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El lugar del otro en las ciencias humanas hermenéuticas –y algunas perspectivas para américa latina–*

O lugar do outro nas ciências humanas hermenêuticos –e algumas perspectivas para Latin America–

The place of the other in the hermeneutic human sciences –and some perspectives for Latin America–

Luis Eduardo Gama**


* Este artículo es resultado parcial del proyecto de investigación en curso titulado "Interpretación y relativismo" que el autor desarrolla con el grupo de investigación "La Hermenéutica en la Discusión Filosófica Contemporánea", adscrito al departamento de filosofía de la Universidad Nacional de Colombia. El proyecto es financiado por la Vicerrectoria de Investigación de dicha Universidad.

** Doctor en filosofía por la Universität Heidelberg, Alemania. Profesor del Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia, Bogotá (Colombia). E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.


Resumen

La hermenéutica es con frecuencia asimilada a un método particular de investigación de las ciencias sociales. Tal punto de vista no solo desconoce los desarrollos modernos de la filosofía hermenéutica, sino que deriva en un enfoque marcadamente procedimental de las humanidades, que deja de lado muchas de las implicaciones éticas de estas disciplinas. Particularmente nos referimos aquí a la cuestión de la alteridad, es decir, al problema de la comprensión del otro. Para poder considerar el horizonte ético de la alteridad en el que se mueven las ciencias humanas, resulta especialmente provechoso entender la comprensión de las humanidades como un proceso de fusión de horizontes. Esta noción, proveniente de la hermenéutica de Hans-Georg Gadamer, es expuesta, analizada y dimensionada aquí desde una perspectiva latinoamericana.

Palabras clave: hermenéutica, Hans-Georg Gadamer, alteridad, fusión de horizontes, ciencias sociales.

Resumo

A hermenêutica é, com frequência, entendida como um método particular de pesquisa nas ciências sociais. Esse ponto de vista, além de desconhecer os desenvolvimentos modernos da filosofia da hermenêutica, conduz a um enfoque marcadamente comportamental das humanidades, que deixa de fora muitas das implicações éticas dessas disciplinas. Especificamente fazemos referência à questão da alteridade, isto é, ao problema da compreensão ou interpretação do outro. Para entender o horizonte ético em que se desenvolvem as ciências humanas, é especialmente proveitoso visualizar-las como um processo de fusão de horizontes. Este conceito, tirado da hermenêutica de Hans- Georg Godamer, é descrito, analisado e dimensionado desde uma perspectiva latinoamericana.

Palavras chave: hermenêutica, Hans-Georg Gadamer, alteridade, fusão de horizontes, ciência sociais.

Abstract

Hermeneutics is often tied to a particular method of social sciences research. This point of view not only ignores modern hermeneutic philosophical developments, but also leads to a markedly procedural perspective of the humanities, putting aside many of the ethical implications of these disciplines. We refer particularly here to the question of otherness, that is to say, the difficulty in understanding others. To be able to consider the ethical horizons of otherness in which human sciences work, in is very advantageous to understand the workings of the humanities as a process of the fusion of horizons. This notion, coming from the hermeneutics of Hans-Georg Gadamer, is here exposed, analyzed, and sized from a Latin-American perspective.

Key words: hermeneutics, Hans- Georg Gadamer, otherness, fusion of horizons, social sciences.


El llamado "paradigma hermenéutico" de las ciencias humanas1, representó en sus orígenes un intento por deslindar la naturaleza y las formas del saber propias de estas disciplinas del tipo de conocimiento imperante en las ciencias naturales, y otorgarles de esta forma una autonomía epistemológica y un estatuto ontológico propio. Desde esta perspectiva, las ciencias de lo humano no deberían ser ya vistas como exponentes de un conocimiento variable e impreciso, que por no responder a los cánones de la universalidad y la objetividad propios de las llamadas "ciencias duras", apenas sí podían aspirar a un estatuto científico secundario. Al contrario, ellas deberían hacer valer su larga herencia histórica y recordar lo elevado de su misión que no se agotaba en la descripción de los fríos mecanismos naturales, sino que apuntaba al saber de un orden más elevado, esto es, del saber sobre lo humano y sus producciones históricas. Es en este contexto en el que el filósofo alemán Wilhem Dilthey introdujo la noción de comprensión, como contrapunto a la idea de explicación inherente a las formas del conocimiento empírico-deductivo. Comprensión llegó a ser entonces el término clave que debería asegurar la cientificidad de las humanidades, su autonomía y hasta su superioridad frente a las ciencias de la naturaleza. Mientras estas últimas se limitaban a explicar, esto es a descubrir y formular en clave matemática las leyes causales que gobiernan el mecanismo de la naturaleza, las "ciencias del espíritu", como las llama aún Dilthey, comprenden los motivos y razones particulares que están en el origen de las acciones humanas y los fenómenos históricos y culturales. Los fenómenos del mundo humano y espiritual –tal es la intuición de Dilthey– no ocurren siguiendo patrones rígidos y causales; la historia y la sociedad no son simples mecanismos dominados por leyes invariables, ellas exigen por eso un método de conocimiento más alto, uno que tenga en cuenta la pluralidad e historicidad intrínseca a estos fenómenos, expresión de la libertad y espontaneidad de una razón humana que se eleva así por encima de la determinación de lo meramente natural. Esta forma de conocimiento superior es la comprensión, que desde entonces vino a considerarse, dentro de esta tradición hermenéutica, como el elemento propio del saber sobre lo humano.

Sin una apropiación explícita de su fuente, me parece que el proyecto delineado por Dilthey para las ciencias humanas domina aún ampliamente las representaciones usuales de lo que en estas disciplinas se entiende por hermenéutica. La concepción de la comprensión hermenéutica como método de las humanidades que las diferencia de las ciencias naturales explicativas, continúa ejerciendo una enorme influencia en los discursos acerca de los supuestos epistemológicos y filosóficos que subyacen a estos saberes. Hermenéutica suele entenderse de esta manera, como el procedimiento propio de un saber más interpretativo, menos dependiente de datos empíricos y leyes generales, y más comprometido con la captación del sentido profundo de los procesos y fenómenos humanos que resulta inaprensible para la mera observación y experimentación. Esta imagen simple de la hermenéutica y de la comprensión pasa por alto o deforma desarrollos dentro de esta corriente filosófica que han cuestionado algunos de los supuestos básicos del planteamiento de Dilthey. La rígida contraposición que él establece, por ejemplo, entre comprensión y explicación, y que fundamenta la autonomía de las ciencias humanas, ha sido bastamente impugnada no solo en la hermenéutica misma (verbigracia, Apel), que ha reconocido ya la necesidad de introducir aspectos empírico-explicativos para el conocimiento de lo humano, sino también, en la otra orilla, desde planteamientos epistemológicos de las ciencias naturales que han detectado elementos interpretativos inherentes a su proceso de conocimiento.

Pero más allá de esta imposibilidad de demarcar claramente –con recurso a algún criterio epistémico u ontológico– el ámbito de las humanidades respecto al dominio de las ciencias de la naturaleza, existe otro elemento esencial de las ciencias humanas que resulta ensombrecido desde la aproximación de Dilthey. Se trata del problema de la alteridad, es decir, de la naturaleza del otro y de su lugar en el proceso de la comprensión. Por supuesto que Dilthey insiste repetidamente en que los fenómenos propiamente humanos no representan simples instancias de leyes universales; en esto hay claramente un reconocimiento de la singularidad e individualidad de estos fenómenos que resulta un presupuesto de base para la pretendida autonomía de las ciencias del espíritu. Cada individuo, cada evento histórico, es único e irrepetible; la comprensión debe poder asir precisamente la singularidad del sentido de lo que allí tiene lugar y captar lo diferente de su significado, en vez de reducir la especificidad del fenómeno a la simple ocurrencia de una ley general, histórica, social o sicológica. Sin embargo, la aceptación de lo singular, histórico y plural de la diversidad de manifestaciones de la praxis humana no deriva en el planteamiento de Dilthey en un reconocimiento de la alteridad. Por más que la comprensión de Dilthey persiga el sentido único de un evento o fenómeno irrepetible, esta comprensión tiene la naturaleza de un método objetivo de conocimiento, y esto significa que las verdades que mediante él se alcancen son invariables y universales. Se parte pues de reconocer la alteridad radical del fenómeno en estudio, su especificidad e irrepetibilidad, pero la comprensión culmina cuando se descubre y captura el sentido definitivo de este fenómeno. De esta forma, la otredad, que en un principio parece inconmensurable en relación con cualquier instancia significativa, termina incluida y aplanada en la seguridad de un saber objetivo que desactiva con ello su potencial de alteridad. En otros términos, lo otro en la comprensión hermenéutica de Dilthey termina reducido a un otro cuyo sentido se me ha hecho plenamente transparente, a un otro entonces dominado y anticipado en una verdad inamovible que de ahora en adelante pertenece al que comprende. Pero evidentemente un otro que puedo anticipar y dominar desde un conocimiento objetivo y universal ya no representa una instancia real de alteridad.

A todas luces esta carencia de un lugar para el otro no es solamente un aspecto menor cuya omisión pudiera suplirse con una simple corrección del argumento diltheyano. En realidad, el abandono del otro representa ni más ni menos la cancelación de una dimensión ética constitutiva de las ciencias humanas. La propuesta de Dilthey se orienta aún, acríticamente, bajo el supuesto de que la cientificidad de un conocimiento solo queda asegurada por su objetividad y universalidad, con lo cual, el proceso de la comprensión tuvo que formularse a la manera de un método que garantizara el cumplimiento de estos criterios. Y por supuesto, este enfoque marcadamente procedimental de las humanidades tenía por fuerza que dejar de lado todas las implicaciones éticas que necesariamente entran en juego cuando se trata, como aquí, de relaciones que se establecen entre seres humanos. Para poder considerar este horizonte ético de la alteridad en el que se mueven las ciencias humanas, para hacer justicia al otro desde sus conceptos y discursos, tenemos entonces que recurrir a otra hermenéutica de las ciencias del espíritu, a una que aquí queremos elaborar desde planteamientos provenientes de la filosofía de Hans-Georg Gadamer.

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El pensamiento de Gadamer representa sin lugar a dudas uno de los desarrollos más elaborados de la filosofía hermenéutica contemporánea, y es innegable que sus aportes para la comprensión de las ciencias humanas han generado enormes resonancias. A mi parecer, sin embargo, estos planteamientos contienen aún implicaciones fundamentales que no han sido contempladas suficientemente. Esto vale en particular para la discusión acerca del fenómeno de la alteridad y de la comprensión del otro, que recientemente ha ganado relevancia en análisis de la multiculturalidad, la diferencia, los estudios culturales o los estudios de género. En la base de estas discusiones se encuentra el peculiar enfoque sobre el fenómeno de la comprensión que distingue la hermenéutica de Gadamer de la postura de Dilthey. Para Gadamer, la comprensión no es un simple método o procedimiento controlable de conocimiento, sino que constituye la realización misma de la existencia humana que siempre tiene lugar en campos de significación de facto ya "comprendidos". Al integrar la comprensión al suelo de la praxis de la vida misma, las ciencias humanas resultan también profundamente arraigadas en la existencia. Estas ya no aseguran su validez científica –como piensa aún Dilthey– a través de un método abstracto, meramente técnico o procedimental; no exigen un comportamiento artificial que las separare de las formas de praxis cotidiana en que se realiza la vida humana. Lo que ocurre más bien en estos saberes es que formas de comprensión que están ancladas en la vida humana, y que por ello no precisan de una preparación o adiestramiento metódico, se vuelven concientes, se refinan y configuran en esquemas analíticos más especializados. En otras palabras, la comprensión de las ciencias humanas no representa para Gadamer un método externo que irrumpe y altera las formas básicas de estar el ser humano en el mundo, sino que es la prolongación de esta praxis comprensora en un proceder más conciente y especializado. Esta hermenéutica no rechaza pues la inclusión de elementos metódicos en las formas de saber propias de las humanidades, pero insiste en cambio en considerarlos como instancias de la vida misma y no como recursos puramente técnicos extraños a las prácticas humanas corrientes. En Gadamer, la epistemología no es reemplazada por una ontología de la existencia comprensora, pero esta última resulta ahora la piedra de toque y el marco de referencia que decide del sentido de las tareas y procedimientos de la primera.

Desde el enfoque de la comprensión, la problemática del otro adquiere un nuevo rostro. Para una perspectiva estrictamente epistémica, el otro es solo el objeto de conocimiento, cuya esencia debe ser determinada por medio de una comprensión reducida a método e instrumento; para una comprensión que hunde sus raíces en la experiencia humana más inmediata del mundo, el otro representa, por el contrario, la instancia de extrañeza nunca dominable y siempre recurrente, que descentra permanentemente mis marcos habituales de sentido y desequilibra las precarias estabilidades que a veces parece alcanzar la existencia. La problemática de la alteridad gana así una hondura que no se advierte desde un análisis meramente procedimental. Lo otro no apunta tan solo a lo simplemente opuesto a la mismidad de una conciencia volcada sobre el mundo para conquistarlo, sino que reside, más bien, en aquellas experiencias constitutivas de toda vida humana donde esta pierde la tranquila continuidad de un rumbo, y donde todo proyecto tropieza con la insuperable resistencia de lo incalculable, lo inesperado o lo impredecible. Un saber de lo humano que brote desde la praxis de la vida misma, a la que son inherentes estas experiencias, no puede pretender ya desactivar el fenómeno de la alteridad con el recurso a un método omnicomprensivo objetivante que cancele su extrañeza, pues contará siempre con el factum de la irreductible opacidad de lo otro. Tal es la exigencia ética que desde la hermenéutica de Gadamer se plantea a las ciencias humanas. Estas tienen lugar en el suelo de la comprensión, pero esta no es tanto método de conocimiento, sino ante todo comprensión de una instancia de otredad que no puede nunca hacerse plenamente transparente y que debe ser más bien recogida en su carácter de infinita extrañeza.

Tendría que examinarse en detalle lo que esta exigencia hermenéutica representa para el modelo clásico de humanidades que se ha hecho vigente en la cultura occidental, y que ha sido acogido, con más o menos reservas, en nuestro medio académico latinoamericano. Este tipo de examen debería incluir una mirada no solo sobre nuestras instituciones y modelos educativos, sino también sobre los paradigmas de comprensión que soterradamente trasmiten los medios de comunicación y que encuentran resonancia en diversas prácticas sociales corrientes. Desde una perspectiva general, lo que quizás se anuncia aquí sea la emergencia de unas nuevas humanidades, donde el paradigma de lo humano en su base no sea ya el del hombre que se libera de su sumisión a poderes divinos y hace de su conciencia la instancia rectora de la realidad, sino más bien el de un ser humano que ya no puede desprenderse de la sombra impenetrable de lo otro que siempre le rodea y lo confronta constantemente con su propia finitud. Aquí, sin embargo, únicamente podemos indicar de forma somera la imagen que deberían tener unas ciencias humanas moldeadas desde este encuentro incesante con la alteridad. Para ello, quiero introducir y analizar en todas sus implicaciones un elemento teórico central de la hermenéutica. Se trata de la noción de fusión de horizontes con la cual Gadamer ha tratado de definir la tarea central de la comprensión en las ciencias humanas.

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La noción de fusión de horizontes es quizás una de las ideas más controvertidas de la hermenéutica de Gadamer. Buena parte de las dificultades provienen sin duda del problemático nombre "fusión". Si la comprensión del otro, según Gadamer, ocurre precisamente como una fusión, resulta fácil imaginar que lo que aquí tiene lugar es la integración plena y sin fisuras de dos perspectivas diversas que se "funden" la una en la otra en una suerte de comunión y entendimiento sin tacha. Por supuesto, esta imagen resulta ser una burda deformación de una hermenéutica que, como vimos, se construye desde el principio de la irreductible alteridad de lo otro.

¿Cómo entender entonces la idea de una fusión de horizontes? En primer lugar, debemos pensar la noción misma de horizonte. En lenguaje filosófico –señala Gadamer (1996: 373)– la idea de horizonte ha sido usada en estrecha vinculación con la noción de situación. Una situación apunta al ámbito de circunstancias, relaciones y valoraciones en las que nos encontramos y que determinan la conducta, los juicios y, en general, nuestra forma particular de acceso al mundo. La situación entonces condiciona nuestra mirada sobre el mundo, sobre los otros que nos rodean y sobre nosotros mismos, y traza los límites que enmarcan aquello que nos resulta significativo, en otras palabras, la situación define el horizonte (del griego hóros: límite) de sentido en el que se desenvuelve nuestra existencia. Esta constelación conformada de situación y horizonte como definitoria de la vida humana, fue negada sistemáticamente por buena parte de la tradición filosófica de la modernidad. Una concepción moderna de la racionalidad humana –precisamente la que determina el sentido aún corriente de las humanidades que señalamos antes–, insistió en que esta facultad era capaz de desvincular al ser humano de su situación (historia, tradición, prejuicios, lengua, etc.) para trasladarlo a un ámbito trascendente donde, libre de determinaciones, pudiese alcanzar una visión pura de las cosas tal como son en sí, más allá de los límites que cualquier horizonte impone al conocimiento. Esta razón moderna sin situación deriva entonces en un conocimiento universal no circunscrito a ningún horizonte. Justamente por carecer de historia y condicionamientos, el ser humano puede creerse libre de obstáculos para su saber y su actuar. La técnica moderna es el producto más acabado de este tipo de racionalidad impersonal y ahistórica: ella no conoce restricciones culturales o de otro tipo y, por lo mismo, puede extender su ámbito de dominio hasta el infinito macro y microcósmico. Todo lo contrario ocurre con la hermenéutica. Aquí se parte del reconocimiento del carácter necesariamente situado de todo individuo, y por tanto, se aceptan los límites que esta situación impone al ámbito de lo que podemos conocer o hacer. Vivir en situaciones y actuar y comprender solo en horizontes limitados, no es una carencia que pudiera remediarse, sino parte esencial de nuestro ser y nuestra existencia histórica y finita. Tal es la constelación ontológica fundamental que define el campo de realización de la filosofía hermenéutica para Gadamer.

¿En qué sentido entonces comprender tiene lugar al modo de una fusión de horizontes? Para responder esta pregunta resulta útil exponer otro modelo de la comprensión como fusión, en contraste con el cual, es posible delinear la posición de Gadamer. Se trata de la postura historicista de finales de siglo XIX, según la cual, todo fenómeno o expresión humana únicamente podían ser comprendidos desde su propio contexto histórico. Este supuesto historicista, en la base, por ejemplo, de la escuela histórica alemana del momento y de otros planteamientos de las ciencias del espíritu conexos, derivó entonces en la exigencia científica de desprenderse de la propia situación del presente para poder luego ingresar en el horizonte del pasado por comprender. La comprensión científica de otra cultura o de otra época solo era pues posible si el investigador había roto previamente los lazos que lo vinculaban con su horizonte presente, como condición previa para fundirse sin reservas en el horizonte del otro. Solo este trasladarse al lugar del otro podía garantizar un genuino acceso a su verdad. Como resulta claro, este modelo continúa persiguiendo el ideal de un conocimiento absoluto de la otredad. Pero por otro lado, allí se transforma la idea de la pertenencia de toda producción y acción humana a un horizonte histórico de sentido –idea que Gadamer encuentra en sí misma correcta– en una especie de perspectivismo cerrado para el cual todo horizonte histórico representa un campo claramente recortado y clausurado al que se puede entrar si se ha renunciado a participar de otro horizonte. Todo individuo y toda cultura –según el credo del historicismo– se encuentran así en un horizonte propio y único, cuyos límites estrictos deben superarse si se quiere ingresar en el horizonte del otro y hacer efectiva la comprensión.

Es esta inconmensurabilidad de los horizontes –que Gadamer encuentra tanto en el historicismo como también, de manera menos evidente, en la filosofía de Nietzsche– la que su hermenéutica impugna de manera tajante. Según Gadamer:

Igual que cada individuo no es nunca un individuo solitario porque está siempre entendiéndose con otros, del mismo modo el horizonte cerrado que cercaría a las culturas es una abstracción. La movilidad histórica de la existencia humana estriba precisamente en que no hay una vinculación absoluta a una determinada posición, y en este sentido tampoco hay horizontes realmente cerrados (Ibíd.: 374).

Para la hermenéutica, pues, la vinculación esencial a una situación no representa el aislamiento de un individuo o cultura dentro de su propio horizonte. Más que las clausuras y los límites, Gadamer quiere destacar las continuidades que vinculan a los seres humanos mutuamente. Y no se trata aquí de postular verdades o valores universales que trascendieran a todo pueblo o época y cuyo reconocimiento pudiese ser exigido a todos. Se trata más bien de las continuidades evidentes que enlazan y comunican los diversos horizontes y que se hacen visibles, por ejemplo, en el movimiento de la historia o la tradición, cuyas rupturas y dislocaciones no son nunca fracturas radicales sino más bien reorientaciones o resignificaciones de procesos previos de los cuales siempre pervive algo; o de manera más profunda, de la continuidad que representa el lenguaje humano, cuya cristalización en la diversidad de lenguas naturales y su permanente transformación, no resulta jamás en la imposibilidad absoluta de un entendimiento entre lenguas diversas, como lo atestigua la experiencia siempre posible de la traducción. Por ello, Gadamer puede afirmar que los horizontes de sentido no son cerrados sino "que se desplazan al paso de quien se mueve" (Ibíd.: 375) y se reconfiguran permanentemente en sus interrelaciones constantes con los otros. Es en este contexto en el que debemos entender su idea de que "en realidad es un único horizonte el que rodea cuanto contiene en sí misma la conciencia histórica" (Ibíd.). El único horizonte del que aquí se habla no señala, como a veces se malinterpreta, un trasfondo metafísico que envolvería como una dimensión atemporal todas las perspectivas humanas; con este se alude simplemente a esas continuidades de las que hablamos antes, fisuradas y permanentemente perdidas, pero en todo caso siempre posibles de reencontrar, que le dan sentido al esfuerzo por comprender al otro, aunque este nunca se actualice en un saber absoluto. Teniendo esto presente es que Gadamer afirma: "Ni existe un horizonte del presente en sí mismo ni hay horizontes históricos que hubiera que ganar. Comprender es siempre el proceso de fusión de estos presuntos ‘horizontes para sí mismos’" (Ibíd.: 376).

Debemos detenernos a examinar el sentido de este difícil pasaje. Su significado parece ensombrecerse con una ambigüedad fundamental, pues si es posible encontrar siempre una dimensión de comunidad que nos liga con el otro, si en realidad no hay, como se dice aquí, horizontes históricos en sí, ¿qué sentido hace hablar de una fusión de horizontes? ¿O para qué sería necesaria la tarea de esta fusión si desde el principio estas distintas perspectivas se encuentran ya comunicadas? Para responder estas preguntas conviene distinguir los dos niveles de la comprensión hermenéutica que antes hemos expuesto sumariamente. En un nivel elemental, la comprensión hace referencia a esa realización esencial de toda existencia humana por la cual esta mantiene y reafirma los lazos de sentido que la relacionan significativamente con el mundo y con los otros. En un nivel más especializado, este ejercicio inmediato de la comprensión deviene práctica conciente y controlada, y puede entonces tomar la forma de la comprensión científica que se exige a las humanidades. Lo fundamental es destacar el diverso papel de lo otro que de aquí resulta, pues mientras que en la comprensión inmediata de primer nivel el encuentro con lo otro suele resolverse en una absorción de su alteridad en los marcos interpretativos propios ya establecidos, en la comprensión científica de segundo orden se exige destacar al otro y mantener la tensión que su encuentro suscita, en lugar de resolverla rápidamente en una integración a lo mismo. En las maneras usuales y cotidianas de la comprensión solemos aplanar lo otro para forzarlo a encajar en los horizontes de sentido que nos son conocidos; es la tendencia corriente a ver en lo divergente y novedoso un caso más de lo ya consabido, y a eliminar la inquietud que suscita lo extraño asimilándolo a una instancia ya conocida. Tal comportamiento homogeneizante no es en manera alguna irracional, sino que responde a exigencias prácticas de la vida de los individuos y de los pueblos que solo sobre un terreno familiar y calculable logra la estabilidad que requiere para su consolidación y evolución. Pero por justificada que sea esta tendencia desde el punto de vista de la praxis vital, ella no puede ser la medida de la comprensión científica. Aquí el compromiso es con la verdad y el conocimiento, y desde esa perspectiva, no se puede desconocer la alteridad radical de lo otro por comprender, ni dejarse entonces dominar por la tendencia espontánea a incluirlo en nuestro propio horizonte. En este destacar y reconocer lo otro radica la verdadera exigencia que eleva la comprensión hermenéutica del simple desarrollo espontáneo de la vida misma (primer nivel) a una comprensión científica controlada por tareas y procedimientos explícitos y públicos (segundo nivel). En esta medida, el criterio hermenéutico de cientificidad, el elemento que confiere a las humanidades su estatuto de ciencia y las distingue de la no ciencia, no radica en que en ellas tenga lugar un conocimiento objetivo de lo humano que no se da en un saber inmediato y cotidiano, aleatorio e impreciso, sino más bien en que en ellas se da (o se debe dar) una aceptación de la irreductible alteridad de lo otro por comprender que suele negarse en nuestras prácticas de comprensión habituales.

Con esto debe resultar ya claro que con la noción de fusión de horizontes Gadamer busca determinar las tareas que deben gobernar el comprender propio de las ciencias humanas, y que la diferencian de un simple desarrollo espontáneo de la comprensión, sujeto siempre a la inercia que quiere prolongar los significados ya familiares y dominados en todo lo nuevo y diverso que acaece. Plantear la cuestión de la fusión de horizontes, dice Gadamer, implica entonces

admitir la peculiaridad de la situación en la que la comprensión se convierte en tarea científica, y admitir que es necesario llegar a elaborar esta situación como hermenéutica. Todo encuentro con la tradición realizado con conciencia histórica experimenta por sí mismo la relación de tensión entre texto y presente. La tarea hermenéutica consiste en no ocultar esta tensión en una asimilación ingenua, sino en desarrollarla concientemente. Esta es la razón por la que el comportamiento hermenéutico está obligado a proyectar un horizonte histórico que se distinga del presente. La conciencia histórica es conciente de su propia alteridad y por eso destaca el horizonte de la tradición respecto al suyo propio (Ibíd.: 377).

Por supuesto, esos horizontes que así elabora el investigador no deben ganar firmeza y estabilidad. Destacar los horizontes es solo el primer paso del proceso de comprensión, podríamos decir su condición de posibilidad. Una genuina comprensión científica únicamente tiene lugar luego cuando desde los horizontes así confrontados el científico va ganando acceso a una perspectiva más general desde la cual comprende mejor tanto el propio horizonte como el del otro. Es esta la verdadera fusión de horizontes en que se realiza el comprender de una manera controlada. Por eso, luego de elaborar tanto su horizonte como el de aquello por comprender, la conciencia del investigador "está abocada a recoger enseguida lo que acaba de destacar, con el fin de medirse consigo misma en la unidad del horizonte histórico que alcanza de esta manera" (Ibíd.).

La fusión de horizontes abarca así dos grupos de exigencias que en su cumplimiento garantizan la realización de una auténtica comprensión científica. Se trata primero de elaborar los horizontes en juego: el del propio presente del investigador y el de la instancia de alteridad que busca comprenderse; y luego, de proyectar desde esos horizontes una perspectiva general más abarcadora a partir de la cual se logre una comprensión efectiva. Examinemos cada una de estas tareas.

3

La elaboración de los horizontes se impone como un esfuerzo por contrarrestar la tendencia espontánea de la comprensión inmediata (primer nivel) a no captar la alteridad y la diferencia, a proyectar en lo otro que nos hace frente las significaciones vigentes, convencionales y comúnmente aceptadas. En ese sentido, los horizontes se destacan como recursos necesarios para desencadenar el esfuerzo de comprender, pues una realidad que no realce su extrañeza pasa desapercibida en su especificidad o se integra sin resistencias en los esquemas interpretativos corrientes. El caso de la revolución islámica de 1979 en Irán representa un caso ejemplar. Resulta sorprendente constatar treinta años después la manera como las ciencias sociales de entonces –politólogos, internacionalistas o historiadores– resultaron incapaces de detectar lo novedoso que se anunciaba en este acontecimiento histórico y social. Este representa por ello un fenómeno de alteridad no comprendido, sino asimilado en el marco del sentido entonces al uso. En efecto, en el contexto de la guerra fría en el que se dieron los sucesos, la mayoría de los teóricos y analistas del momento quisieron leer el acontecimiento al hilo del esquema de oposición entre los modelos político-económicos del capitalismo norteamericano y el comunismo soviético, y centraron su análisis en el intento por determinar cuál de estos sesgos ideológicos se escondía detrás de un movimiento religioso hasta entonces inédito. Las ciencias sociales fueron incapaces de detectar que la revolución islámica representaba en realidad un fenómeno inapresable bajo estas categorías; fueron incapaces de percibir la alteridad radical de los eventos que allí tenían lugar, y es quizás solo hasta los sucesos del 11 de septiembre que se ha reconocido finalmente que lo aparecido allí por vez primera con tal fuerza, era en verdad el preludio de la constelación cultural de hechos sociales y políticos que hoy denominamos "extremismo religioso". Este ejemplo ilustra el caso de una comprensión que se malogra por no controlar de manera consciente la "asimilación ingenua" de lo otro en lo propio, por no "mantener la tensión" que se experimenta en cada encuentro con la alteridad y desactivarla más bien en su integración a lo conocido. Otro caso que ilustra esta situación se pudo ver en los debates académicos que se dieron en el momento en el que se comenzó a acuñar el término globalización para referirse a la nueva constelación económica y cultural que generó la desregulación de los mercados, los movimientos migratorios a escala mundial y el avance extraordinario en las comunicaciones, entre otros factores. Para algunos teóricos de esta primera hora, este conjunto de fenómenos no representaba en realidad nada nuevo bajo el sol; ellos señalaban, por ejemplo, que el volumen de intercambio del comercio mundial había alcanzado, comparativamente hablando, cifras más altas en el pasado, como ocurrió durante la Revolución Industrial en Inglaterra. Hoy existe un consenso casi general en que lo que allí emergió, significó una transformación geopolítica y cultural sin precedentes, que modificó sustancialmente las estructuras de la realidad social, aunque no se haya llegado a un acuerdo sobre el alcance y el significado de estas transformaciones. Una vez más, una simple extrapolación acrítica de lo ya comprendido a las nuevas circunstancias oscureció la especificidad de lo otro y nos hizo ciegos para su verdadera alteridad.

Elaborar los distintos horizontes que entran en juego al comprender, responde entonces a la necesidad de romper con la inercia espontánea que termina por asimilar al otro2. Con esto se apunta a la tarea de ir constituyendo simultáneamente y en un movimiento recíproco, las perspectivas en juego, esto es, el horizonte desde el cual comprende el investigador y el horizonte del fenómeno por comprender. Un etnógrafo que se confronta con un proceso cultural ajeno a su propia tradición, debe hacer conciente en primera instancia los conceptos y el marco explicativo mediante el cual él da sentido a su propia cultura, para poder percibir en contraste con este horizonte de lo familiar, el ámbito de extrañeza y el potencial de alteridad que muestra lo otro. Destacar el propio horizonte tiene como resultado destacar el del otro, pues como señala Gadamer, destacar es una relación recíproca donde lo destacado hace visible aquello de lo que se destaca (Ibíd.). Volviendo al ejemplo anterior, diríamos que solo mediante una iluminación de los principios y valores, y en general de los supuestos básicos que sustentan las formas de vida, de conocimiento y de acción de lo que llamamos actualmente "Occidente", se puede ganar claridad sobre las especificidades y puntos de quiebre esenciales con los que nos confronta el encuentro con formas de la cultura islámica oriental que nos parecen a primera vista incomprensibles. A un radical clash of civilizations de consecuencias impredecibles, podría oponerse entonces el intento por comprender al otro, esto es, por fusionar estos dos horizontes. Pero esto implica en primer lugar elaborarlos y destacarlos recíprocamente.

Antes de examinar la segunda tarea de la comprensión científica, conviene aclarar un aspecto de esta elaboración de horizontes que constituye su condición previa. Gadamer señala que la elaboración del horizonte correcto es solo una "fase o momento en la realización" del comprender y que, en realidad, "no existen estos horizontes que se destacan los unos de los otros" (Ibíd.: 377). Con estas observaciones no se pretende apuntalar, sin embargo, alguna especie de constructivismo epistemológico para el cual la realidad social no tendría substancialidad alguna y sería simplemente un constructo configurado a partir de los conceptos y las teorías que ponen en juego los investigadores. En realidad, la hermenéutica está muy lejos de defender un subjetivismo tan radical. Lo que se quiere indicar es más bien que lo substancial de las realidades humanas, de los procesos históricos o sociales, no se condensa en una esencia única o un significado absoluto que el científico social simplemente tuviera que aprehender. Estos fenómenos son reales y efectivos, pero su realidad es la de un campo amplio de sentido de múltiples efectos que debe ser configurado y delimitado desde el propio horizonte del investigador que quiere comprenderlo. En esto consiste la elaboración de los horizontes. Estos no se crean de la nada, mediante un vano ejercicio artificial y arbitrario. Elaborar es más bien destacar, recortar dentro del amplio espectro de sentidos posibles que abre consigo todo fenómeno humano, un campo de significación que se quiere comprender porque resulta especialmente relevante, extraño o amenazante para la propia situación. Por ello, la elaboración del horizonte correcto no responde al capricho del que investiga; ni mi propia situación ni aquella que me confronta constituyen ámbitos vacíos que se dejaran llenar con cualquier ocurrencia. Se trata, es cierto, de espacios de sentido difusos y siempre imprecisos, pero que gravitan alrededor de puntos de referencia que no se pueden desconocer. Lo que hace el científico social es trazar dentro de este campo de sentidos, la configuración de horizontes que mejor permita realzar las dos perspectivas de modo que se estimule la comprensión. En ese sentido, fenómenos como la globalización o el radicalismo religioso no son meras creaciones intelectuales de los científicos; son realidades que nos confrontan como configuraciones de sentido, amplias sí, pero en todo caso reconocibles en sus aristas y contornos. Elaborar en ellos un horizonte quiere decir delimitar su campo de significación en relación con aquello que propiamente nos interpela y nos confronta. Solo así se puede iniciar un verdadero proceso de comprensión. Debe resultar ya claro igualmente que esa elaboración del horizonte no se convierte tampoco en una fijación definitiva, pues la movilidad esencial de lo humano implica que tanto nuestra situación como el acaecer de lo otro se encuentran siempre en constante renovación. En consecuencia, las ciencias de lo humano deben reiniciar una y otra vez, y desde cada nueva situación, la determinación de los horizontes.

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Una vez determinados los horizontes, la comprensión hermenéutica impone la exigencia de su fusión. Esta es la segunda tarea que toda comprensión científica debe realizar. Como ya se insinuó antes, esta fusión no significa la desaparición de un horizonte en el otro, su asimilación total o su desaparición. Se trata más bien en esta fusión, de un progresivo penetrar en una perspectiva más amplia que no absorbe y desintegra los horizontes, sino que permite considerar ambos desde una luz más adecuada. La fusión implica pues, en primera instancia, que los horizontes ya elaborados y puestos en confrontación deban mantenerse hasta el final en lugar de propender por una integración del uno en el otro. Ya hemos ilustrado el caso de formas de comprensión que no cumplen este precepto por absorber rápidamente la alteridad dentro de los patrones propios de donación de sentido. Lo que se hace visible ahora desde la perspectiva de la fusión, es que una asimilación en la otra dirección –de lo propio hacia lo otro– resulta igualmente ingenua. Ya hemos visto que una pretensión similar es la que definió al historicismo del siglo XIX y su intento de lograr un conocimiento objetivo del pasado mediante el desplazamiento hacia la situación del otro para, como quien dice, apropiárselo desde dentro. El antropólogo que por reacción contra toda forma de etnocentrismo o colonialismo intelectual, pretende fundirse en la otra cultura e incorporar en su existencia los modos de vida del otro, reedita con esta actitud los presupuestos del historicismo y se cierra a sí mismo la posibilidad de una genuina comprensión. Así como la verdadera fusión de horizontes rechaza la sumisión de la alteridad en lo propio, del mismo modo ella se opone a una inmersión del que comprende en lo comprendido. "Uno tiene que tener siempre su horizonte para poder desplazarse a una situación cualquiera" (Ibíd.: 375), afirma Gadamer, o en otra formulación: "Una conciencia verdaderamente histórica aporta siempre su propio presente, y lo hace viéndose a sí misma como a lo históricamente otro en sus verdaderas relaciones" (Ibíd.: 376). Elaborar y mantener el propio horizonte durante todo el proceso de comprensión, no abandonarse para comprender, representa así un precepto epistemológico fundamental para la hermenéutica. No se trata simplemente de una restricción ética que me impida violentarme a mí mismo o que subraye lo ilícito de pretender apropiarme de formas de vida ajenas. Se trata sobre todo de que una tentativa tal –que en sí misma no puede tener éxito alguno– obstaculiza la auténtica comprensión del otro que solo tiene lugar en ese destacarse con el horizonte propio. No se comprende la alteridad cuando se le integra sin más en la propia perspectiva, pero tampoco se le conoce desde dentro tratando de ponerse en su lugar. Únicamente en la confrontación y mutua remisión de dos horizontes que no se cancelan, puede darse esa particular comprensión tanto de lo uno como de lo otro, que constituye el único tipo de saber que pueden ofrecer "objetivamente" las ciencias humanas.

Me parece que estas dos formas de asimilación –de lo otro en lo propio y de lo propio en lo otro– que desfiguran la verdadera fusión de horizontes, pueden ilustrar dos tendencias generales que han influido notoriamente en el carácter teórico y el ejercicio práctico de las ciencias sociales en América Latina. A un desconocimiento de lo genuinamente americano, fruto de una excesiva extrapolación de modelos y patrones conceptuales provenientes de una tradición científica demasiado "europeizada" u "occidentalizada", le ha seguido, a veces, como reacción, un intento por purgar de las formas del conocimiento social todo elemento teórico proveniente de horizontes extraños que no hayan brotado de la esencia más pura de la americanidad. En el primer caso, aquella realidad latinoamericana por comprender fue cubierta por el manto de saberes y teorías disponibles que la valoraban y determinaban con los criterios de lo ya conocido; en el segundo, se buscó un conocimiento desde el interior, uno que abandonara el marco teórico definido para el Occidente europeo y comprendiera la realidad de América Latina desde una conceptualidad surgida de su propio horizonte. En esta asimilación unilateral de lo propiamente americano en lo occidental, o en este abandono radical de lo occidental para sumergirse en lo americano, fracasa ruidosamente la comprensión hermenéutica. A mi modo de ver, no se trata aquí solamente de la carencia del ejercicio de fusión de horizontes, sino más grave aún, de una situación epistemológica donde los horizontes en cuestión tal vez ni siquiera se han elaborado correctamente. ¿Cuál es, en efecto –cabría preguntarse–, el horizonte propio del investigador social latinoamericano? ¿Se encuentra su situación hermenéutica determinada principalmente por especificidades culturales e históricas exclusivas de este lado del mundo, de modo que sería viable desechar todo lo "occidental" por foráneo y ajeno? ¿No ocurre, más bien, que a ese horizonte propio pertenecen ya –o han pertenecido desde siempre– supuestos teóricos y prácticos que hunden sus raíces en formas culturales de vida claramente occidentales? Del mismo modo que no es lícito ya pensar en los fenómenos latinoamericanos exclusivamente desde una mirada teórica definida y trabajada para otra tradición, ¿no resulta también epistemológicamente imprescindible dejar de pensar en nuestra realidad como algo absolutamente particular, específico e inconmensurable con toda otra realidad, y comenzar a reconocer que como todo horizonte, el nuestro es también un espacio fundamentalmente abierto y, por ello, confrontado con otros espacios de sentido que lo han moldeado y continúan determinando sus límites?

Unas ciencias humanas y sociales que quieran abordar los fenómenos latinoamericanos desde la perspectiva hermenéutica, deben confrontarse previamente con estas preguntas. Se trata de la tarea permanente de iluminar la propia situación y definir así el horizonte desde el cual destacará también el horizonte de lo otro que nos interpela. Pensemos, por ejemplo, en uno de los fenómenos que hoy se nos presentan como un reto para la comprensión de nuestra realidad política: el nuevo populismo de tipo caudillista que domina desde hace algunos años en algunos países del continente. Solo podemos comprender el sentido de este fenómeno –y no quedarnos simplemente en la observación y registro de sus variables empíricas– si previamente definimos lo que con él resulta cuestionado en nuestro propio horizonte: ¿qué es pues lo que en esta nueva constelación política se destaca y nos interpela?, ¿qué presupuesto cultural o ético se transgrede?, ¿qué tipo de principio o valoración oculto se vulnera? Resolver estas cuestiones es parte esencial de la comprensión. La confrontación con lo otro debe conllevar a una inversión sobre sí, al trazado y demarcación del propio horizonte, de lo que somos, en contraste con lo cual, lo otro puede ser luego valorado en el grado justo de su alteridad. Todo encuentro con lo otro, con la extrañeza de un fenómeno que molesta y no encuadra inmediatamente en los marcos de interpretación habituales, representa la apertura a un potencial ejercicio de comprensión. Las ciencias humanas solo realizarán su vocación hermenéutica científica si acogen esta extrañeza y alteridad y la transforman primero en una comprensión de su propio horizonte y situación. El encuentro con una civilización o costumbre extraña debe volverse entonces ocasión para reflexionar críticamente sobre nuestros propios modos de vida; el estudio de un fenómeno del pasado debe derivar ante todo en una interrogación sobre el propio presente; la irrupción de un acontecimiento político sin precedentes nos debe llevar a cuestionarnos sobre el sentido que damos a nuestras propias comunidades e instituciones y sobre su validez y pertinencia. Atender al otro y reconocer su alteridad significa pues, en primera instancia, dejar que ese otro me transforme, pero no porque yo asuma su forma de vida y me integre a su horizonte, sino porque el encuentro me reenvía críticamente a mí, de modo que al comprenderme mejor puedo llegar a transformarme. Aquellos estudios, para volver al ejemplo anterior, que ven en el nuevo populismo o caudillismo latinoamericano el simple retorno a formas infantiles de organización política y, por ello, un fenómeno que no se ajusta al modelo de una democracia madura, deberían, a la luz de lo anterior, comenzar más bien a cuestionar qué nos dice y revela este hecho sobre nuestro propio horizonte: qué grietas en nuestras instituciones, qué carencias en nuestra cultura política han propiciado el ascenso de este fenómeno, a qué vacío de nuestro sistema político responde esta situación. O para situarnos en una problemática más cercana: los análisis que de manera fácil etiquetan la violencia armada en nuestro país como una forma más de terrorismo, como un cáncer o una infección externa a nuestra cultura que debería extirparse sin más, ¿no deberían más bien preguntarse primero por las condiciones internas a nuestra situación que han permitido y sostenido esa violencia? No se trata de otorgarle sin más la verdad al otro, a un otro que se me impone en este caso con una violencia que ya no es simplemente metafórica. Uno debe mantener siempre su propio horizonte si quiere comprender y no abandonarse sin más a la perspectiva ajena. Pero solo desde una comprensión más profunda de lo propio se puede lograr una comprensión matizada y justa de lo otro, y solo entonces será posible sentar las bases de una real transformación. Un verdadero ejercicio hermenéutico de las ciencias humanas que se realice en esta dirección, deberá detectar y denunciar la no cientificidad de esas formas de interpretación que se imponen fácilmente al uso, pues no suponen el esfuerzo real del comprender.

Retomemos el hilo del argumento luego de este excurso por nuestra situación. Finalmente, hemos arribado al auténtico sentido de la fusión de horizontes. Antes hemos ilustrado algunos contraejemplos de una verdadera fusión, pues en ellos se daba la absorción de un horizonte por el otro y no la elevación mutua de las perspectivas hacia un horizonte superior. Sin embargo, en los últimos ejemplos está ya delineado el proceso de fusión efectivo que acontece en una genuina comprensión. En efecto, la interpelación de una instancia de alteridad debe conducir hacia una mirada sobre lo propio, que permite percibir a contraluz el carácter de otredad de lo que interpela. Así se suscita una nueva apelación de lo extraño que reinicia el proceso bajo una nueva caracterización. La comprensión es aquello que se realiza a lo largo de todo este movimiento. Ella acontece en este juego de contrastes donde se va percibiendo tanto lo propio como lo otro desde una mirada que paulatinamente va penetrando en cada horizonte. Este movimiento de desplazamientos sucesivos es lo que caracteriza la fusión. Gadamer aclara: "Este desplazarse no es ni empatía de una individualidad en la otra, ni sumisión del otro bajo los propios patrones; por el contrario significa siempre una ascenso hacia una generalidad superior, que rebasa tanto la particularidad propia como la del otro" (Ibíd.: 375).

Acceder a una generalidad más amplia no significa dar un salto hacia un punto de vista externo desde donde se contemple de manera objetiva los horizontes de la comprensión que hubiesen quedado atrás. Se trata en efecto de acceder a un horizonte que es más amplio, pero no porque contenga ya en sí a los otros dos, sino porque va ganando permanentemente en amplitud con el contraste incesante entre los horizontes. La presencia conciente de lo otro, tomar en cuenta verdaderamente su alteridad, desencadena un proceso en el que voy extendiendo mi propio radio de comprensión mediante la fricción y el roce con la otra esfera de sentido. Ya Kant reconocía en su Antropología (2004) la necesidad de este roce con los otros para salvarnos de la pretensión narcisista de elevar como absoluta nuestra exigua razón particular. La comprensión hermenéutica repite este gesto en la fusión que tiene más de roce y de fricción con lo otro que de unidad o compenetración con ello. En esta fusión nunca se abandona el propio horizonte, pero el contacto permanente con lo otro permite superar la simple particularidad, mi pretensión injustificada de ser soberano y dueño de la verdad. Rebasar "la particularidad propia y la del otro" en la comprensión, no equivale al acceso a una ley o principio universal que anule las pretensiones singulares, sino hacer patente la debilidad de una perspectiva estrictamente individual, esto es, reconocer la mutua vinculación de lo propio y lo ajeno que implica que solo me comprendo desde el otro, y solo comprendo al otro comprendiéndome a mí mismo. El ascenso permanente de la comprensión a puntos de vista más altos se da si se acoge al otro en su irreductible alteridad, si se percibe y atiende el cuestionamiento que siempre representa para la propia perspectiva, y se prosigue y se consolida en la construcción de horizontes cada vez más amplios donde se van recogiendo y reacomodando los aspectos comprendidos, paulatinamente ganados en este proceso.

De esta forma, las dos exigencias hermenéuticas que hemos señalado no representan en realidad fases consecutivas de un proceso puramente técnico, sino tareas simultáneas que requieren del compromiso siempre renovado del investigador con la apertura hacia el otro, un compromiso que evidentemente es de naturaleza profundamente ética. La elaboración constante de los horizontes y la permanente consolidación de perspectivas cada vez más generales donde se reúnan y hagan explícitos sus vínculos y contrastes, no son únicamente pautas epistemológicas que la hermenéutica impone al comprender de las ciencias humanas. El cumplimiento de estas tareas no resulta del simple acatamiento de las etapas de un proceso, sino que solo puede tener lugar si brota de la decisión moral de comprender al otro en su carácter de alteridad nunca dominable. Así pues, en la base de la comprensión como método de conocimiento para las ciencias humanas, la hermenéutica descubre el deber ético de comprender como motivo fundamental que impulsa todo este proceso.

Este deber que se me impone frente al otro no resulta, por lo demás, una obligación que concerniera exclusivamente a los investigadores sociales. En realidad, se trata de la exigencia básica de todo ejercicio comprensivo, aun en sus formas de realización más elementales y cotidianas. Ocurre que en las formas de ser de nuestra vida inmediata, solemos transgredir este precepto de la apertura al otro, pero una comprensión científica no puede desconocerlo y debe elevar este reconocimiento a práctica conciente y sistemática. Desde esta perspectiva hermenéutica, las ciencias humanas dejan de ser meros reservorios de datos y de teorías objetivas que no revierten a la praxis, y se convierten más bien en verdaderas instancias orientadoras de una opinión pública, usualmente encerrada en sí misma y ciega frente a lo otro. Ellas deben enseñar a hacer visible la alteridad, y a prevenirnos al mismo tiempo sobre lo inútil de pretender un conocimiento absoluto acerca de la mismidad. Deben mostrar que el lugar de la otredad se ubica siempre un paso más allá del alcance nuestro conocimiento. Deben enseñar, no a ponernos en el lugar del otro, sino a permitir que sea el otro el que nos ponga en nuestro lugar, pues solo entonces puede darse la comprensión.


Notas

1 Aquí tomaremos las ciencias humanas en su acepción más amplia que incluye tanto las llamadas humanidades como las ciencias sociales. Eludiendo esta distinción, nos movemos en la concepción filosófica más general de estas disciplinas, que las entiende como los saberes acerca de los fenómenos humanos, por oposición a las ciencias que estudian la naturaleza. Ciencias históricas, ciencias del espíritu o ciencias morales son otras de las nociones que la lengua filosófica ha empleado en este amplio sentido.

2 Gadamer no ofrece indicaciones metodológicas precisas sobre la forma de realizar esta tarea y señala simplemente que esto tiene lugar bajo la forma de un proceso de deslinde o de destacar (Abhebung) (1996: 376).


REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

  1. APEL, Karl-Otto, 1985, La transformación de la filosofía,Madrid, Taurus.
  2. DILTHEY, William, 1980, Introducción a las ciencias del espíritu, Madrid, Alianza.
  3. GADAMER, Hans-Georg, 1996, Verdad y método, Salamanca, Sígueme.
  4. KANT, Immanuel, 2004, Antropología, Madrid, Alianza.