Enrique Grau: la figuración y sus laberintos
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Enrique Grau: la figuración y sus laberintos*
Enrique Grau: figuração e seus labirintos
Enrique Grau: figuration and its labyrinths
María Cristina Laverde Toscano**
* La documentación de este escrito contó con el apoyo invaluable de Hernando Laguado a quien Nómadas agradece sus contribuciones.
** Socióloga. Directora del Departamento de Investigaciones de la Universidad Central y de su Revista Nómadas.
Acercarnos a una obra de arte consolidada, intentar comprender sus dimensiones distintas y la complejidad de su proceso, con frecuencia suscita diversos interrogantes como aquel relacionado con la naturaleza de la creación: ¿Dónde se anida el espíritu creador? ¿Cómo se forja un artista? ¿Este personaje singular, nace o, por el contrario, se hace en un proceso de formación? La respuesta no admite disyuntivas cuando Enrique Grau es el artista involucrado. Un ser que, por entrañables ancestros, por el aire Caribe que lo nutrió desde niño, por sus peculiares dones y sensibilidades, pareciera destinado a la creación; no obstante, en cada día de su existencia, aún en sus primeros años, encuentra un motivo para indagar, para conocer, para aprender y dar vida así a tantas imágenes que transitan por su mente fecunda.
El linaje artístico de una familia Caribe
Los ancestros artísticos de Enrique Grau aluden en primer lugar a su abuela materna, Concepción Jiménez de Araújo, doña Concha, como se le llamara familiarmente. Una mujer que en las últimas décadas del siglo XIX, en plena hegemonía conservadora, dirigía teatro, hacía fotografía, pintaba, esculpía y escribía cuentos; por si fuera poco, promovía diferentes obras comunitarias para la ciudad tales como el monumento a la mujer cartagenera –diseñado por ella pero ejecutado en Italia– ubicado en el Paseo de los Mártires y como la Escuela de Bellas Artes de Cartagena, cuyo fundador fue Epifanio Garay, el famoso pintor a quien doña Concha respaldara incondicionalmente. De sus hijos, las mujeres tocaban distintos instrumentos musicales, hacían parte de conjuntos de cuerdas y dos de ellas, además pintaban; los varones en algún momento formaron un circo donde eran payasos, prestidigitadores, malabaristas y acróbatas que presentaban funciones a familiares y amigos.
El abuelo, a su vez, fue un hombre público importante en Cartagena y en el país en tanto dueño y editor de El Porvenir, un diario que apoyó las candidaturas presidenciales de Rafael Núñez; un periódico en el que muchos de sus editoriales eran preparados por el controvertido Núñez y discutidos en la casa de la familia Araújo. El Porvenir fue centro cultural de la ciudad y por su intermedio se impulsaron trabajos fundamentales para la Heroica: la Torre del Reloj, el Teatro Heredia y el Parque del Centenario, entre otros; detrás de estos logros se encontraba igualmente doña Concepción quien, sin infringir las tradiciones y mandatos de la época, ejercía su autonomía en los distintos órdenes al punto de ser la primera mujer de la región dueña de automóvil particular.
Enrique Grau Vélez, el padre del Maestro, en la misma forma era imaginativo, inteligente y, como buen costeño, alegre y festivo. “Era un señor de mucha sociedad –señala el Maestro–; en diversos períodos fue presidente del Club Cartagena y en repetidas oportunidades alcalde de la ciudad. Gozaba organizando eventos, fiestas y carnavales. En mi casa siempre hubo un cuarto de disfraces y yo –en el fondo del patio– también fui haciendo mi propio cuartico. En fiestas como la del 11 de Noviembre, la casa era una verdadera batahola: todos llegaban a disfrazarse contando con el liderazgo y el entusiasmo de mi padre”1. Por esto, desde niños, Enrique Grau y sus hermanas –por aquellos años no había nacido Rafael, su único hermano–, hacían también teatro: montaban obras generalmente escritas por las Hermanas de la Presentación y organizaban las funciones con los mejores atuendos, “en la Costa el disfrazarse está a la vuelta de la esquina”. Quizá por esto y ya adulto, el Maestro ha recorrido algunos de los caminos de su progenitor: organizar las fiestas del Carnaval, apoyar algunos reinados en sus escenografías y vestuario, diseñar los disfraces de muchas ocasiones. Su familia –no el Maestro– se reconoce como conservadora laureanista pero “conservadora costeña, no rezandera –nos explica–. Mi papá y mi mamá nunca fueron a misa; en mi casa jamás hubo Navidad ni pesebre.
Sin embargo, María Teresa, la hermana que me sigue, pasó un año en casa de Laureano Gómez donde la acogieron como a una hija”. En este ambiente nace Enrique Grau en 1920, rodeado del afecto de sus padres y de sus cinco hermanas así como del cuidado especial de la abuela Concepción a quien veía elaborar sus pinturas. Al amparo de estas experiencias, en la adolescencia realiza sus primeros dibujos, acuarelas y óleos; también algunas pequeñas esculturas en barro que intentaba cocinar al sol. A la biblioteca de su familia llegan libros, revistas y periódicos de distintos países y en ellos encuentra, de una parte, reproducciones de obras de arte que copia con fervor: Rembrandt, Rubens, El Greco, Velázquez, Watteau; de otra, fotografías del cine y de eventos sociales desde donde fiestas y vestidos fastuosos son llevados por nuestro pequeño artista a los trabajos que también realiza a partir de modelos vivas: empleadas de su casa que así empiezan a definir la tipología mulata y mestiza que privilegiará en la figura humana a lo largo de sus distintas etapas. Desde entonces, dos rasgos transversalmente hacen presencia en su trabajo: la figura como centro de su obra y la preocupación por el detalle.
Este breve recorrido explica en parte el apego del Maestro hacia los recuerdos de infancia, hacia su ciudad y hacia su cultura Caribe; da razón del sentimiento especial hacia esa abuela que influenció y apoyó su proceso; por ello, años después quiso rendirle homenaje: inspirado en un retrato de esta matrona cartagenera en el que altiva aparece sentada en un sillón, elabora un cuadro – La Mujer sin cabeza (1965)– en el que justamente corta la cabeza de la abuela, colocándola sobre una pequeña mesa, próxima a la rodilla de esta figura que, como en la fotografía, continúa en la misma postura, con igual indumentaria y en un sillón similar. La pintura causó revuelo familiar cuando algún miembro de la casa supo por la Academia de Historia que la imagen de una mujer sin cabeza podría significar adulterio. Por supuesto, el rechazo de todos fue rotundo: doña Concha fue autónoma, líder, emprendedora y visionaria pero jamás adúltera.
Hasta los dieciseis años Enrique Grau asiste al colegio cuando, por motivos de salud, debe retirarse; entonces fogoso se dedica a pintar, oficio que su familia respalda sin objeción. De este modo, a los veinte años cuenta ya con varias obras, una de las cuales presenta al Primer Salón Anual de Artistas Colombianos, La Mulata Cartagenera (1940) y con ella gana Mención de Honor; además, recibe al aplauso de la crítica. Ante este reconocimiento el Presidente de entonces, Eduardo Santos, le concede una beca de estudios para Estados Unidos. Su padre insiste en que concluya el bachillerato pero el Maestro es enfático: “O me manda o me voy. Entonces me fui y no terminé el bachillerato. No soy bachiller pero soy Doctor Honoris Causa de varias universidades”.
Nueva York, su primera gran escuela
Enrique Grau considera que en su primera juventud concurren diversas y felices coincidencias. A más de su familia maravillosa, de pertenecer a esa rica cultura del Caribe colombiano, de lograr un premio nacional siendo tan joven, de la beca que le otorgara el gobierno, en su llegada a Nueva York convergen las situaciones más fortuitas de su proceso formativo. En 1941 llega a esta ciudad inmensa, cosmopolita e inhóspita, un provinciano que sólo cuenta con una beca de 85 dólares y que ignora a dónde ir pues carece del cartón que acredite sus conocimientos; de pronto, se encuentra con el Art Students League, una de las más importantes y antiguas escuelas de arte de vanguardia de este país; una institución, entonces, manejada democráticamente por profesores y alumnos y en donde no exigen ni cartones, ni horarios, ni formalidades inútiles. Este joven, que ya sabía de pintura, a partir de este momento y durante tres años, se dedica a explorar el mundo de las artes gráficas. Se entrega al estudio del grabado: la xilografía, el aguafuerte, la litografía, la serigrafía, técnica esta última de la cual es pionero en Colombia, como lo reseña el libro reciente de la historia del grabado en el país.
En esta escuela tuvo la oportunidad de elegir a sus profesores: entre otros, Harry Sternberg, maestro en el grabado; él enseñaba el lenguaje gráfico –como otra lengua– a partir de artistas que poco tenían que ver con el grabado: “Desde un cuadro de Tiziano nos decía: elimine lo ornamental hasta llegar a lo básico, hasta descubrir lo abstracto que hay detrás” –cuenta el Maestro sobre las enseñanzas de Sternberg– ; era indagar en la historia del arte para descubrir “ese lenguaje que él me enseñó”. Otros profesores fueron Morris Kantor, un destacado cubista realista y George Grosz un famoso artista alemán, cercano al Impresionismo, quien llegó a Estados Unidos en 1933 huyendo de los ejércitos nazis.
Durante este período Grau encuentra que el mundo se abre ante él: asiste a una gran exposición de Van Gogh donde se reúne la mayor parte de sus cuadros. Conoce a grandes pintores latinoamericanos: Tamayo y Rivera, entre tantos, quienes ya identifican a nuestro artista a través de sus trabajos y exposiciones en Nueva York. En el Museo de Arte Moderno de esta ciudad pudo ver, a lo largo de un año, toda la historia del cine, otra de sus grandes pasiones. Conoce a Bertolt Brecht, redescubre la música en grandes conciertos y el ballet en las mejores presentaciones. Quizás por estas razones el Maestro afirma que “Nueva York fue quien me hizo creador”. Sabía pintar cuando llegó a esta ciudad pero aquí encontró la orientación total e integral hacia cuanto pasaba en el mundo y en el arte.
Recibe influencias fundamentales del cubismo, del surrealismo y, sobre todas, del expresionismo: de aquel entendido como síntesis y de ese que se expresara como un frenesí de análisis social, dueño de contenido socio- político. “Tiene gran influencia en mí –nos indica– y allí comienzan los dibujos y pinturas de los cristos torturados, atormentados y crucificados. Además, están los múltiples problemas sociales, la segregación racial norteamericana, la guerra en Europa. Todo contribuía al auge de estos nuevos lenguajes pictóricos y así se me muestra un campo enorme”.
Son circunstancias que explican la variedad temática y los cambios relativamente drásticos en su obra durante la década de los cuarenta los cuales, en un momento, podían llevarlo a violentar sus figuras pero igual, en otro, conducirlo a lograr armoniosos acabados que apelan al trazo delicado del dibujo, al equilibrio de la figura y hasta a la expresión amable de algunos de sus personajes.
Sus vínculos con el expresionismo vienen entonces de su primera etapa de Nueva York hasta los grabados de 1946; una tendencia artística que se privilegia en el país hacia fines de los cuarenta, conforme a lo señalan distintos estudiosos de la historia reciente del arte en Colombia. Durante este período nuestro Maestro participa en innumerables exposiciones individuales y colectivas del país y del exterior; en ellas el joven pintor adquiere creciente reconocimiento y los mejores comentarios de la crítica especializada así como distintos galardones.
Su regreso se da hacia 1943 pues aun considerando a Nueva York como su “segundo hogar”, las raíces con su tierra son profundas y necesita el reencuentro con lo suyo. Al llegar a Cartagena ve la ciudad con otros ojos; la luz y el color le resultan diferentes, “…entonces descubrí el trópico”. La obra se transforma ahora con la irrupción de colores planos, violentos, alusivos a lo nuestro. Inicia allí una nueva serie de autorretratos con fondo amarillo que hablan de su momento; un género que atraviesa incesante su proceso de creación. De hecho su primer autorretrato corresponde a sus diecinueve años y desde entonces, rigurosamente la reflexión permea cada una de estas obras. Son auto examen y meditación, proceso en el cual se piensa, se asume, se encuentra consigo. Como lo señala Donald B. Goodall (1991: 47) “La historia autobiográfica cuidadosa del pintor se caracteriza por una objetividad perspicaz y, a medida que madura, por una búsqueda del ser interior …no está preocupado por convenciones que tengan que ver con la estima personal, prefiere pintar lo que ve”. De este modo, a lo largo de sus más de sesenta años de vida artística ha registrado implacable el paso del tiempo, los cambios de su fisonomía, el transcurrir de su historia. Como lo señala el Maestro, generalmente el artista busca verse mejor en el autorretrato, “yo no. Trato es de entenderme mejor”, por ello se muestra tal cual se ve, sin afeites ni maquillajes; es él, reflexivo, absorto y hasta melancólico… Incuestionablemente, “…el autorretrato es una forma de insertarse definitivamente en el tiempo –está hecho para la posteridad–, y al final es lo que el artista deja como su propia versión a las generaciones futuras. Esa versión… es cuerpo y alma, apariencia y psique, exhibición física y confesión interior” (Calderón: 2002:13).
Cerca de cuarenta trabajos en diferentes técnicas conforman este capítulo de su obra y algunos están entre sus cuadros más famosos: Autorretrato en sepia (1986) que hace parte actualmente de la colección de la Galería degli Uffizi de Florencia, “de mirada directa dentro y fuera de sí mismo”; o Autorretrato con Agnus Dei (1987), pintura en la que nada sobra, el rigor impera y en la cual, inflexible se cuestiona para, al final, mostrarse sin ambages como es, o mejor, como el Maestro en ese momento se percibe.
Con el transcurrir de los años, el personaje se torna en cada cuadro más penetrante e incisivo; basta ver aquellos dos con los cuales celebra sus setenta años de vida: Autorretrato de cumpleaños (1990) y Autorretrato con bufanda roja (1991) o, el último, Autorretrato con galaxias (2002) donde con el humor que caracteriza su obra, un astronauta de cuello ortopédico alude a los quebrantos de salud que acarrea el paso del tiempo. También están aquellos autorretratos donde su presencia no es de primer plano y quien dialoga con la obra debe encontrarlo entre varios personajes del cuadro tal y como sucede en Autorretrato con mariamulatas (1998).
Otro acápite son los retratos, generalmente de amigos, de conocidos o de personajes de la historia o la mitología, los cuales elabora con absoluta destreza. Cuando en ellos utiliza modelos –conforme lo señala Rubiano (1991: 69)– se da más libertades e introduce sus peculiares versiones de cada quien; ante retratos particulares suele asumir una mayor objetividad, por supuesto no ajena a sus glosas personales. También aquí se encuentran algunas de sus grandes obras.
Luego de pocos meses en Cartagena se traslada a Bogotá donde de nuevo la luz cambia y también su obra. Participa en el Salón 26 –toma este nombre del número de artistas participantes–, realizado en el Museo Nacional; en este escenario se dan a conocer las propuestas de avanzada de quienes ya se destacaban por aquellos años: Ramírez Villamizar, Negret, Ospina, Obregón; de este último era amigo de tiempo atrás en tanto casi coterráneos y en razón de la vieja amistad entre sus respectivos padres; adicionalmente, juntos habían recibido premios en el Salón de Arte Costeño. En este escenario hace presencia un nuevo grupo de artistas que se conocerá como la Generación de los cincuenta –a la cual entrarían luego Botero y Rojas, entre otros– relevo de la denominada Generación Bachué: Acuña, Gómez Jaramillo, Carlos Correa, Pedro Nel Gómez, Alipio Jaramillo, entre algunos otros.
Frente a este nuevo grupo así como frente a la historia del arte en Colombia, Marta Traba entra a desempeñar un papel decisivo. De una parte, niega la existencia de todo lo anterior a esta Generación de los cincuenta, ignorando así a muchos de los grandes artistas colombianos a quienes sólo en años recientes se ha vuelto a reconocer. De otra, de esta generación sólo acepta a un grupo reducido: “Entonces éramos el grupo de los cinco que a veces nos volvíamos cuatro o tres –a mí alguna vez me sacó– y Marta nos ponía como en una carrera de caballos, de una forma drástica y espinosa”, señala el Maestro, quien reconoce los aportes de esta crítica de arte pero cuestiona su carácter dogmático y excluyente. Por fortuna, hoy se revalúan sus sentencias que por esas décadas se tornaban sagradas. El crítico de arte no puede convertirse en guía y juez; su papel buscaría, sin tomar partido y por sobre todo, sin destruir, orientar a un público amplio y diverso. Y si niega o excluye, tiene la obligación ética de argumentar su postura. “Para mí –enfatiza Grau– el crítico debe ser un puente entre el artista y el público. Nada más”.
Hoy los nexos entre su obra y la crítica le preocupan poco. Uno de sus trabajos recientes –serie Mariamulatas– ha recibido algunas críticas adversas: “Ciertas personas me insisten: ‘Maestro vuelva a sus mujeres con sombrero’; otros, de manera gratificante me dicen: ‘Me admira su valor y su persistencia, a pesar de los comentarios negativos’. Las mariamulatas, como las iguanas y otros temas, hacen parte de mi vida; y yo no puedo quedarme en las mujeres con sombrero para darle gusto a la gente. Es como si, y a manera de ejemplo, a Picasso se le hubiera exigido quedarse en el Período azul, sensible e indudablemente bello. No. Su proceso lo llevó al Guernica. Guardadas proporciones, es igual en mi caso. Por eso hice, o hago, mis mariamulatas”. Y hoy en verdad, Cartagena y el país reconoce a estas aves que, haciendo parte de la cotidianidad Caribe, permanecían invisibles. “De pronto se volvió un animal simbólico: un grupo de poetas se llaman Mariamulatos; hay un monumento en Cartagena, en Valledupar, en Medellín y en Cali; y habrá otros en Barranquilla y Santa Marta. Aprendimos a verlas y a reconocerlas”.
En el año de 1948 se preparaba para presentar sus cuadros en una exposición colectiva organizada por la Galería Leda, de los hermanos Rubio Cuervo, la primera comercial que se abriría en Bogotá, ubicada en los sótanos de la Avenida Jiménez y concebida con la tecnología y la organización de una de las mejores galerías de Nueva York. Justo se inauguraría en la noche del 9 de abril, día nefasto del llamado Bogotazo. De este modo, fue un espacio que nació muerto y que, sin embargo, en torno a la preparación de esta primera exposición logró aglutinar a los pintores que trabajaban por esos años en esta ciudad. De otra parte, el Maestro considera que este 9 de abril fue incuestionablemente una hecatombe para Bogotá pero que de alguna manera desde esa fecha, de entre las cenizas, la ciudad se abrió al mundo, a las artes, a la comunicación, es decir, se transformó iniciando un decidido proceso de modernización.
Entre 1947 y 1954 Enrique Grau fue profesor de pintura y de artes gráficas en la Universidad Nacional –luego, entre 1961 y 1963, lo sería también en la Universidad de los Andes–. Igualmente en este período da rienda a sus intereses teatrales: diseña diferentes escenografías, dirige algunas obras y hasta actúa en otras piezas de este género que tanto le cautiva desde sus años de infancia.
Hacia 1949, luego de su tránsito por el expresionismo inicia su serie Jaulas en la que, a partir de la geometría, busca nuevas relaciones entre la composición de los cuadros, sus espacios interiores y sus personajes; pretende un sistema de amplios espacios, mayor relieve para sus imágenes y renovación de la profundidad. Un poco más adelante emerge su interés por un tema que aún hoy le ocupa, Tobías y el Ángel, sobre el cual ha realizado diferentes y recurrentes cuadros que de alguna manera recogen parte de sus lecturas e indagaciones bíblicas; sobre este tema el Maestro acaba de concluir un diario con más de trescientas ilustraciones y diversos textos; estos últimos fueron iniciados por Alvaro Mutis en los primeros años de los cincuenta desde el compromiso de realizar juntos este trabajo; pero el escritor viajó y nuestro Maestro continuó solo el trabajo. Por los años 1954 viaja a México buscando conocer no sólo los vestigios del arte azteca sino el desarrollo reciente del muralismo y del arte general de ese país.
Tras la historia del arte universal
Enrique Grau tenía el propósito firme de viajar a Europa y para ello ahorraba gran parte de los ingresos obtenidos de sus distintos trabajos de la primera mitad de los cincuenta: asesor artístico de Intercol, ilustrador de la revista de la Radio Nacional, dibujante de El Espectador y de la Revista Vida, profesor de la Universidad Nacional. Pero una vez más la suerte le acompaña y la Secretaría de Educación de Cartagena le otorga una beca para estudiar en el Viejo Continente. Sus recursos le permitieron entonces viajar por distintos países y disfrutar de enriquecedoras experiencias.
Llega así a Florencia –1955– donde se matricula en la Academia de San Marcos, lugar en el que se vio rodeado de importantes y diversas obras de la historia del arte, no sólo italiana sino universal. Estudia técnicas de pintura mural, especialmente pintura al fresco, a la incaústica –la pintura con cera al calor con la cual trabajaron los murales de Pompeya–. En esta ciudad y durante este período ejecuta diversos aguafuertes. Con fervor visita los museos de distintas ciudades italianas y así encuentra, entre otros, a Paolo Ucello y a Piero della Francesca, sus dos grandes descubrimientos plásticos a partir de los cuales inicia la abstracción y la síntesis en sus trabajos.
Museos, galerías, estudio, cine japonés, no le impiden avanzar en su trabajo y durante este período participa en diferentes exposiciones en Colombia, en Italia y en diversas y prestigiosas galerías de Estados Unidos. Incuestionablemente hacia 1956 su obra ya alcanza reconocimiento internacional.
Su admiración por los maestros del pre y del Renacimiento lo lleva a su famoso cuadro Desayuno en Florencia (1955) en donde la geometrización de las figuras –que aún se reconocen– empieza con fuerza: figuras femeninas estilizadas, cuellos largos, delgados… También durante estos años trabaja diferentes bodegones semigeométricos. Recorre el Medio Oriente sumergiéndose en las culturas de El Cairo, Alejandría, Efeso y Constantinopla. Luego marcha –1956– hacia París, centro de los maestros de las ideas modernas como Picasso, Braque y los poscubistas. Vive por cerca de dos años en el apartamento que ocupara antes Eduardo Ramírez Villamizar. Esta ciudad también se abre a sus ansias de conocer y particularmente se interesa en la pintura francesa de la posguerra. En el Louvre descubre los retablos egipcio-romanos de Fayum los cuales, como tantos otros, atraviesan distintas etapas de su obra. Estudia las técnicas del mosaico bizantino y del mármol en la Escuela de Arte Italiana de París, dirigida por el Maestro Gino Severini. Igualmente viaja a Londres y centra sus indagaciones en las colecciones de la Galería Nacional y del Museo Británico.
Los cambios temáticos y formales de su obra empiezan a definirse mostrando su acercamiento a otras tendencias del arte contemporáneo, sin abandonar los vínculos con la tradición renacentista. Entre 1956 y 1957 elabora una serie de cuadros que preguntan por el universo exterior: predominan composiciones en las que sus figuras aluden a lunas menguantes, a círculos y a planos cuadrados o rectangulares. Sus críticos reconocen este momento como de antesala hacia la abstracción; otros hablan de geometría lindante con lo abstracto, versiones cubistas y abstractas influenciadas por Picasso y Braque. Así llega el momento en el que muchos de sus personajes desaparecen y las naturalezas muertas son ahora las grandes protagonistas de sus obras. Quizás el cuadro más representativo de esta corta etapa (1955-1959) sea Sol Rojo (1958), una geometrización de la figura en busca del concepto de atmósfera. No obstante, su contacto con el mundo de lo real jamás se corta del todo; cuando el vínculo se ve amenazado, acuden elementos figurativos que lo rescatan: un anillo, una flor, un gallo u otro elemento del mundo de “lo real” hacen entonces presencia en sus cuadros.
Regresa de nuevo a Colombia a fines de 1957 y al año siguiente este Maestro de la plástica colombiana señala que el proceso en Italia lo condujo al borde del abstracto, y de pronto se encontró en un callejón que habría de conducirlo a un sitio al que no quería llegar; por ello regresó, buscando el contacto con la gente: “Un día me pregunté si quería seguir en esta búsqueda de la síntesis, la búsqueda del color, de la forma, alejado de lo que yo veo. Recuerde que como buen costeño me encanta el color, la forma, el movimiento y no puedo pensar en abstracto. Un costeño no piensa en abstracto; es demasiado sensorial”. Reinicia esta nueva etapa en Bogotá, influido ahora por el kitsch; de este modo lleva a su estudio –y hasta colecciona– cintas, antifaces, plumas, máscaras, chécheres, perendengues y muchos elementos más de la cultura popular, que desde entonces hacen parte de sus cuadros y luego de sus esculturas. A pesar de este retorno, Grau considera que este viaje por la abstracción le enseñó a componer a partir de la geometría, sin necesidad de acudir a la figura; la geometría es así la estructura de una obra de arte en cualquiera de sus momentos históricos, por esto, “… para mí fue importantísimo el haber trabajado intensamente en lo abstracto antes de volver a la figuración…”
A partir de 1958 ha realizado diversos murales en distintas técnicas, en diferentes ciudades del país y en variados sitios públicos y privados: en la Refinería de Intercol en Mamonal, en el Banco de la República de Montería, en la Caja Agraria y en el Centro de Convenciones de Cartagena, entre otros muchos; el último, Aquelarre en Cartagena (1982) se plantea como una pequeña síntesis de la ciudad: su gente, su cultura, sus mitos, su arquitectura, su historia. Por él desfilan sus monumentos, escenas de la Conquista, de la Independencia, las brujas, las reinas de belleza en un conjunto festivo que, como otros trabajos de Grau, es un homenaje a su ciudad.
En la segunda mitad de la década del cincuenta ingresa como Director de Escenografía de la Televisora Nacional. A los pocos años realiza un nuevo viaje, ahora por disímiles rincones de Colombia y de Suramérica; en él acopia información sobre la flora, la fauna, la geografía y las costumbres de esta parte del Continente; sus montañas, desiertos, selvas y bosques, le interesan particularmente. Desde estos nuevos conocimientos elabora bosquejos y cuadros que muestran las rutas de su viaje a la manera de “aquellos viajeros europeos que se maravillaron ante los espejismos de nuestro trópico, de las largas narraciones para describir esas experiencias, del goce que tuvieron al dibujar unas matas de plátano…”, como nos lo comenta el mismo Enrique Grau en la presentación de su bellísimo libro El pequeño viaje del Barón Von Humboldt en el cual, dos décadas después, recoge el fruto de esta última travesía con treinta y siete dibujos a color y textos caligrafiados por el Maestro.
Hacia un lenguaje particular
Al iniciar la década de los sesenta gran parte de los artistas que trabajaran la abstracción en Colombia retornan paulatinamente a la figuración –Obregón, Roda, Tejada, entre otros–, y Enrique Grau es pionero en este tránsito. Algunos vieron en esta transformación el camino fácil de quienes reducen su trabajo a copiar apariencias; otros la identifican como la ruta difícil en tanto la figuración sólo la asumen con maestría quienes realmente manejan el dibujo y la pintura. De cualquier manera es una etapa del proceso de este Maestro que, como todos sus tránsitos, se sucede a partir de sus búsquedas, sus indagaciones, sus reflexiones.
Grau regresa a la figuración pero no pretende el naturalismo tradicional. Considera la figura humana como elemento esencial de comunicación. Se decide por un lenguaje peculiar que pervive en las variaciones de los diferentes períodos posteriores. Opta por recreaciones figurativas, a pesar de sus demostradas fortalezas en la abstracción. Desde entonces pinta o dibuja –o modela luego– la apariencia humana, dotándola de sentimientos y realizando su propia versión de ella. En este momento se agiganta su preocupación por recuperar el buen oficio en su pintura y dibujo. Aquí vuelve al modelado que usara en las primeras décadas, asumiéndolo ahora como referencia para el rigor formal de los protagonistas de sus cuadros; quizá por ello son jóvenes de ciertas características anatómicas, generalmente amigos, conocidos o personas de su entorno y no modelos profesionales. A partir de ellos Grau crea nuevos personajes: “… individuos que están dentro de ‘nosotros’ –por esto–… en ellos nos reconocemos… y ese reconocimiento está en la base de sus caracterizaciones” (Goodall: 46).
Por estos años Enrique Grau señala que “un día decidí ser auténtico conmigo mismo y comencé a pintar lo que veía, lo que me gustaba, lo que amaba y pinté entonces de afuera hacia adentro”. Esta nueva apuesta, de manera incuestionable, implica diversos cambios; cambios que, no obstante, invariablemente aluden a un proceso reflexivo controlado por el artista.
Grau ha sido reconocido desde sus primeros años como un gran dibujante, oficio en que, en la práctica, encontró su mejor escuela; esta destreza ha sido herramienta fundamental en sus labores de pintor y de grabador: “el dibujo es de línea”; la claridad, la precisión, la soltura de la línea y su agilidad caracterizan su dibujo. Desde la década de los sesenta esta línea se enaltece y la forma adquiere apariencia volumétrica “Logra cuerpos a través de líneas etéreas que parecen flotar sobre el papel, mientras que las que conforman manos y cabezas son complejas y se asientan con mucha propiedad sobre el soporte” (Rodríguez: 83). Los dibujos se vuelven cada día más complejos desde los elementos formales de cada obra hasta aquellos que ordenan la estructura del espacio plástico y del tema, a la vez que asumen gran riqueza visual.
Usualmente en el trabajo de este Maestro las figuras humanas, los objetos y los detalles poseen igual importancia y ello permite distintas lecturas por parte del espectador; en la misma forma, posibilita la convivencia de lo sensual (redondo, plano) con lo geométrico (rígido, áspero) de modo que categorías diversas funcionan simultáneamente en la obra (Rodríguez: 81). Sin embargo, dentro de las figuras humanas, manos, cabeza y pies adquieren volúmenes inusitados que implican nuevos valores formales y temáticos en su trabajo figurativo. A Grau no le interesa una mano quieta, inerte. La mano muy femenina no le atrae; “sólo aquella que se mueva, que agarre, que hable… Por eso necesito que sea poderosa. Por eso pinto muchas mujeres con unas manos tremendas que puedan decir cosas… Es un poco la influencia expresionista alemana que exagera algunas cosas para decir otras”. En general, a partir de este período, las figuras se tornan más volumétricas, más corpóreas, los cuellos se ensanchan y los valores táctiles adquieren otras dimensiones.
La preocupación frente al espectador, reiterada insistentemente por Grau, lo conduce no sólo a lograr que sus personajes miren de frente a quien los mira provocando ciertas complicidades, sino también lo lleva a ese mundo de los objetos reconocibles que conviven con la figura central de cada obra pues, como afirma el Maestro, “siempre debe haber muchos puentes entre el espectador y la obra”. Así aparece lo que algunos de sus estudiosos llaman el “impulso decorativo” que se torna en elemento formal del trabajo. Aquí, como lo señala Rubiano (1983: 90) es preciso reconocer ese espíritu festivo que desde la niñez se anidó en Grau, su interés por el carnaval, por la farándula, por el teatro y por el cine; son circunstancias que explican algunos rasgos de su obra y de sus personajes, las más de las veces ataviados con minuciosos vestidos, sombreros, tocados, máscaras y variados elementos implícitos en el disfraz que tanto seduce al Maestro. Vestidos y elementos de otras épocas desempeñan papel preponderante en el humor o en el sarcasmo que por igual caracterizan su trabajo; así mismo objetos de la más diversa naturaleza – jaulas, escaleras, anillos, espejos, antifaces, sillas y sofás, naipes, flores de plástico, animales diversos, entre muchos otros–, que hacen parte de esa cultura popular que Enrique Grau admira y respeta profundamente, conforman la parafernalia de sus pinturas y esculturas. Son objetos que además trabaja meticulosamente llegando al preciosismo en el manejo de encajes, brocados, telas y otros materiales que entonces adquieren texturas que desde el lienzo o el bronce invitan al espectador a corroborar en el tacto su naturaleza. “Porque quiero que mis obras sean tocables; atraigo con la piel de que doto a mis figuras: los encajes, el mimbre, los muebles, todo busca atraer”. De este modo ese conjunto de vestuarios, gestos, sentimientos, actitudes y objetos de la cotidianidad que integran cada obra contribuyen al espectáculo que se busca escenificar; en cierta medida sus trabajos son una puesta en escena relacionada con ese mundo del teatro que desde sus primeros años tanto inquieta al Maestro.
El tema central, insistimos, es la figura humana que irrumpe con mayor vitalidad en este período en el que algunos encuentran sus mejores obras. Personajes de la historia como Cleopatra o Salomé; de la mitología como las nueve musas del Teatro Heredia; de la Biblia como Tobías y el Ángel; ilusionistas, adivinas, imágenes fantásticas en levitación, representaciones mágico-realistas, circulan como protagonistas de sus trabajos; figuras humanas mestizas y mulatas, dotan de fisionomía particular a sus personajes, distantes sin embargo de cualquier alegoría a los ancestros patrios, al tipismo o a lo anecdótico. Mujeres buenas y mujeres malas: Ritas independientes, vitales y autónomas; “niñas bien” que sueñan con escapar y al decir de Goodall (1991: 39) parecieran destinadas a “ser el eterno orgullo de la madre”. Mujeres imbuidas de cotidianidad y, por lo general, ubicadas en lugares extremos de la jerarquía social. Dentro del estrato alto, Grau encontró el maniquí como artefacto que, acicalado con vistosos adornos, sustituye a ilustres damas de la sociedad: La visita, Galatea o Las amigas (década de los setenta).
Igualmente desfilan por sus obras figuras masculinas generalmente jóvenes, con alguna frecuencia desempeñando infaustos papeles: El ladrón (1976) en sus distintas versiones y hasta Homenaje a Pedro Navajas (1982) que evoca ese bajo mundo que canta la música popular. Son personajes todos que muestran maneras de ser, formas de estar en el mundo, estados de ánimo: confianza, placidez, introspección, melancolía… Personajes que el Maestro examina insistentemente; algunos logran obsesionarlo y entonces aparecen a lo largo de distintas etapas y en diferentes técnicas. La reiteración de una obra no significa su recreación; es el mismo tema pero visto de otra manera. Algunas –más no necesariamente–, van paralela o sucesivamente a otras técnicas, todo depende de la riqueza y de las demandas del tema. Ciertos temas que son definitivamente pictóricos no podrán tornar hacia la escultura. Ello explica las diferencias entre las Ritas llevadas al bronce o al lienzo: todo depende del lenguaje. Es preciso comprender, insiste Grau, que cada manifestación del arte tiene su propio lenguaje: el óleo es óleo, la acuarela es acuarela, el grabado es el grabado y cada uno exige su técnica particular.
Múltiples e importantes obras realiza a lo largo de estas décadas: aquellas precursoras de sus famosas Ritas (1966); los collages de la Serie Fayum que iniciada en 1971 atraviesa varias etapas, elaborada a partir de notables retratos del arte egipcio y considerados por algunos como el inicio de su obra tridimensional. En la misma perspectiva deben destacarse algunos de sus ensambles: La Virtud y el Vicio (1972) gran construcción en la que reúne diversos objetos reales alrededor de dos figuras que el Maestro elabora en cera, verdaderas reproducciones tridimensionales de sus tradicionales modelos. Otros serían Homenaje a un preso político (1982) y Noche oscura del alma (1982).
Sólo a manera de colofón de este acápite veamos, como lo plantean algunos estudiosos de la obra de Enrique Grau, los que pueden considerarse como dos ejes de su particular figuración: el Maestro es un reconocido admirador del Renacimiento, especialmente del rigor de su dibujo, y su opción por lo mestizo como tipología de su figura humana. Sin embargo, a diferencia de los renacentistas, de alguna manera deforma sus figuras al exagerar, como ya vimos, ciertos rasgos –manos, pies, cabezas– para dar vida e identidad a sus propios personajes, a cada una de sus mujeres y de sus hombres protagonistas de cuadros, collages, ensambles o esculturas.
Por esas mismas décadas Grau realiza –a más de La Langosta azul (1954)– diversas películas por cuanto el cine es otra de sus entrañables aficiones: Pasión y muerte de Margarita Gautier (1964); George Sand o la Contradicción (1964); María (1965); en algunas de estas cintas además de director, es guionista, escenógrafo y hasta actor; también en este período hace distintas escenografías para famosas obras de teatro. Y el tiempo le alcanza para la diversión. Las fiestas que organizara Grau, al decir del fotógrafo Hernán Díaz, resultaban inolvidables: “…en ellas se despeinaron muchas señoras de la época. Cuando todos bailaban, una tela negra de cinco por cinco metros descendía del techo para que ‘tuvieran roce social en las tinieblas’. Al barrio que en aquella época habitara lo llamaban ‘La colina de la deshonra’”.
Los caminos del lienzo al bronce
El trabajo tridimensional de Enrique Grau no surgió por primera vez en la década de los ochenta; por los años cincuenta realizó algunos cristos y un Adán y Eva que aún hoy conserva en un estudio; por esto llevar sus Ritas al bronce no le provocó ningún sobresalto: “No fue difícil –nos dice–. Fue lento. Cuando era niño, hacia los diez u once años, hice una pequeña escultura en el momento en el que, no se si por accidente, descubrí el barro. Nada quedó porque como no tenía horno, lo secaba al sol de forma muy primitiva. Tenía la noción del material. Por eso entrar a la escultura no resultó complicado; cuando llegué a ella decididamente también tenía claro el concepto de la forma independiente del dibujo, es decir, el concepto de lo tridimensional”. Además, la obra del Maestro contaba con otros antecedentes escultóricos en sus ensamblajes; particularmente aquel que se remonta a 1972, La virtud y el vicio, en donde trabaja con objetos reales puestos en escena junto a otros elaborados por el artista, “instalados” desde la concepción de sus construcciones.
Hacia 1981 sus figuras adquieren cada día una mayor presencia física en el espacio; son seres vivos, palpables, dueños de sentimientos, rodeados de diversos objetos y realizados con absoluto virtuosismo. De este modo, en 1983 comienza a trabajar los bocetos para una serie de esculturas destinadas a una exposición que, justamente en razón de las formas escultóricas de sus pinturas y dibujos, le propone la Galería Aberbach de Nueva York – ciudad en la que residía– y donde su última exposición había alcanzado rotundo éxito; de aquí que el origen de sus primeros bronces se anide en las Ritas de 1981. “El mundo se me amplió porque en el arte que venía haciendo los objetos se salían ya del cuadro; ya pertenecían a la tercera dimensión. Tanto que en ocasiones, pintando por ejemplo un abanico, pensaba que resultaría mejor poner allí un abanico verdadero. Por esto cuando me propusieron hacer escultura las condiciones estaban dadas”.
Técnicamente no había trabajado el bronce pero de lleno se metió en él, “… teniendo el dominio de la forma, lo demás es técnica que fácilmente aprendo. Empecé a trabajar y realicé una rigurosa investigación sobre el bronce; me fui a la historia del material y llegué hasta el arte helenístico donde se logró el manejo magistral de este metal; conseguí muchos libros de historia y pude saber cómo lo trabajaban, cuál era su técnica. En Nueva York conseguí el taller de fundición de unos italianos encantadores, con quienes nos hicimos amigos; allí tuve mi estudio por espacio de diez años; aprendí el proceso de la fundición y trabajaba la espátula con inmensa pasión… Fue una época en la que fui muy feliz… Desde el punto de vista plástico, como lo hacía en mis pinturas y utilizando los recursos del oficio, para este nuevo reto defino muy bien los planos; como mis figuras ya sobresalían de la superficie del cuadro –lo que hacía a la pintura bastante inquietante–, forcé el medio pictórico hasta involucrar esas figuras en el espacio”.
Desde entonces el proceso técnico de sus esculturas recorre caminos similares. Primero realiza la obra en plastilina con la cual da forma precisa a sus robustas figuras y a los objetos que armónicamente harán parte integral de la escenografía de cada obra; después llega al vaciado en yeso; viene luego la fundición y el paso a la cera para acceder finalmente al bronce, de los que invariablemente realiza nueve originales. Hasta aquí pareciera simple. Sin embargo, en cada pieza, paso a paso, está el sentido de la estética, la mano de este gran Maestro de la plástica universal que así dota a sus bronces de esas texturas, formas y espacios a través de los cuales les otorga vida. Ahora bien, sus bronces son espacios con volúmenes particulares que, como tales, serán vistos desde sus distintos ángulos. Por eso Grau agrega o quita objetos que rodean a sus protagonistas para, como señala Rubiano (1991: 76) “redondear la composición. Define en diagonal las figuras para manejar la profundidad y hacer que la escultura interese por todos los lados”. Aquí se explica –como lo señala Grau en otra parte de este escrito– el que las Ritas y sus “hermanas”, personajes de sus cuadros y de sus bronces sean diferentes. Sin embargo, mucha de su tradición de pintor está presente en cada escultura: las texturas de los variados objetos y el color matizado que imprime a vestidos y a distintos detalles que acompañan a sus protagonistas y que, las más de las veces, aparecen tan elaborados como en los lienzos, invitando de nuevo al espectador a disfrutar cada obra desde la mirada, pero también desde el tacto. Son las ventajas de un artista que, como pocos, con holgura transita entre la pintura y la escultura.
Cada una de las esculturas de Grau –como la mayor parte de sus cuadros– convoca a la contemplación. El privilegio de la figura humana; el afán y el gusto por el detalle que, como mágica paradoja, se expresa entre el refinamiento y el kitsch, al que se aproxima desde los años sesenta; de diversidad y perfección de los objetos que en ellas concurren; su preocupación por captar en cada una sentimientos, actitudes, maneras de ser; el humor y la ironía de lo escenificado; el movimiento y el sentido de realidad que logra imprimirles, todo convierte a estas obras en “objetos vivos” que dialogan con quien las observa, en tanto no son ajenas a los diversos espectadores con los que entonces entrecruzan confabuladas miradas. Así se comportan, y sólo para ilustrar lo señalado, algunos de sus trabajos de fines de los ochenta y comienzos de los noventa: El Vals, La adivina o aquellas referidas al tema de la boda que tanto interesa al Maestro, por la juventud de sus protagonistas y por la ritualidad y el boato involucrados en este acontecimiento.
Enrique Grau, a diferencia de quienes conforman parte de los más destacados escultores colombianos de las últimas décadas, no es un escultor moderno. El, sin ambages, elige la tradición de obras figurativas en las que importa el volumen. Igualmente desde lo formal, puede evocar las artes del siglo XIX en las que lo decorativo desempeña papel fundamental. De otro lado, escapa de aquella escuela que, inscrita en la figuración y con frecuencia ligada a intereses del Estado o la Iglesia, favorece la representación de héroes, mártires y legendarios personajes. Grau opta por la libertad de trabajar con la figura anónima, con temas cotidianos de su interés, enraizados en su cultura, en sus ancestros y en sus más profundas convicciones. Pero su incursión en la escultura no excluye a la pintura; lejos de ello, paralelamente en sus óleos y carboncillos continúa produciendo muchas de sus grandes obras entre las cuales se encuentran dos de sus más recientes series: Galápagos (1992-1994) y Mariamulatas; un bronce de esta serie (1996) se levanta hoy como símbolo de Cartagena, a la entrada de Bocagrande.
En los inicios de los noventa Enrique Grau vivía aún en Nueva York, pasando temporadas largas en Bogotá y cortos períodos de vacaciones en su Caribe natal; por esos años le proponen participar en la remodelación del Teatro Heredia, obra arquitectónica de su ciudad que inaugurada en 1911 se clausuró hacia 1970 en razón de su deterioro. Decidida su restauración, el liderazgo lo asume el arquitecto Alberto Samudio quien desmontó, clasificó y armó de nuevo el Teatro utilizando el 70% del material original. A nuestro Maestro se le encomienda el trabajo pictórico del telón de boca y del plafón de la platea en los cuales crea respectivamente dos obras majestuosas: Ofrenda floral a Cartagena de Indias en su Historia y El triunfo de las musas.
En la preparación de este trabajo decide su traslado definitivo a Bogotá donde, a lo largo de dos años, elabora la primera parte del proyecto que luego, durante ocho meses, ejecutó en Cartagena. El lienzo del telón, de siete metros de alto por nueve metros de ancho en una sola pieza lo consiguió, luego de pesquisas por el mundo entero, por las indicaciones de una amiga que trabajara en el Teatro de la Ópera Metropolitana de Nueva York. Es, como otras obras realizadas para este lugar, un homenaje a su ciudad: en él, en escena surrealista, hacen presencia sus héroes, sus monumentos, sus construcciones coloniales, su geografía y su mar. En el plafón concurren las nueve musas de la mitología en tanto protectoras de todas las artes; suspendidas cómodamente en la cúpula, danzan entre nubes acicaladas con máscaras, coronas de laurel, libros, mantas, liras, que conforman sus atuendos; allí dos mariamulatas vuelan señalando que estas musas pertenecen a la Heroica Cartagena de Indias. El Teatro se reinauguró finalmente el 31 de julio de 1998.
Entre las últimas obras y quizás de las más queridas por los cartageneros está el San Pedro Claver (1999- 2001), escultura en bronce de 2.20 metros de altura que, lejos de pedestales, camina por las calles de la ciudad vieja en amistoso diálogo con el esclavo. “Cuando me ofrecieron el monumento, lo asumí desde mi perspectiva, no como el santo de los altares sino como aquel cercano a sus fieles; por eso habla de tu a tu con el esclavo a quien no ve como inferior”. Hoy, este santo es símbolo del Caribe colombiano y uno de los monumentos más visitados por los turistas que, inusitadamente, se encuentran con San Pedro Claver que transita como un habitante más de la ciudad amurallada. —— 0 ——
La figura, el color, la luz, la sombra, la mancha, la composición son, entre otros, los elementos que relacionados de determinada manera configuran el lenguaje de un artista; ese lenguaje particular que Enrique Grau define nítidamente desde los años sesenta y que desde entonces identifica nacional e internacionalmente su obra. Un idioma que se consolida al amparo de múltiples influencias: de grandes creadores de la plástica universal, de las diversas perspectivas del arte y de sus entornos distintos “… todo concurre en el artista como en una computadora. La inspiración no existe. Existe el propósito y desde allí uno acude a esa máquina y toma lo que cada obra en su momento demanda. La madurez de un artista radica en saber usar los distintos elementos adecuada y justamente combinados”.
El Maestro Grau no es un artista temperamental; es estrictamente disciplinado y aún hoy trabaja dentro de rígida rutina, que a las diez de la mañana lo lleva a su estudio donde permanece entre ocho y diez horas que sólo se interrumpen para el tiempo limitado del almuerzo; al final de la tarde atiende sus compromisos de distinto orden; en las noches, con frecuencia va al cine que, como lo dijimos, es otra de sus intensas aficiones.
En su estudio, da forma a aquellas ideas que durante largo tiempo madura; lo hace a través de bocetos o lanzándose directamente al lienzo. “Generalmente el cuadro o la escultura que tengo en la cabeza irrumpen de una vez por todas y sólo modifico algunas pocas cosas. Siempre estoy pensando en una obra y hoy la lista de cuadros planeada es larga…” Obras que contarán con los nombres sencillos que concibe para cada una, distantes de lo literario en tanto ella debe hablar de sí misma; busca ése que le permita distinguir sus cuadros o sus bronces pues le molesta aquello de las obras sin nombre o reducidas a ser un simple número.
Cuando inicia un trabajo –nos dice– con frecuencia siente angustia y tensión, “Es que en el arte uno goza, sufre, trajina, ríe… y al final sale una obra que pareciera no tener tanto trabajo detrás”. En este proceso creador nuestro Maestro considera que la investigación es el alma de su producción por cuanto sólo tras su mediación se logra el dominio en la técnica, la forma, el espacio, el movimiento; se alcanza el manejo del color, la composición; es la búsqueda permanente la que posibilita la conquista de ese lenguaje particular de un artista.
Enrique Grau, a más de haberse forjado como uno de los grandes de la plástica de los siglos XX y XXI, es también escritor: tiene varios libros publicados y múltiples textos a los que en distintos momentos ha llevado sus recuerdos y sus reflexiones. En este momento escribe un trabajo referido a las cuatro veces que no pudo ver a Greta Garbo: cuatro oportunidades claves en las que por factores absurdos y tontos, teniéndola muy cerca, no pudo ver a uno de sus grandes ídolos del cine.
Para Enrique Grau las exposiciones son un espacio fundamental para apreciar el conjunto de sus realizaciones; un cuadro solo no dice tanto como la reunión de varios. Es el momento para los balances. “Aquí es donde uno se da cuenta de lo que está haciendo y por eso es conveniente reunir la obra cada determinado tiempo”. Todas provocan en él profunda emoción pero algunas entrañan especial significado, como la primera que realizara en Nueva York donde, a pesar de su juventud, obtuvo inesperado éxito. En general las distintas retrospectivas le son valiosas en tanto muestran el paso del tiempo y los logros alcanzados en ese transcurrir. “La última retrospectiva organizada por el Museo de Arte Moderno de Bogotá –julio-agosto de 2002– me causó una tremenda impresión; he tenido muchas exposiciones de esta naturaleza pero nunca una tan completa como ésta”. Las exposiciones, como las galerías, son ámbitos para reunir, pero también para vender la obra; al final el artista vive de su trabajo. “Pero más importante es lo que se pinta que lo que se vende. No se pinta para vender porque el artista tiene la premura de crear”. En días recientes alguien preguntó al Maestro, a propósito de sus 82 años, si no era ya el momento de descansar: “A la hora que me siente me muero, porque dentro de mí, con la fuerza de un volcán, existe la urgencia de pintar, de modelar, de crear y si lo dejo de hacer sería el fin de mi existencia…” El fin de una existencia responsable de una de las más grandes obras de la plástica contemporánea del país y del continente americano. Enrique Grau nació para el arte, se formó para él y el mejor testimonio de esta realidad son sus cuadros y esculturas que hoy hacen parte de importantes museos del mundo y de reconocidas colecciones.
Cita
1 Las citas del Maestro que se presentan sin referencia corresponden a apartes de la entrevista realizada por la autora de este texto con el Maestro Enrique Grau, Bogotá, Junio y septiembre de 2002.
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- Última actualización en 29 Julio 2017