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La violencia en Colombia: avatares de la construcción de un objeto de estudio

Violência na Colômbia: avatares da construção de um objeto de estudo

Violence in Colombia: avatars of the construction of an object of study

Mónica Zuleta P.**


* Este artículo es un resultado preliminar de la investigación doctoral que tiene por nombre Genealogía de la moral de las ciencias sociales colombianas: el caso de la literatura sobre la Violencia en Colombia, financiada por la Universidad Central. Hasta el momento, el archivo que se ha trabajado corresponde a la literatura publicada entre 1950 y 1985. La investigación pretende analizar hasta el 2005.

** Profesora e investigadora, coordinadora de la Maestría en Investigación en Problemas Sociales Contemporáneos y del Grupo de investigación Socialización y Violencia del IESCOUC. E -mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.


Resumen

El papel actual de las ciencias sociales consiste, a mi juicio, en hacer ver las multiplicidades, manera para importunar la dirección unificadora del ejercicio del poder imperial. Esa es la intención de la investigación de la cual se deriva este ensayo y de la pregunta que, de modo pragmático, intenta responder y que formulo en los siguientes términos: ¿a partir del análisis de la excepción es posible dar cuenta de la diferencia?

Palabras clave: violencia en Colombia, genealogía, historia de la ciencia, pragmática.

Resumo

O papel atual das ciências sociais consiste, em minha opinião, em fazer enxergar as multiplicidades, para assim importunar a direção unificadora do exercício do poder imperial. Essa é a intenção da pesquisa da qual se deriva este artigo e da questão que, de modo pragmático, tenta responder e que formulo nos seguintes termos: a partir da análise da exceção, é possível dar conta da diferença?

Palavras chaves: violência na Colômbia, genealogia, história da ciência, pragmática.

Abstract

The current role of social sciences consists, I believe, in making see multiplicities, way to tease the totalitarian direction of the exercise of the imperial domination. That is the purpose of the research of which this paper is derived, and of the question that the pragmatic way it tries to answer and that I formulate in the following terms: from the analysis of the exception is it possible to give account of the difference?

Key words: violence in Colombia, genealogic analysis, history of the social sciences, pragmatic analysis.


Introducción

Al igual que muchas de las naciones consideradas como las más violentas del planeta, desde finales del siglo pasado Colombia ha sido objeto de todo tipo de intervenciones, propiciadas directa o indirectamente por países que se autoproclaman “las democracias más avanzadas”. Si bien es cierto que esas intervenciones difieren de país en país en cuanto a radicalidad, también lo es que, independientemente de la modalidad de la intervención, todas las guerras internas, junto con sus formas políticas particulares de contención, son percibidas como manifestaciones de una “barbarie” que el “civilizado” Occidente pretende extirpar de la faz de la tierra. A mi juicio, más importante que la herencia de la Guerra Fría, el legado de las dos guerras mundiales y la nueva organización geopolítica del planeta que de ellas floreció, fue la imposición de una única manera de experimentar y de conocer la política y la economía. Nunca como hoy había logrado instalarse globalmente una sola dirección económica, política, social y militar, lo que es paradójico si se considera el festín de diversidad que el mundo dice celebrar.

El conflicto interno colombiano, junto con otros conflictos de larga duración que perduran, parecen burlarse de las explicaciones generales de las ciencias sociales sobre la guerra y sobre la paz. ¿A qué obedece esta dificultad para explicarlos? La respuesta tradicional ha sido que tales teorías realmente se ocupan de lo “universal” y, por consiguiente, construyen sus objetos de estudio con base en lo similar; las particularidades que no pueden asemejarse a esas universalizaciones demandan desarrollos específicos. Una respuesta más suspicaz les ha atribuido a las teorías “universales” un carácter que reposa en lo particular y concreto, tendiente a homogeneizar los fenómenos sociales que ostentan grados de similitud, y a excluir cualquier excepción.

Mi tesis considera que el conocimiento está ligado a la experiencia, por ello asume que, puesto que las prácticas políticas y económicas de Occidente durante la era de la modernidad fueron imperialistas y en la era de la globalización son imperiales, el conocimiento propio de esas prácticas también fue imperialista y es imperial. No atribuyo falsedad a ese conocimiento; por el contrario, le adjudico todos los grados de realidad inherentes a los procesos de la modernidad y de la globalización. No obstante, sí supongo que estas teorías son incapaces de dar cuenta de la excepción, pues su afán de totalización las ha vuelto impotentes para ingresar al campo de lo singular.

Al lado del ejercicio del poder interesado en homogeneizar, y paralelo al conocimiento particular de ese dominio, habitan el poder del nómada y el conocimiento del margen. Su historia ha sido aquella del pluralismo que combate la totalización. Desde hace milenios y acompañando la tradición, el pensamiento de la pluralidad ha sobrevivido y hoy se aparece con una nueva cara: la del pragmatismo. Creo que la emergencia de la excepción es un síntoma de esa zona no colonizada que está presente en cualquier lugar y en cualquier tiempo y que, en ocasiones, brota de manera incontenible. Igualmente, en lugar de suponer la excepción como diferencia, la considero su síntoma, razón por la cual perturba las políticas y las teorías de la totalización.

Dado que no existe una dicotomía entre la unidad o la diferencia sino que, por el contrario, su relación es de paralelismo, las políticas y las teorías de la totalización han estado compuestas de multiplicidades. A mi juicio, el papel actual de las ciencias sociales consiste en hacer ver esas multiplicidades, modo de importunar la dirección unificadora del ejercicio del poder imperial. Ese es el propósito de la investigación de la cual se deriva este ensayo, titulada Genealogía de la moral de las ciencias sociales colombianas y de la pregunta que, de modo pragmático, intenta responder y formula en los siguientes términos: ¿A partir del análisis de la excepción es posible dar cuenta de la diferencia?

Este ensayo esboza de manera preliminar una respuesta a esa pregunta y se vale de algunas de las premisas más importantes de los escritos sobre la Violencia en Colombia, todas las cuales comparten la idea de que, entre 1946 y 1964, el país sufrió una guerra interna “fratricida” de carácter singular sin parangón, antecedente de la actual situación de desorden. Aplico para ello, el análisis pragmático que, de modo somero, entiendo como el estudio de los grados de unidad de distintos sistemas de premisas y de los tipos de relaciones que ligan sus componentes, con miras a dar cuenta de algunos de los conjuntos de valores inmersos en dichos sistemas. El ensayo está basado en crónicas, estudios y testimonios sobre la Violencia publicadas entre 1950 y 1985.

Las ciencias sociales: un territorio en disputa

Con ocasión de un homenaje póstumo ofrecido al historiador colombiano Germán Colmenares, Jaime Jaramillo, uno de los historiadores más notables del país, aceptó un suceso acaecido en el saber de las disciplinas humanísticas: me refiero al arribo de la perspectiva de pensamiento que Alain Badiou llama “momento filosófico francés” (2005: 176). Cuando Jaramillo reseñó los últimos escritos de Colmenares, en especial su libro Las convenciones contra la cultura, publicado en 1987, exaltó el hecho de que el autor se aplicó a la comprensión de “las formas de pensar dominantes en las diversas épocas del pasado, fuera por la sociedad en general o por los diversos grupos y clases que componían su estructura” (1999: s/n). El suceso referenciado por Jaramillo no solamente mostraba un viraje metodológico de la historiografía; de alguna manera, reconocía la entrada del pensamiento “no humanístico” al campo del conocimiento legitimado y, en consecuencia, anunciaba una nueva composición del saber que ponía en riesgo la validada por la tradición. Por tal motivo, al tiempo del anuncio de Jaramillo, voceros destacados del paradigma de la “razón ilustrada”, como Jesús Antonio Bejarano y Jorge Orlando Melo, advertían la urgencia de tomar los correctivos del caso para evitar el desastre que, según ellos, estaba a puertas de suceder y que juzgaban como resquebrajamiento de la actividad científica del país. Efectivamente, de acuerdo con su criterio, semejante empresa supondría “el abandono de todo propósito por dar una explicación verificable… a cambio de su sustitución por el relato y la hermenéutica y los riesgos de dejarse llevar… a la historia subjetivista propia de la cultura posmoderna” (Bejarano, 1997: 286).

No es necesario un análisis exhaustivo de la vía insinuada por Colmenares para, rápidamente, reconocer en ella un conjunto de acciones de insurrección. Por ejemplo, la invitación a consolidar alianzas “contra-natura” entre disciplinas muy dispares, como la de la imperialista historia frente a otras, como la crítica literaria y la lingüística. Asimismo, la propuesta de vincular el oficio del historiador con la práctica filosófica de la especulación, con la cual interpretar los hechos. (Cfr. Colmenares, 1987 y 1997). Tal invitación, considerando la posición ocupada por Colmenares dentro del círculo de intelectuales vocero de la “razón ilustrada”, tuvo que producir un fuerte malestar. Dicho de otra manera, era el cerebro –de las comunidades académicas– el que daba estocadas al propio corazón –de la verdad–. No es extraño entonces que, ante el llamado a la insurrección del escritor, se haya respondido con maniobras de apaciguamiento dirigidas por los portavoces de su cofradía, por lo menos hasta cuando les fue posible defender la soberanía del saber que encarnaban, de los embistes que se estaban conformando a su alrededor.

Los estudios sobre la violencia en Colombia

En el año de 1962 se presentó al público el libro La violencia en Colombia, resultado de la “primera investigación sistemática” sobre los hechos de violencia acaecidos entre 1946 y 1958. Para los gobernantes del país en ese entonces, 200.000 mil muertes no sólo requerían una explicación, sino que también urgían por la construcción de una memoria (Germán Guzmán, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña, tomo I, 1980: 16). Tres años antes se había creado la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional y el Gobierno le había encomendado un estudio objetivo, que “analizara el proceso desde una perspectiva histórico-política y empírica para escarmiento de las presentes y futuras generaciones de colombianos” (Ibíd.). Tres intelectuales, dos de ellos directivos de esa Facultad y un sacerdote, se hicieron cargo de la investigación que tenía por misión proponer una “terapéutica” y continuar, así, el trabajo de la Comisión Nacional de Investigación de las Causas Actuales de la Violencia, fundada en 1958 por la Junta Militar que derrocó al dictador Gustavo Rojas Pinilla.

Este suceso significó mucho más que una anécdota de la historia de las ciencias humanas colombianas. Inauguró un campo de estudios sobre lo real, en el que sólo a través de la objetividad científica pudo garantizarse la verdad. Fue por un gesto gubernamental que se autorizó a los científicos a señalar los culpables del mal que sufría el país y a formular los remedios adecuados para su cura. El libro, sin reparos, indicó a los culpables: todos los colombianos; por acción o por omisión tenían responsabilidad en lo sucedido y, todos, entonces, tenían que ponerse en la tarea de reparar el mal. Además del detallado diagnóstico, bosquejaba una terapéutica en la que, de manera prolija, se señalaban los caminos que se debían seguir para la sanación (Cfr. Guzmán y otros, tomo 2, 1980: 261-460).

Nació un objeto que tenía por función hacer conocer la verdad histórica y forjar una memoria colectiva, que garantizara que esa experiencia no fuera jamás a repetirse. Sólo mediante la configuración de este objeto parecía posible conformar una tercería legítima para ocupar el lugar de juez del pasado y redentor del futuro. No es extraño, pues, que se establezca tal fecha como el momento cuando, en el territorio de las ciencias humanas colombianas, ingresó el pensamiento propio de la “razón ilustrada”, entendido como ciencia “empírica, teórica, acumulativa y objetiva” (Gonzalo Cataño, 1997: 39). Y que los historiadores se refieran al suceso como el inicio de la formación de un campo intelectual, definido por la independencia de la regencia que, sobre la relación entre conocimiento y verdad, habían tenido hasta entonces los intelectuales pertenecientes a los dos partidos políticos tradicionales (Miguel Ángel Urrego, 2002: 145).

La configuración de la sociedad rural

El libro La violencia en Colombia no fue el primero en su género. Contaba con una serie de estudios que lo antecedían, algunos de ellos también fruto de “trabajos sistemáticos”. Tales estudios, por ejemplo, los aparecidos a mediados de los años cincuenta de Vernon L. Fluharty y de Antonio García, explicaron la Violencia como el cambio de un orden señorial feudal por un orden mestizo, en el que las antiguas elites pretendían conservar viejos privilegios, bajo el símil de una democracia moderna. Dicen estos autores, que el cambio se consolidó cuando tuvo lugar la conjugación de tres factores explosivos. El primero fue el nuevo orden internacional, posterior a la Primera Guerra Mundial, que forzó al país a enrumbar su dirección señorial para participar del comercio internacional. Por este motivo, entre 1923 y 1928 llegó una cantidad importante de recursos proveniente de inversionistas y de empréstitos de los Estados Unidos, que no entraron al circuito de la producción planificada, porque las elites se apropiaron de una buena parte. Lo mismo sucedió entre 1944 y 1946, gracias al alto precio del café en los mercados internacionales, con la diferencia de que, en esta ocasión, fue la burocracia del comercio cafetero la que se apropió de gran parte de esos ingresos. El segundo, fue la configuración de intelligentias que hicieron circular ideas procedentes de movimientos social-demócratas foráneos y de la revolución rusa. Este estuvo asociado con el éxito electoral del partido liberal en 1930, después de casi cincuenta años de hegemonía conservadora; con la iniciación de la política democrática de La Revolución en Marcha, entre 1934 y 1938, y con el surgimiento del liberalismo radical del caudillo Jorge Eliécer Gaitán. El tercer factor concierne a la conformación de organizaciones obreras, artesanales y estudiantiles durante los años veinte, de las que surgieron movimientos políticos como el Partido Socialista Revolucionario, más tarde Partido Comunista, y la Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria, entre otros. Los dos últimos factores, según los autores, generaron una fuerza de reacción que paulatinamente se fue consolidando alrededor de cofradías conservadoras, algunas de ellas francamente falangistas como las dirigidas por Laureano Gómez, y también liberales que se oponían a las ideas de democratización y, sobre todo, a las prácticas igualitarias que tales ideas promovían con el apoyo de los gobiernos liberales de Alfonso López Pumarejo quien

… le dio un nuevo sentido al arte de gobernar. Abandonando el viejo modelo de ‘ocupar la administración’, pasó a practicar una gradual revolución planificada contra la amarga oposición de la oligarquía. Pero cuando terminó su primer periodo había planteado conflictos que desgarraron violentamente al pueblo y a las clases. Después de López, el Estado como innovador y director, habría de estar en conflicto constante con la idea del Estado como puntal de la posición privilegiada de la oligarquía (Fluharty, 1957, 1987: 60).

Así las cosas, la violencia del país fue entendida como la consecuencia de los avatares inmersos en la construcción democrática de una Nación, cuando tiene que luchar contra diversos grupos que tradicionalmente han ejercido el poder y que gozan de la potestad de inventar estratagemas en contra de la solidificación de una unidad que les impida seguir con sus privilegios. Sin embargo, esta tesis, a pesar de su coherencia, no era suficientemente convincente para explicar las razones de la violencia que se decía era “tan particular” de Colombia1; en especial, por el protagonismo de los dos partidos políticos tradicionales en ella, su especificidad como confrontación rural y su brutalidad, características que impedían que el confrontamiento pudiera entenderse como el resultado de una lucha en ciernes entre clases sociales2. Y dentro de esta trama, el libro de Guzmán y sus colaboradores giró la dirección entre conocimiento y verdad, al imponerle condiciones de otra índole a la acción del intelectual que lo comprometían a participar en ella. De modo que, ya no bastaban análisis eruditos o políticos, ni estudios de archivos con información oculta con los que también intentaban aumentar los grados de objetividad3; para llegar a la verdad había que internarse en las profundidades de la confrontación, mostrarla tal cual ocurrió, seguir los avatares de los protagonistas de los bandos en disputa, entrevistar a los victimarios y a las víctimas. En otras palabras, para conocer la verdad había que ponerse en la tarea de enfrentar al objeto de estudio.

De los testimonios sobre sucesos ocurridos en distintas regiones del país, contados por sus protagonistas, tales como los acaecidos en los Llanos Orientales y en el Tolima, de los análisis políticos que desembocaban en el 9 de Abril, de los estudios estadísticos y económicos, se dio paso a la investigación sobre la Violencia, con mayúscula, y se incluyó en ella el cúmulo de trabajos anteriores que tuvieran conexión con la misma cuestión4. El territorio del nuevo objeto en conformación alojó antiguos saberes, como el de la historia que facultó determinar antecedentes y dar el orden de sus fases; el de la geografía, que delimitó regiones y levantó cartografías; el de la estadística, que permitió metódicamente estudiar poblaciones y tendencias; el de la economía, que definió los avatares de la producción, del intercambio y del comercio en las distintas regiones delimitadas. No obstante, la novedad consistió en darle preeminencia a la práctica del sociólogo y en suponer que era necesario realizar investigación de campo de carácter positivo y empírico5. Fue en este territorio donde tomó forma la sociedad rural.

El giro metodológico de la investigación y el objeto que se constituyó a través de él, propusieron construir una idea de Nación con ciertas características. En primer lugar, incluir en ella el complejo universo campesino y no solo el mundo de los gobernantes, la economía o el ciudadano. Igualmente, “crear de nuevo en los colombianos ‘un pensamiento, un interés y una voluntad de nación’…” mediante el rescate de prácticas morales de antaño, que el proceso de la violencia había suprimido. Asimismo, construir una conciencia histórica campesina, “porque mientras de ella carezca [el campesino] será horda con todas las regresiones de la horda” (Guzmán y colaboradores, tomo 2: 442). Esta tarea debía ser realizada por otros colectivos ya organizados, entre ellos la Iglesia, el ejército y el sector educativo quienes debían “comunicarla al pueblo”. Finalmente, transformar la fuerza destructora inherente a la horda en fuerza productiva, encomienda asignada a los gremios económicos, mediante la ofrenda de “una causa grande más poderosa que sus disculpas para el crimen…, un motor; un tractor, medios para realizar un programa planeado de producción…” (Ibíd.: 450-451).

El libro La Violencia en Colombia propuso, entonces, como solución a la Violencia, la cuestión que unos años antes, estudiosos como Fluharty y García habían señalado como la causa de la misma. De ahí la explicación que el estudio privilegió, la cual resumo en los siguientes términos: la violencia fue la consecuencia de la acción sectaria e irresponsable de muchos miembros regionales y nacionales de los dos partidos políticos tradicionales que, para defender sus propios intereses económicos y políticos, azuzaron los instintos más salvajes de un “pueblo ignorante” y “vengativo” muy fácil de incitar. A ello, se le sumó el hecho de que gente del pueblo había participado en “conatos revolucionarios” fomentados por el Partido Comunista. Insisto, es extraño el impacto que tuvo el libro de Guzmán y sus colaboradores, dado que proponía como salida a la Violencia ideas muy cercanas a las soluciones de los políticos de los dos partidos tradicionales y muy lejanas a las de los demás científicos: la conformación de un Estado “mestizo”, simultáneamente señorial y burgués, con altos ingredientes militares6. No obstante, quiero detenerme en uno de sus elementos que, a mi juicio, invitó a pensar las cosas de otra manera en lo concerniente a las acciones que debía seguir el intelectual, el campesino y el político.

La premisa de que la Violencia era efecto de una reacción impulsada por el sectarismo, que sacó a flote los instintos violentos del campesinado “vengativo”, se acompañó de otra que hablaba de los logros que ese campesinado había alcanzado a través de ella. Si tímidamente Guzmán y sus colegas señalaron que “en el inmenso conglomerado bajo y medio, rural y urbano, [estaba] naciendo y creciendo una conciencia nueva poderosamente orientada hacia lo social…”, estudios sucesivos se dispusieron a discriminar de modo detallado y empírico esa conciencia naciente (Ibíd.: 267). Por ejemplo, Camilo Torres concluyó que la violencia desencadenó “un proceso social imprevisto por las clases dirigentes…,” que le dio a los campesinos “solidaridad de grupo, sentimiento de superioridad y seguridad en la acción…”; también les abrió “posibilidades de ascenso social…” e hizo que prefirieran “los intereses del campesino a los intereses del partido” (1961: 112). Igualmente, Orlando Fals Borda mostró cómo, los campesinos [de los Andes] habían iniciado el movimiento de laicidad necesario para dejar atrás las ideas de sufrimiento y pasividad que caracterizaban, desde la colonia, su mundo mítico-religioso (1961: 167). Asimismo, José Gutiérrez demostró como la rebeldía fue lo que caracterizó a algunos grupos campesinos, especialmente los adscritos al Partido Comunista (1962: 93). Aunque tales estudios unían la suposición de que el campesinado se estaba forjando una conciencia histórica, con la idea de que el mundo campesino era ajeno al progreso, no mostraban un rechazo manifiesto a la violencia campesina en sí misma.

Encontramos, pues, que el territorio conformado para los análisis de la Violencia se caracterizó, en un principio, por tres cuestiones: en primer término, la ambivalencia en la consideración de la manifestación de la violencia que, al mismo tiempo, le atribuyó signos de reacción y de liberación; en segundo término, la demanda de estudiarla mediante trabajos de campo realizados en el hábitat donde la violencia se desenvolvía, lo que garantizaba que los investigadores enfrentaran, en su propio terreno, al objeto de estudio y en tercer lugar, el requisito de que tales trabajos ofrecieran soluciones concretas a los problemas diagnosticados, basadas en métodos empíricos y en la “comprensión a fondo” de la “realidad” estudiada. Fue así como el objeto La Violencia construyó, entonces, su hábitat: la sociedad campesina. Mientras la ciencia “artesanal” propuso su análisis y definió una intervención, la ciencia “profesional” poco a poco ofreció nuevas forma de abordarlo. Vamos ahora a recorrer el camino abierto por los científicos “profesionales”.

La configuración del Estado

La relación víctima-victimario que se impuso para explicar la violencia produjo dos bifurcaciones, que se desarrollaron simultáneamente. La primera, condujo al estudio de la lógica subyacente que pudiera explicar esta manifestación particular de las fuerzas en confrontación. La segunda, provocó la conversión en sujeto del objeto. Ambas dejaron atrás las concepciones subordinadas a la relación víctima-victimario. En este apartado me detendré en la primera bifurcación. La introducción de la perspectiva estructural desplazó del lugar de la causa de la violencia el asunto de las fuerzas en confrontación, que pasó a esgrimir un carácter de consecuencia. Tal desplazamiento ocasionó el derrocamiento de la sociología como conocimiento imperante para la explicación de la violencia y, en cambio, entronizó al de la historia, en alianza con la economía y la ciencia política. Asimismo, ocasionó la subordinación del oficio “artesanal” del sociólogo al trabajo “profesional” del científico. De manera que la emisión de la verdad fue colonizada por expertos que, a diferencia de los artesanos, no esgrimían intención de redención de las víctimas. Más bien, advertían la urgencia de conformar un camino viable que hiciera factible ordenar racionalmente las relaciones entre los diversos elementos políticos, sociales y económicos del país.

La consideración de que existía una lógica subyacente tras las fuerzas en confrontación, no era nueva. La novedad consistió en que ella se encaminó al análisis de la violencia. Algunos autores, por ejemplo Charles Bergquist (1981), refiriéndose a los antecedentes de los estudios razonables sobre historia económica colombiana, señalan que se iniciaron a partir de 1970. Lo mismo anotan quienes han hecho los balances que existen sobre el tema de la violencia (Cfr. Gonzalo Sánchez, 1995 y Carlos Miguel Ortiz, 1994). Sin embargo, quisiera hacer mención a dos trabajos precedentes.

El estudio de Germán Arciniégas, The State of Latin America, realizado a principios de los cincuenta, supuso a toda la región latinoamericana como un solo “Estado”, en ese momento ocupado por fuerzas militares. De acuerdo con sus palabras: “una vasta conspiración contra la democracia, la libertad, el respeto por los derechos humanos está teniendo lugar en Latinoamérica” (1952: xi). El objeto de su análisis consistió en denunciar los sucesos que estaban reduciendo la política de una gran parte de América “a la acción de dos actores: los Dictadores y el Pueblo” (Ibíd.: xv). La causa que atribuyó a ese estado de cosas no fue la lucha entre el orden feudal mestizo y el burgués, o la falta de un proyecto de Nación, aunque mantuvo algunos de estas suposiciones, sino razones externas que afectaban las particularidades propias de los gobiernos de cada país y las encauzaban. En especial, las ideas dictatoriales provenientes del franquismo español y la dirección neocolonial imperante en las relaciones comerciales entre los Estados Unidos y los países vecinos, después de la Segunda Guerra Mundial (Ibíd.: 385-393). Las premisas de Arciniégas fueron retomadas por Francisco Posada en el estudio Colombia, violencia y subdesarrollo (1968), cuya finalidad fue demostrar que nuestro modelo capitalista había dado lugar a la Violencia. Con cifras sobre el desenvolvimiento histórico de la economía agraria y el análisis de las reglas del intercambio promovidas por el comercio internacional, Posada examinó de modo minucioso la lógica interna que dio forma a los conflictos colombianos entre latifundistas y minifundistas, desde el siglo XVIII. Según su razonamiento, “la economía natural del pequeño productor agrícola” se entrelazó “a las grandes leyes del comercio capitalista, y sin haber avanzado un ápice en el desarrollo de la técnica o de los conocimientos, sin haber gozado de las renovaciones de la sociedad burguesa…” (Ibíd.: 38). Así, a la dirección social demócrata propia de la revolución se le enfrentó otra, de carácter reaccionario y semifeudal, referente al neocolonialismo, razón por la cual en Colombia se dio la Violencia (Posada, 1968: 168). A mediados del siglo XX, la dirección reaccionaria extirpó del todo a la democrática, presente en “las secuelas positivas de la Revolución en Marcha” y “el movimiento gaitanista de masas” y nos condenó al subdesarrollo (Ibíd.:26).

Estos dos trabajos consideraron un asunto que los anteriores no habían estudiado. Insertaron nuestros problemas locales dentro de las directrices mundiales, operación con la que pudieron organizar de modo estructural, las manifestaciones de las distintas fuerzas internas en confrontación, el tipo de esas oposiciones, y sus relaciones con fuerzas externas. Este movimiento de inserción de lo local en las fuerzas “imperiales y neocoloniales” del capitalismo, facultó traer a cuento la noción de Estado moderno para explicar la violencia en Colombia.

Fue bajo esta reformulación que la premisa del subdesarrollo comandó el giro, por el que optaron los científicos “profesionales” del Estado que se dedicaron al estudio de la Violencia, a lo largo de las décadas de los años setenta y ochenta. Su reformulación partió de la proposición de que el subdesarrollo obedecía, principalmente, a que Colombia carecía de una razón moderna y a que, los análisis producidos hasta el momento habían sido hechos por artesanos, lo que impedía que primara la racionalidad7. Los nuevos historiadores se encaminaron, entonces, a realizar estudios fríos sobre la Violencia. Se propusieron para lograrlo, dejar de lado la explicación que había primado sobre la brutalidad de los acontecimientos y, en consecuencia, aquella del salvajismo campesino; asimismo, abandonar la idea de la lucha entre órdenes cuasifeudales y democráticos y, por consiguiente, el supuesto de la preeminencia de factores como la singular pertenencia a los dos partidos políticos, que nos atribuían particularidades frente a otras naciones vecinas8. Juzgando que estas explicaciones, en último grado, conformaban miradas causales subjetivas, tales científicos cambiaron no solo los supuestos de partida, sino también la técnica para realizar los estudios y abandonaron el lente microscópico para reemplazarlo por uno telescópico, herramienta con la que, paradójicamente, accedieron a la lógica implícita de los motivos que, según ellos, habían provocado la Violencia en Colombia. La mirada telescópica planteó la premisa de la carencia de Estado que, simplificada, puede resumirse en estos términos: la Violencia fue un momento de caos social, en el que los intereses particulares de todo tipo (los de los ricos y pobres, campesinos y citadinos, gamonales y líderes regionales, capitalistas y obreros) salieron a la superficie sin contar con regulación alguna que los subordinara a un orden legitimado9. Tal premisa compartida en su base general por casi todos, tuvo empero distintos matices10.

Por ejemplo, algunos estudiosos atribuyeron ese caos al hecho de que el orden institucional que había prevalecido (una especie de tradición que era un simulacro de Estado) había desaparecido y no fue reemplazado por ninguno otro11; para otros, obedeció a que el orden democrático que había reemplazado temporalmente al tradicional había sido suprimido por la fuerza12; finalmente, para otros, se debió a que la desaparición del orden tradicional había sacado a flote costumbres arcaicas, que se manifestaron en obtener el mayor provecho posible de todas las esferas de la sociedad campesina sin importar adscripciones partidistas, pertenencia institucional, conflicto de clases o posiciones jerárquicas limitantes de su ganancia13.

Lo anterior imbricó la imagen del subdesarrollo en la de la carencia de Estado. La objetividad que se puso en práctica para lograr esa operación, junto con el lente telescópico que se instrumentó para observar desde la distancia las relaciones sociales microscópicas, dio en resultas, esta vez, el ingreso definitivo de la “razón ilustrada” al territorio del conocimiento. Independientemente de las inclinaciones políticas de las fuerzas en confrontación, fueran ellas “reaccionarias” o “democráticas”, y a diferencia de muchos países latinoamericanos, para este grupo de estudiosos, el problema de la Violencia radicó en la imposibilidad del país de consolidar una estructura que le diera alojamiento a la razón de Estado, en el momento cuando las instituciones tradicionales fueron finalmente desplazadas de su lugar de privilegio en la jerarquía social.

Si bien el preparamiento de los profesionales los alejó del lugar de redentores, sus estudios se encaminaron a describir minuciosamente los problemas sociales como manera de apoyar su supuesto: por ejemplo, las zonas de retraso de la modernización socioeconómica, las características y cambios del desenvolvimiento de la caficultura y la tradición preponderante en las lógicas de acción de la política, entre otros muchos. Estos estudios resaltaban, con matices, la carencia de una estructura racional-burocrática que ordene jurídicamente el gobierno de los diversos intereses particulares y se anteponga a las creencias, a las adscripciones políticas y a las instituciones tradicionales14. Es decir, de un Estado que se apropia de la guerra como manifestación de la política y en el que se faculte poner en marcha una idea de justicia asociada a la universalidad de la razón15.

De manera que, estos nuevos científicos profesionales, librados de la obligación de la redención, hubieron de cambiarla por la tarea de sugerir prontuarios. De redentores pasaron a juristas y quisieron sentar una juridicidad, entendida “como la tendencia o criterio favorable al predominio de las soluciones de estricto derecho en los asuntos políticos y sociales” (Diccionario de la Real Academia, II, 1984: 805).

La constitución del Pueblo

Además de la bifurcación que desembocó en el Estado, el libro de Guzmán y sus colaboradores planteó otra, más cercana a la sociología, que retomaba de diversas maneras la concepción de que la violencia no solo había producido efectos nocivos generales en el país, sino que de ella había surgido como particularidad una sociedad campesina, más organizada y combativa y con síntomas de formación naciente de una conciencia histórica. La positividad de esa segunda bifurcación, le dio un giro a la imagen de pasividad, ingenuidad y salvajismo que había predominado sobre la sociedad campesina. También liderada por la ciencia “profesional”, su acción fue demarcada por la dialéctica marxista. De forma que la “verdad” del marxismo entró en el territorio de la construcción del objeto de estudio, y sus apóstoles poco a poco fueron tomando posiciones en él.

Efectivamente, el estudio de Eric Hobsbawm, Primitive Rebels, publicado en 1959 y conocido en los años sesenta en el país, fue el más influyente en esta vertiente historiográfica. Según las premisas del autor, durante los siglos XIX y XX, los campesinos en diversas regiones de Europa reaccionaron a las exigencias del capitalismo mediante resistencias, fueran ellas pacíficas o violentas. Tales resistencias obedecieron, dice el historiador, a condiciones arcaicas de organización de tipo “prepolítico”. De manera que, la explicación de la Violencia colombiana se equiparó a ese proceso europeo “arcaico” de resistencia campesina frente a la penetración del capitalismo16. No obstante, el punto referencia de Hobsbawm no fue aceptado sin discusión por todos; acogiendo la idea de lucha, otros historiadores retrocedieron el tiempo de sus pesquisas para buscar un origen anterior a los años cincuenta, motivado por eventos socioeconómicos particulares y probado por huellas empíricas. Al encontrarlo, fijaron el proceso, no como una situación meramente “prepolítica”, sino como un continuo social de larga duración que, dicen ellos, en algunas de sus fases y lugares, fue activo, dinámico y auto-organizado17.

De acuerdo con este grupo de historiadores, la Violencia fue el resultado del problema recurrente de las luchas por la tierra que se desencadenaron desde el siglo XVI en el país18. Hasta el siglo XIX, las luchas se manifestaron de modo defensivo. A comienzos del siglo XX, se tornaron ofensivas19. En los años treinta, alcanzaron el carácter de movimientos políticos que paulatinamente fueron desarticulados por la acción de los terratenientes, que tomaron revancha de los logros obtenidos por los campesinos en las décadas anteriores20. Los grupos revolucionarios que sobrevivieron, aunque no contaron con un gran apoyo social necesario para su fortalecimiento inmediato, permanecieron dentro de pequeños resguardos a la espera de otras oportunidades, hasta cuando el ejército los desarticuló21. Este conjunto de estudiosos, entonces, refirió el problema de la Violencia a la consolidación de un Estado capitalista agrícola, resultado de una alianza entre terratenientes y burócratas, que avasalló el conflicto de varios siglos entre colonos, arrendatarios y propietarios. De todos modos, regido por la imagen de la inocencia, el conjunto de estudiosos le atribuyó una historia a la “sociedad campesina” en la que, por cortos momentos de su pasado, ocupó el lugar del sujeto histórico, actuante, y presto a la emancipación22. A su presente, por el contrario, le atribuyó un destino de desolación.

Fue, así, como las ciencias humanas comandadas por los imperativos de la “razón ilustrada”, en la segunda mitad del siglo XX, constituyeron una utopía semejante a la que impulsó la revolución de “Independencia” en el siglo XIX. Sin embargo, a diferencia de los gestores de esa utopía, los científicos no propusieron ponerla en marcha mediante la guerra, sino echarla a andar por medio de la paz. De forma que la guerra, que era el propósito de la utopía y la condición para la construcción de la soberanía, se convirtió, dos siglos después, en aquello que era menester capturar y doblegar para conformar un Estado modernizado. Vemos cómo ambas explicaciones, la de los historiadores profesionales del Estado y la de los historiadores profesionales del marxismo, aunque a primera vista parecen contrapuestas, en realidad se complementan entre sí. La primera, se refiere al Estado en su potencialidad, es decir, “el Estado que queremos”; la otra, da cuenta del Estado en su realidad, es decir, “el Estado que tenemos”. Las dos constituyeron el territorio científico que dictaminó cuál debería ser la acción del Estado-nación en Colombia hacia el futuro. Los estudios de los primeros invocaron la imagen utópica, abstracta y negativa, del Estado del progreso emanado de la juridicidad universal; a su turno, los de los segundos dotaron esa imagen de la certeza histórica de un pueblo derrotado.

La barbarie

Los esfuerzos de la cofradía de la “razón ilustrada” por capturar analíticamente la guerra y sustituirla por la paz, fracasaron: la guerra creció. A sus estudios, hasta entonces basados en la moral de la soberanía imperialista que, en virtud de una pretendida justicia universal, diviniza la paz, su propia paz, como marco de referencia científico de la guerra, se les interpuso el cuestionamiento sobre el derecho de la legitimidad de esa dominación soberana. Al finalizar los años ochenta, tal interposición fue claramente enunciada. Las explicaciones sobre la Violencia tomaron un giro drástico, por cuanto en el país se había fortalecido la guerra campesina y había surgido otra guerra citadina. En tales circunstancias, la premisa de la “inocencia” campesina dejó de operar. El acontecimiento que había dado lugar a la conformación del objeto La Violencia de los años cincuenta se convirtió en un mero episodio. Era menester recomenzar, variar el objeto, imponerle otra periodicidad, reconstituir límites territoriales. Fue, así, como apareció una nueva concepción de la Violencia.

La introducción de este cuestionamiento al Estado fue resultado de un suceso singular, tal como lo había sido treinta años atrás la inserción de la soberanía imperialista. En esta ocasión, la Comisión que conformó el Gobierno estuvo compuesta también por intelectuales, pero especialistas de distintas disciplinas de las universidades más prestigiosas del país. A finales de los años ochenta, a este grupo se le asignó la tarea de “elaborar un diagnóstico, acompañado de las recomendaciones pertinentes” sobre la violencia en Colombia (Gonzalo Sánchez, 1987: 9). Los resultados de las indagaciones de la Comisión introdujeron un malestar en la zona que, por dos décadas, había sido ocupada por los científicos profesionales y que tan prolijamente habían bosquejado las explicaciones artesanales acerca de la Violencia. Nos referimos al malestar que en su inicio este ensayo reseñó: aquel que la cofradía de la “razón ilustrada” hizo manifiesto cuando se resistió al ingreso del pensamiento no humanístico al campo de las ciencias sociales colombianas dado que, decía, “los relatos hermenéuticos” derrumbarían la verdad científica.

Sin embargo, el ingreso de ese pensamiento tomó un rumbo un poco distinto al que tomaría al ocuparse de otros objetos de las ciencias sociales23. En efecto, si bien propició interpretaciones diversas que ponían en duda la anterior verdad histórica, quiso imponer una sola verdad: aquella de la comprensión de la violencia como un asunto de barbarie, cuya manifestación era transversal a todos los colombianos24. Justamente, en tanto las indagaciones de la Comisión no pudieron evadir el problema de la guerra generalizada particular del país, al mismo tiempo que dejaban a un lado la recomendación de construir un Estado-nación soberano del ejercicio de la violencia, hacían un llamado a conformar un Estado en el que se respetara “el derecho a la vida” (Ibíd.: 17). Así, por una parte, la Comisión recomendó incluir otras perspectivas de comprensión de la realidad, según ella, única manera de entender la violencia, ahora escrita con minúscula. Discriminó sus dimensiones: violencia política, violencia ilegal, violencia cotidiana. Por otra, propugnó la idea de que la violencia era una cualidad de nuestra idiosincrasia. Con ello, paulatinamente, los estudios dejaron de conjurar al buen salvaje y se encauzaron a otorgar una historia a la barbarie, basándose para ello en cánones “humanitarios”.

Tal razonamiento ya no supone la falta de Estado o el derrocamiento de un pueblo como explicaciones de la violencia. Tampoco supone que nuestra guerra es fruto del salvajismo campesino. La Comisión, obligada a considerar la violencia como un asunto de larga duración que no es particular de lo rural ni de una guerra fraticida entre dos bandos, y forzada por las nuevas exigencias imperiales, diagnosticó, mediante componentes de la moral imperial, una nueva división entre bárbaros o civilizados. A partir de este diagnóstico, las explicaciones de la violencia evocaron una imagen singular: la del bárbaro que se despliega en toda la sociedad y emerge en cualquier lugar y en cualquier momento, entre ricos y pobres, burócratas y empresarios, citadinos y campesinos. Según esta imagen, el bárbaro no es susceptible de civilización, sino de humanización o de exterminio.


Citas

1 La mayoría de los estudios sobre la Violencia consultados hasta 1985 sostiene esta premisa de la peculiaridad de la violencia colombiana. Eric J. Hobsbawm la define en estos términos: “Pero lo más importante sobre la Violencia es la luz que arroja sobre el problema de la inquietud y rebelión rurales. Si descartamos el periodo de guerra civil formal…, la Violencia es un fenómeno totalmente rural, aunque en uno o dos casos… sus orígenes fuesen urbanos…, Representa lo que constituye probablemente la mayor movilización armada de campesinos… en la historia reciente del hemisferio occidental” (primera edición en español en 1968, tomado de la publicación colombiana de 1985: 14 y 15).

2 También la mayoría de los trabajos hasta mediados de los ochenta, sostiene que la peculiaridad de la Violencia no puede atribuirse a procesos como el de la lucha de clases. La excepción a esta regla del conjunto de trabajos examinados, es la línea de investigación de los estudios comparados sobre movimientos campesinos en Latinoamérica, desde la perspectiva que propone el peruano Aníbal Quijano (1967). En sus palabras: “Es solamente en los últimos veinte años que se asiste al desarrollo de movimientos campesinos generalizados, duraderos, con tendencias a una coordinación que sobrepasa las lealtades localistas… En este sentido, los actuales movimientos campesinos son un fenómeno nuevo en la historia social latinoamericana, y es desde esta perspectiva, por lo tanto, como deben ser enfocados” (1967: 255). Según Gonzalo Sánchez, “tal vez para despejar los malentendidos de la opción sin salida, Violencia y lucha de clases y Violencia y lucha partidista, lo mejor sea reformular la pregunta… y pasar de la pregunta por el carácter clasista o no de la Violencia, a la pregunta por los efectos de clase de la Violencia” (Sánchez, 1995: 35).

3 Además de estos dos libros, hay otros importantes que precedieron el de Guzmán o que fueron casi contemporáneos pero que no tuvieron mayor impacto, si bien son muy citados por la literatura académica. Por ejemplo, sobre el asesinato de Gaitán, los libros de Joaquín Estrada Monsalve, (1948), Alberto Niño H. (1949); José María Nieto Rojas (1956) y Heliodoro Linares Useche, (1959). Los libros acerca de las visiones conservadora y liberal de la Violencia, como los de Mario Fernández de Soto (1951), Carlos Lleras Restrepo (1955) y Rafael Azula Barrera (1956). Los libros sobre las actuaciones del Partido Comunista, como los de Ignacio Torres Giraldo (1954 y 1955) y los del Comité Central (1960). Asimismo, los testimonios sobre las guerrillas de Boyacá de Jorge Vásquez Santos (1954) y de los Llanos Orientales de Eduardo Franco Isaza (1955), al igual que el análisis de la táctica militar anti-guerrillera del coronel Gustavo Sierra Ochoa (1954). También las interpretaciones de carácter psicológico, como la del psiquiatra José Francisco Socarrás sobre el presidente Laureano Gómez Castro (1942) o las histórico-sociológicas basadas en los orígenes del caudillismo, como las de Otto Morales Benítez (1957) y Fernando Guillén Martínez (1963).

4 Entre los estudios estadísticos que fueron utilizados por Guzmán y colaboradores está el trabajo de Hernando Amaya Sierra y otros (1958) y el de Gustavo Pérez Ramírez (1962).

5 En palabras de Guzmán: “De todos modos, a través del inmenso acervo de datos que fueron confrontados para la presente obra –primer ensayo sistemático e interpretación–, puede evidenciarse que no se entendería la violencia sin adentrarse en los detalles de algunos antecedentes históricos inmediatos (los mediatos se pierden en la historia de los partidos políticos y otras instituciones colombianas), cuyas fechas claves son: 1930 y la etapa conflictiva que inició; el 7 de agosto de 1946 con el cambio de gobierno; y el 9 de abril de 1948 con la muerte de Jorge Eliécer Gaitán” (1980, tomo 1: 23).

6 La publicación del primer tomo del libro La Violencia en Colombia, en 1962, suscitó todo tipo de reacciones. Desde las de los dirigentes políticos, especialmente sectores del Partido Conservador y de la Iglesia, quienes se dispusieron no solamente a negar lo que allí estaba consignado, sino a hacer sus propios estudios sobre la Violencia que fueron publicados en diarios conservadores como El Siglo, hasta persecuciones y amenazas. La primera edición se agotó casi inmediatamente (Cfr. Fals Borda, prólogo a la edición de 1980).

7 Este juicio es reiterado por los científicos profesionales. Por ejemplo, Paul Oquist dice: “En síntesis, las relaciones entre los factores políticos y los factores socio-económicos y de la lucha de clases, por un lado, y las pugnas internas de clase por el otro, así como la explicación de las causas de estas últimas, son preguntas complejas a las que no se les ha dado una respuesta satisfactoria en la literatura sobre la Violencia en Colombia. La carencia de una teoría integral es una laguna en el conocimiento existente sobre este intenta reducir” (1978: 35). A su turno, James Henderson una vez que rebate las tesis de los pocos estudios que considera de algún valor, dice respecto a los estudios que surgieron en los años setenta: “el resultado final es decepcionante. Entre quienes estudian ese cuerpo hay un sentimiento persistente de que algo falta” (1985: 24). Igualmente, Daniel Pecaut señala: “Los sociólogos (en América Latina) tienden a menudo a repetir por su cuenta el lenguaje político del propio Estado, incluso cuando se sublevan contra él… Tal ‘realismo’ lleva directamente a la ideología y como se sabe, los gobernantes y los intelectuales han estado muchas veces persuadidos de que la ideología es el resorte de la acción política” (1987, tomo 1: 13).

8 Por ejemplo, Carlos Miguel Ortiz presenta su trabajo como una reflexión “sobre el tipo de Estado y de relaciones sociales que lo sustentan, a través de la modalidad histórica que asumió en la Violencia” (1985: 21). Cabe anotar que su trabajo se basa en el de Jaime Arocha que supone la Violencia en el Quindío como efecto de “heterogeneidades sociales y económicas que implican diferentes intereses” (1979: 21).

9 En palabras de Oquist: “Es que un derrumbe parcial del Estado ocurrió como un resultado de las intensas luchas partidistas. La clase dirigente estaba dividida hasta tal punto, que la autoridad efectiva del Estado fue reducida. Esto tuvo lugar a nivel nacional, regional y local… La duración se puede atribuir en parte, a la dificultad para reimponer la autoridad estatal en algunas regiones” (Op. cit.: 45).

10 Es importante hacer notar que las diferencias entre estos autores son notables para algunos analistas. Por ejemplo, Catherine Le Grand afirma que ambos autores se contraponen, porque mientras unos dicen que el Estado desapareció (por ejemplo, Oquist), otros afirman que nunca ha existido (por ejemplo, Pecaut (1994: 8). A mi juicio, aunque cada uno de ellos se refiere de manera distinta a las relaciones entre Estado y sociedad, comparten la idea de que la causa de la Violencia fue la carencia de Estado o la peculiaridad del mismo, es decir, un Estado que no funciona como el modelo lo indica.

11 En relación con esta dirección, Oquist supone que el orden se mantuvo hasta los años veinte, cuando surgió el “componente social” por la introducción de reformas económicas y políticas. Tal situación condujo al fortalecimiento del Estado y, a la vez, a un debilitamiento de la estructura social, donde entraron a participar muchos otros grupos sociales, a la vez que el Estado entró a reglamentar casi la totalidad de las normas económicas. En esta situación, la rivalidad entre los partidos afectó al Estado y, a su vez, los grupos sociales ya no contaban con una estructura que los mantuviera cohesionados: derrumbe parcial del Estado que tuvo lugar más en el campo que en la ciudad (1978: 45-50).

12 Esta tesis es trabajada arduamente por Pecaut. Señala: “¿Es coincidencia fortuita que la violencia adquiera tal notoriedad en un país andino donde la democracia civil restringida ha subsistido por encima de innumerables crisis? El propósito de esta obra es demostrar que no es así. La violencia es consustancial al ejercicio de una democracia que, lejos de referirse a la homogeneidad de los ciudadanos, reposa en la preservación de sus diferencias ‘naturales’, en las adhesiones colectivas y en las redes privadas de dominio social y que, lejos de aspirar a institucionalizar las relaciones de fuerza que irrigan la sociedad, hace de ellas el resorte de la comunidad” (1987, tomo 1: 17).

13 Ortiz no supone la falta de un Estado sino, por el contrario, que todas las interacciones sociales son manifestación de alguno en particular. Su estudio, de forma prolífera, describe todo tipo de interacciones sociales que tomaron provecho de la Violencia. En este sentido, sigue la tesis de Pecaut, también su idea de “falta de democratización” (Cfr. Ortiz, 1985 y 1995). Por otro lado, se está la tesis de Henderson que aparenta ser similar a la de Ortiz pero, a diferencia de la misma, de antemano atribuye como causa de la Violencia, relaciones “subdesarrolladas” tipo patrón-cliente, o caudillismo. Esta idea está muy influenciada por la vertiente norteamericana de estudiosos de la modernización, por ejemplo: Eric R. Wolf, (1955), Robert C. Williamson (1965), Marshall Wolfe (1966), Richard Weinert (1966), Eric R. Wolf y Edward C. Hansen (1967) y Steffen W Schmidt, (1974).

14 A mi juicio, el estudio de Pecaut es el más clarificador en este sentido, en especial en lo que concierne a su análisis sobre la desregulación estatal entre 1938 y 1945 (1987: tomo 2: 287-351). Igualmente, los análisis de Ortiz que insisten en que “… en el Quindío la sociedad nohabía tendido a articularse de modo clasista… salvedad hecha de los conflictos agrarios circunscritos a zonas definidas y a décadas precisas” (Ortiz, 1995: 277).

15 La tesis que subyace tras estos análisis es la idea de que el único Estado viable es aquel que se adueña de la violencia. En ello se traduce la insistencia de Pecaut en explicar la Violencia como falta de Estado: “Esta pregunta será respondida en tres partes: 1. Se analizarán las razones por las cuales el Estado jamás se reconoce como agente legítimo de unificación de la sociedad. 2. Las razones de interrupción del intervensionismo social y 3. Las razones de la preeminencia de la sociedad civil en un país de estructuras sociales heterogéneas…” (Pecaut, 1987, tomo 1: 17).

16 Arguye Hobsbawn: “Por otra parte, el mero hecho de que las bandas armadas de campesinos provienen no de una justa rebelión social, sino de una combinación de tradicional guerra civil de partidos y del terrorismo policial o armado, ha llevado a que sean menos precisos los elementos de lucha de clases” (1985: 19).

17 La línea de trabajo que tuvo sus inicios con el libro citado de Hobsbawn, fue continuada por investigadores como: Camilo Torres (1963), Orlando Fals Borda (1961, 1967, 1985), Pierre Gilhodes (1985, 1988, 1995), Darío Fajardo (1985, 1986), Charles Bergquist (1981, 1995), Hermes Tovar (1975), Estanislao Zuleta y la ANUC (1975), Gloria Gaitán (1976), Jesús Antonio Bejarano (1983, 1984, 1985), Gonzalo Sánchez (1976, 1977, 1985, 1990) y Donny Meertens (1983) y Catherine Le Grand (1977, 1984a, 1984b, 1994), entre otros. Es importante mencionar una desviación que sí atribuye la Violencia, por lo menos la del sur del Tolima, a un problema de lucha de clases. Esta desviación, cuya fuente más nutricia descansa en el estudio de Ignacio Torres Giraldo, publicado en cinco tomos en la década de los años cincuenta, así como en revistas, tales como, Documentos Políticos, fue continuada en los sesenta por la historia del Partido Comunista; en los setenta por revistas como Alternativa y Estudios Marxistas y en los ochenta por el libro sobre la historia del Partidos Comunista de Medófilo Medina. Por otro lado, también la siguen quienes hacen la historia de los movimientos guerrilleros que, hasta los primeros años de los ochenta, se manifestó por diarios, crónicas y testimonios de los mismos guerrilleros y por las entrevistas de Carlos Arango (1984). Ver, por ejemplo, el diario del Comandante Ciro (1974) y el diario de Jacobo Arenas (2000). Por último, hay otra tendencia que si bien no considera la Violencia como lucha de clases, si la considera como una revuelta propiamente campesina. Ver, por ejemplo, Russell W. Ramsey (1969 y 1981) y Richard L. Maullin (1972).

18 Dice Charles Bergquist: “Contrariamente a lo que afirman muchos expertos en la materia, la debilidad del movimiento obrero colombiano no se deriva de la escasa inmigración europea, ni de la falta de liderazgo de la izquierda. La historia del movimiento laboral en Colombia – su tardía gestación, su explosiva y efímera fuerza a finales de los años 20 y principios de los 30… y su represión y cooptación durante los años de la Violencia– obedece a una dinámica arraigada en las profundidades de la estructura de la economía cafetera colombiana” (1995: 152). Esta tesis es similar a las de Posada (Op. cit.), Gilhodes (1988) y LeGrand (1995). Hay otra línea de interpretación, por ejemplo, Miguel Urrutia sostiene: “La falta de violencia que ha caracterizado el movimiento obrero colombiano tiene probablemente sus raíces en la historia inicial del movimiento durante los treinta, cuando la organización fue relativamente fácil y el movimiento no experimentó épocas de violenta represión” (1969: 161). Pecaut sigue esta misma lógica, pero encuentra en ella las contradicciones propias de la Violencia. La atribuye a: “la dependencia del movimiento sindical frente a los grupos políticos y la confusión a nivel de los líderes” (1973: 161). Finalmente, hay otra línea de trabajo que es la seguida por aquellos como Marco Palacios (2002), que la articulan a la caficultura y a la economía de exportación, junto con sus consecuencias como el derrumbe del sistema de haciendas.

19 Según Gilhodes: “Un gran conflicto explotó cuando, a la vuelta del siglo, el partido liberal tomó las armas contra el gobierno conservador (…) En la costa del Caribe esta guerra de los Mil Días… adquirió una notable significación social, bajo la dirección del líder liberal Rafael Uribe Uribe, cuando la población negra desarrolló una guerra de guerrillas contra los propietarios conservadores (…) En la zona del Tolima tácticas similares involucraron en el conflicto a grandes masas de población y transformaron la disputa… en un movimiento de masas, cuya prolongación podía eventualmente amenazar la misma estructura social” (1988: 19 y 20).

20 Según Fajardo: “Este aspecto del proceso –el desarraigo violento del campesinado– ha tendido a dominar el panorama de la violencia, en consecuencia, algunos autores como Gilhodes, caracterizan al periodo en términos de ‘revancha terrateniente’… en tanto que la ANUC considera a la Violencia como la forma sui-géneris que adoptó en Colombia el proceso de descomposición del campesinado” (1985: 267).

21 Gilhodes señala: “Es necesario tener en cuenta las características de esta segunda ola de lucha guerrillera que incorporó a decenas de miles de campesinos en un territorio mucha más pequeño que el del primer movimiento guerrillero. Esta vez el enfrentamiento era directamente con el ejército… En ninguna parte la organización campesina tuvo forma diferente a la de una organización para la lucha guerrillera. En las zonas bajo control de los insurgentes prácticamente no hubo ninguna reforma social, ningún énfasis en cooperación… era una solidaridad de la miseria… Una explicación posible… es que las regiones controladas no eran más que un refugio…” (1988: 54).

22 La mayoría de autores comparten la idea de que las luchas campesinas de los años veinte y treinta fueron producto de una alta organización campesina, mientras que las de los cincuenta resultaron de la descomposición del campesinado. Contradiciendo en algo esta asunción, Fajardo propone la siguiente hipótesis: “Es posible identificar dos tipos de procesos convergentes pero especialmente diferenciados: de una parte, la ‘politización’ de conflictos tradicionales de sociedades campesinas, y de otra la ‘revancha’, la cual asumió igualmente expresiones políticas… Finalmente, otro tipo de conflictos…, fue el que se suscitó en los Llanos Orientales; allí los grandes hacendados liberales comprometieron a sus peonadas en un movimiento antigobernista que inicialmente se asemejó… a cualquiera de las guerras civiles del siglo XIX, pero luego asumió las formas embrionarias de una guerra de clases” (Ibíd.: 268 y 269). Igualmente, LeGrand invita a tener en consideración aspectos dejados de lado como las relaciones de poder para entender la Violencia, arguye: “El tercer enfoque admite que las condiciones objetivas y… la modernización contribuyen al descontento en el campo, pero… subraya la importancia de una aproximación… que tenga en cuenta los factores político-estructurales… sostiene que el campesinado actúa dentro de un contexto dado derelaciones de poder, el cual necesariamente conforma su potencial de movilización política… Atribuye los orígenes del malestar campesino… a la interacción entre el campesinado y los que controlan su vida” (1985: 368).

23 Esta tendencia que denomino del “humanitarismo” tiene de novedad que, por un lado, acoge algunos de los presupuestos de lo que Bejarano llamó de manera peyorativa “pensamiento posmoderno”; por ejemplo, Ortiz (1994) hace una síntesis del informe de esta Comisión, que se publicó bajo el nombre Colombia, violencia y democracia (1987). Según su criterio, llevó a cabo cambios profundos en la tradición, por ejemplo, manifestar la existencia de “una pluralidad de violencias”, criticar los enfoques analítico-explicativos y señalar la existencia de una “cultura de la violencia” en Colombia. No obstante, añade el autor, ella siguió presa de la óptica del análisis del Estado. Agregaría, yo, que el sistema valorativo en el que la Comisión se fundamentó fue aquel de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU (1948).

24 La línea que podría llamarse, siguiendo a Bejarano, “hermenéutica” tiene sus inicios en Colombia en los años noventa. En el campo de los estudios sobre la Violencia hay que aclarar que el cambio que se desarrolló tiene más que ver con una concepción que busca romper con antiguos mitos. Es importante señalar uno de los trabajos más influyentes, que es anterior a esta fecha. Me refiero al de Gonzalo Sánchez y Donny Meertens (1983), que se desvía de la perspectiva de los estudios tradicionales del bandolerismo (Hobsbawn). En sus palabras: “Era, pues, necesario restablecer en su unidad contradictoria la relación represión- resistencia; la dinámica de ‘los bandidos del poder’ y la de los ‘bandidos del pueblo’, es decir, abandonar la visión meramente pasiva de ese pasado –que en toda su ambivalencia también se inscribe en el de las luchas populares– y plantearle nuevos interrogantes que la ideología dominante tal vez no quisiera ver planteados. En este sentido, el texto es un desafío a lo aprendido, a lo enseñado, a lo cuidadosamente ocultado” (Sánchez y Meertens, 1983: 14). A principios de los noventa aparece el trabajo de Javier Guerrero (1991) que hace una historia “objetiva” del papel del Partido Conservador, que la literatura por un largo tiempo consideró como “el malo” de la Violencia, a través de la policía conservadora conocida, desde 1930, como “chulavita”.


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