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La encrucijada de las identidades culturales

The crossroads of cultural identities

A encruzilhada das identidades culturais

Luis Ernesto Ramírez*
Carlos Eduardo Valderrama**


*Licenciado en ciencias sociales, candidato a Magíster en Historia. Investigador DIUC.

**Sociólogo, candidato a Magíster en Sociología de la Cultura. Asesor del DIUC.


Resumen

Este documento es una primera y muy general reflexión en torno de los sentidos de uniformidad y diversidad de algunos discursos filosófico-políticos y académicos en su relación con el problema de las identidades, sobre la posibilidad que ofrece la literatura en general y la “Novela de la violencia” en particular como fuente de indagación científica y, finalmente, sobre la relación existente entre los valores y la vida cotidiana.


La investigación “Aproximación a la construcción de las identidades culturales en Colombia. Los valores en la vida cotidiana. Una visión a través de la literatura de la violencia” 1 se inscribe en el marco del programa que sobre identidades culturales adelanta el Departamento de Investigaciones de la Universidad Central. Con este trabajo se pretende aportar algunos elementos que definen las identidades culturales en Colombia en relación con los valores subyacentes en las representaciones de un corpus literario, en este caso de la llamada “Novela de la violencia”.

Si bien el carácter pionero de la investigación no está dado por la pregunta sobre las identidades culturales, la novedad radica en la manera sistemática con la cual se aborda el “objeto cultural”, así como en la perspectiva eminentemente interdisciplinaria del proyecto, pues se trata de hacer un acercamiento desde diversas áreas, entre ellas la socio-lingüística, la sociología y la historia. Desde luego, no sobra aclarar, que la convergencia por sí sola no significa una garantía de interdisciplinariedad. La pretensión no puede ser, entonces, más que tentativa y de aproximación a la problemática. Su punto de llegada contendrá más preguntas que respuestas, más hipótesis que conllevarían a mayores profundizaciones y menos conclusiones definitivas.

El texto que presentamos en esta oportunidad, corresponde a una primera reflexión que busca establecer unos puntos de partida y hacer un esfuerzo por presentar el sentido que en este proyecto adquiere la pregunta por las identidades culturales. Se trata, en este caso, de esbozar las primeras conexiones entre los ejes temáticos ya prefigurados en el título mismo del proyecto. Igualmente, se quiere delinear los núcleos problemáticos referenciales que constituyen el punto de partida para la construcción del contexto teóricometodológico, en el cual tendría posibilidad la interpretación de la información obtenida de los textos narrativos.

Los discursos del discurso

La problemática de la identidad nos remite a los discursos político-filosóficos y socio-antropológicos que las élites políticas y los medios académicos han elaborado en el decurso histórico, y de los cuales han participado de una u otra forma el conjunto de las sociedades.

Quizá no sea exagerado decir que desde siempre ha predominado en el espíritu de estos discursos una preferencia por la “uniformidad”, un sentido de lo “unívoco”, antes que una exaltación de la diferencia y de lo plural. En los tiempos modernos, los discursos político-filosóficos se han puesto al servicio de las nuevas configuraciones territoriales dentro de las que se persigue la constitución o la legitimación de los colectivos “nacionales”. El Estado-nación como realización de la modernidad es la forma que adquiere, al menos en occidente, la pretensión de uniformidad. Cualquier preferencia por los particularismos o los provincialismos, en este sentido, se percibe como un signo de debilidad.

Sin embargo, valga la aclaración, en la constitución de los estados modernos, hubo de recurrirse a un cierto reconocimiento de la heterogeneidad. La individualidad colectiva que éstos alegaban representar estaba sustentada por los valores o virtudes de libertad y civilidad en oposición a otras formas de afirmación colectiva orientadas por el “despotismo” y la “barbarie”. Es decir que, tomando como referencia a lo “otro”, de una parte la libertad implicaba recurrir a la diversidad y a la multiplicidad como esencia de la individualidad, y de otra, el despotismo aparecía como la defensa de la individualidad por medio de la imposición y la negación de lo distinto.

Dentro del lenguaje proporcionado por los discursos político-filosóficos sobresalen algunos términos que orientaron ese sentido de la uniformidad. La palabra pueblo, por ejemplo, se escapó de su uso peyorativo y lúgubre para convertirse en símbolo de los ideales “democráticos” de igualdad y libertad. Edmund Burke, en el siglo XVIII, enunció así la idea que tenía de pueblo: “… una entidad que de algún modo, en el curso de la historia, se ha identificado con los Estados y las corporaciones del reino, misteriosamente expresándose en un sistema de relaciones jerárquicas análogo al universo” 2.

Igualmente, el término Nación alcanzó un sentido más preciso. Dejó de significar convencionalmente el lugar de origen, o a una vaga comunidad, para transformarse en el soporte del concepto de Estado. Ernest Renan en 1889 señalaba: “…Una nación es (…) una gran solidaridad constituida por el sentimiento de los sacrificios que se han hecho y de los que aún se está dispuesto a hacer” 3. De este tipo de discursos se deriva la “identidad nacional” como un propósito de Estado, como un ideal.

Por su parte, el discurso socioantropológico moderno buscó instituir sus propios términos en esta señalada preferencia por la uniformidad. No obstante, es en este discurso en el que con mayor nitidez se observa el “triunfo de lo particular sobre lo general”. Así, por ejemplo, el concepto de civilización designaba una cualidad referente a un “ideal profano de progreso intelectual, moral y social”. Se hablaba entonces de “la civilización”, como una condición que debían reunir aquellos pueblos que aspiraran a tener su propia historia y Europa occidental aparecía como el paradigma. Luego, el concepto se sustantivizó, como lo anotaba F. Braudel, admitiendo lo diferente y dando lugar a lo plural. Serán, en adelante, “las civilizaciones”, contando poco sí alcanzan, o no, el “umbral” intelectual y moral propuesto por occidente.

Al lado de civilización el concepto de cultura ha sufrido un giro parecido. En el siglo pasado “la cultura” sirvió, especialmente, para referirse a la música, la literatura y el arte, como estados ideales de lo culto. Y, una vez más, las visiones eurocéntricas dictaminaban lo que entraba o no en ese privilegiado ámbito, lo cual no era otra cosa que la afirmación de “una cultura”. En el presente siglo, y desde la antropología, con esta palabra se quiere significar un conjunto muy amplio de aspectos que parten del hombre: los valores, las actitudes, los símbolos expresados en las ideas y en las cosas, pero sobre todo con los progresos de la lingüística y la semiótica, se tendió a la comprensión de la cultura como construcción de sentido. El sentido como mundo de significaciones que se construye, se comparte y se intercambia (C.Geertz). De manera que los estudios sobre las culturas buscarían “interpretar” esas tramas de significaciones e intercambios de sentido, constituyéndose, por lo demás, en un reconocimiento de la pluralidad y la diversidad.

En esa preferencia por la univocidad, a la que venimos refiriéndonos, tanto en los discursos político-filosóficos como en los socio-antropológicos el plano temporal ha cobrado una importancia muy grande, al punto de asegurar que la unidad proviene de la herencia. El historicismo afirma la heredad instituyendo la unidad como tradición o costumbre. En este sentido, el “contrato social” -en los estados modernos- puede no ser concebido como el producto de “una” deliberación sino como adquirido, quizá, por el “plebiscito diario”.

Ahora bien, podemos decir que la preocupación por la unidad, la diversidad y la herencia ha tomado, en nuestros días, la forma de la pregunta por las identidades culturales, como reconocimiento una vez más del triunfo de lo particular sobre lo general.

El historiador francés, arriba citado, define lo que podría abarcar el concepto de la identidad a propósito de Francia: “…el resultado vivo de lo que el interminable pasado depositó pacientemente en capas sucesivas (…) un residuo, una amalgama, un conjunto de agregados, de mezclas; un proceso, una pugna contra sí misma destinada a perpetuarse” 4. Para Braudel la respuesta a la pregunta por la identidad es una búsqueda. Un “Reconocerse en mil pruebas, creencias, discursos, coartadas, vasto inconsciente sin riberas, oscuras confluencias, ideologías, mitos, fantasías…” 5.

Así pues, lo que se puede inferir de estos discursos es que si para la colectividad “nacional” la identidad se relaciona con la representación del territorio, es decir con el mapa (coerción simbólica), para los individuos concretos, particulares, ella, la identidad no ya nacional sino cultural, se relaciona con el territorio mismo, con el área que usufructúa y en la cual pervive -o sobrevive- (cohesión). En este último nivel, es evidente que la identidad cultural, como lo mencionamos, sólo puede ser vista en plural: el conjunto de identificaciones parciales, dadas en términos del desempeño de papeles, pertenencia a status socioeconómicos, adscripción a grupos desde políticos hasta de beneficencia, pasando por el autorreconocimiento como “vecino” de una vereda, un barrio o un conjunto residencial, nunca son estáticas ni con univocidad de sentido.

Para no alejarnos de nuestro contexto, en relación con América Latina han sido varios los momentos en los que se ha pretendido, a través del discurso de las élites, la homogeneización vía la diferenciación de carácter eurocéntrico.

Desde el instante mismo de la conquista, una de las preocupaciones de los conquistadores, los gobernantes, los pensadores y los clérigos europeos fue la pregunta por el carácter y la naturaleza de los seres que poblaban ese territorio que comenzaba a ser incorporado a su patrimonio. A través de la pregunta por el ser racial, mental, emocional, espiritual y geográfico - en aras de determinar los derechos sociales, económicos, políticos y jurídicos de los americanos- 6, se crearon imaginarios en oportunidades antagónicos pero globalizantes y decididamente diferenciadores. Basta seguir los debates de Las Casas, Fray Antonio de Montesinos y otros en el seno de las instituciones de la conquista, así como las crónicas, relaciones e informes de visitadores y gobernantes durante el período colonial.

Más adelante, en el siglo XIX, el discurso de los criollos también dejó traslucir la pretensión unificadora a través de proyectos e imaginarios como el de la Gran Colombia de Bolívar; el mito del “continente enfermo” de César Zumeta, Alcides Arguedas y Manuel Ugarte entre otros; el “mito del progreso” y la “Civilización y Barbarie” de D. F. Sarmiento son algunos ejemplos 7. Con términos y conceptos provenientes de la ilustración y el liberalismo decimonónico, se quiso uniformar a América para diferenciarla de la Metrópoli.

Pero este primer nivel de la problemática de la identidad, que podríamos caracterizarlo como el de la “Identidad Nacional”, construido exclusivamente por las élites anteriormente mencionadas, comienza a resquebrajarse desde sus propias entrañas. De hecho, el mismo Simón Bolívar que llamaba a la independencia en nombre de la uniformidad y unicidad, reconocía lo múltiple y lo diverso del continente, no sin cierto espíritu de admiración y sobresalto 8.

La hibridación y el mestizaje, la coexistencia de culturas y subculturas, la imbricación de múltiples aristas que dibujan extrañas geometrías, la confluencia de distintas y a veces opuestas cosmovisiones e imaginarios, constituyen la problemática de la identidad, que no es, por supuesto exclusiva de Colombia y de América Latina.

El camino literario

Entre los géneros literarios, la novela es la que mejor expresa no sólo la autoafirmación colectiva como fuerza unificadora sino la diversidad en tanto, como lo afirma el autor ruso M. Bajtín, la novela recrea las voces de la diversidad lingüística. En la novela, es el “hombre hablante históricamente concreto”, que en la representación y en la narración menciona, pondera, opina, analiza, interpreta, valora o refuta. Es el hombre que juega con la palabra “ajena” y la “propia”.

Pero también la novela -siguiendo a Bajtín- rescata el mundo de la vida, lo cotidiano, en tanto recrea lo que se dice y lo que se hace. Sobre todo recrea los actos de habla que transmiten todo aquello que se “dice”, los “diálogos de la calle”, la “hermenéutica cotidiana” de lo que se piensa sobre lo que otros dicen “acerca de mí”. La novela, en este sentido recrea los “horizontes sociales”, los mundos culturales e históricos que en la creación artística se interrelacionan, sufren procesos de hibridación o se representan “puros”.

La novela, en sí misma, es un híbrido en el que aparecen la voz de un autor o autor/narrador (que se representa a sí mismo) y la voz de los personajes representados: “El híbrido novelístico es un sistema artísticamente organizado de combinación de los lenguajes”9. A esta intencionalidad -la imagen artística del lenguaje- se subordina el argumento de la novela y los mundos nacionales, sociales e históricos representados en ella.

La novela desde sus orígenes, a diferencia de los demás géneros -epopeya, épica, tragedia, etc.- permitió la entrada de la ironía, la risa, el humor y en este sentido contribuyó a destruir el cuadro “oficial”10. Por ello, se nos presenta como el primer encuentro consciente de lo cotidiano. En buena medida el registro de la cotidianidad le correspondió a la literatura, y en particular -en la modernidad- a la novela, razón por la cual se desarrolló desde hace mucho tiempo una relación entre ésta y la historia.

La novela representó los códigos de la vestimenta y la alimentación, la corporalidad, los gestos, los refranes, en fin, formas de comunicación y comportamiento consideradas marginales en contraste con las que se estimaron dignas de entrar en “La Historia”. Sin embargo, antes de hacer algunas anotaciones sobre la vida cotidiana, dejemos planteadas una serie de observaciones que nos permiten establecer la relación literatura nacional- violencia.

La especificidad de la literatura la comprendemos, en términos generales, como un modo expresivo fundamentado en las potencialidades del lenguaje verbal y que se realiza en el escribir y el leer. La fuerza de su longevidad sustentada en su orientación natural hacia la representatividad y en el hecho de manejar el código más universal en cada colectivo, hizo de la literatura uno de los más grandes patrimonios de todos los tiempos. Ahora bien, en la modernidad el “sentimiento de individualidad”, la “espiritualidad” de los Estados que el romanticismo contribuyó a afirmar con la idea de “pueblo” como depositario de las mejores virtudes, tuvo en las literaturas nacionales un importante soporte: “El florecimiento de las literaturas nacionales coincide, en la historia de occidente, con la afirmación política de la idea nacional”11.

La literatura como literatura nacional contribuyó con las fuerzas centralizadoras: estuvo del lado de la unidad. La categoría de lenguaje único en los contextos nacionales se impuso sobre la diversidad lingüística que es, no obstante, el medio sobre el cual actúa.

Bajtín señaló cómo cada sujeto del discurso se constituye en punto de oposición entre las fuerzas de la unificación y la desunión, y también cómo distintos géneros recogen con diferentes intensidades este conflicto.

Cabe entonces preguntarse por las literaturas nacionales en América Latina. En este “continente cultural”, la literatura se afirmó como pluralidad de voces. No se trató de una afirmación para producir una ruptura, como tal vez pudo ser el caso de las lenguas romances en Europa frente al latín. O siguiendo un poco con la comparación, en Europa las literaturas nacionales aparecen como una protesta frente al universalismo de la ilustración en tanto que en América Latina -en primer lugar- se hace un autorreconocimiento “universal”. El americanismo, el hispanoamericanismo o el latinoamericanismo son expresiones necesarias -que provienen de distintas sensibilidades políticas en distintos momentos de la historia- en las que el idioma tiene un papel trascendente. Este autorreconocimiento estuvo reforzado por la tendencia de la crítica europea de ver nuestras manifestaciones literarias como hispanoamericanas y no como expresiones individual- nacionales. Rubén Darío, por ejemplo, fue reconocido, y aún lo es, como poeta hispanoamericano por encima de su condición de nicaragüense.

Colombia, aún a pesar del dominio de la gramática que ostentaron los presidentes -condición sine qua non para ejercer el poder durante el siglo XIX y parte del XX- no fue reconocida por su literatura hasta este siglo. La fama literaria de ciertas élites colombianas durante el siglo pasado, se pudo dar más por la familiaridad que tenían con la obra de los poetas europeos, que por su propia producción.

En el siglo XX la literatura colombiana tuvo en el fenómeno de la violencia un motivo para formularse como expresión propia. La Violencia es para algunos autores algo que une a los colombianos, algo cargado, paradójicamente, de fuerza instauradora que se proyecta en el tiempo y escapa a cualquier periodización12. Porque a diferencia de otros países latinoamericanos que han sufrido interrupciones más o menos violentas de sus “sistemas democráticos”, interrupciones de supuestos “climas de paz democrática”, interrupciones más o menos prolongadas por dictaduras militares, Colombia ha sido un país de “tradición civilista” pero irónicamente un país en guerra permanente. Por ello se llega a comprender una novela como Manuela de Eugenio Díaz escrita en el siglo XIX como “la primera novela de la violencia”, en una alusión a las guerras civiles decimonónicas y como expresión de una atmósfera muchas veces vivida13. Sin embargo, la referencia a la “literatura de la violencia” nació de la atención que se prestó a una escalada violenta o guerra civil “no declarada “ cuyo inicio se fijó en la década del 40.

En efecto, el reconocimiento de la “Violencia” -término ambiguo y encubridor, pero “nacional”-14 ha convocado la atención de sociólogos, economistas, antropólogos, historiadores y psicólogos, como también de pintores, escultores y escritores. Ese reconocimiento académico y estético, a su vez, tiene su propia historia. Y en esa historia los años 1959-1963 (aproximadamente) constituyen un punto de viraje para unos y otros. Mientras el reconocimiento “científico” se produce con la obra de Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna, La violencia en Colombia (1963), el reconocimiento estético aparece con La mala hora (1961) de García Márquez y El día señalado (1963) de Manuel Mejía Vallejo.

En cuanto a la literatura anterior a dicho período, los críticos han dicho que no se trató de literatura sino de los deseos frustrados de algunos que vieron en la violencia la materia prima para escribir una novela. El propio García Márquez en un artículo de 1978 afirmaba que quienes “… han leído todas las novelas de violencia que se escribieron en Colombia, parecen de acuerdo en que todas son malas, y hay que confiar en que estén secretamente de acuerdo con ellos algunos de sus propios autores”15. La novela de la Violencia se revistió de un carácter testimonial, en extremo realista que pretendió, a partir de un compromiso social, político o humano, dar nombre a los hechos que convulsionaron al país. En este sentido, se dice que las intenciones estéticas estuvieron supeditadas a las pretensiones de denuncia. Es posible que el silencio político ante el horror de lo acontecido fuese el responsable de los “panfletos “ en los que la sangre sin adornos fue la protagonista. Como dijo el autor antes citado, no todos los caminos conducen a la novela; el inventario de decapitados y castrados, de las violaciones y asesinatos en masa, la descripción de las entrañas y los miembros esparcidos no era la vía para el arte: el drama no estaba en los muertos sino en los que quedaron vivos16.

El estado actual de la dinámica de la violencia convoca a estudios menos coyunturales, con enfoques de carácter más amplio, de tal manera que sea abordada no sólo desde la perspectiva política o económica, sino también desde lo cultural, el mundo de las representaciones y las significaciones. La persistencia del fenómeno de la violencia y las nuevas preocupaciones de las distintas disciplinas sociales, entre las que se han destacado la reflexión sobre el conflicto y la convivencia, han puesto de relieve “otras” violencias que no necesariamente se materializan en la muerte sino que pertenecen al mundo de lo simbólico y que son tanto o más preocupantes que la violencia física.

Vida cotidiana y valores

La atención de las ciencias humanas estaba orientada hasta hace muy pocas décadas a la problemática macrosocial. La preocupación había girado casi exclusivamente en torno a la dinámica de las estructuras institucionales, a la organización general de la sociedad, a los grandes acontecimientos. Sólo cuando en la década de los sesenta se presenta la “crisis de los paradigmas”, lo rutinario, lo banal, lo que no había ingresado en la instancia de lo histórico, lo que sólo había sido objeto de atención por parte de la literatura, comienza a tener su propio estatuto como fuente de problematización científica.

Particularmente importante en este acercamiento a lo cotidiano fue el aporte de la fenomenología como posibilidad de pensar lo inventariado dentro de un “campo visual” dado (Husserl). Y, dentro de lo inventariado, los valores ocuparon un lugar especial de privilegio, al punto de generar o estimular una gama de disciplinas: la Teoría de los Valores, la Filosofía de los Valores, la Estimativa, la Etica, la Axiología. También la Teoría social -derivada tanto de Marx, como de Weber-, se vio impelida a orientar su atención hacía lo cotidiano.

En estos desarrollos sobresalen los conceptos de intersubjetividad e interacción como mediaciones estructurantes de significaciones entre un mundo social y cultural ya dado, es decir, presupuesto, y la experimentación del “sí mismo”17. Para Schutz, la vida cotidiana es fundamentalmente intersubjetividad, en la cual se manifiesta la relación entre lo “presupuesto” y lo que se constituye en la inmediatez de las acciones. Es en esta relación donde la vida cotidiana se instaura como un “ámbito de realidad” a partir del cual es guiada la “actitud natural”.

Ese “ámbito de realidad”, a su vez, está estructurado. Existen ordenamientos que juegan el papel de “realidad” orientadora y corresponden a lo “presupuesto”: El ordenamiento espacial desde del entorno vital y corporal del sujeto, el ordenamiento temporal a partir de la experiencia propia de sucesión, y el ordenamiento social que parte de la certidumbre acerca de la existencia del “otro” y de su diferencia. Estos ordenamientos se presentan -por otro lado- de manera gradual entre la inmediatez y la mediatez de los actos y de las situaciones que caracterizan la vida cotidiana. Son los que dan sentido a la conducta de los individuos que los adquieren por medio de la socialización.

Pero el individuo no es sólo un vehículo de ordenamientos y estructuras socializadas. El sujeto es, en su singularidad, contingente, y como tal “oscila entre la esperanza y la pesadumbre “. Es un “actor” que en la interacción se especializa en producir impresiones, en guardar apariencias, asumir papeles o roles, definir situaciones y provocar actitudes en “otros”. Ejerce un control sobre un conjunto de signos socializados o “imaginarios “ como el vestido, la sexualidad, el género, la edad, las pautas del lenguaje, los gestos corporales18. Así, el individuo es “dueño” de un punto de vista que se traduce en un sentido pragmático y la vida cotidiana es por tanto el mundo de la práctica y de la acción.

Desde una perspectiva marxista, Agnes Heller19 ha enfatizado también este carácter pragmático. Para esta autora, la vida cotidiana es el espacio de la reproducción del ser humano particular. Reproducción que se da no sólo desde el punto de vista estrictamente físico, sino ante todo como reproducción del sujeto histórico. Allí, el individuo aprende a apropiarse, a través de la internalización, de los sistemas de valores, de los sistemas de usos y, en general, de los sistemas normativos. Sin embargo, no se trata de cualquier sistema normativo. Se trata de aquellos que están configurados por la época y por las circunstancias concretas que rodean al individuo, aquellos que operan en su espacio socioeconómico y que definen su jerarquía (status) y orientan su acción. En la vida cotidiana la capacitación se presenta, fundamentalmente, en términos de adquisición de habilidades de carácter pragmático para el desempeño de las actividades de esa misma cotidianidad. Pero también capacitación en el plano de la idoneidad en la elección de fines de corto y largo plazo, así como en la selección de medios para la obtención de las metas. Finalmente, como “capacitación” de la sensibilidad y destreza para el goce estético.

La acción en la vida cotidiana, además, marca el punto de selección entre alternativas tendientes a modificar el entorno en el que el individuo participa de acuerdo con la experiencia cognitiva acumulada. Es esa permanente confrontación del tiempo presente con el tiempo ya vivido, lo que en apariencia supone el carácter repetitivo de la conducta y de las situaciones en la vida cotidiana. Pero la cotidianidad está constituida por aquellos actos que se repiten y que no implican necesariamente operaciones complejas de valoración y selección, así como por aquellos “sucesos” que icursionan y que producen con mayor intensidad lo que llama Schutz una “tensión de conciencia”.

Para no ir más lejos, la violencia que se representa en la literatura colombiana irrumpe en “el mundo de la vida” narrada, es decir, subvierte los ordenamientos espacio-temporales y sociales pero al mismo tiempo se establece como cotidianidad. La violencia pone en tensión las valoraciones, los usos y costumbres. Ofreciendo sus alternativas, crea e instituye sus propios imaginarios y, desde luego, presenta su propia “escala de valores”.

Sin entrar en mayores profundidades, el valor aparece en conexión directa con el sentido de las acciones, pues se constituye en uno de los elementos que forman parte de la orientación de la acción20. Mediante el valor, las acciones y su contexto guardan una relación de equivalencia en el intercambio social, en las situaciones concretas y problemáticas, en los conflictos. Los valores no son, por tanto, entidades estáticas que obedecen a un sistema rígido o a una jerarquía inmóvil. Las ideas-valor o los valores-idea, aparecen y se actualizan de manera fluida y flexible.

Desde el punto de vista metodológico, la novela, considerada como texto narrativo, nos ofrece algunos ámbitos de observación de la dinámica valorativa. El conflicto, la alteriedad, el “sí mismo” y la normatividad en su relación con los actos narrados se convierten así en espacios propicios para el análisis.

Las preguntas están, entonces, orientadas a indagar por los valores presentes en el carácter del conflicto, en su generación y en las vías que se adoptan para su resolución, en la construcción social de la “otredad” y los imaginarios que constituyen la “diferencia “. De igual manera, por las valoraciones presentes en la naturaleza de la normatividad, sea ésta política, moral-religiosa, ética o simplemente aquella dictada por la costumbre. Finalmente, la indagación se orienta a los valores presentes en la construcción y proyección del “sí mismo”.

La confrontación analítica de las observaciones que hagamos en cada uno de estos ámbitos y en cada una de las novelas que han sido seleccionadas para este estudio, al final nos dará la posibilidad de construir una interpretación del universo valorativo presente en el corpus literario y, a su vez, nos permitirá la reflexión que nos aproxime a la construcción de las identidades culturales.


Citas

1. Este proyecto cuenta con la cofinanciación de COLCIENCIAS. Además de los autores, participa como investigadora Gladys Lara y en calidad de asesora Susy Bermúdez.

2. Citado por Fulvio Tessitore. El historicismo político. Caracas, Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia. 1993. p.28

3. Ernest Renan. ¿Qué es la nación? Colección Civitás. Madrid, Instituto de Estudios Políticos. 1957.

4. F. Braudel. La Identidad de Francia I. Barcelona, Gedisa. 1993. p. 21.

5. Ibidem.

6. Cfr. Marco teórico del programa sobre Identidades Culturales. Departamento de Investigaciones. Universidad Central. Bogotá, 1991. Inédito.

7. Ibidem.

8. Cfr. Carta de Jamaica y Discurso de Angostura.

9. M. Bajtín. Esthétique et théorie du roman Ed. Gallimard. Paris, 1978 (1975).

10. M. Bajtín. “La cultura popular en la edad media y el renacimiento. El contexto de Francois Rabelais”. Madrid, Alianza Editorial. 1.987. En esta obra Bajtín muestra cómo “todos los medios de la imaginería popular” son movilizados en Gargantúa y Pantagruel, la obra de Rabelais.

11. José Carlos Mariátegui. Siete Ensayos de interpretación de la realidad peruana. Crítica. Barcelona, 1976, la ed. Biblioteca Amanauta, Lima, 1928. p. 191

12. Como fuerza instauradora la violencia podría obrar, como en la revolución mexicana, para producir cambios que eran “históricamene necesarios” y benéficos. O como en el caso colombiano para entronizarse en la cotidianidad y dar perfil a los rasgos de una cultura. El historiador Malcom Deas, por ejemplo, en algunos encuentros académicos ha señalado que la ausencia de una dislocación violenta pero definitiva explicaría el carácter endémico de nuestra violencia.

13. Raymond L. Williams. “Manuela: la primera novela de la violencia”. En Violencia y literatura en Colombia. Edición de Jonathan Tittler. Orígenes, Madrid, 1989. Págs. 1929.

14. Sobre las distintas acepciones que denotan la ambigüedad de este término dice Gonzalo Sánchez en Pasado y presente de la violencia en Colombia Cerec, Bogotá. 1986: “…a veces con el término Violencia se pretende simplemente describir o sugerir la inusitada dosis de barbarie que asumió la contienda; otras veces se apunta al conjunto no coherente de procesos que la caracterizan; esa mezcla de anarquía, de insurgencia campesina y de terror oficial en la cual será inútil tratar de establecer cuál de sus componentes juega el papel dominante; y, finalmente, en la mayoría de los casos, en el lenguaje oficial, el vocablo cumple una función ideológica particular; ocultar el contenido social o los efectos de clase de la crisis política. Esto para no hablar del uso o de los usos del término por parte de los habitantes comunes y corrientes…” p. 22.

15. García Márquez, Gabriel. “Dos o tres cosas sobre ‘La novela de la Violencia’”. En: Rev. ECO. # 205, Noviembre de 1978. Pág. 105.

16. Idem. pág. 106.

17. Cfr. A. Schutz y Thomas Luckman. Las estructuras del mundo de la vida. Buenos Aires, Amorrortu. 1973.

18. I. Goffman. La presentación de la persona en la vida cotidiana. Buenos Aires, Amorrortu. 1981.

19. Cfr. La vida cotidiana en el mundo moderno.

20. Cfr. Weber que considera que las acciones están orientadas con arreglo a valores, con arreglo a fines, a la tradición y al afecto. De igual manera, Dennet considera al sujeto como un “sistema intencional” orientado por las creencias y los deseos de las cuales los valores forman parte.


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