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Espejos coloniales: los criollos en la disputa del mal venéreo*

Espelhos coloniais: os crioulos na disputa da doença venérea

Colonial mirrors: the criollos in the dispute of the social evil

DOI: 10.30578/nomadas.n45a9

 

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Mónica Eraso Jurado**

Resumen

El presente artículo pregunta por la manera en la cual el concepto de raza es apropiado por los ilustrados americanos a finales del siglo XVIII. Indaga específicamente sobre la manera en la cual Francisco José Clavigero, Antonio Sánchez-Valverde y Eugenio Espejo respondieron a las acusaciones de Jean Astruc de que América era la cuna del mal venéreo y a las construcciones somáticas que el texto de Astruc producía. Señala que figuras ópticas como las del espejo, el reflejo y la difracción son útiles para pensar el problema de la colonialidad.

Palabras clave: raza, colonialidad, mal venéreo, prostitución, negro, mestizo.

Resumo

Este artigo indaga pela maneira como o conceito de raça é aceito como próprio pelos ilustrados americanos no final do século XVIII. O artigo pergunta especificamente pelo jeito no qual Francisco José Clavigero, Antonio Sánchez-Valverde e Eugenio Espejo responderam as acusações de Jean Astruc, que afirmaba que na América tinha-se originado a doença venérea, e as construções somáticas que produzia aquele texto. No artigo afirma-se também que figuras óticas como as do espelho, do reflexo, e da difração são úteis para pensar sobre o problema da colonialidade.

Palavras-chave: colonialidade, doença venérea, prostituição, negro, mestiço.

Abstract

This article inquires about the way American intellectuals understood the concept of race at the end of the XVIII Century. It specifically analyzes how Francisco Jose Clavigero, Antonio Sánchez-Valverde and Eugenio Espejo responded to Jean Astrucs claims that the Americas were the origin of social evil and to the somatic definitions created by Astruc’s text. The article points out that the analogy of optical figures such as mirror, reflection and diffraction are useful when discussing the problem of coloniality.

Key words: race, coloniality, social evil, prostitution, Afro-Colombian, mestizo.

*Este artículo se originó en la investigación presentada como tesis de Maestría en Estudios Culturales de la Universidad Javeriana en febrero del 2015, titulada “De morbis venereis: la construcción de raza y sexo en los tratados médicos de Jean Astruc (1736-1765)”. La investigación fue reconocida como meritoria y se publicó en el 2016 por la Editorial de la Universidad Javeriana. La reflexión se ha seguido desarrollando posteriormente, y el problema por tratar en el presente artículo, aunque hace parte de la misma investigación, no fue incluido en la disertación final.
**Profesora de Historia y Teoría del Arte en la Licenciatura en Artes Visuales de la Universidad Pedagógica Nacional, Bogotá (Colombia). Maestra en Artes Plásticas de la Universidad de los Andes, Magíster en Estudios Culturales de la Universidad Javeriana, grado Cum Laude. Becaria del Programa de Estudios Independientes del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (bienio 2010-2011). E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.

Juguemos a que existe alguna manera de atravesar el espejo; juguemos a que el cristal se hace blando como si fuera una gasa de forma que pudiéramos pasar a través. ¡¿Pero, cómo?!


Lewis Carrol

Introducción

En 1736 un médico de la corte francesa dio soporte científico a un antiguo rumor: que el mal venéreo era una enfermedad indígena y que había sido llevada a Europa por Colón y su tripulación en el segundo viaje de retorno. Para el momento de la publicación de su Tratado sobre las enfermedades venéreas, hacía ya más de dos siglos que se conocía esta hipótesis. Lo que logró Jean Astruc, médico oficial de Luis XV, fue dar una explicación racional y científica a lo que antes eran sólo especulaciones dignas de pasar al olvido en un siglo en el cual se pretendía que las luces se proyectaran solamente sobre aquello que era verdadero.

En mi libro De morbis venereis me concentré en la manera en la cual los textos médicos de Jean Astruc construían una diferencia racial entre el cuerpo de las mujeres europeas y aquellas de los “países ardientes”. Para el autor, el mal venéreo se habría producido en América y el cuerpo de las mujeres indianas era responsable de haber producido dicha enfermedad, pues

No debe causar admiración que el diferente semen de muchos hombres, que unos spertmas [sic] acres y heterogéneos, confundidos entre sí, mezclados con una sangre menstrua, muy acre y virulenta, retenidos en un útero caliente, y inficcionado, [sic] se corrompiesen en el en el poco tiempo y diesen motivo al origen del mal venéreo, que se comunicó después por el contagio á los que eran más continentes. (Astruc, 1772 [1736]: Tomo I, 321)

De este modo, para el médico francés, la diferencia colonial1 se traducía en una diferencia menstrual que separaba a las mujeres cuya sangre periódica y su útero producían a la población europea, de aquellas que en sus fluidos y sus úteros producían la enfermedad, que según Astruc, serían las mujeres de los países ardientes. En este artículo me propongo analizar la manera en la cual ilustrados criollos como Antonio Sánchez Valverde, Francisco José Clavigero y Eugenio Espejo respondieron a las acusaciones de Astruc2.

Si el médico francés proponía una jerarquización global de los cuerpos —de acuerdo con la corrupción de los humores— en la cual las mujeres no blancas ocuparían el lugar más bajo y los hombres europeos estarían en la cúspide, ¿qué tipo de organización de los cuerpos proponían en su defensa de América los ilustrados criollos?

Lo que me interesa revisar en este artículo es de qué manera la apuesta taxonómica y de jerarquización racial de los cuerpos que Astruc construye en sus textos es refutada, contrastada, complementada, modificada o trasplantada en el discurso de los criollos ilustrados. Para ello dividiré mi exposición en tres apartados: primero reconstruiré las respuestas de los ilustrados americanos —Francisco José Clavigero y Antonio Sánchez-Valverde— ante la demostración de Astruc sobre la procedencia americana del mal venéreo, centrándome principalmente en las negociaciones con la formación del concepto de raza; luego revisaré la apuesta biopolítica en las reflexiones médicas propuestas por el médico quiteño Eugenio Espejo y las representaciones de las castas que allí se proponen. Finalmente, trazaré algunas líneas que nos permitan entender las consecuencias que estas miradas coloniales tuvieron y siguen aún teniendo sobre la jerarquización de los cuerpos en América Latina.

 • Pan American Airways, 1940’s. | Paul George Lawler

Un mexicano le responde a Astruc

En el Tratado sobre las enfermedades venéreas y en el Tratado de las enfermedades relativas a las mujeres, el médico francés Jean Astruc se encargó de argumentar que Europa debía contenerse del comercio impuro con las mujeres de los países ardientes, puesto que considera el mal venéreo como una enfermedad endémica americana, es decir, una enfermedad que solamente se produce en un lugar específico: “Estas especies de enfermedades endémicas, que son propias singularmente de un país provienen de una causa particular y propia de aquel país; pero que al mismo tiempo es bastante general para poder obrar en muchos habitantes a un mismo tiempo” (Astruc, 1772 [1736]: Tomo I, 240). En sus disertaciones Astruc aporta uno de los primeros componentes somáticos de la raza, pues allí propone que los cuerpos —especialmente los fluidos— de europeos y americanos son ontológicamente distintos. Los segundos han sufrido de una corrupción debido al clima malsano y a las costumbres aberrantes (Astruc, 1772 [1736]: Tomo I, 240) del que los primeros se deben proteger. Ante tal representación de América y de los americanos, los ilustrados del Nuevo Mundo emprenden una serie de defensas de su territorio que se proponen rebatir la tesis de Astruc.

Tal vez el primero en responder ante las acusaciones de Astruc sea el clérigo e historiador mejicano Francisco José Clavigero, quien dedica el último capítulo de su Historia antigua de Mégico a disertar sobre el origen del mal venéreo: “Finalmente cuanto afirma Mr. Astuc del humor espermático, de la virulencia de la sangre menstrua, del desaseo de las Americanas y de su furor uterino, son palabras al aire, que no se apoyan en ningún fundamento histórico” (1821 [1780]: 440). En las dieciocho páginas que utiliza para su disertación, Clavigero brinda argumentos de todo tipo para limpiar la sospecha de que el mal venéreo es americano, sin embargo, su conclusión es devastadora:

El mismo Astruc dice que en su opinión después de haber examinado, y pesado el testimonio de los autores, el mal venéreo no era solamente propio de la isla de Haití, o Española, sino que era común a muchas regiones del antiguo continente, y quizás a todas las equinocciales del mundo […]. Esta ingenua confesión de un hombre tan instruido en esta materia, y por otro lado tan empeñado contra América, además de las otras autoridades citadas, es suficiente para demostrar que aunque supongamos al mal venéreo antiguamente conocido en el Nuevo Mundo, nada pueden echar en cara los Europeos a la América que los Americanos no puedan decir a otras partes del globo, y que si como dice Mr. Astruc, la sangre de los Americanos estaba corrompida, no estaba más sana la de los Africanos y Asiáticos. (1821 [1780]: 434)

En su defensa de América, y con el ánimo de rebatir el origen americano del mal venéreo, Clavigero deja intacta la idea de que existen sangres puras e impuras, y la noción de superioridad de la sangre europea. Después de refutar extensamente la teoría de Astruc, Clavigero se pregunta: “¿Cuál es pues su origen [el del mal venéreo] puesto que no lo tuvo ni en América ni en Europa?” (1821 [1780]: 449), para pasar a explicitar sus especulaciones: “Si en medio de tantas tinieblas se me permite hacer uso de una congetura [sic] diré que mis sospechas se fijan en Guinea o en algún otro país equinoccial del África” (449).

¿En qué se basan las conjeturas de Clavigero? ¿Qué visión de América pretende el jesuita establecer al acusar a África como la “madre” del mal venéreo? Lastimosamente, nuestro defensor de América no ofrece una explicación argumentada —que nos permitiría saber más sobre los prejuicios que los ilustrados americanos tenían sobre los cuerpos negros—, puesto que se trata “solamente de una conjetura”, lo que sí podemos ver con claridad es que lo que dicha conjetura hace es desplazar el mismo tipo de jerarquización con la cual los europeos clasificaban los cuerpos de los americanos como naturalmente malsanos en relación con los cuerpos africanos. Vindicar “América” consistía para Clavigero en realizar dos operaciones complementarias: la primera radicaba en hacer un relato apoteósico de los indios, representándolos como el pasado de América, puesto que en la isla Española, los indígenas: “[…] ha de cerca de 200 años que dejaron absolutamente de existir” (1821 [1780]: 30); la segunda, en mostrar los cuerpos de los americanos como semejantes a los europeos, lo que construía una América criollo-mestiza que se contrapone a lo que se constituye como los otros. Los negros en el imaginario de Clavigero no son americanos sino siempre africanos, aun cuando fueran africanos nacidos en América.

El ataque del mejicano no se dirige por tanto a la idea de Astruc de que el clima y las malas costumbres degeneran los cuerpos y corrompen la sangre —una idea muy novedosa, puesto que inscribe en el cuerpo y ya no en la cultura la “inferioridad” del otro colonial—3 , sino a la idea de que la naturaleza y el clima americanos son malsanos y poco aptos para albergar la civilización. La construcción del otro africano como cuerpo patológico permite en la argumentación de Clavigero, salvar al “americano” de quedar constituido como el reverso del europeo. Vemos un desplazamiento, por tanto, de la misma lógica racista.

Santiago Castro-Gómez, hablando de argumentos similares al que acabamos de ver en Clavigero, ha explicado que: “Su molestia [la de los criollos americanos] no es que los negros, los indios y los mestizos fueran denigrados, sino que ellos mismos fueran ‘igualados’ con las castas” (2010: 283). Si el concepto de raza es el espejo con el cual Europa se proyecta a sí misma como blanca y, por tanto, diferente y superior al resto de las poblaciones del mundo, respuestas como las de Clavigero no hacen otra cosa que el acto de mirarse a sí mismo en ese espejo e intentar hacer coincidir su propio reflejo con la mirada del otro.

En este sentido, decimos con Castro-Gómez que la operación de Clavigero, pero también la de Sánchez Valverde y Espejo, como veremos más adelante, evidencian la manera en la cual opera en la élite criolla la “colonialidad del poder”: ese “deseo por identificarse con el conquistador europeo, esto es, de verse y definirse a sí mismos a partir del espejo del colonizador” (2014: 83). En este caso, ese deseo se manifiesta por medio de la construcción de una América blanco-mestiza semejante a Europa, construida en oposición a su otra radical: África.

Matar al dragón: proyecciones coloniales en la disertación de Sánchez-Valverde

Particularmente interesante a este respecto es el sacerdote jesuita Antonio Sánchez Valverde, perteneciente a la élite criolla de Santo Domingo, con “la particularidad de que en Santo Domingo muchos de los criollos eran mulatos” (Cassá, 2008: 17). En efecto, Sánchez Valverde era un mulato que había logrado acceder —por una serie de azares familiares— a los privilegios que en las colonias americanas se reservaban para la élite criollo-blanca: acceso a la educación, altos puestos dentro de la orden jesuita, tenencia de grandes tierras familiares, etcétera (18).

A pesar de estar “blanqueado” por su riqueza y tradición familiar, Sánchez Valverde no estaba exento de sufrir de una “sutil” discriminación porque su fisionomía no se correspondía con el autoimaginado hombre blanco de las élites (18). Pese a sus títulos universitarios (se graduó de Teología del colegio San Francisco Javier de los jesuitas en 1755 y de Bachiller en Derecho Civil de la Universidad Santo Tomás en 1758), y de que su piel fuera “suficientemente clara” para ser admitido en el clero, su carrera sacerdotal se vio limitada debido a que no había podido demostrar “limpieza de sangre” ante las autoridades eclesiásticas (Cassá, 2008: 19-29).

En 1785, Sánchez Valverde publica un libro llamado América vindicada de la calumnia de haber sido madre del mal venéreo, que es en realidad una reproducción de la Disertación sobre el origen del mal venéreo de Clavigero, a la que el jesuita le añade una introducción y algunas notas que amplían la información, a la vez que nos permite ver las motivaciones particulares que llevan a nuestro sacerdote a republicar el texto: antes que una defensa de los negros o un cuestionamiento de la somatización de la raza y la imputación de que el mal venéreo se debía a una “corrupción” de la sangre —especialmente la sangre menstrual— no europea, el impulso de Sánchez Valverde para reivindicar a América era de carácter comercial. Su libro comienza de esta manera:

Poco, o nada habíamos hecho en manifestar el valor de la isla Española, y las riquezas que abrigan en su seno; sino desengañamos también al mundo de la antigua fábula que le ha persuadido haber en ella un furioso Dragón, que defiende sus tesoros. El inventor de ese cuento recibido y propagado desde los treinta años del descubrimiento de aquella isla por todos los escritores de Europa, y esforzado en nuestros días con mayor empeño por Mr. Paws [sic], fue Gonzalo Fernández de Oviedo. (1785: 2)

La situación económica de Santo Domingo enfurecía no sólo a Sánchez Valverde, sino a toda la élite colonial, puesto que las únicas fuentes de ingreso que tenían eran la venta de ganado a su vecina, la colonia francesa Saint Domingue, y del “situado” que enviaba la Corona española para los gastos administrativos de la colonia (Jauregui y Solodkow, 2014:145). El sacerdote mulato achacaba esta desventaja comercial a la que estaba abocada la élite criolla de Santo Domingo, a un abandono de la metrópolis con respecto a esta colonia, mientras que la metrópolis francesa sí se ocupaba de hacer crecer la economía de su colonia en la misma isla, haciendo que Saint Domingue entrara en el flujo mundial del capital (Jauregui y Solodkow, 2014:147). Para el momento en el que Sánchez Valverde escribió su disertación, Saint Domingue era la mejor colonia posible: sus exportaciones representaban dos tercios del comercio exterior de Francia, y su producción agrícola sustentada en el trabajo esclavo hacía de la colonia francesa la envidia de sus vecinos. En palabras de James: “Si en ningún lugar sobre la tierra se concentraba tanta miseria como en un barco negrero, en ningún lugar del globo abundaba tanta riqueza, proporcionalmente a su superficie y dimensiones como en la colonia [francesa] de Santo Domingo” (James, 2003: 57). Con cierta nostalgia, Sánchez Valverde compara las colonias francesa y española de la isla y concluye que “la Nación Francesa, sin exageración alguna, se utiliza más de sus Colonias en aquella Isla, que la nuestra de todo el Continente” (1785: 160).

Air France,1948 | Bernard Villemot

La América vindicada de ser la madre del mal venéreo era un esfuerzo por persuadir a la Corona española para que fomentara la agricultura, permitiendo el desarrollo económico de esta colonia. Sánchez Valverde intuía que el miedo de los europeos a contagiarse con el mal venéreo —que como se ha mencionado, había sido atribuido a América, pero más específicamente a la isla Española— era una de las razones del abandono, situación que ponía a la élite de Santo Domingo no sólo en desventaja respecto a sus vecinos de isla, sino también frente a los criollos de otras colonias españolas: “Como la invención de Oviedo se ha hecho una preocupación generalísima que puede retraer el comercio o la habitación de la Española a los europeos, me ha parecido desvanecer […] esta fábula tan perjudicial para el fomento de aquella isla que desea nuestro gloriosísimo monarca” (Sánchez, 1785: 5-6)4.

La estrategia económica propuesta por Sánchez Valverde se ve de manera más clara atendiendo a dos de sus escritos. Si en La América vindicada apelaba a las reformas que la dinastía de los Borbones había abierto para las colonias americanas, y disuadía del miedo al contagio que bloqueaba la “buena gestión imperial” en Santo Domingo, en La idea del valor de la isla Española solicitaba con urgencia tomar medidas para favorecer el incremento de la población y con especial urgencia solicitaba la importación de esclavos argumentando que mientras en la colonia francesa se contaban en 1777 “sobre trescientos mil negros […] nosotros apenas contamos con doce o catorce mil esclavos en toda la extensión de nuestras posesiones” (Sánchez, 1957 [1785]:169). Tierras que, según el autor, eran más del doble del territorio ocupado por los franceses.

La imagen que Sánchez Valverde tenía de sí mismo en tanto que criollo ilustrado hacía posible que su ojo se alineara con el del colonizador, y defendiera con ahínco la pureza de la sangre española, sobre todo aquélla que los “descendientes de estas castas” habían mantenido durante los casi tres siglos de colonización en América. Para ello, el jesuita discute con el escritor francés Weauves, quien atribuye el atraso económico de la colonia española en Santo Domingo a la pereza natural de sus habitantes, resultado de la terrible mezcla de sangres. Dice Weauves:

No hay Colonia Española ni Portuguesa en que no se vean Mulatos poseyendo las Dignidades del primer orden. Por esta razón es que estas dos Naciones no tienen tal vez una gota de sangre pura, sea que hayan tomado esta mezcla de los Negros, sea de los antiguos Moros. (Weauves citado en Sánchez, 1957 [1785]: 166)

Ante lo cual, nuestro mulato ilustrado responde:

En España hay sangre tan pura como en qualquiera [sic] otro Reyno [sic]. Ninguno ha dexado [sic] de mezclar la suya con otros en las varias revoluciones que todas han padecido. Los Americanos, que han descendido de estas Casas, han procurado conservar su pureza en Indias más que los Franceses, cuyos Condes y Marqueses casan en las Colonias de Santo Domingo con Mulatas ricas y generalmente el luxo de éstas, superior al de las señoras Americanas, está manifestando junto con su multiplicación, el aprecio que de ellas hacen los franceses. (Sánchez, 1957 [1785]: 167)

KLM, 1954 | Frans Mettes

El argumento de Weauves es enfático en la idea de que la mezcla de sangres —especialmente si esta mezcla contiene “sangre negra”— produce la degeneración. La defensa de Sánchez Valverde —que a los ojos de Weauves sería uno de esos mulatos que (haciéndose pasar por lo que no es) posee dignidades de primer orden— no contradice la idea de que la “sangre negra” sea impura o que de ésta se desprendan rasgos como la pereza o la indolencia. Lo que defiende es la idea de que los habitantes de Santo Domingo, aunque tienen sangres mezcladas, poseen una “buena mezcla” en tanto sólo combinan la “sangre indígena” con la “sangre española”. Concuerda con Weuves en su baja estima de la “sangre negra”, y por ello se dice ofendido por cuanto tanto él como otros extranjeros han “abierto nuestras venas” y manchado “nuestra sangre”, “tanto de los Indo-Hispanos como la de sus progenitores, los Españoles” (Sánchez, 1957 [1785]:166), al decir que está mezclada con aquélla de los negros.

Hasta aquí, su defensa de una América imaginada como mestiza no dista de la de Clavigero, pero la disertación de Sánchez Valverde va más lejos. No contento con crear un “nosotros” blanco-mestizo y de solicitar la importación de esclavos (siempre considerados como los otros, como africanos importados) a la isla, nuestro ilustre criollo propone al imperio ajustar ciertas medidas para poner mano dura a los esclavos que ya habitaban en la colonia “porque ésta es una especie de Negros que viven sin disciplina ni sujeción, que saca su jornal, la hembra por lo general, del mal uso de su cuerpo, y los hombres generalmente del robo” (1957 [1785]: 170). Finalmente, ad portas de la revolución de Haití, Sánchez Valverde declara inmoral conceder la libertad a los hombres, pero sobre todo a las mujeres esclavizadas, quienes, según él, eran las que más fácilmente accedían a la libertad y, por ello, sugiere fortalecer las leyes para que del mismo modo que éstas habían dificultado los matrimonios entre amos y esclavas (matrimonios con los cuales las mujeres negras accedían a la libertad tal y como había ocurrido décadas atrás con su abuela):

[…] dispusiese igualmente que los excesos entre los Amos y las Esclavas sirviesen de óbice legal a la libertad de éstas, atajaría unos concubinatos que son demasiadamente comunes, no inutilizaría para el Estado las manos de estas Esclavas y de su descendencia y cortaría las prostituciones de ellas, que después de libres no tienen otro oficio para subsistir que el que les sirvió para sacudir la esclavitud. (Sánchez, 1957 [1785]: 172)

La representación de la naturaleza lasciva y promiscua que Astruc hacía de las mujeres no blancas y que servía en su disertación como soporte para argumentar que el mal venéreo se hubiera engendrado en América —pero también en África— era retomado por Sánchez Valverde para alertar al imperio sobre las nefastas consecuencias que podría traer la laxitud en las normas que regulaban la libertad de las esclavas: sin un hombre superior y fiel al imperio que guiara su conducta, las mujeres negras se prostituirían trayendo la ruina corporal y económica a la colonia española en Santo Domingo.

La representación de Sánchez Valverde de los hombres negros como ladrones y vagos y de las mujeres negras como lascivas y trepadoras, su defensa de la esclavitud, pero sobre todo su construcción de un “nosotros” blanco-mestizo, nos permite ver la posición de un criollo que se encuentra atrapado en el reflejo del otro: Sánchez Valverde es blanco, pues ha accedido a una autorrepresentación en la cual lo negro se ubica siempre en el lugar de “lo otro”.

Como veremos, el caso de Sánchez Valverde no es una excepción, puesto que ya para el siglo XVIII en las colonias españolas en América “ser blanco” era un ideal, una aspiración compartida tanto por la élite criolla como por personas pertenecientes a las “castas” que subjetivadas bajo la colonialidad del poder fortalecían y reproducían —no siempre de manera exitosa— las jerarquías sociales y raciales propuestas desde la perspectiva europea (Pedraza, 2014).

Un espejo neogranadino

El 11 de noviembre de 1785 el médico “cholo” nacido en Quito, Eugenio Espejo, presenta al cabildo civil un informe sobre la situación de salubridad en Quito: las “Reflexiones sobre la utilidad, importancia y conveniencias que propone don Francisco Gil, cirujano real del monasterio de San Lorenzo, y su sitio, e individuo de la Real Academia Médica de Madrid, en su disertación físico médica, acerca de un método seguro para preservar a los pueblos de las viruelas”. Al igual que Sánchez Valverde, Espejo había sufrido en carne propia las consecuencias de la rígida taxonomía de las castas en las colonias españolas. Igual que nuestro sacerdote y abogado de Santo Domingo, Espejo carecía de los certificados de “limpieza de sangre” necesarios para ingresar en la Universidad colonial, obstáculo que superó gracias a la “laxitud” en los requisitos de ingreso que permitieron hacia mediados del siglo XVIII las reformas borbónicas (Castro-Gómez, 2010) para obtener los títulos de médico y abogado.

Las reflexiones de Espejo proponen una serie de medidas para prevenir y controlar el conjunto de enfermedades contagiosas que aquejaban a Quito durante el siglo XVIII, entre éstas, la viruela y el mal venéreo. No me detendré sobre la disputa acerca del origen de este mal que está también presente en el texto de Espejo, sólo decir que no se distancia mucho de los planteamientos arriba mencionados tanto por Sánchez Valverde como por Clavigero. Lo que nos interesa revisar en el texto de Espejo es la manera en la cual su propuesta biopolítica, la apuesta por gestionar la población para el beneficio de los procesos económicos (Foucault, 2012), aboga porque en una alianza entre medicina —especialmente salud pública— y Estado, logren un disciplinamiento sobre el cuerpo de las “castas”. Su proyecto para implementar un plan de salud pública sirve también para “europeizar” a la Nueva Granada, pues como dice refiriéndose a la viruelas: “La Europa se ve limpia de ella, por sus costumbres, y policía, y que quizá no se vería en alguna región si no fuese por la sórdida flojedad de los africanos y la afeminada delicadeza de los asiáticos” (Espejo, 1985 [1785]: 36-37).

Una de las primeras medidas que propondrá para contener el mal venéreo consiste en realizar una clara distinción entre las prostitutas y las “mujeres de la vida devota” (Espejo, 1985 [1785]: 97). Contra las primeras, todas las acciones de la “buena policía”, porque estas mujeres pertenecientes a las castas no tienen la capacidad de gobernar sus liviandades y “no queriéndose sujetar a una curación radical, pueden viciar a toda la juventud” (1985 [1785]: 97). Por esta razón, propone un reglamento que permita obligarlas “por fuerza a que se retiren a un hospital”. Se trata, pues, de segregar a los cuerpos peligrosos para así poder gestionar la vida de aquellos que con su trabajo traerán la prosperidad para el Estado: “Este reglamento mira más directamente a las mujeres prostitutas, de las cuales ha habido algunas tan venenosas, que han hecho perder la virilidad o la vida a muchos hombres, poco después, o en el mismo acto de la junta torpe” (Espejo, 1985 [1785]: 96).

La población de la Nueva Granada, compuesta tanto por descendientes de europeos como de africanos y de indígenas, debe tener especial cuidado a la hora de gestionar de manera diferenciada sus cuerpos. Los primeros tienen ya la herencia de la civilización en su corporalidad, pero corren el peligro de contagiarse de los vicios y malas costumbres de los cuerpos africanos que son “los más negligentes y ociosos de toda la tierra” (Espejo, 1985 [1785]: 41). Vale la pena resaltar, además, la manera en la cual Espejo propone que el “veneno” de las prostitutas puede hacer a los hombres perder ya sea la virilidad o la vida. Igualar la muerte con la pérdida de la masculinidad es explicable sólo en tanto que Espejo entiende la preservación de la diferencia sexual como una fuente de riqueza para el Estado: la apuesta por preservar la fuerza de trabajo de la nación pasa necesariamente por preservar el carácter “viril” de los hombres. Podríamos anotar también cómo a partir de ello, es posible entender que para Espejo la virilidad no es una cualidad que emana necesariamente de los cuerpos de los hombres, sino que es más bien una característica adquirida y que es en virtud de su comprensión de la masculinidad como “segunda piel” que teme que ésta se pueda también perder. Para Espejo, la virilidad es la hermosura masculina,una hermosura para la cual la utilidad “es su principal objeto y fundamento” (Espejo, 1985 [1785]: 20) y de la que el Estado se beneficiará:

Esa utilidad es de todo el Estado; porque el hombre hermoso, en el sentido que acabamos de explicar, es apto para la agricultura, propio para el comercio, acomodado para las maniobras de marina, ágil para las manufacturas, idóneo para la fatiga militar, y a propósito para servir a la República de todos modos. (1985: 21)

Dada la división sexual del trabajo que Espejo acoge como herramienta para hacer prosperar el Estado, la pérdida de virilidad en los hombres se entiende como una pérdida de fuerza laboral y, por ello, propone la ecuación, según la cual, un hombre no viril es igual a un hombre muerto. Sólo en esta ecuación la afirmación de que con su veneno las prostitutas “han hecho perder la virilidad o la vida a muchos hombres” adquiere sentido.

El caso de Eugenio Espejo es uno de los pocos ejemplos que tenemos del pensamiento ilustrado americano no proveniente de la élite criollo-blanca y, por ello, se lo ha emparentado con las luchas de la creciente clase mestiza que a lo largo del siglo XVIII desafió el orden establecido en medio de una sociedad tan estratificada como la neogranadina (Landazuri, 2011).

A pesar de que, a los ojos de la élite, Espejo aparecía como un “simple cholo” (Castro-Gómez, 2010), nuestro ilustrado quiteño mantiene la representación de “las castas” que tanto las élites locales como los ilustrados europeos hacen de éstas. Espejo concibe no sólo a los negros, como Sánchez Valverde y Clavigero, sino también a los indios y mestizos, como personas sucias, perezosas, con costumbres aberrantes y peligrosas, por ello, el Estado, en cabeza de la élite ilustrada, deberá modificar sus costumbres y convertirlos en cuerpos bien constituidos, educados y útiles a la sociedad (Espejo, 1985 [1785]).

El Estado, representado como un padre protector, no deberá esperar a que las “castas” decidan por sí mismas porque el pueblo está constituido “por la mayor parte de indios bárbaros aún salvajes, que no son capaces de entrar en conocimiento de lo que les conviene” (Espejo, 1985 [1785]: 98), y sin una conducción apropiada continuarán con costumbres tan malsanas e incivilizadas como convivir con cerdos o defecar en las vías públicas:

[…] los puercos que vagan de día por las calles y que de noche van a dormir dentro de las tiendas de sus amos, que son generalmente los indios y los mestizos […] éstos mismos que hacen sus comunes necesidades, sin el más mínimo ápice de vergüenza en las plazuelas y calles más púbicas de la ciudad. (Espejo, 1985 [1785]: 58)

Lo que vemos en Espejo es una apuesta por convertir la Nueva Granada en un Estado europeo. Para ello, una de las tareas del Estado pasa por “civilizar” a las castas, esto es, conducir las costumbres, pero también el deseo de la gente no blanca —y en especial de las mujeres prostitutas— y provocar que el modo en el que se manifiesta su existencia, coincida con la imagen de sí que proyecta el colonizador.

Reflexión y difracción (a manera de conclusión)

La necesidad de escribir este artículo partió de la sorpresa, pero también de la dificultad, de entender lo que ocurría con las posturas de los ilustrados criollos, en especial de aquellos que habían vivido en carne propia los perversos efectos del sistema de clasificación racial que se impuso en las colonias americanas. Se hace claro a la luz del análisis presentado que ante la taxonomización racial y sexual de los cuerpos que el discurso sobre el mal venéreo reactivaba en clave científica durante los siglos XVIII y XIX, los ilustrados americanos revisados respondieron reafirmando la superioridad natural de unos cuerpos sobre otros: los cuerpos blancos y viriles debían ocupar el lugar más alto en la jerarquía mientras que los de las mujeres racializadas, la base. Considerados por ellos como inferiores, las mujeres no blancas debían considerarse como corporalidades contagiantes y como una amenaza para el cuerpo nacional. La dificultad que tuve a la hora de abordar estas posturas coloniales y racistas por parte de ilustrados como Sánchez Valverde o Espejo tuvo que ver con una cierta escencialización del lugar de enunciación de estos criollos racializados. El deseo por encontrar una resistencia de su parte hacia el concepto de raza, y especialmente a la idea de que la “raza” es algo que diferencia a unos cuerpos de otros, me dificultaba comprender que lo que evidencian los discursos racistas de estos ilustres criollos es la manera en la cual la colonialidad del poder fue interiorizada por las gentes americanas, tanto por quienes eran considerados como blancos como por aquellos que eran concebidos como parte de las “castas”. Tal vez podemos considerar la colonialidad del poder como un cristal que no sólo funciona como espejo en el que se produce un reflejo del mundo, sino también como prisma por el que se proyecta la construcción del mundo por venir.

Air France, 1938 | Roy Bret Koch. Musée Air France

Este mundo espectral logró conquistar la hegemonía. Tanto colonizadores como colonizados coincidieron en que la raza era una categoría adecuada para proyectar una imagen de sí mismos y para construir una forma de organización social también en las tierras colonizadas. La colonialidad, ese deseo de verse reflejado en el espejo dado por el colonizador, se hizo extensivo más allá de las independencias, por lo menos en las naciones americanas que se construyeron como mestizas, negando tanto a los indígenas como gente que habita el presente como a los negros, a quienes siguieron llamando africanos así llevaran varias generaciones poblando América (Latina).

En ocasiones, cuando se habla de la diferencia entre colonialismo (el período histórico en el cual las colonias efectivamente existieron) y colonialidad (la continuación de manifestaciones de la Colonia aún después de las independencias), parecería que la colonialidad se ejerce únicamente desde Europa o desde los países del norte global hacia América o las excolonias. Tal vez esta manera de entender la colonialidad es una herencia de la teoría de la dependencia, que alimenta la genealogía del pensamiento decolonial. Aníbal Quijano argumenta que la colonialidad se funda en la imposición de una clasificación racial/étnica de la población del mundo como piedra angular del patrón de poder capitalista (2007), exigencia que se llevó a cabo desde Europa pero que, como hemos venido mostrando, se adoptó en las colonias americanas no sólo por parte de las élites criollo-blancas que se consideraban europeos nacidos en América, sino también por parte de ilustrados racializados, ellos mismos víctimas de la jerarquización racial de los cuerpos. En palabras de Quijano: “[…] el eurocentrismo, por lo tanto, no es la perspectiva de conocimiento de los europeos exclusivamente o sólo de los dominantes del capitalismo mundial sino de del conjunto de los educados bajo su hegemonía” (2007: 94). La aceptación de las categorías impuestas por los colonizadores, su reproducción y adaptación son parte de los discursos con los que se construyeron las naciones latinoamericanas después de las independencias y que hicieron posibles la construcción de un “nosotros” blanco-mestizo, una identidad especular que negó y sigue negando lo negro y lo indio. La mirada colonial, por tanto, logró conquistar la hegemonía no sólo en la metrópolis, sino también en las colonias, por ello, los criollos ilustrados refutan las ideas de que América y especialmente Santo Domingo fue la productora del mal venéreo en los mismos términos en los que los europeos vincularon la naciente noción de raza con características no sólo culturales sino también somáticas. El tablero de juego no se llegó a rebatir: los ilustrados americanos se limitaron a desplazar la idea de que algunos cuerpos son “naturalmente” patológicos debido al clima y a las costumbres salvajes de los cuerpos americanos —entendidos como blancos y mestizos— frente a los cuerpos indígenas, pero sobre todo en relación con los cuerpos negros. Estas taxonomías de lo patológico harían parte de los imaginarios con los que las repúblicas americanas procuraron gobernar las poblaciones una vez conseguidas las independencias. Un caso paradigmático de continuación de esta mirada colonial es el de Laureano Gómez, quien sin el menor atisbo de vergüenza enunciaba frases como la siguiente en 1928:

En las naciones de América donde preponderan los negros reina también el desorden. Haití es el ejemplo clásico de la democracia turbulenta e irremediable. En los países donde el negro ha desaparecido, como en la Argentina, Chile y el Uruguay, se ha podido establecer una organización económica y política con sólidas bases de estabilidad. (Gómez, 1970 [1928: 48])

Si consideramos que la colonialidad ha venido funcionando a la vez como espejo en el que se refleja al mundo y como prisma por el que se ha proyectado la construcción de mundos futuros, vale la pena pensar en la posibilidad de la difracción. Es importante pensar en ésta porque, siguiendo la figura del espejo y del reflejo que hemos venido desarrollando en el texto, cabría la posibilidad de abogar por un espejo prístino en el cual pudiéramos ver un reflejo del mundo “tal cual es”. Se podría también abogar por lanzar piedras al reflejo colonial para permitir que emerjan identidades puras, capaces de reflejar la verdad de sus “razas”, pero ello sería intentar no hacernos cargo de la historia y de las historias con las que estamos construidos. La figura de la difracción que propone Haraway (2004) —esto es la proyección multicolor que produce una luz blanca atravesada por un prisma— es la posibilidad de generar una interferencia en el rayo unívoco. Aquí esta figura es potente puesto que la luz blanca coincide con el deseo de blanquitud que es también el deseo de negar lo no blanco tanto de la identidad subjetiva como de la colectiva. La difracción no trata de volver hacia atrás o de buscar unas identidades sin contaminaciones, es más bien una tecnología de visión que nos permite no producir “lo mismo desplazado” (como les ocurrió a nuestros ilustres criollos), sino que parte de la interrupción y nos lleva a la reinvención. Más que intentar romper el espejo y con ello desconocer el modo en el cual sus destellos nos han constituido, procuremos inventar historias que permitan que el reflejo colonial se desvanezca ante una serie de proyecciones múltiples en las cuales finalmente todos los cuerpos sean posibles.

Notas

  1. Mignolo explica que la diferencia colonial “consiste en clasificar grupos de gentes o poblaciones e identificarlos en sus faltas o en sus excesos, lo cual marca la diferencia y la inferioridad con respecto a quien clasifica” (2003: 39).

  2. Para ampliar sobre la manera en la cual los textos de Astruc plantean una diferencia colonial sexualizada, véase Eraso (2016: 84-90).

  3. Astruc retoma el discurso de “limpieza de sangre” presente en la península ibérica desde finales del siglo XV, pero lo modifica haciendo de la sangre un concepto que ya no sólo denota linaje, sino también cuerpo, de modo que cuando habla de la “sangre corrupta” de las mujeres indígenas, se refiere a una degeneración constitutiva de sus fluidos corporales (citado en Eraso, 2016: 64).

  4. Vale la pena resaltar la comprensión que el sacerdote dominicano demuestra sobre la manera en la cual los relatos tienen efectos sobre el mundo. El fin de su disertación era “matar al dragón”, acabar con la fábula de que el mal venéreo se originó en la isla de Santo Domingo, puesto que esta fábula se proyectaba sobre la isla deteniendo su crecimiento económico. Nuestra preocupación en este artículo es heredera de esta relación entre narración y mundo. Si los criollos ilustrados se narraron a sí mismos a través del reflejo que producía el espejo que el dominador había puesto frente a sus ojos, no sólo el reflejo, sino los ojos con los que se han mirado los cuerpos en América están codificados por la mirada colonial. La narración hecha desde Europa y ratificada en América aún se proyecta en la manera en la que se configura un “nosotros” en el que los cuerpos negros, indígenas, y los cuerpos de las mujeres que no se acogen a las normas de la castidad heterosexual no tienen cabida. Estos cuerpos siguen siendo excedentes de esta comunidad que se imagina como un bastión de la civilización europea en ultramar.

Referencias bibliográficas

Fuentes primarias

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    Fuentes secundarias

     

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