existentes a ella, ejercerían progresivamente acciones orientadas a asegurar su adaptación y su inclusión en el orden socio- cultural; en su lugar proponemos al sujeto como el efecto mismo de la producción y de la efectuación de sentido, e indagamos por las fuerzas que entran en juego en la constitución y en la puesta en operación de múltiples códigos de los que derivan formas específicas y variadas de sujetos.
La institución, partícipe de la producción y de la efectuación de sentido, no es aprehendida desde su finalidad ni desde el resultado de su acción, sino desde la acción misma, producida por la relación de las fuerzas que entran en juego en su constitución y de la orientación que le es impuesta por los códigos que crea, aplica o descodifica. En esta acción de codificacióndescodificación se juega la posibilidad de acceso al espacio del sentido, se asegura o se impide el movimiento permanente internalidad-externalidadexterioridad, y se posibilita o imposibilita la efectuación de la creación, en las cosas y en los estados de cosas.
Desde esta perspectiva, la Escuela sobrepasa la funcionalidad que generalmente le es atribuida para ser planteada como el punto de convergencia de tres ámbitos distintos que en la diversidad de relaciones posibles genera como efecto modos de socialización, de institución y de violencia.
La concepción de la socialización como un movimiento permanente entre tres espacios distintos surge del estudio del concepto winnicottiano de «espacio potencial»1 en cuyo planteamiento se rebasa la dialéctica clásica de oposiciones entre el adentro y el afuera al crear una zona expandible y variable, susceptible de conformarse y de deshacerse, cuya localización no corresponde a la internalidad ni a la externalidad a pesar de que las dos participan en su constitución como frontera, que en tanto tal, es del orden de la exterioridad.
La constitución del espacio potencial es explicada por Winnicott en el contexto de los fenómenos transicionales que permiten el paso de la relación con el objeto al uso del objeto, proceso en el que interviene la ilusión de creación simultáneamente con el encuentro del objeto, la destrucción subjetiva del objeto creado y la sobrevivencia del objeto a pesar de la destrucción operada.
La ilusión de creación del objeto para que pueda ser sostenida como experiencia de creación, requiere de un aporte del ambiente que repita la paradoja de la ilusión de haber creado el objeto, dándole a esa creación el estatuto de realidad. Este aporte del ambiente deriva de la capacidad de aceptar el sin-sentido como partícipe en la construcción continua del sentido, liberando la posibilidad de su destrucción como condición para una nueva creación. Así, la experiencia de creación corresponde a un momento en el que se desdibujan el sujeto y el objeto como entidades dadas, al destruir las cualidades que las determinaba como tales, y al crear un atributo cuya expresión crea una nueva cosa o un nuevo estado de cosas. El lugar de esa experiencia no es la internalidad en la que se opera la ilusión de la creación, ni la externalidad en la que el objeto es el resultado del atributo que ha sido creado, sino la exterioridad como ámbito de la creación en el que sólo el sentido existe y cuya definición corresponde al gerundio como expresión de un proceso en curso de realización; en él se suceden fenómenos que se expanden al dominio cultural entero y que Winnicott propone como el lugar en el que se hace la experiencia cultural, la experiencia del vivir.
El espacio potencial puede entonces ser definido como una frontera que como tal une y separa espacios distintos, y a la vez, como un espacio topológico en el que lo que acontece es del orden del sentido y de la creación.
Para la aprehensión de la lógica de ese espacio como frontera y superficie en una relación distinta a la planteada por la teoría winnicottiana que, por razones de su objeto de aplicación se halla circunscrita a la construcción de la realidad por el sujeto, haremos uso de los conceptos desarrollados por Deleuze2 en cuanto permiten situar la producción de sentido en la exterioridad como resultado de un análisis que cuestiona la capacidad de la proposición para agotar en ella lo expresado y lo expresable de las cosas y de los estados de las cosas, y que se pregunta por el lugar de los atributos y de las propiedades de las cosas.
Entre las cosas o los estados de cosas y lo que de ellos se dice, Deleuze propone la existencia de algo ideal distinto del objeto físico designado, de la vivencia psicológica manifestada y del concepto lógico significado; un efecto de esas tres relaciones de la proposición, un incorporal en la superficie de las cosas que más que existir subsiste e insiste en la proposición, sin ser ella misma.
Ese incorporal en tanto efecto que se sitúa en la superficie de la proposición, es el sentido que, requiriendo de las tres relaciones y de la proposición misma para subsistir, tiene una positividad completamente distinta: es lo expresado o lo expresable de la proposición, a la vez que es el atributo de las cosas y de los estados de cosas; el sentido es así la frontera entre la proposición y las cosas y, a su vez, espacio topológico en el que se articula la diferencia de lo que está de los dos lados de la frontera.
La superficie se define como un plano con anverso y reverso, constituído por puntos y por las líneas correspondientes a sus desplazamientos. Las líneas se constituyen como series de puntos sucesivos de cuya relación resulta el efecto incorporal que es el sentido. De hecho, el sentido es el efecto de un continuo desequilibrio entre una serie que designa, cumpliendo la función de significado, y una serie que expresa, cumpliendo la función de significante, provocado por un término que se desplaza entre ellas, faltando en una y sobrando en otra. Así, el sentido no es el momento en que el término que se desplaza ocupa un lugar vacío en la serie significada, ni el momento en que sobra en la serie significante, sino el efecto del movimiento de su desplazamiento, de donde se deriva que el término que se desplaza carece en sí mismo de sentido, es sin-sentido que está en relación de génesis con el sentido.
La analogía con la conformación del espacio potencial es posible cuando se considera que el objeto transicional, definido por Winnicott como un objeto preferencial existente en el mundo que sostiene la ilisión de la creación por cuanto existe y a la vez es creado, cumple la función del término que se desplaza entre la serie de las cosas y de sus estados y la de los atributos creados, desplazamiento que funda el espacio de la exterioridad debido a que el estatuto del objeto transicional es el de ser simultáneamente un objeto existente en el estado de cosas y el de ser un objeto creado en el momento en que es encontrado; en consecuencia, no corresponde ni a la serie de las cosas, ni a la serie de los atributos, pues la simultaneidad que lo define indica el desplazamiento correspondiente al momento en que abandona la serie significante para desplazarse hacia la serie significada, o el momento en que abandona la serie significada para desplazarse hacia la serie significante.
La exterioridad y todo lo que en ella es posible, corresponde así a un tiempo que no toma como punto de partida el ahora, del que se deducirá un antes y un después, sino el del instante dinámico constituido por el gerundio que opera una actualización del infinitivo del verbo. El tiempo del espacio potencial es un «haciendoser » que se recorta sobre el «habiendo- hecho-ser» y sobre el «por-hacerser »; queda en infinitivo el ser y el gerundio se aplica al hacer, colocando lo producido como perteneciente al universo de las entidades y colocando a la operación de producción como lo perteneciente al universo de las acciones. Así, la acción produce a los objetos en una relación de sentido y al producir el sentido hace emerger las cosas y sus estados, y entre ellas a un posible sujeto cuya existencia es producto de la efectuación del sentido creado; por tanto, el sujeto no precede a la producción de sentido, es dicha producción la que crea al sujeto.
Todo aquello que participa de la exterioridad, del orden del sentido, tiene el carácter de acontecimiento como algo que se produce por la convergencia de dos series heterogéneas, en el elemento que circula entre ellas, faltando en una y sobrando en otra. La convergencia afecta la distribución de los términos de las series, a la vez que las bifurca y ramifica indefinidamente. El acontecimiento es así fuente de una multiplicidad de series que se proyectan en direcciones diversas, conformando campos que se producen y se deshacen continuamente en una dimensión impersonal y pre-individual, la dimensión del sentido. La relación de los acontecimientos en la exterioridad es entonces una relación casi-causal que genera la multiplicidad de las series.
El juego ilustra esta casicausalidad de los acontecimientos entre sí puesto que las singularidades creadas en él y por él tienen la potestad de determinar como singularidad cualquier otro elemento copresente, conformando series que relacionan dichas singularidades en la frontera entre las cosas y el atributo de que son objeto en la dimensión del sentido. La distribución de singularidades en superficie no está previamente determinada por algo distinto de las series que el juego mismo configura, creando así mundos singulares y diversos en cada jugar.
A su vez, lo propio de las cosas y de los estados de las cosas es la condición de ser expresables y expresados; en tal virtud, ellos también participan como casi-causas en la creación del sentido. El sentido por su parte, al ser lo que expresa, debe realizarse en las cosas y los estados de las cosas. Esta realización corresponde a una efectuación del acontecimiento en la que pierde su condición de idealidad pura para convertirse en un accidente, en una nueva cosa entre las cosas. El tiempo de la efectuación del acontecimiento, a diferencia del tiempo de su creación, es un tiempo presente del orden del ahora, tiempo que marca la existencia de las individualidades en las que se efectúa el sentido y que, en tal condición, constituyen sujetos, objetos y estados.
La vida psíquica pertenece en esta perspectiva al espacio de la internalidad que se opone constantemente no a la exterioridad sino a la externalidad. Su relación con la exterioridad es la relación de un contenido con lo que le sirve de límite; éste en tanto que espacio en el que se produce el acontecimiento por la relación casi-causal entre lo expresado con lo que expresa, permite que lo perteneciente al espacio de la internalidad pueda existir y ser expresado y expresable en superficie. Así, la internalidad que es producto de la efectuación del acontecimiento, tiene en sí misma una capacidad de contraefectuación que le permite expresarse en superficie y, a partir de ello, participar en la conformación y la expansión del espacio de la exterioridad.
La externalidad, que también participa en la constitución y el mantenimiento del espacio potencial, es susceptible de ser definida en términos de «lo otro» por efecto de una asincronía entre el objeto y su creación, asincronía que funda la posibilidad de la existencia del otro como estructura ordenadora del tiempo y del espacio, la cual opera como regente de la dialéctica internalidadexternalidad, pero que, en el momento de la creación de sentido en la exterioridad, desaparece, al igual que desaparecen el objeto y el sujeto.
Considerando que la cultura pertenece al orden del sentido, como una dimensión prepersonal y preindividual, la experiencia cultural sólo es posible en la exterioridad en cuanto ella se define como producción constante de multiplicidad de sentidos y por tanto capaz de fundar una infinita multiplicidad de mundos posibles y en ellos, una infinita variedad de cosas y de estados de cosas susceptibles de ser expresados en y por ella.
La pertenencia de la cultura al orden del sentido, es decir al espacio de la exterioridad, permite plantear la violencia no como lo propio de una cultura determinada, sino como el resultado del impedimento de la experiencia cultural como producción de sentido. Por ello nos apartamos de la idea de una cultura de la violencia que suponga la instauración de hábitos culturales violentos, para proponer que la instauración de disponibilidades para la violencia depende de la imposibilidad de la experiencia cultural. Desde esta óptica, lo prioritario son las prácticas de las instituciones de la cultura y no los actos de los sujetos, por ello orientamos la indagación hacia la manera como dichas instituciones bloquean el movimiento desde y hacia la exterioridad, caso en el cual hacen imposible la creación de sentido o la efectuación de dicha creación, o, por el contrario, la manera como mantienen la posibilidad del movimiento entre internalidad-exterioridadexternalidad, participando de la producción de sentido.
La instauración de disponibilidades para la violencia está relacionada con todo aquello que hace imposible el movimiento constitutivo de la socialización y con los efectos que de esa detención se derivan. La detención se produce cuando la efectuación y la contra-efectuación dejan de operar, bien sea que ello ocurra en la exterioridad o en la internalidadexternalidad. En efecto, un sentido producido en la exterioridad al no ser efectuado en las cosas y los estados de cosas deja de operar como casi-causa de estos, quedando la creación aislada de su posibilidad de utilización; así mismo, la imposibilidad de expresión en superficie de las y de los estados establece una relación causal de ellos entre sí, impidiendo su constitución como casi-causas del sentido, es decir, impidiendo su participación en la creación del sentido.
Por ello, la problemática central de la socialización consiste en mantener insistiendo a lo que por su naturaleza insiste en el sentido y, al mismo tiempo, impedir que su efectuación en los cuerpos y en las cosas se mantenga indefinidamente, poniendo en evidencia la importancia que la contraefectuación reviste en tanto que es lo que impide que las singularidades se mantengan en una efectuación, siendo la violencia aquello que impide a la contra-efectuación generar un efecto.
La contra-efectuación no proviene solamente de una posibilidad inscrita en la exterioridad; para que ella se produzca es necesario también que la internalidad se exprese en superficie, pues así como los cuerpos tienen el poder de organizar superficies, también tienen el poder de servirse de ellas para realizar contra-efectuaciones que permiten el acrecentamiento tanto de la internalidad como el de la superficie. La contra-efectuación, al expresarse en superficie destruye las singularidades efectuadas para entrar en la relación casi-causal del acontecimiento. La destrucción hace parte entonces de la producción de sentido en el orden de lo que pertenece al espacio de la exterioridad.
La violencia no es pues la destrucción sino la imposibilidad de creación de sentido, imposibilidad que puede ser inducida por el mantenimiento de un mundo en la inmovilidad de sus efectuaciones o por el aislamiento de los acontecimientos impidiendo su expresión en las cosas y los estados de las cosas.
El movimiento constitutivo de la socialización nos obliga a pensar las formas de existencia y de manifestación de la diferencia, de lo otro y el estatuto que ese otro tiene en cada uno de los espacios que el movimiento recorre. En el espacio de la internalidad, el otro es un cuerpo actuante en el que se encarna el deseo, perteneciendo así al orden de lo que se mezcla y actuando, junto con las cosas y los estados de las cosas como casi-causa de los efectos de sentido. Como tal, el alcance del otro se reduce al tu de la relación dialógica, al sujeto actualizado por la proposición en su función de manifestación. Su posibilidad depende de los efectos de la «estructura del otro».
La «estructura del otro» establece todos los aprioris del tiempo y del espacio, los límites dentro de los cuales puede ser efectuada una individualidad- sujeto y anuncia un mundo cuya realización es posible. Debido a esa estructura, el deseo de la internalidad puede encarnarse en objetos y mundos, puede hacerse presente en una subjetividad.
En la exterioridad, al desdibujarse la estructura del otro y dar origen a la pura diferencia, las singularidades son dobles incorporales que reúnen todos los acontecimientos en series divergentes, cuya presencia no puede ya plegar el deseo de la interioridad sobre los objetos de los mundos, circunstancia que hace imposible la subjetividad, pero que hace posible la creación de sentido.
La ausencia del «otro», como realización de lo que la «estructura el otro» hace posible, encarnado en un cuerpo que actúa, significa la no realización de la estructura del otro pero no su desaparición; puesto que «el otro» tiene el estatus de lo que llena de contenido a la estructura y la actualiza a través de las proposiciones que enuncia, su ausencia anuncia una posibilidad abierta pero carente de contenidos proposicionales. La ausencia el «otro» es entonces ausencia de un «tu» del intercambio proposicional que por estar ausente, deja de aportar el contexto en el que la proposición puede ser usada, haciendo del lenguaje una circularidad o una forma de consigna. En consecuencia, lo imposibilitado por la ausencia el «otro» es la intersubjetividad.
Desde el punto de vista de la instauración de disponibilidad para la violencia, la ausencia del «otro» determina una imposibilidad de movimiento hacia la exterioridad que reduce la apertura a mundos posibles y sumerge a la individualidad en su propio mundo.
De otra parte, una falla en la «estructura el otro» hace imposible instaurar la exterioridad como un lugar límite, configurando un estado de existencia de las individualidades y de los mundos de no insistencia del sentido. Se trata de la desaparición o del desdibujamiento de la zona potencial y por tanto de la imposibilidad de la experiencia cultural. Ante la falla de la estructura el otro, el «otro» no remite a la diferencia, característica de la exterioridad sino a un calco de lo mismo: una serie homogénea y única no recorrida por la instancia que genera el sentido, calco que es hiperreal y cosificable en cuanto no tiene posibilidad de diverger o converger hacia otra serie.
Desde el punto de vista de la instauración de disponibilidades para la violencia, tal falla de la estructura el otro imposibilita la construcción de la diferencia. La experiencia del existir se reduce a la repetición indefinida de las tres relaciones de la proposición, sin que se trate por tanto de una experiencia del vivir. Al faltar la dimensión del sentido, toda serie que no coincida con la serie homogénea irrumpe en la interioridad y la colma destituyéndola de su lugar, pues las relaciones de la proposición no bastan para que las series aportadas por el «otro» puedan ser puestas en relación significante con la serie homogénea: el otro amenazante no puede sino ser destruido en defensa del lugar de la serie homogénea.
Finalmente, la consideración de una exterioridad que asume la pura diferencia como forma de existencia de lo otro, exige la pregunta acerca de la violencia posible en ella. Dado que la creación de sentido es la forma primordial de la experiencia cultural y dado que la destrucción es la condición de toda creación, nos encontraríamos ante una zona de experiencia del vivir que al suponer la creación como la puesta en el mundo de algo nuevo, supone también la destrucción de la forma del mundo anterior a dicha novedad. Es este el sentido de la destrucción característica de la exterioridad, sin la cual sería imposible la renovación constante de la cultura bajo la forma de creación de nuevos sentidos y de nuevas realidades.
La posibilidad de pensar las disponibilidades para la violencia y su relación con la socialización en los términos en que ha sido definida, induce un cuestionamiento sobre el concepto de institución en el que ésta ya no puede ser pensada como una condensación que cumple la función de dotar a un sujeto de las competencias suficientes para la interacción, reproduciendo a la organización social, sino como una producción de sentido capaz de crear el ordenamiento de lo social, siendo así un acto complejo que se cumple movilizado por fuerzas de cuyas relaciones resultan centros transitorios capaces de un ordenamiento momentáneo, susceptible de disolverse por el mismo efecto de las relaciones de las fuerzas que lo constituyen.
La institución se opone al caos, punto en el que coinciden las diferentes teorías sobre la institución en tanto que ésta es concebida como un ordenador. Desde nuestro punto de vista, la institución no es el efecto ordenador de la acción sino la acción misma y por tanto no un estado sino a la vez fuerza y dirección. Todo ordenamiento es así una formación provisional que se constituye en centro, generando un límite al desplegar su curso. El centro así concebido es el punto hacia el cual convergen las fuerzas por efecto de la repetición periódica de su dirección.
Los centros momentáneos son «formas» virtuales que se adoptan y que pueden ser actualizadas. Su constitución se deriva de funciones que se repiten periódicamente conformando códigos. Cada código establece un límite dentro del cual se hacen posibles ciertas acciones y ciertas enunciaciones.
La multiplicidad de centros deriva de la presencia simultánea de atractores y repulsores que operan sobre las fuerzas que entran en juego; su provisionalidad se deriva de las articulaciones que se establecen entre los múltiples centros, articulaciones que dan lugar a transcodificaciones y descodificaciones.
Todo lo descodificado tiende a la producción de sentido en cuanto entra a formar parte del sinsentido y la fuerza deja de estar determinada por la dirección inicial para hacer parte de la dimensión del sentido. El momento en que lo codificado es arrastrado por lo descodificado, hace aparecer marcas que anuncian dominios: extensiones y propiedades. Mientras que el código articula formas y substancias, el desplazamiento hacia los dominios creados por la marca, articula intensidades y cualidades, articulación particular en tanto que perteneciente al dominio en cuestión.
El dominio constituido de cualidades expresivas, contiene también a las relaciones entre ellas a la manera de los «motivos» de una obra y que son los contenidos que caracterizan al dominio. La relación del dominio con lo que le es exterior, pasa por su articulación con otros dominios simultáneos, relación que, junto con el motivo, hace de él un estilo, un lugar desde el cual se habla y se hace la experiencia.
Lejos de ser un lugar definido por lo codificado, la institución se caracteriza como lo posibilitado por la descodificación, es decir, como la creación de nuevos sentidos y de nuevas relaciones de sentido.
Pero los estilos no se fijan, no son un estado, lo propio de ellos es el movimiento; por ello la institución no es acto solamente en el momento de la descodificación, sino en todos sus momentos, deviniendo siempre. De ello se deduce que el único emplazamiento posible de lo institucional es la superficie, lo cual articula sus relaciones con la socialización y con las disponibilidades para la violencia.
La imposibilidad de acceder a experiencias de superficie, se traduce en imposibilidades de hacer institución. En la sola relación adentro-afuera, es posible la codificación de la acción mas no la conformación de un movimiento de descodificación que constituya moradas desde las cuales sea posible decir y hacer sentido.
La escuela, al igual que toda otra institución, deja de ser un empírico y se constituye en la conjunción de tres planos: el plano de la socialización, en un movimiento característico que permite el paso del adentroafuera a la superficie; el plano de la instauración de las disponibilidades para la violencia a partir de detenciones del movimiento de la socialización y, finalmente, el plano de la institución como la producción de sentido que ocurre en superficie.
1. Winnicott, D. W. Jeu et realité, N.R.F., Editions Gallimard, Paris 1975.
2. Deleuze, G. La Lógica del sentido, Paidos, Barcelona, 1989.
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Gloria Alvarado Forero**
* Estas reflexiones están ancladas en el estudio «La Escuela: Aproximación Cartográfica a la Instauración de Disponibilidades para la Violencia como Efecto de Socialización», realizado por Gisela Daza, Mónica Zuleta y Gloria Alvarado, mediante cofinanciación de Colciencias y la Universidad Central. Su objeto central supuso la consideración del concepto de Institución, bajo el ángulo particular de una teoría del sentido. El presente artículo pretende ofrecer al lector sólo algunos de los elementos de análisis tomados en cuenta en el marco del proceso investigativo.
** Psicóloga de la Universidad Nacional de Colombia, Postgrado en Educación Universidad de París VIII. Investigadora del DIUC.
El desarrollo de las teorías del Sujeto modificó, de manera sensible, las estrategias de construcción del concepto de Institución y por tanto impuso la necesidad de reconsiderar a uno de los pilares en los cuales se fundamenta el saber de las Ciencias Sociales. Tales teorías, articuladas de manera indisoluble con los problemas del orden simbólico y por tanto con el problema del sentido, no han conducido sinembargo, a viabilizar satisfactoriamente un concepto dinámico de la institución como acción en y por la creación, manteniendo por el contrario afianzada su condición de entidad y estado de cosas. Una aproximación a la lógica del sentido, muestra por el contrario interesantes posibilidades, a la luz de las cuales ciertos debates sobre lo instituído y lo instituyente como momentos de la institución se revelan irrelevantes.
Asumir la violencia en su manera particular de anudarse con nuestra experiencia vital, conduce directamente a interrogar a las instancias que pueden mediar entre lo que podría considerarse como perteneciente al orden de lo individual y lo que asignaríamos a lo colectivo. En el curso de esa indagación, la categoría «institución» se perfila como un instrumento necesario de trabajo, toda vez que a partir de ella, las ciencias sociales han intentado dar cuenta de procesos que, a través de la ley y de sus desarrollos particulares en normas, regulan las formas de articulación de la vida social.
El uso de la categoría institución para asumir una pregunta por la violencia, presenta la dificultad de tender a situarnos frente a los problemas de un orden social y su conservación y por tanto, a aproximarnos a la violencia bajo el ángulo de lo instituído. El punto de vista exclusivamente funcional de la institución, ha sucumbido a este obstáculo; afianzado en el modelo del Estado como fundamento de toda institución. Por tanto, no viendo en ella sino la dinámica de necesidades sociales surgidas de la propiedad y su materialización en una normatividad jurídica y en el sistema de sanciones que garantiza su mantenimiento, la institución aparece como una cadena de mediaciones destinadas a asegurar la satisfacción de necesidades relativas a la reducción de tensiones y el desgaste de la vida colectiva.
En última instancia las instituciones representarían, en la perspectiva funcionalista, un gran mecanismo destinado a reproducir el orden establecido, bien por la vía de su mantenimiento -momento de lo instituido-, bien orientando su transformación - momento de lo instituyente-. En tal virtud, la institución constituiría una realidad anterior y externa a cualquier hecho social y todo intento de aproximación a la violencia desde su estrategia teórica, supondría necesariamente su consideración como el resultado de una insuficiencia en la eficacia disuasiva y reguladora, respecto de las acciones de los individuos.
El desarrollo del concepto de institución en los trabajos de C. Castoriadis ha representado un importante avance para las ciencias sociales. Partiendo justamente de una crítica sistemática a la filosofía racionalista que subyace a la visión funcionalista, señala la existencia de una confusión entre el reconocimiento de una relación profunda de la producción con el resto de la vida social, y la reducción de la actividad humana mediatizada por instrumentos, a la condición de fuerza productiva. Dicha confusión da como resultado la aplicación de la lógica, la organización social y el contenido de la cultura característicos de la modernidad a toda la historia.
A la luz del trabajo de Castoriadis, la visión que cada sociedad tiene de sí misma, del mundo y de las otras sociedades, forma parte de su verdad y constituye el principal obstáculo epistemológico del historiador; para Castoriadis, si la teoría marxista de la historia enfrenta mal este obstáculo, es a causa de tener como fundamento una filosofía racionalista que lleva a dar al hecho social el tratamiento de un objeto natural: la aplicación de un esquema causal que permitiría predeterminar los resultados de la aplicación de ciertas fuerzas sobre unos puntos definidos. El resultado de la aplicación tal esquema es un conjunto siempre posible de explicaciones sobre la constitución, el funcionamiento, el equilibrio y el desequilibrio de toda sociedad, con base en razones asignables, coherentes y exhaustivas. En la medida en que las fuerzas consideradas tienen un carácter de universalidad, el esquema no solamente opera como parte de una explicación sobre la historia pasada sino como prefiguración de una historia futura, gracias a una secreta disposición de los hechos que conduce necesariamente hacia la realización de la Razón.
Del marco de esa filosofía que totaliza lo «racional objetivo», quedan excluídos lo «causal bruto» y lo no causal: lo «racional subjetivo»; momentos esenciales de lo social que, a pesar de su exclusión del aparato teórico, aparecen reiteradamente como distancias imprevisibles entre comportamientos típicos, comportamientos efectivos y comportamientos creadores, nuevos tipos de comportamiento capaces de instituir una nueva regla social, de inventar un nuevo objeto, o de cumplir una producción que no es consecuencia necesaria de la situación antecedente.
La crítica de Castoriadis a la posición central de la economía en la explicación de la institución y en general de los hechos sociales, va acompañada, como ya lo sugiere de alguna manera la introducción de una «racionalidad subjetiva», de una nueva centración: la del sujeto y, en consecuencia, la del lenguaje. Así, al provocar una ruptura en las estrategias intelectuales que han colonizado el campo explicativo de las ciencias sociales, introduce, por una parte, una discusión acerca de la explicación en dichas ciencias y por otra parte, -a pesar de sus reservas-, los elementos aportados por el psicoanálisis. Uno y otro elemento están orgánicamente vinculados: si la emergencia de lo nuevo y lo diferente hace explícitos los límites de una teoría de la causalidad social, es porque lo nuevo, a nivel de los comportamientos, los objetos producidos y las reglas sociales, obliga a desplazar la mirada hacia las acciones en su relación concreta con el sujeto y este desplazaminto complejiza el campo de lo social, al incluir una dimensión no considerada previamente: la dimensión de lo simbólico, en la cual los eventos se articulan coherentemente por una lógica propia, distinta de la lógica de las causas; es una forma de azar no azaroso, caracterizado por su potencia significante.
La propuesta teórica de Castoriadis supone entonces que entre los sistemas y redes de significaciones y los sistemas de causas, existe una superposición que hace del campo social un entramado heterogéneo. En este espacio, configurado para dar cabida a las intenciones inconscientes, la significación y las lógicas diversas, el sujeto, en tanto que portador de todas ellas y como el realizador de las significaciones, es una categoría necesaria. Se trata, ante todo, de un sujeto instalado en la alienación a partir de un discurso que no es el suyo; de un sujeto que es en y por el discurso del otro.
Dado que en esta perspectiva la novedad de lo instituyente sólo puede hallar un espacio propio bajo la forma de una desalienación del sujeto, la noción de «autonomía» cobra una gran importancia para reelaborar el concepto de institución, de modo que lo dado por las reglas, los objetos y los comportamientos típicos, no excluya la posibilidad de una actividad creativa e instituyente de los sujetos. Es así como el concepto marxista de praxis, fundamento de una conciencia no trascendental sino práctica, que establece una relación de transformación de lo dado entre el saber y su objeto, siendo ajena a la relación técnica y racional, constituye la piedra angular para esa reelaboración.
Es evidente que el momento instituyente representa un problema especialmente difícil de resolver para cualquier teoría de la institución; en un contexto que no sólo ha hecho necesario el concepto de sujeto sino que lo ha situado como el centro de su desarrollo, el momento de lo instituyente con su carga de novedad obliga a renunciar parcialmente a él o a desvirtuarlo, cediendo su lugar a una conciencia capaz de alcanzar la autonomía, mediante una toma de distancia respecto del discurso del otro.
El saber característico de la praxis, siempre fragmentario, provisional y en relación recíproca con la transformación de lo real, aseguraría la superación de la situación de alienación del sujeto en el discurso del otro, a partir del logro de una conciencia discursiva dotada de competencias para constituir un universo en el cual las razones del sujeto llegan a ocupar el lugar de las razones del otro. En este universo, la transformación de lo real coincidiría, hasta confundirse, con la transformación de la conciencia del sujeto. La praxis tendría así el poder de movilizar a un sujeto desde la alienación de su racionalidad hacia una racionalidad -autónoma, bajo el efecto de un «saber hacer» que hace saber, o en otros términos, de un «hacer sin saber» del sujeto alienado, que por la praxis accede al saber como conciencia de sí y del otro. Dicha conciencia operaría como la matriz de la creación, en la medida que re-crea tanto al sujeto individual como a la subjetividad colectiva.
Surgen en este punto por lo menos tres preguntas: ¿Cómo sostener una teoría basada en la crítica al racionalismo, luego de esta vuelta a un círculo de racionalidad que hace de la conciencia del sujeto su pilar?; ¿Cuál es la naturaleza de este sujeto «consciente» introducido por Castoriadis ?; ¿Cuál es la relevancia de este «sujeto» para acceder a una explicación de la institución?
Para solucionar su vuelta a la racionalidad y al peligro de reducir la institución al momento de lo instituído, Castoriadis recurre a «lo imaginario», como fundamento último de la razón: en la interioridad del sujeto individual se perfila una psique que completa el mapa de la institución, de modo que la conservación social que ella opera y por tanto su eficacia y su existencia misma, descansan sobre tres pilares: unas reglas, junto con sus sanciones materiales y jurídicas correspondientes, una represión psíquica y unas sanciones sociales informales y metasociales (metafísicas, religiosas, etc.), en una palabra, imaginarias.
Sustraído de la relación especular en la cual fué instalado primariamente por la teoría psicoanalítica, el imaginario introducido por Castoriadis tiene el carácter de una fuerza pura e indeterminada, actualizada en un hacer creativo, entre cuyos productos se destacan la racionalidad y la realidad. Lo perteneciente al orden de lo especular -el discurso, la mirada del otro-, no tendría otro estatus que el de un contenido que al constituírse en objeto dentro de una relación con el sujeto, lo caracteriza como término en una estructura de lenguaje; mas no se trata aquí del lenguaje como orden simbólico, sino del lenguaje como palabra, referida a unos contenidos; en última instancia, Castoriadis concibe la relación imaginaria como fundamento de un orden verbal psíquico:
«...a partir del momento en que la palabra, incluso no pronunciada, abre una primera brecha, el mundo y los demás se infiltran de todas partes, la conciencia está inundada por el torrente de las significaciones que viene, por decirlo así, no del exterior sino del interior... »1.
El sujeto queda así configurado como entidad instalada en la interioridad del ser,teniendo como núcleo a la conciencia. El papel concedido al cuerpo confirma, como veremos, esta perspectiva. Como un hacer reorganizador y productor de contenidos, el cuerpo que actúa y que no es otra cosa que participación en el mundo, es la materialización y el soporte que une al sujeto (la actividad) y al no sujeto (momento de la libertad inalienable, capacidad de poner todo entre paréntesis, incluido al sujeto) .
La visión de la sociedad actual como ineficaz para proponer conminaciones positivas, fines valorizados, ideales colectivos del yo, y lo que Castoriadis denomina la «desaparición de los valores», aportan nuevos elementos para descifrar la naturaleza del sujeto que nos propone: dicho sujeto tiene la posibilidad de ser un Yoidentidad que, en función de una consigna colectiva -el ideal del yo-, puede transformarse.
Si, a pesar de ese imaginario radical concebido como fuerza creativa pura, la institución tiene un poder sobre el sujeto para fijarlo en una posición que banaliza toda autonomía, es porque la heteronomía social no se da, simplemente, como el discurso del otro y no se confunde con lo intersubjetivo. Bajo el ordenamiento de la institución el otro desaparece en el anonimato y la impersonalidad que caracterizan a lo social. Debido a este efecto, la institución tiene la potestad de crear lo real y de dotarlo de la fuerza necesaria para autonomizarse. Así, en el inconsciente individual y colectivo, el otro está representado por la institución y por lo colectivo anónimo. No es otra la forma de existencia y operación de la norma jurídica y de los mecanismos económicos.
Las conminaciones, consignas, representaciones e incitaciones a hacer y no hacer que emanan de la institución, como formas particulares de lo metasocial imaginario, en tanto que significados colectivos que han sido codificados por la institución, constituyen la forma de un «imaginario efectivo »; la codificación operada por la institución ha puesto en relación fija el significado correspondiente, con un símbolo o un conjunto de símbolos significantes que hace valer y prevalecer para toda la colectividad. Para ello, a partir de un contenido imaginario central, la institución elabora, representándolo, una forma de imaginario efectivo que hace proliferar secundariamente, dando paso así a lo racional-real.
Lo codificado del vínculo, lo que hace rígida la relación entre significado y significante, entre símbolo y cosa, además de ser fundamento del momento de lo instituído, representaría para el sujeto, tal y como es concebido por Castoriadis, la posibilidad - tambien imaginaria-, de establecer la causación, de participar y de identificarse. Puede verse entonces que lo imaginario efectivo, constituye una forma cristalizada de lo imaginario radical, bajo la acción de lo simbólico de la institución y en relación íntima con lo real-racional.
Por otra parte, las sucesivas elaboraciones de un imaginario central, a través de las cuales la institución ha hecho proliferar formas secundarias de lo imaginario, es un movimiento continuo que da cuenta de la existencia social e histórica de lo simbólico como un conjunto sedimentado de capas que, en última instancia, explicarían la superposición de diferentes visiones del mundo y de la realidad que caracterizan a las sociedades y a las épocas.
Lo imaginario social se constituye pues en fuente de la institución; su cruce con lo simbólico da lugar, por una parte, al agrupamiento de la colectividad en torno a un nombre significante común y, por otra parte, abre el espacio a lo económico funcional que en la sociedad moderna adopta la forma de unas relaciones de producción. Bajo esta perspectiva, puede entenderse el sentido que Castoriadis otorga al concepto de institución:
«La institución es una red simbólica, socialmente sancionada, en la que se combinan en proporción y relación variables, un componente funcional y un componente imaginario. La alienación, es la autonomización y el predominio del momento imaginario en la institución, que implica la autonomización y el predominio de la institución relativamente a la sociedad. Esta autonomización de la institución se materializa y se encarna en la materialidad de la vida social, pero siempre supone tambien que la sociedad vive sus relaciones con sus instituciones a la manera de lo imaginario, dicho de otra forma, no reconoce en lo imaginario de las instituciones su propio producto»2.
El énfasis de Castoriadis en una relación de significación entre lo imaginario -en su condición de representación y contenido-, y la institución, no le impide reconocer la distancia que media entre significado y sentido. Más aún, al señalar explícitamente que para dar cuenta de la institución es necesario remitirse al sentido y que éste no resulta de la combinación de los signos, sino que ella depende del sentido, ha abierto el espacio para reconsiderar la institución como aquello que, simultáneamente, hace posible e imposibilita la creación de novedades en el orden social.
En esta perspectiva, será necesario rehacer el camino bajo las exigencias formuladas por una posición central del sentido y una posición periférica de las relaciones de designación, manifestación y significación en que puede entrar el lenguaje. Este punto de vista obliga a poner en juego un pensamiento del afuera que hace de las individualidades, de los sujetos y de sus intercambios, efectos fortuitos y no necesariamente permanentes de un interjuego de fuerzas que cruzan el espacio social. Para mostrar esta particular conformación de la subjetividad, será preciso tensionar la idea de lo imaginario radical como creatividad pura, con la del sentido en tanto que producto exclusivo de y en la creación.
Parece evidente que los problemas, apenas señalados, que presenta el concepto de sujeto ofrecido por Castoriadis, resultan de un postura teórica que al situar al sentido como algo que antecede al significado, direcciona a uno y otro e introduce relaciones de causa a efecto que en ningún momento coinciden con su perspectiva de crítica al racionalismo funcionalista. En efecto, entre el sentido como antecedente y el sentido como lo que sobrepasa y escapa a la significación, como lo que subsiste e insiste en ella, media una ruptura epistemológica, cuyas consecuencias serán especialemte sensibles en lo referente al sujeto y a la institución.
La propuesta de un pensamiento del afuera, se sustenta en la posibilidad de conducir la reflexión a través de los efectos y los atributos y, por tanto, más allá de las cualidades de los seres, en el límite entre las cosas y las proposiciones. Se trata de una opción que, al prescindir de los accidentes efectuados en las corporeidades y de las relaciones interno - externo que los caracterizan, se sitúa en un plano que cuya espacialidad es solamente la de la extensión y cuya lógica es la lógica del sentido. Bajo estas condiciones intentaremos examinar el problema de la institución; en ese empeño, la primera pregunta a responder es acerca de lo que puede ser el sentido mismo.
Ante todo, lo reconocemos como un orden en el cual las cosas y los estados de cosas sólo tienen cabida en cuanto expresados y expresables. Por tanto, dado que la única materialidad posible del mundo en dicho orden es la de la proposición que expresa, las relaciones que ésta contrae no pueden suceder ni anteceder al sentido. Su vínculo con él no puede ser otro que el de un plano con el elemento que se desplaza sobre él y sobre ningún otro, de tal modo que el sentido siempre será algo que sobrepasa y excede a la proposición, bien sea que ésta designe un estado de cosas exterior a ella, o que manifieste su relación con un sujeto o que signifique una relación entre un significante y un significado. Esa posición excedente del sentido justifica su consideración como lo que subsiste e insiste en el enunciado.
Sobre una superficie plana, una de cuyas caras está siempre vuelta hacia lo que puede ser considerado en y por el lenguaje como realmente existente, y la otra siempre vuelta hacia las cosas y los estados de cosas, superficie que no admite continentes ni contenidos, internalidades ni externalidades, los acontecimientos se distribuyen en series en función de su resonancia recíproca, dando lugar a bifurcaciones, convergencias, divergencias, expansiones y contracciones, siempre inestables, siempre cambiantes. Si la pretensión de causalidad carece de toda viabilidad y las posibilidades de una lógica racionalista fracasan en lo referente al plano del sentido, ello se debe ante todo a esta conformación rizomática3 de su espacio que anula cualquier direccionalidad en la relación de las series bajo el influjo del acontecimiento.
Puesto que la dirección que una serie puede tomar en su divergencia o su convergencia, depende de la resonancia del acontecimiento, y puesto que esta nueva relación modifica los valores posicionales de los términos y a las series mismas, haciendolas ramificarse y unificar singularidades emitidas que no les pertenecían, su equilibrio estable y su completud resultan inconcebibles.
En la constante relación recíproca de las series heterogéneas, la presencia del sin sentido, como un elemento que se desplaza entre ellas, faltando en una y sobrando en otra a la manera de una instancia paradójica, sitúa a una de ellas -la que designa-, como significante y a otra -la que expresa-, como significada, permitiendo que la serie significante tenga siempre algo excedente y la serie significada algo faltante. Es pues la excedencia y la carencia provocadas por la circulación del sinsentido, lo que provoca al sentido como un efecto, bajo el influjo del Acontecimiento.
Si Castoriadis debe recurrir a una fuerza primaria de creatividad y a un imaginario radical para explicar la emergencia de lo instituyente, desde una teoría del sentido tal como es construída por Deleuze, la producción, o mejor, los efectos de sentido, son siempre una creación y, dado que el sentido no requiere de una interioridad que lo realice mientras el imaginario sí lo exige, la posición y la naturaleza de la subjetividad en el marco de una teoría del sentido tendrán un desarrollo y unas consecuencias muy diferentes. La posibilidad de un sujeto en la lógica de la exterioridad sólo es concebible como una «efectuación»; una coagulación del sentido en un estado de cosas, en un tiempo presente que no es el del sentido, en una dimensión tensionada por la dialéctica interioridad - externalidad, que tampoco le es propia. Una efectuación del sentido en un estado de cosas, no pertenece ya al orden del sentido, de modo que el sinsentido no provocará ya allí el sentido, sino la irrupción del caos en la interioridad del sujeto o la posibilidad de una contraefectuación que al restablecer el plano del sentido, desdibuje el tiempo, el espacio y la efectuación misma del sujeto.
El sujeto, en el contexto de un pensamiento del afuera, solo puede tener lugar como una inestable efectuación del sentido; la relativa permanencia de esta efectuación sólo puede darse al márgen del acontecimiento. Desde esta punto de vista, cuando se pretende hacer equivalente la institución a un conjunto de reglas y sanciones, o a la represión psíquica que restringen la posibilidad de que el sujeto sea «afectado» por el acontecimiento, se la sitúa tácitamente en el plano de una externalidad o de una interioridad. Se trata, a todas luces de una mirada que al reducir la institución a lo codificado, la asume en el plano de la significación y no en el del sentido y que la vincula con una función de mantenimiento del sujeto en tanto que sujetado. Bajo cualquiera de las dos formas de lo instituído, el carácter real de la institución resulta cuestionado.
En el marco de la teoría psicoanalítica4, lo que puede ser considerado como realmente existente, supone: a) la constitución de una relación de objeto en la cual el objeto es tal, sólo en función del sujeto, es decir en cuanto objeto subjetivo; b) la destrucción del objeto en cuanto objeto subjetivo; c) la supervivencia del objeto objetivo, luego de su destrucción subjetiva. El plano de la creación del objeto subjetivo está sostenido por la ilusión: ilusión de haber creado lo que ya estaba ahí pero que, en función de un nuevo sentido, adquiere otro carácter: se hace diferente de lo que existía.
La subsistencia en el mundo de las cosas y los estados de cosas, de lo que fué destruído en el plano subjetivo, encuadra la constatación de la existencia de límites de la subjetividad: testimonia la existencia de un no-yo situado más allá de las posibilidades de control por parte del sujeto y como tal equivale a un real que no pasa de ser un puro dato. La concepción de lo instituído en una relación de internalidad o de externalidad con el sujeto, supone así, la restricción de su realidad a la condición de dato.
Si la institución es entendida como aquello que instituye una realidad, el llamado «momento de lo instituído» no puede ser incluído como parte de ella, justamente en virtud de sus limitados vínculos con lo real. Lo instituído es el resultado de la captación del sentido por fuerzas que al codificarlo lo sustraen al tiempo y el espacio que le son propios, sujetándolo a la relación fija del significado. Es este el plano donde el sujeto «es», por lo cual su autonomía no pasa de ser una ilusión: el sujeto está sujetado por el significado.
La propuesta de considerar a la institución sólo como acción instituyente, obliga a replantear el problema de lo instituído bajo otro ángulo. En el contexto de una teoría de la exterioridad, el mantenimiento de la efectuación sugiere más bien, la acción de múltiples fuerzas con capacidad de crear o impedir la novedad, a partir de sus intersecciones, sus combinaciones y sus codificaciones. La teoría de la praxis, al tomar a cargo solamente la fuerza del saber, oculta otras dos fuerzas igualmente presentes: el poder y el deseo; su exploración permitiría hoy abandonar la vieja dicotomía entre instituído e instituyente en beneficio de nuevas descripciones y explicaciones de la vida social
1. Castoriadis, Cornelius. La institución imaginaria de la sociedad. Tusquets Editories, Barcelona, 1984. p.180.
2. Op. cit. pp. 227-228.
3. Deleuze Gilles. La lógica del sentido. Paidós, Barcelona, 1989.
4. Winnicott, D.W. Jeu et Realité. Gallimard, Paris, 1989.
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