Vulnerabilidad corporal, coalición y la política de la calle*
Vulnerabilidade corporal, coalizão e a política de rua
Corporeal vulnerability, coalition and street policy
DOI: 10.30578/nomadas.n46a1
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Judith Butler**
Traducción del inglés: Luz Hincapié***
Resumen
Desde una postura feminista, el artículo aborda el tema del activismo político a partir del tema de la vulnerabilidad corporal y la movilización de cuerpos en las prácticas de resistencia. El enfoque que utiliza, parte del reconocimiento de la vulnerabilidad como una condición precontractual de las relaciones humanas que señala la interdependencia social. A partir de algunos ejemplos de movilización social contemporáneos, resalta la importancia de reconocer la precariedad compartida y luchar en alianza contra ésta, como forma de construir vidas dignas de vivir, frente al tipo de poder que desecha ciertos cuerpos y poblaciones.
Palabras clave: movimientos sociales, resistencia, feminismo, vulnerabilidad, interdependencia social, cuerpo y política.
Resumo
Desde um ponto de vista feminista, o artigo aborda o tema do ativismo político a partir do tópico da vulnerabilidade corporal e da mobilização de corpos nas práticas de resistência. O enfoque que utiliza, surge do reconhecimento da vulnerabilidade como uma condição pré-contratual das relações humanas que assinala a interdependência social. A partir de alguns exemplos de mobilização social contemporâneos, ressalta a importância de reconhecer a precariedade compartilhada e lutar em aliança contra ela, como forma de construir vidas dignas de viver, diante do tipo de poder que descarta certos corpos e populações.
Palavras-chave: movimentos sociais, resistência, feminismo, vulnerabilidade, interdependência social, corpo e política.
Abstract
From a feminist perspective, the article addresses the issue of political activism from corporeal vulnerability and the participation of individuals in practices of resistance. The approach of the article is based on the recognition of vulnerability as a pre existing condition of human relationships that reveals social interdependence. Through examples of contemporary social movements, the article highlights the importance awareness regarding the shared social scarcity, as well as the joint fight against it, as a means of constructing lives worth living in the presence of the social power that discards certain individuals and people groups.
Key words: social movements, resistance, feminism, vulnerability, social interdependence, body and politics.
*Este artículo fue publicado por primera vez en Inglés en el libroThe State of Things, Londres, Koening Books, 2012. Se trata de una versión modificada de la ponencia originalmente impartida en la Fondazione Querini Stampalia, el 7 de septiembre del 2011. Agradecemos a la autora por habernos dado la autorización para su reproducción en español.
**Profesora Maxine Elliot en el Departamento de Literatura Comparada y en el Programa de Teoría Crítica de la Universidad de California, Berkeley (Estados Unidos). Doctora en Filosofía de la Universidad de Yale. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
***Doctora en Estudios de Género y Culturales. Url: www.luzhincapie.com
Con este título planteo tres conceptos que conforman un grupo de ideas relacionadas desde el comienzo con el hecho de que las nociones importantes pueden agruparse y relacionarse con otras de manera novedosa y con un nuevo significado histórico. Pero quiero detenerme a pensar sobre lo que esta reflexión implica y descartar algunos conceptos erróneos que puedan surgir del título. Se podría llegar a pensar que mi afirmación es que los cuerpos en las calles constituyen algo bueno o que debemos celebrar las manifestaciones masivas, y que los cuerpos reunidos en las calles forman un determinado ideal de comunidad o hasta una nueva política digna de elogios (Butler, 2011). Aunque a veces los cuerpos congregados en las calles claramente causan alegría y esperanza, debemos recordar que la frase “cuerpos en la calle” puede igualmente referirse a las manifestaciones de derecha, a soldados agrupados para reprimir manifestaciones, así como a las formaciones de ocupación militar. Entonces, desde el comienzo debemos estar preparados para preguntar en qué condiciones los cuerpos congregados en las calles son razón para celebrar, o qué tipo de congregaciones realmente funcionan en el servicio de cumplir los grandes ideales de justicia e igualdad1. Como mínimo, podemos decir que las manifestaciones que buscan conseguir justicia e igualdad son merecedoras de elogios. Pero aún en esos casos, es necesario que definamos nuestros términos, ya que, como bien sabemos, hay opiniones contradictorias sobre la justicia, e indudablemente distintas formas de pensar y evaluar la igualdad. Dos problemas adicionales surgen inmediatamente; en algunas partes del mundo, las alianzas políticas no adoptan, o no pueden adoptar, la forma de congregación en las calles. Basta considerar situaciones de intensa vigilancia policial y ocupación militar. Las multitudes no pueden llenar las calles sin correr el riesgo de ir a la cárcel, de lesión o de muerte, y, por lo tanto, las alianzas a veces se dan de otras maneras, buscando formas de minimizar la exposición corporal a la vez que exigen justicia. Y las huelgas de hambre en las prisiones, como vimos en Palestina en la primavera del 2012, también se constituyen como formas de resistencia que deben ocurrir en espacios de confinamiento forzoso, entendidas como exigencias que hacen los cuerpos por el espacio público y la libertad. Recordemos entonces que la exposición corporal intensificada no es siempre un bien público, o al menos no es siempre la estrategia más exitosa de un movimiento emancipador. Además, también tenemos que considerar que algunas formas de concentración política no ocurren en las calles o las plazas, precisamente porque no existen ni calles ni plazas o porque no son parte del centro simbólico de esa acción política. Por ejemplo, un movimiento puede ser provocado con el propósito de establecer una infraestructura adecuada; pensemos en las barriadas de Sudáfrica, Kenia, Pakistán; los refugios temporales construidos sobre las fronteras de Europa; pero también los barrios de Venezuela, y las barracas de Portugal. Éstos son poblados por grupos de personas, incluyendo inmigrantes, ocupantes ilegales y/o romaníes, quienes luchan justamente por suministro de agua, sanitarios que funcionen, calles pavimentadas, empleo y provisiones necesarias. La calle no es entonces un lugar que podamos dar por sentado para ciertos tipos de congregaciones públicas, es también un bien por el cual lucha la gente, una necesidad infraestructural que constituye una de las demandas de ciertas formas de movilización popular.
• Aberdeen Bestiary, 1542 | Folio 15r. The monocero
Y, sin embargo, creo que podemos ver que en esas situaciones, con o sin calles, algunos requerimientos básicos del cuerpo están en el centro de las movilizaciones políticas. Y ciertamente podríamos hacer una lista de ellos: los cuerpos requieren comida y abrigo, protección de daño y destrucción y la libertad para moverse, trabajo, asistencia médica; los cuerpos necesitan otros cuerpos de apoyo para sobrevivir. Importa, por supuesto, la edad de esos cuerpos y si tienen alguna discapacidad, ya que en todas las formas de dependencia los cuerpos necesitan no sólo de otra persona, sino también de sistemas sociales de apoyo que son complejamente humanos y técnicos. Pero si éste es mi argumento, surge también otro conjunto de preguntas: ¿hablamos sólo de cuerpos humanos? ¿Y podemos hablar de cuerpos sin hablar, de los entornos, las máquinas y los sistemas sociales de interdependencia que necesitan, y que constituyen las condiciones de su existencia y supervivencia? Y, finalmente, aun si logramos entender y enumerar las necesidades del cuerpo, ¿luchamos sólo para satisfacer esas necesidades? ¿O luchamos también para que los cuerpos prosperen, y para que las vidas sean dignas de vivir? Una exigencia es que los cuerpos tengan lo que necesitan para sobrevivir, porque la supervivencia es sin duda una precondición para cualquier otra exigencia que hagamos. Y, así mismo, parece que sobrevivimos precisamente para vivir, y la vida, en la medida en que requiere supervivencia, debe ser más que esto para que sea digna de vivir (Butler, 2009). De ese modo, una segunda exigencia sería precisamente la de una vida digna de vivir. Entonces, ¿cómo pensar acerca de esta vida sin plantearle un ideal único o uniforme? En mi opinión, no se trata de descubrir qué es o qué debería ser realmente el ser humano, ya que ha quedado claro que los humanos son animales también, y que su existencia corporal depende de sistemas de apoyo que son tanto humanos como no humanos. Por lo que, hasta cierto punto, sigo a mi colega Donna Haraway cuando pide que pensemos en las relacionalidades complejas que constituyen la vida corporal, y cuando sugiere que no necesitamos más formas ideales de lo humano, sino maneras más complejas de entender ese conjunto de relaciones sin las cuales ni siquiera existiríamos2.
Movilizaciones corporales
Quizás me estoy adelantando al tema, o quizás me estoy rezagando respecto al propósito de este ensayo. Pero quería detenerme al principio para confirmar que no haya malentendidos innecesarios. Aunque haya quienes digan que los cuerpos activos congregados en las calles constituyen una multitud emergente, que de por sí configura un evento o un acto democrático radical, sólo estoy parcialmente de acuerdo con ese punto de vista. Hay todo tipo de multitudes crecientes que no me gustaría respaldar (aunque no disputo su derecho a reunirse), incluyendo congregaciones de racistas o fascistas y sus movimientos masivos. El objetivo final de la política no es simplemente emerger juntos y constituir de esa manera un nuevo significado de “pueblo”, aun cuando a veces, con el propósito de cambio democrático radical —el cual sí apoyo—, es importante emerger juntos en formas que reclaman y alteran la atención del mundo sobre unos fines más bien específicos. Después de todo, algo tiene que mantener unido a un grupo como ese, alguna exigencia, algún sentimiento de injusticia y de no vivir dignamente, algún indicio compartido de la posibilidad de cambio, y este último tiene que ser impulsado por una resistencia, como mínimo, a inequidades existentes y en expansión, a condiciones de precaridad3 que aumentan constantemente para muchas poblaciones tanto locales como globales, a formas de control autoritario y de seguridad que intentan suprimir movimientos y procesos democráticos. Por un lado, hay cuerpos que se congregan en las calles o en línea o a través de redes de solidaridad menos visibles, especialmente en prisiones, cuyas exigencias políticas se hacen a través de formas de solidaridad que pueden o no aparecer directamente en el espacio público. Por otro lado, hay movilizaciones que surgen en público que hacen sus reclamos a través de lenguaje, acción, gesto y movimiento, mediante brazos enlazados, rehusándose a moverse, conformando barreras de obstrucción corporal contra la policía y las autoridades estatales. Un movimiento determinado puede entrar y salir de un espacio de exposición intensificada, dependiendo de sus estrategias y de las amenazas de militares y policías que debe confrontar. Sin embargo, en cada uno de estos casos podemos decir que estos cuerpos forman redes de resistencia juntos, recordando siempre que los cuerpos no son sólo agentes activos de resistencia, fundamentalmente necesitan apoyo. Asimismo, no son sólo cuerpos que necesitan apoyo, también son capaces de resistir. De alguna manera, el propósito de este ensayo será pensar detenidamente acerca del dilema múltiple de requerir y exigir apoyo para la vulnerabilidad corporal y la movilización de cuerpos múltiples en las prácticas de resistencia.
Cuando esos movimientos funcionan, ellos mismos proporcionan el apoyo provisional para elaborar exigencias más amplias de formas de apoyo duraderas para unas vidas dignas de vivir. La exigencia es a la vez representada y solicitada, ejemplificada y comunicada. Los cuerpos se congregan precisamente para demostrar que son cuerpos, y para que quede políticamente claro lo que significa persistir como cuerpo en este mundo, qué requerimientos deben ser cumplidos para que los cuerpos sobrevivan, y qué condiciones hacen que una vida corporal, la única que tenemos, sea finalmente digna de vivir.
Entonces, no es exclusivamente o principalmente como sujetos con derechos abstractos que salimos a las calles. Salimos a las calles porque necesitamos caminar o movernos allí, necesitamos que las calles sean estructuradas para que, aunque estemos en silla de ruedas, nos podamos mover y podamos atravesar ese espacio sin obstáculos, acoso, detención administrativa, miedo a ser lesionado o muerte. Si estamos en las calles es porque somos cuerpos que necesitamos apoyo infraestructural para continuar nuestra existencia y para vivir vidas que importan. La movilidad es en sí un derecho del cuerpo, pero es también una condición previa para el ejercicio de otros derechos, incluyendo la posibilidad de congregarse.
De este modo, si yo advierto desde el comienzo contra la celebración cómoda de la concepción de cuerpos activos, también advierto contra la idea de que el activismo requiere pensar en el cuerpo exclusivamente como activo. Si el cuerpo fuera activo por definición, entonces no necesitaríamos luchar por las condiciones que permiten al cuerpo su actividad libre en nombre de la justicia social y económica. Esa lucha asume que los cuerpos están restringidos y son restringibles. Pero hay otro punto, que tiene que ver con la forma en que la idea de vulnerabilidad corporal se configura en la constitución de coaliciones que intentan contrarrestar la precariedad. Aunque no quiero plantear la idea del cuerpo como principal o exclusivamente vulnerable, creo que no podemos entender las formas de interdependencia que constituyen nuestras vidas corporales si no entendemos la relación entre vulnerabilidad y esas formas de actividad que constituyen nuestra supervivencia, nuestra prosperidad, como también nuestra resistencia política. En efecto, incluso en el momento de aparecer activamente en las calles, somos vulnerables. Esto es especialmente cierto para quienes aparecen en éstas sin permisos, quienes se enfrentan sin armas a la policía o a los militares o a otras fuerzas de seguridad. Aunque uno es privado de protección sin lugar a dudas, uno es reducido a una especie de “vida desnuda”. Por el contrario, ser privados de la protección es una forma de exposición política al mismo tiempo concretamente vulnerable y potencial y activamente desafiante. ¿Cómo entender esta conexión entre vulnerabilidad y resistencia desafiante en el terreno del activismo?
Feminismo y vulnerabilidad
Ciertamente, las teóricas feministas han argumentado por mucho tiempo que las mujeres sufren vulnerabilidad social desproporcionadamente4. Y aunque siempre hay riesgo al declarar que las mujeres son especialmente vulnerables —puesto que hay muchos otros grupos que tienen derecho a afirmar lo mismo— quizás se pueda recuperar algo importante de esta tradición. La afirmación se puede interpretar como que las mujeres son invariablemente vulnerables y que esto las define, y ese tipo de argumento aboga por disposiciones de protección paternalistas. Si las mujeres son particularmente vulnerables, entonces buscan ser protegidas y se vuelve responsabilidad del Estado o de otros poderes paternalistas proveer esa protección. Según ese modelo, el activismo feminista no sólo pide a la autoridad paterna privilegios y protección especial, confirma asimismo la desigualdad de poder que sitúa a la mujer en una posición de impotencia y, por inferencia, a los hombres en una posición más poderosa. Y donde el modelo no pone literalmente a los “hombres” en la posición de proveer protección, confiere a las estructuras estatales la obligación paternalista de facilitar el logro de metas feministas. Ese punto de vista es muy diferente a otro que reclama, por ejemplo, que las mujeres son al mismo tiempo vulnerables y capaces de resistir, y que la vulnerabilidad y la resistencia pueden ocurrir y de hecho ocurren simultáneamente, como vemos en algunas formas de defensa personal feminista (Dorlin, 2010, o incluso en ciertos movimientos abiertamente políticos de mujeres en la esfera pública donde generalmente no se les permite aparecer (mujeres transgénero en Turquía), o donde sufren hostigamiento o lesión sólo por presentarse como son (y esto incluye a las musulmanas con velo integral en Francia, por ejemplo).
Hay buenas razones, por su puesto, para abogar por la vulnerabilidad distintiva de las mujeres; sufren desproporcionadamente de pobreza y analfabetismo, dos dimensiones muy importantes de cualquier análisis global sobre la condición de las mujeres (y las razones por las cuales nunca seremos “posfeministas” hasta el momento en que esas condiciones sean completamente superadas). Entonces, la pregunta que emerge, y el tema central de este ensayo, es ¿cómo pensar acerca de la vulnerabilidad de las mujeres conjuntamente con modos feministas de acción, y cómo esa combinación puede aclarar las condiciones globales de precariedad, además de las posibilidades emergentes de hacer alianzas globales contra la precariedad?
La necesidad de establecer una política que impida el atrincheramiento paternalista resulta clara. Al mismo tiempo, si la resistencia al paternalismo se opone a todas las instituciones estatales y económicas que proveen bienestar social, entonces la posición se vuelve contraproducente. Por consiguiente, la tarea es aún más difícil ahora que las estructuras e instituciones estatales que proveen servicios humanos básicos en Europa y los Estados Unidos están perdiendo sus propios recursos, exponiendo de esta manera a más poblaciones a la carencia de vivienda, al desempleo, el analfabetismo y a servicios de salud inadecuados. Por lo tanto, desde mi punto de vista, la lucha reside en cómo hacer exigencias feministas efectivamente, para que esas instituciones sean esenciales en el sostenimiento de vidas, al mismo tiempo que las feministas resisten modos de paternalismo que restablecen y naturalizan las relaciones de desigualdad.
• Monstrum Marinum rudimenta habitus Episcopi referens "Historia de los monstruos"
Aunque el valor de la vulnerabilidad ha sido importante en la teoría y la política feministas, no significa que ésta sirva como una característica diferenciadora de las mujeres como grupo. No significa que las mujeres sean más vulnerables que los hombres o que las mujeres valoren la vulnerabilidad más que los hombres. Más bien, algunos atributos para definir los géneros, como vulnerabilidad e invulnerabilidad, son distribuidos de manera desigual desde ciertos regímenes de poder, y precisamente con el propósito de reforzar esos regímenes que privan de derechos a las mujeres. Pensamos que los bienes, como los recursos naturales, especialmente el agua, son distribuidos desigualmente en el capitalismo, pero debemos también considerar que una forma de administrar las poblaciones es distribuyendo la vulnerabilidad desigualmente de manera que las “poblaciones vulnerables” sean establecidas dentro del discurso y las políticas. Más recientemente, vemos que movimientos sociales y analistas de políticas hacen referencia a las poblaciones precarias, y que, por lo tanto, las estrategias políticas son diseñadas para mejorar las condiciones de precariedad5. Cuando extendemos la noción económica de distribución desigual a esferas sociales y culturales más amplias, nos enfrentamos, especialmente durante tiempos de guerra, con la desigualdad en la capacidad de las poblaciones de suscitar condolencia; en otras palabras, la idea de que algunas vidas son más dignas de conmemoración y duelo público cuando se pierden que otras. Las poblaciones que son el blanco de daños y destrucción en la guerra no son consideradas dignas de duelo desde un principio; lo mismo ocurre con aquellas poblaciones cuyo trabajo es esporádico y precario o las que son consideradas como “abandonadas” por formas sistemáticas de negligencia. Ser digno de ser llorado es una condición que uno tiene como ser viviente, como alguien cuya posible pérdida importaría a otros. Y así, esa condición no llega solamente en ocasión de la pérdida, también caracteriza una vida en su valor vivo.
Cuando la vulnerabilidad es distribuida desigualmente, entonces ciertas poblaciones son efectivamente objetos para lastimar (con impunidad) o desechables (sin duelo ni indemnización). Este tipo de señalización explícita o implícita puede justificar la imposición de daño contra esas poblaciones (como vemos en tiempos de guerra o en la violencia del Estado contra ciudadanos indocumentados). Siempre es posible considerar que esos grupos son responsables de su propio estado (según las formas neoliberales de “responsabilización”) o, conversamente, considerarlos como necesitados de la protección del Estado, de instituciones de la sociedad civil o de instituciones no gubernamentales. Creemos que estas dos posiciones son contrarias, pero ambas pueden pertenecer perfectamente a la lógica del poder. Si las poblaciones precarias han producido su propia situación, entonces no están situadas dentro de un régimen de poder que reproduzca la precariedad de forma sistemática. Si se considera que estas poblaciones necesitan protección y si las formas paternalistas de poder (incluyendo la filantropía y las ONG humanitarias) pretenden establecerse en posiciones de poder permanentes para representar a los despojados, entonces esas mismas poblaciones son excluidas de los procesos democráticos y de las movilizaciones. No es una solución moral que tiende a fijar a las poblaciones precarias como hiperresponsables o como necesitadas de cuidado, es más bien una solución política que busca animar y extender las exigencias democráticas radicales para el empoderamiento. Cuando cualquiera de esas dos soluciones morales es adoptada, quienes establecen los términos fortalecen su propio poder y, agregaría, su propia invulnerabilidad. Adicionalmente, entablan la distribución desigual de vulnerabilidad y de esta manera siguen una política de desigualdad.
Cuando esas estrategias de redistribución abundan, los que disponen o llevan a cabo los procesos de redistribución se instalan como invulnerables, si no impermeables, y sin ninguna necesidad de protección. Este acercamiento toma la vulnerabilidad y la invulnerabilidad como efectos políticos, efectos desigualmente distribuidos de un campo de poder que actúa sobre y a través de los cuerpos. Si la vulnerabilidad ha sido culturalmente codificada como femenina, entonces, ¿cómo es que algunas poblaciones son efectivamente feminizadas cuando se designan como vulnerables (algo claramente comprobado en la feminización represiva de hombres y mujeres torturados en Abu Ghraib y en Kandahar), y otras interpretadas como masculinas porque reclaman impermeabilidad? Nuevamente, no son características esenciales de los hombres o las mujeres, son más bien procesos de formación de género, el efecto de formas de poder que tienen como meta la producción de diferencias de género acompañadas por desigualdad.
Esto ha conducido a feministas psicoanalíticas a comentar que la posición masculina, formulada de esa manera, es efectivamente construida a través de la negación de su propia vulnerabilidad constitutiva. Esta negación o rechazo requiere la institución política del olvido o de olvidar, más específicamente, la vulnerabilidad propia y su proyección y desplazamiento a otro lugar. Quien logra esa impermeabilidad borra o externaliza todo rastro de la memoria de vulnerabilidad. Quien se considera, por definición, como invulnerable, está efectivamente diciendo “nunca fui vulnerable, y si lo fui, no era cierto, y no tengo memoria de esa condición”. Una afirmación obviamente contradictoria nos muestra, sin embargo, algo de la sintaxis política de la negación. Con todo, también nos muestra cómo pueden narrarse las historias para apoyar un ideal de uno mismo que uno desearía fuera verdad; esas historias dependen de la negación para obtener una coherencia que es del mismo modo sospechosa.
Aunque perspectivas psicoanalíticas como éstas son importantes para entender la manera particular como se distribuye la vulnerabilidad en términos de género, sólo logran parcialmente el tipo de análisis que se necesita aquí. Ya que si decimos que alguna persona o grupo rechaza la vulnerabilidad, estamos asumiendo no sólo que la vulnerabilidad ya existía, sino también que es de alguna manera innegable. La negación es siempre un esfuerzo para desviar lo que está obstinadamente presente, por ello, la refutación potencial de la negación es parte de su propia definición. En este sentido, la negación es imposible, aunque ocurre todo el tiempo. Sin duda, no se puede hacer fácilmente una analogía entre la formación de individuos y la de grupos, y, sin embargo, las formas de negación y rechazo se pueden observar en ambos. Por ejemplo, para algunos defensores de la lógica militar que busca la destrucción de grupos y poblaciones objetivo, les podríamos decir: “Actúas como si no fueras también vulnerable al tipo de destrucción que causas”. O a los defensores de determinadas formas de economía neoliberal: “Actúas como si nunca pudieras pertenecer a una población cuyo trabajo y vida son precarios, que puede de repente quedar privada de derechos básicos, o acceso a vivienda, o a asistencia médica, o que vive con ansiedad sin saber cómo, o si va a conseguir trabajo siquiera”. De esta forma, asumimos que aquellos que buscan situar a otros en una posición de vulnerabilidad —o instalarlos allí permanentemente— tanto como aquellos que buscan establecer o mantener una posición de invulnerabilidad para sí mismos, todos quieren negar la vulnerabilidad que, obstinada e intolerablemente, los une a aquéllos a quienes quieren subyugar. Si uno queda vinculado a otro contra su propia voluntad o sin haber contraído un contrato para esa unión, entonces el vínculo puede llevar a la locura, y ciertamente contradice la idea de que somos individuos con libertad de elección. Pero lo que esta consideración de ataduras, a la vez obstinadas e intolerables, nos revela es esa vulnerabilidad precontractual frente a los demás que define parcialmente las ataduras de interdependencia. Esto sirve menos como tesis existencial sobre la vulnerabilidad compartida, que como declaración general sobre la manera en la cual los cuerpos invariablemente dependen de relaciones sociales e instituciones duraderas para su supervivencia y bienestar (o dignidad de vida).
Precaridad y olvido
Aunque la última afirmación puede ser interpretada como existencial, pertenece más acertadamente a la articulación de la ontología social que de manera preliminar estoy intentando sugerir, puede convertirse en la base para nuevas formas de coalición, y que ocasionalmente ha sido ejemplificada en la política de calle contemporánea. Sugiero entonces que a) la vulnerabilidad corporal presupone la existencia de un mundo social, y como cuerpos somos vulnerables a los demás y a las instituciones, y asimismo, la vulnerabilidad constituye un aspecto de la modalidad social por la cual persisten los cuerpos. Adicionalmente, propongo que b) el asunto de mi o de tu vulnerabilidad nos involucra en un problema político más amplio relacionado con la igualdad y la desigualdad, ya que la vulnerabilidad se puede proyectar o negar (categorías psicológicas), pero también explotar y manipular (categorías sociales y económicas) en el curso de producir y naturalizar formas de desigualdad social. Esto es lo que se entiende por distribución desigual de la vulnerabilidad. La vulnerabilidad constituye un aspecto de la modalidad política del cuerpo, donde éste es claramente humano, pero entendido como un animal humano. La vulnerabilidad de unos frente a otros, es decir, aun cuando es concebida recíprocamente, señala una dimensión precontractual de nuestras relaciones sociales. De cierto modo, esto también significa que desafía la lógica instrumental por la cual protejo tu vulnerabilidad únicamente si tú proteges la mía (donde la política se convierte un tema de negociar o calcular posibilidades). De hecho, la vulnerabilidad constituye una de las condiciones de la vida social y política que no puede ser estipulada contractualmente, y cuyo rechazo y manipulación constituye un esfuerzo por destruir o administrar una condición de interdependencia social que podría ser de igualdad.
Este último enunciado podría dar a entender que existe un único sujeto soberano que distribuye la vulnerabilidad distintiva o desigualmente, pero no es necesariamente el caso. Estos modos de distribución y de rechazo pueden ser construidos dentro de las lógicas y estrategias institucionales, y así se convierten en formas de poder que operan sin la arrogancia de un único sujeto que decide. Y, por lo tanto, los esfuerzos para retar y refutar estos temas, algo que casi siempre ocurre bajo el nombre de precaridad, apuntan no sólo a los individuos que elaboran las políticas, sino, más fundamentalmente, a las formas de racionalidad, representación y estrategia que constituyen y caracterizan este tipo de poder.
Naturalmente, lo paradójico aquí es que no podemos utilizar la idea de formación de sujeto fácilmente para describir el tipo de poder que vuelve precarias a las poblaciones. Esto se debe a que, de alguna manera, el estatus de sujeto que tiene cierta población es precisamente lo que se invalida a través de la precarización: algunos seres no son constituidos como sujetos, en otras palabras, dejan de ser constituidos en absoluto. Este proceso no siempre presupone un marco diádico: una persona o grupo hace algo a otro. Nos queda el intento por entender las ocasiones en las cuales esas poblaciones ni siquiera aparecen, no cuentan para nada, a aquellos cuyos cuerpos no importan. Como ha dejado claro Gayatri Chakravorty Spivak, esas formas institucionalizadas de obliteración no pueden ser descritas mediante una supuesta categoría de sujeto6.
En los Estados Unidos, por ejemplo, la historia de los pueblos indígenas suele pertenecer a esta categoría. Son “descritos” y se les otorga una vida discursiva mediante narrativas nacionales sobre la fundación de las Américas, sin embargo, esa misma descripción casi siempre se convierte en un medio más para obliterarlos. Como sabemos —ya que España fue potencia imperial antes que Estados Unidos— la colonización de las Américas se logró por medio de masacres y exterminio que son regularmente negados en el aniversario comúnmente denominado Día de Colón. Y ahora existe un movimiento popular que ha logrado un éxito extenso para renombrarlo Día de los Pueblos Indígenas. Cuando hablamos de obliteración, también nos referimos a la reglamentación de la memoria y entramos en otra formulación de la negación: “No hubo masacre o despojo drástico, y aunque hubiese existido, no lo recuerdo o no hay archivo fiable, o no está entre las historias que conocemos o contamos”. Pero si sometiéramos esa historia a una comparativa de genocidio o a una historia comparativa de desplazamiento forzoso, entonces veríamos cómo la matanza de poblaciones enteras (en el Congo, en la Alemania nazi, en Armenia durante la primera parte del siglo XX, o la historia más recientes de desaparecidos en Chile, Argentina o incluso los asesinatos políticos de la España de Franco) regularmente se convierte en motivo de disputa entre historiadores. ¿Habrá o no una memoria institucionalizada? Y en esos casos, no se trata de la memoria como algo que tiene en la mente la persona que ha experimentado esa destrucción directamente. Es, al contrario, la memoria que se ha mantenido a través del archivo histórico, por medios discursivos y transmisibles, mediante la documentación, la imagen y el archivo. Para preservar la memoria de la vulnerabilidad de los cuerpos se requiere una forma de conmemoración que debe repetirse y restablecerse en el tiempo y en el espacio. Esto significa que no hay una sola memoria, que ésta no es finalmente un atributo de la cognición, sino que es mantenida y transmitida socialmente por medio de ciertas formas de documentación y exposición. En este sentido, la vulnerabilidad histórica de aquellos que fueron explotados, que perdieron sus tierras por expropiación o sus vidas, continúa en riesgo de desaparecer en el presente. Por eso, Walter Benjamin pensaba que se debía librar una batalla por la historia de los oprimidos, precisamente porque bajo las condiciones modernas esa historia corre el riesgo de desaparecer en el olvido.
Es justamente esta máxima benjaminiana la que fue y es aún puesta en práctica por las Madres de Plaza de Mayo, quienes desde 1977 comenzaron a reunirse cada jueves en la gran plaza de Buenos Aires, donde queda el gobierno argentino, para protestar públicamente por la desaparición de sus hijos, sospechosos de activismo contra la dictadura. Ilegal y persistentemente, caminaron en manifestaciones no violentas, recuperando el espacio público e incluso haciendo uso de su exposición pública como madres, precisamente para desafiar al régimen. Mientras caminaban, coreaban: “Queremos nuestros hijos, queremos que digan dónde están”. Las Madres decían: “No importa lo que nuestros hijos piensan, no deben ser torturados. Ellos deben tener los cargos que se les someten. Debemos ser capaces de verlos, visitarlos”.
A medida que el movimiento y los números de mujeres con hijos “desaparecidos” crecían, sus manifestaciones semanales se poblaban de más fotos de desaparecidos. Después, tanto Madres como Abuelas de Plaza de Mayo usaron pañuelos blancos como símbolo de la paloma blanca de la paz que puede “unir a todas las mujeres”7. Sin embargo, este movimiento no fue identitario ni maternalista. Estaba en contra de la brutalidad del régimen e incluso cuando el éste finalmente cayó en 1983, continuaron semanalmente y continúan hoy, con otras generaciones sumándose, para protestar contra cualquier olvido de esa brutalidad, y para que se haga justicia contra los torturadores. El sufrimiento, la conmemoración y la resistencia política caracterizan esa manifestación pública que continúa actualmente de forma periódica, y es al mismo tiempo una manifestación que reclamó el espacio público cuando estaba prohibido, y lo reclama aún, manteniéndolo como un derecho político.
Quizás ahora puedo aclarar dos puntos sobre la vulnerabilidad que no buscan ni idealizar ni menospreciar su importancia política. El primero es que la vulnerabilidad no puede ser asociada exclusivamente con la dañabilidad. Toda receptividad a lo que ocurre, incluyendo la receptividad de quienes documentan las pérdidas del pasado, es función y efecto de la vulnerabilidad, de ser receptivos a una historia que no está narrada o a lo que otro cuerpo ha padecido o esta padeciendo, aun cuando ese cuerpo ya no existe. Podemos decir que se trata de empatía a través del tiempo, pero quiero sugerir que parte de lo que un cuerpo hace -usando la frase de Gilles Deleuze (1990), derivada de su lectura de Spinoza- es abrirse a otro cuerpo, o a un conjunto de otros cuerpos, y por esta razón los cuerpos no son unidades cerradas. Están siempre en cierto sentido fuera de sí mismos, explorando o navegando su ambiente, extendidos y a veces hasta desposeídos por los sentidos. Si somos capaces de perdernos en otro cuerpo, o si nuestras capacidades táctiles, móviles, hápticas, visuales, olfatorias o auditivas nos llevan a actuar por fuera de nosotros mismos, es porque el cuerpo no se queda en su sitio, y porque este tipo de desposesión es generalmente característica de los sentidos del cuerpo. Es también la razón por la cual a veces tenemos que hablar de la regulación de los sentidos como un asunto político; por ejemplo, hay algunas fotografías de daño y destrucción de cuerpos en la guerra que con frecuencia nos prohíben ver, precisamente porque existe el miedo a que este cuerpo sienta algo de lo que padecieron esos cuerpos, o a que este cuerpo, en su acción sensorial por fuera de sí mismo, no permanecerá encerrado, indivisible e individual. En efecto, podríamos preguntarnos qué tipo de regulación de los sentidos —esas formas de relacionalidad eufórica— debe ocurrir para que se mantenga el individualismo como una ontología necesaria tanto para la economía como para la política. Es también la razón por la cual, algunas formas de documentación pública en los medios impresos y electrónicos, pero también en museos y espacios de arte, hasta en el espacio de arte de la calle, son importantes en la batalla contra el olvido histórico.
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Mi última observación al respecto es que el cuerpo puede convertirse y se convierte en el sitio donde se transmiten los recuerdos de otros. Ninguna memoria es preservada sin un método de transmisión, y el cuerpo es un sitio de transferencia (y transitividad) en el que tu historia se convierte en la mía, o donde tu historia atraviesa la mía. No necesito tener experiencia directa de tu historia para transmitir parte de ésta, pero la temporalidad de tu vida puede atravesar y atraviesa la mía, y esto es facilitado por cierto tipo de traducción, una que no pretende traducir todo adecuadamente. Pero es también porque estamos, o podemos estar, conectados el uno al otro, lo que es muy diferente a estar delimitados como sujetos individuales. De esta manera, la posibilidad de transmitir un recuerdo bajo amenaza política depende de la transitividad de ese recuerdo, su manera de cobrar forma y de ejercer un efecto sobre los cuerpos que no estuvieron y que no podían estar allí. Esto no es lo mismo que el tipo de testimonio prestado por los que sí estuvieron, pero sugiere que ese mismo testimonio depende de la transmisión para perdurar en el tiempo. Así, podemos ver cómo los recuerdos de otros llegan por nosotros, o incluso en nosotros, como una forma de relacionalidad, y podemos entender aún más la capacidad para recibir y expresar lo que los otros documentan sobre la historia, como una función de nuestra propia relación corporal a través del tiempo y el espacio con aquéllos cuyas palabras transportamos. Las llevamos en nosotros —son historias que se convierten en parte de lo que somos— pero también las portamos a pesar de nosotros, y al transportarlas estamos ya por fuera de nosotros mismos. En este sentido, la referencia a lo que está “dentro” de nosotros y lo que está por “fuera” de nosotros es reversible. No somos únicamente una criatura espacial y delimitada, aunque nunca podremos trascender esos límites completamente; somos también las historias que nunca vivimos, pero que, sin embargo, transmitimos en nombre de la lucha por preservar la historia de los oprimidos y para movilizar esa historia en nuestra lucha por justicia en el presente.
Cuando, por ejemplo, el gobierno israelí prohíbe cualquier mención o conmemoración del Nakba, el despojo forzoso de más de 750.000 palestinos de sus casa en 1948, frecuentemente cuando estaban aún en medio de la cena o durmiendo, sin aviso o justificación previa, para producir residencias para los ciudadanos judíos del nuevo Estado, ¿qué está haciendo exactamente?8. Está indudablemente intentando reglamentar la memoria para relegar una forma histórica y persistente de despojo y sufrimiento al olvido, y rechazar el nexo históricamente demostrado entre el despojo forzoso de un pueblo y la producción de una narrativa nacional liberadora para fundar otro. El despojo de personas y la expropiación de sus tierras no ocurrió una sola vez; más bien inauguró formas de expropiación de tierras y desplazamiento de poblaciones que ocurren habitualmente, fenómeno ampliamente demostrado en la expansión y legalización de la ocupación ilegal, la construcción de nuevos asentamientos, la recomposición de demarcaciones territoriales y las nuevas exigencias de juramentos de lealtad por parte de los palestinos a Israel como nación judía, e incluso en el debate ahora público sobre la transferencia de esos palestinos que viven aún dentro de las fronteras de Israel a los territorios ocupados.
Ciertamente, hay muchas historias que contar y en estas pocas páginas no puedo hacerles justicia a todas. Sin embargo, el cuerpo es central en las luchas contra el olvido de la historia de opresión. Lo que le ha ocurrido a los cuerpos es transmitido por varios medios, incluyendo testimonios orales y escritos, y vigilias silenciosas. Y cuando los cuerpos se congregan para oponerse al olvido de la historia de la opresión, abiertamente luchan contra ese pasado suprimido. Sus propios cuerpos están allí, representando a los de aquéllos que ya no existen. Y como ellos, están también en posición de vulnerabilidad corporal, recibiendo una historia que ejerce presión sobre ellos y, en este sentido, viviendo en un lapso de temporalidades al mismo tiempo que insisten en la historia de quienes ya no están y de quienes quedan. No hay historia estampada o inscrita sobre un cuerpo, o expresada a través de éste, sin que haya vulnerabilidad corporal. Una inscripción fuerza el cuerpo a doblarse, ceder, sufrir y responder, hasta tomar una nueva forma, teniendo la presión que se ejerce sobre éste, por lo que el cuerpo debe pensarse entonces no como sustancia contenida, sino como un sitio de dañabilidad, exposición apasionada y contacto ético.
Interdependencia y alianza
Entonces, ¿cómo podemos entender de la mejor manera la relevancia de la vulnerabilidad corporal para los cuerpos en alianza? Aunque frecuentemente hablamos como si la vulnerabilidad fuera una circunstancia contingente y pasajera, hay razones para no aceptar esto como punto de vista general. Claro que siempre es posible decir: “Era vulnerable entonces, pero ya no lo soy”, y decimos eso en relación con situaciones específicas en las cuales nos sentíamos en riesgo o susceptibles al daño. Éstas pueden ser situaciones económicas o financieras cuando sentimos que estamos siendo explotados, perdemos el trabajo o nos encontramos en condiciones de pobreza. O pueden haber situaciones emocionales que nos hacen más vulnerables al rechazo, para luego descubrir que hemos perdido esa vulnerabilidad. Aun cuando tiene sentido que hablemos de esta manera, igualmente lo tiene tratar con precaución la seducción del discurso ordinario en este momento. Y aunque sentimos válidamente que somos vulnerables en algunas ocasiones y no en otras, la condición de nuestra vulnerabilidad no es en sí alterable. A lo sumo, hay momentos cuando nuestra vulnerabilidad se vuelve evidente para nosotros, sumamente evidente, pero no es lo mismo que decir que sólo somos vulnerables en esos momentos. No sólo podemos ser vulnerables sin saberlo, pero el no saberlo es un aspecto de nuestra vulnerabilidad.
Efectivamente, la vulnerabilidad no se puede entender restrictivamente como un afecto limitado a una situación contingente, como tampoco se puede entender como una disposición subjetiva. Como una condición que coexiste con la vida humana, entendida como la vida invariablemente social del animal humano, y como atada al problema de la precaridad, la vulnerabilidad nombra una manera de abrirse al mundo (Merleau-Ponty, 1968; Fanon, 1967). De esta forma, la vulnerabilidad no sólo indica una relación con todo, también afirma que nuestra propia existencia es relacional. Decir que cualquiera de nosotros es un ser vulnerable es establecer nuestra dependencia fundamental no sólo de otros, también de un mundo que nos sostiene y que es sostenible. Esto tiene implicaciones para entender quiénes somos como seres apasionados emocional y sexualmente, ligados a otros desde el comienzo, pero también como seres que buscan persistir y cuya persistencia puede ser perjudicada o mantenida según nos apoyen o no las estructuras sociales, económicas y políticas.
Basándose en Hannah Arendt, Adriana Cavarero nos dice que uno de los momentos clave de la política, lo que quizás se pueda identificar como su momento ético constitutivo, es cuando surge la pregunta: “¿Quién eres?” (Caravero, 2000. Preguntamos esto implícita o explícitamente cuando buscamos implicar a una población en el discurso o establecer un lenguaje de representación. Esta pregunta no la hace necesariamente una persona. Una institución, un discurso, un sistema económico que pregunta “¿quién eres?” intenta establecer un espacio para que aparezca el otro. Preguntar “¿quién eres?” es admitir que uno no sabe de antemano quién eres, que uno está abierto a lo que viene del otro y que uno no espera que una categoría preestablecida sea capaz de articular de antemano la singularidad del otro. De este modo, una relación ética dentro del campo político hace la pregunta “¿quién eres?” sin esperar una respuesta final. Si la pregunta se detiene, también la naturaleza ética de la relación. Entonces, aunque nos lleguen muchas respuestas a la pregunta, ninguna respuesta puede o debe satisfacerla.
Esta pregunta ética dentro del campo político tiene implicaciones claras para nuestro modo de pensar acerca del multiculturalismo, los modelos de interseccionalidad, el pluralismo y el cosmopolitismo. Pero también designa una relación entre quien hace la pregunta y a quien se le hace la pregunta. Están ligados el uno al otro a través de la pregunta abierta, que está siempre de alguna manera acompañada por otra: “¿Qué necesitas para tener una vida digna de vivir? ¿Y cómo estamos implicados cada uno de nosotros en el problema de producir un mundo en el que se pueda vivir dignamente?”. Porque cada ser que cualquiera de nosotros queramos “conocer” también tiene condiciones de calidad de vida, y éstas son parte de lo que seguramente es comunicado en respuesta a la pregunta, “¿quién eres?”. No soy únicamente una persona que ya tiene comida y vivienda y expone la verdad interior a otra; soy inseparable de mis condiciones de dignidad de vida. Entonces, preguntar sobre otro es preguntar también quién permite una vida digna de vivir y qué la vuelve precaria.
Para entender esto, se debe tener en cuenta de manera activa la relación entre los diferentes significados de lo precario; la precariedad es una función de nuestra vulnerabilidad social y la condición de nuestra exposición que siempre asume alguna forma política; la precaridad es distribuida diferencialmente y, por lo tanto, es una dimensión importante de la asignación desigual de las condiciones que se requieren para una vida digna de vivir. Pero la precarización es también un proceso continuo, como ha señalado Isabell Lorey (2011). La precarización nos permite pensar acerca de la “muerte lenta”, en palabras de Lauren Berlant, padecida por las poblaciones agredidas y abandonadas a lo largo del tiempo y el espacio (Berlant, 2007). Y es ciertamente una forma de poder sin sujeto, que es lo mismo que decir que no existe un sólo centro que impulse la dirección y destrucción de la precaridad. Si consideramos únicamente el término precarización, no estoy segura de que podamos dar cuenta de la estructura de afecto que la “precaridad” nombra. Y si decidiéramos movilizarnos bajo el nombre de lo precario —como una nueva formación de identidad— entonces quizás desviaríamos la atención de las formas globalmente específicas en que se vive la precaridad como condición social y política, encubriendo que esa forma de poder realmente funciona. Quizás nos sentimos precarios o preferimos no sentirlo. En el último caso, el análisis tiene que estar ligado al impulso por ser impermeable, como ocurre con frecuencia en el discurso del nacionalismo militar y la retórica de la seguridad y la defensa nacional. Y, sin embargo, será importante llamar precarios a esos vínculos que apoyan las formas de vida, aquellos que deben estar estructurados por la condición de necesidad y exposición mutua, que nos deberían llevar a formas de organización política sostenedoras de los seres vivos en términos de igualdad o, al menos, los predispongan hacia la igualdad como un ideal por el cual vale la pena luchar.
Lo que parece ser finalmente más importante que cualquier forma de individualismo existencialista es la idea de que el “vínculo” es defectuoso y está desgastado, o que se ha perdido y es irrecuperable. Y esto es muy notable cuando, por ejemplo, los políticos del Tea Party en Estados Unidos se regocijan abiertamente por la idea de que los individuos que fracasaron en “asumir la responsabilidad” de su propia asistencia médica pueden enfrentar muerte y enfermedades como resultado9. En otras palabras, creen que quienes no han encontrado trabajo con seguro médico deben ser culpados moralmente por sus circunstancias, y si enfrentan enfermedad y muerte sin tratamiento como resultado de no tener cobertura médica, es porque sin duda se lo merecen. Cuando este argumento fue establecido, hubo una celebración ruidosa y enfurecida, como un placer sádico producido por la idea de la muerte de una persona con seguro médico inadecuado. Claramente, fue un momento en el que quedó destruido cualquier vínculo social posible entre los del Tea Party en celebración y la persona imaginada en el proceso de morir o muerta, y emerge así un cálculo moral que justifica la vida de uno y no la de otro. En esos momentos, el vínculo social ha sido cercenado o destruido, y así también se niega la precariedad compartida, donde esta última es entendida como una condición que precede el contrato y el cálculo. La ética y política particular que idealmente acompañaría la precariedad compartida es la interdependencia global, que resiste la distribución radicalmente desigual de precaridad (y la posibilidad de ser llorado).
Una lucha como esa estaría simultáneamente en contra de la lógica de la seguridad, como también de los paternalismos viejos y nuevos que ahora están vinculados a la seducción de la seguridad económica y política. Pero la resistencia sólo puede ocurrir si los modos de coalición están fundamentados en la interdependencia, y si la lucha contra la precaridad y en favor de la igualdad ejerce el poder de manera que rompa con la atracción del paternalismo. Esto no quiere decir el rechazo de todas las formas de apoyo estatal o institucional; infortunadamente, ese tipo de políticas antiinstitucionales se asocia con la destrucción de bienes sociales democráticos y derechos económicos, y esas formas de destrucción son precisamente las que el neoliberalismo y las políticas de seguridad cometen. Uno debe luchar por la democracia social, incluyendo la protección de beneficios, pero dentro del contexto de políticas democráticas más radicales10.
No podemos asumir que la interdependencia es un estado ideal de coexistencia; no puede ser lo mismo que armonía social. Inevitablemente, arremetemos contra aquellos de los que dependemos (o los que más dependen de nosotros), y no hay manera de disociar la dependencia de la agresión de una vez por todas. Puede que no sean alianzas felices o dichosas, pero son constituidas desde el entendimiento de la condición precontractual de la encarnación social. Necesitamos el uno del otro para vivir, y esto significa que nuestra supervivencia y bienestar son negociados invariablemente en las esferas sociales, económicas y políticas; de hecho, nuestras negociaciones son justamente los sitios donde esas esferas convergen y pierden la diferenciación como esferas.
Como mencioné anteriormente, podemos popularizar esta idea recurriendo a la amplia afirmación existencial y humanista de que todos son precarios. Y una vez nos preguntemos qué quiere decir esto o qué formas asume la precaridad, nos daremos cuenta de que ya hemos dejado el ámbito existencial para considerar nuestra existencia social como seres corporales que dependen el uno del otro para conseguir alojamiento y sustento y quienes, por lo tanto, están en riesgo de quedar sin Estado, sin hogar y destituidos bajo condiciones políticas injustas y desiguales. En otras palabras, nuestra supervivencia depende de arreglos políticos, y la política, especialmente cuando se convierte en biopolítica y manejo de poblaciones, se preocupa por cuáles vidas preservar, proteger y valorar (y eventualmente cuáles llorar, es decir, cuáles vidas desde un comienzo se consideran merecedoras de protección de daño y muerte) y cuáles vidas se consideran desechables y que no merecen ser lloradas. De esta forma, nuestra precariedad depende en gran medida de la organización de relaciones económicas y sociales, la presencia o ausencia de una infraestructura sustentadora e instituciones sociales y políticas, y los modos de luchar por éstas que producen y mantienen las alianzas.
La precariedad es así inseparable de aquella dimensión de la política que aborda la organización y protección de las necesidades corporales, donde esas necesidades señalan las relaciones sociales (la necesidad es siempre de algo, así como necesidad de algo de alguien y, por consiguiente, un modo de relacionarse con el mundo y con los otros). La precariedad expone nuestra sociabilidad, las dimensiones frágiles y necesarias de nuestra interdependencia, y esto tiene implicaciones sobre cómo nos unimos en la lucha cuando lo hacemos. Nadie escapa a la dimensión precaria de la vida social; es, se podría decir, nuestra no fundación en común. Nada nos “funda” más allá de una lucha convergente para establecer esos vínculos sostenibles.
Tomando las calles
Cuando las personas toman las calles juntas, forman más o menos un cuerpo político, y aunque ese cuerpo no habla en una sola voz —cuando ni siquiera habla o reclama algo— aun así se configura, defendiendo su presencia como una vida corporal plural y obstinada. Ese es el significado político de congregarse como cuerpos, deteniendo el tráfico o reclamando atención o moviéndose no como individuos extraviados o apartados, sino como un movimiento social de algún tipo. No tiene que ser organizado desde arriba (la suposición leninista) y no tiene que tener un mensaje único (la arrogancia logocéntrica) para que los cuerpos congregados puedan ejercer cierta fuerza performativa en el ámbito público. El “estamos aquí” que traduce la presencia de ese cuerpo colectivo puede releerse como “estamos aún aquí”, que significa: “No hemos sido aún desechados”. Los cuerpos son precarios y persisten, por esto pienso que debemos siempre vincular la precariedad con otras formas de acción social y política, donde sea posible. Cuando los cuerpos de quienes son considerados “desechables” se congregan en público, están diciendo: “No nos hemos deslizado silenciosamente en las sombras de la vida pública: no nos hemos convertido en la ausencia evidente que estructura tu vida pública”. De cierto modo, la congregación colectiva de los cuerpos es un ejercicio de la voluntad popular y una manera de reclamar, de forma corporal, una de las presuposiciones básicas de la democracia, concretamente, que las instituciones políticas y públicas están obligadas a representar al pueblo y que deben hacerlo de manera que establezcan la igualdad como un postulado de la existencia social y política. Por lo tanto, cuando esas instituciones son estructuradas de manera que algunas poblaciones se vuelven desechables, son interpeladas como desechables, privadas de futuro, educación, trabajo estable y satisfactorio, hasta de saber qué espacio se puede llamar hogar, entonces muy probablemente las congregaciones tendrán otra función, no solamente la expresión de ira justificable, también la reivindicación en su propia organización social de los principios de igualdad en medio de la precariedad.
Soy consciente de que el futuro de la revolución egipcia sigue siendo incierto y a veces extremadamente desalentador, especialmente cuando las elecciones buscan afianzar formas de poder que la revolución intentó superar. Aún así, quiero enfatizar dos aspectos de las manifestaciones revolucionarias en la plaza Tahrir a comienzos del 2011, que de alguna manera continúan, contra todo pronóstico, hasta el día de hoy11. La primera tiene que ver con la manera como se estableció cierta sociabilidad en la plaza; una división del trabajo que rompió diferencias de género, rotando quién hablaría y quién limpiaría las áreas donde la gente dormía y comía, y desarrollando un horario de trabajo para que entre todos se mantuviera el entorno y se limpiaran los sanitarios.
En resumen, se formaron fácil y metodológicamente lo que algunos llaman relaciones horizontales entre los manifestantes, estableciendo vínculos de igualdad en la forma de resistir. Esto incluyó una división equitativa del trabajo entre los sexos, que fue parte de la resistencia misma al régimen de Mubarak y a sus jerarquías afianzadas, incluyendo la extraordinaria diferencia en riqueza entre militares y patrocinadores corporativos del régimen, y entre trabajadores y quienes eran sometidos a la violencia de las fuerzas policiales y de la baltageya, los matones a sueldo que hacen el trabajo sucio del gobierno. De esta manera, la forma social de resistencia comenzó a incorporar principios de igualdad que gobernaron no sólo cuándo y dónde las personas hablaban y actuaban para los medios y en contra del régimen, sino también cómo cuidaban los varios sectores en la plaza, las camas sobre el pavimento, los puestos médicos y baños improvisados, los sitios donde comían y los sitios donde quedaban expuestos a la violencia que llegaba desde afuera. Estas acciones fueron todas políticas al rehusar la normalización de la desigualdad producida por divisiones estrictas entre esferas públicas y privadas, y al incorporar a esa forma social de resistencia los mismos principios por los que estaban luchando en las calles.
• Toro acuático de un solo cuerno, siglo XII | Techo de la Iglesia de San Martín en Zillis, Suiza
• Un elefante acuático, siglo XII | Techo de la Iglesia de San Martín en Zillis, Suiza
Lo segundo tiene que ver con la relación cuidadosa con la violencia: cuando se enfrentaron a ataques violentos o amenazas extremas, los manifestantes corearon la palabra silmiyya, que viene de la raíz verbal salima, que significa estar sano y salvo, ileso, sin impedimentos, intacto, protegido y seguro; pero también, inofensivo, irreprochable, impecable; así como estar seguro, establecido, claramente comprobado12. El término viene del sustantivo silm, que significa paz, pero también, indistinta y significativamente, la religión del islam. Una variante del término es Hubb as-silm, que en árabe es pacifismo. Comúnmente, el canto de silmiyya aparece como una exhortación suave: “Pacífico, pacífico”. Aunque la revolución fue no violenta, la mayor parte del tiempo no estuvo dictada por una oposición ejemplar hacia la violencia. Más bien, el canto colectivo fue una manera de alentar a las personas a resistir el arrastre mimético de la agresión militar y de las pandillas, teniendo en cuenta el objetivo principal, el cambio radical democrático. Dejarse llevar por el intercambio violento del momento significaría perder la paciencia necesaria para alcanzar la revolución. Lo que me interesa aquí es el canto, la manera en la que el lenguaje actuó no para incitar a la acción, sino para contenerla. El canto estructura el afecto en dirección a la comunidad y la no violencia, reclamando y promulgando un modo no violento de hacer política. Desde luego, aquí emerge justamente una ambigüedad, puesto que resistir un ataque violento requiere de alguna fuerza, a veces se debe resistir con fuerza un ataque forzoso; de hecho, la resistencia significa entrar en un campo de fuerza. Y esto significa que la no violencia no es un tipo de pasividad, es más bien una cultivación pensada y estratégica de resistencia contundente que se rehúsa a replicar la agresión que confronta. Esto nos lleva a considerar la resistencia no violenta como dependiente de una forma de control que es la cultivación no violenta de la fuerza13.
Aunque algunos apostarán que bajo las condiciones de los nuevos medios y las redes sociales el ejercicio de los derechos se lleva a cabo ahora a expensas de los cuerpos en las calles, y que Twitter y otras tecnologías virtuales le han quitado presencia a la esfera pública, yo no comparto esa idea. Los medios necesitan que los cuerpos estén en las calles para tener un evento, de la misma manera que las calles necesitan de los medios para ser parte del escenario global. Con esas condiciones, cuando las personas con cámaras o capacidades de disponer de Internet son arrestadas o torturadas o deportadas, o cuando los vínculos en Internet son cercenados o vigilados, entonces el uso de la tecnología compromete a esos cuerpos que envían y reciben. No existe sólo la mano que escribe y envía, también hay un cuerpo que peligra si lo escrito y enviado llega a rastrearse, o si el vínculo se rompe antes de llegar a quienes piden ayuda cuando se enfrentan a amenazas violentas. En otras palabras, la condición localizada y vulnerable del cuerpo es difícilmente superada con el uso de los medios que en potencia transmiten globalmente, o que convierten algún aspecto de nuestra condición en una entidad virtual. Y si esta articulación entre la calle y los medios constituye una versión contemporánea de la esfera pública, entonces los cuerpos comprometidos (en la calle, pero también conectados a la Web) deben considerarse tanto allá como acá, ahora como antes, vinculados a otros de maneras que sugieren una interdependencia al mismo tiempo global y próxima, trasladada y estacionaria.
Los cuerpos en las calles son precarios —están expuestos a la fuerza de la policía y a veces padecen sufrimiento físico como resultado—, el riesgo está ahí y parece aumentar ahora que la policía despeja con regularidad los campamentos del movimiento Occupy por la fuerza. Pero los cuerpos que permanecen demuestran obstinación, conexión y persistencia en la vida corporal conjunta, insistiendo en su continuo y colectivo “estar” y, en estas formas recientes, organizándose sin jerarquía, y de esta manera ejemplifican los principios de trato igualitario que exigen a las instituciones públicas. Igualmente, esos cuerpos promueven el mensaje, performativamente, aun cuando deben dormir en público o cuando organizan métodos colectivos para la limpieza del sitio que ocupan, como ocurrió en Tahrir y en el parque Zucotti en Nueva York. Si existe un “nosotros” que se congrega allí, en ese preciso espacio y momento, también hay un “nosotros” que se crea a través de los medios y que convoca a las manifestaciones y difunde sus eventos, con lo que algún conjunto de conexiones globales está siendo articulado; un significado de lo global diferente al de “mercado globalizado”. Y algún conjunto de valores está siendo promulgado en forma de resistencia colectiva, una defensa de nuestra precaridad y persistencia común en la creación de la igualdad y en las voces plurales e inexpresadas que se rehúsan a ser desechadas. Cuando esto ocurre, actuamos desde el sentido de la precaridad, en contra de ésta, y en coalición, a menudo en proximidades que no escogimos, donde funciona la interdependencia precontractual; ésta se siente a veces como alivio o euforia, pero frecuentemente como algo incómodo, conflictivo, escasamente digno de vivir. Pero es ahí, en la coalición, donde se negocian las condiciones de dignidad de vida en modo de resistencia, que ocasionalmente demuestran y repetidamente reclaman otra manera de convivir, una que intenta entender el mismo derecho a una vida digna de vivir.
Notas
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Véanse las ideas de Donna Haraway (1991 y 2003) sobre la relacionalidad compleja.
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Para reflexiones sobre la precariedad contemporánea, véase Luc Boltanski y Ève Chiapello (2005).
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Véase la dirección electrónica: http://www.madres-fundadoras.org.ar.
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El último borrador de este texto se terminó en mayo del 2012.
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- Última actualización en 29 Junio 2018