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“Mi cuerpo encuentra su voz y el artista su camino”

“Meu corpo encontra sua voz e o artista seu caminho”

“My body finds its voice and the artist his way”

Álvaro Restrepo Hernández**


* Este ensayo está compuesto por tres apartados: el primero, Arqueología de un cuerpo, fue preparado por el autor especialmente para Nómadas; en él Restrepo realiza un viaje por su mente y por su cuerpo tratando de recrear su curso vital. La segunda parte, Cuerpo y memoria, es un escrito que deriva del tema Danza y patrimonio hacia Cuerpo y patrimonio. La tercera, es la edición de un texto en el cual este creador explicita su concepción y la manera como da vida al Colegio del Cuerpo, junto con la bailarina y coreógrafa francesa Marie France Delieuvin. El Colegio del Cuerpo, es un espacio cultural y educativo abierto a niños, niñas y jóvenes de Cartagena de Indias en el cual tienen cabida la pluralidad y la diferencia y en el que es posible la «construcción de una nueva ética del cuerpo, indisolublemente ligada a la elaboración de unas búsquedas estéticas y artísticas (asociadas a su vez con el acontecer contemporáneo de la cultura y de la vida social, política y económica) entrelazados con el transcurrir contemporáneo».

** Bailarín, coreógrafo, pedagogo. Estudió piano, filosofía y letras y teatro antes de dedicarse a la danza. Creador de obras tales como REBIS, Sol Niger, Ordalía, La Enfermedad del Ángel. Actualmente prepara una tetralogía escénica llamada EL PAÍS DE LOS CIEGOS (Una visión de Colombia), basada en el relato homónimo de H.G. Wells.


I. Arqueología de un cuerpo

Mi cuerpo era el de un niño frágil, sensitivo, temeroso del peligro. La educación que recibí y que escribió en mi piel sus dogmas y preceptos, tanto en la escuela como en el hogar paterno, lo hicieron aún más frágil e inseguro. Los deportes, el juego rudo y la violencia implícita en el entrenamiento que busca convertir al niño en hombre, especialmente en un país tan machista como Colombia, siempre me atemorizaron. Sabía intuitivamente que existían otros caminos para esculpir el carácter: el cariño, la dulzura, el trato delicado y digno, la amistad, la autoridad conquistada a fuerza de respeto mutuo, la inteligencia, la sensatez. En la cabeza encontré un refugio para sobrevivir, evitar el sufrimiento y sacarle el cuerpo al cuerpo. En ese entonces no sabía que la cabeza y sus regiones también eran el cuerpo.

En el centro de adiestramiento que llamábamos colegio, también la cabeza era el epicentro de la noción de vida que buscaban inculcarnos. Una mezcla perversa del pragmatismo norteamericano más descarnado y de la doble moral católica, impregnaba el sentido de la educación que intentaba adiestrar varones - provenientes en su mayoría de las clases privilegiadas - para que asumieran un día el relevo en la conducción del país, pensando y sintiendo como norteamericanos y confiando ciegamente en la omnipotencia de la razón y del dinero como motores del cosmos.

El cuerpo, la educación del cuerpo, se limitaba al aprendizaje de rutinas gimnásticas mecánicas y a prácticas deportivas convencionales. La destreza mental debía acompañar a la física, especialmente en el campo de las matemáticas, que en esos años empezaban a ser modernas y que en este centro educativo eran una verdadera obsesión y, para mí, una tortura. Quien fuera torpe con la mente para las matemáticas y torpe con el cuerpo para el fútbol, estaba condenado a la extinción o a la condición de minusválido.

Mi padre creía honesta y, sobre todo, firmemente, que ésta era la mejor orientación para forjar un hombre capaz de enfrentar y de doblegar al mundo. En el ambiente familiar, como prolongación del escolar, también era una obsesión la construcción del carácter a través de una disciplina por momentos basada en la intimidación y el castigo físico. Mi madre, con su dulzura y complicidad, acompañaba silenciosa el proceso, como una hermana más.

Recuerda mi cuerpo que el primer día de colegio, cuando apenas contaba con seis años de edad, una monja enardecida me reventó la boca y la nariz porque no había entendido una instrucción suya en inglés. Llorando me suplicó después que no se lo dijera a nadie, mientras me limpiaba arrepentida la sangre. Este episodio, que narro no para suscitar la compasión sino para contextualizar el inicio del viaje de mi vida escolar, marcó de manera indeleble mi comprensión de lo que la verdadera educación debe ser. Mi cuerpo recuerda con vívida rabia y agonía este momento y creo que desde entonces se dio a la tarea, sin saberlo, de encontrar otro lenguaje para nombrar la vida.

También recuerda este cuerpo con una intensidad alucinada y trémula, una actividad con la que quiso mi padre hacerme compañero de sus aficiones: la caza. Muchos domingos de mi infancia y temprana adolescencia lo acompañé a regañadientes a unas interminables cacerías por los páramos de las goteras de Bogotá. Recuerda mi cuerpo el momento del despertar en la madrugada, el agua fría de la ducha, el viaje hacia el páramo pasando por el frente de la Penitenciaría de La Picota, el frío, la niebla y la llovizna pertinaz que acompañaban las caminatas a través de estos desiertos helados de una belleza singular, que en esos años yo no podía percibir. Recuerda también la sangre tibia, de las perdices y de las liebres, que empapaba mis pantalones.

Nunca pude, por mucho que lo intenté, compartir el placer que a mi padre le causaba este deporte/hobby. No puedo negar el prodigio que era ver a los perros cazadores recorriendo el terreno, buscando frenéticos a sus presas, deteniendo en seco su carrera y acechándolas en cámara lenta con eléctrica precisión, hasta obligarlas a levantar el vuelo hacia la muerte. Pero mi cuerpo percibía todo esto como violencia pura e innecesaria. Cuando no se caza para sobrevivir, no se justifica esta actividad como diversión. Sin embargo, creo que el hecho de caminar en silencio durante horas detrás de mi padre, cargando las perdices y las liebres muertas, rematándolas cuando quedaban malheridas, escalando montañas y sumergiéndome en pantanos helados, moldeó de cierta forma mi voluntad y disciplinó algunas regiones de mi cuerpo y de mi espíritu.

Afortunadamente, en medio de este riguroso aprendizaje existió en mi infancia, de manera paralela e intermitente, un oasis de espiritualidad auténtica, de relación con el Arte y con su diosa mayor, la Música. La figura de mi tía abuela María Cristina (Maruja) de León de Luna, quien residía en Cartagena, la ciudad de mis ancestros, encarnó este oasis. Maruja, pianista, organista, gestora cultural, amiga de poetas y escritores, beata, primera Reina de los Estudiantes de Bolívar en 1922 por su simpatía, cultura e inteligencia (no por su belleza exterior) fue quien despertó y reveló mi inclinación hacia el Arte. De ella recibí mis primeras lecciones de piano, instrumento que estudié con fervor durante nueve años, en una relación intensa y conflictiva, que culminó a los dieciocho, con la decisión de venderlo para buscar caminos en Europa. Las vacaciones escolares al lado de Maruja, las conservo en la memoria como los períodos más hermosos y plenos de mi infancia, tal vez porque su dulzura y profundidad contrastaban con el rigor de la férula paterna y de la inclemente educación benedictina.

Cartagena de Indias también se convirtió para mí en un lugar mítico del cual yo sentía que me habían arrancado para educarme en la capital, a pesar de haber visto la luz por primera vez y por accidente en la ciudad de mi abuelo paterno, Medellín. Cartagena y Maruja unidas eran sinónimos de mi felicidad de niño retenido en Bogotá, una ciudad que nunca pude sentir como mía. Mi cuerpo recuerda la tibia luminosidad de los despertares en Cartagena, en una cama con toldillo, el olor del pan siempre blando, las voces de los pregoneros, los hedores de la ciudad marina, la caricia de la brisa y el furor de las tormentas tropicales. Había descubierto la poesía en Cartagena y allí se quedó mi corazón.

Otras fuerzas determinantes en esta fase de mi desarrollo fueron mis hermanos. El mayor de ellos, Gonzalo, sordomudo y autista, es una presencia/ausencia con la que aún me debato para comprenderla y aceptarla. Su condición de ángel/ caracol es uno de los enigmas centrales de mi existencia. “Sólo el misterio nos hace vivir...sólo el misterio”, me enseñó Lorca. Mis tres hermanas, junto con mi madre, acompañaron y compartieron este proceso de crecimiento, desde su condición femenina y fueron cómplices luminosas, llenas de humor, amor, fuerza, y belleza y un apoyo enorme en los momentos más críticos. En esa época nacieron muchas de las preocupaciones sociales y humanas, que después marcarían nuestras profesiones y caminos.

Mónica, la menor, mi discípula en ese entonces y, en los últimos años, mi maestra en el compromiso social y de entrega a la Humanidad, murió hace unos pocos meses en un absurdo accidente de carretera, dejándonos a todos sumidos en la desolación y el desconcierto.

En esos años descubrí también, tanto en la lectura como en la escritura, mi pasión por la palabra. Las angustias de la adolescencia, las vicisitudes del crecimiento y de la construcción de una personalidad, encontraron un refugio en la literatura y sobre todo en la poesía. Al terminar el colegio, sumido en una gran desorientación vocacional, ante la poca ayuda que la educación tradicional proporciona al joven para autodescubrir sus predisposiciones y talentos, decidí estudiar Filosofía y Letras.

Quería escribir. O mejor, quería expresarme y pensé que dedicaría mis días a la Literatura. Pero al cabo de un par de años de estudio en la Universidad de los Andes, me di cuenta de que mi camino era otro, de que me estaba volviendo aún más cabezón y de que mi Ser necesitaba otros canales para decir la vida. Aún en ese entonces no sospechaba que mi cuerpo era el camino para emprender ese rescate.

En ese entonces tuve un encuentro maravilloso en el Urabá antioqueño con un ser que cambiaría el curso de mis días: el sacerdote salesiano Javier de Nicoló, apóstol de los niños de la calle quien, con su entrega visionaria y generosa, me hizo comprender el sentido de la solidaridad y la fraternidad, en un país donde cada día se vuelven más extraños estos vocablos. Durante dos años trabajé en diferentes áreas del proyecto del Padre Nicoló y fue a través del contacto con estos niños guerreros, que apareció mi inclinación hacia el Teatro. Primero lo percibí como una herramienta pedagógica por medio de la cual podría ayudar a estos muchachos a exorcizar muchos de sus fantasmas y dolores. Luego me di cuenta de que yo también necesitaba ocuparme de los míos y fue entonces, a los 24 años, cuando por primera vez supe que de mi cuello colgaba algo más que un vehículo para transportar mi cabeza de un lugar a otro.

Una condiscípula mía, la actriz Rosario Jaramilllo, quien había tenido contacto desde niña con la Danza, fue la primera persona que detectó las posibilidades latentes en mi cuerpo. Fue ella quien me habló por primera vez, entre muchas otras cosas, del empeine y del arco de mis pies prefabricados para la Danza, de mi elasticidad natural, de la energía que debe salir de la punta de los dedos y proyectarse como rayos láser en el espacio, de las posiciones básicas y las reglas doradas de la Anatomía y la Kinesiología. Rosario despertó mi cuerpo y, a partir de este despertar, se sucedieron una serie de acontecimientos, mágicamente encadenados, que me llevaron a dejarlo todo por la Danza y emprender la aventura de esculpir un cuerpo, a una edad en que muchos pensaron que había perdido el juicio.

Mi encuentro con la gran bailarina y coreógrafa Jennifer Muller, quien vino a bailar a Bogotá, y que por el afortunado extravío de un elemento escenográfico tuvo que montar una obra de emergencia, hizo que yo tuviera contacto, por primera vez, con una compañía profesional del más alto nivel mundial. Jennifer escogió cinco extras en la escuela de teatro que yo frecuentaba y recuerdo que lloré de alegría cuando descubrí, viendo a sus ángeles danzar, que éste era el lenguaje que mi cuerpo anestesiado había estado buscando, sin saberlo, durante tantos años de vacilación y angustia. Luego vendría Nueva York donde permanecí casi seis años y donde confirmé de manera irreversible, mi vocación y mi pasión.

Allí tuve el privilegio, que no me canso de agradecer a la vida, de estudiar con grandes figuras de la Danza mundial: la descomunal Martha Graham, en cuya escuela permanecí cinco años; Merce Cunningham, Anna Sokolow, la misma Jennifer Muller, y quien fuera mi maestro y compañero decisivo, el sur coreano Cho Kyoo – Hyun, a quien conocí en la escuela de Graham. Nueva York me dio todo lo que puede ofrecer a un bailarín y a un artista. La Meca de las Mecas, me reveló dimensiones del mundo y de la vida que sólo allí pueden ser percibidas. Nueva York está indisolublemente ligada a ese período de mi vida que yo no dudo en calificar de resurrección/insurrección. Allí fui feliz y especialmente allí comencé verdaderamente a ser. Como Ser Humano y como artista. Encontré el amor o mejor la libertad de amar. Y cuando hablo del amor, hablo sobre todo del auto respeto y de la aceptación de los límites y de las posibilidades intrínsecas en todo hombre.

A partir de entonces se inicia una nueva era. Mi cuerpo encuentra su voz y el artista su camino.

II. Cuerpo y memoria

Es un lugar común afirmar que la Danza es la madre de todas las Artes. Antes de esculpir, de pintar o de escribir el Hombre danzó para comunicarse con la divinidad, para invocar la caza, la pesca, la lluvia, para calmar la furia de los vientos, para rogar por la fertilidad de la tierra o de sus mujeres -que en el fondo es lo mismo, para convocar a los espíritus de la guerra y que los poseyeran y le infundieran el coraje necesario en las batallas.

La Música y la Danza, hermanas gemelas, fueron el surtidor original no sólo de la expresión artística del Ser Humano, sino de su dimensión espiritual. El paroxismo religioso que se requería para entrar en comunicación con el más allá, se lograba gracias al mágico diálogo entre el cuerpo en representación y la música como combustible, para llegar al trance indispensable durante el cual se esperaba conmover al dios lejano y en muchas ocasiones, indiferente a los ruegos de los hombres, a sus demandas, temores y necesidades insatisfechas.

El tambor -réplica humana del trueno, de los volcanes y también del pulso del corazón humano-, servía como llamador del dios dormido y de las fuerzas mensajeras. El Hombre encontró en el lenguaje pre verbal y, en ocasiones, abstracto del movimiento danzado, un vehículo efectivo/ afectivo de comunicación, no solamente con los dioses, sino también con la esencia divina de sus congéneres: la interlocución del cuerpo con lo sagrado se traspone a su vez con el cuerpo del otro. Es el clamor colectivo de cuerpos entrelazados el que teje con sus movimientos la trama y la urdimbre de los sueños, de los deseos, de las necesidades, de las aspiraciones, de la memoria y la imaginación de un pueblo.

El cuerpo arcilla.
El cuerpo gesto.
El cuerpo palabra.
El cuerpo color.
El cuerpo sonido.

El cuerpo es el receptáculo de toda la capacidad expresiva y creativa del Ser Humano y es también punto de partida de toda acción humana. En el cuerpo están escritos, inscritos, grabados, esculpidos, tañidos, teñidos todos los caminos, las resonancias, los matices de la experiencia humana. La sensualidad del cuerpo, que no es otra cosa que la sensorialidad -es decir, los cinco sentidos con los que el Hombre construye sus obras- encuentra en la Danza su voz, su tiempo y su espacio natural para manifestarse.

Algunas sociedades han hecho de la Danza el vehículo de transmisión de su historia, de su memoria y de su legado espiritual. En ocasiones se asocia, a mi modo de ver erróneamente, a los pueblos mal llamados primitivos con los pueblos danzantes: culturas menores que no construyeron grandes ciudades en piedra u otros materiales perdurables y que no consignaron en la palabra escrita sus experiencias como colectividad. Son innumerables y muy variadas las razones que llevan a un determinado pueblo a privilegiar una forma artística sobre otra. Razones de índole geográfica, ambiental, política, religiosa, económica, etc. Algunas comunidades que encontraron en la trashumancia una fórmula de supervivencia -tal vez la única- debían transportar consigo sus tradiciones, sus creencias... su patrimonio y la única manera de hacerlo fue llevándolos en sí mismos bajo la forma de sus danzas, sus cantos, su música, su tradición oral.

El cuerpo, la escritura del cuerpo, la memoria del cuerpo, la arquitectura y la pintura del cuerpo, encarnaban lo más preciado del testimonio de la aventura de unos hombres. La Danza -intangible como monumento- pero in – corporada en sus máximos intérpretes y transmitida de una generación a otra por vía oral -o mejor corpo/oral- se convertía en el mejor instrumento para preservar lo más sagrado del acervo espiritual y material de una comunidad.

Pero hay un momento dramático en el devenir de una colectividad que ha danzado para sobrevivir culturalmente y es el momento en que su lenguaje pasa de ser diálogo con la divinidad y elemento cohesivo, para convertirse en folklore, es decir en lo que el Diccionario define como “ciencia del pueblo, de las tradiciones y costumbres de un país (...) el conjunto de tradiciones, leyendas, poemas, etc...”. El momento en que se convierte en ciencia y deja de ser conciencia para devenir pieza de museo, objeto de estudio de antropólogos, etnólogos, sociólogos, folklorólogos... turistólogos...

Para ilustrar esta afirmación quiero traer a colación las palabras de Koffi Koko y Vicent Eddoh, grandes bailarines y músicos de Benin, Africa, quienes estuvieron en Cartagena en 1998 y 1999, respectivamente, sosteniendo diversos encuentros e intercambios con músicos y bailarines locales durante los dos Festivales de las Artes Memoria e Imaginación. Manifestaron ellos su decepción y preocupación, al constatar la debilidad de los tambores y de los percusionistas con quienes interactuaron en la ciudad: “ ...ya no tocan para comunicarse con los dioses, el tambor ya no es en sí mismo un dios... tocan solamente para hacer música y suscitar la Danza... los dioses están muy lejos y hay que tocar muy fuerte para despertarlos y atraer su atención...”.

Les sorprendió también la repetición mecánica de muchas de las llamadas danzas folclóricas y cómo la improvisación y la creación estaban coartadas por la reproducción de unas formas y de unas fórmulas de movimiento preestablecidas, que debían respetar lo escrito en los anales de la tradición coreográfica y musical.

Se nos plantean entonces varios interrogantes que nos inquietan y obsesionan: ¿Cuál y cómo debe ser el diálogo entre tradición/modernidad, repetición/ creatividad, memoria/imaginación?; ¿cómo se plantea la discusión pureza vs. estilización?; ¿el Arte como espiritualidad es incompatible con el arte – entretenimiento (entertainment)?

El primero de ellos nos obliga a afirmar que en efecto nuestro país es poseedor de un acervo dancístico y musical de enorme riqueza y sofisticación que infortunadamente ha sido menospreciado por las estructuras de poder al calificarlo como cultura popular en oposición a la llamada cultura culta (valga la redundancia), heredera esta postura de rezagos neo/auto colonialistas, que consideran como arte menor o simplemente popular, todo lo que no es occidental o filoeuropeo.

Al mismo tiempo, por la falta de apoyo y de valoración a estas manifestaciones, muchas de ellas se han estancado y han sido víctimas del desconocimiento, del olvido, de la extinción o lo que en ocasiones es peor, la estilización por parte de los mal llamados grupos de proyección folclórica. Y es aquí donde entran en juego los conceptos de pureza y estilización. La manipulación de tradiciones que son el fruto de la preservación y transformación de formas vernáculas, requiere de un gran conocimiento, respeto y a la vez talento creativo, para no caer en la temida estilización, que no es otra cosa que la desnaturalización, la distorsión, la bastardización, y en ocasiones la prostitución de formas y contenidos para volverlas vendibles en los mercados turísticos internacionales y locales. El reto de enfrentar una forma vernácula para recrearla y no estilizarla, es sólo digno de la genialidad de creadores que abordan una tradición y que, sin proponérselo, se convierten en forjadores de una nueva tradición.

En la música culta europea, ejemplos como el de Béla Bártok, transformando melodías eslavas tradicionales en obras de arte contemporáneo (que al mismo tiempo sólo pueden ser eslavas) y que se universalizan a través del genio creador de un verdadero artista. Pablo Picasso, el volcán del siglo XX, bebió de todas las fuentes y logró con su incontenible caudal creativo, demostrar la enorme contemporaneidad del arte africano más primitivo. En nuestro medio el caso más cercano es el del inmortal Gabo, quien siguió al pie de la letra el consejo de Tolstoi y al describir su aldea y las historias de su abuela, deslumbró al mundo con la creación de un universo inédito, pero con hondas raíces en la tradición.

Y aparece entonces el tercer interrogante: ¿cuál es la función del Arte en una sociedad? Entre la noción gringa del entertainment y la necesidad religiosa y cósmica del Ser Humano de comunicarse con la divinidad, hemos perdido el camino: ¿uso u ornamento?, cuestionamiento sagrado o decoración banal...

Si el Arte sirve sólo para embellecer la vida y no para llenarla de sentido, de significación, de magia, de trascendencia, de poesía, ¡qué poco útil y qué prescindible! En la Naturaleza podemos encontrar la verdadera Belleza perdurable y no en los adornos superfluos de un arte señorero que todo lo pervierte y contamina.

El cuerpo es el instrumento de la memoria. Es más, el cuerpo es la memoria y cuando el cuerpo danza la memoria se expresa con los vocablos más primigenios que posee y que son patrimonio de todos los hombres. Al unir los términos Cuerpo – Patrimonio se asocia inevitablemente la Danza como puente entre estas dos dimensiones. Cuando un cuerpo ve a otro danzar, se establece una inevitable relación especular. El lenguaje sin palabras ni barreras idiomáticas del cuerpo que danza, nos pone en contacto como espectadores con nuestro propio cuerpo. La verdad universal del cuerpo, que no sabe mentir porque no puede, es el patrimonio original de todos los hombres.

Una educación que pretenda fomentar y formar un sentido de pertenencia a una determinada cultura, además de dotar al individuo de conocimientos para la vida, debe ante todo estimular desde el inicio de la vida escolar ese sentido de pertenencia hacia lo primero y lo único que verdaderamente poseemos y que nos posee: nuestro propio cuerpo. En muchos países se está luchando actualmente por introducir la Danza en los currículos tradicionales. Esta, que es una tarea loable es, a nuestro juicio, infructuosa si no se vincula y se articula con toda una reforma a un área de conocimiento de la educación corporal a lo largo de la vida escolar. No se trata solamente de estimular el aprendizaje de formas, rutinas, técnicas corporales o como se hace en algunos de nuestros centros educativos conformando grupos de Danza tradicional, pensando que con esto no sólo se está preservando y transmitiendo el patrimonio, sino que además se está brindando una formación corporal. El cuerpo debe ser abordado en la educación como el instrumento / canal del conocimiento: un puente epistemológico que debe ser explorado y conocido en profundidad, como condición sine qua non para proceder a una justa apropiación del mundo.

III. El colegio del cuerpo1

El concepto de colegio tal como lo define el Diccionario de la Lengua Española, es una “comunidad de personas revestidas por una misma dignidad” y presupone un espacio/tiempo de reflexión/ acción alrededor de disciplinas específicas. El “colegio” desafortunadamente ha perdido sus connotaciones filosóficas totalizantes de tal forma que comúnmente se asocia a la idea de una simple “escuela”, habiéndose degradado ésta a su vez a un lugar de adiestramiento y de domesticación mecánicos. El “colegio” en su acepción más universal del latín “colligere” –reunir– implica no sólo la formación, sino también la investigación, la reflexión individual y colectiva, el debate, la documentación, la producción de ideas y publicaciones, etcetera.

El desarrollo integral humano es un horizonte de realización armónica del individuo, en las distintas dimensiones de su personalidad, que debe traducirse, para él, en una vida plena, digna y feliz. Esto significa respeto de sus derechos humanos y atención a sus necesidades materiales, pero también reconocimiento de su capacidad esencial de crecimiento personal como integrante de una comunidad y como ser expresivo que crea, se comunica y entra en relación dinámica con otros seres humanos.

Buena parte de los problemas que enfrenta nuestra sociedad al tener que admitir que alberga en su seno a hombres y a mujeres marcados por el resentimiento y la marginalidad –que siempre son factores invariables de violencia e intolerancia–, encuentran su origen en el desconocimiento que ella misma ejerce sobre el derecho fundamental que éstos tienen, desde su infancia y juventud, a soñar con un mundo posible y a encontrar por sí mismos en su propia capacidad creativa, las claves para reconocerse como actores sociales en condiciones de construir, en conjunto con otros hombres y mujeres, una sociedad mejor. Los procesos y los diálogos pedagógicos, artísticos y culturales oportunos con la infancia y la juventud, inciden de manera fundamental en el autorreconocimiento de su capacidad de transformar el mundo y las reconcilian con los aspectos positivos del ser humano, confrontándolas de manera esencial y definitiva con el uso de la violencia como instancia de imposición social y con los recursos de la drogadicción, la delincuencia y la prostitución como alternativas de escape, supervivencia o figuración.

El talento es la herramienta que la vida ofrece a la persona para que pueda buscar su felicidad. Hombres y mujeres conscientes de su talento y de su vocación, oportunamente encaminados a su ejercicio social, no solamente representan un inmenso capital de paz y convivencia para la sociedad, sino que son ciudadanos en condiciones de acceso a un ejercicio pleno de su vida productiva, capaces de reconocerse participantes de un pacto social y, por consiguiente, comprometidos con el fortalecimiento de un estado social de derecho que los acoge y ampara.

La formación artística en nuestro país, sin embargo, ha sido relegada al nivel de derecho exclusivo de sectores que tienen acceso a centros educativos especializados o encomendada, en las instituciones de enseñanza básica, a instructores que realizan su labor sin un proyecto social y pedagógico definido y sin una clara conciencia del sentido fundamental de su misión y que se limitan, por consiguiente, a impartir mecánicamente conocimientos generales y en todo caso no poseen las herramientas técnicas y profesionales necesarias para detectar el talento y formarlo de manera adecuada y oportuna. Esto revela una fractura decisiva: el hecho de que los artistas con amplio reconocimiento social no asumen su papel como actores sociales que, además de producir obras importantes y significativas tienen, entre otras, la responsabilidad de garantizarle a la sociedad la formación de nuevos artistas. El artista profesional que se reconoce a sí mismo como formador, por el contrario, por su doble condición de creador y educador, se apropia de la relación dinámica y fértil que existe entre la creación artística, el proceso pedagógico y el desarrollo social como fin último de su tarea.

El país, por otra parte, necesita que su creación artística establezca cada vez con mayor vigor un sano diálogo entre la sociedad que es su natural receptora, ‘la tradición’ que es fuente de su riqueza expresiva y temática y la búsqueda de la creación artística universal. El hecho de que artistas profesionales alienten sus procesos de creación de nuevas obras en profunda y fructífera interlocución con las comunidades organizadas, los creadores populares y la infancia y la juventud como fuente de hipótesis y determinación de temáticas y tratamientos formales, tendrá que redundar, por fuerza, en un arte capaz de consolidar y construir identidades regionales robustecidas por un proceso integral que responda a aspiraciones y necesidades reales y que obre, a la vez, como sensibilizador de públicos capaces de acceder a nuevos lenguajes y nuevos cuestionamientos de su realidad.

El simple hecho de acercar el arte a su público, acortando las distancias entre consumidor y creador, representa la consolidación de una sociedad en condiciones de mirarse a sí misma y de resolver, o cuando menos replantearse, en el plano de las emociones y las sensaciones, el cuestionamiento universal del hombre frente a su destino. Entre las manifestaciones artísticas de nuestro país, la danza ocupa un lugar privilegiado. Se dice que somos un país de “bailarines naturales”. Todas las regiones del país tienen abundantes ejemplos de danzas tradicionales y existen multitud de agrupaciones de aficionados, semiprofesionales y profesionales que se dedican a cultivar los diferentes estilos de danza ya sea tradicional, clásica o moderna. Sin embargo, la percepción de esta actividad como un vehículo de realización profesional/vocacional y económica, está lejos de ser reconocida.

El cuerpo humano, como patrimonio esencial de todos los seres humanos y como unidad mínima de expresión, es el objeto de estudio y epicentro conceptual y práctico de todas las actividades que se llevan a cabo en el Colegio del Cuerpo, en la búsqueda de la construcción de una nueva ética del cuerpo –del cuerpo individual y del cuerpo social– para lograr la paz de los órganos que es la salud y que en términos colectivos equivale a la convivencia, la plenitud y al respeto entre sus miembros. Tal como lo define el psiquiatra Luis Carlos Restrepo el cuerpo es el “espacio sagrado donde la vida acontece, zona de mediación (...) el sitio donde se arraiga y se reproduce la cultura”.

En un país como Colombia, sumido en una sangrienta crisis de valores, el cuerpo humano ha perdido su dimensión sacra: diariamente lo vemos torturado, mutilado, asesinado. El cuerpo espiritual ya no existe: sólo percibimos su dimensión material que, por ser perecedera, ha llegado también a tornarse perversamente “desechable”: asesinable. Se trata de rescatar el cuerpo individual para respetarlo, para habitarlo, para amarlo, con una dosis de sano narcisismo que se equipare a la autoestima: Una vez que el individuo se conoce, se conquista, se esculpe y se valora, empieza por ende a conocer, a valorar, a estimar el cuerpo/ser del otro en una relación especular de respeto profundo por la alteridad. El cuerpo total que somos, no el que tenemos, porque en la valoración entre ser y tener hemos perdido el camino.

El Colegio del Cuerpo es un centro artístico y pedagógico internacional que mantiene intercambios con instituciones y artistas del mundo entero y propicia el diálogo entre diversas vertientes artísticas y culturales. Para adelantar su misión y alcanzar la visión futura que sus fundadores e integrantes poseen, se trabaja fundamentalmente en cuatro áreas y programas que se concretan en una serie de proyectos y actividades como la formación, la creación, la sensibilización y difusión, el festival Internacional de las Artes Memoria e Imaginación, el proyecto Espacio San Francisco, las Células itinerantes de sensibilización, difusión del pensamiento y de las metodologías desarrolladas la investigación y la documentación.


Cita

1 El Colegio del Cuerpo, ubicado en el Claustro San Francisco en Cartagena de Indias, tiene como propósito fundamental generar una comprensión renovada de la dimensión corporal, como elemento constitutivo esencial de la condición y la expresión humanas y como factor determinante en el mejoramiento de la calidad de vida de la población. Actualmente es codirigido por los coreógrafos Alvaro Restrepo y Marie France Delieuvin y cuenta con el apoyo del Ministerio de Cultura y la Alcaldía de Cartagena, la Agencia Española de Cooperación Internacional (AECI).